EL TERCER
OJO
TUESDAY
LOBSANG RAMPA
ĂŤNDICE
PRĂ“LOGO DEL
AUTOR
CAPĂŤTULO
PRIMERO: PRIMEROS AĂ‘OS EN CASA
CAPĂŤTULO
SEGUNDO: FIN DE MI INFANCIA
CAPĂŤTULO
TERCERO: ĂšLTIMOS DĂŤAS EN MI CASA
CAPĂŤTULO
CUARTO: A LAS PUERTAS DEL TEMPLO
CAPĂŤTULO
QUINTO: MI VIDA DE CHELA
CAPĂŤTULO
SEXTO: VIDA EN LA LAMASERĂŤA
CAPĂŤTULO
SÉPTIMO: LA APERTURA DEL TERCER OJO
CAPĂŤTULO
OCTAVO: EL POTALA
CAPĂŤTULO
NOVENO: EN LA VALLA DE LA ROSA SILVESTRE
CAPĂŤTULO
DÉCIMO: CREENCIAS TIBETANAS
CAPĂŤTULO
DECIMOPRIMERO: TRAPPA
CAPĂŤTULO
DECIMOSEGUNDO: HIERBAS Y COMETAS
CAPĂŤTULO
DECIMOTERCERO: PRIMERA VISITA A CASA
CAPĂŤTULO
DECIMOCUARTO: USANDO EL TERCER OJO
CAPĂŤTULO
DECIMOQUINTO: EL NORTE SECRETO... Y LOS YETIS
CAPĂŤTULO
DECIMOSEXTO: LAMA
CAPĂŤTULO
DECIMOSÉPTIMO: ĂšLTIMA INICIACIĂ“N CAPĂŤTULO DECIMOCTAVO: ¡ADIĂ“S, TIBET!
PRĂ“LOGO DEL AUTOR.
Soy tibetano; uno de los pocos que han llegado a este
extraño mundo occidental. La construcción y la gramática de este libro dejan
mucho que desear, pero nunca me han enseñado el inglés de un modo sistemático.
Para aprenderlo no tuve más academia que un campo de prisioneros japonés, donde
me sirvieron de maestras unas prisioneras británicas y norteamericanas pacientes
mĂas. AprendĂ a escribir en inglĂ©s por el procedimiento de probar y
equivocarme.
Ahora está invadido mi querido paĂs -como se habĂa
predicho- por las hordas comunistas. SĂłlo por esta razĂłn he disfrazado mi
verdadero nombre y el de mis amigos. Por haber hecho yo tanto contra el
comunismo, sĂ© que mis amigos residentes en paĂses comunistas sufrirĂan si se
descubriese mi identidad. Como quiera que he estado en manos comunistas y en
poder de los japoneses, sé por experiencia personal lo que puede lograrse mediante
la tortura, pero este libro no lo he escrito sobre la tortura, sino sobre un
paĂs amante de la paz que ha sido muy mal interpretado y del que durante mucho
tiempo se ha tenido una idea falsa.
Me aseguran que algunas de mis afirmaciones es muy posible
que no sean creĂdas. Están ustedes en su pleno derecho de creer y no creer,
pero no olviden que el TĂbet es un paĂs desconocido para el resto del mundo.
Del hombre que escribiĂł, refiriĂ©ndose a otro paĂs, que "la gente navegaba
por el mar en tortugas", se riĂł todo el mundo. Y lo mismo le sucediĂł al
que afirmĂł haber visto unos peces que eran “fĂłsiles vivos". Sin embargo,
es innegable que estos Ăşltimos han sido descubiertos recientemente y que
llevaron a los Estados Unidos un ejemplar para ser estudiado allĂ. Nadie creyĂł
a los hombres. Pero llegĂł el momento en que se demostrĂł que habĂan dicho la
verdad. Esto me ocurrirá a mĂ.
T. LOBSANG RAMPA.
Escrito
en el Año del Cordero de la Madera.
CAPĂŤTULO PRIMERO.
PRIMEROS AĂ‘OS EN CASA.
— ¡OĂ©h! ¡Con cuatro años ya, no es capaz de sostenerse
sobre un caballo!
¡Nunca serás un hombre! ¿QuĂ© dirá tu noble padre?
Con estas palabras, el viejo Tzu atizĂł al pony -y al
desdichado jinete- un buen trancazo en las ancas y escupiĂł en el polvo.
Los dorados tejados y cĂşpulas del Potala relucĂan
deslumbrantes con el sol. Más cerca, las aguas azules del lago del Templo de la
Serpiente se rizaban al paso de las aves acuáticas. A lo lejos, en el camino de
piedra, sonaban los gritos de los que daban prisa a los pesados y lentos yaks
que salĂan de Lhasa. Y tambiĂ©n sonaban por allĂ los bmmm, bmmm, bmmm de las
trompetas, de un bajo profundo, con las que ensayaban los monjesmĂşsicos en las
afueras, apartados de los curiosos.
Pero yo no podĂa prestar atenciĂłn a estos detalles de la
vida cotidiana.
Todo mi cuidado era poco para poder mantenerme en
equilibrio sobre mi rebelde caballito. Nakkim pensaba en otras cosas. Por lo
pronto, en librarse de su jinete y poder asĂ pastar, correr y patalear a sus
anchas por los prados.
El viejo Tzu era un ayo duro e inabordable. Toda su vida
habĂa sido inflexible y áspero, y ahora, como custodio y maestro de equitaciĂłn
de un chico de cuatro años, perdĂa muchas veces la paciencia. Tanto Ă©l como
otros hombres de Kham habĂan sido elegidos por su estatura y fuerza. MedĂa sus
buenos dos metros y era muy ancho. Las abultadas hombreras le acentuaban esa
anchura. En el TĂbet oriental hay una regiĂłn en la que los hombres son de
enorme estatura y corpulencia. Muchos de ellos sobrepasan los dos metros en
diez y hasta quince centĂmetros. Y Ă©stos eran elegidos para actuar de
monjes-policĂas en los monasterios.
Se ponĂan aquellas hombreras abultadas para hacer aĂşn
más imponente su aspecto, se ennegrecĂan el rostro para resultar más feroces y
llevaban largos garrotes que no vacilaban en utilizar en cuanto algĂşn malhechor
se les ponĂa a mano.
Tzu habĂa sido monje-policĂa, ¡y se veĂa reducido a la
condiciĂłn de nurse de un pequeño prĂncipe! Inválido ya para andar demasiado,
tenĂa que montar a caballo cada vez que se desplazaba un poco lejos. En 1904
los ingleses, bajo el mando del coronel Younghusband, invadieron el TĂbet y
causaron grandes daños. Por lo visto, pensaban que la manera más adecuada de
granjearse nuestra amistad era bombardeando nuestras casas y matando a nuestra
gente. Tzu habĂa sido uno de nuestros defensores y en una de las batallas le
partieron una cadera.
Mi padre era una de las principales figuras del Gobierno
tibetano. Su familia y la de mi madre estaban entre las diez familias más
ilustres del paĂs, de modo que, entre los dos, mis padres ejercĂan una
considerable influencia en los asuntos del paĂs. Más adelante darĂ© algunos
detalles sobre nuestra forma de Gobierno Mi padre era corpulento y medĂa más de
1,80 metros de estatura. PoseĂa una fuerza enorme. En su juventud podĂa
levantar del suelo un caballo pequeño y era uno de los pocos capaces de vencer
a los Hombres de Kham.
La mayorĂa de los tibetanos tienen el cabello negro y
los ojos de color castaño oscuro. Mi padre era en esto una excepción, pues
tenĂa el cabello castaño y los ojos grises. A menudo se irritaba terriblemente
sin que pudiéramos adivinar la causa.
No veĂamos mucho a papá. El TĂbet habĂa pasado por
tiempos muy revueltos. Los ingleses nos habĂan invadido en 1904 y el Dalai Lama
habĂa huido a Mogolia, dejando encargados del Gobierno a mi padre y a otros
ministros. En 1910, los chinos, animados por el buen Ă©xito de la invasiĂłn
inglesa, cayeron sobre Lhasa. El Dalai Lama volviĂł a ausentarse. Esta vez se
refugiĂł en la India. Los chinos tuvieron que retirarse de Lhasa durante la
RevoluciĂłn china, pero antes cometieron espantosos crĂmenes contra nuestro pueblo.
En 1912 el Dalai Lama regresĂł a Lhasa. Durante todo el
tiempo que durĂł su ausencia, en aquellos dĂas tan difĂciles, mi querido padre y
los demás ministros cargaron con la pesada carga de gobernar al TĂbet. Mi madre
solĂa decir que el carácter de mi padre nunca volviĂł a ser el mismo. Por
supuesto no le quedaba tiempo para atender a sus hijos, y por ello hemos
carecido del afecto paterno. Yo, muy especialmente, despertaba sus iras y por
eso me dejaba a merced del intratable Tzu, a quien le habĂa dado plenos poderes
para mi educaciĂłn.
Tzu tomaba como un insulto personal mi fracaso en la
equitaciĂłn.
En el TĂbet, los niños de las clases altas aprenden a
montar casi antes de saber andar. Dominar la equitaciĂłn es imprescindible en un
paĂs como el TĂbet, donde todos los viajes se hacen a pie o a caballo. Los
nobles tibetanos practican la equitación continuamente. Se mantienen fácilmente
en pie sobre una estrecha silla de madera mientras el caballo galopa y, en
plena carrera, disparan con fusil contra un blanco movedizo para cambiar luego
de arma y tirar flechas con el arco. Y todo esto a galope tendido y yendo de
pie sobre la silla. A veces, los mejores jinetes recorren al galope las
llanuras, en formaciĂłn, y cambian de caballo saltando de silla a silla. ¡FigĂşrense
ustedes quĂ© concepto tendrĂa Tzu de mĂ, un niño de cuatro años que ni siquiera
se sostenĂa aĂşn sentado en la silla!
Mi pony, Nakkim, era peludo y con una larga cola. Su
estrecha cabeza tenĂa una expresiĂłn inteligente. SabĂa un asombroso nĂşmero de
procedimientos para sacudirse de encima al jinete... si era un jinete tan
inseguro como yo. Uno de sus trucos favoritos era dar una carrerilla, pararse
en seco y agachar la cabeza. Luego, cuando ya me habĂa resbalado hasta su
cuello, lo levantaba de pronto y esta sacudida me hacĂa dar una vuelta de
campana antes de caer en el suelo. Después se me quedaba mirando con maliciosa
complacencia. Los tibetanos nunca cabalgan al trote; los ponies son pequeños y
un jinete resulta ridĂculo sobre un pony que trote. El TĂbet era un paĂs
organizado teocráticamente. Nada nos interesaba el “progreso” del mundo
exterior. SĂłlo querĂamos poder meditar y vencer las limitaciones que impone la
carne. Nuestros sabios habĂan comprendido, desde hacĂa mucho tiempo, que el
Oeste codiciaba las riquezas del TĂbet, y sabĂan por experiencia cuando
llegaban los extranjeros se acababa la paz.
Ahora, la llegada de los comunistas lo ha confirmado.
TenĂamos la casa en la ciudad de Lhasa, en el barrio
distinguido, el de Lingkhor, junto a la carretera circular que rodea a Lhasa y
a la sombra del Pico. Hay tres cĂrculos de caminos, y el exterior, Lingkhor, lo
utilizan muchos peregrinos. Como todas las casas de Lhasa, la nuestra -cuando
yo nacĂ- era de dos pisos por la parte que daba a la carretera. Nadie ha de
mirar hacia abajo al Dalai Lama y por eso se establece un lĂmite de dos pisos
para todas las casas. Ahora bien, como esta prohibiciĂłn sĂłlo se aplica en
realidad a una procesión al año, muchas casas llevan durante once meses al año
un piso de madera, que es fácilmente desmontable, encima de sus tejados planos.
Nuestra casa era de piedra y habĂa sido construida hacĂa
muchos años.
TenĂa forma cuadrada con un gran patio interior.
Nuestros animales estaban en la planta baja y nosotros habitábamos en el piso
de arriba. Por suerte, disfrutábamos de una escalera de piedra. La mayorĂa de
los tibetanos utilizan una escalera de mano y, los campesinos, un largo palo
con hendiduras con el que hay el peligro de romperse la cabeza. Estas pértigas
se ponen tan resbaladizas con el uso a fuerza de agarrarse a ellas las manos
manchadas con manteca de yak que, cuando los campesinos lo olvidan, se caen con
suma facilidad.
En 1910, durante la invasiĂłn de los chinos, nuestra casa
quedĂł derruida en parte. El muro trasero se habĂa venido abajo. Mi padre
reconstruyó la casa, haciéndola de cuatro pisos. No dominaba al Anillo, de modo
que no podĂamos mirar hacia abajo a la cabeza del Dalai Lama cuando pasaba en
la procesiĂłn anual. De manera que no hubo quejas.
La puerta por donde se entraba al patio central era de dos
hojas muy pesadas y se habĂan ennegrecido con los años. Los invasores chinos no
habĂan podido con ella. Al ver que no conseguĂan partirla, la emprendieron con
los muros interiores. Encima de esa entrada estaba el "despacho" del
mayordomo. PodĂa ver a todos los que entraban y salĂan. El mayordomo estaba
encargado de tomar y despedir a la servidumbre, y de cuidar de que la casa
estuviese atendida como era debido. Debajo de su balcĂłn, cuando sonaban las
trompetas de los monasterios, se situaban los mendigos de Lhasa para pedir la
comida que les sostendrĂa durante las tinieblas de la noche.
Todos los nobles más ilustres atendĂan a la alimentaciĂłn
de los pobres de su distrito. A veces acudĂan incluso presos encadenados, ya que
en el TĂbet hay pocas cárceles y los condenados vagaban por las calles
arrastrando sus cadenas y mendigando comida.
En el TĂbet no se considera a los condenados como seres
despreciables.
Comprendemos que la mayorĂa de nosotros podrĂamos ser
condenados si se nos descubrieran nuestros delitos; asĂ que tratamos
razonablemente a los que han sido menos afortunados.
En dos habitaciones situadas a la derecha de la del
mayordomo vivĂan dos monjes. Estos eran nuestros monjes domĂ©sticos, que rezaban
diariamente para que la divinidad aprobase nuestras actividades. Los nobles de
menos importancia disponĂan de un solo monje, pero nuestra posiciĂłn requerĂa
dos. Antes de cualquier acontecimiento notable, estos sacerdotes eran
consultados y se les pedĂa que impetrasen el favor de los dioses con sus
plegarias. Cada tres años regresaban los monjes a sus lamaserĂas y eran
sustituidos por otros. En cada ala de nuestra casa habĂa una capilla. Las
lámparas, alimentadas con manteca, ardĂan sin cesar ante el altar de madera labrada.
Los siete cuencos de agua sagrada eran limpiados y vueltos a llenar varias
veces al dĂa. TenĂan que estar limpios, pues pudiera apetecĂ©rseles a los dioses
ir a beber en ellos. Los sacerdotes estaban bien alimentados, ya que comĂan lo
mismo que la familia, para poder rezar mejor y decirles a los dioses que
nuestra comida era buena.
A la izquierda del mayordomo vivĂa el jurisconsulto, cuya
tarea consistĂa en cuidar de que la vida de la casa marchase dentro de la ley.
Los tibetanos se atienen estrictamente a las leyes en todas sus actividades y
mi padre debĂa dar ejemplo como buen cumplidor de lo que estaba legislado.
Nosotros, los niños, mi hermano Paljór, mi hermana
Yasodhara y yo, habitábamos en la parte nueva de la casa, en el lado del
cuadrado más distante de la carretera. A la izquierda tenĂamos una capilla y a
la derecha la escuela, a la que tambiĂ©n asistĂan los hijos de los criados.
Nuestras lecciones eran largas y variadas. PaljĂłr no viviĂł mucho tiempo con
nosotros. Era débil y no estaba dotado para resistir la vida tan dura que ambos
tenĂamos que llevar. Antes de cumplir los siete años nos abandonĂł y regresĂł a
la Tierra de Muchos Templos. Yaso tenĂa seis años cuando desapareciĂł PaljĂłr, y
yo cuatro. AĂşn recuerdo cuando fueron a buscarlo. Estaba allĂ, tendido, como
una vaina vacĂa, y los Hombres de la Muerte se lo llevaron para descuartizarlo
y darlo a las aves de rapiña para que lo devorasen. Esta era la costumbre.
Al convertirme en Heredero de la Familia, se intensificĂł
mi entrenamiento.
Ya he dicho que a los cuatro años no habĂa conseguido aĂşn
ser un buen jinete. Mi padre era muy severo y exigente en todo. Como PrĂncipe
de la Iglesia se esforzaba para lograr que su hijo fuese muy disciplinado y
constituyera un ejemplo vivo de cĂłmo debĂan ser educados los niños.
En mi paĂs, la educaciĂłn infantil es más severa a medida
que el niño es de mejor familia. Algunos nobles empezaban a pensar que los
chicos debĂan de llevar una vida más agradable, pero mi padre era de la vieja
escuela.
Razonaba de este modo: un niño pobre no puede esperar una
compensaciĂłn en su vida de adulto asĂ que hemos de rodearle de afecto y
consideraciĂłn durante su infancia. En cambio, los hijos de las familias
pudientes disfrutarán de toda clase de comodidades, por su riqueza, cuando sean
mayores, de manera que han de pasar malos ratos y preocuparse por el bienestar
de los demás mientras son niños. También era ésta la actitud oficial. Sometidos
a una educaciĂłn tan dura, los dĂ©biles no sobrevivĂan, pero los que salĂan
adelante se hallaban entrenados para resistirlo casi todo.
Tzu ocupaba una habitaciĂłn en la planta baja, muy cerca de
la puerta principal. Durante muchos años habĂa podido conocer a toda clase de
personas mientras fue monje-policĂa, y ahora no podĂa soportar encontrarse
recluido, apartado del bullicio. Su habitaciĂłn estaba junto a las cuadras,
donde tenĂa mi padre sus veinte caballos, sus ponies y los animales de tiro.
Los mozos de la cuadra detestaban a Tzu por su
oficiosidad. Siempre estaba fiscalizándoles el trabajo. Cuando mi padre salĂa
de caza, se llevaba una escolta de seis hombres armados. Estos iban de uniforme
y Tzu les pasaba revista para asegurarse de que no les faltaba un detalle en su
atavĂo.
No sĂ© por quĂ©, pero estos seis hombres solĂan poner a sus
caballos de grupas a la pared, y en cuanto aparecĂa mi padre, cabalgando ya, se
lanzaban todos a la vez a su encuentro en una bravĂsima carga de caballerĂa.
DescubrĂ que, asomándome por la ventana de un almacĂ©n, podĂa tocar a uno de los
jinetes. Un dĂa se me ocurriĂł pasarle una cuerda por su grueso cinturĂłn de
cuero. Lo hice con extremada cautela y no se dio cuenta.
AtĂ© los dos cabos a un gancho que habĂa por dentro de la
ventana. ApareciĂł mi padre y, como de costumbre, los jinetes se precipitaron a
su encuentro. SĂłlo cinco de ellos. El sexto quedĂł atado a la ventana. Gritaba
que los demonios se habĂan apoderado de Ă©l. Se le soltĂł el cinturĂłn y, en la
algarabĂa que se formĂł, logrĂ© huir inadvertido. Luego me divertĂa
extraordinariamente diciĂ©ndole: "¡AsĂ, que tampoco tĂş, Ne-tuk, sabes
montar!
De las veinticuatro horas del dĂa, nos pasábamos dieciocho
despiertos.
Eran unos dĂas de trabajo intensivo. Los tibetanos creen
que es una insensatez dormir mientras hay luz natural, pues los demonios del
dĂa podrĂan llevárselo a uno. Incluso los bebĂ©s han de estar despiertos para
que los demonios no puedan atacarlos. Y ha de cuidarse de que los enfermos no
se duerman durante el dĂa. Un monje se encarga de mantenerlos despiertos
mientras hay luz natural. Nadie se libra de esto; ni siquiera los moribundos, a
los que hay que tener despiertos a partir del alba y hasta bien anochecido.
El caso de los moribundos es especialmente peligroso, pues si
se durmiesen de dĂa, poco antes de morirse, no podrĂan encontrar el camino que,
cruzando las tierras fronterizas, les conducirá al otro mundo.
En las escuelas nos hacĂan estudiar idiomas: tibetano y
chino. El tibetano no es Ăşnicamente nuestro idioma patrio, sino dos distintos:
el ordinario y el honorĂfico. Empleábamos la lengua vulgar para dirigirnos a la
servidumbre y a otras personas de clase baja, y el honorĂfico para hablar con
personas de nuestra misma o superior condiciĂłn social. Es más: ¡al caballo de
un noble habĂa que hablarle en estilo honorĂfico! Uno de nuestros criados, al
encontrar a nuestro aristocrático gato en el patio, debĂa dirigirse a Ă©l de
este modo: " QuerrĂa dignarse el honorable Minino venir a beber esta
indigna leche?" Por supuesto, era inĂştil emplear el tratamiento si el
honorable Minino preferĂa quedarse donde estaba.
Nuestra escuela era un local muy espacioso. En tiempos
habĂa servido de refectorio para los monjes que nos visitaban, pero desde que
terminaron la reconstrucciĂłn de la casa, convirtieron aquella estancia en
escuela del Estado. AsistĂamos a las clases por lo menos sesenta niños.
PermanecĂamos sentados en el suelo con las piernas cruzadas y tambiĂ©n en un
banco muy largo y muy bajo. Nos sentábamos dando la espalda al maestro para que
no pudiĂ©ramos saber cuándo nos estaba mirando. Nos hacĂa trabajar sin perder un
minuto. El papel tibetano está hecho a mano y es muy caro, demasiado para
dárselo a un niño. Por eso usábamos pizarras. Nuestros "lápices" eran
tizas duras que podĂan encontrarse en los montes Tsu La, que dominaban a Lhasa
con sus 3.700 metros. Y Lhasa está a su vez a casi 3.700 metros sobre el nivel
del mar. Yo procuraba encontrar tizas de color rojizo, pero a mi hermana Yaso
le gustaban muchĂsimo las de color morado. PodĂamos obtener una variada gama de
colores: rojos, amarillos, verdes, azules, con gran riqueza de matices. Creo
que algunos de los colores se debĂan a la presencia de unos yacimientos
metálicos en la base de tiza suave.
La verdad es que la aritmética me fastidiaba. Si
setecientos ochenta y tres monjes bebĂan cada uno cincuenta y dos copas de
tsampa al dĂa, y cada copa contenĂa cinco octavos de medio litro, ¿quĂ© tamaño
debĂa tener la vasija necesaria para la provisiĂłn de una semana? Mi hermana
Yaso resolvĂa estos enigmas con asombrosa facilidad. Yo no era tan listo.
En cambio, me vi en lo mĂo en cuanto empezamos a tallar en
madera.
Esto me gustaba y lo hacĂa bastante bien. En el TĂbet se
hace toda la impresiĂłn con planchas de madera grabada. De ahĂ que el arte de
labrar la madera tuviese una buena salida. Pero a los niños no nos permitĂan
gastar madera, que estaba muy cara y habĂa que traerla de la India. La madera
tibetana era demasiado basta y carecĂa de la adecuada granulaciĂłn. Usábamos una
especie de piedra pĂłmez que se podĂa cortar fácilmente con un cuchilo bien
afilado. ¡Y a veces empleábamos queso rancio de yak!
Lo que nunca se dejaba de hacer era recitar las Leyes.
TenĂamos que decirlas en cuanto entrábamos en la escuela y al terminar la
clase, para que nos permitieran marcharnos. Estas leyes eran:
Devuelve bien por bien.
No luches con personas amables.
Lee las Escrituras y entiéndelas.
Ayuda a tus vecinos.
La ley es dura con los ricos para enseñarles comprensión y equidad.
La ley es amable con el pobre para que Ă©ste disfrute de la compasiĂłn.
Paga tus deudas en seguida.
Para que no hubiera posibilidad de olvidar las leyes, estaban
grabadas en unas banderolas fijadas en las cuatro esquinas de nuestra escuela.
Sin embargo, la vida no era sĂłlo estudio y malos ratos;
jugábamos con tanta intensidad como estudiábamos. Todos nuestros juegos estaban
orientados hacia nuestro fortalecimiento, con el objeto de capacitamos para
resistir las extremadas temperaturas del TĂbet. En el verano, a mediodĂa, la
temperatura llega a ser muchas veces de ochenta y cinco grados Fahrenheit, pero
en la noche de ese mismo dĂa puede descender a cuarenta grados bajo cero. Y en
invierno, naturalmente, aún es más baja.
El manejo del arco resultaba muy divertido y desarrollaba la
musculatura.
Usábamos arcos hechos de tejo importado de la India y a
veces los hacĂamos con madera tibetana. Nuestra religiĂłn budista nos prohibĂa
disparar contra blancos vivos. Unos criados escondidos tiraban de una larga
cuerda, haciendo asĂ que se moviera un blanco que brincaba y salĂa en
direcciones que no podĂamos prever. Muchos de mis compañeros eran capaces de
disparar mientras se mantenĂan en pie sobre un pony en pleno galope.
¡Yo nunca me pude sostener mucho tiempo! Los saltos de
longitud eran otra cosa. No me preocupaba por que no habĂa caballo de por
medio. CorrĂamos lo más rápidamente que podĂamos llevando en cada mano una
pĂ©rtiga de cuatro metros y medio y, cuando habĂamos adquirido el suficiente
impulso, saltábamos con ayuda de la pĂ©rtiga. Yo solĂa decir que los demás, a
fuerza de cabalgar tanto, habĂan perdido el vigor de sus piernas. En cambio yo,
que no era buen jinete, saltaba muy bien. Era un buen sistema para cruzar rĂos
y me divertĂa mucho ver cĂłmo mis compañeros caĂan al agua uno tras otro.
Otra de nuestras diversiones era andar en zancos. Nos
disfrazábamos de gigantes y a veces organizábamos luchas en zancos. El que se
caĂa, perdĂa.
HacĂamos los zancos en casa. Empleábamos toda nuestra
persuasión para convencer al encargado del almacén y lograr que nos diese la
madera que necesitábamos. TenĂa que estar limpia de nudos. Luego, lo más
difĂcil era conseguir unas buenas cuñas para apoyar los pies. Como la madera
estaba muy escasa y no podĂa desperdiciarse, nos veĂamos obligados a esperar
una buena ocasión. Las niñas y las mujeres jóvenes jugaban a una especie de
lanzadera.
Era un pedazo pequeño de madera con agujeros en la parte
superior, y plumas metidas por Ă©stos, y lo lanzaban por el aire con los pies.
Para este juego, la jovencita se levantaba la falda hasta una altura que le
permitiese una libertad de movimientos sĂłlo usaba los pies. Si se tocaba con la
mano el trozo de madera, la jugadora quedaba descalificada. Las que dominaban
este juego mantenĂan en el aire aquel extraño objeto durante diez minutos
seguidos sin fallar un golpe.
Pero lo que apasionaba a todos en el TĂbet, o por lo menos
en el distrito de Ăś, que es a donde pertenece Lhasa, eran las cometas.
PodrĂamos llamarle el deporte nacional. SĂłlo podĂamos permitĂrnoslo en ciertas
Ă©pocas del año. Ya hacĂa muchos años que se habĂa descubierto que si se hacĂan
volar cometas en las montañas, llovĂa torrencialmente y en aquel tiempo se
pensaba que los dioses de la Lluvia estaban irritados. AsĂ que sĂłlo nos
permitĂan jugar con las cometas en el otoño, que en el TĂbet es la Ă©poca de
sequĂa. Durante ciertos meses del año, no se puede gritar en las montañas
porque se teme que la vibraciĂłn de las voces sea causa de que las nubes
supersaturadas de la India descarguen demasiado pronto y caiga lluvia donde
serĂa perjudicial. El primer dĂa de otoño se elevaba una corneta solitaria
desde el tejado del Potala. Pocos minutos después, cometas de todos los
tamaños, formas y colores se remontaban sobre Lhasa agitándose en la fuerte
brisa.
Me gustaba mucho jugar con las cometas, y siempre hacĂa
por que mi corneta fuera una de las primeras en elevarse. Todos nos hacĂamos
las nuestras, por lo general con una armazón de bambú, cubriéndola casi siempre
con fina seda. No nos era difĂcil conseguir este buen material y constituĂa un
orgullo para mi casa que nuestra corneta fuera de la mejor clase.
SolĂamos hacerlas en forma de caja y con frecuencia la
adornábamos con una feroz cabeza de dragón y una cola.
Organizábamos batallas en que cada uno trataba de derribar
la cometa de sus rivales. CubrĂamos parte de la cuerda con cola y la
salpicábamos con vidrio machacado que quedaba adherido. Con ello esperábamos
cortar las cuerdas de los demás y apoderarnos asà de las cometas que se
cayeran.
A veces nos deslizábamos sigilosamente fuera de casa por
la noche y elevábamos nuestras cometas con lamparitas dentro. Los ojos del
dragĂłn relucĂan rojos y del cuerpo salĂan diversos colores realzados sobre la
negrura de la noche. Sobre todo nos encantaba y hacerlo cuando se esperaban las
interminables caravanas de yaks procedentes del distrito de Lho-dzong.
En nuestra infantil inocencia creĂamos que los ignorantes
nativos de aquella apartada regiĂłn no conocĂan inventos tan
"modernos" como nuestras cometas y que asĂ les darĂamos un susto
formidable.
Uno de nuestros trucos era poner tres conchas de diferente
tamaño en las cometas de manera que cuando las batĂa el viento, producĂan un lĂşgubre
sonido como un largo e impresionante lamento. DecĂamos que parecĂan dragones
que lanzaban llamas y se retorcĂan en la noche y suponĂamos que ejercĂan un
saludable influjo sobre los mercaderes. Nos resultaba delicioso figurarnos a
aquellos desgraciados encogidos de espanto en sus jergones mientras nuestras
cometas se balanceaban allá arriba.
Aunque yo entonces no lo sabĂa, mi juego de cometas iba a
servirme de mucho para cuando, mucho más adelante, me hubiese de subir en
ellas.
Entonces era sĂłlo un juego, aunque muy divertido y
apasionante. Y en una de sus modalidades pudo haber sido muy peligroso:
hacĂamos unas cometas muy grandes con alas que les salĂan de los lados. Las
colocábamos en terreno llano cerca de algún barranco en que hubiera una fuerte
corriente de aire. Montábamos en nuestros ponies atándonos un extremo de la
cuerda a la cintura y luego arrancábamos al galope. La cometa daba un brinco y
se elevaba rápidamente hasta que pasábamos por delante del barranco y nos
envolvĂa la corriente. Entonces el tirĂłn de la cuerda era tan fuerte que
desmontaba al jinete elevándolo más de tres metros en el aire. Luego descendĂ
amos lentamente sobre la tierra. Algunos infelices casi se quebraban si
olvidaban sacar los pies de los estribos. Por mi parte, yo estaba tan
acostumbrado a caerme del caballo que me parecĂa incluso un alivio que me
sacaran de él tan suavemente. Mi loco afán de aventuras me hizo descubrir que,
tirando de la cuerda en el momento de elevarme, aĂşn subĂa más y si tiraba de
ella unas cuantas veces, podĂa prolongar mi permanencia en el aire En una
ocasiĂłn lo hice tan bien que fui a aterrizar en el tejado de la casa de unos
campesinos. AllĂ arriba tenĂan almacenado el combustible para el invierno.
Los campesinos tibetanos viven en casas de tejados planos
con un pequeño parapeto donde se guarda la boñiga de los yaks. Una vez seca se
utiliza como combustible. Aquella casa a que me refiero era de barro cocido en
vez de piedra como en lo corriente carecĂa de chimenea. Una abertura en el
tejado hacĂa sus veces. Mi repentina llegada agarrado a una cuerda arrastrĂł el
estiércol hasta el boquete de ventilación haciéndole caer por él al interior de
la casa y poner perdidos de porquerĂa a sus habitantes. No me acogieron
precisamente con regocijo. Al caer también yo por el boquete, me recibieron con
gritos de rabia, y después de darme una buena paliza, el campesino, furioso, me
llevĂł a mi casa para que mi padre me administrase otro serio correctivo,
¡Aquella noche tuve que dormir boca abajo!
Al dĂa siguiente me tenĂan reservada una tarea
molestĂsima recoger boñiga de yak de nuestras cuadras, llevarla a casa del
campesino y subirla al tejado. Este trabajo no es lo más propio para un niño
menor de seis años, como era yo entonces. Sin embargo, a todos les producĂa un
gran regocijo, todos estaban muy satisfechos.., excepto yo. Los demás niños se
reĂan de mĂ, el campesino acabĂł teniendo doble cantidad de combustible y mi
padre se enorgullecĂa de haber demostrado ser un hombre justo y severo. En
cuanto a mĂ, tambiĂ©n hube de pasarme la segunda no .
Quizás piensen ustedes que ésta era una vida insoportable
para una criatura, pero no hay que olvidar que en el TĂbet no hay sitio para
los enclenques.
Lhasa está situada a casi tres mil setecientos metros de
altitud, y su temperatura es extremada. Otros distritos del TĂbet se hallan aĂşn
a mayor altitud y en condiciones mucho más duras, de manera que los débiles
pueden poner en peligro a los demás. A esto se debĂa, y no a crueldad, aquella
preparación férrea.
En los lugares de mayor altitud la gente metĂa en
corrientes heladas a los recién nacidos para ver si eran lo bastante
resistentes. He visto con mucha frecuencia las pequeñas procesiones que se
organizaban para ir al rĂo (que a veces fluĂa a más de cuatro mil metros de
altitud). Al llegar a la orilla se detenĂa la comitiva y la abuela cogĂa al
recién nacido. Junto a ella estaba la familia: el padre, la madre y los
parientes más cercanos. Desnudaban al bebĂ©, la abuela se arrodillaba y sumergĂa
a la criatura dejándole fuera sólo la cabeza, hasta la boca, para que
respirase. Con aquel frĂo tan terrible, el niño se ponĂa rojo, luego azul y por
fin dejaba de berrear. Parece que está muerto, pero la abuela tiene gran
experiencia en esas cosas y al poco tiempo saca del agua al pequeño y vuelve a
vestirlo después de secarlo bien. Si el niño sobrevive a esta prueba, está
clara la voluntad de los dioses.
Si muere, es que los dioses han querido evitarle lo mucho
que iba a haber sufrido en esta tierra. No cabe duda que esta costumbre es la
mayor prueba de compasión y cariño que puedan dar los habitantes de regiones
tan inhĂłspitas.
Preferible es que mueran unos cuantos niños a que sean unos
inválidos incurables en un paĂs donde apenas hay servicio mĂ©dico.
Con la muerte de mi hermano fue necesario que yo
intensificase mis estudios, ya que cuando cumpliese los siete años tendrĂa
prepararme para la carrera que eligiesen para mĂ los astrĂłlogos. En el TĂbet
todo lo decide la astrologĂa, desde la compra de un yak hasta la profesiĂłn de
una persona. Se acercaba ese momento en que, al cumplir los siete años, mi
madre darĂa una gran fiesta a la que estarĂan invitados los de más alta
alcurnia del paĂs.
Durante esa fiesta se darĂa a conocer la decisiĂłn de los
astrĂłlogos respecto a mi porvenir.
Mamá era regordeta, con una cara redonda y el cabello
negro. Las mujeres tibetanas llevan una especie de marco de madera en que se
les encuadra la cabeza y sobre él adaptan el cabello para que resulte lo más
ornamental posible. Estos marcos son muy complicados. Suelen ser de laca de
color carmesĂ, y en Ă©l van engarzadas piedras semipreciosas e incrustaciones de
jade y coral. Todo esto, con el cabello bien aceitado, produce un efecto muy
brillante.
Las mujeres tibetanas usan vestidos muy alegres, hechos
de muchos verdes, rojos y amarillos. En la mayorĂa de los casos llevan un
delantal de un color vivo con una franja horizontal haciendo contraste, pero
muy armoniosamente.
En la oreja izquierda se ponen un pendiente, cuyo tamaño
depende de la categorĂa social de la mujer. Mi madre, por ser de una de las
primeras familias del paĂs, lucĂa un pendiente de quince centĂmetros.
CreĂamos que las mujeres debĂan tener los mismos
derechos que los hombres, pero en el manejo de nuestra casa, mi madre iba aĂşn
más allá y era una dictadora del hogar, una autĂłcrata que sabĂa lo que querĂa y
siempre se salĂa con la suya.
Se encontraba en su elemento cuando se trataba de preparar
una fiesta.
Le encantaba dar Ăłrdenes e idear nuevos detalles que dejasen
asombrados a nuestros vecinos, incapaces de igualar a nuestra casa en
brillantez social.
Mamá habĂa viajado mucho con mi padre (estuvieron en la
India, en PekĂn y en Shanghai) y sabĂa cĂłmo se hacĂan las cosas en el extranjero.
Una vez fijada la fecha en que habĂa de celebrarse la
gran fiesta en mi honor, se repartieron las invitaciones que habĂan escrito
cuidadosamente los monjes-escribas en un papel grueso, hecho a mano, que
siempre usábamos para las comunicaciones de importancia. Cada invitaciĂłn medĂa
24x60 centĂmetros y llevaba el sello de la familia de mi padre, pero como mi
madre pertenecĂa tambiĂ©n a una de las diez mejores familias del paĂs, figuraba
tambiĂ©n su sello en cada tarjetĂłn. Además, mis padres tenĂan un sello conjunto,
de manera que se estampaban en la invitaciĂłn tres sellos. Resultaban unos
documentos de imponente aspecto. A mĂ me asustaba pensar que todo aquel revuelo
era por mi causa. No sabĂa yo por entonces que mi papel en todo aquello era
secundario y que lo primero de todo, en realidad, era el Acontecimiento Social.
Mi edad no me permitĂa entender que la magnificencia de la fiesta servĂa para
aumentar el prestigio de mis padres.
HabĂamos contratado a unos mensajeros especiales para
repartir las invitaciones; cada uno de estos hombres montaba un caballo pura
sangre.
Cada uno llevaba en la mano derecha una especie de bastĂłn
hendido en el extremo superior y en esa hendidura iba fijada la invitaciĂłn para
que la vieran todos. El bastĂłn estaba adornado alegremente con cintas donde
figuraban impresas algunas plegarias. Ondeaban al viento. Mientras los
mensajeros se preparaban en nuestro patio para salir a cumplir su cometido,
habĂa gran algazara. Los lacayos gritaban con todas sus fuerzas, los caballos
relinchaban y los enormes mastines negros ladraban como locos. A Ăşltima hora
les daban a los mensajeros un buen trago de cerveza tibetana. Luego, los
criados ponĂan todas las jarras a la vez en el suelo, con un gran ruido, y
abrĂan la puerta principal. La tropa de mensajeros salĂa al galope con un
salvaje griterĂo.
En el TĂbet los mensajeros entregan un mensaje escrito,
pero también dan una versión oral que puede ser completamente distinta. Hace
muchos años, los bandidos apresaban a los mensajeros y cometĂan sus fechorĂas
basándose en las noticias que leĂan.
AsĂ, atacaban una casa mal defendida o una procesiĂłn. De
ahĂ la costumbre de escribir un mensaje falso para despistar a los bandidos.
TodavĂa perdura esa antigua costumbre del doble mensaje: oral y escrito, de contenido
diferente. Incluso ahora, la versiĂłn que se acepta como verdadera es la oral.
Dentro de la casa todo era un puro torbellino. Limpiaban o
volvĂan a pintar las paredes, raspaban los suelos de madera y les sacaban
brillo hasta que resultaba peligroso andar por ellos. Los altares de madera
labrada que habĂa en las habitaciones principales eran pulidos y se les daban
nuevas capas de baca. Se traĂan muchas lámparas alimentadas con manteca.
Algunas de estas lámparas eran de oro y otras de plata, pero les sacaban tanto
brillo que no se podĂa distinguir entre ambas clases. Mamá y el mayordomo
corrĂan sin cesar de un lado a otro, criticando una cosa, ordenando otra y, en
general, haciĂ©ndoles la vida imposible a los pobres criados. TenĂamos más de
cincuenta servidores por entonces, pero hubo que aumentar el nĂşmero para la
fiesta. Trabajaban dos ellos afanosamente y con buena voluntad. El patio lo
limpiaron tan concienzudamente que las losas de piedra quedaron relucientes y
parecĂan reciĂ©n puestas. Llenaron los intersticios con una pasta de color y el
efecto era muy bonito y alegre. Terminada toda esta labor, los pobres criados,
llamados a presencia de mi madre, recibieron la orden de limpiarse los trajes
hasta dejarlos como nuevos.
En las cocinas habĂa una tremenda actividad: prepararon
enormes cantidades de alimentos. El TĂbet es un refrigerador natural, de modo
que es posible preparar la comida y conservarla en excelente estado durante un
tiempo indefinido. El clima es extraordinariamente frĂo y seco. Pero incluso
cuando sube la temperatura, la sequedad de la atmĂłsfera conserva muy bien los
alimentos. La carne puede guardarse durante un año entero sin que se estropee y
los cereales duran siglos.
Los budistas no matan; asĂ que la Ăşnica carne disponible
es de animales muertos de muerte natural, que se han caĂdo por precipicios o a
los que han matado accidentalmente. Nuestra despensa estaba bien provista de
carne de tal procedencia. Hay carniceros en el TĂbet, pero son de una casta
"intocable" y las familias más ortodoxas consideran como una deshonra
tratar con ellos.
Mi madre habĂa decidido ofrecerles a los invitados las
cosas más raras y costosas. Se propuso darles flores de rododendros en
conserva. Con varias semanas de antelaciĂłn, nuestros criados fueron a las
estribaciones del Himalaya donde se encuentran los mejores rododendros. En
nuestro paĂs estos árboles crecen a enorme altura y dan una asombrosa variedad
de tonos y aromas.
Los capullos que no han florecido del todo son arrancados
y lavados cuidadosamente. Este cuidado se debe a que la menor arañadura impide
que se conserven. Luego sumergen cada flor en una mezcla de agua y miel en un
gran jarro de cristal y lo cierran herméticamente. Los jarros de cristal quedan
expuestos al sol durante varias semanas, dándoles vueltas para que todas las
partes de la flor reciban la luz por igual. La flor va creciendo lentamente y
se impregna del néctar fabricado con el agua y la miel. A alguna gente le gusta
exponer las flores al aire durante unos dĂas antes de comĂ©rselas para que se
sequen y se ricen un poco, pero sin perder su sabor ni su aspecto.
También suelen espolvorear con azúcar los pétalos para
imitar la nieve. A mi padre le parecĂa esto un dispendio inĂştil. DecĂa:
"Con lo que hemos gastado en esas flores tenĂamos para comprar diez yaks
con sus hembras”. La respuesta de mi madre era tĂpicamente femenina: "¡No
seas estúpido! Tenemos que quedar bien ante la gente y, además, esto es
cuestiĂłn mĂa. Soy yo quien lleva la casa, ¿no?”
Otro bocado exquisito era la aleta de tiburĂłn. Las traĂan
de China y, desmenuzándolas, hacĂan con ellas una sopa. Alguien ha dicho que
"la sopa de aleta de tiburón es el plato más exquisito que pueda concebir
el gastrĂłnomo más exigente". A mĂ me parecĂa horrible, sobre todo teniendo
en cuenta que cuando llegaba de China estaba ya en malas condiciones. Para
decirlo delicadamente, estaba un poco "pasado". Pero a mucha gente le
gustaba más asĂ.
En el TĂbet son los hombres quienes llevan la cocina. Las
mujeres no saben mover la tsampa ni hacer las mezclas adecuadas. Las mujeres
toman un puñadito de esto, una cucharada de lo otro, y lo sazonan al buen
tuntún con la esperanza de que les salga bien. En cambio, los cocineros son más
conscientes, se toman un mayor trabajo y los platos les salen incomparablemente
mejor. Las mujeres sirven para barrer, charlar y, naturalmente, para otras cosas,
aunque no muy variadas. Pero no sirven para hacer tsampa La tsampa es el
alimento nacional del TĂbet. Muchos tibetanos se alimentan toda su vida
exclusivamente con tsampa y té. Se hace con cebada que se tuesta hasta darle un
tono dorado oscuro. Luego se tritura el grano para sacarle la harina y se
vuelve a tostar. La harina se coloca entonces en una escudilla y se le añade té
caliente con manteca. Se remueve esta mezcla hasta que adquiere la consistencia
de una pasta. Se añade, a gusto de cada cual, sal, bórax y manteca de yak. De
todo ello resulta la tsampa, que puede presentarse en tortas o como pasteles y
dársele las formas más decorativas.
La tsampa puede parecer monĂłtona si se toma sola, pero en
realidad es un alimento muy compacto y concentrado capaz de sostener a una
persona en todos los climas y bajo cualesquiera circunstancias.
Mientras un grupo de nuestros criados hacĂa la tsampa,
otros hacĂan la manteca. El sistema tibetano para fabricar la manteca no es muy
recomendable desde el punto de vista de la higiene. Nuestras mantequerĂas eran
grandes bolsas de piel de macho cabrĂo con los pelos hacia dentro. Se llenaban
de leche de yak o de cabra y se les retorcĂa el cuello para atarlo luego con
fuerza y lograr asà que no se saliese ni una gota. Después se les daban grandes
golpes y se les zarandeaba violentamente hasta que se formaba la manteca.
DisponĂamos de un suelo especial para hacerla, con salientes de piedra de unos
cincuenta centĂmetros de altura. Las bolsas llenas de leche eran levantadas
para dejarlas caer luego sobre esas protuberancias que servĂan para batir el
lĂquido. Resultaba monĂłtono ver y oĂr a unos diez criados levantando y dejando
caer continuamente las bolsas hora tras hora. Al levantarlas tomaban aliento
con un aaaab unánime y luego sonaba el ruido sordo de la bolsa al caer. A veces
estallaba alguna bolsa por estar ya demasiado vieja o porque la manejaban sin
cuidado. Recuerdo a un tipo muy forzudo que presumĂa de sus mĂşsculos. Trabajaba
con doble rapidez que sus compañeros y se le hinchaban las venas con el
esfuerzo. Uno le dijo:
"Te estás volviendo viejo, Timon; trabajas más
despacio que antes." Timon lanzó un gruñido, cogió una bolsa por el cuello
con sus potentes manos y la lanzĂł por el aire. Cuando aĂşn tenĂa Timon las manos
en el aire, cayĂł la bolsa de lleno sobre la protuberancia de piedra. Al
instante brotĂł un chorro de manteca a medio hacer. El chorro fue a parar
directamente a la cara de Timon, y se le deslizĂł luego por el cuerpo
empapándole de grasa. Mi madre, al oĂr el ruido, acudiĂł presurosa. Es la
primera vez que la he visto sin habla. Quizá fuera de rabia por la manteca
desperdiciada o quizá porque se figurase que Timon se estaba asfixiando con la
manteca que tragaba, pero lo cierto es que, rasgando el pellejo ya roto, azotĂł
al pobre hombre con Ă©l. Le daba especialmente en la cabeza. Timon perdiĂł el
equilibrio en el suelo tan resbaladizo y se cayĂł cuan largo era en un charco de
grasa.
Los torpes como Timon podĂan estropear la manteca. Si no
cuidaban de que el pellejo cayese bien sobre el saliente de piedra, los pelos
del interior se soltaban y se mezclaban con la manteca. Todos estábamos
acostumbrados a encontrar en ella unos cuantos pelos, pero a nadie le gustaba
tener que quitar verdaderos mechones. La manteca estropeada se dejaba aparte
para las lámparas o para darla a los mendigos, que la calentaban y la colaban a
través de un pedazo de tela. También se reservaban a los mendigos los
"errores" culinarios. Entonces estos afortunados iban a otra casa
contando lo bien que habĂan comido. Estos vecinos respondĂan a su vez a estas
alabanzas dándoles de comer, si podĂan, mejor que lo habĂan hecho en la casa
anterior. De manera que ser mendigo en el TĂbet es una gran suerte.
Nunca pasan necesidad; si saben emplear "los trucos
de su oficio", lo pasan estupendamente. En verdad, la mendicidad no es
considerada como una desgracia en la mayorĂa de los paĂses orientales. Muchos
monjes no comen sino lo que sacan de ir pidiendo de lamaserĂa en lamaserĂa.
Para que ustedes se den cuenta de lo bien considerado que está, en gran parte
de Oriente, ser mendigo, les bastará saber que viene a ser lo mismo que cuando
en Occidente unas personas distinguidas hacen una colecta para los necesitados.
La Ăşnica diferencia es que el mendigo pide para sĂ mismo,
pero esta diferencia no se ve allĂ. Alimentar a un monje mendicante se
considera como una buena acciĂłn digna de todo elogio.
Los mendigos se atienen a su cĂłdigo. Si alguien le da algo a
un mendigo, éste se apartará de su benefactor durante un cierto tiempo y no
volverá a acercársele bajo pretexto alguno.
Los dos monjes agregados a nuestra familia también
trabajaron mucho en los preparativos para el gran acontecimiento que se
avecinaba. Delante de cada una de las reses muertas conservadas en nuestra
despensa, rezaban por las almas que las habĂan habitado. CreĂamos que si un
animal era matado -incluso accidentalmente- y comido por seres humanos, Ă©stos
se hallaban en deuda respecto a aquel animal. La Ăşnica manera de pagar esta
deuda era que un sacerdote rezase ante el cadáver del animal con objeto de que
éste reencarnase en una condición más elevada cuando volviese a vivir sobre la
tierra. En las lamaserĂas y en los templos habĂa monjes dedicados
exclusivamente a rezar por animales. En casa, nuestros monjes domĂ©sticos tenĂan
que rezar por los caballos cada vez que emprendĂan un largo viaje para que no
se cansaran demasiado. Por eso cuidábamos mucho de no utilizar un mismo caballo
más que un sĂłlo dĂa. El que habĂa corrido mucho un dĂa determinado, habĂa de
descansar al dĂa siguiente. Y lo mismo se aplicaba a los animales de labranza y
de tiro. Lo más curioso es que los propios animales estaban enterados de esta
norma. Si por alguna circunstancia se pretendĂa utilizar un dĂa al caballo que
ya habĂa corrido el dĂa anterior, se quedaba inmĂłvil y no habĂa manera de
obligarlo. Cuando por fin se le quitaba la silla, se alejaba moviendo la cabeza
como si dijese: "¡Por fin se ha evitado una terrible injusticia!” Los
asnos eran aĂşn peores. Esperaban a que los cargasen y entonces se tumbaban y
trataban de quitarse de encima los fardos.
TenĂamos tres gatos que estaban de servicio continuo. Uno de
ellos vivĂa en las cuadras y ejercĂa una eficacĂsima vigilancia sobre los
ratones.
Casi ninguno se libraba de sus garras si se atrevĂa a
dar un paseo. Otro gato vivĂa en la cocina. Era viejo y un poco tonto. Su
madre, cuando lo tenĂa en el vientre, se habĂa asustado con los cañonazos de la
expediciĂłn Younghusband, en 1904. El gatito naciĂł prematuramente y fue el Ăşnico
de la camada que se salvĂł. Por eso lo llamaban "Younghusband". El
tercer gato era.., una gata, una respetable matrona que vivĂa con nosotros. Era
un modelo de madre sacrificada a su deber y hacĂa todo lo posible para que no disminuyese
la poblaciĂłn gatuna. Cuando no estaba ocupada alimentando a sus mininos, seguĂa
a mi madre por todas las habitaciones. Era pequeña y negra y a pesar de
disfrutar de un envidiable apetito, parecĂa un esqueleto ambulante. Los
animales tibetanos no son en ningĂşn caso mimados, pero tampoco son esclavos.
Son sencillamente seres con los mismos derechos que los humanos. SegĂşn las
creencias budistas, todos los animales, todas las criaturas -humanas o no-
tienen alma y vuelven a vivir en la tierra encarnados en nuevos seres de
condición cada vez más elevada.
Pronto empezaron a llegar las respuestas a nuestras
invitaciones. Llegaban jinetes galopando hasta nuestra puerta blandiendo los
bastones de los mensajeros. El mayordomo descendĂa de su habitaciĂłn para rendir
pleitesĂa al mensajero de los nobles. El hombre, ya descabalgado, arrancaba el
papel que traĂa en lo alto del palo y recitaba la versiĂłn oral. Luego hacĂa un
gesto de gran cansancio y fingĂa que las piernas se le doblaban hasta tenerse
que tumbar en el suelo, indicando asĂ con exquisito arte histriĂłnico que habĂa
realizado el mayor esfuerzo de que era capaz para entregar su mensaje en la
Casa de Rampa. Nuestros criados representaban también su papel rodeando al
mensajero y exclamando: "¡Pobrecillo, quĂ© viaje tan rápido ha hecho!
Seguro que le ha estallado el corazĂłn con tanta velocidad.
¡QuĂ© hombre tan admirable!” Una vez se me ocurriĂł comentar, con gran
indignaciĂłn de los que me oĂan: “No, no; le he visto descansar poco más allá
para poder llegar aquà en el galope más rápido." Será preferible que no
describa la penosa escena que se produjo entonces.
Por fin llegĂł el dĂa grande. Era el dĂa más temido por mĂ,
aquel en que habĂa de decidirse mi carrera sin intervenciĂłn alguna por mi
parte. Los primeros rayos del sol salĂan ya por encima de las distantes
montañas cuando un criado entrĂł en mi habitaciĂłn. "¿CĂłmo? ¿AĂşn no estás
levantado, Martes Lobsang Rampa? ¡Eres un dormilĂłn como no hay otro! Son las
cuatro de la mañana y tenemos mucho trabajo. ¡Arriba!" En seguida apartĂ©
la manta y me levantĂ©. Este dĂa iba a descubrirme el camino que seguirĂa mi
vida.
En el TĂbet cada persona tiene dos nombres. El primero es
el dĂa de la semana en que uno ha nacido. Yo nacĂ un martes; asĂ que me llamaba
Martes y Lobsang, que era el nombre propio que me habĂan puesto mis padres.
Pero si un muchacho entraba en una lamaserĂa, le ponĂan un tercer nombre, su
"nombre de monje". ¿LlegarĂa yo a tenerlo? Aquel mismo dĂa me lo
dirĂa.
Yo, a los siete años, querĂa ser un barquero de los que
navegan por el rĂo Tsang-Po, a sesenta y cinco kilĂłmetros de distancia de
Lhasa. Pero, pensándolo mejor, llegué en seguida a la conclusión de que en
realidad no me gustaba ser barquero, ya que Ă©stos son forzosamente de baja
casta porque usan lanchas de cuero de yak con una armazĂłn de madera. ¡QuĂ©
horror, pertenecer a una casta baja! ¡No, lo que yo querĂa era ser un
profesional en el deporte de las cometas! Esto era mucho mejor. AsĂ serĂa un
hombre libre como el aire. Un "volador" de cometas, eso serĂa, y me
pasarĂa toda la vida construyendo cometas con enormes cabezas y ojos
relucientes. Pero, en fin, lo que fuese lo decidirĂan los monjes-astrĂłlogos.
Quizás habĂa dejado mi fuga para demasiado tarde, pues ya no me podĂa escapar
por la ventana. Mi padre enviarĂa a sus hombres en mi busca. No; despuĂ©s de
todo, yo era un Rampa y me veĂa obligado a seguir la tradiciĂłn. A lo mejor los
astrĂłlogos decidĂan que fuese "volador" de cometas. No tendrĂa que
esperar mucho para saberlo.
CAPĂŤTULO SEGUNDO.
FIN DE MI INFANCIA.
-¡Ay, Yulgye, no me des esos tirones de pelo! ¡Si sigues
asĂ, me quedarĂ© más calvo que un monje!
—Estáte quieto, Martes Lobsang. Has de tener la coleta
bien tiesa y engrasada. Si no, tu Honorable Madre me ajustará las cuentas.
—Pero, Yulgye, no es preciso que seas tan rudo. Me estás
arrancando la cabeza.
—No puedo hacerlo con más suavidad con la prisa que tengo.
Y allĂ estaba yo, sentado en el suelo, mientras un zafio
criado me retorcĂa la coleta, que estaba ya más tiesa que un yak helado y más
brillante que el agua del lago cuando refleja la luz de la luna.
Mamá se movĂa con tal rapidez y hacĂa tantas cosas a la
vez que me daba la sensaciĂłn de tener varias madres. A Ăşltima hora habĂa mucho
que hacer; órdenes, preparativos, y, sobre todo, mucho parloteo. Yaso, dos años
mayor que yo, se afanaba por la casa como una mujer de cuarenta años. Mi padre
se habĂa encerrado en su habitaciĂłn particular y se libraba asĂ de la fenomenal
algarabĂa. ¡Ojalá me hubiese permitido quedarme con Ă©l!
No sĂ© por quĂ©, pero mi madre habĂa dispuesto que fuĂ©semos
a la catedral de Lhasa, el Jo-kang. Por lo visto, habĂa que rodear de cierto
ambiente religioso el comienzo de la fiesta. A eso de las diez de la mañana (el
tiempo es muy elástico en el TĂbet) un gong de tres tonos nos llamaba desde el
punto en que habĂamos de reunirnos todos. Y todos Ăbamos montados en ponies:
papá, mamá, Yaso, y cinco más, incluyĂ©ndome a mĂ. Cruzamos la carretera de
Lingkhor y torcimos a la izquierda hasta el pie del Potala. Éste es un monte de
edificios. Mide más de ciento veinte metros de altura y tiene una longitud de
unos ciento cincuenta. Seguimos hasta más allá del pueblecito de Shó, a lo
largo de la llanura del Kyi Chu, y media hora después estábamos frente al Jo En
torno a esta catedral se apiñaban casitas, tiendas y puestos callejeros para
tentar a los peregrinos. La catedral llevaba allà unos mil trescientos años
para acoger a los devotos. En su interior, su suelo de piedra presentaba el
desgaste -varios centĂmetros- causado por los pies de los peregrinos durante
muchos siglos. Los peregrinos daban vueltas con toda reverencia en torno al
Circuito Interior, y a la vez hacĂan girar los molinillos de las oraciones
repitiendo sin cesar el mantra: Om! Mani
padme Hurn!
Enormes vigas de madera, ennegrecidas por el tiempo,
soportaban el techo, y el denso olor del incienso continuamente quemado se
elevaba como las nubecillas del verano en la cumbre de la montaña. Adosadas a
los muros estaban las doradas estatuas de nuestras deidades. Unas fuertes
pantallas de basta tela metálica protegĂan las sagradas imágenes de aquellos
cuya codicia pudiera superar a su devociĂłn. La mayorĂa de las estatuas más
familiares estaban casi enterradas en montones de piedras preciosas acumuladas
allĂ por los fieles que habĂan pedido algĂşn favor. En candelabros de oro macizo
lucĂan constantemente unas velas cuya luz no se habĂa extinguido ni una sola
vez durante los mil trescientos años pasados. De los oscuros rincones nos
llegaban los sonidos de las campanas, los gongs y los bajos profundos de las
bocinas de concha. Recorrimos el Circuito como lo exigĂa la tradiciĂłn.
Una vez cumplido el rito, subimos a la terraza del edificio.
SĂłlo podĂan hacerlo unos cuantos privilegiados. Mi padre tenĂa derecho a subir
al tejado por ser uno de los Custodios.
Nuestra forma de gobiernos (sĂ, en plural) puede resultar
interesante.
Hela aquĂ:
A la cabeza del Estado y de la Iglesia, que es el
definitivo Tribunal de ApelaciĂłn, se hallaba el Dalai Lama. Cualquier tibetano
podĂa acudir a Ă©l con una peticiĂłn. Si Ă©sta era justa, o si trataba de reparar
una injusticia, el Dalai Lama ordenaba que se atendiera a la peticiĂłn o que se
hiciese justicia.
Bien puede asegurarse que todos los tibetanos,
probablemente sin excepciĂłn alguna, lo amaban e incluso lo adoraban. Era un
autĂłcrata; usaba de su poder y su dominio, pero nunca para obtener una ganancia
personal, sino para el bien del paĂs. SabĂa que llegarĂa la invasiĂłn comunista.
SĂ, lo supo muchos años antes de que ocurriese y convencido de que la libertad
se eclipsarĂa durante algĂşn tiempo, dispuso que un pequeño nĂşmero de entre
nosotros fuese preparado especialmente para que el arte y la ciencia del
sacerdocio no se olvidasen. DespuĂ©s del Dalai Lama habĂa dos Consejos y por eso
escribĂ antes "gobiernos" en plural. El primero era el
Consejo Eclesiástico. Estaba constituido por cuatro monjes
con categorĂa de lamas. Eran responsables, ante El Más Profundo, de cuanto se
referĂa a las lamaserĂas y a los conventos de monjas. DependĂan de ellos todos
los asuntos eclesiásticos.
Le seguĂa en importancia el Consejo de Ministros, con
cuatro miembros -tres seglares y un clérigo- que se ocupaban en los asuntos
generales del paĂs y eran responsables de la relaciĂłn estrecha entre la Iglesia
y el Estado.
Dos altos funcionarios, que bien podrĂamos llamar
Primeros Ministros, actuaban como "agentes de enlace" entre los dos
Consejos y exponĂan los puntos de vista de ambos ante el Dalai Lama. Estos
enlaces tenĂan una extraordinaria importancia durante las escasas reuniones de
la Asamblea Nacional. Esta se hallaba formada por cincuenta hombres que
representaban a las más ilustres familias y lamaserĂas de Lhasa. SĂłlo se
reunĂan en casos de gran gravedad para el paĂs. Por ejemplo, en 1904, cuando el
Dalai Lama tuvo que huir a Mogolia al invadir los ingleses Lhasa. Y, a
propĂłsito, debo decir que muchos occidentales han creĂdo muy errĂłneamente que
El Más Profundo "huyó cobardemente". El Dalai Lama no huyó. Las
guerras en el TĂbet pueden compararse a una partida de ajedrez. Si el rey cae, la
partida se ha perdido. El Dalai Lama era el "rey" de nuestro ajedrez.
Sin Ă©l nada habrĂa quedado por quĂ© combatir; era imprescindible que se pusiera
a salvo para que el paĂs no se desintegrase. Los que le acusan de cobardĂa en
cualquier sentido no saben lo que dicen. La Asamblea Nacional podĂa aumentarse
hasta casi cuatrocientos miembros cuando llegaban todos los dirigentes de
nuestras provincias. Hay cinco provincias: la Capital -como suele llamársela a
Lhasa- se hallaba en la provincia del Centro, Ü-Tsang. Shigatse está en el
mismo distrito. Cartok es el TĂbet occidental; Chang, el TĂbet septentrional,
mientras que Kham y Lho-dzong son, respectivamente, las provincias del Este y
del Sur. Con el transcurso del tiempo aumentĂł el poder del Dalai Lama y cada
vez decidĂa más cosas sin la intervenciĂłn de los Consejos ni de la Asamblea. Y
nunca estuvo el paĂs mejor gobernado.
La vista desde el tejado del templo era magnĂfica. Hacia el
este se extendĂa la llanura de Lhasa, de un verde reluciente y con bastantes
árboles.
El agua destellaba por entre los árboles. Los rĂos de
Lhasa van a afluir al Tsang Po, a unos sesenta kilĂłmetros de distancia. Al
norte y al sur se elevan las enormes cadenas montañosas que cierran nuestro
valle y lo aĂslan del resto del mundo.
En las estribaciones abundan las lamaserĂas. Más arriba,
unas pequeñas ermitas se asoman peligrosamente a los precipicios. Hacia el
oeste se ven las montañas gemelas de Potala y Chakpori, conocida esta última
con el nombre de Templo de la Medicina.
Entre estas montañas, la Puerta Occidental brillaba con
la frĂa luz de la mañana. El cielo estaba amoratado, color que resaltaba contra
la blanca pureza de la nieve de las lejanas montañas. Unas nubecillas
algodonosas se alejaban. Mucho más cerca, en la ciudad propiamente dicha,
veĂamos el palacio del Consejo pegado al muro norte de la catedral. El Tesoro
quedaba muy cerca y lo rodeaba el Mercado con los tenderetes de los mercaderes,
en que se podĂa comprar casi todo. Más acá, un poco hacia el este, un convento
de monjas casi tocaba al edificio de los Eliminadores de los Muertos.
En el recinto de la catedral habĂa un incesante ir y venir de
visitantes de este templo, que es uno de los lugares más sagrados del budismo.
Hasta allá arriba nos llegaba el runrún de las charlas de los
peregrinos que habĂan recorrido inmensas distancias y que traĂan presentes para
nuestros dioses con la esperanza de obtener la bendiciĂłn divina.
Algunos traĂan animales que habĂan salvado de los
carniceros y que compraron sacrificando el escaso dinero que poseĂan. Salvar
una vida, sea de un animal o de un hombre, representa un gran mérito y los
dioses lo tienen muy en cuenta.
Mientras contemplábamos estas escenas antiquĂsimas y
siempre nuevas, oĂmos cĂłmo subĂan y bajaban las voces de los monjes en una
salmodia mezclándose el bajo profundo de los ancianos con la voz trémula y
aguda de los acĂłlitos. Sonaban los tambores y las doradas voces de las
trompetas.
Se oĂan sollozos contenidos, murmullos y rezos, formando
todo ello una extraña mezcla que nos tenĂa como hipnotizados.
Los monjes daban muestras de gran actividad y pasaban
constantemente de un lado a otro. Algunos vestĂan hábitos amarillos, y otros,
morados, pero la mayorĂa llevaba una tĂşnica marrĂłn rojizo. Éstos eran los
monjes "ordinarios". Los que lucĂan mucha ornamentaciĂłn dorada
procedĂan del Potala y lo mismo los que se cubrĂan con vestiduras color cereza.
Los acĂłlitos iban de blanco y los monjes-policĂas, de rojo oscuro. Todos ellos,
o casi todos, tenĂan algo en comĂşn: que por muy nuevas que fueran sus tĂşnicas
llevaban en ellas remiendos que eran réplicas de los remiendos de la túnica de
Buda. Los extranjeros que han monjes tibetanos o retratos de ellos, suelen
hablar de su "ropa remendada". Ignoran que esos remiendos forman
parte de la vestimenta por muy lujosa que Ă©sta sea. Los monjes de la lamaserĂa
de Ne-Sar, que existe desde hace mil doscientos años, lo hacen tan bien que
aplican sobre sus hábitos unos parches más claros para que se vean bien.
Los monjes llevan los hábitos rojos de la Orden; hay muchos
tonos de rojo según el sistema que se emplee para teñir el paño de lana. Desde
el marrĂłn rojizo hasta el rojo ladrillo, todo ello es "rojo". Ciertos
monjes con cargos oficiales, que ejercen sus funciones en Potala, usan unas
chaquetas doradas sin mangas encima de sus tĂşnicas rojas. El oro es un color
sagrado en el TĂbet -el oro es siempre puro e inalterable- y es el color
oficial del Dalai Lama. Algunos monjes o altos lamas del séquito personal del
Dalai Lama están autorizados para llevar túnicas de oro sobre las rojas
corrientes.
Desde la alta terraza del Jo-kang podĂamos ver muchas de
estas figuras con chaquetas de oro y apenas alguna de los altos funcionarios
del Pico.
Mirábamos hacia arriba y veĂamos ondear las banderas donde
están inscritas las oraciones, y también admirábamos las relucientes cúpulas de
la catedral.
El cielo estaba muy hermoso con sus tintes morados y sus
jirones de nubecillas, como si un artista hubiera pasado a la ligera un pincel
cargado de blanco por el lienzo del cielo. Mi madre rompiĂł el hechizo: “Bueno,
estamos perdiendo el tiempo. Me echo a temblar cada vez que pienso en lo que
estarán haciendo los criados. Tenemos que darnos prisa". De modo que
emprendimos precipitadamente la retirada y, montados en nuestros pacientes
ponies, nos dirigimos por la carretera de Lingkhor hacia lo que yo llamaba la
"gran prueba", pero que mi madre habĂa considerado como su DĂa
Grande.
Una vez de regreso en casa, mamá repasó por última vez
todo lo que se habĂa preparado y comimos para fortalecernos en vista de los
acontecimientos.
De sobra sabĂamos que en estas ocasiones los invitados se
quedan ahĂtos, pero que los pobres anfitriones no prueban bocado. DespuĂ©s no
tendrĂamos tiempo para comer.
Por fin llegaron los monjes-mĂşsicos con su banda estruendosa.
Los hicieron pasar a los jardines. VenĂan cargados de trompetas, clarinetes,
gongs y tambores. TraĂan colgados sus cĂmbalos del cuello. Entraron en los
jardines con gran estrépito, producido por sus instrumentos que entrechocaban a
cada instante. Pidieron cerveza para ponerse a tono e inspirarse.
Durante la media hora siguiente se produjo una horrible
algarabĂa de estridencias mientras los monjes afinaban sus instrumentos.
Cuando el primero de los invitados apareciĂł a lo lejos
estallĂł una gran griterĂa en el patio. El invitado llegaba seguido por una
cabalgata de hombres armados y de abanderados. Abrieron de par en par las
puertas y dos columnas de criados nuestros se alinearon a cada lado para darles
la bienvenida a los recién llegados. El mayordomo se adelantó con sus
ayudantes, que llevaban un buen surtido de esos pañuelos de seda que regalamos
en el TĂbet a manera de saludo y bienvenida. Hay ocho clases de pañuelos y es
de la mayor importancia no confundirse y darle a cada cual el que le corresponde,
si no, el invitado se ofenderá para toda la vida. El Dalai Lama da y recibe
solamente pañuelos de la primera categorĂa. A Ă©stos les llamamos kbata y la manera de presentarlos es la
siguiente: el donante, si es de igual condiciĂłn social que el que lo recibe, se
mantiene bastante apartado y con los brazos completamente extendidos. El
destinatario queda también con los brazos extendidos mientras el otro se
inclina levemente y, acercándose, coloca el pañuelo sobre las muñecas del
destinatario. Éste se inclina a su vez, coge el pañuelo, le da una vuelta con
una señal de aprobación y se lo entrega a un criado.
En el caso de que un donante regale un pañuelo a una
persona de condición social mucho más elevada, él o ella se arrodilla con la
lengua fuera (saludo tibetano equivalente a quitarse el sombrero) y colocan los
kbata a los pies del destinatario. Este coloca entonces su pañuelo en torno al
cuello del donante. En el TĂbet todo regalo debe ir acompañado siempre por los
kbata adecuados y lo mismo las cartas de felicitación. El Gobierno usa pañuelos
amarillos en vez de los blancos corrientes. Cuando el Dalai Lama desea
manifestar que una persona merece el más alto honor, coloca personalmente un
kbata al cuello de la persona en cuestiĂłn y le ata un hilo rojo de seda, con un
triple nudo, sujetando el kbata.
El colmo del honor, en este caso, es cuando el Dalai Lama
levanta después sus manos con las palmas hacia fuera. Los tibetanos creemos
firmemente que la historia de cada persona está escrita en la palma de su mano
y el Dalai Lama, al mostrar asĂ las suyas, demuestra que tiene la mayor
confianza en la persona a la que confiere este honor. Más adelante iba yo a
tener este honor.
Nuestro mayordomo permanecĂa, pues, a la entrada con un
ayudante a cada lado. Se inclinaba ante los recién llegados, aceptaba sus kbata
y se los pasaba al ayudante que tenĂa a la izquierda.
El ayudante de la derecha le iba dando mientras la
categorĂa de pañuelo que correspondĂa a cada invitado para devolver la
atenciĂłn. Se lo ponĂa sobre las muñecas extendidas o al cuello (segĂşn el rango)
del invitado. Todos estos pañuelos eran utilizados innumerables veces.
El mayordomo y sus ayudantes apenas podĂan atender a
tantos invitados como llegaban. De las provincias, de la ciudad de Lhasa y de
sus alrededores llegaban galopando por la carretera sombra del Potala. Las
damas que habĂan viajado a caballo recorriendo una gran distancia llevaban una
careta de cuero para proteger del polvo su piel. Con frecuencia estas caretas
presentaban un rudimentario parecido con las auténticas facciones. Llegada a su
destino, la dama se quitaba la careta, asĂ como la capa de piel de yak en que
se envolvĂa. Mientras más feas y más viejas eran las mujeres, más hermosos y
jĂłvenes eran los rostros fingidos en las caretas.
En nuestra casa habĂa una gran actividad. Los criados
traĂan continuamente más almohadones. En el TĂbet no usamos sillas, sino que
nos sentamos con las piernas cruzadas sobre almohadones con un grosor de casi
veinticinco centĂmetros y bastante amplios. Los mismos almohadones se usan para
dormir, pero entonces, naturalmente, hay que poner varios juntos.
Nos resultan mucho más cómodos que las sillas o las camas.
Primero se les ofrecĂa a los invitados tĂ© con manteca y
se les conducĂa a una espaciosa estancia convertida en refectorio. AllĂ podĂan
tomar unos refrescos, que les entretuvieran hasta que empezase la fiesta
propiamente dicha. HabĂan llegado unas cuarenta mujeres de las primeras
familias de Lhasa, cada una con su sĂ©quito femenino. Mamá atendĂa a algunas de
estas señoras, mientras que otras recorrĂan la casa examinando los muebles y
ornamentos y calculando su valor. Me asombraba ver juntas tantas mujeres de tan
diversa edad, tamaño y tipos. SurgĂan de todos los rincones de la casa y no
vacilaban en preguntarles a los criados dos veces, qué costaba esto, o cuánto
podĂa valer aquello. En fin, se conducĂan como cualesquiera mujeres de
cualquier paĂs del mundo, aunque quizá con mayor espontaneidad.
Mi hermana Yaso iba de un lado a otro con su vestido
nuevo y con un peinado que ella consideraba como de Ăşltima moda, pero a mĂ me
parecĂa horrible , aunque en todo lo que respecta a la mujer, no habĂa que
hacerme mucho caso, pues tenĂa arraigados prejuicios. Desde luego, aquel era el
dĂa grande para las mujeres.
Algunas de ellas complicaban las cosas: me refiero a las
damas de alta sociedad del TĂbet, que estaban obligadas a poseer una gran
variedad de vestidos y muchas joyas. TenĂan que lucir unos y otras y como esto
las habrĂa obligado a estarse mudando a cada de Lingkhor para tomar finalmente
nuestro camino privado a la momento -cosa difĂcil en visita- se hacĂan
acompañar por muchachas que actuaban de modelos como en las casas de modas
occidentales. Estas eran las chicas chung.
Desfilaban ataviadas con los vestidos y joyas de mi madre, se sentaban y bebĂan
innumerables tazas de té con manteca y de vez en cuando pasaban a cambiarse de
vestido y de joyas. Charlaban con los invitados y actuaban en realidad como
anfitrionas ayudantes de mi madre.
Durante el dĂa, estas jĂłvenes se cambiaban de atavĂo de cinco
a seis veces.
A los hombres les interesaban más las distracciones de los
jardines.
Mis padres habĂan contratado a una Troupe de acrĂłbatas
Tres de ellos sostenĂan una pĂ©rtiga de casi cinco metros de altura. Otro
acrĂłbata trepaba por el palo y se colocaba cabeza abajo sobre el extremo.
Luego, sus compañeros retiraban violentamente la pértiga y le dejaban caer
dando vueltas hasta aterrizar de pie con felina agilidad. Unos chicos que
contemplaban el espectáculo se fueron a un rincón apartado para ejecutar por su
cuenta aquella acrobacia. Encontraron una pértiga de unos tres metros de
altura, la sostuvieron vertical y el más atrevido trepó por ella e intentó
ponerse cabeza abajo. Se dio un gran batacazo, cayendo sobre los demás. Pero
como todos tenĂan la cabeza muy dura no sufrieron con la aventura más que unos
chichones del tamaño de un huevo.
ApareciĂł mi madre, que conducĂa a las señoras para que
admirasen el espectáculo y escuchasen la mĂşsica. Esta fluĂa sin cesar porque
los monjes-mĂşsicos estaban ya bien caldeados gracias a las grandes cantidades
de cerveza tibetana que habĂan ingerido.
Para esta ocasiĂłn extraordinaria se habĂa vestido mamá
con más lujo que nunca. Llevaba una falda rojo oscuro de lana de yak que le
llegaba casi a los tobillos. Sus botas de fieltro tibetano -unas botas altas-
eran de una extremada blancura, con suelas de un rojo vivo. Su chaqueta, del
tipo bolero, era de un amarillo rojizo, un extraño color parecido al del hábito
de monje de mi padre. Cuando más adelante me dediquĂ© a la medicina podrĂa haber
descrito ese color como "yodo en una venda". Debajo llevaba una blusa
de seda morada. Todos esos colores armonizaban y habĂan sido escogidos para
presentar diferentes clases de vestidos monacales. Cruzándole el hombro
derecho, lucĂa una banda de brocado de seda sujeta en el lado izquierdo de la
cintura por un broche de oro macizo. Desde el hombro hasta la cintura era la
banda de un rojo-sangre, pero desde este punto iba pasando de un amarillo limĂłn
pálido a un azafrán oscuro, cerca ya del borde de la falda. Le rodeaba el
cuello un cordĂłn de oro que sostenĂa los tres amuletos que siempre llevaba. Se
los habĂan regalado cuando se casĂł. Uno era de la familia de ella, otro de la
familia de mi padre, y el tercero -honor rarĂsimo- se lo habĂa dado el propio
Dalai Lama. LucĂa muchas joyas, porque en las mujeres tibetanas el uso de las
joyas y los ornamentos señala la importancia de su condición social. Cada vez
que un marido sube de categorĂa en la escala social está obligado a comprarle a
su mujer nuevas joyas y adornos.
Mamá se habĂa pasado varios dĂas preparándose un peinado
excepcional de ciento ocho pequeñas trenzas, cada una de ellas no más gruesa
que una cuerda de látigo. Ciento ocho es un número sagrado tibetano y las damas
con el cabello suficiente para hacérselas todas ellas son envidiadas como las
mujeres más afortunadas del mundo. El cabello, dividido a estilo "madonna",
quedaba sujeto por un marco llevado sobre la cabeza como un sombrero. En este
marco de madera laqueada estaban engarzados diamantes, jade y discos de oro. El
cabello se esparcĂa sobre Ă©l como las rosas sobre un enrejado.
Mi madre tenĂa unos pendientes de coral de un peso tan
grande que se veĂa obligada a usar un hilo rojo para sujetárselos bien a las
orejas y evitar el peligro de que se le rasgase el lĂłbulo. Estos pendientes le
llegaban casi a la cintura. Me producĂa verdadero pasmo verla mover la cabeza.
Los invitados se paseaban admirando los jardines o se
sentaban en grupos para hablar de polĂtica. Las señoras no dejaban de charlar
de sus cosas:
"SĂ, querida, la señora Doring está poniendo un suelo
nuevo. Ha encontrado unos guijarros muy bien pulimentados que tienen un brillo
precioso.
"¿No han oĂdo ustedes hablar de ese joven lama al que
han visto tanto con la señora Roakasha?", etc. Pero, en realidad, todos
hacĂan tiempo hasta que llegara el gran acontecimiento del dĂa. Todo aquello no
era sino una manera de caldear el ambiente para el gran momento de la fiesta en
que los sacerdotes-astrĂłlogos predecirĂan mi futuro y señalarĂan el camino que
yo habrĂa de tomar en la vida. A medida que atardecĂa se aplacaban las
actividades de los invitados.
Estaban ya ahĂtos de bebida y comida y dispuestos a
escuchar. Cuando las pilas de alimentos disminuĂan, los criados volvĂan a
reponerlas; pero todo esto fue parándose. Los acróbatas, cansados ya, se
retiraban uno a uno a las cocinas para poder descansar y beber más jarros de
cerveza.
Los mĂşsicos seguĂan tocando con todo entusiasmo y formaban
un ensordecedor estruendo con sus trompetas, cĂmbalos y tambo res. Los pájaros
que solĂan refugiarse en nuestro jardĂn habĂan desaparecido, asustados por
aquel insólito estrépito. Y no solamente los pájaros eran los asustados: los
gatos se escondieron no sé dónde desde que aparecieron los primeros invitados.
Incluso los gigantescos mastines negros que guardaban
nuestra casa se habĂan dormido. HabĂan tenido buen cuidado de atiborrarlos de
comida para que no estropeasen la fiesta ladrando y mordiendo a la gente.
En nuestros amurallados jardines, a medida que oscurecĂa
surgĂan chicos jugando como gnomos por entre los árboles, balanceando los
farolillos encendidos y quemando incienso. Saltaban de rama en rama como
pájaros. Rodeando la casa habĂan instalado unos incensarios dorados de los que
se elevaban gruesas columnas de humo fragante. Cuidaban de ellos unas viejas
que, a la vez, hacĂan girar los molinillos de plegarias -que hacen un ruido de
carraca- y que a cada giro envĂan al cielo miles de oraciones.
Mi padre se hallaba en un susto continuo. Sus jardines
amurallados eran famosos en todo el paĂs por las carĂsimas plantas importadas
que contenĂa.
En este DĂa Grande, aquello parecĂa un parque zoolĂłgico
sin guardias ni rejas. Papá se paseaba nervioso retorciéndose las manos y
lanzaba leves gemidos de angustia cada vez que un invitado se detenĂa ante una
planta y arrancaba tranquilamente una flor. CorrĂan mayor peligro los perales y
albaricoqueros y los manzanos enanos. Los árboles más grandes -álamos, sauces,
junĂperos, abedules y cipreses estaban festoneados con banderitas que llevaban
inscritas las plegarias y que flameaban en la leve brisa de la tarde.
Por fin se puso el sol tras los distantes picos del
Himalaya. De las lamaserĂas nos llegaba el sonido de las trompetas que
anunciaban el paso de otro dĂa y por todas partes se encendĂan centenares de
lamparillas. Colgaban de las ramas, se balanceaban en los bordes de los aleros,
muy salientes, de las casas y otras flotaban sobre las plácidas aguas del lago
ornamental.
Unas parecĂan sostenidas por las joyas de los lirios
acuáticos y eran arrastradas hacia los cisnes que buscaban refugio cerca de la
isla.
SonĂł un gong de tono muy grave y todos se dispusieron a
contemplar el paso de la procesiĂłn. En los jardines habĂan erigido un amplio
estrado con un lado completamente abierto. Dentro habĂan instalado una alta
tarima y, sobre ella, cuatro sillas tibetanas. La procesiĂłn se acercaba a esta
tribuna.
Cuatro criados llevaban verticalmente unos palos con
banderas en su extremo superior. Luego aparecieron cuatro trompeteros con
trompetas de plata. Siguiéndoles iban mi padre y mi madre. Llegados ante la
tribuna subieron al estrado. Detrás, dos ancianos de una edad incalculable, que
habĂan venido de la lamaserĂa del Oráculo del Estado, en Nechung y que eran los
astrĂłlogos más sabios del paĂs. HabĂan acertado en sus predicciones repetidas
veces. La semana anterior los habĂan llamado para que le hicieran un vaticinio
al propio Dalai Lama. Ahora se disponĂan a hacer lo mismo para un chico de
siete años. Se habĂan pasado varios dĂas estudiando sus papeles y haciendo
cálculos. HabĂan discutido interminablemente sobre trinas, eclĂpticas,
sesquicuadrantes y las influencias opuestas de esto o de lo otro. Ya me ocuparé
de astrologĂa en otro capĂtulo. Dos lamas llevaban las anotaciones y cartas de
los astrĂłlogos. Otros dos se adelantaron para ayudar a los ancianos a subir los
escalones de la tribuna. Los dos viejos estaban muy juntos, y parecĂan dos
antiguos relieves en marfil. Sus deslumbrantes tĂşnicas de brocado chino
amarillo acentuaban su vejez. Sobre la cabeza llevaban altĂsimo s sombreros
sacerdotales, bajo cuyo peso parecĂan hundirse sus arrugadĂsimos cuellos. La
gente se apiñó en torno a la tribuna, sentándose sobre los almohadones que
llevaron los criados. Cesaron las charlas, ya que todos estaban pendientes, con
enorme expectaciĂłn, de la cascada voz del astrĂłlogo jefe.
Este dijo: "Lha
dre mi cho-nang-chig" (Dioses, diablos y hombres, todos ellos se
conducen de la misma manera), y asĂ podĂan empezar ya a predecir el futuro.
Pero aĂşn tenĂa que hablar una hora seguida. Luego se concediĂł a sĂ mismo diez
minutos de descanso, para estarse luego otra hora exponiendo las lĂneas
generales del porvenir "Ha-le!
Ha-le!" (extraordinario, extraordinario!), exclamaba el pĂşblico
entusiasmado.
Y de aquel prolijo discurso sobre el futuro en general y
el de un chico de siete años en particular, se deducĂa en resumidas cuentas que
yo debĂa entrar en una lamaserĂa despuĂ©s de dar una clara prueba de resistencia
y que luego me prepararĂan para la carrera de sacerdote-cirujano. Esto
significaba sufrir grandes penalidades, abandonar la patria y vivir entre gente
extranjera, perderlo todo, empezar de nuevo a cero y quizá triunfar a la larga.
Paulatinamente fue dispersándose la multitud. Los que
habĂan venido de muy lejos pasarĂan la noche en nuestra casa y se marcharĂan a
la mañana siguiente. Otros partĂan ya con sus sĂ©quitos y con antorchas. Con
mucho caracoleo de caballos, roncos gritos de los criados, Ăłrdenes e
imprecaciones, se fueron formando las comitivas en el patio. De nuevo se abriĂł
la inmensa puerta y empezó a salir la gente. Se fueron haciendo más débiles a
lo lejos el plop-plop de los caballos y la voz de los jinetes hasta que sĂłlo
hubo silencio en la noche.
CAPĂŤTULO TERCERO.
ĂšLTIMOS DĂŤAS EN MI CASA.
En casa habĂa aĂşn gran actividad. El tĂ© se consumĂa en
cantidades increĂbles y los alimentos empezaron a desaparecer de nuevo cuando
los invitados que se quedaban a pasar la noche creyeron conveniente
fortalecerse para el sueño. Todas las habitaciones estaban ocupadas y no habĂa
sitio para mĂ. AsĂ, vagaba yo por mi casa, desconsolado, sin saber quĂ© hacer.
Cuando encontraba algo por el suelo le daba un puntapié,
pero ni aun asĂ me venĂa la inspiraciĂłn. Nadie se fijaba en mĂ. Los invitados
estaban cansados y felices, y los criados, cansados e irritables. Me dije:
"Los caballos son más sensibles. Me irĂ© a dormir con ellos.”
En las cuadras habĂa un calorcillo muy agradable. El
forraje estaba suave, pero yo no lograba conciliar el sueño. Cada vez que me
adormilaba se acercaba algĂşn caballo a olerme o me despertaba un sĂşbito ruido
de la casa. Poco a poco se fueron callando todos allá arriba. Me incorporé y vi
por la ventana cĂłmo se iban apagando las luces, una tras otra, hasta no quedar
más que la frĂa luz azul de la luna reflejada vivamente por las mo ntañas
cubiertas de nieve. Los caballos se habĂan dormido, unos en pie y otros
tumbados de costado. También yo conseguà dormirme. A la mañana siguiente me
despertĂł una sacudida y una voz que me decĂa: "Levántate, Martes Lobsang.
Tengo que sacar los caballos y me estorbas." Asà que me levanté y entré en
la casa en busca de comida. HabĂa mucho movimiento.
Los rezagados se preparaban para partir y mamá
revoloteaba de un grupo a otro para aprovechar bien la charla de Ăşltima hora.
Mi padre discutĂa con un amigo sobre las mejoras que querĂa introducir en la
casa y en los jardines.
Le decĂa que pensaba importar cristal de la India para
encristalar las ventanas. En el TĂbet no habĂa cristal, y traerlo de la India
costaba muchĂsimo.
Las ventanas tibetanas tienen marcos sobre los cuales se
extiende un papel encerado y translĂşcido, pero no transparente. Por fuera, las
ventanas estaban protegidas por unos gruesos postigos de madera cuya finalidad
no era tanto impedir la entrada de los ladrones como evitar la entrada en la
casa de la arena arrastrada por los fuertes vientos. Esta arenilla (a veces
también arrastraba piedrecillas) rasgaba las ventanas de papel no protegidas
por postigos. Y también causaba arañazos y pequeñas heridas en caras y manos;
asĂ que en la Ă©poca de los vendavales, los viajes resultaban muy peligrosos. La
gente de Lhasa solĂa vigilar temerosa el Pico, y cuando se cubrĂa
repentinamente con una neblina negra, todos corrĂan a refugiarse antes de que
les azotara este viento cargado de cortante arenilla y grava. Y no sĂłlo estaban
alerta los seres humanos, sino también los animales. No era raro ver a los caballos
y a los perros adelantarse a hombres, mujeres y niños en la precipitada
bĂşsqueda de un refugio. A los gatos nunca los sorprendĂa el vendaval, y en
cuanto a los yaks, estaban completamente inmunizados contra ese azote.
Cuando se hubo marchado el Ăşltimo de los invitados, me llamĂł
mi padre y me dijo:
—Ve a las tiendas y compra todo lo que necesites. Tzu sabe lo
que te hace falta.
Pensé en las cosas que necesitaba: una escudilla de
madera para la tsampa, una taza y un rosario. La taza se compondrĂa de tres
partes: un pie, la tapa propiamente dicha, y el borde, que habĂa de ser de
plata. El rosario serĂa de madera con sus ciento ocho cuentas muy bruñidas. El
número sagrado ciento ocho indica también las cosas que un monje ha de
recordar.
Partimos, Tzu en su caballo y yo en mi pony. Al salir
del patio torc imos a la derecha y luego otra vez a la derecha hasta que
salimos del Camino Circular y dejamos atrás el Potala. Miré al rededor como si
viese la ciudad por primera vez. ¡Y es que mucho temĂa estarla viendo por
Ăşltima vez!
Las tiendas estaban atestadas de ruidosos mercaderes que
acababan de llegar a Lhasa. Unos traĂan tĂ© de China, y otros telas de la India.
Nos abrimos paso por entre la multitud hasta las tiendas que deseábamos
visitar. A cada momento saludaba Tzu a algĂşn viejo amigo de sus buenos tiempos.
TenĂa que comprarme una tĂşnica de color marrĂłn rojizo. DebĂa
comprármela de un tamaño superior a mi medida y no sólo porque estaba
creciendo, sino por otro motivo igualmente práctico. En el TĂbet los hombres
llevan una vestidura voluminosa atada estrechamente por la cintura. La parte de
arriba se abullona y forma como un bolsĂłn donde el varĂłn tibetano lleva todas
las cosas que necesita fuera de casa. Un monje, por ejemplo, lleva la escudilla
para la tsampa, una taza, un cuchillo, varios amuletos, un rosario, una bolsita
con cebada tostada y, muchas veces, una buena provisiĂłn de tsampa. Pero no
olviden ustedes que un monje lleva encima todo lo que posee en este mundo. Mis
pequeñas y conmovedoras compras fueron supervisadas severamente por Tzu, que
sĂłlo me permitiĂł adquirir lo imprescindible y, en todo caso, artĂculos de mala
calidad, como convenĂa a un "pobre acĂłlito": sandalias con suelas de
cuero de yak, una bolsita de cuero para llevar la cebada tostada, una escudilla
de madera para la tsampa, una taza de madera -¡nada de plata con que yo habĂa
soñado!- y un cuchillo corriente. Estos objetos, más un vulgar rosario que yo
mismo tendrĂa que pulimentar, constituirĂan mis Ăşnicas posesiones. Mi padre era
varias veces millonario, dueño de inmensas fincas en todo el paĂs, y atesoraba
valiosĂsimas joyas y, desde luego, mucho oro. Yo, mientras me estuviese
educando en vida de mi padre, no serĂa más que un monje pobre. VolvĂ a mirar la
calle con sus casas de dos pisos y aleros muy salientes. Y también volvà a
fijar la atenciĂłn en las tiendas que exponĂan sus gĂ©neros en tenderetes a la
puerta: aletas de tiburón, sillas de montar y demás cosas tan dispares como
Ă©stas.
Escuché una vez más la cháchara de los mercaderes y de sus
clientes, que regateaban con buen talante los precios. Nunca me habĂa parecido
tan atractiva la calle y pensĂ© en los afortunados que la veĂan a diario y que
seguirĂan viĂ©ndola. Unos perros sin dueño vagaban por allĂ olfateando y saludándose
con gruñidos, y los caballos relinchaban bajo, como hablándose unos a otros
para entenderse, mientras esperaban a sus amos. Los yaks lanzaban sus profundos
gemidos mientras se abrĂan paso por entre la gente, por en medio de la calle. Y
detrás de aquellas ventanas tapadas con papel encerado, ¡cuántos misterios me
atraĂan! ¡Cuántos gĂ©neros maravillosos procedentes de todas las partes del
mundo habrĂan entrado por aquellas macizas puertas de madera y quĂ© historias
contarĂan estas casas si pudiesen hablar!
Miraba yo todo esto como se mira a un viejo amigo. No me
pasaba por la cabeza que pudiese ver de nuevo estas calles, aunque sĂłlo fuera
de tarde en tarde. PensĂ© en las cosas que me habrĂa gustado haber hecho y en
las cosas que habrĂa querido comprar. Pero mi ensoñaciĂłn fue interrumpida
tajantemente. Una mano inmensa y amenazadora cayĂł sobre mĂ, me cogiĂł la oreja y
me la retorciĂł brutalmente mientras que la voz de Tzu gritaba para que todo el
mundo pudiese oĂrlo: " Martes Lobsang! Acaso te has dormido en pie? No sĂ©
que os pasa a los chicos de hoy. No eran asĂ en mi infancia.”
A Tzu no parecĂa preocuparle si me dejaba atrás sin mi
oreja o si le seguĂa al ritmo de sus tirones. Naturalmente, no habĂa más
soluciĂłn que irme tras Ă©l. Todo el camino de regreso fue rezongando y
protestando entre dientes contra la generaciĂłn actual, gentecilla inĂştil que se
pasa el tiempo pensando en las musarañas, como atontada. Por lo menos, hubo
algo que me saliĂł bien: cuando tomamos la carretera de Lingkhor, se levantĂł un
viento muy desagradable, y Tzu, que iba delante de mĂ, me protegĂa con su
corpachĂłn.
En casa, mi madre estuvo examinando las cosas que habĂamos
comprado.
Luego me llevó de visita a las demás casas ilustres de
Lhasa para que presentara mis respetos a los notables de la ciudad. Y la verdad
es que aquel dĂa no me sentĂa muy respetuoso.
A mamá le encantaba la vida social y el visiteo y disfrutó
mucho en aquella ronda de visitas. Hablaba sin cesar de menudencias y dimes y
diretes, mientras yo me aburrĂa inmensamente. A mĂ todo aquello me era
insoportable, pues no estoy hecho de la madera de los que aguantan a los tontos
con absoluta resignaciĂłn. Mi Ăşnico deseo era divertirme un poco, en los pocos
dĂas que me quedaban, yĂ©ndome a lanzar cometas, saltar con mi pĂ©rtiga, y disparar
con el arco. En cambio, me veĂa obligado a dejarme exhibir como un yak premiado
para que me dijeran estupideces todas aquellas ancianas que no tenĂan más que
hacer en todo el dĂa que estarse sentadas en sus almohadas de seda y llamar a
una criada cada vez que les hacĂa falta la cosa más insignificante.
Pero no fue sĂłlo mi madre la que me fastidiĂł. Papá tenĂa
que vis itar la lamaserĂa de Drebung y me llevĂł para que la conociese. Drebung
es la mayor lamaserĂa del mundo con sus diez mil monjes, sus enormes templos,
sus casitas de piedra y los edificios con terrazas que se elevan
escalonadamente.
Esta comunidad era como una ciudad amurallada y, como toda
buena ciudad, se mantenĂa a sĂ misma. Drebung significa "montĂłn de
arroz" y desde lejos parece, efectivamente, un montĂłn de arroz. Sus torres
y cĂşpulas brillan extraordinariamente. En aquella ocasiĂłn no me hallaba yo en
condiciones de apreciar la belleza arquitectĂłnica: lo Ăşnico que me preocupaba
era estar perdiendo lastimosamente el poco tiempo de que disponĂa, un tiempo
precioso.
Mi padre conversaba con el abad y sus ayudantes mientras
yo vagaba desconsolado de un lado a otro. Temblé de espanto cuando vi cómo
trataban a algunos novicios de los más pequeños. El Montón de Arroz era, en
realidad, no una sola lamaserĂa, sino siete reunidas; siete Ăłrdenes distintas,
siete colegios independientes que se habĂan agrupado. Era tan inmensa que no
bastaba con un solo hombre para regirla. La gobernaban catorce abades, que por
cierto eran de una rigurosĂsima severidad en cuanto a la disciplina.
Me alegrĂ© cuando este "agradable paseĂto por la
soleada llanura" -y cito palabras de mi padre- se acabĂł por fin, pero aĂşn
más me alegrĂł saber que no me destinarĂan a Drebung, ni a Sera, que está a
cuatro kilĂłmetros y me dio al norte de Lhasa.
Por fin terminĂł la semana. Me quitaron las cometas y las
regalaron a otros niños; mis arcos y mis flechas tan lindamente adornados con
plumas fueron partidos en un acto simbĂłlico para indicar con ello que yo habĂa
dejado de ser niño y no era propio que perdiera el tiempo con esos juegos.
SentĂ que a la vez me partĂan el corazĂłn, pero a nadie pareciĂł importarle.
Por la noche enviĂł mi padre a buscarme. AcudĂ a su
despacho, una habitaciĂłn maravillosamente adornada y con muchos libros antiguos
y valiosos en las estanterĂas que llenaban las paredes. Papá se sentĂł a un lado
del altar principal de la casa que, correspondĂa, estaba en su habitaciĂłn, y me
ordenĂł que me arrodillase ante Ă©l. AsĂ empezaba la ceremonia llamada de la
Apertura del Libro. En este descomunal volumen, apaisado (de un metro de
anchura por unos veinticinco centĂmetros de altura) se hallaban consignados
todos los detalles de la historia de nuestra familia durante muchos siglos.
AllĂ constaban los nombres de los fundadores de nuestro linaje y los hechos que
les ha bĂan valido ascender a la categorĂa de nobles. TambiĂ©n podĂan leerse en
sus páginas los servicios que habĂa prestado mi familia a nuestro paĂs y a
nuestro GuĂa. En aquellas páginas tan viejas y amarillentas se encerraba una
viva lecciĂłn de historia. Ahora, por segunda vez, se abrĂa el Libro para algo
que me concernĂa directamente. La primera vez fue cuando hubo que inscribir mi
concepciĂłn y mi nacimiento, al ocurrir este Ăşltimo. AllĂ estaban todos los
detalles de que se habĂan valido los astrĂłlogos para sus predicciones. Ahora
tenĂa que firmar yo el Libro, ya que mañana empezaba para mĂ una nueva vida al
ingresar en la lamaserĂa.
Las tapas, de madera artĂsticamente labrada, volvieron a
cerrarse. Mi padre cerrĂł solemnemente los broches de oro que aprisionaban las
gruesas hojas de papel de junĂpero hechas mano. El libro era tan pesado que
incluso mi padre vacilĂł un poco al levantarlo para volverlo a colocar en el
cofre de oro donde lo guardaba. Con toda reverencia introdujo el cofre en el
pequeño foso de piedra que habĂa debajo del altar. CalentĂł cera en un pequeño
brasero de plata, la vertiĂł sobre los bordes de piedra e impuso en ella su
sello para tener la seguridad de que el libro no serĂa tocado por nadie.
Se volviĂł hacia mĂ y se instalĂł cĂłmodamente sobre unos
almohadones.
TocĂł el gong y al instante apareciĂł un criado que te nĂa
ya preparado el té. Después de un largo silencio, me contó mi padre la historia
secreta del TĂbet, la historia que se remonta a miles y miles de años, la
historia que ya era muy antigua cuando se produjo la InundaciĂłn. Me contĂł lo
que habĂa sucedido cuando todo el TĂbet fue barrido por un mar antiguo y que
esto no era una invenciĂłn sino un hecho real que habĂa sido confirmado por las excavaciones.
"Incluso ahora -me dijo-, cualquiera que excave cerca de Lhasa podrá sacar
a luz fósiles marinos y extrañas conchas." Además, se han encontrado
artefactos de metales desconocidos y de los que no podĂa saberse para quĂ©
sirvieron. A veces los monjes que visitaban ciertas cuevas en estedistrito
descubrĂan objetos y se los llevaban a mi padre. Me en señó algunos. Luego
cambiĂł de tono:
—La Ley ordena que a los hijos de familias nobles se les
imponga la mayor austeridad, mientras que a los de clase baja se les tendrá
compasiĂłn.
Pasarás por duras pruebas antes de que se te permita ingresar
en la lamaserĂa.
Me insistiĂł en la absoluta necesidad de obedecer todas las
órdenes que me dieran. Sus últimas instrucciones no eran precisamente las más
apropiadas para tranquilizarme. Dijo:
—Hijo mĂo, crees que soy duro y que no me preocupa lo
que puedas sufrir, pero no olvides que mi primera preocupaciĂłn es mantener
limpio el nombre de nuestra familia. Por eso te digo: si fracasas en esta
prueba a que has de someterte para ingresar en la lamaserĂa, no vuelvas a esta
casa. Serás un extraño para nosotros.
Y sin pronunciar una palabra más me despidió con un ges to.
A primera hora de la tarde me despedĂ de mi hermana Yaso. Se
emocionĂł mucho. ¡HabĂamos jugado tanto juntos! Y no tenĂa más que nueve años,
mientras que yo cumplirĂa siete al dĂa siguiente.
A mi madre no pude verla. Se habĂa acostado y ni
siquiera pude decirle adiós. Entré en mi habitación por última vez y arreglé
los almohadones que formaban mi cama. Me acosté, pero no pude dormir. Me pasé
mucho tiempo pensando en las cosas que me habĂa dicho mi padre. PensĂ© en lo
mucho que le molestaban los niños a papá. Me espantaba la idea de que al dĂa
siguiente tendrĂa que dormir por primera vez fuera de mi casa. Paulatinamente
fue cruzando la luna el cielo. Un pájaro nocturno se posó en el alféizar de la
ventana. Desde el tejado me llegaba el flap-flap de los banderines de las
preces que el viento batĂa. Por fin me quedĂ© dormido, pero en cuanto los
primeros rayos del sol sustituyeron a la luz de la luna me despertĂł un criado
que me traĂa una escudilla de tsampa y una taza de tĂ© con manteca.
Mientras me tomaba este sobrio des ayuno, Tzu entrĂł en mi
cuarto y me dijo:
—Bueno, muchacho; nuestros caminos van a separarse. Estoy muy
contento porque por fin podré dedicarme a mis caballos. Espero que te las
arreglarás bien. Recuerda todo lo que te he enseñado.
Y, sin más, dio la vuelta y salió de la habitación.
Aunque entonces no podĂa yo comprenderlo, este sistema es el
mejor.
Las despedidas emotivas me habrĂan hecho mucho más di
fĂcil salir de casa por primera vez y para siempre, como pensaba yo por
entonces. Si mamá hubiera salido para despedirme es indudable que habrĂa yo
hecho todo lo posible para convencerla para que no me dejara partir de casa.
Muchos niños tibetanos llevan vidas muy tranquilas y agradables, mientras que
la mĂa era de lo más dura; y más adelante pude enterarme de que la falta de
despedidas la habĂa ordenado mi padre para hacerme inculcar desde muy pe queño
la disciplina, el sacrificio y la firmeza.
Terminé el desayuno, me guardé la escudilla de tsampa y
la taza en la parte delantera superior de mi tĂşnica e hice un paquete con una
tĂşnica de repuesto y un par de botas de fieltro. Cuando salĂ de mi habitaciĂłn
me esperaba un criado encargado de advertirme que no debĂa hacer ruido para no
despertar a la gente de la casa. RecorrĂ el pasillo. Me abrieron la puerta. El
falso amanecer habĂa sido sustituido por la oscuridad que precede a la
verdadera alba. Ya estaba en la calle. De este modo salĂ de mi casa, solo,
asustado, con el corazĂłn oprimido.
CAPĂŤTULO CUARTO.
A LAS PUERTAS DEL TEMPLO.
La carretera conducĂa directamente a la lamaserĂa de
Chakpori, el Templo de la Medicina Tibetana. ¡QuĂ© dura escuela habĂa de ser
Ă©sta! Anduve aquellos kilĂłmetros mientras la luz del dĂa se hacĂa más intensa.
A la puerta del recinto exterior encontrĂ© a otros dos niños que tambiĂ©n pedĂan
entrada. Nos miramos con curiosidad y me atrevo a asegurar que a ninguno de
nosotros le preocupĂł mucho lo que vio en los otros dos. Pensábamos que tenĂamos
que ser sociables si querĂamos aliviar en algo la dureza del tratamiento a que
nos someterĂan. Estuvimos algĂşn tiempo llamando a la puerta tĂmidamente, pero
nadie respondiĂł. Entonces uno de los otros dos se agachĂł, cogiĂł una piedra de
buen tamaño y la arrojó con fuerza. Hizo el suficiente ruido para que se
presentara en seguida un monje blandiendo un bastĂłn que nuestro espanto veĂa
tan largo como un arbolillo. — ¿QuĂ© querĂ©is, diablejos? -exclamĂł -. ¿Acaso
creĂ©is que no tengo nada que hacer sino abrir la puerta a unos crĂos como
vosotros?
—Queremos ser monjes -repliquĂ©.
—Más me parecĂ©is unos monos que unos monjes. Bueno,
esperad aquà y no os mováis. El Maestro de los Acólitos os verá cuando pueda.
CerrĂł de un portazo y casi deja en el sitio a uno de los
chicos que se habĂa acercado imprudentemente. Nos sentamos en el suelo, cansados.
La gente entraba y salĂa del monasterio. Nos llegaba un agradable olor a comida
a travĂ©s de un ventanuco produciĂ©ndonos un verdadero suplicio, ya que tenĂamos
un hambre terrible.
Por fin se abriĂł la puerta con violencia y un hombre alto
y de extremada delgadez apareciĂł en el umbral. —¡Vamos a ver —rugiĂł— quĂ©
quieren estos miserables vagabundos!
—Queremos ser monjes —dijimos a coro.
—¡QuĂ© pena! —exclamĂł—. ¡QuĂ© basura nos mandan ahora!
Nos hizo señal de que entrásemos en el recinto amurallado
que formaba el perĂmetro de la lamaserĂa. Nos preguntĂł quiĂ©nes Ă©ramos y por quĂ©
Ăbamos allĂ. Comprendimos sin dificultad que no nos daba la menor importancia.
A uno de mis compañeros, hijo de un pastor, le dijo:
—Entra, y si sales bien de tus pruebas podrás quedarte.
Y al otro:
—Y tĂş, chico, ¿dijiste que eras hijo de un carnicero? ¿Un
cortador de carne? ¿Un transgresor de las leyes de Buda? ¿Y te atreves a pisar
este suelo?
Márchate corriendo si no quieres que vaya detrás de ti
dándote latigazos por todo el camino.
El desgraciado olvidĂł su cansancio y saliĂł disparado
mientras el mo nje le seguĂa amenazando. Sus pies apenas tocaban el suelo.
Me quedé solo. Mal empezaba mi séptimo aniversario. El
monje me mirĂł feroz y casi estuve a punto de desmayarme de puro miedo. LevantĂł
su bastĂłn como para pegarme.
—Y tĂş, ¿quĂ© me has dicho que eres...? ¡Ajá, un joven
prĂncipe que quiere entrar en religiĂłn! Primero tenemos que ver de quĂ© madera
estás hecho. AquĂ no hay sitio para los prĂncipes enclenques y mimados. Ahora
mis mo vas a dar cuarenta pasos hacia atrás y te sentarás en actitud
contemplativa hasta que yo te avise. Pero, óyeme bien: no moverás ni siquiera
los párpados.
Pronunciadas estas sobrecogedoras palabras, se volviĂł
bruscamente y se marchĂł. Con gran tristeza recogĂ mi paquetito y anduve
cuarenta pasos de espaldas. Me arrodillé y luego me senté con las piernas
cruzadas como me habĂan ordenado. AsĂ me pasĂ© todo el dĂa, absolutamente
inmĂłvil. El viento me azotaba formando montoncitos de tierra en las palmas de
mis manos, que mantenĂa vueltas hacia arriba. La tierra, además, se apilaba
sobre mis hombros y se metĂa entre mis cabellos. Cuando el sol empezĂł a
ponerse, el hambre me torturaba ya de un modo insoportable y la sed me resecaba
la garganta. Desde el amanecer no habĂa probado alimento ni bebida.
Con gran frecuencia pasaban monjes que ni siquiera me
miraban. Los perros vagabundos se paraban a olisquearme con curiosidad, pero
todos se marchaban sin molestarme. Pasó un grupo de niños y uno de ellos me
arrojó una piedra que me dio en un lado de la cabeza causándome una herida. Me
brotĂł la sangre, pero ni siquiera me movĂ. La idea de un fracaso me espantaba.
Porque si fracasaba en esta prueba mi padre no me dejarĂa
entrar más en casa y no tenĂa adĂłnde ir ni hubiera sabido quĂ© hacer para
ganarme la vida. AsĂ que no tenĂa más remedio que permanecer inmĂłvil como una
estatua, con todo el cuerpo dolorido y con las articulaciones anquilosadas.
El sol se escondió detrás de las montañas y el cielo se
oscureció. Empezaron a brillar estrellas en la negrura del cielo, y a través de
las ventanas de la lamaserĂa vi como se encendĂan miles de lamparillas. Soplaba
un viento helado que silbaba en las hojas de los sauces y empezaron a rodearme
todos estos misteriosos sonidos que forman la extraña música de la noche.
ContinuĂ© inmĂłvil y no sĂłlo por el miedo que tenĂa a
moverme y a las consecuencias de un fracaso, sino porque estaba ya tan anquilosado
que no podĂa moverme. Por fin oĂ el suave ruido de las sandalias de los monjes
que se acercaban por el sendero enarenado. Luego comprendĂ que eran los pasos
de un solo hombre, de un anciano que avanzaba a tientas por la oscuridad
arrastrando los pies. ApareciĂł ante mĂ una silueta, la de un anciano monje
retorcido como un árbol muy viejo. Le temblaban las manos, cosa que me preocupó
porque estaba derramando el tĂ© que me traĂa. En la otra mano llevaba una
escudilla de tsampa. Me entregĂł las dos cosas. Al principio no pude moverme
para cogerlas. Adivinándome el pensamiento, dijo:
—TĂłmate esto, hijo mĂo, porque durante las horas de oscuridad
se te permite que te muevas.
Bebà el té y pasé la tsampa a mi propia escudilla. El monje
siguió hablándome:
—Ahora duerme, pero en cuanto lance el sol sus primeros
rayos vuelve a tomar la misma posiciĂłn porque es ta es una prueba, hijo mĂo, y
no la caprichosa crueldad que puedes creer. Solamente aquellos que triunfen en
esta prueba podrán ingresar en nuestra Orden y aspirar a sus más elevados
puestos.
El anciano recogiĂł la taza y la escudilla y se marchĂł. Me
puse en pie y estiré las piernas; luego me eché de lado y acabé de comerme la
tsampa.
Estaba cansadĂsimo. Me apresurĂ© a buscar una depresiĂłn del
suelo para acomodar en ella la cadera y, colocando debajo de la cabeza como
almohada mi túnica de repuesto enrollada, intenté dormirme.
Mis siete años no habĂan sido fáciles. Ni por un solo
momento dejĂł mi padre de aplicarme las normas más fĂ©rreas, pero aĂşn asĂ, Ă©sta
era la primera noche que pasaba fuera de casa y habĂa permanecido el dĂa entero
inmĂłvil, hambriento, con una sed terrible. Todo habĂa de parecerme forzosamente
agradable en contraste con estas penalidades. No tenĂa idea de lo que pudiera
traerme el dĂa siguiente, ni quĂ© más exigirĂan de mĂ. Ahora tenĂa que dormirme
solo bajo un cielo frĂo, aterrorizado por las tinieblas y angustiado por el
futuro inmediato. Me parecĂa que acababa de cerrar los ojos cuando me despertĂł
el toque de una trompeta. Al abrir los ojos vi que era el falso amanecer con la
primera luz del ya cercano dĂa reflejada en el cielo por detrás de las
montañas.
Sobresaltado, me incorporé y volvà a adoptar la actitud
contemplativa sentado con las piernas cruzadas. Poco a poco fue animándose el
monasterio.
Poco antes tenĂa el aspecto de una ciudad dormida, una masa
inerte.
Luego empezĂł a respirar suavemente y a agitarse con
pequeños movimientos como cuando una persona se despierta. Minutos después era
ya un murmullo que se fue transformando en un fuerte zumbido como el de un
enjambre de abejas en el calor del verano. De vez en cuando se oĂa alguna
trompeta, como el chillido de un pájaro distante, o sonaba el bajo ronquido de
una caracola que me recordaba a las ranas llamándose unas a otras en el
pantano. Al aumentar la claridad vi pasar grupos de cabezas afeitadas, por
detrás de las abiertas ventanas, aquellas ventanas que a la luz del crepúsculo
matutino parecĂan las cuencas vacĂas de una monda calavera.
A medida que el dĂa avanzaba se me iban poniendo rĂgidas
las articulaciones, pero no me atrevĂa a moverme. Luchaba denodadamente contra
el sueño, porque si me movĂa y fracasaba en mi prueba, no tendrĂa adĂłnde ir ni
de quĂ© vivir. Mi padre habĂa dicho bien claro que si no me aceptaban en la
lamaserĂa, tampoco me admitirĂa Ă©l en casa. Pequeños grupos de monjes salĂan de
los diversos edificios dirigiéndose a cumplir con sus misteriosas funciones.
Pasaban niños que a veces me lanzaban puñados de tierra y piedrecitas o me
insultaban groseramente. Pero mi inmovilidad acababa cansándolos y se alejaban.
Otra vez, al anochecer, empezaron a encenderse las lámparas y de nuevo vi aparecer
las estrellas, ya que la luna se levantaba tarde.
SolĂamos decir que en esos dĂas la luna era joven y no podĂa
viajar con rapidez.
Un nuevo temor aumentaba mis sufrimientos: ¿me habrĂan
olvidado?
¿Era una nueva prueba, la de que me pasara sin tĂ© ni tsampa
más de un dĂa?
HacĂa más de veinticuatro horas que no habĂa probado
alimento alguno y ni una sola gota de lĂquido. De pronto algo despertĂł en mĂ la
esperanza y tuve que contenerme para no ponerme de pie de un salto. Sonaba un
ruido por el sendero, como de pasos. Pero pronto vi que era un enorme mastĂn
negro que arrastraba algo. Ni siquiera se fijĂł en mĂ, sino que continuĂł con su
misiĂłn nocturna. Se me hundiĂł la poca esperanza que tenĂa. Estaba a punto de
llorar. Me repetĂa continuamente a mĂ mismo que esa debilidad la tenĂan sĂłlo
las niñas y las mujeres.
Por fin oĂ claramente que se acercaba el anciano monje. Esta
vez me trató aún con más benevolencia.
—AquĂ tienes comida y bebida, hijo mĂo, pero todavĂa no ha
llegado el final. Aún te queda mañana y haz todo lo posible por no moverte,
pues la mayorĂa fracasan en el Ăşltimo instante.
Con estas palabras se volviĂł y se alejĂł. Mientras me
hablaba me bebĂ el tĂ© y comĂ la tsampa que habĂa pasado a mi escudilla. DespuĂ©s
me tumbé tan incómodamente como la noche anterior y dándole vueltas en mi
cabeza a todo aquello, en mi insomnio llegué a la conclusión de que era una
gran injusticia que me obligasen a sufrir tanto, ya que no deseaba en absoluto
ser monje de ninguna secta. Me habĂan colocado en una situaciĂłn en que me era
tan difĂcil elegir como un animal de carga al que hacen pasar por una estrecha
senda al borde de un precipicio. Por fin me dormĂ.
Al dĂa siguiente, que era el tercero, y mientras
persistĂa en mi inmovilidad contemplativa, notĂ© que habĂa aumentado mi
debilidad hasta el punto de sentir mareos. Los edificios que tenĂa ante mĂ
flotaban en una neblina en que se mezclaban las ventanas, los colores, las
montañas y los monjes. Con un tremendo esfuerzo pude superar este ataque de
vĂ©rtigo. Me aterraba la perspectiva de un fracaso despuĂ©s de lo mucho que habĂa
resistido. El suelo pedregoso en que estaba sentado me parecĂa lleno de
cuchillos que me destrozaban la parte más delicada de mi piel. En uno de los
escasos momentos de buen humor (fomentados por mĂ conscientemente para darme
ánimos) pensĂ© en la gran suerte que habĂa tenido de no ser una gallina,
incubando huevos, porque entonces tendrĂa que haberme pasado mucho más tiempo
sentado de aquel modo.
Me parecĂa que el sol no se movĂa; el dĂa era
interminable, pero llegĂł por fin el crepĂşsculo. El viento de la tarde jugaba
con una pluma que cerca de mĂ habĂa dejado caer un pájaro. Una vez más
empezaron a encenderse las lucecitas, una tras otra, en las ventanas. «Ojalá
muera esta noche — pensĂ©—; porque esto no podrĂ© seguir resistiĂ©ndolo.» Y en
aquel preciso instante apareciĂł ante mĂ el Maestro de los AcĂłlitos.
—¡Ven muchacho! —me dijo. IntentĂ© levantarme, pero sĂłlo
conseguĂ caerme de bruces, de cara al suelo—.
¡Muchacho, si quieres descansar, te pasarás ahĂ otra noche!
No puedo esperar más.
Me apresuré a coger mi paquete y conseguà dar unos pasos
vacilantes hacia el Maestro de los AcĂłlitos.
—Entra —me dijo—. Atiende al servicio nocturno, y ya me
verás por la mañana.
Dentro hacĂa una temperatura agradable y el olor del
incienso me reconfortaba.
Mis sentidos, aguzados por el hambre, me indicaban que
habĂa comida cerca; de modo que seguĂ a un numeroso grupo de monjes que se
dirigĂa hacia la derecha. AsĂ lleguĂ© hasta la comida: tsampa y tĂ© con manteca.
Me abrĂ paso hasta la primera fila, como si ya tuviera
toda una vida de práctica. Los monjes trataban de agarrarme por la coleta, pero
fallaban y no consiguieron impedir que me colase por entre sus piernas. La
comida t iraba de mĂ con una fuerza irresistible.
En cuanto comĂ un poco me sentĂ algo mejor y seguĂ a los
monjes, que se dirigĂan al templo para el servicio nocturno. Me encontraba
demasiado cansado para saber lo que hacĂa, pero nadie se fijĂł en mĂ. Cuando se
alejaron los monjes me echĂ© detrás de una columna gigantesca y allĂ, sobre el
suelo de piedra y con mi lĂo debajo dela cabaeza, me quedĂ© profundamente
dormido.
Un estampido horroroso, como si me hubiera estallado la
cabeza, y un griterĂo.
—¿Un chico nuevo, es un hijo de nobles! ¡Vamos a colgarlo!
Uno de los acĂłlitos agitaba como una bandera la tĂşnica que me habĂa quitado de
debajo de la cabeza y otro tenĂa mis botas de fieltro. Me tiraron a la cara
unos puñados de tsampa. No quedó uno de ellos que no me atizara puñetazos y
patadas a granel, pero no me resistĂ, creyendo que aquello serĂa una nueva
prueba para ver si obedecĂa la decimosexta de las Leyes que ordenaba:
«Soporta los sufrimientos y las desgracias con paciencia y
humildad.» De pronto se oyĂł un potente grito y esta pregunta:
—¿QuĂ© pasa ahĂ?
Los chicos murmuraron, aterrados:
—¿Es el viejo Sacudehuesos, que está de ronda!
Mientras me quitaban la tsampa de los ojos, se me acercĂł
el Maestro de los Acólitos y me hizo levantar tirándome de la coleta:
— ¡Cobarde! ¿Y tĂş eres el que quiere ser uno de nuestros
futuros dirigentes?
¡Bah, toma, para que aprendas! —Y me atizĂł una serie de
golpes infinitamente más dolorosos que los que acababan de darme los acĂłlitos—.
¡Desgraciado, cobardĂłn; ni siquiera intentas defenderte!
Aquella paliza no tenĂa trazas de acabarse. RecordĂ© las
palabras del viejo Tzu cuando se despidiĂł de mĂ:
“(Recuerda todo lo que te he enseñado”
Inmediatamente y casi sin saber lo que hacĂa le apliquĂ© al
monje una pequeña presiĂłn que Tzu me habĂa enseñado. El Maestro, cogido por
sorpresa, lanzĂł un grito de dolor y pasando por encima de mi cabeza cayĂł de
bruces contra el suelo de piedra, despellejándose la nariz mientras se
deslizaba, hasta que le inmovilizĂł el choque de su cabeza con una columna de
piedra. Se oyĂł claramente este ruido: jonk. «Ahora sĂ que me matan — pensĂ©—; ya
se acabaron todas mis preocupaciones.”
ParecĂa como si todo el mundo se hubiera inmovilizado. Los
demás chicos contenĂan la respiraciĂłn, horrorizados. El huesudo monje se
levantĂł por fin. Su alta estatura parecĂa aĂşn más imponente. Le brotaba sangre
de la nariz. Pero, con gran asombro por mi parte, sus rugidos eran ahora de
risa: —¿QuiĂ©n eres tĂş, jovencito: un gallito de pelea o una rata acorralada?
Eso es lo que vamos a averiguar.
Se volvió hacia el grupo de los chicos y señalando a un
muchacho de catorce años, alto y desgarbado, le dijo: —TĂş, Ngawang, que eres el
gran matĂłn de esta lamaserĂa, procura demostrar que el hijo de un carretero
vale más que el hijo de un prĂncipe cuando se trata de luchar.
Por primera vez me sentĂ agradecido a Tzu, el viejo monje-
policĂa. En los dĂas de su juventud habĂa sido campeĂłn de judo de Kham. 1 Me
habĂa enseñado, como Ă©l decĂa, “todo lo que sabĂa”. HabĂa tenido yo que luchar
con hombres adultos y puedo asegurar que en esta cientĂfica lucha, en que no
cuentan la fuerza ni la edad, habĂa llegado a ser uno de los mejores.
Ahora, al saber que todo mi futuro dependĂa del resultado
de esta lucha, me sentĂa muy seguro de mĂ mismo.
Ngawang era un muchacho fuerte, pero de movimientos muy
desgarbados.
ComprendĂ en seguida que estaba acostumbrado a luchar de
un modo directo para sacarle el mayor partido posible a su fuerza fĂsica. Se
lanzĂł contra mĂ intentando inmovilizarme. Pero gracias a Tzu y al entrenamiento
a que me habĂa sometido, sabĂa muy bien quĂ© hacer. En el momento en que Ngawang
llegó a donde yo estaba, me aparté un poco y le retorcà ligeramente el brazo.
Entonces se resbalĂł, dio media vuelta y acabĂł cayendo de cabeza. Estuvo unos
minutos gimiendo en el suelo, pero en seguida se levantĂł de un salto y se lanzĂł
de nuevo contra mĂ. A la vez que Ă©l hacĂa este movimiento, me tiraba yo al
suelo y le retorcĂa una pierna. Esta vez cayĂł sobre su hombro izquierdo. Pero
tampoco esta vez se dio por vencido. Tras unos pasos vacilantes saltĂł hacia un
lado, agarró un pesado incensario y empezó a imprimirle velocidad, agarrándolo
por las cadenas. Esta arma es de difĂcil manejo; demasiado pesada y muy fácil
de evitar. Mientras Ă©l se disponĂa a arrojarme el incensario corrĂ a meterme
debajo de sus brazos y le apreté levemente con un dedo en la base del cuello,
tal como Tzu me habĂa enseñado. El efecto fue fulminante. Como una roca desde
lo alto de una montaña cayó Ngawang después de haber soltado el incensario, que
estuvo a punto de matar a algunos de los monjes y chicos que contemplaban la
pelea.
Mi rival se pasĂł casi media hora en absoluta inconsciencia.
El “toque”
especial que yo le habĂa aplicado se usa frecuentemente para
liberar del cuerpo al espĂritu y facilitarle un buen viaje astral y para otros
fines semejantes.
1 El sistema tibetano es diferente y más avanzado de loqueen
el mundo suele conocerse por ajudo»; pero lo llamo asĂ en este libro porque ci
nombre tibetano nada significa para los lectores occidentales.
El Maestro de los AcĂłlitos se me acercĂł, me dio una palmada
en la espalda que casi me tirĂł al suelo e hizo esta afirmaciĂłn que casi parecĂa
una contradicciĂłn:
—Niño, eres un hombre.
A esto repliquĂ© con unas palabras que podrĂan haber parecido
desvergonzadas:
—Entonces, ¿tengo derecho a comer algo, señor? Apenas he
comido en estos Ăşltimos dĂas.
—Hijo mĂo, come y bebe cuanto quieras y luego le dirás a
cualquiera de Ă©stos, pues a partir de ahora eres el jefe de ellos, que te lleve
adonde yo estoy.
El anciano monje que me habĂa dado de comer y beber durante
mi prueba vino a hablarme:
—Hijo mĂo, has hecho muy bien dándole su merecido a
NgaWang, que era el matón de los acólitos. Ahora ocuparás su lugar y dirigirás
a tu grupo con amabilidad y compasión. Te han enseñado bien. Procura utilizar
bien tus conocimientos y no los pongas al servicio de malos fines. Ven conmigo
y te daré comida y bebida.
El Maestro de los AcĂłlitos me acogiĂł con toda amabilidad
cuando fui a su habitaciĂłn:
—SiĂ©ntate, muchacho, siĂ©ntate. Tengo que ver ahora si tus
proezas en la educaciĂłn están a la altura de tus facultades fĂsicas. Te
prevengo que haré todo lo posible para cogerte en falta; asà que mucha
atenciĂłn.
Me hizo un gran nĂşmero de preguntas, orales unas, y otras por
escrito.
Durante seis horas estuvimos sentados uno frente a otro en
los almohadones hasta que por fin el Maestro se dio por satisfecho. Se puso en
pie y me dijo:
—Muchacho, sĂgueme. Voy a llevarte ante la presencia del
Abad. Es una hora impropia, pero ya sabrás por qué vamos ahora.
Le seguà por los anchos corredores. Dejamos atrás las
oficinas, los templos interiores y las escuelas. Subimos unas escaleras,
recorrimos aĂşn más pasillos, dejamos a un lado los VestĂbulos de los Dioses y
los almacenes de hierbas. Aún más escaleras, hasta que por fin salimos a la
terraza y nos dirigimos hacia la casa del señor Abad, que estaba edificada
sobre ella.
Cruzando la puerta de oro, dejando atrás al Buda de oro y
dando la vuelta al SĂmbolo de la Medicina, entramos por fin en la habitaciĂłn
particular del Abad.
—InclĂnate, muchacho, inclĂnate y haz lo que yo haga —me dijo
el Maestro en voz baja; y luego, dirigiĂ©ndose al Abad—: Señor, aquĂ está el
muchacho llamado Martes Lobsang Rampa.
Una vez pronunciadas estas palabras, el Maes tro de los
AcĂłlitos se inclinĂł tres veces y luego se postrĂł en el suelo. Yo hice igual,
poniendo una atenciĂłn desesperada para hacerlo todo acertadamente. El impasible
Abad nos mirĂł y dijo:
—Sentaos.
AsĂ lo hicimos. Nos instalamos en los almohadones a la
manera tibetana. El Abad se pasó un gran rato mirándonos fijamente, si hablar.
Luego dijo:
—Martes Lobsang Rampa, estoy enterado de todo lo que han
predicho sobre ti. Tu prueba de resistencia ha sido dura, pero por un buen
motivo.
Este motivo lo conocerás dentro de algunos años. Ahora
debe bastarte saber que de cada mil monjes, solamente uno está dotado para las
altas empresas, para alcanzar el más completo desarrollo espiritual. Los demás
se limitan a desempeñar su tarea diaria. Son obreros manuales, los encargados
de hacer girar los molinillos de las preces sin preguntarse el por qué. De ésos
no nos faltan; en cambio, escasean los que sean capaces de preservar nuestra
sabidurĂa cuando, dentro de un cierto nĂşmero de años, se cierna sobre nuestro
paĂs una nube extranjera. TĂş serás educado especialmente. Te someteremos a una
preparación intensiva, y dentro de pocos años habrás adquirido más
conocimientos de los que logra tener un lama normalmente en toda su vida. El
Camino será muy difĂcil y con frecuencia doloroso. Forzar la clarividencia
cuesta muchos sufrimientos y para viajar por los planos astrales se requieren
nervios inalterables y una voluntad tan dura como una roca.
EscuchĂ© con todos mis sentidos. Todo aquello me parecĂa
demasiado difĂcil. Desde luego no me creĂa capaz de semejante energĂa. El Abad
prosiguiĂł:
—Aprenderás aquĂ la medicina y la astrologĂa. Te ayudaremos
con todos nuestros medios. También serás iniciado en las artes esotéricas. Tu
camino figura ya en el mapa que te corresponde, Martes Lobsang Rampa.
Aunque sólo tengas siete años de edad, te hablo como a
un hombre, pues como hombre te han educado. InclinĂł la cabeza y el Maestro de
los Acólitos se levantó e hizo una profunda reverencia. Yo le imité y salimos
juntos. Hasta que no estuvimos de nuevo en su habitaciĂłn, no rompiĂł el Maestro
el silencio. —Muchacho, tendrás que trabajar agotadoramente y de un modo
incesante.
Pero te ayudaremos cuanto podamos. Ahora voy a hacer que
te afeiten la cabeza.
En el TĂbet, cuando un muchacho ingresa en la vida monacal
le afeitan la cabeza dejándole un solo mechón. Este mechón se lo quitan cuando
le imponen su «nombre sacerdotal” y pierde el suyo de familia; pero de todo
esto hablaremos más adelante.
El Maestro de los Acólitos me condujo, haciéndome recorrer
tortuosos pasillos, a una pequeña habitaciĂłn: la «peluquerĂa».
AllĂ me ordenaron sentarme en el suelo.
—Tam-chĂĽ —dijo el Maestro—, afĂ©itale la cabeza a este
niño. QuĂtale tambiĂ©n el mechĂłn del nombre porque se lo vamos a imponer
inmediatamente.
Tam-chĂł se inclinĂł, me agarrĂł la coleta con la mano
derecha y la levantĂł verticalmente, diciendo:
—¡Vaya muchacho, quĂ© magnĂfica coleta tienes! ¡QuĂ©
bien engrasada y cuidada! Da gusto cortarla. Sacó no sé de dónde unas tijeras
grandes de las que se emplean para el jardĂn y gritĂł:
—Tishe, ven acá y sostĂ©n esta coleta.
Tishe, el ayudante del peluquero, llegĂł corriendo y me
sostuvo la coleta tiesa tirando tan fuerte de ella que estuvo a punto de
levantarme en vilo.
Con la lengua fuera y emitiendo extraños gruñidos manipuló
Tam-chĂł aquellas enormes tijeras, deplorablemente romas, hasta que logrĂł
cortarme la coleta, pero esto no era más que el principio. El ayudante trajo un
cacharro con agua caliente, tan caliente que me hizo tirarme al suelo cuando me
la echĂł por la cabeza. —¿QuĂ© te pasa, chico? ¿Te he quemado?
Le dije que sĂ, y procurĂł tranquilizarme:
—Eso no tiene importancia, asĂ me será mucho más fácil
afeitarte la cabeza.
CogiĂł una navaja de afeitar de tres filos, instrumento muy
parecido al que tenĂamos en casa para raspar los suelos de madera. Al cabo de
lo que me pareciĂł una eternidad quedĂł mi cabeza tan lisa como una piedra. —Ven
conmigo —me dijo el Maestro. Me condujo a su habitaciĂłn y me enseñó un libro—.
Vamos a ver, ¿cĂłmo te llamaremos?
—Estuvo murmurando algo entre dientes y de pronto
exclamĂł—:
Ya está, de ahora en adelante te llamarás Yza-mig
-dmar-Lah-lu. Sin embargo, en este libro seguiré usando el nombre de Martes
Lobsang Rampa, porque es más fácil para el lector occidental. Me sentĂa tan
desnudo como un huevo recién puesto mientras me llevaron a una clase. Con la
magnĂfica educaciĂłn que me ha bĂan dado en casa me pusieron en la clase de los
acĂłlitos de diecisiete años. Me sentĂa como un enano entre gigantes. Mis compa
ñeros me habĂan visto vencer a Ngawang, de manera que no me molestaron. Todo
fue muy bien y no hubo más que un incidente con un grandullón estúpido que se
puso detrás de mĂ y me frotĂł el cuero cabelludo, que aĂşn tenĂa muy dolorido.
Para mĂ fue un asunto muy sencillo. Le metĂ los dedos por las junturas de los
codos y le hice dar alaridos de dolor. Tzu me habĂa enseñado muchos recursos
infalibles como aquél. Todos los instructores de judo a quienes hube de conocer
más adelante conocĂan a Tzu y todos ellos decĂan que era el mejor luchador de
judo de todo el TĂbet. No volviĂł a molestarme ningĂşn muchacho. Nuestro
profesor, que estaba vuelto de espaldas cuando el grandullĂłn me frotĂł la
cabeza, se dio cuenta en seguida de lo que estaba sucediendo. Se riĂł tanto que
no pudo continuar la clase.
Eran casi las ocho y media de la tarde y nos quedaban tres
cuartos de hora antes del servicio religioso, que empezaba a las nueve y
cuarto. Pero me durĂł poco la alegrĂa. Cuando salimos de la clase me hizo señas
un lama.
Me acerqué a él y me dijo:
—Ven conmigo.
Le seguĂ, preguntándome quĂ© nuevo fastidio me estaba
reservado. Me llevĂł a una sala de mĂşsica donde habĂa veinte niños reciĂ©n
ingresados como yo. Tres mĂşsicos estaban sentados ante sus instrumentos: uno
ante un tambor, el otro con una caracola y el tercero con una trompeta de
plata. Dijo el lama:
—Cantaremos para probar vuestras voces y ver los que
sirven para el coro.
Los mĂşsicos tocaron un aire muy conocido para que todos
pudiéramos cantarlo. El maestro de música, en cuanto empezamos a cantar, hizo
un gesto de estupefacciĂłn que se convirtiĂł en una mueca de pena. LevantĂł ambos
brazos y gritĂł:
—¡ Ya basta; esto no podrĂan resistirlo ni los propios
dioses! Emp ezad de nuevo, pero ahora cantad en serio.
De nuevo empezamos y otra vez nos interrumpiĂł. Esta vez el
maestro de mĂşsica se dirigiĂł a mĂ:
—Niño, ¿te quieres burlar de mĂ? Los mĂşsicos van a tocar
ahora para que cantes tĂş solo.
De nuevo empezĂł a sonar la mĂşsica y yo a cantar. Pero no
tardó en mandarme callar el maestro, que me dijo, frenético:
—Martes Lobsang, entre tus talentos no se incluye la
mĂşsica. En los cincuenta y cinco años que llevo aquĂ nunca he oĂdo a nadie que
cantase tan mal. A la hora en que demos clase de música te dedicarás a estudiar
otras cosas. Durante los servicios religiosos no cantarás, porque si no,
estropearĂas los coros mejor conjuntados. ¡Vete de aquĂ, enemigo de la mĂşsica!
Me estuve paseando hasta que las trompetas anunciaron que
habĂa llegado la hora del Ăşltimo servicio religioso. ¿Era posible que la noche
anterior hubiera entrado yo en la lamaserĂa? Me parecĂa que llevaba allĂ una
eternidad. TenĂa la sensaciĂłn de estar flotando en el vacĂo o andando en sueños
y sentĂa un hambre horrorosa. Más valĂa asĂ, pues si hubiera comido me habrĂa
dormido al instante. Alguien me agarrĂł por la tĂşnica y me levantĂł en volandas.
Un gigantesco lama, de cara simpática, me levantaba hasta su hombro y me decĂa:
—Vamos, chico, que llegarás tarde al servicio y te la vas a ganar. Debes saber
que si llegas tarde te quedarás sin cenar y te sentirás tan vacĂo como un
tambor. —EntrĂł en el templo llevándome aĂşn en alto y se sentĂł detrás de los
niños. Con todo cuidado me colocĂł en un almohadĂłn frente a Ă©l—: No apartes tu
vista de mĂ y pronuncia las mismas respuestas que yo, pero cuando cante... ¡ja,
ja!... estáte calladito.
Le agradecĂ mucho su ayuda. ¡HabĂa recibido tan pocas
muestras de amabilidad! Hasta entonces todo me lo habĂan en señado a gritos o a
golpes.
DebĂ de adormilarme porque de pronto me di cuenta con un
sobresalto de que habĂa terminado el servicio religioso y el gran lama me habĂa
llevado dormido al refectorio y me habĂa puesto delante una taza de tĂ©, tsampa
y unas verduras hervidas.
—Come, muchacho, y vete luego a la cama. Ya te enseñarĂ© dĂłnde
dormirás. Esta noche puedes dormir hasta las cinco de la mañana y luego ven a
verme.
Estas palabras fueron las Ăşltimas que oĂ hasta que a las
cinco de la mañana me despertĂł con gran dificultad un chico que me habĂa
tratado con simpatĂa el dĂa anterior. Vi que me hallaba en una habitaciĂłn muy
espaciosa echado sobre tres almohadones.
—El lama Mingyar Dondup me ha encargado que te despierte a
las cinco —me dijo el muchacho.
Me levanté y apilé los almohadones contra la pared como vi
que habĂan hecho los otros. Mis compañeros salĂan y el que me habĂa despertado
añadió:
—Tenemos que darnos prisa para desayunar y luego he de
llevarte ante el lama Mingyar Dondup.
Me estaba acostumbrando a vivir allĂ, pero esto no quiere
decir, ni mucho menos, que estuviese a gusto ni que deseara continuar en la
lamaserĂa. Sin embargo, pensaba que, como no tenĂa opciĂłn, lo mejor que podĂa
hacer era no complicarme aún más la vida.
Durante el desayuno, el Lector estuvo recitando algo de uno
de los ciento doce volĂşmenes del Kan-gyur, o sea, las Escrituras budistas.
DebiĂł de comprender que yo estaba distraĂdo porque, interrumpiĂ©ndose, me riñó:
—¡A ver, ese chico nuevo! QuĂ© acabo de decir? DĂmelo en
seguida.
—Señor, dijo usted: «Ese chico no está escuchando, le
darĂ© su merecido » —contestĂ© inmediatamente y casi sin saber lo que decĂa.
Todos se rieron y hasta el Lector sonriĂł, cosa rara, y aclarĂł que me habĂa
preguntado por el texto de las Escrituras, pero que por esta vez me perdonaba.
Durante todas las comidas los Lectores permanecen ante
un atril, donde tienen abiertos los libros sagrados y leen en ellos. Los monjes
no pueden hablar durante las comidas ni pensar en el alimento que están
tomando. Se considera esencial que ingieran los sagrados conocimientos a la vez
que la comida. Todos estábamos sentados en los almohadones, y la mesa que
tenĂamos ante nosotros era de medio metro de altura. No se nos permitĂa hacer
ruido alguno a la hora de comer y se nos prohibĂa rigurosamente apoyar los codos
sobre la mesa.
Desde luego, la disciplina era férrea en Chakpori. Este
nombre significa Montaña de Hierro. En la mayor parte de las lama serĂas habĂa
poca disciplina, ni siquiera una rutina. Los monjes podĂan trabajar u holgar,
como quisieran. Quizás uno de cada mil deseara progresar, y éstos eran los
Ăşnicos que llegaban a ser lamas, pues lama significa «superior» y esta palabra
no se puede aplicar a todos los monjes. En cambio, en nuestra lamaserĂa la
disciplina era ferozmente estricta, Ăbamos a ser especialistas, dirigentes de
nuestra clase, y se consideraba que para nosotros eran esenciales el orden y la
disciplina más severos. A los muchachos no se nos permitĂa usar los hábitos
blancos normales en los acĂłlitos, sino que debĂamos llevar las ropas rojas oscuras
de los monjes admitidos. TambiĂ©n tenĂamos unos monjescriados que se ocupaban en
las funciones domĂ©sticas de la lamaserĂa. A nosotros mismos se nos obligaba a
ocuparnos por turno en las tareas domésticas.
Con ello se procuraba que no nos exaltásemos demasiado.
TenĂamos que recordar siempre el viejo mandato budista:
“Como tĂş eres el ejemplo, haz sĂłlo el bien de los demás y no
lescauses daño alguno. Ésta es la esencia de la enseñanza de Buda.”
Nuestro Abad, el larna Cham-pa La, era tan severo como mi padre
y exigĂa una obediencia ciega e instantánea. Uno de sus dichos favoritos era:
«La lectura y la escritura son las puertas de todas las
buenas cualidades»; de manera que nos hartamos de leer y de escribir.
CAPĂŤTULO QUINTO.
MI VIDA DE CHELA.
Nuestro «dĂa» comenzaba a medianoche en Chakpori. Cuando
sonaba la trompeta de medianoche atronando los corredores débilmente iluminados
salĂamos rodando, medio dormidos aĂşn, de nuestra cama de almohadones y
buscábamos a tientas en la oscuridad nuestros hábitos. Todos dormĂamos
completamente desnudos, sistema habitual en el TĂbet, donde no hay falso pudor.
Una vez puestas las túnicas y después de guardar nuestras cosas en la
abullonada delantera de la parte superior, salĂamos corriendo, bastante
malhumorados, por los largos pasillos. Uno de nuestros mandamientos era:
«Más vale reposar con la conciencia tranquila que estarse
sentado como Buda y rezar cuando se está de mal humor.» Yo esto no lo
comprendĂa muy bien y con frecuencia me permitĂa pensar esta irreverencia: «¿Entonces,
por quĂ© no nos dejan descansar tranquilamente? ¡Esta broma de sacarnos del
sueño a medianoche me irrita!» Pero nadie pudo aclararme aquel misterio y no me
quedaba más remedio que ir con los otros al VestĂbulo de las Oraciones.
AllĂ, las innumerables lamparillas luchaban por filtrar
sus débiles rayos por entre las movedizas nubes del humo de incienso. En esta
vacilante luz llena de sombras temblorosas las gigantescas figuras sagradas
parecĂan cobrar vida, inclinarse y balancearse al compás de nuestra salmodia.
Los centenares de monjes y niños se sentaban con las
piernas cruzadas sobre los almohadones esparcidos por el suelo. Formábamos
filas a todo lo largo del vestĂbulo. En cada par de filas una quedaba frente a
la otra, de modo que la primera y la segunda estaban cara a cara, la segunda y
la tercera dándose la espalda, y asà suces ivamente. Nuestras salmodias y
cantos sagrados utilizaban escalas tonales especiales, ya que en Oriente se
considera que los sonidos tienen un poder. Lo mismo que una nota musical puede
romper un cristal, una combinaciĂłn de notas puede constituir una energĂa
metafĂsica. TambiĂ©n se leĂa en el Kangyur. Era un espectáculo impresionante ver
a estos centenares de hombres, con sus tĂşnicas rojas y sus estolas doradas,
balanceándose y salmodiando al unĂsono con el tintineo argentino de las
campanillas y el latido de los tambores. Unas nubes azules de incienso se
enroscaban en las rodillas de los dioses y de vez en cuando nos parecĂa, en
aquella luz incierta, que una u otra de las enormes figuras nos miraban a los
ojos.
El servicio religioso duraba aproximadamente una hora y
luego regresábamos a nuestro lecho hasta las cuatro de la mañana. A las cuatro
y cuarto comenzaba otro servicio. A las cinco desayunábamos tsampa y té con
mantequilla. Ya en esta primera comida el Lector ronroneaba las sagradas
palabras mientras el Disciplinario vigilaba a su lado para que ninguno de
nosotros hablase ni se moviese. A esta hora era cuando nos transmitĂan las
Ăłrdenes especiales o la informaciĂłn que tuviesen que darnos. Por ejemplo, podĂa
haber algo que necesitaran en Lhasa y entonces decĂan durante el desayuno los
nombres de los monjes que debĂan hacer el encargo. Se les daba permiso para
ausentarse de la lamaserĂa durante un cierto tiempo y de faltar, por tanto, a
un determinado nĂşmero de servicios religiosos.
A las seis tenĂamos que estar en nuestras clases
dispuestos para la primera sesiĂłn de estudio. La segunda de nuestras leyes
tibetanas era:
«Cumplirás con tus deberes religiosos y estudiarás.» En la
ignorancia de mis siete años no comprendĂa por quĂ© debĂa obedecer esta ley
cuando la quinta, «Honrarás a tus mayores y a los de elevada condiciĂłn social»,
se incumplĂa con toda tranquilidad. Mi experiencia me habĂa llevado a creer que
habĂa algo vergonzoso en ser de «elevada condiciĂłn».
Desde luego, me habĂan hecho sufrir mucho por ese motivo.
No se me ocurrĂa entonces pensar que no es el linaje lo importante, sino lo que
es la persona.
AsistĂamos a otro servicio a las nueve de la mañana
interrumpiendo nuestros estudios durante cuarenta minutos. Este descanso
constituĂa un alivio para nosotros, pero a las diez menos cuarto tenĂamos que
estar otra vez en clase. Empezábamos entonces con otra materia hasta la una de
la tarde. Pero tampoco entonces podĂamos comer; venĂa luego un servicio
religioso de media hora y despuĂ©s nos daban por fin la tsampa y el tĂ©. SeguĂa
una hora de trabajo manual para que nos ejercitáramos y aprendiésemos a ser
humildes. A mà me tocaba siempre el trabajo más desagradable.
A las tres nos obligaban a descansar durante una hora. Era
un descanso forzoso en que no podĂamos hablar ni movernos. DebĂamos permanecer
tumbados e inmĂłviles. A todos nos fastidiaba esta hora porque era demasiado
poco para dormir y demasiado para estarse sin hacer nada. ¡Con las cosas que
podrĂamos haber hecho para divertirnos! A las cuatro, despuĂ©s de este reposo,
volvĂamos a clase. Esto era lo peor del dĂa: cinco horas trabajando sin
interrupciĂłn, sin poder salir de clase absolutamente para nada bajo la pena de
los más terribles castigos. Nuestros profesores nos vapuleaban con sus recios
bastones a la menor distracción y algunos de ellos se ensañaban violentamente.
A las nueve nos soltaban para tomar la Ăşltima comida del
dĂa: otra vez tĂ© y tsampa. A veces -muy pocas- nos daban verduras, o sea unas
rodajas de nabos o unos guisantes muy pequeños. Estaban crudos, pero nuestra
hambre lo aceptaba todo. Nunca se me olvidará cuando, teniendo yo ocho años,
nos dieron unas nueces. Me gustaban mucho y en casa solĂa comerlas con
frecuencia. Insensatamente quise hacer un cambio con otro chico: yo le darĂa mi
tĂşnica de repuesto a cambio de sus nueces. El Disciplinario se enterĂł de
aquello y me hicieron salir al centro del VestĂbulo y confesar mi pecado.
Como castigo por mi «codicia» me tuvieron sin beber ni
comer durante veinticuatro horas. Y me quitaron mi túnica de repuesto basándose
en que no me hacĂa falta, ya que no me habĂa importado cambiarla por algo que
no era esencial.
A las nueve y media nos fuimos a dormir en nuestros
almohadones.
Nadie se retrasaba en esto. CreĂ que tantas horas de
trabajo y de atenciĂłn sostenida acabarĂan matándome o que caerĂa dormido y
jamás me volverĂa a despertar. Al principio los niños reciĂ©n ingresados
solĂamos escondernos en algĂşn rincĂłn para dar unas cabezadas. Pero despuĂ©s de
mucho tiempo me acostumbré a las muchas largas horas de estudio y rezos y el
dĂa no se me hacĂa tan largo.
Poco antes de las seis de la mañana, como estaba contando
antes, me llevĂł el muchacho que me habĂa despertado a la habitaciĂłn del lama
Mingyar Dondup. Aunque no llamé, me dijo que entrase. Su habitación era muy
agradable, con sus magnĂficas pinturas murales, y otras pintadas en seda y
colgadas en las paredes. Unas cuantas estatuillas adornaban unas mesas bajas.
Eran dioses y diosas de jade y oro. También colgaba de
la pared una gran Rueda de la Vida. El lama se hallaba sentado en la postura de
loto y ante Ă©l, en una mesa baja, tenĂa una pila de libros. Estaba estudiando
cuando yo entré.
—SiĂ©ntate aquĂ conmigo, Lobsang —me dijo—, pues tenemos
muchas cosas de que hablar, pero primero he de hacerte una pregunta de hombre a
hombre: ¿has comido y bebido bastante? —Le asegurĂ© que habĂa comido y bebido
muy bien y me encontraba satisfecho—. El señor Abad ha dicho que podemos
trabajar juntos. Hemos averiguado cuál fue tu anterior encarnación, y era
buena. Ahora queremos desarrollar de nuevo ciertos poderes y habilidades que
tuviste en esa otra vida. Queremos que en pocos años poseas más sabidurĂa que
la que pueda atesorar un lama en una larga vida. —Hizo una pausa y se estuvo
mirándome un rato con extraordinaria atenciĂłn. TenĂa unos ojos muy
penetrantes—. Todos los hombres deben escoger libremente su camino —prosiguiĂł—
y el tuyo será áspero y difĂcil por espacio de cuarenta años si escoges el
camino que verdaderamente te corresponde, pero en tu próxima vida cosecharás
grandes beneficios que te compensarán del esfuerzo realizado. Si eliges ahora
un camino equivocado, tendrás en esta vida toda clase de comodidades y
dulzuras, pero no desa rrollarás tu espĂritu para el futuro. De ti depende.
Se callĂł y me mirĂł intensamente.
—Señor —le dije—, mi padre me ha advertido que si fracasaba
en esta lamaserĂa no me permitirĂa volver a casa. ¿CĂłmo podrĂa, pues, tener
comodidades y dulzuras cuando ni siquiera dispondrĂa de un hogar?
El lama, sonriéndose, me dijo:
—¿Has olvidado ya que sabemos cuál fue tu anterior
reencarnaciĂłn?
Si eliges la senda equivocada, la senda de la dulzura, te
instalarán en una lamaserĂa como EncarnaciĂłn Viva y a los pocos años serás
Abad. Tu padre no le llamarĂa a eso un fracaso.
Algo que habĂa en el tono de su voz me hizo preguntarle:
—¿Y tĂş, lo considerarĂas como un fracaso, Maestro?
—SĂ; sabiendo lo que sĂ©, dirĂa que habĂas fracasado.
— ¿QuiĂ©n me enseñarĂa el camino?
—Si eliges el bueno serĂ© tu GuĂa, pero la decisiĂłn
depende por completo de ti y nadie podrá influir en ti. Le miré y me gustó su
aspecto. Era un hombre corpulento de vivos ojos negros. Un rostro franco con
una despejada frente. SĂ; podĂa fiarme de aquel hombre. Aunque sĂłlo tenĂa siete
años, mi vida habĂa sido muy dura y en ella conocĂ a mucha gente; de modo que
podĂa saber a simple vista si un hombre era bueno o malo.
—Señor —le dije—, querrĂa ser discĂpulo tuyo y tomar el buen
ca ino.
—Y añadĂ sin poderlo remediar—: ¡Pero de todos modos no me
gusta trabajar tanto!
Se riĂł y su risa era profunda y confortante.
—Lobsang, Lobsang, a ninguno de nosotros le gusta un trabajo
tan agotador, pero pocos de nosotros somos lo bastante sinceros para
reconocerlo.
—Estuvo buscando algo entre sus papeles y despuĂ©s de
leer unas lĂneas, añadiĂł-: Tendremos que hacerte una pequeña operaciĂłn en la
cabeza para forzar tu clarividencia y luego vamos a acelerar hipnĂłticamente tus
estudios.
Ya verás cuánto adelantas en metafĂsica y en medicina.
La perspectiva de un aumento de trabajo me sentĂł muy
mal. Pensaba que ya habĂa trabajado bastante en mis primeros siete años y por
lo visto a partir de ahora no podrĂa jugar con cometas ni con nada. El lama
pareciĂł adivinar mis pensamientos.
—sĂ, sĂ, jovencito. Más adelante podrás lanzar cometas,
pero serán hombres en vez de cometas lo que tendrás que elevar. Bueno, primero
hemos de hacerte un plan de estudios. —Estuvo leyendo otro rato sus papeles —.
Veamos: de nueve a una... SĂ, eso bastará al principio. Ven aquĂ todos los dĂas
a las nueve de la mañana en vez de asistir a los servicios religiosos y
charlaremos de algunos temas interesantes. Empezaremos mañana mismo. ¿Tienes
algĂşn recado para tu padre y tu madre? Los verĂ© hoy. ¡Voy a llevarles tu
coleta!
Me quedé estupefacto. Cuando un niño era aceptado por
una lamaserĂa le cortaban la coleta, le afeitaban la cabeza y enviaban a sus
padres la coleta como sĂmbolo de que su hijo habĂa sido admitido. Y ahora el
lama Mingyar Dondup la entregarĂa personalmente a mis padres. Esto significaba
que me habĂa aceptado como «hijo espiritual» y que en adelante se encargarĂa
personalmente de mi educaciĂłn. Este lama era una persona muy importante, un
hombre de gran talento y de gran fama en todo el TĂbet.
ComprendĂ que con un tutor tan excepcional no podĂa yo
fallar.
Aquella mañana, de nuevo en clase, no me fue posible prestar
atenciĂłn.
Pensaba en mil cosas en relaciĂłn con mi charla con el
lama; asĂ que el profesor pudo hartarse de castigarme. Aunque la severidad de
los profesores era tan extremada me consolaba pensando que yo estaba allĂ para
aprender. Por eso me habĂa reencarnado aunque no recordase lo que tenĂa que
volver a aprender. En el TĂbet creemos firmemente en la reencarnaciĂłn. Creemos
que cuando alcanza uno cierta etapa avanzada de evoluciĂłn puede elegir entre
subir a otro plano de existencia o regresar a la Tierra para aprender algo más
o para ayudar a los demás hombres. Puede suceder que un sabio tenga cierta
misiĂłn en esta vida, pero que muera antes de poder completarla. En este caso
creemos que puede volver a este mundo para acabar su tarea siempre que el
resultado haya de ser beneficioso para otros. SĂłlo se pueden averiguar las
anteriores encarnaciones de muy pocas personas. El coste y el tiempo que
requieren estas investigaciones suelen ser prohibitivos. Cuando se descubre que
un individuo tiene determinados signos, como en mi caso, se nos llamaba
«Encarnaciones Vivas» y eran sometidos a las más implacables pruebas en su
infancia —como me habĂa sucedido a mĂ—, pero se convertĂan en el objeto de la
reverencia general cuando se hacĂan mayores. En mi caso se disponĂan a sacar a
la luz, mediante un sistema especial, mis conocimientos ocultos. Era un
procedimiento para «alimentar a la fuerza» los poderes ocultos que habĂa en mĂ.
¿Por quĂ© lo hacĂan? Eso no podĂa yo saberlo entonces.
Una lluvia de palos sobre mi espalda me hizo volver a la
realidad en plena clase.
—¡Tonto, imbĂ©cil! ¿Se te han metido los demonios mentales
en ese cráneo de animal? Me doy por vencido.
Has tenido la gran suerte de que sea el momento de
terminar la clase.
Y, aprovechando el Ăşltimo instante, mi rabioso profesor me
dio un tremendo golpe más y se marchó gruñendo.
El chico vecino mĂo de asiento me dijo:
—No olvides que es nuestro turno en la cocina esta tarde.
Espero que tengamos ocasiĂłn de llenar nuestras bolsas de tsamp a.
El trabajo de la cocina era muy pesado y los
monjes-cocineros nos trataban a los chicos como esclavos. Después de las dos
horas de trabajo forzado tenĂamos que meternos en clase otra vez. A veces nos
obligaban a estarnos más tiempo en la cocina y llegábamos tarde a clase, donde
nos esperaba el profesor furioso y, sin darnos oportunidad para explicar
nuestra tardanza, nos molĂa a palos.
Mi primer dĂa de trabajo en la cocina fue casi el Ăşltimo.
En la puerta nos esperaba un monje muy irritado.
—¡Venid acá, inĂştiles, vagos! —gritĂł.—. Los primeros diez
de vosotros, que se cuiden de la lumbre.
Yo era el décimo. Bajamos otro tramo de escaleras. El
calor era espantoso.
Frente a nosotros tenĂamos la cegadora luz rojiza de las
llamas.
Enormes montones de boñiga de yak estaban preparados para
alimentar los hornos.
—Coged esas palas de hierro y procurad que no se apague el
fuego si querĂ©is salvar la vida —gritĂł el monje. Yo era el más pequeño de mi
grupo con mucha diferencia, ya que ninguno de ellos era menor de diecisiete
años. Apenas pude levantar la pala; y al esforzarme en echar estiércol en el
fuego lo derramé sobre los pies del monje. Con un rugido de rabia me agarró por
el cuello y me dio un emp ujĂłn.
SentĂ un terrible dolor y el inmediato olor a carne
quemada. Me habĂa caĂdo contra una barra que estaba al rojo vivo. RodĂ© por el
suelo, con un alarido, envuelto entre ascuas. La parte superior de mi pierna
izquierda se habĂa clavado en la barra. Esta quemĂł toda la carne que en contrĂł
hasta llegar al hueso. AĂşn tengo, naturalmente, la horrible cicatriz, que
todavĂa me duele de vez en cuando. Esta cicatriz hizo que me identificaran más
adelante los japoneses.
Hubo un gran escándalo. Acudieron monjes de todas partes.
Yo seguĂa revolcándome entre las ascuas, pero en seguida me levantaron. Por
todo el cuerpo tenĂa quemaduras superficiales, pero la herida de la pierna era
gravĂsima. Me llevaron rápidamente al lama mĂ©dico, que se propuso salvarme la
pierna. Aquel hierro estaba oxidado y cuando penetrĂł en mi pierna dejĂł en su interior
escamas de orĂn. El mĂ©dico tuvo que limpiarme la herida de estos trocitos de
orĂn. Luego la rellenĂł con una compresa de hierba pulverizada.
Me frotaron el resto del cuerpo con una lociĂłn vegetal,
que desde luego me aliviĂł mucho el dolor de las quemaduras. La pierna me
palpitaba de un modo atroz. Estaba seguro de que jamás volverĂa a andar. Cuando
acabó su cura, el lama llamó a un monje para que me llevase a una pequeña
habitaciĂłn prĂłxima donde me tendieron sobre unos almohadones. EntrĂł un anciano monje
y se sentĂł junto a mĂ y empezĂł a musitar rezos. PensĂ© que tenĂa gracia que
rezaran por mi salud después de haber ocurrido el accidente.
Pero, en fin, decidĂ firmemente ser bueno, pues mi
reciente exp eriencia me habĂa enseñado lo que sentĂa uno cuando lo
atormentaban los diablos del fuego. RecordĂ© un cuadro que habĂa visto en que un
diablo pinchaba a una desgraciada vĂctima en un lugar del cuerpo muy cercano al
que yo me habĂa quemado.
Quizá se piense que los monjes eran gente cruel y todo lo
con rario de lo que se podĂa esperar. Pero ¿quĂ© significa “monje”? Entendemos
por esta palabra toda persona del sexo masculino que vive en el servicio
lamástico, no necesariamente una persona religiosa. En el TĂbet, casi
cualquiera puede llegar a ser monje. Es muy frecuente que envĂen a un chico a
hacerse mo nje sin dejarle ninguna posibilidad de elecciĂłn. O un hombre puede
decidir que se ha pasado demasiado tiempo guardando rebaños y desee contar con
un refugio cuando la temperatura está a cuarenta bajo cero. No se hace monje
por convicciones religiosas, sino por comodidad. Las lamaserĂas tienen monjes
como criados, labradores, barrenderos, etcĂ©tera. En otros paĂses se les
llamarĂa criados o algo equivalente. La mayorĂa de ellos trabajan de un modo
agotador; la vida a cerca de cuatro mil metros puede resultar muy difĂcil y a
menudo estos hombres descargan su irritaciĂłn contra nosotros los chicos. Para
los tibetanos, el tĂ©rmino “monje” era sinĂłnimo de hombre. A los miembros del
sacerdocio los llamábamos de un modo muy diferente.
Un chela era un niño alumno, novicio, o acólito. Y lo más
prĂłximo a lo que en otros paĂses suele conocerse por monje es el trappa. Este
es el que más abunda en las lamaserĂas. Luego llegamos al tĂ©rmino del que más
se abusa:
el lama. Si los trappas son los soldados rasos, el lama es
el oficial. Y a juzgar por lo que dicen y escriben los occidentales sobre
nosotros, ¡hay más oficiales que soldados en nuestro ejĂ©rcito! Los lamas son
maestros, gurus, como solemos llamarlos. El lama Mingyar Dondup iba a ser mi
guru y yo su chela. Por encima de los lamas estaban los abades. No todos ellos
se hallaban al frente de lamaserĂas, sino que muchos trabajaban en la
AdministraciĂłn Superior o viajaban de una lamaserĂa a otra. En algunos casos un
lama determinado podĂa ser de condiciĂłn superior a un abad; dependĂa de lo que
estuviera haciendo. Los que eran Encarnaciones Vivas, como yo, podĂan llegar a
abades a la edad de catorce años: dependĂa de que aprobasen el exigente examen
a que se les sometĂa. Estos grupos eran muy severos, pero no crueles; siempre
eran justos. Otro ejemplo de “monjes” lo vemos en los “monjes-policĂas”. Su
Ăşnica misiĂłn era mantener el orden y no tenĂan obligaciĂłn alguna de asistir a
las ceremonias religiosas, aunque debĂan estar presentes para asegurar el
orden. Los monjes-policĂas eran crueles muchas veces y, desde luego, tambiĂ©n lo
era el servicio doméstico. No pueden ustedes condenar a un obispo porque uno de
los ayudantes de su jardinero se haya portado mal. Ni esperar que un
subjardinero sea un santo sĂłlo porque trabaja para un obispo.
En la lamaserĂa tenĂamos una cárcel. No era un sitio
agradable ni mucho menos, pero tampoco lo eran los condenados a permanecer en
ella. Mi única experiencia de esta cárcel fue cuando tuve que atender a un preso
que habĂa enfermado. Estaba yo casi a punto de salir del monasterio cuando me
llamaron de la cárcel. En el patio trasero habĂa unos cuantos parapetos
circulares de un metro de altura. Las grandes piedras que los formaban eran lo
mismo de anchas que de largas. Estaban rematadas horizontalmente por barrotes
de piedra del grosor de un muslo. CubrĂan una abertura circular, un pozo de
casi tres metros de diámetro. Cuatro monjespolicĂas levantaron la barra del
centro y la apartaron. Uno de ellos se inclinĂł y tirĂł de una cuerda de pelo de
yak a cuyo extremo habĂa un nudo corredizo. Todo aquello me tenĂa muy escamado.
«Ahora, Honorable lama mĂ©dico —dijo el hombre—, si metes el pie en este lazo
corredizo te bajaremos.» ObedecĂ bastante atemorizado.
«Necesitarás una luz, señor», dijo el monje -policĂa. Me
pasĂł una antorcha encendida. AumentĂł mi preocupaciĂłn. Tuve que agarrarme a la
cuerda, sostener la antorcha y evitar quemarme o que se incendiara la fina
cuerda que me sostenĂa inverosĂmilmente. Pero conseguĂ descender a unos diez
metros de profundidad a lo largo del muro circular que rezumaba agua hasta el
asqueroso suelo de piedra. A la luz de la antorcha vi a un desgraciado de
espantoso aspecto acurrucado contra el muro. Me bastĂł mirarlo para ver que
estaba muerto, ya que no le vi aura. RecĂ© por su alma, que estarĂa vagando
entonces por entre los diversos planos de la existencia y cerré sus ojos
alocadamente abiertos y vidriados. Grité para que me subieran.
Terminado mi trabajo les tocaba a su vez a los encargados
de descuartizar el cuerpo. PreguntĂ© quĂ© crimen habĂa cometido. Y me dijeron que
habĂa sido un mendigo vagabundo que llegĂł al monasterio pidiendo comida y
alojamiento y que luego, por la noche, matĂł a un monje para robarle lo poco que
poseĂa. Lo detuvieron mientras intentaba darse a la fuga y lo hicieron volver
al lugar del crimen.
Pero todo esto es una digresiĂłn del incidente acaecido en mi
primer intento de trabajar en la cocina.
Se me estaban pasando los efectos de las lociones
refrescantes y me sentĂa como si me estuvieran arrancando la piel del cuerpo.
Aumentaban las palpitaciones de la pierna y me parecĂa que me iba a estallar.
En mi febril imaginaciĂłn creĂ que dentro del boquete abierto en la pierna me
habĂan metido una antorcha encendida. Pasaba el tiempo con una lentitud
desesperante.
En el monasterio se oĂan muchos ruidos, unos
desconocidos por mĂ y otros no. Me recorrĂan el cuerpo oleadas de horrible
dolor. YacĂa boca abajo, pero tambiĂ©n tenĂa quemada la parte delantera del
cuerpo. Las ascuas me habĂan hecho muchas quemaduras por todo el cuerpo. De
pronto sentĂ que alguien se sentaba a mi lado. Una voz amable y compasiva, la
del lama Mingyar Dondup, me dijo:
—Amiguito, esto es sufrir ya demasiado. Tienes que dormir.
Y sus dedos suaves me recorrĂan la espina dorsal. Era un roce
delicado y constante. Al poco tiempo me habĂa dormido.
Me daba en los ojos un sol pálido. Me desperté guiñando
los ojos y en la semiinconsciencia del despertar creĂ que alguien me estaba
apaleando por haber dormido demasiado. Sin recordar en absoluto el accidente,
fui a levantarme de un brinco y caĂ de nuevo sobre los almohadones con un dolor
espantoso. ¡Mi pierna! Una voz calmante me aconsejaba:
—Estáte quieto, Lobsang. Hoy será para ti un dĂa de completo
reposo.
VolvĂ la cabeza con dificultad y vi con gran asombro que
estaba en la habitaciĂłn del lama y que Ă©l se hallaba sentado junto a mĂ. Al ver
mi expresiĂłn sonriĂł.
—¿De quĂ© te asombras? ¿No es lo más natural que dos amigos
estén juntos cuando uno de ellos se encuentra enfermo?
—Pero usted es un lama principal, y yo no soy más que un
niño— respondĂ con voz muy dĂ©bil.
—Lobsang, tĂş y yo hemos pasado mucho tiempo juntos en vidas
anteriores.
TodavĂa no estás en condiciones de recordarlo; pero yo
sà sé que éramos muy amigos en nuestras últimas encarnaciones. En fin, lo
importante ahora es que descanses y recuperes tus energĂas. No te preocupes:
vamos a salvarte la pierna.
Pensé en la Rueda de la Existencia y en las palabras de las
Escrituras budistas:
«La prosperidad del hombre generoso nunca falla, mientras
que el mĂsero no encuentra alivio. Que el hombre poderoso se muestre generoso
con el suplicante y que mire el largo camino de las vidas. Porque las riquezas
giran como las ruedas de un carro y unas veces van a parar a unos y otras a
otros. El mendigo de hoy es el prĂncipe de mañana, y el prĂncipe de hoy puede
reencarnar en un mendigo.» Me resultaba evidente, incluso a mis siete años, que
el lama encargado de guiarme era un hombre bueno y que sacarĂa a la luz mis
mejores facultades.
Estaba claro que conocĂa muchĂsimo de mĂ, mucho más que yo
mismo.
SentĂa ya impaciencia por empezar mis estudios con Ă©l y
decidĂ ser su mejor discĂpulo. Me daba cuenta de que existĂa una gran afinidad
entre nosotros y me asombraba cĂłmo el Destino me habĂa llevado hasta Ă©l.
VolvĂ la cabeza para mirar por la ventana. Me habĂan colocado
los almohadones sobre una mesa para que pudiera mirar hacia afuera. Me
resultaba muy extraño no estar tendido en el suelo, si no a más de un metro de
él. Mi infantil imaginación me comparaba a un pájaro en un árbol. Desde allà se
veĂa mucho. A lo lejos, por encima de los tejados más bajos, distinguĂa la
ciudad de Lhasa extendida al sol. Unas casitas disminuidas por la distancia,
con sus colores tan delicados; las aguas tortuosas del rĂo Kyi, que fluĂan por
el valle encajonadas entre masas de hierba de un verde intensĂsimo...
Cerraban el horizonte unas montañas amoratadas rematadas
por una franja de reluciente nieve. Las estribaciones más próximas estaban
salpicadas por los monasterios de dorados tejados. A la izquierda se elevaba el
Potala con su inmensa masa de edificios que formaba como una pequeña montaña.
Un poco a nuestra derecha, el bosquecillo de donde emergĂan templos y colegios.
AllĂ vivĂa el Oráculo del Estado del TĂbet, personaje muy importante cuya sola
tarea consistĂa en poner en contacto el mundo material con el inmaterial.
Abajo, en el patio que se dominaba desde mi ventana, paseaban monjes de todas
las categorĂas. Algunos llevaban unos hábitos de color castaño oscuro: eran los
monjes-obreros. Un pequeño grupo de muchachos iban vestidos de blanco: eran
monjes estudiantes que habĂan llegado de una lejana lamaserĂa. Pero tambiĂ©n
habĂa monjes de rangos más elevados, vestidos con tĂşnicas de rojo vivo o
moradas. Estos Ăşltimos llevaban a veces estolas doradas para indicar que
pertenecĂan tambiĂ©n a la Alta AdministraciĂłn. Algunos llegaban montados en
caballos. Los seglares montaban en animales de color, mientras que los
sacerdotes sĂłlo podĂan utilizar los blancos. Todo esto me sacaba de mi problema
inmediato, que era ponerme bien y poder andar de nuevo.
A los tres dĂas decidieron que me levantara y procurase
andar. Me dolĂa aĂşn muchĂsimo la pierna. La tenĂa muy hinchada y me
perjudicaban mucho las escamas de orĂn que no habĂan conseguido quitarme.
Tuvieron que hacerme unas muletas y con ellas avanzaba dificultosamente.
ParecĂa un pájaro herido. En todo el cuerpo seguĂan molestándome las quemaduras
y ampollas, pero el intenso dolor de la pierna le quitaba importancia a todo lo
de más. Me era imposible sentarme. TenĂa que echarme del lado derecho o de
cara. Naturalmente, no podĂa asistir a los servicios religiosos ni a las
clases, de modo que mi GuĂa, el lama Mingyar Dondup, me enseñaba todo el tiempo.
Estaba muy satisfecho de lo mucho que yo habĂa aprendido en tan pocos años y me
dijo...
—Pero ten en cuenta que gran parte de estos conocimientos
los recuerdas inconscientemente de tu Ăşltima encarnaciĂłn.
CAPĂŤTULO SEXTO
VIDA EN LA LAMASERĂŤA.
Pasaron dos semanas y las quemaduras estaban ya mucho
mejor. La pierna me molestaba todavĂa mucho, pero mejoraba poco a poco.
PreguntĂ© si podrĂa hacer la misma vida que antes. Me lo permitieron, pero
autorizándome para sentarme como buenamente pudiera o tumbarme boca abajo.
Desde luego la invalidez de mi pierna me impedĂa sentarme
en lo que llamamos en el TĂbet la actitud del loto. Precisamente la tarde en
que reanudĂ© mi vida normal —es decir, la que hacĂa antes del accidente— me
tocaba a mĂ de turno en la cocina. Me encargaron llevar en una pizarra la
cuenta del nĂşmero de sacos de cebada que tostaban. La cebada estaba extendida
en un suelo de tierra humeante, calentado por el horno del sĂłtano donde yo me
habĂa quemado. Se esparcĂa la cebada por igual y se cerraba la puerta. Mientras
se tostaba esa cantidad corrĂamos por un pasillo hasta una habitaciĂłn donde
triturábamos la cebada ya tostada. HabĂa un gran recipiente de piedra de forma
cónica y de unos dos metros y medio por su parte más ancha. Su superficie interna
estaba rayada y picada para contener los granos de cebada, mientras una gran
piedra, también en forma cónica, encajaba en el recipiente. Esta piedra se
movĂa por un eje muy gastado ya por los años, en cuyo extremo superior habĂa
unos palos horizontales, como los radios de una rueda que no tuviese aro.
La cebada tostada era vertida en el recipiente y entre los
monjes y los chicos movĂamos los radios del eje para hacer girar la piedra, que
pesaba muchas toneladas. Lo más difĂcil era ponerla en movimiento, pero una vez
en marcha no resultaba demasiado difĂcil. Para hacernos más llevadera la tarea,
cantábamos a la vez que pesábamos. ¡AllĂ me permitĂan cantar cuanto quisiera!
Pero lograr que se pusiera en movimiento la rueda era espantoso.
Todos tenĂan que echar el resto de sus energĂas y una vez
en marcha debĂamos cuidar de que no se detuviera. A medida que por el agujero
que habĂa en el fondo salĂa el grano molido, Ăbamos echando más cebada tostada
por arriba. Llevábamos de nuevo lo molido al suelo de piedra caliente y lo
volvĂamos a tostar. Esta era la base de la tsampa. Todos nosotros llevábamos
una provisiĂłn de tsampa para toda la semana o, mejor dicho, tenĂa mos la cebada
tostada y molida. A las horas de comer vertĂamos un poco de ella, de nuestras bolsas
de cuero, en las escudillas. Le añadĂamos tĂ© con manteca, hacĂamos la masa con
los dedos y la comĂamos.
Al dĂa siguiente tuve que ayudar a hacer el tĂ©. Nos
llevaron a otra parte de las cocinas donde habĂa un enorme caldero que habĂan
limpiado con arena y brillaba como metal nuevo. A primera hora del dĂa lo
habĂan llenado a la mitad con agua y ahora estaba hirviendo. Nuestra labor
consistĂa en coger los «ladrillos» de tĂ© y deshacerlos y partirlos. Cada
«ladrillo» pesaba de catorce a dieci sĂ©is libras y habĂa llegado a Lhasa
pasando por los puertos montañosos desde China y la India. Los trozos deshechos
eran arrojados al agua hirviendo. Un monje echaba un gran bloque de sal y otro
vertĂa en el caldero una cierta cantidad de soda. Cuando todo esto hervĂa de
nuevo, añadĂamos una gran cantidad de manteca clarificada y todo ello seguĂa
hirviendo durante unas horas. Esta mezcla era muy alimenticia y bastaba con la
tsampa para alimentar a una persona. Siempre habĂa tĂ© caliente y cuando un
caldero se iba gastando se preparaba otro. Lo peor de la preparación del té era
mantener el fuego. A la boñiga de yak, que empleábamos como combustible en vez
de madera, se le daba una forma aplastada. HabĂa una reserva casi inagotable de
estiércol. Cuando se echa al fuego produce un humo de un olor horrible que lo
ennegrece todo y acaba convirtiendo a la madera en Ă©bano, y los rostros
expuestos a este humo durante mucho tiempo acaban también ennegreciéndose.
Si tenĂamos que ayudar en estas labores no era por
escasez de mano de obra, sino para que no hubiera demasiada separaciĂłn de
clases. En el TĂbet creemos que el Ăşnico enemigo es el hombre a quien no
conocemos; basta trabajar junto a un hombre, hablar con Ă©l y tratarlo para que
deje de ser un enemigo. Es una costumbre arraigada entre nosotros que un dĂa al
año renuncien las autoridades a su poder y que cualquier subordinado pueda de
cirles todo lo que piensa de ellas: si un Abad ha sido excesivamente duro
durante el año se le puede decir ese dĂa, y, si la crĂtica es justa, el Abad no
podrá hacer absolutamente nada para perjudicar al subordinado que ha dicho lo
que pensaba. Es un sistema que da muy buenos resultados y del que nunca se
abusa. Es una gran arma de justicia contra los poderosos y proporciona a las
clases humildes la satisfacciĂłn de poder dar su opiniĂłn.
HabĂa mucho que estudiar en clase. Nos sentábamos en
filas. Cuando el profesor nos explicaba algo o leĂa o escribĂa en la pizarra
colgada en la pared, se volvĂa hacia nosotros. Pero cuando trabajábamos
estudiando las lecciones, se ponĂa detrás de nosotros al fondo de la clase y
ninguno se atrevĂa a distraerse por miedo a que el profesor se estuviera
fijando en Ă©l.
Llevaba un buen palo que no vacilaba en emplear contra
cualquier parte de nuestro cuerpo, la primera que se le pusiera al alcance:
hombros, brazos, espalda, o... el sitio más indicado.
Estudiábamos muchas matemáticas, porque era ésta una
asignatura esencial para la astrologĂa. Nuestra astrologĂa no es ni mucho menos
adivinatoria o de arte de magia, sino que se basa en principios cientĂficos. A
mĂ me exigĂan muchos conocimientos astrolĂłgicos porque son necesarios para la
medicina. Es mejor aplicar a cada persona el tratamiento que requiere su tipo
astrolĂłgico en vez de creer que porque un tratamiento ha dado resultado con una
persona puede curar tambiĂ©n a otra. De las paredes pendĂan grandes cartas
astrolĂłgicas y otras donde aparecĂan pintadas las diferentes clases de hierbas
medicinales. Estos cuadros eran cambiados todas las semanas.
Se nos exigĂa que conociĂ©semos todas las plantas por su
aspecto.
Más adelante nos llevaron en excursiones para coger y
preparar estas hierbas, pero no nos permitĂan realizar este trabajo práctico
hasta que no conocĂamos a primera vista todas las variedades de plantas. Estas
exp ediciones en busca de hierbas, que solĂan realizarse en el otoño, las
acogĂamos con gran regocijo, ya que representaban un descanso en la rutina de
la vida monástica.
A veces nos pasábamos tres meses seguidos en las
montañas, junto a las nieves eternas y a una altitud de más de seis mil metros,
donde las grandes capas de hielo eran interrump idas por inesperados valles
verdes gracias a los manantiales de agua caliente. Esta es una experiencia que
seguramente no puede disfrutarse en ninguna otra parte del mundo. En una
distancia de cincuenta metros se puede pasar de una temperatura de cuarenta
grados Fahrenheit bajo cero a otra de 100 grados Fahrenheit sobre cero.
Esta zona sĂłlo la habĂan explorado algunos de nuestros
monjes.
Nuestra instrucciĂłn religiosa era intensiva. Todas las
mañanas tenĂamos que recitar las Leyes y los Pasos del Camino de Enmedio. He
aquĂ las Leyes:
1. Tener fe en los dirigentes de la lamaserĂa y
en los de nuestro paĂs.
2. Cumplir con los deberes religiosos y
estudiar todo lo humanamente posible.
3. Honrar a nuestros padres.
4. Respetar a los virtuosos.
5. Honrar a los mayores y a los de elevada
condiciĂłn social.
6. Hacer todo lo que se pueda en beneficio de
la Patria.
7. Ser honrado y verĂdico en todo.
8. Preocuparse por los amigos y parientes.
9. Hacer el mejor uso del alimento y de la
riqueza.
10. Seguir el ejemplo de los que son buenos.
11. Ser agradecido y corresponder a la
amabilidad de los otros.
12. Dar en todas las cosas la medida justa.
13. No ser celoso ni envidioso.
14. No escandalizar.
15. Ser moderado en palabras y actos y no dañar
a otros.
16. Soportar el sufrimiento y la desgracia con
paciencia y humildad.
Se nos decĂa constantemente que si todos obedecieran
estas Leyes no habrĂa luchas ni desarmonĂa en el mundo. Nuestro monasterio se
distinguĂa por su austeridad y por el rigor con que se preparaba a los
acĂłlitos. Los monjes trasladados de otras lamaserĂas se cansaban al poco tiempo
de tanta severidad y se marchahan en busca de un monasterio menos rĂgido. A
éstos los considerábamos como unos fracasados, mientras que nosotros
constituĂamos la Ă©lite. En muchas otras lamaserĂas no habĂa servicios
religiosos nocturnos: los monjes se acostaban al anochecer y se levantaban al
alba durmiendo tranquilamente todo ese tiempo. Esa vida nos parecĂa de una
comodidad casi afeminada, y aunque a veces protestábamos entre dientes por la
dureza de nuestra vida, más habrĂamos protestado si nos hubieran cambiado el
plan de vida. El primer año, sobre todo, fue durĂsimo. Luego llegĂł el momento
de eliminar a los fracasados. Para resistir las excursiones a las montañas
heladas en busca de hierbas habĂa que ser de una extraordinaria fortaleza
fĂsica. Es natural que nuestros dirigentes decidieran prescindir de los dĂ©biles
para que no desanimaran a los demás. Durante el primer año no tuvimos ni un
momento de asueto: nada de juegos ni distracciones propias de chicos. El tiempo
que estábamos despiertos lo ocupaban por completo el estudio y toda clase de
trabajos.
Una de las cosas que hoy he de agradecer más es cómo me
enseñaron a aprenderme las cosas de memoria. La mayorĂa de los tibetanos tienen
buena memoria, pero los que nos preparábamos para monjes-mĂ©dicos tenĂamos que
saber los nombres y la descripciĂłn exacta de un gran nĂşmero de hierbas, asĂ
como conocer todas las combinaciones que podĂan hacerse con ellas y la manera
de usarlas. TambiĂ©n tenĂamos que saber mucho de astrologĂa y poder recitar de
memoria todos los textos sagrados. En el TĂbet se ha desarrollado a travĂ©s de
los siglos un curioso método mnemotécnico.
Imaginábamos que nos hallábamos en una habitación en cuyas
paredes se alieneaban miles y miles de cajones. En cada cajĂłn habĂa una
etiqueta claramente escrita y las palabras de cada etiqueta podĂan leerse con
toda facilidad desde el lugar donde estábamos. TenĂamo s que clasificar todo lo
que nos iba diciendo el profesor, y nos habĂan enseñado a imaginar que abrĂamos
el cajĂłn apropiado y archivábamos en Ă©l el dato que acabábamos de oĂr. Lo
importante era que visualizásemos con toda claridad tanto el dato como la exa
cta localizaciĂłn del cajĂłn. No se necesita demasiado entrenamiento para entrar
—imaginativamente— en esa habitaciĂłn, abrir el cajĂłn correspondiente, sacar el
dato requerido, asà como todos los demás que con él se relacionen.
Nuestros profesores daban una gran importancia a la
mnemotecnia.
Inesperadamente nos hacĂan preguntas sĂłlo para probarnos
la memoria.
Eran preguntas desconcertantes, sin la menor relaciĂłn una
con otra, para que no pudiĂ©semos seguir una pista. Muchas veces nos pedĂan que
les recitásemos pasajes de los Libros Sagrados y nos interrumpĂan bruscamente
para preguntarnos algo sobre determinada hierba. Olvidarse de algo implicaba un
severo castigo. Entre nosotros, el olvido era la más imperdonable de las faltas
y se castigaba con tremendas palizas. No se nos daba mucho tiempo para
contestar. Por ejemplo, el profesor decĂa sĂşbitamente: «Muchacho, vas a decirme
ahora mismo la quinta lĂnea de la página octava del sĂ©ptimo volumen del Kan
Kan-gyur. Abre el cajĂłn ahora mismo; ¿quĂ© lees?» No responder a los diez
segundos era igual que si no se hubiese recordado.
A los diez segundos la paliza era segura y más valĂa no
intentar evitarla porque si, por ejemplo, se daba la respuesta a los quince
segundos y se cometĂa algĂşn error, entonces los palos eran más abundantes y
fuertes.
Sin embargo, debo reconocer que este sistema mnemotécnico
es formidable.
TĂ©ngase en cuenta que no podĂamos llevar libros de
consulta de un lado para otro. Nuestros libros suelen ser de un metro de
longitud y cerca de medio metro de altura con sus enormes hojas de papel muy
grueso sueltas y sujetas por dos pesadĂsimas tapas de madera labrada. Más
adelante habrĂa yo de alegrarme de haber adquirido ese dominio de la memoria.
Durante los primeros doce meses no nos permitieron salir
del monasterio.
A los que salieron les cerraron la puerta para siempre.
Ésta era una de las normas de Chakpori, porque la disciplina era tan rĂgida que
se temĂa que la menor interrupciĂłn le quitase al acĂłlito las ganas de regresar.
Confieso que si yo hubiera tenido algĂşn sitio adonde ir no habrĂa resistido a
la tentación de escaparme al principio. Pero después del primer año estábamos
ya acostumbrados a la implacable disciplina.
El trabajo constante y la prohibiciĂłn de todo juego servĂa
más que nada para seleccionar a los acĂłlitos. Los dĂ©biles no podĂan resistirlo.
Pero los demás, al cabo de unos cuantos meses, habĂamos olvidado ya que
existĂan juegos en el mundo. Desde luego, practicábamos ciertos deportes, pero
era sólo como un trabajo más y para que nos sirvieran de algo útil más
adelante.
Por ejemplo, andábamos en zancos, deporte que yo habĂa
practicado cuando vivĂa en mi casa. Empezamos empleando zancos que nos elevaban
por encima de la altura de nuestra cabeza y nos los iban aumentando a medida
que adquirĂamos mayor soltura. Sobre ellos andábamos por los patios, mirando
por las ventanas y alborotando mucho. No utilizábamos ningún palo equilibrador
y cuando querĂamos estarnos en un mismo sitio nos balanceábamos rĂtmicamente
para conservar el equilibrio. Casi nunca nos caĂa mos. Luchábamos en grupos,
sobre los zancos, en equipos de diez que se alineaban separados por unos
treinta metros. Al darse una señal, cada uno de los equipos se lanzaba contra
el otro, prorrumpiendo en gritos salvajes para asustar a los demonios del cielo
e impedir que intervinieran en la lucha.
Como he dicho, yo estaba entre chicos mucho mayores y
fuertes que yo, lo cual me daba una ventaja en la lucha con zancos. Los demás
se movĂan pesadamente, mientras que yo, con mi menor estatura y con zancos más
bajos, me colocaba por entre ellos y tiraba de un zanco, empujaba de otro y asĂ
iba tumbando varios enemigos.
TambiĂ©n usábamos los zancos para cruzar los rĂos. Recuerdo
una vez que quise cruzar una corriente con unos zancos de dos metros. Era un
rĂo profundo ya desde la orilla. Me sentĂ© en el borde y metĂ en el agua las
piernas con los zancos puestos. El agua me llegaba hasta las rodillas y en
cuanto di unos pasos me llegĂł a la cintura. Entonces oĂ unos pasos que corrĂan.
Un hombre se detuvo en la orilla, me mirĂł y, seguramente,
al ver que el agua sĂłlo me llegaba a la cintura, pensĂł: “No hay profundidad, ya
que este niño puede vadearlo tan fácilmente.” Y se metiĂł en el agua con
decisiĂłn.
Al instante el hombre desapareciĂł por completo. El
desgraciado consiguiĂł salir a la superficie y agarrarse a la orilla. Estaba
furioso y proferĂa contra mĂ unas amenazas tan terribles que se me helaba la
sangre. Llegué hasta la otra orilla y nunca he corrido con tanta rapidez en
zancos.
Uno de los peligros de usar zancos se debĂa al viento
que siempre sopla en el TĂbet. A veces con la excitaciĂłn de la lucha nos
olvidábamos del viento y de la necesidad de protegerse detrás de algún muro. De
pronto una ráfaga nos levantaba los hábitos y cegándonos con ellos, nos hacĂa
caer a todos en un revoltijo de brazos, piernas y zancos. Pero muy rara vez se
lastimaba alguien. Nuestra práctica del judo nos habĂa enseñado a caer sin
causarnos daño. Desde luego, salĂamos con arañazos y despellejaduras, pero
aquello era una insignificancia para nosotros. Claro está que siempre habĂa
alguno de esos que son capaces de tropezar con su sombra y se partĂa un brazo o
una pierna.
Recuerdo a un chico que daba unos fantásticos saltos
mortales con los zancos puestos. Yo también aprendà a saltar con zancos, pero
la primera vez que lo intentĂ© me di una caĂda fenomenal. Aquel muchacho se
apoyaba en el extremo de los palos, sacaba los pies de los soportes, daba una
vuelta completa de campana y volvĂa a poner los pies en los salientes sin que
le cayeran los zancos. Lo hacĂa una y otra vez y nunca fallaba, y para ello no
se detenĂa ni interrumpĂa el ritmo de su marcha. Lo hacĂa, de un modo
inverosĂmil, conforme iba andando. Yo la primera vez que lo intentĂ©, rompĂ los
soportes de los pies, pero es que estaban mal clavados. Cuando iba a cumplir mi
octavo aniversario, me llamĂł el lama Mingyar Dondup y me dijo que los astrĂłlogos
habĂan predicho que el dĂa siguiente de mi cumpleaños serĂa el más indicado
para “abrirme el Tercer Ojo”. Esta noticia no me atemorizĂł porque sabĂa que mi
amigo estarĂa junto a mĂ y confiaba en Ă©l plenamente. Como tantas veces me
habĂa dicho, cuando tuviese abierto el Tercer Ojo podrĂa ver a la gente tal
como de verdad es. Para nosotros el cuerpo no era más que una cáscara o
caparazón animado por la auténtica personalidad de cada cual, el Superser, que
toma las riendas cuando uno se duerme o se muere. Creemos que el hombre está
colocado en su deleznable cuerpo fĂsico sĂłlo para que aprenda y progrese.
Durante el sueño regresa el hombre a otro plano de
existencia. El espĂritu se aparta del cuerpo fĂsico y sale flotando en cuanto
llega el sueño. El espĂritu mantiene su contacto con el cuerpo fisico por medio
de un «cordĂłn de plata» que no se rompe hasta el momento de la muerte. Y
nuestros ensueños, mientras estamos dormidos, son vivencias que se realizan en
el plano espiritual del sueño. Cuando el espĂritu regresa al cuerpo, el choque
del despertar desquicia la memoria onĂrica a no ser que estĂ© entrenado
especialmente.
Por eso a la gente le parece disparatado el mundo de los
ensueños.
Pero me referiré a esto con mayor extensión cuando relate mi
propia experiencia en este campo.
El aura que rodea el cuerpo y que cualquier persona,
bajo las adecuadas condiciones, puede aprender a ver, no es más que un reflejo
de la Fuerza Vital que arde en Ă©l. Creemos que esta energĂa es elĂ©ctrica lo
mismo que el rayo. En Occidente los hombres de ciencia pueden ya medir y
registrar las ondas eléctricas cerebrales. Lo cual deben recordar quienes se
burlan de estas cosas y tampoco debe olvidarse la corona solar. Las llamas del
disco solar salen de Ă©l y cubren una distancia de millones de kilĂłmetros.
Corrientemente no vemos esta corona, pero cuando hay un eclipse total es muy
fácil de verla. En verdad no importa que la gente lo crea o no. La incredulidad
no extinguirá la corona solar. Allà sigue. Y lo mismo sucede con el aura humana.
En cuanto se abriese mi Tercer Ojo, podrĂa yo ver esta aura entre otras cosas.
CAPÍTULO SÉPTIMO.
LA APERTURA DEL TERCER OJO.
LlegĂł mi cumpleaños y me dejaron todo el dĂa libre, sin
clases ni deberes religiosos. Por la mañana temprano me dijo el lama Mingyar
Dondup:
«DiviĂ©rtete hoy cuanto quieras, Lobsang. Al oscurecer
vendremos a verte.» Lo pasĂ© muy bien tendido al sol, sin ocuparme ni
preocuparme por nada. Allá lejos lucĂan los tejados del Potala. Detrás de mĂ
las aguas azules del Norbu Linga, o Parque de la Joya, me hacĂan desear una
lancha para bogar por ellas. Al Sur un grupo de mercaderes cruzaba el Kyi Chu
en el transbordador. ¡Con quĂ© rapidez pasĂł el dĂa!
Al oscurecer fui a la pequeña habitaciĂłn donde me habĂan
citado. Poco después oà el murmullo de las suaves botas de fieltro sobre el
suelo de piedra y entraron en mi habitación tres lamas del más alto grado. Me
pusieron en la cabeza una compresa de hierbas que sujetaron fuertemente con una
venda. AllĂ me dejaron y ya anochecido volvieron los tres. Uno de ellos era el
lama Mingyar Dondup. Me quitaron cuidadosamente la venda y la compresa y me
limp iaron y secaron la frente. Un lama forzudo se sentó detrás de mà y me
apretĂł la cabeza entre sus rodillas. El segundo lama abriĂł la caja y sacĂł un
instrumento de reluciente acero, una especie de lezna, pero hueca y con la
punta en forma de diminuta sierra. El lama se quedĂł unos minutos mirando el
instrumento y luego lo pasó por la llama de una lámp ara para esterilizarlo. El
lama Mingyar me cogiĂł las manos y me dijo:
—Esto es muy doloroso, Lobsang, pero sĂłlo puede hacerse
hallándose en tu pleno conocimiento. No durará mucho; de modo que procura
estarte lo más quieto que puedas.
Siguieron sacando y preparando instrumentos y una
colecciĂłn de lociones de hierbas. PensĂ©: «En fin, Lobsang, de todos modos
acabarán contigo antes o después. Nada puedes hacer... Como no sea estarte
quieto.» El lama que tenĂa en la mano el instrumento de acero mirĂł a sus
compañeros y dijo: — Empecemos ya, pues el sol acaba de ocultarse.
AplicĂł el instrumento al centro de mi frente y empezĂł a
hacer girar el mando. Al principio tuve la sensaciĂłn de que me estaban
pinchando con espinas. Luego me pareciĂł que el tiempo se habĂa detenido. A
medida que los pinchos penetraban en la piel y en la carne, no sentĂa dolor
alguno. Sólo me sobresalté cuando el acero tropezó con el hueso. El lama siguió
apretando y moviĂł el instrumento levemente para que los dientecillos de acero
royeran el hueso frontal. No sentĂa ningĂşn dolor agudo, sino algo semejante al
dolor de cabeza corriente. No hice movimiento alguno. Estando delante de
Mingyar Dondup habrĂa preferido morir a moverme o lanzar un gemido.
Aquel hombre tenĂa fe en mĂ, y yo en Ă©l. Estaba convencido
de que cuanto hacĂa o decĂa era acertado. Me miraba fijamente con las facciones
contraĂdas.
De pronto hubo un ruidito y el instrumento penetrĂł en el
hueso. Inmediatamente detuvo el lama su movimiento y sostuvo con firmeza el instrumento,
mientras el lama Mingyar Dondup le pasaba una pequeñĂsima astilla de madera,
muy limpia, que habĂa sido tratada con hierbas y fuego para hacerla tan dura
como el acero. Esta cuña, metida en el interior del instrumento fue penetrando
por el agujero que me habĂan abierto en la cabeza. El lama-cirujano se apartĂł
un poco para que el lama Mingyar Dondup pudiera ponerse tambiĂ©n frente a mĂ.
Entonces, a una señal de este último, el cirujano fue empujando aún más la cuña
con infinitas precauciones. De pronto sentà una extraña sensación como si me
hicieran cosquillas en el puente de la nariz; después me pareció oler sutiles
aromas que no podĂa identificar.
También pasó esta impresión y luego me pareció que me
estaban empujando o que yo empujaba contra un velo elástico. De pronto se
produjo un fogonazo cegador y en aquel mismo instante el lama Mingyar Dondup
dijo:
—¡Alto!
Durante un momento sentĂ un dolor muy intenso que fue
disminuyendo y desapareciĂł por completo. En el momento máximo de dolor habĂa
visto como una llamarada blanca que luego fue sustituida por espirales de color
y glĂłbulos de humo incandescente. Me quitaron con todo cuidado el instrumento
de metal, pero me dejaron dentro el trocito de madera que no me quitarĂan hasta
pasadas dos o tres semanas y hasta entonces tendrĂa que permanecer en aquella
habitaciĂłn en una oscuridad casi absoluta. Nadie podrĂa verme, excepto los tres
lamas, que seguirĂan dándome instrucciones cada dĂa. Hasta que me extrajesen la
cuña apenas comerĂa ni beberĂa. DespuĂ©s de vendarme la cabeza para que no se
moviese la cuña, se volvió hacia mà el lama Mingyar Dondup y me dijo:
—Ya eres uno de nosotros, Lobsang. Durante toda tu vida
verás a las personas como son y no como pretenden ellas ser.
Fue para mà una extraña experiencia ver a aquellos hombres
como envueltos en una llama dorada. Hasta más adelante no supe que sus auras
eran doradas a causa de la vida tan pura que llevaban y que las de la mayorĂa
de la gente tenĂan un aspecto muy diferente.
A medida que este nuevo sentido se me fue desarrollando,
gracias al entrenamiento intensivo a que me sometieron los tres lamas, fui
observando que hay otras emanaciones que se extienden más allá del aura más
Ăntima.
Con el tiempo pude adivinar el estado de salud de una
persona por el color e intensidad de su aura. TambiĂ©n pude saber cuándo decĂan
verdad o mentira, segĂşn fluctuaran las auras. Pero no sĂłlo el cuerpo humano era
el objeto de mi clarividencia. Me dieron un cristal que aĂşn poseo y en cuyo uso
he adquirido una gran práctica. Nada hay de magia en las tan conocidas bolas de
cristal. SĂłlo son instrumentos como un microscopio o un telescopio que, gracias
a las leyes naturales, nos permiten ver los objetos normalmente invisibles. Ese
cristal sĂłlo sirve de foco para el Tercer Ojo y con Ă©l se puede penetrar en el
inconsciente de una persona o registrar el recuerdo de ciertos hechos. El
cristal debe adaptarse al individuo que lo usa. Algunas personas trabajan mejor
con un cristal de roca y otros prefieren la bola.
También los hay que usan un recipiente de agua pura o un
disco negro. Lo de menos es el instrumento, ya que los principios que actĂşan
son los mismos.
Durante la primera semana permaneciĂł mi habitaciĂłn en una
oscuridad casi completa. A la semana siguiente dejaron entrar un poco de luz y
la fueron aumentando cada dĂa un poco más. El decimosĂ©ptimo dĂa estaba la
habitaciĂłn completamente iluminada y vinieron los tres lamas para quitarme la
cuña de madera. Fue mu y sencillo. La noche antes me habĂan untado la frente
con una loción de hierbas. Por la mañana se presentaron los tres lamas y, como
el primer dĂa, uno de ellos me sujetĂł la cabeza entre las rodillas.
El cirujano agarrĂł con unas fuertes pinzas el extremo
saliente de la astilla y me la arrancĂł de un solo tirĂłn. El lama Mingyar Dondup
me rellenĂł el pequeño agujero que habĂa quedado con una pasta de hierbas y me
enseñó el trocito de madera. Se habĂa vuelto tan negra como el Ă©bano mientras
estuvo en mi cabeza. El lamacirujano colocĂł el pedacito de madera sobre un
pequeño brasero junto con incienso de varias clases. Mi iniciación se
completaba con aquel humo combinado que subĂa hacia el techo. Aquella noche
sentĂa como un torbellino dentro de mi cabeza. ¿CĂłmo verĂa a Tzu con mi nueva
facultad? ¿CĂłmo se me aparecerĂan mi padre y mi madre?
Pero estas preguntas no podĂan tener aĂşn respuesta.
Por la mañana volvieron los lamas y me examinaron
cuidadosamente.
Dijeron que podrĂa hacer ya la vida normal, pero que
pasarĂa la mitad del tiempo con el lama Mingyar Dondup, que me enseñarĂa
siguiendo un mĂ©todo intensivo. En las demás horas asistirĂa a las clases y
cumplirĂa con los deberes religiosos, no ya con una finalidad educativa, sino
para que la vida en comĂşn me equilibrase. Algo más adelante me enseñarĂan
también por métodos hipnóticos. Por lo pronto, lo que más me interesaba era
comer.
Durante los Ăşltimos dieciocho dĂas me tuvieron racionado y
ahora debĂa recuperarme.
Cuando salĂa de la habitaciĂłn sĂłlo pensaba encontrar
algo de comida. Se me acercĂł una figura envuelta en un humillo azul con brochazos
de rojo vivo. Di un grito de espanto y volvà a la habitación. Los demás se
admiraban de mi expresiĂłn de terror.
—¡En el corredor hay un hombre envuelto en fuego! —exclamĂ©. Y
el lama Mingyar Dondup se apresurĂł a asomarse y volviĂł enseguida sonriente.
—Lobsang, no te asustes. El aura de ese hombre es de un
azul humeante porque su personalidad no está aún desarrollada y los ramalazos
de color rojo son los impulsos de irritaciĂłn que no puede contener. De modo que
puedes salir con toda tranquilidad en busca de esa comida que estás deseando.
Me encantĂł hallarme de nuevo entre los chicos amigos.
CreĂa conocerlos perfectamente, pero ahora veĂa que no los conocĂa en absoluto.
Me bastaba mirarlos para captar enseguida sus verdaderos pensamientos: la
simpatĂa que algunos sentĂan por mĂ, la envidia de otros, y la indiferencia de
unos cuantos. No se trataba de saberlo todo con sĂłlo ver unos colores; tenĂan
que enseñarme a comprender lo que significaban esos colores. Mi GuĂa y yo nos
sentábamos en una habitaciĂłn oculta desde donde podĂamos ver a los que entraban
por las puertas principales. Por ejemplo, me decĂa el lama: « esas lĂneas de
color que vibran sobre el corazĂłn del que entra ahora, Ese tono y esa vibraciĂłn
indican que padece una enfermedad del pulmĂłn.
» O bien cuando se acercaba un mercader: «FĂjate en Ă©se.
¿Ves las franjas que se mueven en torno suyo con unos puntitos que aparecen y
desaparecen intermitentemente? Cree que podrá engañar a los monjes tontos. Está
pensando que ya lo ha hecho en otra ocasiĂłn. ¡A quĂ© mezquindades desciende el
hombre por dinero!» Y cuando vimos venir a un monje anciano, me dijo el lama:
«Observa a Ă©se con toda atenciĂłn, Lobsang. Es un santo varĂłn, pero cree en la
exactitud literal de nuestras Escrituras; ¿no ves que tiene descolorido el
amarillo de su nimbo? Eso indica que todavĂa no está lo suficientemente
desarrollado espiritualmente para razonar por sĂ mis mo.» Y asĂ me ejercitaba
dĂa tras dĂa. Sobre todo practicaba el poder del Tercer Ojo con los enfermos,
tanto los del cuerpo como los del alma. Una tarde me dijo el lama: «Tendremos
que enseñarte también a cerrar el Tercer Ojo cuando quieras, pues se te hará
insoportable estar contemplando a todas horas las debilidades humanas. Pero por
ahora, para ejercitarte, has de tenerlo abierto todo el tiempo como los ojos de
tu cara.» Hace muchĂsimos años, segĂşn nuestras leyendas, todos los hombres y
mujeres podĂan usar el Tercer Ojo. En aquellos tiempos los dioses andaban por
la tierra y se mezclaban con los hombres. La Humanidad tuvo visiones en que se
veĂa sustituyendo a los dioses e intentando matarlos, pero el Hombre olvidaba
que si Ă©l podĂa ver más allá de lo terrenal, los dioses te nĂan ese sentido
mucho más desarrollado que él. Y los dioses, para castigar al Hombre, le
cerraron el Tercer Ojo. Sin embargo, a través de los siglos, ha habido siempre
unos pocos individuos dotados de esa clarividencia.
Aquellos que la tienen de un modo natural e innato, pueden
aumentar su poder mil veces mediante un tratamiento adecuado, como habĂa
sucedido conmigo.
El Abad me mandĂł llamar un dĂa y me dijo: “Hijo mĂo,
disfrutas ya de ese poder que le está negado a la mayorĂa. Usalo siempre para
el bien y nunca con una finalidad egoĂsta. Cuando viajes por otros paĂses
encontrarás a mucha gente que querrá hacerte actuar como un mago de feria. Te
dirán:
“Adivina esto, prueba lo otro.” Pero yo te digo, hijo
mĂo, que nunca has de caer en la tentaciĂłn de lucir tu habilidad ante ellos.
Ese talento se te ha dado para ayudar a los demás, no para enriquecerte. Todo
aquello que veas por tu clarividencia..., ¡y verás muchas cosas!..., no lo
reveles si ha de dañar a otros y perjudicar su camino en esta vida. Por que el
hombre, hijo mĂo, ha de elegir su propia senda y le digas lo que le digas la
seguirá. Debes ayudarlo en la enfermedad y el sufrimiento, pero nunca le revelarás
lo que pueda alterar su elecciĂłn de camino.» El Abad, hombre muy sabio, era el
mĂ©dico que atendĂa al Dalai Lama.
Antes de terminar nuestra entrevista me dijo que
dentro de unos cuantos dĂas me mandarĂa a buscar el Dalai Lama, que deseaba
conocerme. Me invitarĂa a pasar unas semanas en el palacio del Potala
acompañado por el lama Mingyar Dondup.
CAPĂŤTULO OCTAVO.
EL POTALA.
Un lunes por la mañana me dijo el lama Mingyar Dondup que
habĂa fijado la fecha de mi visita al Dalai Lama.
SerĂa al final de aquella semana.
—Tenemos que ensayar, Lobsang, hemos de perfeccionarnos
hasta el mayor extremo para acercarnos a El. En un pequeño templo en desuso,
cerca de nuestra escuela, habĂa una estatua del Dalai Lama de tamaño natural.
Mi GuĂa y yo fuimos allĂ e hicimos como si estuviĂ©ramos en el Potala recibidos
por el Dalai Lama. —FĂjate en cĂłmo lo hago yo, Lobsang. Has de entrar en la
habitaciĂłn con los ojos bajos, asĂ. Andas hasta este sitio a menos de metro y
medio de donde está el Dalai Lama. Sacas tu lengua para saludar, y te
arrodillas. Ahora fĂjate bien: pones los brazos asĂ y te inclinas hacia
adelante. Volverás a quedar en la misma posición, con la cabeza inclinada,
colocarás el pañuelo de seda rodeándole los pies, asĂ. Volverás a quedar en la
misma posición, con la cabeza inclinada, para que El pueda ponerte un pañuelo
al cuello.
Cuenta hasta diez para que no te apresures indebidamente y
luego te levantas y andas hacia atrás hasta el primer almohadón libre.
Mientras el lama hacĂa todo esto con la facilidad que le
daba su práctica, yo le iba imitando. Prosiguió:
—Otra advertencia: antes de que empieces a andar hacia
atrás, lanza una rápida mirada que te permita localizar el almohadón
desocupado. Es necesario que no tropieces con el almohadĂłn, como serĂa muy fácil
con la excitaciĂłn de esos momentos. Ahora hazlo todo tĂş solo para que yo lo
vea.
Salà del templo y el la ma dio unas palmadas como señal de
que ya podĂa entrar. Lo hice con excesiva rapidez y el lama me detuvo con un
grito:
— ¡Lobsang! ¿Acaso crees que esto es una carrera? Ahora
hazlo más despacio y da un ritmo a tus pasos diciéndote en tu interior:
Om-ma-ni pad-me-Hum. Y andarás como un joven y digno sacerdote y no como un
caballo de carreras en la llanura del Tsang Po.
Lo ensayé otra vez avanzando hacia la estatua con toda
calma. Me arrodillé y saqué la lengua para hacer el saludo tibetano. Creo que
mis tres reverencias resultaron perfectas; estaba orgulloso de ellas. Pero ¡quĂ©
desgracia, habĂa olvidado el pañuelo! AsĂ que hube de salir de nuevo y emp ezar
otra vez. Esta vez todo quedó como era debido y coloqué el pañuelo de ceremonia
en torno a los pies de la estatua. Retrocedà unos pasos y logré sentarme a la
manera del loto, sin tropezar.
—Muy bien —dijo el lama—. Ahora viene la segunda parte.
Tendrás que ocultar tu taza de madera en tu manga izquierda. Te servirán té
cuando estés sentado. Entonces sacarás la taza de té y la colocarás en
equilibrio sobre la manga, en el antebrazo. Si tienes cuidado no se caerá.
Ensayemos esto de la taza sin olvidar el pañuelo.
Todas las mañanas de aquella semana estuvimos ensayando
para que pudiera hacer los movimientos automáticamente. Al principio la taza
salĂa rodando por el suelo en cuanto me inclinaba, pero no tardĂ© en dominar
este ejercicio. El viernes tuve que presentarme al Abad y demostrarle que
estaba ya preparado. El Abad dijo que mi habilidad era un buen tributo a las
enseñanzas de nuestro hermano Mingyar Dondup. A la mañana siguiente, la del
sábado, descendimos de nuestro monte y nos dirigimos hacia el Potala. Nuestra
lamaserĂa formaba parte de la organizaciĂłn del Potala aunque se hallaba en un
monte separado. A nuestro monasterio se le conocĂa con el nombre de Templo de
la Medicina o Escuela Médica. Nuestro Abad era el único médico del Dalai Lama,
cargo de enorme responsabilidad, pues no sĂłlo tenĂa que curar cualquier
enfermedad, sino hacer que su paciente estuviese siempre bien. Cualesquiera
dolores o trastornos, por leves que fueran, se atribuĂan a la culpa del mĂ©dico.
Y sin embargo, el Abad no podĂa ir a examinar al Da lai Lama cuando lo creyera
conveniente, sino que debĂa esperar a que lo llamaran, precis amente cuando su
paciente estaba enfermo. Pero aquel sábado no pensaba yo en las dificultades
del mĂ©dico: me bastaba con las mĂas. Nos abrimos paso por entre la multitud de
peregrinos.
Esta gente llegaba de todas las partes del TĂbet para ver
la mansiĂłn del Más Profundo, como llamamos al Dalai Lama. Si conseguĂan
atisbarlo por un instante, regresaban a sus hogares más contentos que si
hubieran recibido el mejor de los regalos y se consideraban de sobra
recompensados por las penalidades de su larguĂsimo y duro viaje. Algunos
peregrinos viajaban a pie durante meses enteros para poder hacer esta visita al
lugar donde res idĂa el Más Profundo. Eran labradores, nobles de lejanas
provincias, pastores, mercaderes, enfermos que esperaban curarse en Lhasa...
Esta multitud atestaba la carretera y formaba un circuito de casi diez
kilĂłmetros rodeando los pies del Potala. Unos iban gateando o avanzando de
rodillas; otros se ten dĂan en el suelo, se levantaban, volvĂan a tenderse y
asĂ avanzaban penosamente.
Los enfermos e inválidos se valĂan de la ayuda de
familiares y amigos o andaban con muletas. Por doquier habĂa mercaderes. Unos
vendĂan tĂ© caliente con manteca junto al brasero oscilante siempre encendido.
Otros vendĂan alimentos de varias clases. Estaban a la venta amuletos y
hechizos “bendecidos por una Sagrada EncarnaciĂłn”. Unos ancianos vendĂan
horĂłscopos ya impresos. Más allá, un grupo de gente alegre ofrecĂa molinillos
de plegarias como recuerdo del Potala. TambiĂ©n habĂa memorialistas o escribas
que escribĂan una nota certificando que la persona que les pagaba habĂa
visitado Lasha y todos los Lugares Sagrados. Naturalmente, no nos entrevistamos
con aquella gente. Nuestro objetivo era el Palacio del Potala.
La residencia privada del Dalai Lama se halla en lo más
alto del enorme edificio, pues nadie puede vivir en un lugar más elevado que
Él.
Una inmensa escalera de piedra sube hasta aquel sitio
dando la vuelta a los edificios. Es como una rampa o calle de escaleras. Muchos
de los altos funcionarios suben a caballo. Mientras subĂamos, nos adelantaron
algunos jinetes.
Cuando llegamos a un cierto punto, ya muy arriba, se
detuvo el lama Mingyar Dondup y señalando hacia abajo me dijo:
—AllĂ está tu antiguo hogar, Lobsang. Los criados trabajan
muy activamente en el patio.
Miré en aquella dirección y es preferible que silencie lo
que sentĂ.
Mamá se afanaba como siempre en las tareas caseras.
También estaba allà Tzu. Decididamente, debo reservarme lo que pensé en aquella
ocasiĂłn.
El Potala es como una ciudad que se basta a sĂ misma y
edificada sobre un pequeño monte. Allà se realizan todos los asuntos
eclesiásticos y seglares del TĂbet. Este edificio, o grupo de edificios, es el
vivo corazĂłn del paĂs, el foco de todas las esperanzas y de todos los
pensamientos. Dentro de estos muros hay inmensos tesoros, bloques de oro, sacos
y más sacos de piedras preciosas y obras de arte de las épocas más antiguas.
Los edificios actuales sólo cuentan unos trescientos cincuenta años, pero
fueron construidos sobre los cimientos de un antiguo palacio. Por entonces
habĂa una fortaleza en la cumbre de la montaña. A gran profundidad de esta
pequeña montaña, que es de origen volcánico, hay una enorme cueva de la que
salen varios pasadizos y al final de uno de ellos se llega a un lago. SĂłlo unos
cuantos, personas muy privilegiadas, han podido entrar allĂ o conocen su
existencia.
En la soleada mañana, subimos por los interminables
escalones. Por todas partes sonaban las carracas de las oraciones, la Ăşnica
forma de rueda que existe en el TĂbet, pues una antigua predicciĂłn ha
vaticinado que cuando las ruedas entraran en el TĂbet se acabarĂa nuestra paz.
Por fin llegamos a lo más alto, donde unos guardias gigantescos abrieron la
puerta de oro cuando vieron al lama Mingyar Dondup, a quien conocĂan de sobra.
Subimos aún más hasta llegar al mismo tejado plano o terraza, donde estaban las
tumbas de las pasadas Encarnaciones del Dalai Lama y su residencia privada. Una
gran cortina de lana de yak, de color castaño, cubrĂa la entrada.
La apartaron al acercarnos nosotros y entramos en un
espacioso vestĂbulo guardado por dragones de porcelana verde. Colgaban de la
pared muchos y ricos tapices, donde se hallaban representadas escenas
religiosas y antiguas leyendas. En unas mesas bajas habĂa objetos que harĂan la
delicia de cualquier coleccionista: estatuillas de varios dioses o diosas de
nuestra mitologĂa y valiosĂsimos adornos de todas clases. Junto a otra puerta,
también cubierta por una cortina, se encontraba en un estante el Libro de los
Nobles y sentĂ el deseo de abrirlo y ver allĂ el nombre de mi familia para
tranquilizarme, pues aquel dĂa y en aquel lugar me sentĂa muy pequeño e
insignificante. A los ocho años no tenĂa ya ilusiones y me preguntaba por quĂ©
el Más Alto del paĂs querĂa verme. SabĂa muy bien que aquella vis ita, a
peticiĂłn suya, era insĂłlita y pensaba que de ello sĂłlo podĂan resultar para mĂ
más trabajos y penalidades.
Un monje vestido con una tĂşnica color rojo-cereza y con
una estola de oro, se detuvo a hablar con el lama Mingyar Dondup. A Ă©ste
parecĂan conocerlo todos allĂ y en todas partes a donde fui con Ă©l. EscuchĂ©
estas palabras:
«Su Santidad está muy interesada y desea hablar con Ă©l a
solas.» Mi GuĂa se volviĂł hacia mĂ y dijo:
—Tienes ya que entrar, Lobsang. Te enseñarĂ© el camino y luego
entrarás tú solo, figurándote que estás ensayando como lo hicimos toda esta
semana.
Me echĂł un brazo por los hombros y me llevĂł hasta otra puerta
mu rmurando:
—No debes asustarte. Todo saldrá bien. Entra.
Me dio un empujoncito muy suave y se quedĂł a la expectativa.
Pasé por aquella puerta y allá, al fondo de una larga estancia, se encontraba
el Más Profundo, el decimotercero Dalai Lama.
Estaba sentado en un almohadón de seda de color azafrán.
VestĂa como un lama corriente, pero llevaba en la cabeza un alto sombrero
amarillo, con unas orejeras que le llegaban hasta los hombros. Acababa de dejar
un libro que estaba leyendo. Inclinando la cabeza, avancé con calma hasta que
me situé a metro y medio de los pies del Santo de los Santos y luego me
arrodillĂ© e hice tres reverencias. El lama Mingyar Dondup me habĂa entregado el
pañuelo de seda al entrar y ahora lo coloqué sobre los pies del más Profundo.
Se inclinó hacia mà y me puso su pañuelo sobre las muñecas en vez de ponerlo,
como era habitual en estos casos, en torno al cuello. La emociĂłn me quitaba las
energĂas, pero tuve que retroceder hasta el almohadĂłn más prĂłximo. Una ojeada
rapidĂsima me habĂa revelado que estaba muy lejos, junto a la pared. El Dalai
Lama hablĂł por primera vez:
—Esos almohadones están demasiado lejos para que llegues a
ellos andando hacia atrás. Vuélvete y tráete aquà uno para que podamos hablar.
AsĂ lo hice y volvĂ en seguida con un almohadĂłn. El Dalai
Lama me dijo:
—Ponlo aquĂ, frente a mĂ, y siĂ©ntate.
Le obedecĂ, y Ă©l prosiguiĂł:
—Ahora, jovencito, sabrás que he oĂdo contar cosas muy
notables de ti. Eres clarividente de nacimiento y te han aumentado ese poder
abriéndote el Tercer Ojo. Tengo los datos de tu última encarnación y también he
leĂdo las predicciones de los astrĂłlogos. Al principio pasarás una Ă©poca muy
difĂcil, pero acabarás triunfando. Viajarás por muchos paĂses extranjeros,
paĂses de los que ni siquiera has oĂdo hablar. Verás la destrucciĂłn y la muerte
y una crueldad que no puedes ni imaginar. El camino será largo y áspero, pero
el triunfo llegará al fin como está predicho.
No sĂ© por quĂ© me decĂa eso, pues ya lo sabĂa yo; lo
sabĂa en todos sus detalles desde que tenĂa siete años. SabĂa que estudiarĂa
medicina y cirugĂa en el TĂbet y luego irĂa a China y volverĂa a estudiar las
mismas materias.
Pero el Más Profundo seguĂa hablándome: me advertĂa que nunca
debĂa manifestar mis poderes ocultos ni hablar del yo ni del alma cuando
estuviera en el mundo occidental.
—He estado en la India y en la China —dijo el Dalai
Lama—, y en esos paĂses se puede hablar de las Grandes Realidades. En cambio,
he conocido también muchas personas de Occidente y sus valores no son los
nuestros. Es gente que adora el comercio y el oro. Sus hombres de ciencia
dicen: «MuĂ©stranos tu alma. Enséñala, que vamos a cogerla, a pesarla, y a
probarla con reacciones quĂmicas. Dinos cuál es la estructura molecular de tu
alma. Pruebas, pruebas, necesitamos pruebas.» Eso te dirán, sin saber que su
actitud negativa de la suspicacia destruye toda posibilidad de obtener las
pruebas que desean. Pero, en fin, ahora tomaremos el té.
GolpeĂł levemente un gong y dio una orden al lama que se
presentĂł.
En seguida trajeron té y unos alimentos especiales que
habĂan importado de la India. Mientras tomábamos el tĂ© y comĂamos, me contĂł el
Más Profundo cosas de la India y de China. InsistiĂł en que yo debĂa estudiar
con todas mis fuerzas y dijo que iba a asignarme profesores especiales. No pude
contenerme y exclamé:
— ¡Oh, nadie puede saber tanto como mi Maestro, el lama
Mingyar Dondup!
El Dalai Lama me miró y luego echó la cabeza hacia atrás y
se riĂł a carcajadas. Es muy probable que nadie le hubiera hablado como yo.
Seguro que ningĂşn otro chico de ocho años se habĂa atrevido a tanto. Por lo
visto, le parecĂa muy bien mi audacia.
—¿De modo que tienes tan buena opiniĂłn de Mingyar Dondup?
Dime de verdad lo que piensas de Ă©l, gallito de pelea.
—Señor —repliquĂ©—, me has dicho que poseo una
clarividencia excepcional.
Pues bien, Mingyar Dondup es la mejor persona que he visto
en mi vida.
El Dalai Lama volviĂł a reĂrse y llamĂł con un gong.
—Que venga Mingyar -dijo al lama que se presentĂł.
EntrĂł Mingyar Dondup e hizo las reverencias rituales.
—Trae un almohadĂłn y siĂ©ntate, Mingyar -dijo el Dalai
Lama—. Este chico que has traĂdo acaba de dar su opiniĂłn sobre ti y estoy de
completo acuerdo.
El lama Mingyar Dondup se sentĂł junto a mĂ, y el Dalai
Lama continuĂł:
—Has aceptado toda la responsabilidad por la educaciĂłn de
Lobsang Rampa. DirĂgela como quieras y pĂdeme las autorizaciones que necesites.
VerĂ© al chico de vez en cuando. —Y volviĂ©ndose a mĂ, me
dijo—: Jovencito, has escogido bien. Tu GuĂa es un viejo amigo mĂo y un
verdadero Maestro de lo Oculto.
No habló mucho más. Luego se levantó, se inclinó levemente
para despedirse y saliĂł del SalĂłn. Vi que el lama Mingyar Dondup estaba muy
satisfecho de mĂ y de la buena impresiĂłn que habĂa hecho. Me dijo:
—Permaneceremos aquĂ unos cuantos dĂas y exploraremos
algunas de las partes menos conocidas de estos edificios. Hay corredores y
habitaciones que no se han abierto en los pasados doscientos años. En ellas
aprenderás mucha historia tibetana.
Uno de los lamas —en la residencia del Dalai Lama no habĂa
ningĂşn monje de categorĂa inferior— se acercĂł y dijo que cada uno de nosotros
tenĂa preparada una habitaciĂłn en la parte más alta del edificio. Nos llevĂł a
ellas y me quedĂ© admirado de la vista que se abarcaba desde allĂ. Se veĂa toda
Lhasa y una gran extensiĂłn de llanura. El lama hablĂł asĂ:
—Su Santidad ha ordenado que andĂ©is con toda libertad por
donde queráis. No se os cerrará ninguna puerta. El lama Mingyar Dondup me
aconsejĂł que descansara un rato. La cicatriz de mi pierna izquierda me dolĂa
todavĂa mucho y tenĂa que andar cojeando un poco. Al principio se temiĂł que me
quedase esta cojera. DescansĂ© durante una hora y luego entrĂł mi GuĂa trayĂ©ndome
té y comida.
—Es hora de que llenes algunos de tus huecos, Lobsang.
Aquà comen bien; mejor será que nos aprovechemos. Desde luego no necesitaba que
me estimularan mucho a comer. Cuando terminamos, mi GuĂa me llevĂł a otra
habitaciĂłn situada en el extremo de la terraza. AllĂ, con gran asombro mĂo, las
ventanas no estaban cubiertas con un tejido translĂşcido, pero no transparente,
sino con una nada que apenas era visible. Con gran precaución toqué aquella
visible nada y recibĂ una fuerte impresiĂłn al notar que era casi tan frĂa y
resbaladiza como el hielo.
Luego comprendĂ lo que era: ¡cristal! Nunca habĂa visto
cristal en forma de hoja transparente. Usábamos aquella materia pulverizada en
las cuerdas de nuestras cometas, pero se trataba de un vidrio basto a través
del cual apenas podĂan distinguirse las cosas. Además, era de color y Ă©ste en
cambio parecĂa agua solidificada. Pero no iba a parar en esto mi asombro. El
lama Mingyar Dondup abriĂł la ventana de par en par y cogiĂł un tubo de latĂłn que
parecĂa formar parte de una trompeta metida en una funda de cuero. CogiĂł el
tubo y, tirando de Ă©l, sacĂł cuatro piezas, cada una de ellas dentro de la otra.
Se riĂł al ver mi expresiĂłn estupefacta y, sacando por fuera de la ventana un
extremo del tubo, se acercĂł el otro a la cara. CreĂa haber acertado: el lama
iba a tocar un instrumento, pero en vez de ponerse en la boca el extremo más
estrecho, se lo pegó a un ojo. Estuvo manejando el extraño aparato, alargándolo
y acortándolo, hasta que me dijo:
—Mira por aquĂ, Lobsang mira con el ojo derecho y ten
cerrado el izquierdo.
Asà lo hice y casi me desmayé de sorpresa. Un hombre a
caballo avanzaba por el tubo hacia mĂ. Me apartĂ© de un salto y mirĂ© a mi
alrededor, espantado.
Nadie habĂa en la habitaciĂłn excepto el lama Mingyar
Dondup, que se reĂa con todas sus ganas. Le mirĂ© suspicaz creyendo que me habĂa
hechizado.
—Su Santidad dijo que eras un Maestro de lo Oculto. Pero
no debes burlarte de tu discĂpulo.
Entonces se rió aún más y me empujó para que volviese a
mirar. Venciendo el miedo acerquĂ© el ojo al extremo del tubo y mi GuĂa lo fue
moviendo lentamente para que abarcase una vista diferente. ¡Era un telescopio!
Nunca habĂa visto ninguno. Jamás podrĂ© olvidar aquel jinete que avanzaba por el
tubo hacia mĂ. Lo recuerdo con frecuencia cuando algĂşn occidental exclama:
¡Imposible!, al oĂr afirmar algo referente a las fuerzas ocultas. Aquello era
tambiĂ©n «imposible» para mĂ. El Dalai Lama habĂa traĂdo varios telescopios al
regresar de la India y le encantaba mirar el paisaje con ellos. Otra gran
novedad fue para mĂ mirarme en el espejo por primera vez en mi vida. Desde
luego, no reconocĂ la horrible criatura que vi reflejada en Ă©l. Era un chico
muy pálido, con una ancha cicatriz roja en medio de la frente y una nariz
prominente. Como es natural, habĂa visto mi imagen algunas veces vagamente
reflejada en el agua; pero en un espejo me produjo una impresiĂłn muy
desagradable. Desde entonces no me miro en los espejos.
Quizá sabe el lector occidental la idea de que el TĂbet
tenĂa que ser entonces un paĂs muy peculiar si podĂa pasarse sin cristal,
telescopio o espejos; pero la verdad es que la gente no necesitaba nada de
esto. Es más, ni siquiera necesitábamos ruedas. Las ruedas se han hecho para la
velocidad de una supuesta civilizaciĂłn. Nosotros, los tibetanos, hemos llegado
hace mucho tiempo a la conclusiĂłn de que el dinamismo de la vida comercial no
deja tiempo para las cosas de la mente. Nuestro mundo fĂsico se ha movido
siempre con toda calma para que nuestros conocimientos esotéricos pudieran
desarrollarse hasta el máximo grado. Durante miles de años dominamos la
clarividencia, la telepatĂa y otras ramas de la metapsĂquica. Aunque es
completamente cierto que muchos lamas pueden sentarse en la nieve y con la sola
fuerza del pensamiento derretir la que los rodea, también es verdad que no nos
interesa demostrar estas facultades para que se diviertan los buscadores de
sensaciones nuevas. Algunos lamas, que son maestros de lo oculto, practican con
el mejor éxito la levitación, pero jamás harán una exhibición de esta facultad
para sorprender y entretener a los profanos. Lo primero que el maestro
espiritual exige de su discĂpulo en el TĂbet es que su moralidad permita
confiarle tales poderes. De ello se deduce que si el maestro ha de estar seguro
de la integridad del discĂpulo, nunca se podrá abusar de los poderes
metafĂsicos, puesto que solamente los aprenderán las personas dignas de ello. Y
no se olvide que estos poderes no son, en modo alguno, cosa de magia, sino el
resultado de usar ciertas leyes naturales.
En el TĂbet hay algunos que desarrollan mejor su
espĂritu en compañĂa de otras personas, mientras que otros tienen que aislarse.
Estos Ăşltimos se encierran en las lamaserĂas más apartadas, donde ocupan una
celda totalmente aislada. Es una pequeña habitación construida por lo general
en la falda de una montaña. Las paredes son de piedra y de dos metros de grosor
para que no dejen penetrar ruido alguno. El eremita se recluye allĂ por su propia
voluntad y se le tapan a la celda todas las ventanas y orificios. No entra luz
ni hay mueble alguno, aparte de una caja vacĂa de piedra. La Ăşnica comunicaciĂłn
con el exterior es una trampilla, a prueba de todo sonido, por donde se le pasa
el alimento una vez al dĂa. AllĂ permanece el eremita durante tres años, tres
meses y tres dĂas. Medita sobre la naturaleza de la Vida y sobre la naturaleza
del Hombre. No puede salir de la celda con su cuerpo fĂsico por ningĂşn motivo.
Durante el Ăşltimo mes de su permanencia allĂ, se abre un boquete muy pequeño en
el techo para que entre un poco de luz.
Esta abertura se va agrandando cada dĂa con objeto de
que los ojos del eremita se vayan acostumbrando de nuevo a la luz, ya que de no
hacerse asĂ, le cegarĂa al salir de nuevo. Es muy frecuente que estos hombres
regresen a su celda al cabo de pocas semanas y se queden en ella todo el tiempo
que les resta de vida. Y no es una existencia tan estéril y falta de valor como
puede suponerse. El hombre es un espĂritu, una criatura de otro mu ndo, y
cuando pueda librarse de los vĂnculos de la carne, vagará por el mundo en forma
de espĂritu y prestará grandes servicios con el pensamiento. En el TĂbet
sabemos muy bien que los pensamientos son ondas de energĂa. La materia no es
más que energĂa condensada. Y el pensamiento, si se le dirige acertadamente y
se le condensa en parte, puede conseguir que un objeto se mueva. Otra manera de
controlar el pensamiento es mediante la telepatĂa, con la cual se logra que una
persona situada a distancia realice determinada acciĂłn. ¿Es tan difĂcil creer
todo esto en un mundo que considera como lo más natural que un hombre consiga,
con sĂłlo hablar por un micrĂłfono, guiar un aeroplano para hacerle aterrizar en
una densa niebla cuando el piloto no puede ver el suelo en absoluto? BastarĂa
un poco de entrenamiento y una total falta de escepticismo, para que esto
pudiera realizarse por medio de la telepatĂa, en vez de utilizar una máquina
que puede fallar en cualquier momento.
Mi desarrollo esotérico no requirió que me encerrase en
una oscuridad absoluta. Se hizo de otra manera que no está al alcance del
número bastante grande de monjes que desean hacerse ermitaños. Mi educación iba
dirigida a una finalidad especĂfica y por orden directa del Dalai Lama. Además
de por medios hipnóticos, mi enseñanza se realizó siguiendo otro método en cuya
descripción no puedo entrar en un libro como éste. Baste decir que recibà más
iluminación espiritual de la que un ermitaño corriente puede obtener en una
vida muy larga. Mi visita al Potala estaba relacionada con las prime ras etapas
de esa preparación, pero ya hablaré de eso más adelante.
El telescopio me fascinaba y lo usé mucho para examinar
los sitios que conocĂa tan bien. El lama Mingyar Dondup me explicĂł en quĂ©
consistĂa aquel aparato hasta hacerme comprender que no se trataba de magia,
sino del aprovechamiento cientĂfico de las leyes naturales.
Todo me lo explicaba mi GuĂa y no sĂłlo lo referente al
telescopio. En cuanto yo sospechaba que algo tenĂa que ver con la magia, recibĂa
la adecuada explicaciĂłn de las leyes relacionadas con aquel fenĂłmeno. Una vez,
durante aquellos dĂas de nuestra visita, me llevĂł el lama Mingyar Dondup a una
habitaciĂłn completamente oscura y me dijo:
—Ahora estáte aquĂ, Lobsang, y mira la pared blanca que
tienes enfrente.
Entonces apagĂł la llama de la lamparilla que acababa de
encender y anduvo manipulando con los postigos de la ventana. Instantáneamente
apareció en la pared un cuadro de Lhasa, pero invertido. Grité asombrado al ver
hombres, mujeres y yaks andando cabeza abajo. Pero de pronto emp ezaron a
temblar las imágenes y todo se puso al derecho. La explicación del lama sobre
«la manera de doblar los rayos luminosos» me dejĂł más admirado que todo lo
demás. ¿CĂłmo era posible manejar la luz natural? Entonces me demostrĂł cĂłmo se
podĂa hacer aquello. Yo habĂa visto cĂłmo se rompĂan jarrones con un silbato que
no emitĂa sonido alguno; pero que se pudiera forzar la luz no lo comprendĂ
hasta que trajeron de otra habitaciĂłn un aparato muy curioso que consistĂa en
una lámpara escondida en una especie de caja. Entonces comprendĂ cĂłmo se podĂan
dominar los rayos de luz.
Los almacenes del Potala se hallaban atestados de
maravillosas estatuas, libros antiguos y bellĂsimas pinturas murales sobre
temas religiosos.
Los poquĂsimos occidentales que las han visto las
consideran indecentes.
Representan un espĂritu masculino y otro femenino
Ăntimamente abrazados, pero la intenciĂłn de estas pinturas no es en absoluto
obscena y ni un solo tibetano las considera como tales. Los desnudos abrazos
representan el Ă©xtasis que sigue a la uniĂłn del Conocimiento y de la Vida
perfecta. Debo confesar que me horrorizĂł la primera vez que vi que los
cristianos adoraban a un hombre torturado y clavado en una cruz y que para
ellos era Ă©ste el sĂmbolo de su religiĂłn. Es lamentable que todos queramos
juzgar a los demás pueblos según nuestras propias creencias.
Durante varios siglos han llegado al Potala regalos para
el Dalai Lama reinante procedentes de muchos paĂses. Casi todos estos regalos
se han ido almacenando en grandes salas y lo pasé muy bien mirándolo todo y
obteniendo impresiones psicomĂ©tricas del porquĂ© habĂan enviado los regalos.
Era un buen ejercicio en el descubrimiento de los motivos.
DespuĂ©s de haberle comunicado a mi GuĂa las impresiones que sacaba directamente
de la contemplaciĂłn del objeto, consultaba Ă©l un libro y me relataba la
verdadera historia de aquel regalo y lo que habĂa sucedido despuĂ©s. Me sentĂ
muy halagado porque a medida que avanzaba mi práctica, me decĂa el lama con
mayor frecuencia:
—Has acertado, Lobsang, adelantas mucho.
Antes de marcharme del Potala visitamos uno de los tĂşneles
subterráneos.
Nos dijeron que podĂa entrar en uno de ellos y que debĂa
dejar los demás para más adelante. Cogimos unas antorchas encendidas y con
grandes precauciones bajamos por unas interminables escaleras y avanzamos luego
por unos pasadizos rocosos de suaves paredes. Me dijeron que estos tĂşneles se
debĂan a la acciĂłn volcánica y que existĂan desde innumerables siglos. En los
muros aparecĂan extraños diagramas y dibujos que representaban escenas cuyo
sentido no pude comprender. SĂłlo pensaba en el lago que, segĂşn me habĂan
informado, se extendĂa muchos kilĂłmetros al final de un corredor. Por fin
entramos en un túnel que se fue haciendo cada vez más ancho y alto hasta que de
pronto desapareciĂł el techo, que se elevaba a una altura a donde no alcanzaba
la luz de nuestras antorchas. Avanzamos cien metros más y nos encontramos a la
orilla de un lago increĂble. Sus aguas estaban en absoluta calma y eran negras,
de una negrura que las hacĂa casi invisibles. Más parecĂa el fondo de un pozo
que un lago. Ni una sola arruga rompĂa la lis ura de la superficie; ni un solo
sonido alteraba aquel imponente silencio. La roca sobre la que estábamos también
era negra y brillaba a la luz de las antorchas, pero un poco hacia un lado
vimos brillar algo sobre el muro. AvancĂ© hasta allĂ y vi que en la roca habĂa
una ancha franja de oro de unos ocho metros de longitud y cuya altura llegaba
de mi cuello a mis rodillas. El calor habĂa empezado a derretirla y separarla
de la roca y presentaba grandes goterones como cera de oro de una fantástica
bujĂa. El lama Mingyar Dondup quebrĂł el silencio:
—Este lago sale al rĂo Tsang-po, a sesenta kilĂłmetros de
aquĂ. Hace muchĂsimos años unos monjes aventureros hicieron una balsa de
madera, y remos para impulsarla. Se llevaron una provisiĂłn de antorchas y
partieron de esta orilla. Remaron durante muchos kilĂłmetros explorando el lago
y llegaron a un lugar, aĂşn más amplio que Ă©ste, en el que no se veĂa el final
de los muros ni techo alguno. Sin saber dĂłnde dirigirse, remaban y remaban...
Yo escuchaba, figurándomelo todo como si lo estuviese
viendo. El lama prosiguiĂł:
—Se habĂan perdido, pues ya no sabĂan en quĂ© direcciĂłn
iban hacia adelante y en cuál hacia atrás. De pronto la balsa osciló con
violencia y una ráfaga de viento les apagó las antorchas dejándolos en la más
completa oscuridad.
Comprendieron que su frágil embarcaciĂłn habĂa caĂdo en
manos de los Demonios del Agua. La balsa giraba sin cesar y ellos se sentĂan
mareados y con náuseas. Se agarraban a las cuerdas que ataban los maderos. Con
la agitaciĂłn de la balsa unas pequeñas olas barrĂan la cubierta y los tenĂa calados.
AumentĂł la velocidad del giro y los monjes se sintieron en poder de un
despabilado gigante que los habĂa condenado a perecer. No habĂa luz alguna; era
una oscuridad tan tenebrosa como jamás la hubo sobre la tierra. OĂan ruidos
como de arañazos, golpes tremendos y presiones fortĂsimas. Entonces salieron
despedidos de la balsa y cayeron al agua. Algunos de ellos tuvieron tiempo de
aspirar un poco de aire. Otros no fueron tan afortunados. ApareciĂł una luz
verdosa y vacilante que fue haciéndose más intensa. Una fuerza desconocida
retorcĂa los cuerpos de los mo njes, los empujaba o tiraba de ellos y de pronto
salieron a la brillante luz del sol.
Dos de ellos lograron llegar a la orilla, aunque medio
ahogados, con el cuerpo molido y sangrantes. De los otros tres no se hallĂł
rastro. Durante cuatro horas estuvieron entre la muerte y la vida. Por fin uno
de ellos recuperĂł la suficiente energĂa para mirar en torno suyo. Estuvo a
punto de volverse a desmayar con la impresiĂłn recibida: en la lejanĂa vieron el
Potala.
Y por allĂ cerca habĂa verdes prados en que pastaban unos
yaks. Al principio creyeron que habĂan muerto y que se encontraban en un cielo
tibetano.
Luego oyeron pasos cerca de ellos. Era un pastor que se
les acercaba. El hombre habĂa encontrado los restos flotantes de la balsa y
venĂa a recogerlos para llevárselos. Por fin, los dos monjes lograron convencer
a aquel hombre de que efectivamente eran monjes, ya que las tĂşnicas se les
habĂan caĂdo a pedazos. El pastor accediĂł a ir en busca de unas literas al
Potala.
Desde aquel dĂa se ha hecho muy poco para explorar el
lago, pero se sabe que hay unas islas ahà mismo, más allá de donde alcanza la
luz de nuestras antorchas. Una de ellas ha sido explorada y lo que se ha
encontrado en ella lo sabrás cuando estés iniciado.
Pensé en todo ello deseando haber tenido una balsa a mi
disposiciĂłn para explorar el lago. Mi GuĂa habĂa estado observando mi
expresiĂłn. De pronto se riĂł y dijo:
—SĂ, serĂa muy divertido hacerlo, pero ¿para quĂ© exponer
nuestros cuerpos cuando podemos averiguarlo en el plano astral? Dentro de muy
pocos años, Lobsang, estarás en condiciones de explorar este lago conmigo y
entonces aumentaremos los conocimientos que se tienen hasta ahora de Ă©l. Pero,
por lo pronto, chico, estudia, estudia mucho.
Nuestras antorchas empezaban a vacilar y me pareciĂł que
pronto nos quedarĂamos en una total oscuridad dentro del tĂşnel. Mientras nos
alejábamos del lago pensĂ© en lo imprudentes que habĂamos sido no llevando
antorchas de repuesto. Pero en aquel momento el lama Mingyar Dondup se acercĂł
al muro más lejano y estuvo tanteando por su superficie. Por fin, de algún
hueco sacĂł unas antorchas y las encendiĂł en las que ya se nos estaban apagando.
—Las guardamos ahĂ, Lobsang, para que no se pierda en la
oscuridad el que se encuentre en nuestro caso. Ahora, vámonos.
Subimos por los pasadizos en cuesta, deteniéndonos de vez en
cuando para recobrar el aliento o mirar los dibujos de los muros. Yo no lo
entendĂa.
ParecĂan obras de gigantes y eran unas máquinas tan
extrañas que sobrepasaban todos mis conocimientos. MirĂ© a mi GuĂa y vi que los
dibujos le eran familiares y que se encontraba en los tĂşneles como en su casa.
Yo estaba ya deseando que hiciéramos nuevas visitas a estos subterráneos, pues
com prendĂa que habĂa en ellos algĂşn misterio, y nunca he podido oĂr hablar de
un misterio sin intentar llegar a su fondo. No podĂa soportar la idea de pasar
años y años haciendo cálculos para llegar a una soluciĂłn si habĂa alguna
posibilidad de encontrar directamente la respuesta aunque en esto hubiese un
gran peligro. El lama interrumpiĂł mis pensamientos:
— Estás gruñendo para tus adentros como un viejo. En
cuanto suba mos unos escalones más, saldremos a la luz del dĂa. Subiremos a la
terraza y utilizaremos el telescopio para descubrir el lugar donde aquellos
antiguos monjes salieron a la superficie.
Asà lo hicimos poco después y me pregunté por qué no
podrĂamos recorrer a caballo los sesenta kilĂłmetros y visitar aquel sitio. Pero
el lama Mingyar Dondup me dijo que no habĂa gran cosa que ver allĂ; desde
luego, nada que el telescopio no nos revelase. Por lo visto, la salida del lago
estaba por debajo del nivel del rĂo y nada señalaba el sitio, a no ser unos
árboles que habĂan plantado allĂ por orden de la anterior EncarnaciĂłn del Dalai
Lama.
CAPĂŤTULO NOVENO
EN LA VALLA DE LA ROSA SILVESTRE.
A la mañana siguiente hicimos con toda calma los
preparativos para regresar a Chakpori. Para nosotros la visita al Potala habĂa
constituido unas excelentes vacaciones. Antes de marcharnos subĂ a la terraza
para lanzar una Ăşltima mirada desde aquella altura, con el telescopio, al
paisaje que nos rodeaba. Desde allĂ vi que en una terraza de nuestro monasterio
habĂa un pequeño acĂłlito que leĂa tumbado de espaldas y que de vez en cuando
lanzaba piedrecitas a las calvas de los monjes que pasaban por el patio. El
telescopio me permitiĂł sorprender la malicia de aquel rostro, mientras se
ocultaba para que no lo vieran los intrigados monjes. Me sentĂ muy molesto al
comprender que el Dalai Lama habĂa tenido que verme hacer cosas semejantes. Y
decidĂ limitar mis pequeñas fechorĂas a la parte de los edificios que no podĂan
dominarse desde el Potala. Pero habĂa llegado el momento de nuestra partida.
Agradecimos a los lamas el trabajo que se tomaron para hacernos más agradable
nuestra breve estancia. Y sobre todo dimos las más expresivas gracias al
mayordomo personal del Dalai Lama. Era el encargado de los «alimentos de la
India». DebĂ de resultarle simpático porque me hizo un regalo de despedida que
no tardé en comerme. Luego, fortalecidos, descendimos la famosa escalera para
emprender el camino que nos llevarĂa a la Montaña de Hierro. A medio camino
oĂmos gritos y llamadas. Los monjes que pasaban señalaban hacia atrás de
nosotros. Nos detuvimos y vimos que llegaba corriendo un monje jadeante que dio
un mensaje oral al lama Mingyar Dondup.
—EspĂ©rame aquĂ, Lobsang, no tardarĂ© mucho.
Se volviĂł y subiĂł de nuevo la escalera. Yo me entretuve
admirando el panorama que se divisaba desde allĂ y contemplando sobre todo mi
antiguo hogar. Me volvĂ y casi me caĂ de espaldas al ver a mi padre que bajaba
la escalera a caballo, hacia mĂ. Nos miramos y se quedĂł boquiabierto cuando me
reconociĂł. Entonces, hizo como si no me hubiera visto y pasĂł junto a mĂ, lo
cual me causĂł una gran pena. Viendo cĂłmo se alejaba le gritĂ©: « pero Ă©l no se
dio por aludido, ni volvió la cabeza. Se me agolparon las lágrimas en los ojos
y empecé a temblar. Temà dar un espectáculo nada menos que en la escalera del
Potala. Pero con más dominio de mĂ mismo del que yo me creĂa capaz, me estirĂ© y
me puse a contemplar el paisaje.
A la media hora llegĂł el lama Mingyar Dondup bajando por
la escalera a caballo y llevando otro de las bridas: —Vamos, Lobsang, tenemos
que ir a toda prisa a Sera. Uno de los abades de allĂ ha sufrido un grave
accidente.
Vi que habĂa una caja grande atada a cada silla y
comprendĂ que era el equipo mĂ©dico de mi GuĂa. Galopamos por la carretera de
Lingkhor. Dejamos atrás mi antigua casa. Los peregrinos y mendigos se alejaron
presurosos para dejarnos paso. No tardamos mucho en llegar a la lamaserĂa de Sera,
a cuya puerta nos esperaban unos monjes. Echamos pies a tierra de un salto,
llevamos cada uno una caja y un abad nos condujo hacia donde yacĂa el anciano.
TenĂa el rostro del color del plomo y su fuerza vital oscilaba en Ă©l a punto de
apagarse. El lama Mingyar Dondup pidiĂł agua hirviendo, que estaba ya preparada,
y echĂł en ella ciertas hierbas. Mientras yo removĂa esta infusiĂłn, el lama
examinĂł al anciano, que tenĂa roto el cráneo a consecuencia de una caĂda. Se le
habĂa hundido un trozo de hueso, que ejercĂa una presiĂłn sobre el cerebro.
Cuando el lĂquido estuvo templado humedecimos la cabeza del herido y mi GuĂa se
lavĂł las manos con un poco de Ă©l.
Sacando un afilado cuchillo de su equipo, hizo rápidamente
un corte en forma de U hasta llegar al hueso. Las hierbas imp edĂan que brotara
mucha sangre. Luego volviĂł a mojarle la cabeza con la lociĂłn y levantĂł la capa
de carne echándola atrás para que el hueso quedara descubierto. Con toda
suavidad fue palpando la parte afectada hasta descubrir hasta dĂłnde se habĂa
hundido el cráneo. HabĂa puesto muchos instrumentos en un recipiente lleno de
una lociĂłn desinfectante. SacĂł de Ă©l dos varillas de plata aplastadas por un
extremo y con dientes en esa parte. Con extraordinario cuidado introdujo el
extremo de una de las varillas en la abertura más ancha del hueso y lo sostuvo
allĂ con firmeza mientras fue tirando del hueso roto con la otra varilla.
Entonces me dijo que le acercara el recipiente de los instrumentos y cogiĂł de
él un diminuto triángulo de plata. Lo manejó con pasmosa destreza y poco
despuĂ©s el cráneo habĂa recuperado su nivel normal.
—Esto se soldará —dijo el lama—, y la plata que dejo
dentro no causará ningún trastorno porque es un metal inerte.
Volvió a humedecer el cráneo con más loción de hierbas y lo
cubriĂł con el trozo de carne que habĂa dejado vuelto hacia un lado. Hizo un
cosido con pelos hervidos de cola de caballo y cubriĂł la parte donde habĂa
operado con una pasta de hierba sujeta con una venda de tela hervida.
La fuerza vital del viejo abad habĂa ido aumentado desde
que se le quitĂł la presiĂłn sobre el cerebro. Lo levantamos un poco con
almohadones hasta dejarlo en una posición semisentada. Limpié los instrumentos
en una nueva loción que preparamos, los sequé con un paño hervido y lo guardé
todo cuidadosamente en las dos cajas. Mientras me estaba lavando las manos, el
anciano abrió los ojos y sonrió débilmente cuando vio que el lama Mingyar
Dondup se inclinaba sobre Ă©l:
—SabĂa que sĂłlo tĂş podrĂas salvarme; por eso mandĂ© el
mensaje mental al Pico. AĂşn no he terminado mi tarea y no podrĂa prescindir del
cuerpo. Mi GuĂa lo mirĂł con atenciĂłn y replicĂł:
—Te repondrás de esto. Unos cuantos dĂas de incomodidad,
algún dolor de cabeza y no tardarás mucho en reanudar tu trabajo. Durante
algunos dĂas deberás tener alguien a tu lado mientras duermes para que no te
deje tenderte del todo. Pero dentro de tres o cuatro dĂas no habrá ningĂşn
motivo de preocupaciĂłn.
Me habĂa acercado a la ventana y observaba la vida que
llevaban en aquella lamaserĂa. Resultaba muy interesante las diferentes
condiciones en que vivĂan en otra lamaserĂa. El lama M ingyar Dondup me dijo:
—Lo has hecho muy bien, Lobsang. Trabajaremos siempre
juntos.
Ahora quiero enseñarte este monasterio, que es muy
diferente al nuestro.
Encargamos a un lama que cuidase del anciano abad y
salimos a un corredor. No habĂa tanta limpieza como en Chakpori ni la
disciplina parecĂa tan estricta. Los monjes salĂan y entraban como querĂan.
Comparados con los nuestros, sus templos estaban mal atendidos y el incienso
era más acre.
En los patios jugaban unos grupos de chicos (que en
Chakpori habrĂan estado trabajando sin cesar). Nadie se preocupaba de mover los
molinillos de las preces. Faltaba ese orden, limpieza y disciplina que yo creĂa
generales en todas las lamaserĂas. Me dijo mi GuĂa:
—Lobsang, ¿te gustarĂa quedarte aquĂ y darte buena vida?
—No, de ningĂşn modo; estos monjes me parecen unos
salvajes.
Se riĂł.
—No olvides que hay siete mil monjes aquĂ dentro, y donde
conviven tantas personas, basta una minorĂa alborotadora para dar mala fama a
la mayorĂa sensata.
—Quizá; pero aunque llamen a esto la Valla de la Rosa
Silvestre, no me parece un lugar recomendable.
Me mirĂł sonriendo.
—Creo que te las arreglarás tĂş solo para imponerles la
disciplina a esa gente.
Debo insistir en el hecho de que nuestra lamaserĂa tenĂa
una disciplina más estricta que ninguna otra. En realidad la disciplina de los
demás monasterios estaba muy relajada y cuando los monjes eran vagos.., no
hacĂan nada y en paz. Nadie les recriminaba por eso. Sera, o la Valla de la
Rosa Silvestre, como se le llamaba, está a cuatro kilómetros y medio del Potala
y es una de las lamaserĂas conocidas por «Los Tres Asientos». Drebung es la
mayor de las tres y en ella viven diez mil monjes. Le sigue en importancia
Sera, con siete mil quinientos monjes, mientras que Ganden es la menos
importante, pues sĂłlo tiene seis mil. Cada una de ellas es como una ciudad
completa con sus calles, colegios, templos y todos los edificios que
habitualmente forman una ciudad. Por las calles patrullan los Hombres de Kham.
¡Ahora sin duda las recorren los soldados comunistas! Chakpori era una pequeña
comunidad, pero de gran calidad. Este Templo de la Medicina era considerado
entonces como la «sede del Conocimiento MĂ©dico» y estaba ampliamente
representado en la Cámara del Consejo de nuestro Gobierno.
En Chakpori nos enseñaban lo que he llamado «judo». Es
la palabra más aproximada que he podido encontrar entre las que conocen los
occidentales, pues la descripciĂłn tibetana sung-thru kjom-pa tĂĽ de-po le-la-po
no puede traducirse, ni tampoco nuestra palabra tĂ©cnica amaree. «Judo» es una
forma muy elemental de nuestro sistema. No en todas las lamaserĂas se enseña
esta lucha, pero en Chakpori nos entrenaban en ella para darnos seguridad sobre
nosotros mismos y permitirnos dejar a otras personas sin sentido con fines
médicos y también para que pudiéramos viajar seguros por los sitios más
peligrosos del paĂs, ya que, como lamas mĂ©dicos, tenĂamos que viajar mucho.
Como ya he contado, el viejo Tzu habĂa sido un maestro de ese
arte.
Quizá fuera el que mejor lo habĂa dominado en el TĂbet;
y me enseñó todo lo que sabĂa. La mayorĂa de los hombres y de los chicos
conocĂan las llaves y los golpes elementales, pero esto lo sabĂa yo desde que
tenĂa cuatro años.
Creemos que este arte sĂłlo debe usarse en defensa propia
y para lograr el dominio de sĂ mismo, pero no jactamos de esa fuerza y
habilidad. Opinamos que el hombre fuerte puede permitirse el lujo de ser
amable, mientras que el docil e inseguro de sĂ mismo tiene que fanfarronear
para darse un poco de seguridad. Empleábamos el judo para privar de sentido a
una persona en las operaciones quirĂşrgicas difĂciles y en la extracciĂłn de
dientes.
No se siente ningĂşn dolor y no hay peligro. Sin que haya
podido darse cuenta de nada, el «paciente» pierde el conocimiento y le hacemos
recuperar el sentido unos segundos o unas horas después sin que sufra por ello
ninguna mala consecuencia. Es muy curioso que cuando una persona se queda
inconsciente por este medio y está diciendo una frase, la completa al despertar
partiendo de la palabra donde la interrumpiĂł. Por los evidentes peligros que se
derivarĂan de un mal uso de este sistema perfeccionado, asĂ como del hipnotismo
instantáneo, sólo se enseñaba a los que demostraban poseer un carácter entero.
En los casos en que habĂa peligro de que alguien abusara de los poderes que se
le habĂan concedido, se empleaba contra Ă©l el bloqueo hipnĂłtico.
Una lamaserĂa no es sĂłlo un sitio donde viven los hombres de
vocaciĂłn religiosa, sino una ciudad con todas sus comodidades y distracciones.
TenĂamos nuestros teatros, en los que asistĂamos a
representaciones religiosas y tradicionales. HabĂa mĂşsicos siempre dispuestos
para dar conciertos y demostrar que en ninguna otra comunidad contaban con tan
buenos intĂ©rpretes de la mĂşsica tibetana. Los monjes que disponĂan de dinero
podĂan comprar alimentos, ropa, e incluso artĂculos de lujo y libros, todo ello
en nuestras propias tiendas. Los que deseaban ahorrar depositaban su dinero en
lo que equivalĂa, dentro de una lamaserĂa, a un Banco. Por supuesto, en todas
las comunidades religiosas, en cualquier parte del mu ndo, hay una minorĂa que
infringe las reglas. Contra la perniciosa actividad de estos malos monjes
empleábamos nuestra propia policĂa y se les procesaba con toda legalidad. Si se
les condenaba, tenĂan que cumplir su condena en la prisiĂłn del monasterio. Por
otra parte, tenĂamos escuelas de varias clases adaptadas a todos los grados de
mentalidad. Los muchachos muy inteligentes recibĂan una eficaz ayuda de su
perfeccionamiento, pero en todas las lamaserĂas, excepto en la de Chakpori, los
vagos y torpes podĂan pasarse la vida dormitando sin que nadie les molestara.
Era nuestra firme convicciĂłn de que nadie puede influir en la vida de otro y
que cualquiera que pierda su oportunidad en este mundo puede recuperar, en su
prĂłxima encarnaciĂłn, el tie mpo que ha perdido en Ă©sta. En Chakpori todo era
muy distinto, y si alguien no progresaba tenĂa que marcharse y buscar refugio
en otro monasterio donde la disciplina no fuera tan severa.
Los monjes que enfermaban en nuestra comunidad eran muy bien
tratados.
DisponĂamos de un hospital en cada lamaserĂa y habĂa
suficientes monjes médicos y cirujanos. Los casos más graves eran tratados por
especialistas como el lama Mingyar Dondup. Muchas veces, cuando abandoné el
TĂbet, me he reĂdo de las historias occidentales sobre una supuesta ignorancia
médica tibetana; por ejemplo, esa patraña de que creemos que el corazón del
hombre está a la izquierda y el de la mujer a la derecha. Hemos visto el
suficiente número de cadáveres, cuya autopsia hemos hecho, para saber de sobra
lo que contiene un cuerpo humano. También me ha divertido mucho la creencia
occidental de que los tibetanos somos extremadamente sucios y que estamos
plagados de enfermedades venéreas. Por lo visto, los que han lanzado esto no
han estado nunca en esos sitios de Inglaterra y Norteamérica donde se ofrece a
los ciudadanos de la localidad «tratamiento gratis y confidencial». Es cierto
que somos sucios: por ejemplo, algunas de nuestras mujeres se ponen cremas y
polvos en la cara y tienen que marcar con rojo la posiciĂłn de los labios para
que no se equivoque uno. También se engrasan el cabello para ponerlo brillante
o para cambiarlo de color.
Otra de nuestras manifestaciones sucias y antihigiénicas
que demuestran que nuestras mujeres son —como han dicho ciertos occidentales—
«sucias y depravadas» es que se depilan las cejas e incluso se pintan las uñas.
Pero volvamos a nuestra lamaserĂa: a menudo habĂa visitantes
que podĂan ser mercaderes o monjes. Se les acomodaba en el hotel lamástico. Y
pagaban su alojamiento como en un hotel cualquiera. No todos los monjes eran
solteros. Algunos creĂan que la soledad no era propicia para el estado
contemplativo. A Ă©stos se les permitĂa formar parte de la secta especial de los
Monjes del Sombrero Rojo, a los que se les permitĂa contraer matrimonio.
Pero se trataba de una minorĂa muy reducida. Los
Sombreros Amarillos, una secta de cĂ©libes, eran los que regĂan nuestra vida
religiosa. En las lamaserĂas de casados, los monjes y las monjas trabajaban
juntos dentro de un orden perfecto, y, claro está, la atmósfera no era tan
sombrĂa como en una comunidad exclusivamente masculina.
En algunas lamaserĂas tenĂan imprentas donde hacĂan sus
propios libros.
Ge neralmente, también fabricaban el papel. Esta ocupación
era muy insana, porque una de las cortezas del árbol que se utilizaban para
fabricar el papel era extremadamente peligrosa. Aunque gracias a ello el papel
de nuestros libros estaba inmunizado contra la destructora labor de los
insectos, también perjudicaba mucho a los monjes. Todos los que trabajaban en
la fabricaciĂłn del papel se quejaban continuamente de fuertes dolores de cabeza
y de peores males. En el TĂbet no usábamos los tipos de metal. Todas nuestras
páginas son previamente dibujadas en planchas de madera que luego se grababan.
Algunas de estas tablas eran de un metro de altura por medio metro de anchura y
el grabado de las letras era muy complicado y detallista. Se desechaba
cualquier tabla en que se descubriese la menor errata. Las páginas tibetanas no
son como las de este libro, más altas que anchas; las nuestras son apaisadas y
siempre sin encuadernar. Para sujetarlas se emplean las tapas a que ya me he
referido, de madera labrada. Para proceder a la impresiĂłn, un monje extendĂa la
tinta sobre la superficie de la tabla grabada, cuidando de que estuviese
distribuida por igual. Otro monje cogĂa una hoja de papel y la extendĂa
rápidamente sobre la tabla, mientras que otro, con un rulo muy pesado,
presionaba el papel sobre la tabla. Un cuarto monje levantaba la página asĂ
impresa y la pasaba a un aprendiz, que la colocaba a un lado. Se estropeaban
muchas páginas y éstas se guardaban para que los aprendices practicasen en
ellas. En Chakpori habĂamos llegado a grabar tablas de casi dos metros de
longitud por metro y pico de altura; eran dibujos especiales del cuerpo humano
y de los diferentes Ăłrganos. Con ellas se hacĂan los cuadros o láminas murales
que se empleaban en la enseñanza, una vez que las iluminábamos. También
tenĂamos cartas astrolĂłgicas.
En ellas basábamos nuestros horóscopos y formaban un
cuadrado de unos setenta centĂmetros de lado. Eran mapas del cielo, tal como
Ă©ste aparece en el momento en que es concebida o nace una persona. En los
espacios en blanco imprimĂamos los datos sacados de las tablas matemáticas
publicadas por nosotros. DespuĂ©s de inspeccionar a mi antojo la lamaserĂa de la
Valla de la Rosa y de lamentar que la nuestra no fuese de vida tan agradable,
volvimos a la habitaciĂłn donde yacĂa el abad reciĂ©n operado. Durante las dos
horas de nuestra ausencia, habĂa mejorado muchĂsimo y estaba ya en condiciones
de interesarse por lo que le rodeaba. Sobre todo, escuchaba al lama Mingyar
Dondup a quien parecĂa tener gran afecto. Este le dijo: «Tenemos que mar
charnos, pero aquà te dejo unas hierbas en polvo y dejaré instrucciones para
que te las administren.» SacĂł tres bolsitas de cuero de su caja y las entregĂł
al monje enfermero. Las tres bolsitas significaban la vida para aquel anciano.
En el patio de la entrada nos esperaba un monje que
sujetaba por las bridas a dos ponies demasiado retozones. Yo, en cambio, no
tenĂa deseo alguno de cabalgar. Afortunadamente, el lama Mingyar Dondup accediĂł
a que fuésemos a paso lento. La Valla de la Rosa está a tres kilómetros y
setecientos metros del punto más próximo de la carretera de Hingkhor. No me
gustaba la idea de pasar por delante de mi antigua casa. Mi GuĂa sorprendiĂł mi
pensamiento y me dijo:
—Cruzaremos por la calle de las Tiendas. No hay prisa;
mañana es un nuevo dĂa que aĂşn no hemos visto. Me fascinaban los tenderetes de
los mercaderes chinos y sus chillidos en el regateo. En la acera de enfrente
habĂa un monumento que simbolizaba la inmortalidad del yo y detrás brillaba la fachada de un templo donde entraban muchos
monjes del cercano Shede Gompa. Pocos minutos después pasábamos por delante de
las casas que se apiñaban bajo la sombra del Yo-kang. Pensé:
«La Ăşltima vez que estuve aquĂ era un hombre libre. Ojalá
todo fuera un sueño y me despertase ahora mismo.» Seguimos por la carretera y
doblamos a la derecha hacia el Puente de la Turquesa. El lama Mingyar Dondup se
volviĂł hacia mĂ y me dijo:
—¿Es posible que todavĂa te resistas a ser monje? Te
aseguro que no es una vida tan mala. A fines de esta semana se organizará la
excursiĂłn anual para buscar hierbas. Pero no quiero que vayas esta vez.
Prefiero que te quedes trabajando conmigo para preparar tus exámenes a trappa,
cuando tengas doce años. He pensado llevarte más adelante en una expedición
especial para buscar unas hierbas muy raras.
HabĂamos llegado al final del pueblo del ShĂĽ y nos
acercábamos al Pargo Kaling, que es la Puerta Occidental del valle de Lhasa. Un
mendigo acurrucado contra el muro exclamĂł:
— ¡Reverendo y santo lama de la Medicina, te suplico que
no me cures mis males o no podré ganarme la vida!
Mi GuĂa se entristeciĂł, y cuando ya habĂamos pasado por la
Puerta Occidental, me dijo:
—En una pena, Lobsang, que abunden estos mendigos tan
inneces arios.
Son ellos los que nos dan mala fama en el extranjero. En
la India y en la China, a donde fui acompañando al Precioso Protector, la gente
hablaba de los mendigos de Lhasa sin saber que muchos de ellos son ricos. En
fin, quizá cuando se cumpla la ProfecĂa del Año del Tigre de Hierro (1950: los
comunistas invaden el TĂbet) podrá lograrse que los mendigos trabajen. Ni tĂş ni
yo estaremos entonces aquĂ, Lobsang. TĂş vivirás en tierras extrañas y yo habrĂ©
regresado ya a los Campos Celestiales.
Me apenĂł en extremo pensar que algĂşn dĂa me abandonarĂa mi
queridĂsimo lama. Pero entonces no habĂa llegado a comprender que la vida en
esta tierra no es más que una ilusión, una prueba, una escuela. Y entonces no
sabĂa aĂşn cuál puede ser la conducta del hombre para las vĂctimas de la
adversidad. ¡Ahora lo sĂ©! Doblamos a la izquierda y luego otra vez a la
izquierda hasta tomar el camino que nos conducĂa directamente a la Montaña de
Hierro. Nunca me he cansado de admirar los relieves iluminados en la roca que
adornan una vertiente de nuestra montaña. Todo el acantilado está cubierto con
bajorrelieves y pinturas de deidades, pero ya era muy tarde y no podĂamos
perder más tiempo. Mientras subĂamos la cuesta pensĂ© en los excursionistas que
irĂan en busca de hierbas. Todos los años salĂan de Chakpori, recogĂan hierbas,
las secaban y las empaquetaban en unas bolsas herméticamente cerradas.
En nuestras montañas se encontraba el gran depósito de
los remedios que proporciona la Naturaleza. Muy poca gente habĂa pisado
aquellas alturas por donde pasaban, y se veĂan cosas tan extrañas que servĂan
de tema de conversación para mucho tiempo. Me resigné a no ir aquel año y me
prometà es tudiar tanto que pudiera formar parte de la expedición, mucho más
interesante, que organizarĂa el lama Mingyar Dondup, cuando lo creyera
conveniente. Los astrĂłlogos habĂan predicho que saldrĂa de mis exámenes al
primer intento, pero tambiĂ©n sabĂa yo que debĂa estudiar a fondo.
Mi edad mental equivalĂa a la de un muchacho de dieciocho
años, ya que siempre me habĂa relacionado con personas mucho mayores que yo y
ahora tenĂa que estar a la altura de la situaciĂłn.
CAPÍTULO DÉCIMO.
CREENCIAS TIBETANAS.
Quizá sea interesante que dé aquà algunos detalles sobre
nuestras creencias. Nuestra religiĂłn es una forma de budismo, pero no existe
una palabra que pueda dar una idea exacta en la traducciĂłn. La llamamos «la
ReligiĂłn », y a los de nuestra fe les llamamos «los que están dentro». A los de
otras creencias los designamos con una palabra que puede significar «los que
están fuera» o «los extraños». La palabra más aproximada, ya usada en
Occidente, es lamaĂsmo. Se aparta del budismo en que nuestra religiĂłn es de
esperanza y de creencia en el futuro. El budismo nos resulta una religiĂłn
negativa, una religiĂłn de la desesperanza.
Muchos sabios han estudiado y comentado de un modo
erudito nuestra religiĂłn. Muchos de ellos nos han condenado porque les ciega su
propia fe y no admiten otros puntos de vista. Algunos han llegado a llamarnos
«satánicos ». La mayorĂa de estos escritores han basado sus opiniones en
referencias muy indirectas de los escritos de otros autores. Es posible que
unos cuantos hayan estudiado nuestras creencias durante unos cuantos dĂas y se
hayan creĂdo competentes para escribir libros sobre el tema e interpretar y
difundir lo que ha costado toda una vida a nuestros hombres más sabios llegar a
saberlo y comprenderlo.
ImagĂnense ustedes las enseñanzas de un budista o de un
hindĂş que haya repasado durante un par de horas la Biblia y pretenda explicar
los puntos más sutiles del cristianismo. Ninguno de estos autores que han
escrito sobre el lamaĂsmo ha vivido desde niño como monje en una lamaserĂa ni
ha estudiado los Libros Sagrados. Estos Libros son secretos; secretos, porque
no son asequibles a los que pretenden lograr una salvación rápida y sin
esfuerzo.
Los que deseen dominar algunos de nuestros ritos o una
forma de autohipnosis, pueden conseguirlo si va a servirles de algo. Pero esa
no es la realidad Ăntima, sino un juego de niños. A algunos les resultará muy
consolador que se pueda cometer pecado tras pecado y que luego, si la
conciencia les molesta demasiado, baste ofrecer cualquier presente en el templo
más cercano para que los dioses, agradecidos, le otorguen un perdón inmediato y
total; con lo cual pueden comenzar de nuevo a pecar. Pero la verdad es que
existe un Dios, un Ser Supremo. ¿QuĂ© importa cĂłmo le llamemos?
Dios es un hecho.
Los tibetanos que han estudiado las verdaderas
enseñanzas de Buda nunca piden misericordia ni favores, sino sólo que el hombre
los trate con justicia. Un Ser Supremo esencia de la justicia no puede ser
misericordioso con uno y no con otro, ya que esto serĂa la negaciĂłn de la
justicia. Rezar para obtener misericordia o favores, prometiendo oro o incienso
si se logra lo que se desea, supone dar por cierto que la salvaciĂłn se concede
al mejor postor; que Dios anda escaso de dinero y puede ser «comprado».
El hombre puede mostrarse misericordioso con sus
prĂłjimos, pero rara vez lo hace; y en cuanto al Ser Supremo sĂłlo puede ser
justo. Somos almas inmortales. Nuestra plegaria: «Om manipad-me Hum!» se suele
traducir al pie de la letra de este modo: « ¡la Joya del Loto!» Los que hemos
avanzado un poco más en nuestra religión sabemos que su verdadero significado
es: « el Super-Ser del hombre!» No existe la muerte. Como uno se quita la ropa
al terminar la jornada, lo mismo se quita el alma del cuerpo cuando Ă©ste se duerme.
Asà como se desecha un traje cuando se ha gastado, también se desecha el alma
al cuerpo cuando está excesivamente usado o se ha roto. Morir no es más que el
acto de nacer en otro plano de la existencia. El Ho mbre, o el espĂritu del
Hombre, es eterno. El cuerpo es sĂłlo la vestidura temporal que cubre el
espĂritu y es elegido segĂşn la tarea que corresponda a cada persona en la
tierra. La apariencia externa carece por completo de importancia.
Lo que importa es el alma. Un gran profeta puede
presentarse disfrazado de pobre, mientras uno que ha pecado en una vida
anterior puede presentarse en su nueva encarnaciĂłn como un potentado para ver
si comete los mismos pecados sin tener la eximente de la pobreza.
La Rueda de la Vida es la expresiĂłn que aplicamos al acto
de nacer, de vivir en este mundo, morir, volver al estado de espĂritu puro y
luego nacer de nuevo en diferentes circunstancias y condiciones. Un hombre
puede haber sufrido mucho en una vida sin que esto signifique necesariamente
que fuese malo en una vida anterior; puede muy bien habérsele colocado en esa
situaciĂłn para que aprenda con mayor rapidez ciertas cosas. ¡Se aprende mucho
más por la experiencia que de oĂdas! Uno que se suicida puede renacer en otra
vida para completar los años que no pudo vivir en una vida anterior, pero esto
no implica que todos los que mueren jóvenes, o de niños, sean suicidas. La
Rueda de la Vida se aplica a todos, desde los mendigos a los reyes, a los
hombres y a las mujeres, a las razas de color y a las blancas. Por supuesto,
esto de la Rueda es sĂłlo un sĂmbolo, pero resulta de gran claridad para todos
aquellos que no pueden estudiar a fondo el asunto.
No se pueden explicar las creencias tibetanas en un par de
párrafos; el Kangyur (o Escrituras tibetanas) se compone de un centenar de
libros, y ni siquiera leyéndolos todos ellos se puede conocer a fondo el tema.
Hay mu chos libros ocultos en remotas lamaserĂas, libros que sĂłlo conocen los
Iniciados.
Durante muchos siglos, los pueblos de Oriente han conocido
las varias fuerzas y leyes ocultas y han sabido que todas ellas se basan en la
utilizaciĂłn de energĂas naturales. En vez de prescindir de estas fuerzas bajo
el pretexto de que no pueden ser pesadas ni probadas con reacciones quĂmicas,
los hombres de ciencia orientales han procurado siempre dominar esas leyes de
la Naturaleza. Por ejemplo, no nos interesa la mecánica de la clarividencia,
sino los resultados de esta facultad. Hay gente que pone en duda que se pueda
ser clarividente; son como los que han nacido ciegos y opinan que es imposible
ver porque ellos no lo han experimentado, porque ellos no pueden comprender
cĂłmo es posible ver un objeto que se encuentra a cierta distancia si no hay un
contacto inmediato entre ese objeto y los ojos.
La gente tiene auras, perfiles de color que rodean al
cuerpo, y ateniéndose a la intensidad de estos colores, quienes dominan ese
arte pueden deducir la salud, integridad, y estado general de evoluciĂłn de esa
persona. Este aura es la radiaciĂłn de la fuerza vital interna, el ego o alma.
En torno a la cabeza hay un halo o nimbo que también forma parte de esa fuerza.
Con la muerte, la luz se apaga porque el yo abandona al cuerpo y emprende su
viaje a la etapa siguiente de la existencia. Se convierte en un fantasma. Al
principio se desorienta y vaga por los espacios astrales sin saber adĂłnde
dirigirse, seguramente por el deslumbramiento que le produce su brusca
separaciĂłn del cuerpo. Es muy posible que al principio no tenga conciencia de
lo que le sucede. Por eso los lamas asisten a los moribundos para informarles
de las etapas que han de recorrer. Si se descuida esta informaciĂłn, el espĂritu
puede sentirse arrastrado de nuevo hacia la Tierra por los deseos de la carne.
Los sacerdotes tienen el deber de romper esos vĂnculos. Con bastante frecuencia
atendĂamos a un servicio religioso especial: la OrientaciĂłn de los EspĂritus.
La muerte no causa terror a los tibetanos, pues creemos
que se puede pasar de esta vida a la siguiente con gran facilidad si se toman
ciertas precauciones.
Para ello es necesario seguir ciertos caminos claramente
definidos y pensar dentro de ciertas lĂneas. El servicio a que me he referido
se realiza en un templo hallándose presentes unos trescientos monjes. En el
centro del templo se sitĂşan cinco lamas telepáticos sentados en cĂrculo cara a
cara. Mientras que los monjes, dirigidos por un abad, salmodian, los lamas
procuran mantener el contacto telepático con las almas perdidas. No es posible
traducir con exactitud las oraciones tibetanas, pero trataré de aproximarme:
Escuchad las voces de nuestras almas, todos aquellos que
vagáis desorientados por la tierra fronteriza. Los vivos y los muertos habitan
en mundos distintos; ¿dĂłnde pueden verse sus rostros y oĂrse sus voces?
Quemamos la primera barra de incienso para que un espĂritu
errante encuentre su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas todos aquellos que
vagáis desorientados.
Las montañas se elevan hacia el cielo, pero nada se oye.
Basta una suave brisa para agitar las aguas y las flores siguen floreciendo.
Las aves no emprenden el vuelo al acercarse vosotros, ya que ni os ven ni os
sienten. Quemamos una segunda barra de incienso para que otro espĂritu errante
encuentre su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas, todos aquellos que
vagáis extraviados.
Éste es el Mundo de la Ilusión. La vida es sueño. Todos
los que nacen han de morir. SĂłlo el Camino de Buda conduce a la vida eterna.
Quemamos una tercera barra de incienso para que otro
espĂritu errante encuentre su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas, todos aquellos que
tenéis poder, todos aquellos que habéis sido entronizados y abarcáis en vuestro
reino montañas y rĂos. Vuestros reinos sĂłlo han durado un instante y las quejas
de vuestros pueblos no han cesado. Corren rĂos de sangre por la Tierra y los
suspiros de los oprimidos barren las hojas de los árboles. Quemamos una cuarta
barra de incienso para que los espĂritus de los reyes y dictadores encuentren
su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas todos vosotros;
guerreros que habĂ©is herido, matado e invadido, ¿dĂłnde están ahora vuestros
ejércitos?
Ruge el suelo y la maleza cubre los campos de batalla.
Quemamos la quinta barra de incienso para guiar a los espĂritus de los señores
de la Guerra que no encuentran su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas, todos los que sois
artistas y sabios, los que habéis trabajado escribiendo y pintando. En vano
habéis esforzado vuestra vista y gastado muchos tinteros. Nada se recuerda de
vosotros y vuestras almas han de seguir su camino. La sexta barra de incienso
la quemamos para que los espĂritus de los escritores y artistas encuentren su
camino.
Escuchad las voces de nuestras almas, vosotras, hermosas
vĂrgenes y damas de elevada condiciĂłn, cuya juventud puede compararse con una
fresca mañana de primavera. Después del abrazo de vuestros amantes se rompen
vuestros corazones. Llega el otoño y luego el invierno, se marchitan las flores
y se secan los árboles y, lo mismo que la belleza, se convierten en esqueletos.
Quemamos la sĂ©ptima barra de incienso para que los espĂritus de las vĂrgenes y
de las damas de elevada condiciĂłn se libren de los vĂnculos de este mundo.
Escuchad las voces de nuestras almas, vosotros, los
mendigos y ladrones y cuantos hayáis cometido crĂmenes contra vuestros prĂłjimos
y no halléis descanso. Vuestra alma vaga por este mundo sin hallar amigos y no
encontráis justicia dentro de vosotros. Quemamos la octava barra de incienso
por todos los espĂritus que han pecado y que ahora van errantes y solitarios.
Escuchad las voces de nuestras almas, prostitutas,
mujeres de la noche, y todas aquellas contra las cuales han pecado los otros y
que ahora vagáis solas por fantasmales espacios. Quemamos la novena barra de
incienso para que estos espĂritus encuentren su camino y se liberen de las
cadenas de este mundo.
En la penumbra del templo, cargada de humo de incienso,
danzan detrás de las imágenes de oro las sombras producidas por la vacilante
luz de las lamparillas. La atmósfera se hace aún más densa con la concentración
mental de los monjes telepáticos que se esfuerzan en mantener el contacto con
los que se han marchado de este mundo y que, sin embargo, siguen ligados a Ă©l.
Los monjes de túnicas rojo-oscuro están sentados en
dobles filas, cara a cara, entonando la LetanĂa de los Muertos, y unos tambores
ocultos marcan el ritmo monĂłtono del corazĂłn humano. De otra parte del templo,
como de un cuerpo humano, llegan los rumores de los diferentes Ăłrganos, el
murmullo del fluir de los lĂquidos corporales y la respiraciĂłn de los pulmones.
A medida que prosigue la ceremonia, cambian los sonidos
del cuerpo, se van haciendo más lentos y espaciados, hasta que por fin desaparecen
para dejar paso al espĂritu que abandona sus vestiduras terrenales. Ese momento
se oye materialmente; es como un aletear, un suave estertor y, por Ăşltimo, el
silencio total. El silencio que llega con la muerte. Y no hay que estar dotado
de facultades metafĂsicas para percibir en tal silencio la presencia de otros
seres que esperan y escuchan. Paulatinamente, a medida que la instrucciĂłn
telepática continĂşa, va disminuyendo la tensiĂłn. Es que los inquietos espĂritus
están pasando a la siguiente etapa de su viaje astral.
Creemos firmemente que nacemos una y otra vez. Pero no
sĂłlo en esta tierra. Hay millones de mundos y sabemos que la mayorĂa de ellos
están habitados. Por supuesto, es gente muy distinta a los seres humanos que
conocemos.
En el TĂbet no hemos creĂdo ni por un momento que el
Hombre sea la forma más elevada y más noble de evoluciĂłn. Creemos que por ahĂ,
en otros mundos, se pueden hallar formas de vida mucho más perfeccionadas,
gente incapaz de lanzar bombas atĂłmicas. Yo he visto, en nuestro paĂs,
descripciones de extraños artefactos que vuelan por los cielos. Les llamamos
los “Carros de los Dioses”. El lama Mingyar Dondup me contĂł que un grupo de
lamas habĂa establecido comunicaciones telepáticas con esos «dioses» y Ă©stos
les dijeron que estaban contemplando la Tierra de un modo semejante a como los
humanos contemplamos los peligrosos animales salvajes en un parque zoolĂłgico.
Se ha escrito mucho sobre la levitaciĂłn. Se puede
lograr, y yo lo he visto muchas veces. Desde luego, se necesita una gran
práctica. Pero no tiene objeto perder tiempo en esto cuando existe un medio
mucho más seguro y fácil de elevarse sobre la tierra. Me refiero al viaje
astral. La mayorĂa de los lamas lo dominan y cualquier persona que posea la
paciencia necesaria podrá disfrutar de las ventajas de este arte tan útil y
agradable.
Durante las horas en que estamos despiertos, nuestro Yo
se encuentra preso en el cuerpo fĂsico y se necesita un cierto entrenamiento
para separarlos.
Cuando dormimos, sĂłlo reposa el cuerpo fĂsico. Mientras,
el espĂritu se libera de toda traba y suele marcharse al reino de los espĂritus
lo mismo que un niño regresa a su hogar cuando terminan las clases. El yo y el
cuerpo fĂsico mantienen el contacto por medio del CordĂłn de Plata, que puede
estirarse ilimitadamente. El cuerpo permanece con vida mientras ese CordĂłn de
Plata no se rompa. Con la muerte, al nacer el espĂritu a una nueva vida, se
rompe el CordĂłn, como se parte el cordĂłn umbilical para separarnos de nuestra
madre. Para un bebé, el nacimiento significa la muerte de la vida que llevó en
el cuerpo de su madre. Para el espĂritu, la muerte significa un nuevo
nacimiento a un mundo espiritual más libre. Mientras el Cordón de Plata
permanezca intacto, el ego podrá vagar libremente durante el sueño y en el caso
de los que se han entrenado especialmente, lo hará de un modo consciente. El
vagar del espĂritu produce en sueños con las impresiones transmitidas a lo
largo del CordĂłn de Plata. Cuando la mente fĂsica las recibe va
«racionalizándolas» para adaptarlas a la visiĂłn del mundo que tiene el ser
humano. En el mundo espiritual no existe el tiempo — es un concepto puramente
fĂsico— y por eso hay ensueños larguĂsimos y muy complicados que ocurren en una
fracción de segundo. Probablemente, todos hemos tenido algún sueño en que hemos
hablado con alguna persona que se halla muy lejos, quizá más allá del Oceáno.
Otras veces se nos habrá dado algún mensaje y al despertar tenemos la fuerte
impresiĂłn de que debemos recordar algo. Con frecuencia recordamos haber
encontrado en sueños algún amigo o parientes distantes y nada tiene de
particular que al poco tiempo recibamos noticias directas o indirectas de esa
persona. La memoria de los que no están preparados suele deformarse y a ello se
debe el aspecto ilógico y disparatado de los sueños y las pesadillas.
En el TĂbet viajamos mucho por medio de la proyecciĂłn
astral —no por levitaciĂłn—, y se trata de un procedimiento que podemos
controlar a voluntad. Hacemos que el yo abandone el cuerpo fĂsico, aunque siga
unido a Ă©l por el CordĂłn de Plata. Podemos viajar por donde queramos con la
mayor velocidad concebible. La mayorĂa de nosotros posee la habilidad de
realizar esos viajes, pero muchos, después de haberse lanzado, han sentido un
gran choque psĂquico por falta de entrenamiento. Probablemente todos han tenido
la sensaciĂłn de dormirse y luego, sin razĂłn aparente, despertarse
violentamente, como por una fuerte sacudida. Esto se debe a una exteriorizaciĂłn
del yo excesivamente rápida, una separación demasiado brusca de los cuerpos
fisico y astral. Esta violenta contracciĂłn del CordĂłn de Plata hace que el
cuerpo astral vuelva, como si tirase de él un elástico demasiado distendido, a
introducirse de nuevo en su vestidura fĂsica. De todos modos, la sensaciĂłn es
mucho peor cuando se regresa después de un viaje. El ser astral está flotando a
enorme altura sobre el cuerpo como un globo al extremo de una cuerda. Algo,
quizá un ruido externo, hace que el astral se reintegre al cuerpo con excesiva
rapidez. Entonces, el cuerpo despierta repentinamente y tenemos la horrible
sensaciĂłn de estar cayendo por un precipicio y de habernos detenido en el mismo
momento en que Ăbamos a estrellarnos. El viaje astral, perfectamente controlado
y sin perder la conciencia, puede ser realizado casi por todos. Necesita
práctica, pero sobre todo al principio requiere un absoluto aislamiento para
que nadie pueda interrumpirnos.
Esto no es un texto de metafĂsica, por lo cual no intento
dar instrucciones sobre la manera de viajar astralmente; pero hay que insistir
en que estos experimentos producen trastornos si no se cuenta con un buen
maestro.
No es que haya un peligro, pero se está expuesto a choques
psĂquicos y trastornos emotivos si dejamos que el cuerpo astral abandone el
cuerpo fĂsico o regrese a Ă©l inoportunamente. Además, las personas que padecen
del corazĂłn nunca deben practicar la proyecciĂłn astral. Aunque no existe un
peligro en la proyecciĂłn misma, sĂ lo hay —y muy grande—, tratándose de
personas de corazĂłn dĂ©bil, si una persona entra en la habitaciĂłn y produce asĂ
una sacudida en el CordĂłn de Plata. El choque puede ser fatal y además serĂa
lamentable porque el ego tendrĂa que nacer de nuevo para terminar aquel trozo
de vida que le faltaba por recorrer y asĂ se retrasarĂa su progreso en una
nueva vida.
Los tibetanos creemos que antes de la CaĂda del Hombre
todos podĂan viajar astralmente, poseer clarividencia, facultad telepática y
capacidad de levitaciĂłn. Nuestra versiĂłn de esa caĂda es que el hombre abusĂł de
los poderes ocultos y los empleĂł en beneficio propio en vez de aplicarlos al
des arrollo de la humanidad. En los primeros dĂas la humanidad se comunicaba
por telepatĂa. Las tribus locales tenĂan sus propios idiomas, que usaban
exclusivamente entre ellos. En cambio el lenguaje telepático era puramente
mental y podĂa ser entendido por todos los que hablasen uno u otro idioma.
Cuando se perdió la facultad telepática por el abuso
antes dicho, surgiĂł Babel: muchas lenguas y todo el mundo sin entenderse.
No tenemos un dĂa del Sabbath propiamente dicho: los
nuestros son dĂas santos que corresponden al ocho y quince de cada mes. En esos
dĂas se celebran especiales funciones religiosas y en ellos no se trabaja. Me
han dicho que nuestras festividades anuales corresponden aproximadamente a las
fiestas religiosas cristianas, pero no conozco Ă©stas lo suficiente para opinar.
Nuestras festividades son las siguientes:
En el primer mes del año, que corresponde más o menos a
febrero, celebramos, desde el dĂa primero al tercero, el Logsar. A esto se le
llamarĂa en el mundo occidental Año Nuevo. En esa festividad hay servicios
religiosos y juegos pĂşblicos.
La mayor ceremonia tibetana de todo el año es la que se
celebra del cuatro al quince del primer mes. Son los llamados «DĂas de la
SĂşplica»; en tibetano, Monlam. Esta ceremonia es la más solemne y brillante del
año religioso y secular. El dĂa quince de este mismo mes celebramos el
Aniversario de la ConcepciĂłn de Buda. No es ocasiĂłn para fiestas populares,
sino de solemne acciĂłn de gracias. Para completar el mes tenemos el dĂa
veintisiete una fiesta, religiosa en parte y en parte mĂtica. Es la ProcesiĂłn de
la Santa Daga. Con ello terminan las fiestas del primer mes.
El segundo mes (que corresponde aproximadamente a marzo)
sĂłlo tenemos la fiesta de la Caza y ExpulsiĂłn del Demonio de la Mala Suerte, el
dĂa veintinueve.
El tercer mes (abril) también escasea en ceremonias
pĂşblicas. SĂłlo hay el dĂa quince, el Aniversario de la RevelaciĂłn.
El dĂa ocho del cuarto mes (mayo por el calendario
occidental) celebramos el aniversario de la Renuncia de Buda al Mundo. SegĂşn
tengo entendido, esta festividad religiosa tiene cierto parecido con la
Cuaresma de los cristianos. Durante esos dĂas tenemos que vivir aĂşn con mayor
austeridad que habitualmente. El dĂa quince se conmemora el Aniversario de la
Muerte de Buda. Lo consideramos como el aniversario de todos aquellos que han
abandonado esta vida. TambiĂ©n se le llama el «DĂa de Todas las Almas». Ese es
el dĂa en que quemamos el incienso para orientar a los espĂritus de los que
andan extraviados y con tendencia a ligarse de nuevo a la Tierra. Entiéndase
que éstas son únicamente las fiestas más solemnes, porque hay muchas
festividades menores y un buen nĂşmero de ceremonias obligatorias, pero sin
suficiente importancia para citarlas aquĂ. El dĂa cinco de junio los «lamas
mĂ©dicos» tenĂamos que asistir a ceremonias especiales en otras lamaserĂas. Es
el DĂa de Gracias por los Tratamientos de los Monjes MĂ©dicos, cuerpo fundado
por el propio Buda. En ese dĂa no podĂamos cometer en modo alguno ninguna mala
acciĂłn, pero al dĂa siguiente nos llamaban infaliblemente nuestros superiores
para pedirnos cuenta por algo en que se figuraban que habĂamos pecado. El
Aniversario del Nacimiento de Buda cae en el dĂa cuatro del sexto mes (o sea,
julio). También en esa fecha celebramos la Primera Predicación de la Ley.
El Festival de la Siega es el dĂa ocho del octavo mes
(octubre). Por ser el TĂbet un paĂs árido, muy seco, depende nuestra
agricultura de los rĂos en medida mucho mayor que en otros paĂses. En el TĂbet
llueve poco, asĂ que combinamos la Festividad de la Siega con la del Agua, ya
que sin el agua de los rĂos no habrĂa cosechas.
El dĂa veintidĂłs del noveno mes (noviembre) es el
Aniversario del Milagroso Descenso de Buda del Cielo. Al mes siguiente, el
dĂ©cimo, celebramos la Fiesta de las Lámparas, el dĂa 25.
Los últimos acontecimientos religiosos del año tienen
lugar del 29 del undécimo mes al 13 del duodécimo (que es el que une a enero y
febrero segĂşn el calendario occidental). Entonces celebramos la ExpulsiĂłn del
Año Viejo y nos preparamos para entrar en el Nuevo.
Nuestro calendario es muy diferente del de Occidente.
Nos atenemos a un ciclo de sesenta años y cada año se indica por doce animales
y cinco elementos en diversas combinaciones. He aquĂ el calendario del ciclo
actual, que comenzĂł en 1927:
1927, Año de la Liebre del Fuego; 1928, Año del Dragón de la
Tierra; 1929, Año de la Serpiente de la Tierra;
1930, Año del Caballo de Hierro; 1931, Año del Cordero
de Hierro; 1932, Año del Mono del Agua; 1933, Año del Pájaro del Agua; 1934,
Año del Perro de la Madera; 1935, Año del Cerdo de la Madera; 1936, Año del
Ratón del Fuego 1937, Año del Buey del Fuego; 1938, Año del Tigre de la Tierra;
1939, Año de la Liebre de la Tierra; 1940, Año del Dragón del Hierro; 1941, Año
de la Serpiente del Hierro; 1942, Año del Caballo del Agua; 1943, Año del
Cordero del Agua; 1944, Año del Mono de la Madera; 1945, Año del Pájaro de la
Madera; 1946, Año del Perro del Fuego; 1947, Año del Cerdo del Fuego; 1948, Año
del Ratón de la Tierra; 1949, Año del Buey de la Tierra; 1950, Año del Tigre
del Hierro; 1951, Año de la Liebre del Hierro; 1952, Año del Dragón del Agua;
1953, Año de la Serpiente del Agua; 1954, Año del Caballo de la Madera; 1955,
Año del Cordero de la Madera; 1956, Año del Mono del Fuego; 1957, Año del
Pájaro del Fuego; 1958, Año del Perro de la Tierra; 1959, Año del Cerdo de la
Tierra; 1960, Año del RatĂłn del Hierro; 1961, Año del Buey del Hierro; y asĂ
sucesivamente. Una de nuestras creencias es la de que hay gran probabilidad de
predecir el futuro. Para nosotros la adivinaciĂłn —por unos u otros medios—
constituye una ciencia exacta. Creemos en la AstrologĂa. Para nosotros las
influencias astrológicas no son más que rayos cósmicos que se colorean o se
alteran segĂşn la naturaleza del cuerpo que los refleja en la Tierra. Todos
estarán de acuerdo en que con una cámara fotográfica y buena luz se puede
captar la imagen de algo. Si colocamos varios filtros sobre la lente de la
cámara —o sobre la luz— podremos conseguir determinados efectos en la
fotografĂa. Podremos lograr efectos ortocromáticos, pancromáticos o infrarrojos
(por mencionar sĂłlo tres de los muchos posibles). Lo mismo afectan a las
personas las radiaciones cĂłsmicas que actĂşan sobre su personalidad quĂmica y
eléctrica.
Buda dice: «La contemplaciĂłn de las estrellas, la
AstrologĂa, la predicciĂłn de acontecimientos afortunados o desgraciados por
medio de signos, asĂ como vaticinar el bien o el mal, son cosas prohibidas»;
pero un Decreto posterior, que figura en uno de nuestros Libros Sagrados, dice
asĂ:
“Está permitido usar el poder que la Naturaleza ha dado
a unos pocos y por el cual padece el individuo. NingĂşn poder psĂquico podrá ser
usado con intenciĂłn de lucro, por ambiciĂłn mundana o para demostrar que
efectiva mente se tienen esos poderes .» Mi consecuciĂłn del Tercer ojo habĂa
sido dolorosa y lo que hube de padecer perfeccionĂł el poder que ya traje a este
mundo al nacer. Pero en otro capĂtulo hemos de hablar más de la Apertura del
Tercer Ojo. En cambio, aquĂ mismo me extenderĂ© un poco más sobre astrologĂa y
citaré los nombres de tres ingleses eminentes que han visto cómo se ha cumplido
una profecĂa astrolĂłgica.
A partir del año 1027 todas las grandes decisiones se
han tomado en el TĂbet con ayuda de la astrologĂa. La invasiĂłn de mi paĂs en
1904 estaba predicha con mucha anterioridad y con todo detalle. Traduzco del
tibetano esta profecĂa:
«En el Año del DragĂłn de la Madera. La primera parte del
Año protegerá al Dalai Lama después del avance de los bandidos que luchan y
riñen. Hay muchos enemigos, turbulencias armadas, y la gente luchará. Al final
del Año un locutor con ánimo de conciliaciĂłn hará que termine la guerra.» Esto
fue escrito antes del año 1850 y se refiere al año 1904, que fue el «Año del
DragĂłn de la Madera». El coronel Younghusband mandaba las fuerzas británicas y
pudo ver la predicción en Lhasa. Mr. L. A. Waddell, también del Ejército
británico, habĂa visto la predicciĂłn en 1902. Mr. Charles Bell, que despuĂ©s fue
a Lhasa, también la vio. Algunos otros acontecimientos que fueron predichos con
toda exactitud: 1910, invasiĂłn china del TĂbet; 1911, RevoluciĂłn china y
formaciĂłn del Gobierno Nacionalista; a fines de 1911, expulsiĂłn del TĂbet de
los chinos; 1914, guerra entre Inglaterra y Alemania; 1933, en que abandonĂł
esta vida el Dalai Lama; 1935, regreso del Dalai Lama en una nueva encarnaciĂłn;
1950, «las fuerzas del mal invaden el TĂbet». O sea, los comunistas invadieron
el TĂbet en octubre de 1950. MĂster Bell, que despuĂ©s fue sir Charles Bell, vio
todas estas predicciones en Lhasa. Y en lo que se refiere a mi persona, todo lo
que me predijeron se ha convertido en realidad, sobre todo las penalidades. La
ciencia —porque en efecto se trata de una ciencia— de preparar un horĂłscopo no
puede exponerse aquà en unas cuantas páginas de un libro de esta naturaleza. De
todos modos procuraré dar una breve idea de ella. Consiste en preparar un mapa
de los cielos tal como se hallaban en el momento de la concepciĂłn y en el del
nacimiento de la persona de que se trate. Hay que saber la hora exacta del
nacimiento y traducir ese tiempo a lo que llamamos «tiempo estelar», que es por
completo diferente del que se conoce en el mundo. Como la velocidad de la
Tierra en su órbita es de diecinueve millas por segundo, se comprenderá que
cualquier inexactitud determinará un tremendo error. En el Ecuador, la
velocidad de rotaciĂłn de la Tierra es de unas mil cuarenta millas por hora. El
mundo se inclina mientras gira, y el Polo Norte avanza a unas tres mil cien
millas por delante del Polo Sur en el otoño, pero en la primavera se invierte
esta posiciĂłn. AsĂ que la longitud del lugar del nacimiento es de importancia
vital.
Una vez preparados los mapas, los astrĂłlogos interpretan su
significado.
Hay que determinar las relaciones entre todos los
planetas y calcular el efecto de esas relaciones en el mapa estudiado.
Preparamos una carta de la concepciĂłn para conocer las influencias que actĂşan
durante los primeros momentos de la existencia de una persona. El mapa del
nacimiento indica las influencias que actĂşan en el momento en que el individuo
entra en el mundo. Para conocer el futuro preparamos un mapa del tiempo del que
se desea saber y lo comparamos con el mapa natal. Alguna gente dice: «Pero
¿podrĂan ustedes predecir quiĂ©n va a ganar una determinada carrera de caballos?
» Desde luego que no, porque para hacerlo tendrĂamos que
sacar el horĂłscopo de todas las personas y de todos los caballos que
intervengan en la carrera, incluidos los propietarios de los caballos. Para
adivinar el caballo que va a ganar, el mejor método es cerrar los ojos, coger
un alfiler y pasarlo por la lista de los caballos participantes hasta clavarlo
en uno. Pero podemos vaticinar con toda seguridad si una persona se va a curar
de una enfermedad, o si Juan se casará con MarĂa y vivirá felizmente con ella,
y, en fin, todo lo que se refiera a los individuos. También podemos decir que
si Inglaterra y los Estados Unidos no detienen el avance comunista, estallará
una guerra en el Año del Dragón de la Madera, que en este ciclo corresponde a
1964. En este caso, a fines de siglo habrĂa grandes fuegos de artificio en este
mundo que servirĂan de distracciĂłn a los espectadores de Marte o Venus. Pero
para llegar a ese extremo es preciso que los occidentales no les corten a los
comunistas su carrera ascendente.
Otro punto que parece chocar a los occidentales es que
podamos seguirles la pista a nuestras vidas anteriores. Las personas que no
dominan esta materia aseguran que es imposible lograrlo, y en esto se parecen
al sordo total que dice: «No oigo ningĂşn sonido, por tanto no existe el sonido.
» Es perfectamente posible trazar el desarrollo de las
existencias anteriores, aunque desde luego requiere mucho tiempo y profundos
estudios con las cartas astrológicas y realizar muchos cálculos. Una persona
puede hallarse en un aeropuerto y preocuparse por los Ăşltimos lugares donde ha
tocado el avión que llega. Si esta persona es simplemente un espectador podrá
suponerlo. En cambio, en la torre de control podrán decirlo con toda exactitud.
Y si un espectador ordinario tiene a su disposiciĂłn una lĂsta de los datos
concernientes al avión podrá decir en qué otros aeropuertos ha aterrizado. Lo
mismo podemos hacer nosotros con las vidas pasadas. Se necesitarĂa por lo menos
un libro completo para explicar con claridad el procedimiento que seguirnos. Pero
puede resultar interesante enumerar los puntos que abarca la astrologĂa
tibetana. Usamos diecinueve sĂmb olos en las doce Mansiones de la AstrologĂa.
Estos sĂmbolos indican:
Personalidad e interés propio; Finanzas, o sea, cómo se
puede ganar o perder dinero; Relaciones, viajes cortos, habilidad mental y para
escribir; Propiedades y condiciones al final de la vida; Niños, diversiones y
especulaciones; Enfermedad, trabajo y animales pequeños; Asociación de
negocios, matrimonio, enemigos y pleitos; Herencias y legados; Viajes largos y
asuntos psĂquicos; ProfesiĂłn y honores; Amistades y ambiciones; Trastornos,
inhibiciones y penas ocultas.
También podemos predecir el tiempo aproximado, o en qué
condiciones ocurrirá lo siguiente:
Amor, el tipo de persona y el tiempo del encuentro;
Matrimonio, fecha y resultado; PasiĂłn, cuando se trata de temperamentos
furiosos; Catástrofe, si ha de ocurrir y cómo ocurrirá; Fatalidad; Muerte,
cuándo y cómo; Prisión u otras formas de privación de libertad; Discordia,
familiar o en los negocios; EspĂritu, etapa de evoluciĂłn alcanzada.
Aunque practico mucho la astrologĂa, encuentro que la
psicometrĂa y la adivinaciĂłn fijando la vista en un cristal son mucho más
rápidas y tan exactas como la otra. ¡Sobre todo, mucho más fácil cuando uno es
una calamidad en las matemáticas! La psicometrĂa es el arte de obtener leves
impresiones de acontecimientos pasados basándose en un objeto. Todos tienen
esta habilidad en cierta medida. Por ejemplo, cuando alguien entra en una
antigua iglesia y, bajo la influencia de los siglos que han pasado por allĂ, dice:
«¡quĂ© atmĂłsfera tan serena y tranquilizadora!» Pero esa misma persona visitará
el lugar donde se ha cometido un horroroso crimen y exclamará:
«¡vámonos de aquĂ; no me gusta es te sitio, es demasiado
tĂ©trico!» La adivinaciĂłn por el procedimiento de fijar la vista en el cristal
es diferente.
El cristal —como ya he dicho en otro capĂtulo— no es más
que un foco que concentra los rayos del Tercer Ojo de un modo muy semejante a
como se proyectan los rayos X sobre una pantalla y nos muestran una imagen
fluorescente. No se trata en absoluto de magia, sino sĂłlo de utilizar las leyes
naturales.
En el TĂbet tenemos monumentos a las leyes naturales.
Nuestros chortens, cuyo tamaño va de
metro y medio a más de quince metros, son sĂmb olos que podemos comparar a un
crucifijo o a un icono. En todo el TĂbet abundan estos monumentos. En Lhasa hay
cinco, el más grande de los cuales es el Pargo Kaling, que forma una de las
puertas de la ciudad. Los chortens son siempre de la misma forma. La base
simboliza los sĂłlidos cimientos de la Tierra. Sobre ella descansa el globo del
agua coronado por el Cono de Fuego y que lleva encima el Platillo del Aire y
sobre Ă©l, como remate, el tembloroso EspĂritu (Eter) que espera abandonar este
mundo de materialismo.
A cada uno de estos elementos se llega por los Escalones
de la ConsecuciĂłn. El conjunto simboliza la creencia fundamental tibetana.
Venimos a la tierra al nacer. Durante nuestra vida ascendemos apoyándonos en
los Escalones de la ConsecuciĂłn. Pero llega un momento en que nos falta el
aliento y entramos en la zona espiritual pura. Luego, después de un intervalo
de duraciĂłn variable (pueden ser siglos), volveremos a nacer para aprender otra
lecciĂłn. La Rueda de la Vida simboliza la interminable ronda de
nacimiento-vida-muerteespĂritu-nacimiento-vida, y asĂ sucesivamente.
Muchos escritores que han estudiado las cosas del TĂbet
cometen el serio error de dar por cierto que creemos realmente en esos
horribles infiernos que a veces están representados en la Rueda. Es posible que
algunos seres extremadamente incultos crean que existe efectivamente ese
infierno, pero cualquier persona medianamente culta se reirá si la suponéis
capaz de ello.
Creemos que estamos en la Tierra para aprender y que en
ella es donde sufrimos todas las torturas que se atribuyen al infierno. El Otro
Sitio es para nosotros aquél donde vamos cuando salimos del cuerpo, o sea el
sitio en donde encontraremos a otras entidades que también se han liberado del
cuerpo. Y no es esto lo que se llama espiritualismo, si no una creencia muy
concreta en que durante el sueño o después de la muerte podremos movernos con
absoluta libertad por los planos astrales. A los más elevados de estos planos
los llamamos «La Tierra de la Luz Dorada». Estamos seguros de que cuando nos
encontremos en lo astral (después de la muerte o durante el sueño) podremos
encontrar allĂ a las personas amadas porque estamos en armonĂa con ellas. Y
nunca veremos a las personas por quienes sentimos antipatĂa, ya que ese estado
de desarmonĂa no puede existir en la Tierra de la Luz Dorada.
Todo eso lo ha probado el tiempo y es una lástima que
las dudas y el materialismo occidentales hayan impedido que se realicen las
adecuadas investigaciones en esta ciencia. DeberĂa pensarse en las muchas cosas
de que se ha reĂdo la humanidad al principio y que luego han resultado una
magnĂfica realidad con el paso del tiempo: el telĂ©fono, la aviaciĂłn, la radio,
la televisiĂłn y tantas otras cosas.
CAPĂŤTULO DECIMOPRIMERO.
TRAPPA.
Con todo mi juvenil entusiasmo me dedicaba a prepararme
para salir bien en los exámenes al primer intento. Al acercarse la fecha de mi
duodécimo aniversario fui aflojando paulatinamente en los estudios, pues los
exámenes empezaban el dĂa despuĂ©s de mi cumpleaños. En los años anteriores
habĂa estudiado intensamente astronomĂa, anatomĂa, Ă©tica religiosa, los idiomas
tibetano y chino, caligrafia, matemáticas e incluso la manera de mezclar bien
el incienso. Me habĂa quedado muy poco tiempo para distraerme.
El solo «juego» que pude permitirme fue el judo, y esto
porque tenĂa que examinarme de Ă©l como de otra asignatura cualquiera. Unos tres
meses antes me habĂa dicho el lama Mingyar Dondup: «No repases tanto, Lobsang,
que asĂ se te atasca la memoria. Tienes que estar absolutamente tranquilo, como
lo estás ahora, y verás cĂłmo te brota el conocimiento.» LlegĂł el dĂa. A las
seis de la mañana otros quince candidatos y yo nos presentamos en la sala de
exámenes. Primero asistimos a un breve servicio religioso para ponernos en el
estado de ánimo adecuado, y luego, para asegurarse de que ninguno de nosotros
ocultaba nada, fuimos desnudados y registrados y después nos dieron ropa
limpia. El presidente del tribunal examinador encaminaba la procesiĂłn desde el
pequeño templo de la sala de exámenes a las cabinas cerradas. Eran éstas unas
cajas de piedra de dos por tres metros y dos y medio de altura. Por delante de
las cabinas patrullaban unos monjespolicĂas. Nos encerraron a cada uno de
nosotros en una cabina a la que aplicaron un sello. Cuando estuvimos todos ya
encerrados, los monjes nos trajeron con qué escribir y la primera serie de
preguntas, pasándonos esto por una trampilla que habĂa en la pared. TambiĂ©n nos
llevaron tĂ© y tsampa. El monje que nos servĂa nos dijo que podĂamos tomar
tsampa tres veces al dĂa, y tĂ© cuanto quisiĂ©ramos. DebĂamos desarrollar un tema
al dĂa y esto durante seis dĂas y nos aplicarĂamos a ello durante la primera
luz de la mañana hasta que no se pudiera ver ya, al anochecer. Estos cubĂculos
carecĂan de techo, asĂ que nuestra iluminaciĂłn era la de la sala.
Bajo ningĂşn pretexto podĂamos salir de nuestras celdas.
Cuando la luz empezaba a escasear, aparecĂa un monje por el ventanuco y nos
pedĂa los ejercicios. Entonces nos podĂamos echar a dormir hasta el amanecer.
Puedo decir por experiencia que cuando se pasa uno catorce horas escribiendo un
ejercicio, puede uno probar de sobra sus conocimientos y sus nervios. El resto
del dĂa podĂamos pasarlo como quisiĂ©ramos. Tres dĂas despuĂ©s, cuando los
examinadores hubieron leĂdo y corregido nuestros ejercicios, nos fueron llamando
uno a uno. Nos hicieron muchas preguntas basándose sólo en los puntos más
dĂ©biles que habĂan encontrado y este interrogatorio ocupaba el resto del dĂa.
A la mañana siguiente tuvimos que ir los dieciséis a la
habitaciĂłn donde nos enseñaban el judo. Este examen era puramente fĂsico y cada
uno de nosotros tenĂa que luchar con otros tres candidatos. Los que perdĂan
eran enseguida eliminados. Todos mis rivales fueron perdiendo y, al final, sĂłlo
gracias al entrenamiento a que me habĂa sometido Tzu, fui el Ăşnico que quedĂł.
Por lo menos, habĂa quedado con la máxima puntuaciĂłn en judo. Pudimos descansar
al dĂa siguiente de lo mucho que habĂamos trabajado, y al otro nos informaron
del resultado. HabĂamos aprobado cinco.
Con ello alcanzábamos la graduación de trappa o
monjes-médicos. El lama Mingyar Dondup, a quien no pude ver durante todo el
tiempo que duraron los exámenes, me llamó para que fuese a su habitación. En
cuanto entré, me dijo contento:
—Has quedado muy bien, Lobsang. Eres el primero de la
lista. El Abad ha enviado un informe especial al Más Profundo. QuerĂa
proponerle que te hicieran lama inmediatamente, pero yo le he quitado esta idea
de la cabeza.
Al ver mi apenada expresiĂłn me explicĂł: «Es mucho mejor
que llegues a lama por el estudio normal y paso a paso. Si te dan ahora ese
tĂtulo, perderás mucha preparaciĂłn que más adelante puede ser vital para ti.
Sin embargo, puedes trasladarte a la habitaciĂłn junto a la mĂa, porque es
seguro que saldrás bien del examen para lama cuando llegue el tiempo.» Aquello
me parecĂa justo. Todo lo que mi GuĂa decidĂa estaba yo dispuesto a acatarlo
como lo mejor. Me emocionaba pensar que mi triunfo era también suyo y que
suponĂa una victoria para Ă©l haberme educado tan bien que lograse el primer
puesto en todas las asignaturas.
Unos dĂas despuĂ©s llegĂł a nuestro monasterio un mensajero
jadeante, con la lengua fuera y casi a punto de morir — en apariencia—, con un
recado del Más Profundo.
Los mensajeros empleaban siempre este talento histriĂłnico
para impresionar al destinatario de sus mensajes con la rapidez que habĂan
corrido y el enorme trabajo que les habĂa costado realizar su misiĂłn. Pero como
el Potala estaba sólo a un kilómetro y medio o poco más, pensé que su
representaciĂłn era excesiva.
El Más Profundo me felicitaba por mi buen éxito en los
exámenes y me decĂa que a partir de entonces se me consideraba como un lama.
TendrĂa que llevar hábitos de lama y disfrutar de todos los derechos y
privilegios de esa condiciĂłn. Estaba de acuerdo con mi GuĂa en que deberĂa
examinarme cuando tuviera diecisĂ©is años, «ya que de ese modo podrás estudiar
todo, porque de lo contrario te perderĂas, y tus conocimientos se enriquecerán
mucho más con esos estudios».
Teniendo ya la categorĂa de lama podrĂa estudiar con mayor
libertad sin verme obligado a asistir a las clases. También implicaba mi
condiciĂłn el que cualquier especialista podĂa enseñarme para que aprendiese con
mayor rapidez.
Una de las primeras cosas que tuve que aprender fue el
arte de relajarme, sin el cual no es posible emprender un verdadero estudio de
la metafĂsica.
Un dĂa entrĂł el lama Mingyar Dondup en la habitaciĂłn donde
me hallaba estudiando varios libros. Me mirĂł y dijo: «Lobsang, estás en
tensiĂłn.
No progresarás en el mundo contemplativo si no te relajas.
Te enseñarĂ© a hacerlo.» Me dijo que me tendiese para empezar, pues aunque se
puede uno relajar sentado, e incluso de pie, es mejor aprender primero a
hacerlo tendido.
—ImagĂnate que te has caĂdo por un precipicio —me dijo mi
GuĂa—.
ImagĂnate que estás ya destrozado en el suelo con los
miembros en la misma posiciĂłn en que han caĂdo y la boca ligeramente abierta,
pues sĂłlo asĂ descansan los mĂşsculos de las mejillas.
Procuré ponerme exactamente en la posición que él me
pedĂa.
—Ahora figĂşrate que tus piernas y brazos han sido
invadidos por unos hombrecillos que te obligan a esforzarte porque te están
tirando de los mĂşsculos. Diles a esos hombrecillos que se vayan de tus pies
para que no sientas en ellos movimiento ni tensiĂłn alguno. Procura que tu mente
explore los pies para asegurarte de que ningún músculo está funcionando.
Hice todo lo posible para imaginarme a aquellos diminutos
seres.
Luego pensé en un Tzu muy pequeñito que me tiraba de los
dedos de los pies. Para mĂ fue una gran satisfacciĂłn ordenarle que me dejara
tranquilo.
El lama prosiguiĂł:
—Luego harás lo mismo con las piernas. Seguramente tienes
a toda una tropa trabajándote las pantorrillas, Lobsang. Esta mañana han tenido
que esforzarse mucho las pobres mientras saltabas. Ya es hora de que descansen.
Diles que se retiren hacia tu cabeza. ¿Se han ido ya?
¿Estás seguro?
Compruébalo con tu mente. Haz que te dejen en paz los
mĂşsculos hasta que se queden flojos e inmĂł viles.
De pronto hizo un movimiento brusco señalándome una
pierna.
—Mira, has olvidado a uno en el muslo. Veo a un
hombrecillo que te está tirando de un músculo. Echalo, Lobsang, échalo.
Y por fin quedaron mis piernas totalmente relajadas.
—Ahora debes hacer lo mismo con los brazos —prosiguiĂł—
empezando con los dedos. Haz que toda esa gentecilla te suba por las muñecas,
luego a los codos y despuĂ©s a los hombros. ImagĂnate que estás ordenándoles a
esos hombrecillos que se retiren de todos los puntos de tu brazo.
Cuando lo conseguĂ y Ă©l se convenciĂł de ello, me dijo:
—Ahora vamos con el cuerpo propiamente dicho. FigĂşrate que
tu cuerpo es un monasterio. Piensa en todos los monjes que tienes ahĂ dentro
tirándote de los músculos para obligarte a trabajar. Diles que se vayan. Diles
que abandonen la parte baja de tu cuerpo primero y después todo lo demás.
OblĂgales a que te suelten todos los mĂşsculos de modo que
tu cuerpo quede sujeto solamente por la cubierta exterior y que todo lo que
contiene se afloje y quede en una posición natural. Entonces podrás decir que
has logrado relajarte de un modo absoluto.
QuedĂł muy satisfecho con mi apariencia, porque dijo:
—Lo más importante para relajarse es quizá la cabeza.
Veamos lo que podemos hacer con ella. Veo que tienes a ambos lados de la boca
unos mĂşsculos en tensiĂłn. Afloja los dos lados, Lobsang. No tienes que hablar
ni que comer; asĂ que, por favor, no hagas ningĂşn esfuerzo inĂştil. Y ¿por quĂ©
tienes los ojos entornados? No hay ninguna luz tan fuerte como para que te moleste;
asà que ciérralos con suavidad, dejando caer los párpados como si se cayeran
ellos solos, sin tensiĂłn alguna. —Se volviĂł y mirĂł por la ventana abierta—. AhĂ
está precisamente el que sabe relajarse mejor en el mu ndo: un gato. PodrĂas
aprender de Ă©l. Nadie le supera en eso.
Se tarda mucho en escribir todo esto y parece extraño y
difĂcil cuando se lee, pero la verdad es que basta un poco de práctica para
relajar el cuerpo en un segundo. El sistema que he expuesto nunca falla. A
todos aquellos que viviendo en la constante inquietud de la civilizaciĂłn
occidental se encuentran tensos y excesivamente fatigados, he de aconsejarles
que practiquen ese método, asà como el sistema mental que voy a exponer ahora.
Para este Ăşltimo me aconsejĂł el lama Mingyar Dondup que procediese de un modo
diferente. —De nada servirĂa reposar fĂsicamente si la mente está soliviantada
y sin reposo. Mientras yaces ahĂ relajado fisicamente procura seguir con la
mente el rumbo de tus pensamientos, pero sin poner una gran atenciĂłn ni interesarte
demasiado por ellos. MĂralos con indiferencia y convĂ©ncete de lo triviales que
son. Y entonces detén el curso de estos insignificantes pensamientos;
prohĂbeles terminantemente que sigan circulando. ImagĂnate un cuadrado negro,
un puro vacĂo, y tus pensamientos que intentan saltar de un lado a otro. Al
principio, algunos intentarán saltar hasta al borde del abismo.
Lánzate tras ellos y oblĂgalos a volver a donde estaban al
principio y luego los obligarás a saltar de nuevo sobre ese negro vacĂo. Pero
imagĂnate como si lo estuvieras viendo y en muy poco tiempo conseguirás ver la
negrura sin esfuerzo alguno. A partir de ese momento disfrutarás de un perfecto
relajamiento mental y fĂsico.
TambiĂ©n esto es más difĂcil explicarlo que hacerlo. Con
poca práctica se logran unos resultados estupendos. La mayorĂa de la gente no
cierra nunca su mente ni sus pensamientos y son como los que pretenden
ejercitarse fĂsicamente sin interrupciĂłn durante el dĂa y la noche. Una persona
que intentase andar sin descanso durante unos cuantos dĂas y noches no tardarĂa
en caerse al suelo; en cambio, nunca damos reposo a la mente. Todo lo que
hacĂamos estaba encaminado a ejercitar la mente. Si aprendĂamos el judo, era
como ejercicio de autodominio. El lama que nos enseñaba este método de lucha
podĂa defenderse de diez ataques a la vez y vencerlos. SentĂa una gran aficiĂłn
por el judo y trataba de hacerlo lo más interesante posible.
—Las llaves que estrangulan —solĂa decir— pueden parecer
salvajes y crueles a los occidentales, pero este punto de vista es errĂłneo.
Como ya he dicho, basta tocar ligeramente a una persona en el cuello para
dejarla sin conocimiento en una fracciĂłn de segundo. La leve presiĂłn paraliza
el cerebro sin dañarlo.
En el TĂbet, donde no hay anestesia, utilizábamo s con
frecuencia esa presiĂłn para las operaciones quirĂşrgicas e incluso para la
extracciĂłn de dientes difĂciles. El paciente no se daba cuenta de nada. TambiĂ©n
se emplea en las iniciaciones cuando se suelta al ego del cuerpo para que
emprenda un viaje astral.
Con este entrenamiento nos inmunizábamos contra las
caĂdas. Una de las finalidades del judo es aprender a caer sin hacerse daño;
los chicos acostumbrábamos a saltar desde lo alto de un muro de tres a cuatro
metros para divertirnos.
Un dĂa sĂ y otro no, antes de empezar los ejercicios de judo,
tenĂamos que recitar los Pasos del Camino de Enmedio, piedra angular del
budismo.
Puntos de vista rectos: opiniones libres de toda ilusiĂłn y de
egoĂsmo.
Rectas aspiraciones: que nos conducen a tener intenciones y
opiniones elevadas y dignas.
Palabras rectas: las que usará toda persona amable,
considerada y v erĂdica.
Recta conducta: que nos hace pacĂficos, honrados y
desprendidos.
Vida recta: para obedecer este mandamiento hay que evitar
causar daño a hombres y animales y se dará a estos últimos todos sus derechos
como seres.
Esfuerzo recto: hay que tener autodominio y someterse a una
preparaciĂłn constante.
Pensamiento recto: tener los pensamientos adecuados y hacer
siempre lo que está bien.
Visiones rectas: placer que se deriva de la meditaciĂłn
sobre las realidades de la vida y sobre el Super- Ser. Si alguno de nosotros
cometĂa alguna falta contra estos mandamientos, tenĂamos que yacer cara al
suelo a la entrada del templo para que todos los que entrasen pasaran por
encima de nuestro cuerpo. AllĂ habĂa que permanecer desde el alba hasta el
anochecer sin moverse en absoluto, sin comer y sin beber. Además, se
consideraba como una gran vergĂĽenza.
Ya era lama, y uno de los distinguidos, uno de los
superiores. Este tĂtulo resultaba muy halagĂĽeño, pero era muy difĂcil
mantenerse a la altura de la situaciĂłn. Antes tenĂa que obedecer las treinta y
dos reglas de la conducta sacerdotal. Una vez nombrado lama, me encontré,
horrorizado, que debĂa obedecer nada menos que doscientas cincuenta y tres
reglas. Y en Chakpori el buen lama no quebrantaba ni una sola de ellas. Me
parecĂa que la cabeza acabarĂa estallándome de tantas cosas como habĂa que
aprender en el mundo. Pero resultaba muy agradable sentarse en la terraza y ver
cĂłmo llegaba el Dalai Lama al Norbu Linga o Parque de la Joya, que estaba allĂ
abajo, cerca de nuestro monasterio. TenĂa que ocultarme mientras contemplaba al
Precioso Protector, pues nadie podĂa mirarle de arriba abajo.
TambiĂ©n podĂa ver, al otro lado de nuestra Montaña de
Hierro, dos hermosos parques: el Khati Linga, y al otro lado del rĂo que llaman
el Kaling Chu, el Dodpal Linga ( significa parque). Más al norte se hallaba la
Puerta Occidental, o sea, el Pargo Kaling. Más cerca, casi al pie del Chakpori,
se elevaba un monumento que conmemoraba a uno de los héroes de nuestra
historia, el Rey KĂ©sar, que viviĂł en los bĂ©licos dĂas que precedieron al
budismo y a la paz del TĂbet.
¿Que si trabajábamos? A todas horas, aunque tambiĂ©n
tenĂamos alguna distracciĂłn, ya que era un placer charlar con hombres como el
lama Mingyar Dondup. Para estos hombres sĂłlo tenĂa un objetivo la vida: la paz
y ayudar al prĂłjimo. Otra compensaciĂłn era poder admirar aquel hermoso valle
tan verde y poblado de magnĂficos árboles. ¡QuĂ© estupendo contemplar cĂłmo
fluĂan las azules aguas que serpenteaban en las montañas, ver los relucientes
monumentos religiosos, las pintorescas lamaserĂas y ermitas colgadas en alturas
inverosĂmiles! Y era un placer mirar con la debida reverencia las doradas
cĂşpulas del Potala tan prĂłximas a nosotros, y los brillantes tejados del
Jo-kang, poco más allá, hacia el este. La camaraderĂa de los otros monjes, la
rudeza bien intencionada de los monjes menores, el familiar olor a incienso que
impregnaba los templos... Todas estas cosas que constituĂan nuestra vida la
hacĂan digna de vivirse. Desde luego, habĂa que pasar malos ratos, pero no
importaba: en toda comunidad hay gente incomprensiva y de poca fe, pero en
Chakpori eran los menos.
CAPĂŤTULO DECIMOSEGUNDO.
HIERBAS Y COMETAS.
Pasaban las semanas. HabĂa mucho que hacer, que aprender y
que proyectar. Ahora me hallaba mucho más ejercitado en las ciencias ocultas.
Estaba sometido a una preparaciĂłn especial. Un dĂa, a
principios de agosto, me dijo mi GuĂa:
—Este año iremos con los recolectores de hierbas
medicinales. Adelantarás mucho en la medicina cuando hayas conocido las
diferentes hierbas en su estado natural. ¡Además, te enseñaremos el verdadero
arte de las cometas!
Durante dos semanas estuvimos ocupadĂsimos. HabĂa que
confeccionar nuevas bolsas de cuero y limpiar las viejas, preparar tiendas de
campaña y someter a un cuidadoso examen a los animales para ver si podrĂan
resistir tan prolongada y dura expediciĂłn. IrĂamos doscientos monjes.
EstablecerĂamos nuestro campamento base en la antigua lamaserĂa de Tra Yerpa y
de allĂ saldrĂan todos los dĂas grupos de nosotros en busca de hierba.
Partimos por fin a Ăşltimos de agosto entre una estruendosa
algazara. Los que se quedaban en el monasterio envidiaban a los que emprendĂan
aquella aventura. Por mi categorĂa de lama me correspondĂa montar en un caballo
blanco. Unos cuantos de nosotros tomarĂamos la delantera con muy poco equipaje,
para pasar varios dĂas en Tra Yerpa antes de que llegasen los demás.
Nuestros caballos recorrerĂan casi treinta kilĂłmetros al
dĂa; en cambio, los yaks no podĂan pasar de quince kilĂłmetros diarios. La
caravana que nos seguĂa llevaba todo el equipaje a lomos de yaks.
Los veintisiete que formábamos la avanzada Ăbamos muy
contentos de poder llegar a la lamaserĂa unos dĂas antes. Era un camino difĂcil
y ya saben ustedes que he sido siempre mal jinete.
Mis proezas de equitaciĂłn no pasaban de mantenerme en
equilibrio sobre la silla mientras el caballo galopaba. Pero era incapaz de ir
en pie sobre la silla como hacĂan los otros. Yo tenĂa que agarrarme bien, lo
cual no resultaba muy bonito, pero asĂ por lo menos iba seguro. Cuando nos
acercamos a la lamaserĂa, situada en la falda de una montaña, salieron a
recibirnos los monjes. Nos tenĂan preparadas enormes cantidades de tĂ© con
manteca, tsampa y verduras. El entusiasmo con que nos recibieron no era
completamente desinteresado, pues estaban impacientes por saber noticias de
Lhasa, y por ver los regalos que les llevábamos, siguiendo la costumbre.
En el tejado plano del templo habĂa unos braseros con
incienso de los que se elevaban densas columnas de humo. Entramos a caballo en
el patio con renovadas energĂas al saber que terminaba nuestro viaje. La
mayorĂa de mis compañeros, que eran lamas mayores, tenĂan viejos amigos en
aquel monasterio.
Todos conocĂan allĂ al lama Mingyar Dondup. Lo rodearon en
masa y se lo llevaron no sé adónde. Me encontré de pronto solo en el mu ndo,
pero al poco tiempo oĂ que me llamaban:
—Lobsang, Lobsang, ¿dĂłnde estás?
RespondĂ, y antes de saber lo que me ocurrĂa me encontrĂ©
rodeado por la multitud de monjes. Aquella masa humana se habĂa abierto para
tragarme a mĂ tambiĂ©n. Mi GuĂa hablaba con un abad anciano que se volviĂł hacia
mĂ y dijo:
—¿De modo que Ă©ste es? Bueno, bueno; ¡quĂ© jovencito!
Como de costumbre, mi principal preocupaciĂłn era la
comida. Sin perder tiempo nos dirigimos todos hacia el refectorio, donde nos
sentamos y nos pusimos a comer en silencio como si estuviésemos en Chakpori. No
estaba muy claro si Chakpori era una rama de Tra Yerpa, o al contrario.
Desde luego, ambas lamaserĂas eran de las más antiguas del
TĂbet. Tra Yerpa tenĂa fama de poseer ciertos manuscritos famosĂsimos sobre
medicina herbolaria, manuscritos que podrĂa yo leer y tomar de ellos las notas que
necesitara. TambiĂ©n tenĂan un informe de la primera expediciĂłn a las mo ntañas
de Chang Tang, escrito por los diez hombres que realizaron aquel extraordinario
viaje. Pero lo que más me interesó por entonces fue el campo perfectamente
llano junto al monasterio, en el que Ăbamos a lanzar nuestras cometas.
Aquel era un extraño paisaje. Inmensos picos se elevaban
de un suelo que subĂa continuamente. Unas mesetas como jardines en terrazas se
extendĂan desde el pie de los picos como anchĂsimos escalones que subieran
hasta perderse en las alturas. Algunos de los escalones inferiores presentaban
una gran riqueza de hierbas medicinales. Una forma de musgo que se encontraba
allĂ tenĂa un poder de absorciĂłn mucho mayor que el sphagnum.
Una pequeña planta con unas bolitas amarillas poseĂa unas
sorprendentes virtudes anestĂ©sicas. Los monjes cogĂan estas hierbas y las
ponĂan a secar.
Yo, por mi condiciĂłn de lama, podĂa dirigir estas
operaciones; pero para mĂ el objetivo principal de esta excursiĂłn serĂa recibir
las enseñanzas del lama Mingyar Dondup y de los especialistas en herboristerĂa.
Pero sĂłlo pensaba en las cometas; y las que allĂ se lanzaban llevaban hombres
dentro. En la lamaserĂa habĂa almacenada mucha madera de abeto que habĂan
traĂdo de algĂşn lejano paĂs, probablemente del Assam. La madera de abeto se
consideraba la mejor para la construcciĂłn de cometas, ya que resistĂa grandes
golpes sin quebrarse y era ligera y fuerte a la vez.
Nuestra disciplina seguĂa siendo durante el viaje tan
severa como en Chakpori. TenĂamos que asistir tambiĂ©n allĂ a los servicios
religiosos de medianoche y a todos los demás del dĂa. Bien pensado, esto era lo
más sensato, pues si rebajábamos la disciplina nos serĂa luego muy difĂcil
volvernos a adaptar a ella. Las horas que en Chakpori dedicábamos a las clases
las pasábamos allà cogiendo y estudiando hierbas y practicando el arte de
lanzar las extraordinarias cometas de Tra Yerpa.
En esta lamaserĂa, debido a la gran altitud en que se
hallaba, tenĂamos aĂşn luz de dĂa, mientras que hacia abajo se cubrĂa todo de
sombras moradas y soplaba el viento de la noche agitando la escasa vegetaciĂłn.
El sol se ponĂa por detrás de las lejanas cumbres y por fin tambiĂ©n nosotros
quedamos a oscuras. El paisaje, por debajo de nosotros, parecĂa un lago negro.
En ninguna parte brillaba un destello de luz. En todo lo que podĂa abarcar la
mirada no habĂa ni un ser viviente, una vez pasados los lĂmites de la
lamaserĂa.
Al ocultarse el sol, el viento de la noche, cumpliendo
órdenes de los dioses, barrió todos los rincones de la Tierra. Después de
recorrer el valle, se encontró aprisionado por las faldas de las montañas y
subiĂł hacia nosotros con un ruido ensordecedor y lĂşgubre, como una caracola
gigantesca que nos llamase a los servicios religiosos. Escuchamos los crujidos
misteriosos de las rocas que se movĂan y contraĂan al pasar el calor del dĂa.
Las estrellas relucĂan en el tenebroso cielo. Los ancianos decĂan que las
legiones de KĂ©sar habĂan arrojado sus lanzas al Suelo del Cielo obedeciendo una
orden de Buda y que las estrellas no eran sino las luces de la Sala celestial
que brillaban a través de los agujeros hechos por las puntas de las lanzas.
De pronto oĂmos un nuevo ruido que dominaba el estruendo del
viento.
Eran las trompetas del templo que anunciaban la
terminaciĂłn de otro dĂa. Levantando la vista pude distinguir con dificultad, en
la terraza del monasterio, las siluetas de unos monjes cuyas tĂşnicas eran
agitadas por el viento. La llamada de sus trompetas significaban que habĂa
llegado la hora de acostarse hasta la medianoche. Por los vestĂbulos y templos
habĂa unos pequeños grupos de monjes que comentaban las cosas de Lhasa y los
acontecimientos del mundo. Hablaban del Dalai Lama, la mayor encarnaciĂłn de todos
los Dalais Lamas. Al sonar las trompetas se dispersaron tranquilamente todos.
Se marcharon a acostarse. Fueron cesando todos los pequeños ruidos de la
lamaserĂa y reinĂł una atmĂłsfera de absoluta paz. Me echĂ© de espaldas mirando
por un ventanuco. Esta noche me interesaba todo demasiado para dormir: las
estrellas en el cielo.., y toda mi vida por delante.
¡SabĂa tantas cosas que me habĂan predicho! Pero habĂa
muchas más que aĂşn desconocĂa. Por ejemplo, se habĂa predicho que el TĂbet
serĂa invadido, pero ¿por quĂ© habĂan de invadirlo? ¿QuĂ© habĂa hecho un paĂs tan
amante de la paz como el nuestro, un paĂs que vivĂa sin ambiciones y cuyo Ăşnico
deseo era desarrollar el espĂritu? ¿QuĂ© habĂa hecho para merecer ese castigo?
¿Por quĂ© codiciaban los demás paĂses al nuestro? SĂłlo
deseábamos lo que siempre habĂa sido propio de nosotros. ¿Por quĂ©, pues,
querĂan esos extranjeros conquistarnos y esclavizarnos? Lo Ăşnico que querĂamos
era permanecer aislados y seguir tranquilamente nuestro Camino de la Vida. Y se
esperaba de mĂ que fuese entre las gentes que luego habrĂan de invadirnos, que
curase a sus enfermos y atendiese a sus heridos en una guerra que aĂşn no habĂa
empezado. Yo sabĂa perfectamente todo lo que estaba predicho, incluso con
muchos detalles, y, sin embargo, debĂa seguir la pista como un yak, sabiendo
todos los sitios donde me debĂa detener y donde eran malos los pastos, pero sin
poderme desviar del camino. ConocĂa mi punto de destino.
El redoble de los tambores del templo me despertĂł
sobresaltado. Ni siquiera me habĂa dado cuenta de haberme dormido. BusquĂ© la
tĂşnica a tientas, con movimientos torpes. ¿Era ya medianoche? No conseguĂa
despertarme del todo. ¡QuĂ© frĂo hacĂa en aquel sitio! DebĂa obedecer ciento
cincuenta y tres reglas en mi condiciĂłn de lama. Por lo pronto ya habĂa
quebrantado una de ellas pues me sentĂa irritado de que me hubiesen despertado
tan bruscamente. Salà tambaleándome en busca de mis compañeros, que también
estaban como atontados. Y nos dirigimos al templo para salmodiar en el servicio
religioso.
Se me ha preguntado: “Y si conocĂa usted todas las
penalidades que habĂan sido predichas, ¿por quĂ© no las evitĂł?” La respuesta
inmediata es Ă©sta: «Si hubiera podido evitar las predicciones, entonces el
simple hecho de librarme de ellas habrĂa de mostrado que eran falsas. Las
predicciones son probabilidades: no significan que el hombre carezca de libre
albedrĂo.
Al contrario. Un individuo puede desear ir desde Darjeeling a
Washington.
Conoce el punto de partida y el de destino. Si se
molesta en consultar un mapa, descubrirá ciertos lugares por los cuales ha de
pasar normalmente en su viaje. Desde luego, podrĂa eludir estos sitios, pero no
siempre es prudente hacerlo, ya que el viaje puede alargarse con ello o
resultar mucho más caro. También puede una persona dirigirse en automóvil desde
Londres a Inverness. El buen conductor consultará un mapa de carreteras, pedirá
el mejor itinerario a una de las organizaciones automovilĂsticas. De este modo
el conductor evitará los malos caminos y, si no puede librarse de los baches,
por lo menos estará preparado y conducirá con mayor cuidado. Lo mismo sucede
con las predicciones. Aun sabiendo dĂłnde van a surgir las dificultades, no
siempre es conveniente rehuirlas. El camino más fácil no es siempre el mejor.
Por ser budista creo en la reencarnaciĂłn y que venimos a este mundo a aprender.
Cuando estamos en la escuela, todo nos parece difĂcil y amargo. Las lecciones
—de historia, de geografĂa, aritmĂ©tica o de lo que sea— nos parecen aburridas,
innecesarias y sin sentido. Eso, mientras estamos en la escuela. Pero luego es
muy posible que añoremos los buenos tiempos en que asistĂamos a aquellas
clases. Y puede suceder que nos enorgullezcamos tanto de nuestros estudios que
llevemos una condecoración escolar o un color distintivo sobre nuestro hábito
monacal. Lo mismo sucede con la vida. Es ardua, amarga y las lecciones que nos
enseña parecen al principio carecer de sentido. Es como si la vida se
propusiera fastidiarnos especialmente a nosotros. Concretamente, a usted. Pero cuando
salimos de la escuela, cuando salimos de esta vida, es muy posible que llevemos
con gran orgullo el distintivo simbĂłlico por los padecimientos sufridos.
En lo que a mà respecta, me alegrará mucho poder lucir mi
halo. Y téngase en cuenta que a ningún budista le asusta la muerte, pues la
considera sencillamente como el abandono de una cáscara o de un traje viejo y
sabe que va a renacer en un mu ndo mejor.
En cuanto amaneciĂł, nos preparamos impacientes para
iniciar la exploraciĂłn.
Yo sentĂa una enorme curiosidad por ver las enormes
cometas de que tanto habĂa oĂdo hablar, las cometas que llevaban dentro a un
hombre.
Primero nos enseñaron el camino por dentro de la lamaserĂa
para subir a la terraza. Una vez arriba, contemplamos el espléndido paisaje,
las inmensas cumbres y los espantosos barrancos. A lo lejos distinguĂ un rĂo
amarillento.
Más cerca, otros rĂos eran de un azul en que se reflejaba
el color del cielo y el agua se rizaba en pequeñas ondas. Por la falda de la
montaña bajaban unos arroyuelos de corriente rápida que parecĂan tener prisa en
unirse a otros rĂos que en la India se convertirĂan en el poderoso Brahmaputra
para fundirse luego en el sagrado Ganges y desembocar en la bahĂa de Bengala.
Se levantaba el sol sobre las montañas y desaparecĂa rápidamente
el intenso frĂo del amanecer. A lo lejos volaba un buitre solitario en busca
del desayuno. A mi lado, un respetuoso lama me enseñaba las cosas de mayor
interĂ©s en el contorno. Y era respetuoso porque sabĂa que yo era pupilo del
amadĂsimo Mingyar Dondup y sobre todo porque yo tenĂa el Tercer Ojo y era una
Encarnación Probada o trüiku, como le llamamos. Quizás interese a algunos
lectores conocer algunos detalles de cĂłmo se reconoce una encarnaciĂłn. Los
padres de un chico pueden pensar, juzgando por su conducta, que este niño tiene
una mente más desarrollada de lo normal, que sabe más cosas de lo habitual en
niños de su edad o que parece tener ciertos recuerdos inexplicables. Entonces
los padres acuden al abad de una lamaserĂa local y solicitan de Ă©l que nombre
una comisiĂłn que examine al chico. Se hacen horĂłscopos preliminares sobre la
otra vida anterior del niño y se somete a éste a un examen corporal minucioso
en busca de ciertos signos. Por ejemplo, quizá tenga algunas pequeñas marcas
significativas en las manos, en los omoplatos o en las piernas. Si se descubre
alguno de estos signos, se realiza una investigación para saber quién fue esta
criatura en su vida anterior. A veces un grupo de lamas logra reconocerlo (como
sucediĂł en mi caso) y entonces se hacen las pesquisas necesarias hasta
encontrar algunos objetos que le pertenecieron en su vida anterior.
Estos objetos, junto con otros de idéntica apariencia, son
presentados al niño, el cual ha de reconocer sin equivocarse todos los que le
pertenecieron. Esto ha de hacerlo cuando tiene tres años de edad.
Se estima que a los tres años es un chico demasiado joven
para que pueda influir en Ă©l la descripciĂłn que intentasen hacerle sus padres,
caso de que éstos pretendieran hacer trampa. Y si el niño es aún más pequeño,
mejor.
La verdad es que no importa en absoluto lo que puedan
intentar los padres, ya que no se les permite estar presentes durante la
elección de los objetos y el niño tiene que señalar unos nueve objetos de entre
unos treinta.
Basta que se equivoque en dos para considerar fracasada la
prueba. Si el niño triunfa en ella, se le educa a partir de ese momento como
Previa EncarnaciĂłn y se le somete a una educaciĂłn forzada. Cuando cumple siete
años se le leen las predicciones, pues se estima que a esa edad se halla en
perfectas condiciones de entenderlo todo. ¡Por experiencia sĂ© muy bien todo lo
que comprende a esa edad!
El respetuoso lama que me iba enseñando el paisaje tenĂa
sin duda todo eso en la mente. A la derecha de una cascada habĂa un sitio muy
bueno para coger noii-me-tan -gere, cuyo jugo se usa para quitar callosidades y
verrugas y para aliviar la hidropesĂa y la ictericia. Más allá, a la orilla de
aquel pequeño lago, encontrába mos poijigorum, una semilla con pinchos caĂdos y
flores rojas que crece bajo el agua. Con sus hojas se curan los dolores
reumáticos y se alivia el cólera. En aquella zona sólo se encontraban las
hierbas medicinales corrientes. Las plantas más valiosas habĂa que buscarlas en
las montañas. Para aquellos que se interesan por la herboricultura doy aquĂ
algunos detalles sobre las principales hierbas de que disponĂamos y sus
aplicaciones. Como desconozco los nombres ingleses de estas plantas, daré los
latinos.
El allium sativum es
un antiséptico excelente de muy buenos resultados para el asma y otras
enfermedades del pecho. Otro antiséptico muy bueno que sólo se usa en pequeñas
dosis es el balsamodendron myrba.
Este se empleaba especialmente para las encĂas y membranas mucosas.
Administrado en uso interno, calma la histeria.
Hay una planta con flores de color crema cuyo jugo aleja a
los insectos y garantiza contra sus picaduras. El nombre latino de esta planta
es becconia cordata. ¡Quizá los
insectos conozcan que se llama asĂ y sea este nombre lo que los espanta!
TambiĂ©n tenĂamos una planta que usábamos para dilatar las pupilas. La ephedra sinica ejerce una acciĂłn similar
a la atropina y resulta muy útil en los casos de baja presión arterial, además
de ser uno de los remedios más eficaces contra el asma. La aplicábamos una vez convertidas
en polvo sus raĂces y ramas. El cĂłlera, aparte de su gravedad, resulta
desagradable tanto para el paciente como para el doctor, a causa del olor que
despiden las zonas ulceradas. La planta llamada ligusticum levisticum suprime por completo este olor. Y a las
señoras les interesará saber que los chinos emplean los pétalos de la bibiscus rosa sinensis para ennegrecer
tanto las pestañas como el cuero de los zapatos. Empleábamos una loción hecha
con las hojas hervidas de esa planta para refrescar el cuerpo febril de los
enfermos. El linnium tigrinum cura
con gran eficacia la neuralgia causada por los ovarios, mientras que la flacourtia indica tiene unas hojas que
alivian e incluso suprimen totalmente las demás molestias caracterĂsticas de la
mujer.
En el grupo Sumachs
Rhus está la vernicifera, de
donde sacan los chinos y japoneses la famosa laca china. Empleábamos la glabra para curar la diabetes, mientras
que la aromatica es muy buena para
las enfermedades de la piel, las urinarias y la cistitis. Otro astringente muy
poderoso, usado con el mejor Ă©xito en las Ăşlceras de la vejiga, se hace con
hojas de la arctestaphylos uva ursi.
Los chinos prefieren la bignonia
grandiflora de cuyas flores se hace un astringente de uso general. Cuando
tuve que actuar en los campos de prisioneros encontrĂ© que la polygonum bistorta era de grandĂsima
eficacia en los casos de disenterĂa crĂłnica, para los que ya se administraba en
el TĂbet.
Las señoras que han practicado el amor con cierta
imprudencia suelen emplear el astringente que se saca del poligonum erectum. Es un método muy seguro para provocar el aborto.
En las quemaduras aplicábamos una “nueva piel”. La siegesbeckia orientalis es una planta alta de más de un metro cuyas
flores son amarillas. Su jugo, aplicado a las heridas y quemaduras, forma una
nueva piel de un modo parecido a como sucede con el colodium. En uso interno
esta lociĂłn produce unos efectos semejantes a los de la manzanilla. SolĂamos
coagular la sangre de las heridas con el piper
angustifolium. El reverso de sus hojas en forma de corazĂłn es de efecto
seguro como coagulante. Todas Ă©sas son hierbas muy corrientes. En cambio, la
mayorĂa de las demás carecen de nombres latinos, ya que el mundo occidental no
las conoce. Si he citado las primeras sĂłlo ha sido para demo strar que tenemos
una idea de medicina herborĂstica.
Desde nuestra magnĂfica atalaya, que dominaba una
inmensa extensiĂłn, veĂamos, iluminados por la brillante luz del sol, los valles
y sitios recĂłnditos donde se hallaban todas esas plantas. Más allá podĂamos ver
cĂłmo se hacĂa cada vez más desolada la tierra. Me dijeron que el otro lado de
la montaña, en cuya falda estaba el monasterio, era una región de gran aridez.
Pude comprobarlo cuando dĂas despuĂ©s me elevĂ© sobre la
montaña en una cometa.
A mediodĂa me llamĂł el lama Mingyar Dondup y me dijo:
«Ven, Lobsang. Iremos con los demás, que van a visitar
el campo de lanzamiento de las cornetas. Hoy vas a pasarlo en grande.» No
necesitaba yo que me estirnulara para apresurarme en seguirlo. Ante la puerta
principal nos esperaba un grupo de monjes con rojas tĂşnicas. Descendimos la
escalinata y pronto estuvimos en el campo de las cometas, formado por una capa
de tierra apisonada sobre unas rocas perfectamente planas. Algunas matas
bordeaban esta superficie como indicando el peligro de caer al profundo
barranco. Por encima de nosotros, en el tejado de la lamaserĂa, las banderas de
las plegarias se mantenĂan tiesas, sostenidas por el viento, y los mástiles
crujĂan de vez en cuando, como venĂan haciendo durante siglos, sin haberse
llegado a quebrar. Nos situamos en el otro borde rocoso del campo, de donde
arrancaba una pendiente suave. El fuerte viento nos empujaba y dificultaba la
marcha. A unos diez metros de este borde habĂa una hondonada en el suelo. En Ă©l
rebotaba el viento con fuerza huracanada, proyectando pequeñas piedras y
pedazos de liquen como si arrojara flechas.
El viento que barrĂa abajo el valle quedaba encajonado
por las rocas y, al no tener otro escape, salĂa con gran presiĂłn por la falda
de las rocas, disparándose finalmente por el campo de las cometas con alaridos
de alegrĂa al verse libre de nuevo. A veces, durante el peor tiempo —segĂşn nos
dijeron —, este ruido era como el rugido de una legiĂłn de demonios que escapase
de las entrañas de la tierra en busca de vĂctimas. Se producĂan notas
fantásticas, ya que el barranco alteraba la presión del viento.
Pero aquella mañana era constante la corriente del aire.
Sin embargo, eran perfectamente verosĂmiles las historias que nos contaron de
niños levantados del suelo por el viento y arrojados a enorme distancia. Era un
sitio ideal para lanzar cometas, ya que con una fuerza de viento tan tremenda
las cometas se elevan inmediatamente, como pudimos ver enseguida en las pruebas
preliminares que se hicieron con algunas de tipo ordinario como las que tenĂa
yo en casa. Me asombraba que una cometa pequeña de juguete pudiera tirar de mi
brazo con una fuerza tan grande.
Los monjes especializados en este deporte nos indicaron
los peligros que debĂamos evitar, ya que habĂa picos con traicioneras
corrientes. Nos dijeron tambiĂ©n que todo monje volador debĂa llevar una piedra
a la que estuviese atada un khata de seda donde figuraban inscritas las
plegarias a los dioses del aire para que bendijera al recién llegado a sus dominios.
Esta piedra debĂa ser arrojada cuando uno alcanzaba una altura suficiente.
Entonces los dioses de los vientos podĂan leer la oraciĂłn mientras el banderĂn
quedaba desplegado al aire y, enterados de la peticiĂłn, protegĂan al monje
volador.
Regresamos a la lamaserĂa y reunimos los materiales
necesarios para el montaje de las cometas. Todo fue examinado con gran cuidado.
Los palos de abeto fueron repasados centĂmetro por centĂmetro para asegurarse
de que no tenĂan ningĂşn defecto. Extendimos la seda con que se confeccionaban
las cometas sobre un suelo liso y limpio. Los monjes, a gatas, probaban la
resistencia de la seda. Una vez bien comprobado el material, se colocĂł la
armazĂłn en la posiciĂłn adecuada y se empezĂł a montar la gigantesca corneta.
TenĂa forma de caja, con una altura de tres metros y una base
cuadrada de dos metros y medio de lado. Cada ala era de unos tres metros de
longitud.
En los extremos de las alas se fijaban unos trozos de
bambĂş para protegerlas al despegar y al aterrizar. Para fortalecer el suelo de
la cometa se le aplicĂł un largo patĂn de bambĂş curvado hacia arriba como
nuestras botas tibetanas. Este palo, del grosor de mi muñeca, tenĂa por objeto
que la seda de la cometa no tocase el suelo. Me intranquilizĂł ver la cuerda tan
fina hecha con pelo de yak. Esta cuerda terminaba en forma de V, cada uno de
cuyos brazos quedaba atado a un lado de la gran caja. Dos monjes levantaron la
corneta y la colocaron al final de la pista. Esta operaciĂłn costĂł gran trabajo,
teniendo que ayudar muchos monjes porque el viento la empujaba hacia atrás.
Para probar la cometa tiramos de la cuerda en vez de usar
caballos. El Maestro de Cometas nos vigilaba con gran atenciĂłn. Cuando dio la
señal emprendimos todos una veloz carrera arrastrando la cometa hasta que le
cogiĂł de lleno la corriente de aire que salĂa disparada por la falla de la roca
y se elevĂł de pronto como un enorme pájaro. Los monjes que sostenĂan la cuerda
tenĂan gran experiencia y fueron soltando cuerda poco a poco.
Mientras los demás la sostenĂan con firmeza, uno de los
monjes, atándose la túnica a la cintura, trepó por la cuerda hasta una altura
de tres metros para probarla. Le siguiĂł otro y dejaron sitio para un tercero.
El objeto de esta operaciĂłn era probar la fuerza del aire, que resultĂł capaz de
levantar a dos adultos y un niño, pero no a tres hombres, lo cual no satisfizo
al Maestro de Cometas. Hubo que tirar de la cuerda procurando que la corneta
fuera arrastrada por las corrientes de aire. Nos apartarnos todos de la zona de
despegue, excepto los monjes encargados de sostener la cuerda y dos más que
habĂan de mantener el equilibrio de la cometa cuando aterrizase. Por fin tocĂł
tierra, pero parecĂa hacerlo a disgusto despuĂ©s de haber gozado de la libertad
de los cielos. Con un suave chiiis, se quedĂł inmĂłvil cuando los monjes la
sujetaron por los dos soportes extremos de las alas.
Siguiendo las instrucciones del Maestro de Cometas
estiraron mejor la seda introduciendo pequeñas cuñas en los palos de la
armazón. Quitaron las alas y las volvieron a colocar en un ángulo diferente. En
la nueva prueba la corneta elevĂł con facilidad tres hombres mayores y casi pudo
además con un niño. El Maestro dijo que ya estaba bien y que podĂamos probar la
corneta cargándola con una piedra que tuviera el peso de un hombre. Repetimos
la operaciĂłn otra vez para hacer que la cometa pasara ante la corriente
disparada por la falla. La cometa con su gran peso se elevó ágilmente, pero
allá arriba empezó a balancearse con la turbulencia del aire. Me mareaba con
sólo pensar que yo pudiera estar tripulando la cometa allá arriba. De nuevo la
hicieron bajar y la colocaron en el punto de donde debĂa despegar. Un lama muy
experimentado se acercĂł a mĂ y me dijo: —Ahora subirĂ© yo y luego te tocará a
ti. FĂjate bien en lo que hago. — Me señalĂł el palo que tocaba el suelo y
añadiĂł—: Mira cĂłmo pongo el pie en este palo. Una vez montado en la cometa hay
que abrazarse pasando hacia atrás los brazos a la barra transversal que queda a
nuestra espalda.
Cuando se está allá arriba hay que bajar hasta la uve de
la cuerda y sentarse en este travesaño que une los dos brazos. Al aterrizar,
cuando ya estés a tres metros del suelo, es mejor que saltes. En fin, ahora
volaré yo y tú me observas.
Esta vez habĂan atado unos caballos a la cuerda. Al dar la
señal el lama, lanzaron al galope a los caballos. La cometa se deslizó rápida,
fue arrastrada por la corriente y se elevĂł como disparada. Cuando estaba a unos
treinta y cinco metros por encima de nosotros y por lo menos a novecientos
metros por encima de las rocas del fondo, el lama volador se deslizĂł por la
cuerda hasta el travesaño de la uve, donde se sentó balanceándose como en un
columpio. Se elevaba sin cesar, mientras el grupo de monjes que sostenĂan la
cuerda la iban soltando lentamente. Entonces el lama volador dio un tirĂłn de la
cuerda como señal y los de abajo empezaron a recoger. Poco a poco empezó a
descender oscilando y retorciéndose como hacen todas las cometas. Por fin,
cerca ya del suelo, el lama se soltĂł, y al caer dio una vuelta de campana y se
puso en pie. Después de sacudirse el polvo de la túnica, se volvió a mà y me
dijo:
—Ahora te toca a ti, Lobsang. A ver cĂłmo lo haces.
Debo confesar que en aquel momento me desapareciĂł mi
afición a las cometas. Pensé que era una estupidez exponerse a aquel peligro.
¡QuĂ© tonterĂa terminar asĂ una carrera tan prometedora como la mĂa! Pero luego
me consolé (aunque no mucho, en verdad sea dicho) al acordarme de las
predicciones que se habĂan hecho acerca de mĂ. Si morĂa en aquella ocasiĂłn, se
habrĂan equivocado los astrĂłlogos, y la verdad es que nunca se equivocan tanto.
Ya estaba colocada de nuevo la cometa en el punto de arranque y mientras la
miraba me temblaban las piernas. A decir verdad tenĂa bastante miedo. Además,
cuando dije “estoy dispuesto”, con los brazos ya aferrados por detrás a la
barra, no me sonaba la voz muy firme. Nunca he estado más inseguro de mà mismo.
El tiempo parecĂa inmĂłvil. SentĂ que la cuerda se tensaba al iniciar los
caballos el galope. CrujiĂł levemente la armazĂłn y de pronto una violenta
sacudida estuvo a punto de arrojarme a gran distancia. PensĂ© que habĂa llegado
mi Ăşltimo instante en la tierra y que de nada me servĂa preocuparme. Me sentĂa
el estĂłmago revuelto. ¡Mala salida para el mundo astral!, pensĂ©. AbrĂ los ojos
con cautela, pero la impresiĂłn recibida me hizo cerrarlos otra vez. Me hallaba
a más de treinta metros sobre el suelo.
Nuevas protestas de mi estĂłmago me hicieron temer
inminentes trastor nos gástricos; asà que volvà a abrir los ojos para tomar
precauciones para caso de necesidad. La vista era tan espléndida que olvidé el
miedo y nunca he vuelto a tenerlo desde ese momento. La cometa oscilaba y no cesaba
de ascender. Por encima de la montaña veĂa la tierra caqui resquebrajada por
las heridas del tiempo, que nunca se cicatrizan. Más cerca estaban las mo
ntañas con enormes hondonadas abiertas en la roca, medio ocultas algunas de
ellas por el liquen. Mucho más allá, la luz del sol poniente se posaba sobre un
lago y convertĂa sus aguas en oro lĂquido. La facilidad y la gracia con que se
movĂa la cometa me hacĂa pensar en el juego de los dioses en el cielo, mientras
nosotros, los pobres mortales, tenĂamos que sufrir y afanarnos para mantenernos
vivos, aprender nuestras lecciones y marcharnos por Ăşltimo en paz.
Por primera vez miré hacia abajo. Unos puntitos de color
castaño rojizo eran los monjes. Aumentaban de tamaño; y era que estaban tirando
de la cometa. Unos centenares de metros más abajo, el arroyo del barranco
seguĂa su curso. Por primera vez me habĂa elevado a más de trescientos metros
sobre la tierra. Aquel arroyuelo, al continuar su curso, irĂa creciendo hasta
convertirse en uno de los afluentes que vertĂan sus aguas en la bahĂa de
Bengala. Los peregrinos beberĂan sus aguas sagradas, pero yo, por lo pronto, me
encontraba por encima de sus mismĂsimas fuentes y me sentĂa identificado con
los dioses.
La cometa habĂa empezado a agitarse alocadamente; de modo
que los monjes tuvieron que tirar con más fuerza aĂşn de la cuerda. Se me habĂa
olvidado deslizarme hasta la V de la cuerda. Todo el tiempo me lo habĂa pasado
en pie sobre el palo inferior del cajón. Empecé sentándome, después de haber
soltado los brazos de la barra, me agarré bien con los brazos y las piernas a
la cuerda y me dejé resbalar hasta el palo transversal que cruzaba la parte
inferior de la V. En ese momento el suelo quedaba a unos siete metros.
Sin perder más tiempo, me agarré bien a la cuerda, y cuando
la cometa estuvo a unos seis metros me dejé caer al suelo. Di una vuelta de
campana y me puse en pie.
—Joven —me dijo el Maestro de Cometas—; lo has hecho muy
bien.
Afortunadamente recordaste a tiempo que debĂas sentarte en el
travesaño, pues, si no, te habrĂas partido las dos piernas. Ahora probarán
otros y luego volverás a subir.
El siguiente que se elevĂł en la cometa, un joven monje,
lo hizo mejor que yo, pues se instaló en el travesaño con más tiempo. Pero
cuando el pobre aterrizĂł, cayĂł de bruces; tenĂa la cara verdosa. Estaba muy
mareado. El tercer monje que volĂł era muy jactancioso, por lo cual se habĂa
hecho muy antipático. HabĂa ido en aquella excursiĂłn tres años seguidos y se
consideraba el mejor aviador. Se elevó quizás a ciento cincuenta metros. En vez
de pasar al travesaño, se quedó en la caja, pero con el movimiento de la
corneta se resbalĂł y saliĂł por la parte de la cola, aunque logrĂł agarrarse a
tiempo al palo de atrás. Durante unos segundos le vimos manoteando con la mano
libre sin lograr asirse. La cometa perdiĂł el equilibrio y Ă©l se soltĂł y cayĂł a
las rocas a novecientos metros de profundidad. Su cuerpo fue rebotando.
Su hábito rojo parecĂa una nubecilla saltarina.
Este accidente causĂł algĂşn desconcierto entre nosotros,
pero no lo bastante para interrumpir los vuelos. Examinaron la cometa para ver
si se habĂa averiado y luego me tocĂł a mĂ volver a subir en ella. Esta vez bajĂ©
al travesaño en cuanto estuvo la cometa a treinta metros de altura. Desde allĂ
arriba vi como bajaban unos monjes por la falda de la montaña para recuperar el
cadáver aplastado contra la roca. Miré hacia arriba y pensé que un hombre que
estuviera de pie en la caja de la cometa podrĂa imprimirle determinado rumbo.
Recordé el incidente ocurrido cuando yo era más pequeño y fui a parar al tejado
de una casa de campo y cĂłmo habĂa podido ganar altura tirando de la cuerda de
la cometa. «Tengo que hablar de esto con mi GuĂa», pensĂ©. En aquel momento
sentĂ una mareante sensaciĂłn de caĂda tan rápida e inesperada que estuve a
punto de soltarme. Los monjes tiraban frenéticamente de la cuerda. Era que al
atardecer se habĂan enfriado las rocas, el viento disminuĂa su fuerza y la
corriente que salĂa disparada por la falla casi se habĂa interrumpido. Cuando
salté, a tres metros del suelo, la cometa dio una última sacudida y se vino
encima de mĂ. Yo quedĂ© sentado en el suelo rocoso con la cabeza a travĂ©s de la
seda del fondo de la cometa y tan inmĂłvil que los otros creyeron que estaba
herido. El lama Mingyar Dondup se precipitĂł hacia mĂ.
—Si pusiĂ©ramos otro palo transversal en el centro de la
cometa —dije, por fin— podrĂamos quedarnos en pie dentro y gobernar el vuelo
hacia cierto punto.
El Maestro de Cometas me habĂa oĂdo:
—SĂ, jovencito; tienes razĂłn; pero ¿quiĂ©n va a hacer la prueba?
—Yo mismo —le respondĂ—, si mi GuĂa me lo permite.
Otro lama me dijo sonriente:
—Eres lama por derecho propio, Lobsang, y no tienes que
pedirle permiso a nadie.
—No lo harĂa sin perrniso del lama Mingyar Dondup, a quien
debo cuanto he aprendido y que siempre me está enseñando nuevas cosas. El lo
decidirá.
El Maestro de Cometas dirigiĂł la retirada de la cometa y
me llevĂł con Ă©l a su habitaciĂłn. AllĂ tenĂa pequeñas maquetas de varios tipos
de cometas. Una era alargada y tenĂa forma de pájaro.
—Empujamos la que tenĂa esta misma forma por encima del
precip icio hace muchos años. Iba un hombre dentro. Voló por espacio de unos
treinta kilómetros y luego chocó contra una montaña. Desde entonces no hemos
vuelto a lanzar ninguna de este tipo. Y esta otra que ves aquĂ servirĂa muy
bien para lo que deseas. Lleva un apoyo especial, además de la barrera
delantera. Tenemos ya hecha una, es decir, su armazón. Está en el almacén, al
otro extremo del edificio. No he logrado que nadie se decidiera a montar en
ella y yo peso ya demasiado.
En efecto, el Maestro era decididamente obeso. Durante la
conversaciĂłn habĂa entrado el lama Mingyar Dondup, que dijo:
—Esta noche haremos un horĂłscopo, Lobsang, y veremos lo que
dicen las estrellas.
Los tambores nos despertaron para el servicio religioso de
medianoche.
Una enorme figura se puso a mi lado surgiendo de entre las
nubes de incienso como una gran bola de carne. Era el Maestro de Cometas.
—¿Vas a hacerlo? —murmurĂł.
—SĂ —le respondĂ—. PodrĂ© volar en ella pasado mañana.
—Muy bien; la tendremos preparada.
AllĂ en el templo, con la luz danzarina de las
lamparillas y las sagradas imágenes adosadas a los muros, era difĂcil acordarse
del imprudente monje que se habĂa marchado tan inesperadamente de esta vida.
Pero su jactancia hizo que se me ocurriese la idea de dominar el movimiento de
la corneta desde dentro.
En el templo, con sus paredes cubiertas con pinturas de
asuntos sagrados, de brillante colorido, permanecĂamos sentados en la actitud
del loto, cada uno de nosotros como una estatua viva de Buda. Por asiento
tenĂamos dos almohadones cuadrados cada uno que nos elevaban a unos treinta
centĂmetros del suelo. Como siempre, formábamos filas dobles cara a cara los de
una fila con los de otra. Al comenzar el servicio normal, el Conductor de los
Cantos, elegido por sus conocimientos musicales y su voz profunda, cantĂł los
primeros pasajes, al final de cada cual bajaba la voz cada vez más hasta que se
le vaciaban de aire los pulmones. RespondĂamos con un profundo murmullo,
mientras los tambores acentuaban ciertos trozos de estas respuestas. También
sonaban de vez en cuando nuestras campanillas de plata. DebĂamos poner gran
cuidado en articular bien las palabras, pues solĂa juzgarse la disciplina de
una lamaserĂa por la claridad de sus cantos y la perfecciĂłn de su mĂşsica. La
notaciĂłn de la mĂşsica tibetana resulta difĂcil de entender para un occidental:
se escribe con curvas. Dibujamos la elevaciĂłn y el desceso de la voz con lo que
llamamos curva básica. Los que deseen improvisar añaden sus «mejoras» en forma
de curvas más pequeñas dentro de las grandes. Al terminar el servicio
ordinario, nos permitieron un descanso de diez minutos antes de comenzar el
servicio funerario por el monje que se habĂa marchado de este mundo aquel dĂa.
Al darse la señal nos reunimos de nuevo. El Conductor,
desde su elevado trono, entonĂł un pasaje del Bardo ThĂłdol, que es el Libro de
los Muertos tibetano.
“Oh, errante espĂritu del monje Kuniphel-la, que en el dĂa
de hoy saliĂł de este mundo. No vagues entre nosotros, ya que te has marchado.
Oh, errante espĂritu del monje Kumphel-la, quemamos esta barra de incienso para
que encuentres tu camino por las Tierras Pez y llegues fácilmente a la Gran
Realidad.» Salmodiamos llamadas al espĂritu del monje desaparecido para que
escuchase nuestros orientadores consejos. Se mezclaban las agudas voces de
nosotros, los muchachos, con los bajos profundos de los monjes mayores. Los
motijes y los lamas, sentados en fila cara a cara, cumplĂan con el antiquĂsimo
ritual, lleno de sĂmbolos religiosos. Las voces subĂan y bajaban rĂtrnicamente:
«Oh, espĂritu errante, ven con nosotros para que te
guiemos. No ves nuestro rostro ni hueles nuestro incienso; por tanto, estás
muerto. Ven para que te guiemos» La orquesta de trompetas de madera, caracolas
y timb ales rellenaba nuestras pausas. Llenamos con agua roja una calavera
humana invertida para simbolizar la sangre y nos la pasaban a todos para que la
tocásemos.
«Tu sangre ha salpicado la tierra, oh monje que sĂłlo eras
un fantasma errante. Ven para que te liberemos.» Lanzábamos en direcciĂłn a los
cuatro puntos cardinales granos de arroz teñidos de un color azafrán brillante.
« dĂłnde vaga el fantasma ¿Por el este? ¿ por el norte? ¿por el oeste o por el
sur? Arrojamos el alimento de los dioses a los cuatro rincones de la tierra y
tĂş no lo comes porque estás muerto. Ven, ¡oh, errante espĂritu!, para que te
liberemos y te guiemos.» El tambor de profundo sonido latĂa con el ritmo de la
propia vida. ParecĂa un corazĂłn. Otros instrumentos imitaban los diferentes
sonidos del cuerpo: el apagado fluir de la sangre por las venas y las arterias,
el débil murmullo de la respiración de los pulmones, el casi inaudible
gorgotear de los fluidos corporales, de los varios crujidos y sordos ruidos del
cuerpo que constituyen la música de la vida humana. Al final la extraña
sinfonĂa terminaba con un golpe seco. De repente se detenĂan todos los ruidos y
murmullos: era el violento final de una vida. «Oh, monje, que existĂas y que
ahora eres un errante fantasma, nuestros telépatas te guiarán. No tengas miedo.
Preséntanos tu mente desnuda. Escucha nuestras enseñanzas
que te pueden liberar. No existe la muerte, errante espĂritu, sino sĂłlo la vida
interminable.
La muerte es el nacimiento y estamos rezando para abrirte
el camino hacia una nueva vida.» Durante varios siglos hemos perfeccionado los
tibetanos la ciencia de los sonidos. Conocemos todos los sonidos del cuerpo y
podemos reproducirlos con toda claridad. Una vez que se oyen nunca más se olvidan.
Es seguro que usted, lector, habrá oĂdo el latir de su corazĂłn y la respiraciĂłn
de sus pulmones resonando en la almohada en el umbral del sueño. En la
lamaserĂa del Oráculo del Estado ponen en trance a un mĂ©dium utilizando alguno
de estos sonidos y entonces le habita un espĂritu. El jefe de las fuerzas
británicas que invadieron Lhasa en 1904, comprobó el poder de estos sonidos y
el hecho de que el Oráculo cambiaba de aspecto cuando entraba en trance.
Al terminar el servicio religioso nos apresuramos a
acostarnos. Yo tenĂa mucho sueño; me lo habĂa producido la excitaciĂłn del vuelo
y el cambio de aire. Cuando amaneció, el Maestro me envió un recado diciéndome
que estaba trabajando en la cometa dirigible, y me invitaba a reunirme con Ă©l.
Fui a su taller con mi GuĂa. En el suelo habĂa unas pilas de madera extranjera
y en las paredes varios planos de cometas. El modelo especial que yo iba a
probar colgaba de un techo abovedado. Con gran asombro mĂo, el Maestro tirĂł de
una cuerda y la cometa bajĂł al suelo. Estaba suspendida por un ingenioso juego
de poleas. Me invitĂł a que subiera en ella. El suelo de la caja tenĂa un
entramado en el que se podĂa uno quedar muy bien de pie, y un travesaño
colocado a la altura de la cintura permitĂa sostenerse con facilidad.
Examinamos la cometa minuciosamente. Le quitarnos la tela
de seda que tenĂa, pues el Maestro querĂa recubrirla con seda nueva más
resistente.
Las alas laterales no eran rectas como en los demás
aparatos, sino curvadas como manos en forma de copa hacia abajo: medĂan unos
tres metros cada una y me dieron la impresiĂłn de que serĂan muy eficaces.
Al dĂa siguiente sacaron el aparato a la pista y los
monjes tuvieron que hacer un gran esfuerzo para no dejárselo arrebatar cuando
lo pasaron por delante de la corriente de aire que salĂa de la gran hendidura
lateral. Por fin la colocaron en posición, y yo, sintiéndome muy importante, me
instalé en el interior de la caja. Esta vez iban a lanzar los monjes la cometa
en vez de emplear caballos, como era lo habitual. Dadas las circunstancias
excepcionales de la prueba se pensĂł que los monjes podĂan dominar mejor el
aparato.
GritĂ©: tra-dri, them’ -pa (¡Listo, tirad!) Y cuando
sentà que la armazón empezaba a temblar, exclamé: na do-a . Sentà una gran
sacudida y la cometa se elevĂł como una flecha. Afortunadamente estaba bien
sujeto, pues, si no, hubieran estado llamando aquella noche a mi espĂritu
errante y la verdad es que no tenĂa ni el menor interĂ©s en abandonar mi cuerpo
tan pronto.
Los monjes manejaban hábilmente la cuerda, y la cometa
se elevaba con rapidez. Lancé la piedra con la plegaria a los dioses del viento
y estuvo a punto de matar a un monje. Sin embargo, fue una ventaja que cayese a
sus pies, pues asĂ pudimos aprovechar otra vez el banderĂn con la oraciĂłn. VeĂa
al Maestro de Cometas brincando impaciente por verme empezar el exp erimento;
asà que me decidà y empecé a moverme con cautela. En efecto, en seguida vi que
podĂa variar el rumbo del aparato.
Me confié demasiado. Imprudentemente, avancé hacia el
fondo de la caja y la cometa cayĂł como una piedra. Mis pies resbalaron del
barrote donde se apoyaban y me quedé colgado de las manos cuan largo era. Con
un gran esfuerzo, mientras la tĂşnica se me arremolinaba en torno a la cabeza,
conseguĂ trepar hasta mi posiciĂłn anterior. Con esto se interrumpiĂł la caĂda y
la cometa volviĂł a ascender. HabĂa conseguido quitarme la tĂşnica de la cabeza y
asĂ pude ver lo que sucedĂa. Si no hubiese sido un lama de afeitada cabeza, se
me habrĂa puesto el cabello de punta. Me encontraba a menos de sesenta metros
del suelo. DespuĂ©s, cuando aterricĂ©, me contaron que habĂa llegado a quince
metros tan sĂłlo, antes de que la cometa volviera a elevarse.
Pero antes de aterrizar, cuando contemplaba el dilatado
panorama, divisĂ© a una gran distancia algo que me pareciĂł una lĂnea de puntos
que se movĂa. TardĂ© unos momentos en comprender lo que era. ¡Claro, eran
nuestros compañeros, los que habĂan de llegar unos dĂas despuĂ©s que nosotros y
que cruzaban lentamente aquellas tierras desoladas! Los veĂa como punto, raya,
punto, raya. PensĂ©: «Un hombre, un animal, un hombre...» Avanzaban con gran
dificultad, o, por lo menos, asĂ me lo parecĂa a aquella distancia.
Me causó un gran placer, al aterrizar, informar, a los demás
de que den tro de un dĂa o poco más estarĂan con nosotros nuestros compañeros.
Era maravilloso contemplar el gris azulado de las rocas,
el cálido ocre de la tierra y la reluciente superficie de los lagos. Allá
abajo, en el barranco, al abrigo de los terribles vientos, el musgo, el liquen
y las plantas más diversas formaban como una alfombra que me recordaba la que
habĂa en el despacho de mi padre. La cruzaba el arroyo, cuyo rumor era como una
canción que me acompañaba por las noches. Y el arroyo me hizo recordar aquel
dĂa en que volquĂ© un jarrĂłn de agua en la alfombra de papá. ¡QuĂ© mano tan dura
tenĂa mi padre! El terreno situado detrás de la lamaserĂa era muy montañoso. Se
sucedĂan los picos en filas cerradas recortándose sus negros perfiles contra el
cielo. En el TĂbet tenemos el cielo más claro del mundo y la vista alcanza
hasta donde lo permiten las montañas, no existiendo esas neblinas producidas
por el calor, que suelen deformar las imágenes. Desde mi atalaya aĂ©rea no veĂa
nada que se moviera, a no ser los monjes que tenĂa debajo y los puntitos y
rayas —apenas visibles— de la expediciĂłn. ¿EstarĂan viendo la cometa? Pero ya
no pude pensar en estas cosas porque los monjes empezaban a tirar de la cuerda
y la cometa daba grandes sacudidas. Tiraban de ella con extraordinario cuidado
para no estropear el valioso aparato experimental. Cuando aterricé, el Maestro
de Cometas me mirĂł con gran afecto y me abrazĂł con tanto entusiasmo que
seguramente me hizo crujir los huesos.
Estuvo hablando sin parar con gran alegrĂa. Y era
explicable su satisfacciĂłn, ya que hasta entonces no habĂa podido probar sus
teorĂas. Estaba demasiado gordo para eso. Cuando se interrumpiĂł para tomar
aliento le dije que ningĂşn mĂ©rito tenĂa yo al haberme prestado al experimento,
ya que lo habĂa pasado muy bien y que tanta satisfacciĂłn me habĂa producido
volar como a Ă©l comprobar la exactitud de sus teorĂas.
—SĂ, sĂ, Lobsang. Bastará con que pongamos aquĂ un nuevo
apoyo y cambiar un poco de sitio este travesaño... ¿Y dices que estuvo a punto
de volcar cuando pusiste el pie en el barrote del fondo?...
Me preguntaba mil cosas. QuerĂa conocer hasta mis más
insignificantes sensaciones. A nadie se permitiĂł ya volar en aquella cometa
especial.
Realicé en ella varios vuelos y a consecuencia de cada uno de
ellos se introducĂan nuevas modificaciones en la estructura del aparato. Una
gran mejora fue la instalaciĂłn de una correa para sujetarme.
La llegada de nuestros compañeros interrumpió durante un
par de dĂas la experimentaciĂłn con las cometas. TenĂamos que organizar a los
recién llegados en grupos de recolectores y empaquetadores. Los monjes que te
nĂan menos práctica iban a recoger sĂłlo tres clases de plantas y fueron
enviados a una zona donde abundaban esas plantas. Cada grupo se pasaba fuera
del monasterio siete dĂas. Al octavo regresaban con las plantas, que eran
extendidas en el limpio suelo de un amplĂsimo almacĂ©n. Unos lamas
especializados examinaban una a una las plantas para asegurarse de que no
tenĂan pulgĂłn y que eran de la clase requerida. A algunas plantas les quitaban
y secaban los pĂ©talos. Las raĂces de otras eran ralladas y almacenadas.
Y las de ciertas clases las trituraban entre unos rulos para
sacarles el jugo.
Este era guardado en jarros herméticamente cerrados. Las
semillas, las hojas, los tallos, los pĂ©talos y todo lo que constituĂa cada
planta era limpiado y guardado en bolsas de cuero en cuanto estaba lo bastante
seco. Cada bolsa llevaba una etiqueta, donde se apuntaba el contenido. El
cuello de la bolsa se retorcĂa para que no entrase aire. Mojaban el cuero en
agua y luego lo exponĂan al sol. Un dĂa despuĂ©s el cuero seco estaba tan duro
como un pedazo de madera. Estas bolsas llegaban a adquirir una dureza tal que
para abrir el cuello habĂa que golpearlas como para partir una piedra. En el
aire seco del TĂbet las hierbas asĂ guardadas se conservaban en perfecto estado
durante muchos años.
Pasados los primeros dĂas repartĂ mi tiempo entre las
hierbas medic inales y las cometas. El viejo Maestro era hombre de gran
influencia y me dijo que en vista de las predicciones sobre mi futuro, el
conocimiento de los aparatos voladores serĂa para mĂ tan Ăştil e importante como
dominar la herboricultura. AsĂ, durante tres dĂas a la semana estuve
practicando el emocionante deporte de las cometas. Los demás dĂas los pasaba
cabalgando de grupo en grupo para aprender lo más posible en el menor tiempo.
Muchas veces, cuando me hallaba a gran altura dentro de una cometa, veĂa,
esparcidas por aquel paisaje que me era ya tan familiar, las tiendas de camp
aña —hechas con cuero negro de yak— que protegĂan del sol a mis comp añeros
herboristas y les servĂan para dormir. TambiĂ©n veĂa a los yaks pastando.
Aprovechaban bien el tiempo antes de que al final de la
semana los cargasen de hierbas para regresar al monasterio. Muchas de estas
plantas son muy conocidas en la mayorĂa de los paĂses europeos, pero otras no
han sido aĂşn «descubiertas» por el mundo occidental y carecen por tanto de
nombres latinos. El conocimiento de las hierbas me ha sido de gran utilidad,
pero no menos útil me ha resultado mi práctica en el vuelo.
Tuvimos otro accidente: un monje me habĂa estado
observando con una gran atenciĂłn y cuando le tocĂł volar (en una cometa
ordinaria) pensĂł que podĂa hacer lo mismo que yo. Notamos que la cometa, ya a
gran altura, se movĂa de un modo extraño. Luego vimos que el monje se agitaba
intentando gobernar la posición del aparato. Con una sacudida más violenta que
las demás, se volcó de lado. Con un crujido, saltó la armazón hecha astillas y
el monje cayĂł de cabeza. La tĂşnica roja se le habĂa enrollado en la cabeza.
Empezaron a caemos encima varios objetos: una escudilla de tsampa, un rosario,
una taza de madera y unos amuletos. Ya no iba a necesitar estas cosas. Dando
vueltas cayĂł al barranco. Tardamos mucho en oĂr el ruido que hizo al
estrellarse.
Todo lo bueno se termina demasiado pronto. Trabajábamos
mucho, es cierto, pero se nos pasaron los tres meses con gran rapidez. Ésta fue
la primera de una serie de visitas a las montañas y a los otros Tra Ye rpa más
cercanos a Lhasa. Empaquetamos nuestras pocas cosas, fastidiados por tener que
marcharnos, y el Maestro me regalĂł una preciosa maqueta del aparato volador que
yo habĂa utilizado preferentemente. La habĂa construido para mĂ. Al dĂa
siguiente partimos hacia nuestra lamaserĂa. Aunque nos alegrábamos de regresar
a la Montaña de Hierro nos apenaba separarnos de nuestros nuevos amigos y de
aquella vida tan sana y libre de las montañas.
CAPĂŤTULO DECIMOTERCERO.
PRIMERA VISITA A CASA.
HabĂamos llegado a tiempo para las ceremonias del Logsar o
Año Nuevo. TenĂamos que limpiarlo y arreglarlo todo. El decimoquinto dĂa, el
Dalai Lama iba a la catedral para asistir a las solemnidades religiosas.
Cuando Ă©stas terminaban salĂa en procesiĂłn dando la vuelta
por el Barkhor, la carretera circular que rodeaba el Jo-kang y a la mansiĂłn del
Consejo, dando la vuelta a la plaza del mercado, circuito que terminaba entre
los grandes edificios comerciales. Entonces empezaban las diversiones. Los
dioses estaban ya aplacados con las funciones religiosas y la gente podĂa
divertirse a sus anchas. Se hacĂan gigantescas armazones —de diez a quince
metros de altura— que sostenĂan unas imágenes hechas con manteca de color.
Algunas de estas figuras tenĂan bajorrelieves que representaban diversas
escenas de nuestros Libros sagrados. El Dalai Lama daba unas vueltas en torno a
ellas para verlas bien. Los monasterios que modelaban las figuras más
atractivas se llevaban el tĂtulo de los mejores escultores en man teca del año.
A nosotros los de Chakpori no nos interesaban en absoluto estas carnavaladas.
Nos parecĂan infantiles. Tampoco nos interesaban las carreras de caballos sin
jinete que se celebraban en la llanura de Lhasa. En cambio, nos gustaban las figuras
gigantescas que representaban a ciertos personajes de nuestras leyendas. El
cuerpo de estos gigantes se construĂa con una ligera armazĂłn de madera a la que
se fijaba una enorme cabeza muy realista. Por detrás de cada ojo llevaba
encendida una lamparilla cuya luz vacilante producĂa la impresiĂłn de que los
ojos se movĂan. Un monje hercĂşleo iba montado en altĂsimos zancos dentro de la
armazĂłn y la hacĂa andar. A estos monjes les solĂan ocurrir toda clase de
accidentes. A veces metĂan un zanco en un boquete, o se resbalaban, y tampoco
era raro que se soltara una de las lámparas y ardiese toda la figura.
Años después me convencieron una vez para que llevase la
figura de Buda, dios de la Medicina. TenĂa por lo menos ocho metros y medio de
altura.
Su flotante ropaje me envolvĂa los zancos y por allĂ
dentro volaban muchas polillas, ya que la ropa llevaba mucho tiempo almacenada.
Mientras avanzaba por la carretera con gran dificultad, el polvo que se
desprendĂa de los enormes pliegues de tela me hacĂa estornudar continuamente. A
cada estornudo me parecĂa que iba a caerme. Además, al estornudar hacĂa saltar
la manteca derretida de las lámparas y me caĂa sobre mi cráneo afeitado y
dolorido. HacĂa allĂ un calor horrible y un olor mareante. Normalmente la manteca
de una lá mpara es sĂłlida, aparte del «charquito» que se forma en torno al
pabilo. En aquel calor asfixiante se habĂa derretido toda ella: el pequeño
agujero abierto hacia la mitad de la figura no caĂa a la altura de mis ojos y
me era imposible bajar de los zancos o esperar a que abriesen otro. Lo Ăşnico
que podĂa ver era la parte de atrás del gigante que marchaba delante de mĂ y
por el balanceo que llevaba y los brincos que daba a cada momento comprendĂ que
el pobre desgraciado que iba dentro lo estaba pasando tan mal como yo. Sin
embargo, sabiendo que el Dalai
Lama contemplaba el desfile, no habĂa más remedio que
continuar sofocado por los enormes pliegues de tela y medio tostado por el sebo
derretido. Con el calor y el esfuerzo, es seguro que perdĂ varios kilos aquel
dĂa. Y lo más grande fue que aquella noche me dijo un importante lama:
—Lobsang, tu representaciĂłn ha sido excelente. ¡QuĂ© gran
comediante harĂas!
Por supuesto no le dije que los movimientos tan cĂłmicos
de mi gigante habĂan sido del todo involuntarios por mi parte. A partir de
entonces decidĂ no volver a llevar en mi vida una de esas figuras.
No mucho tiempo despuĂ©s —unos cinco o seis meses— hubo
un repentino y terrible huracán con nubes de polvo y piedrecillas. Me
encontraba en aquel momento en la terraza de un almacén recibiendo
instrucciones sobre la manera de cubrir un tejado con láminas de oro para que
no entrase por Ă©l ni una gota de agua. El vendaval me llevĂł en volandas y me
lanzó a otro tejado situado a unos siete metros más abajo. Otra ráfaga me
arrastró por la falda de la montaña hasta la carretera de Lingkhor a más de
cien metros.
Era un suelo pantanoso y caĂ de cara al fango. SentĂ que se
rompĂa algo y me figurĂ© que serĂa una rama. Atontado intentĂ© levantarme del
fangal, pero sentĂ un dolor agudĂsimo cuando quise mover el brazo izquierdo.
Logré ponerme de rodillas y luego en pie y avancé a duras
penas por la carretera.
Estaba a punto de desmayarme de dolor y no podĂa pensar con
claridad.
Lo único que deseaba era subir a lo alto de la montaña lo
antes posible.
Iba dando tumbos casi a ciegas hasta que a medio camino
me salieron al encuentro unos monjes que habĂan bajado para ver quĂ© nos habĂa
sucedido a mĂ y a otro chico, al que tambiĂ©n se habĂa llevado el viento. Pero
Ă©ste cayĂł sobre las rocas y se matĂł. Me llevaron en brazos hasta la habitaciĂłn
de mi GuĂa. Este me examinĂł rápidamente y me dijo:
—Lobsang, te has roto un brazo y un hueso del cuello. Tenemos
que arreglártelos. Te dolerá mucho, pero será porque yo no lo pueda evitar.
Mientras hablaba, y casi antes de que yo pudiera darme
cuenta, me entablillĂł.
Estuve todo el dĂa inmĂłvil y al siguiente me dijo el lama
Mingyar Dondup:
—No podemos dejar que te retrases en los estudios,
Lobsang de modo que trabajaremos aquĂ mismo. Como a todos nosotros, te fastidia
un poco aprender cosas nuevas; asĂ que voy a quitarte esa resistencia para el
estudio por medio del hipnotismo.
CerrĂł los postigos, y la habitaciĂłn quedĂł a oscuras
excepto por la pequeña luz de las lamparillas del altar. Sacó de no sé dónde
una cajita, que puso en un estante que habĂa frente a mĂ. Me pareciĂł ver unas
luces muy brillantes, luces de colores, unas rayas de color y luego todo
terminĂł en una silenciosa explosiĂłn de luminosidad.
Cuando me despertĂ© debĂan de haber pasado ya varias
horas. El lama abriĂł la ventana y vi que las moradas sombras de la noche
empezaban a cubrir el valle. En el Potala destellaban unas lucecitas y otras se
encendĂan en torno a los edificios, mientras la guardia de noche hacĂa la
ronda. Desde la ventana se abarcaba toda la ciudad, donde empezaba la vida
nocturna.
Mi GuĂa hablĂł por fin:
—Bueno, por fin has vuelto a nosotros. CreĂamos que te
encontrabas tan bien en el mundo astral que te resistĂas a volver. Y supongo
que, como de costumbre, tendrás mucha hambre.
Al oĂrselo decir comprendĂ que, en efecto, estaba hambriento.
Me trajeron en seguida de comer y el lama me hablĂł mientras yo comĂa:
—SegĂşn las leyes naturales, tendrĂas que haber
abandonado ese cuerpo, pero tus estrellas han decidido que tienes que vivir
para acabar muriendo en la tierra de los Indios Rojos (los Estados Unidos)
dentro de muchos años. Ahora nuestros compañeros están celebrando un servicio
religioso por el que nos ha abandonado. El viento lo estrellĂł contra las rocas.
Pensé que los que se marchaban de esta tierra eran los más
afortunados.
Mi experiencia en los viajes astrales me habĂa enseñado
que se pasaba allà mucho mejor que en este mundo. Pero recordé que no estamos
aquĂ porque nos guste, sino para aprender cosas, lo mismo que no se va a la
escuela porque sea divertido, sino para ilustrarse; y qué es la vida en la
tierra sino una escuela? Y, por cierto, una escuela muy dura. Me dije: «AquĂ
estoy con dos huesos rotos y tengo que seguir aprendiendo. ¡QuĂ© se le va a
hacer!» Durante dos semanas intensificaron mi enseñanza. SegĂşn me dijeron, era
para impedirme pensar en los huesos rotos. Al final de la quincena se me habĂan
soldado, pero me sentĂa rĂgido y el hombro izquierdo y el brazo me dolĂan
mucho.
Cuando entré en la habitación del lama Mingyar Dondup aquella
mañana, le encontré leyendo una carta. Levantó la vista y me dijo:
—Lobsang, tenemos un paquete de hierbas que llevar a tu
Honorable Madre. Puedes ir tú mismo mañana por la mañana y quedarte todo el
dĂa.
—Estoy seguro de que mi padre no desea verme —repliquĂ©—.
Cuando se cruzĂł conmigo en las escaleras del Potala hizo como si no me viera.
—Es natural. SabĂa que acababas de estar con el Dalai
Lama, sabĂa que habĂas recibido un honor extraordinario y no podĂa hablarte si
yo no estaba contigo, ya que eres mi pupilo por orden del propio Dalai Lama.
—Se me quedĂł mirando muy risueño—: De todos modos, no te preocupes, pues tu
padre no estará mañana en casa. Ha ido a Gyangse y tardará unos dĂas aĂşn en
regresar. A primera hora del dĂa siguiente me dijo mi GuĂa:
—Estás algo pálido, pero vas limpio y bien arreglado y eso
le gustará a tu madre. Aquà tienes un pañuelo. No olvides que ya eres un lama y
has de obedecer las reglas. Viniste aquà a pie. Hoy irás en uno de nuestros
mejores caballos blancos. Monta el mĂo, que necesita ejercicio.
Me entregĂł una bolsa de cuero llena de hierbas
medicinales. La habĂa envuelto en un pañuelo de seda como muestra de respeto.
Me preguntĂ© cĂłmo podrĂa llevarlo limpio y acabĂ© quitando el pañuelo y
guardándolo den tro de mi hábito con la intención de volver a liar la bolsa en
Ă©l cuando estuviera cerca de casa.
Montado en el caballo blanco descendĂ por la pendiente del
monte.
Hacia la mitad de la cuesta se detuvo el caballo y volviĂł
la cabeza para mirarme.
Por lo visto no le gusté, porque dio un gran relincho y
arrancĂł en un furioso galope como si quisiera liberarse de mĂ lo antes posible.
Comprendà su actitud, ya que tampoco él me era simpático.
En el TĂbet los lamas más ortodoxos montan en mulas, por
aquello de que son asexuales. Los lamas menos exigentes cabalgan en caballos o
en ponies. En cuanto a mĂ, siempre procuraba ir andando si era posible. Al pie
del monte torcimos a la derecha. Suspiré con alivio: el caballo estaba de
acuerdo conmigo en que debĂamos ir por ese camino, quizá porque siempre se
atraviesa la carretera de Lingkhor en la direcciĂłn de las manecillas del reloj,
por motivos religiosos. De modo que torcimos a la derecha y cruzamos el camino
de la ciudad de Drebung, para continuar por el circuito de Lingkhor. Dejamo s
atrás el Potala —que me pareciĂł menos atractivo que nuestro Chakpori— y
atravesamos la carretera que va a la India, dejando el Kaling-chu a la
izquierda y el Templo de la Serpiente a nuestra derecha. A la entrada de mi
casa me vieron llegar los criados y se apresuraron a abrir las puertas. Entré directamente
en el patio, dándome importancia, con mi caballo y con la esperanza de no
caerme de Ă©l. Afortunadamente pude apearme con dignidad porque mientras
descendĂ lo sujetĂł un criado.
Con toda solemnidad el mayordomo y yo intercambiamos
nuestros pañuelos rituales.
— ¡ Bendita sea esta casa y todo lo que hay en ella,
Honorable lama mĂ©dico, señor nuestro! —dijo el mayordomo.
—Que la bendiciĂłn de Buda, el más puro, el que todo lo ve,
sea con vosotros y os conserve la salud.
—Honorable señor, la señora de la casa me ordena que os
conduzca hasta ella.
Y entramos (como si no pudiera haber ido solo) mientras yo
me buscaba por dentro del hábito el pañuelo destinado a envolver la bolsa de
cuero.
En el piso de arriba entré en la mejor habitación de mi
madre. «Nunca pude penetrar aquĂ cuando no era más que un hijo», pensĂ©. Y
estuve a punto de salir corriendo cuando vi que la habitaciĂłn estaba llena de
mujeres.
Pero antes de que pudiera huir se dirigiĂł mi madre hacia
mĂ; hizo una reverencia y me dijo:
—Honorable señor e hijo, mis amigas han venido para oĂrte
contar el honor que te ha concedido el Precioso Protector.
—Honorable madre: las reglas de mi Orden me prohĂben
contar lo que el Precioso me ha dicho. El lama Mingyar Dondup me ha encargado
traerte esta bolsa con hierbas y ofrecerte el pañuelo del saludo.
—Honorable lama —dijo-, estas señoras vienen desde muy
lejos para escuchar de tus labios lo que sucede en la Casa del Más Profundo.
¿Es verdad que lee revistas indias? ¿Y es cierto que tiene un cristal por el
que mira y puede ver a través de los muros de nuestras casas?
—Señora —respondĂ—, sĂłlo soy un pobre lama mĂ©dico reciĂ©n
llegado de una larga excursión por las montañas. No soy el más indicado para
hablar de lo que hace el jefe de todos nosotros. SĂłlo he venido como mensajero.
Una joven se acercĂł a mĂ y me dijo:
—¿No te acuerdas de mĂ? ¡Soy Yaso!
A decir verdad, apenas podĂa reconocerla, pues se habĂa
desarrollado mucho y ¡estaba tan cubierta de adornos! Nueve mujeres eran
demasiada complicaciĂłn para mĂ. A los hombres sabĂa cĂłmo tratarlos, pero las
mujeres me desconcertaban. Me estaban mirando como si yo fuera un jugoso manjar
y ellas unos hambrientos lobos de las llanuras. SĂłlo habĂa una soluciĂłn
sensata: la retirada —Honorable madre, he entregado mi mensaje y debo regresar
a mis deberes. He estado enfermo y tengo mucho que hacer.
Hice una inclinación, me volvà y me retiré lo más
dignamente que pude.
El mayordomo habĂa vuelto a su trabajo y uno de los
criados me sacĂł el caballo.
—AyĂşdame a montar y ten cuidado porque hace poco que me
partĂ un brazo y un hueso del hombro y no me puedo manejar solo.
El criado abriĂł la puerta y emprendĂ la marcha en el
momento en que mi madre salĂa al balcĂłn y me gritaba algo. El caballo blanco
torció a la izquierda para que pudiéramos ir en el sentido de las manecillas
del reloj por la carretera circular de Lingkhor. Fui lo más lentamente posible,
pues no querĂa regresar tan pronto.
Una vez de nuevo en nuestra lamaserĂa, me presentĂ© al lama
Mingyar Dondup. Me mirĂł fijamente.
—Pero, Lobsang, ¿acaso te han perseguido por la ciudad
todos los fantasmas errantes? Traes cara de asustado.
— ImagĂnate, Maestro. Mi madre tenĂa allĂ a todas sus
amigas esperando que les contase todo lo que yo supiera del Más Profundo y todo
lo que me dijo cuando hable con El. Entonces le dije que las reglas de la Orden
me prohibĂan contarlo. Y me escapĂ© mientras aĂşn era tiempo. ¡QuĂ© horror, tantas
mujeres con la vista clavada en mĂ!
Mi GuĂa se riĂł a carcajadas, y cuanto mayor era mi gesto
de asombro, más se reĂa.
—El Dalai Lama querĂa saber si te habĂas adaptado de verdad a
nuestra vida o si aĂşn echabas de menos tu casa.
La vida lamástica habĂa trastornado mis valores sociales y
las mujeres me resultaban ya criaturas extrañas (y aún lo siguen siendo para
mĂ).
—Mi casa es Ă©sta. No, no quiero volver a la Casa de mi
Padre. Me produce un grandĂsimo malestar ver a todas esas mujeres pintadas, con
tantas cosas en el cabello y mirándome como un carnicero puede mirar a un
cordero. Además, chillan como condenadas; y —bajĂ© la voz hasta un mu rmullo —
¡quĂ© horribles son sus colores astrales! ¡Sus auras son espantosas!
En fin, Honorable lama GuĂa, no hablemos de esto.
Durante varios dĂas me estuvieron gastando bromas sobre mi
visita.
Me decĂan: «¡ Parece mentira, Lobsang, dejarte asustar
por unas cuantas mujeres!» O bien: «Lobsang, tienes que ir a casa de tu
Honorable Madre porque da una fiesta y necesita que sus amigas se entretengan.»
A la mañana siguiente me dijeron que el Dalai Lama tenĂa un gran interĂ©s en
verme de nuevo y habĂa dispuesto que me enviaran a mi casa cuando mi madre d ie
ra una de sus numerosas fiestas de sociedad. Nadie obstaculizaba las decisiones
del Más Profundo. Todos le querĂamos, no sĂłlo como dios en la tierra, sino como
el verdadero hombre que era. Desde luego tenĂa un carácter un poco fuerte, pero
tambiĂ©n era fuerte el mĂo y nunca dejaba que sus gustos personales
interfiriesen en sus deberes de Estado. Ni se irritaba más de unos minutos
seguidos. Era la Cabeza suprema del Estado y de la Iglesia.
CAPĂŤTULO DECIMOCUARTO.
USANDO EL TERCER OJO.
Una mañana en que me hallaba con el espĂritu en calma, y
preguntándome cĂłmo emplearĂa una media hora que me sobraba antes de la funciĂłn
religiosa siguiente, se me acercĂł el lama Mingyar Dondup.
—Vamos a pasear un poco, Lobsang. Tengo que encomendarte un
pequeño trabajo.
Me alegrĂł poder pasar un rato con mi GuĂa y estuve listo
enseguida.
Cuando salĂamos del Templo, un gato nos dio grandes
muestras de afecto y no pudimos librarnos de Ă©l en un buen rato. Era un gato
enorme. En tibetano llamamos al gato shi-mi. Satisfecho por la acogida que le
habĂamos hecho siguiĂł junto a nosotros hasta la mitad de la pendiente de la
Montaña de Hierro. Entonces recordĂł, seguramente, que habĂa dejado sin
vigilancia las joyas y regresĂł a gran velocidad.
Los gatos de nuestros templos no eran sĂłlo un adorno,
sino fieros guardianes de los montones de piedras preciosas que habĂa en torno
a las imágenes sagradas. En las casas particulares tibetanas tenĂan perros
guardianes, tremendos mastines capaces de tumbar a un hombre en un momento y
destrozarlo; pero estos perros pueden ser dominados con habilidad y es posible
alejarlos por diversos medios. En cambio, los gatos, si empezaban a atacar, no
habĂa manera de librarse de ellos. SĂłlo su muerte podĂa interrumpir el ataque.
Eran de la raza que suele llamarse «siamesa». Por el frĂo del TĂbet, esos gatos
son casi negros. En los paĂses cálidos, segĂşn me han dicho, los gatos siameses
son blancos, pues la temperatura influye en su color.
TenĂan los ojos azules y muy largas las patas traseras,
dándoles esta caracterĂstica un extraño andar. Sus colas son largas y como
látigos. Y sus voces son impresionantes. No hay en el mundo otros gatos que
tengan esa voz. Su volumen y su riqueza de tonos son de una increĂble variedad.
Estos gatos, cuando estaban de servicio en el templo,
eran unos estupendos vigilantes, siempre alerta y moviéndose continuamente con
pasos silenciosos, como misteriosas sombras. Si alguien intentaba llegar hasta
los montones de joyas —que no estaban guardadas por ningĂşn otro medio—, un gato
saltaba del sitio más inesperado, quizá de lo alto de una imagen, y caĂa sobre
el brazo del ladrĂłn. Si Ă©ste no conseguĂa huir inmediatamente (y para ello
tendrĂa que llevarse encima al felino), otro gato le caĂa en la garganta.
Y téngase en cuenta que estos gatos tienen garras de
doble longitud que los gatos corrientes. A los perros se les puede alejar con
un palo o envenenar o bien sujetarlos. Pero a nuestros gatos siameses no hay
manera de quitárselos de encima. Cuando luchan con los más fieros mastines los
ponen en fuga a los pocos minutos. Mientras estaban de servicio, sĂłlo podĂan
acercarse a ellos los que los conocĂan «personalmente».
Continuando nuestro paseo, seguimos por la carretera
hasta doblar a la derecha por el Pargo Kaling. Dejamos atrás el pueblo de Shó.
Pasamos por el Puente de la Turquesa y torcimos a la derecha, en el sitio
llamado la Casa de Doring. AsĂ llegamos junto a la antigua MisiĂłn China.
Entonces me dijo el lama Mingyar Dondup:
—Ha llegado una nueva MisiĂłn china, como ya te he dicho.
Vamos a ver qué clase de gente es ésta.
Mi primera impresiĂłn fue muy desfavorable. Aquellos
hombres se movĂan con arrogancia por dentro de la casa deshaciendo su equipaje.
TraĂan armas suficientes para equipar a un pequeño ejĂ©rcito. Por ser yo
entonces todavĂa un niño, podĂa «investigar» con mucha mayor libertad que los
adultos. Con toda tranquilidad me acerqué a una ventana abierta, y asà estuve
un rato hasta que uno de los chinos se fijĂł en mĂ. LanzĂł una maldiciĂłn en
chino, expresando serias dudas sobre la honradez de mis antepasados.
En cambio, no parecĂa dudar de cuál iba a ser mi futuro,
porque se dispuso a arrojarme a la cabeza lo primero que encontrĂł a mano. Pero
me apartĂ© y el hombre quedĂł desconcertado. En unos segundos me habĂa perdido de
vista.
—Las auras de esa gente son terriblemente rojas.
Durante todo el camino de regreso, el lama Mingyar Dondup
fue muy pensativo. Horas después, cuando terminamos de cenar, me dijo:
—He estado meditando acerca de esos chinos. Voy a
proponerle al Dalai Lama que empleemos nuestras facultades especiales. ¿Te
consideras capaz de observarlos oculto detrás de un biombo?
—Si crees que puedo hacerlo, Maestro, sin duda alguna
podré hacerlo.
El dĂa siguiente no pude ver a mi GuĂa, pero al otro me
dio clase por la mañana, como de costumbre; y después del almuerzo me dijo:
—Esta tarde vamos a dar un paseo, Lobsang. AquĂ tienes un
pañuelo de primera calidad; asà que no necesitas de tu clarividencia para saber
adĂłnde iremos. Te doy diez minutos para que te prepares y luego ven a reunirte
conmigo en mi habitaciĂłn. Yo antes he de ver al Abad.
Descendimos de nuevo la Montaña de Hierro por aquella
senda tan pendiente y escabrosa. Tomamos un atajo y llegamos muy pronto al
Norbu Linga. Al Dalai Lama le gustaba mucho este Parque de la Joya y pasaba
allĂ casi todo su tiempo libre. El Potala era un sitio magnĂfico por fuera,
pero en su interior resultaba la atmĂłsfera demasiado cargada con tanto incienso
y tanto humo de lamparillas. Durante siglos habĂa estado cayendo la grasa de
las lamparillas en el suelo y era frecuente que los solemnes lamas se dieran
formidables resbalones que los dejaban en ridĂculo. Como es natural, el Dalai
Lama no querĂa exponerse a dar tan risible espectáculo y por eso se quedaba en
los jardines todo el tiempo que podĂa.
El Parque de la Joya estaba rodeado por una cerca de
piedra de unos tres metros de altura. El parque tiene sĂłlo un siglo. Dentro hay
un palacio con torrecillas de oro y consiste en tres edificios donde se realiza
el trabajo oficial. El recinto interior, formado por otro muro de piedra, era
el jardĂn privado del Dalai Lama. Se ha dicho que los altos funcionarios no
podĂan penetrar en ese recinto, pero esto no es cierto. Yo he estado allĂ unas
treinta veces y sĂ© lo que digo. HabĂa en el parque un lago artificial con dos
islas, en cada una de las cuales se elevaba una casa de verano. El Dalai Lama
pasaba mucho tiempo en estas casas y meditaba muchas horas. Dentro del parque
habĂa un cuartel donde se alojaban unos quinientos hombres, que constituĂan la
guardia personal del Dalai Lama.
A aquel lugar era adonde me conducĂa el lama Mingyar
Dondup. Era mi primera visita al parque. Cruzamos una puerta muy ornamental que
daba entrada al Recinto privado. Una gran variedad de aves picoteaban en el
suelo en busca de comida. No se asustaron. Ni uno de estos pájaros salió
volando; más bien parecĂan esperar que nosotros nos desviásemos para no
molestarlos. El lago era de lo más plácido y liso, como la superficie de un
espejo de metal muy bien pulido. La vereda de piedra estaba recién blanqueada y
por ella fuimos hasta la más alejada de las dos islas, donde el Más Profundo
parecĂa sumido en importante meditaciĂłn. Al acercarnos, levantĂł la vista y nos
sonrió. Nos arrodillamos, pusimos los pañuelos sobre sus pies y nos dijo que
nos sentásemos frente a él. Tocó una campanilla para que sirviesen el té, sin
el cual no empezará una conversación seria ningún tibetano.
Mientras esperábamos, me habló de las diferentes clases de
animales que tenĂa en el parque y me prometiĂł enseñármelos más tarde.
Por fin llegĂł el tĂ©. En cuanto se alejĂł el lama que lo habĂa
traĂdo, me dijo el Dalai Lama:
—Mi buen amigo Mingyar me dice que no te gustan los
colores áuricos de la Delegación china. Dice también que traen muchas armas.
Nunca has fallado en las pruebas de clarividencia. Dime, ¿quĂ© opinas de esos
hombres?
Aquello me molestaba. No me gustaba contar —excepto a mi
GuĂa— lo que veĂa en las auras y lo que significaban para mĂ. Yo tenĂa la
convicciĂłn de que si una persona no «veĂa» por sĂ misma era que tampoco debĂa
enterarse. Pero ¿cĂłmo podĂa decirle aquello al Jefe del Estado? Sobre todo si
Ă©ste no era clarividente. —Honorable Precioso Protector —dije por fin—, no
estoy dotado para leer las auras de los extranjeros. Mi opiniĂłn no tendrĂa
valor alguno.
De nada me sirvió esta respuesta, pues el Más Profundo me
dijo en seguida:
—Como poseedor de talentos muy especiales, perfeccionados
por las Artes de nuestros Antiguos, es tu deber decir lo que sepas. Te hemos
preparado para ello. De modo que di lo que sepas.
—Honorable Precioso Protector, esos hombres tienen malas intenciones.
El color de sus auras revela que son traidores.
SĂłlo dije eso. El Dalai Lama pareciĂł satisfecho.
—Bien, me has dicho lo mismo que a Mingyar. Mañana te
ocultarás detrás del biombo y observarás mientras están aquà los miembros de la
MisiĂłn china. Has de tener la absoluta seguridad, comprendes? EscĂłndete ahora
para ver si nadie podrĂa darse cuenta de que estás ahĂ dentro.
La prueba demostrĂł que se me veĂa un poco. Los leones
chinos fueron movidos levemente y por fin quedé bien oculto.
Entraron unos lamas como si fueran la DelegaciĂłn china.
Trataban de localizarme. SorprendĂ los pensamientos de uno de ellos. « si lo
descubro me ascenderán! Pero estaba mirando para el lado contrario a donde yo
me hallaba. El Dalai Larna, satisfecho, me hizo salir de mi escondite y me dijo
que me presentase allĂ al dĂa siguiente, que era cuando le visitarĂa la MisiĂłn
china con el objeto de hacerle firmar un tratado. Mi GuĂa y yo regresamos a
nuestra lamaserĂa.
El dĂa siguiente, hacia las once de la mañana, volvimos al
Recinto privado.
El Dalai Lama me sonriĂł y ordenĂł que me dieran de comer
antes de esconderme. Nos trajeron al lama Mingyar
Dondup y a mĂ unos excelentes manjares, algo que habĂan
importado de la India en latas. No sé lo que era, pero me encantó variar de mi
dieta, siempre igual: tsampa, té y nabos. Bien fortalecido con esta comida, me
encontraba dispuesto a soportar varias horas de inmovilidad en mi escondite.
Para mĂ y para cualquier lama la absoluta inmovilidad es algo sin importancia.
Para la meditación nos pasábamos horas enteras sin movernos en absoluto. Por
ejemplo, era corriente que me pusieran una lámpara en la cabeza y tenĂa que
permanecer inmóvil en la actitud del loto hasta que se apagaba la lámpara por
sĂ sola. Esto podĂa durar unas doce horas. AsĂ que las tres o cuatro horas que
se me pedĂan ahora nada significaban para mĂ.
Frente a mĂ se sentĂł el Dalai Lama en la actitud del
loto, en su trono situado a dos metros del suelo. Tanto él como yo estábamos
completamente inmĂłviles. De pronto sonaron por los pasillos unos gritos soeces
y muchas exclamaciones en chino. DespuĂ©s supe que les habĂan descubierto unos
bultos sospechosos debajo de las tĂşnicas y, al registrarlos, les habĂan sacado
muchas armas. Por fin los dejaron entrar. Acompañados por los guardias del
Dalai Larna entraron en el Recinto privado. Un alto lama entonaba:
«Orn! Ma-ni pad-me Hum!» Y los chinos en vez de repetir el
mismo mantra como ordena la cortesĂa usaron la forma china: «0-mi-tĂł-fo» (que
significa:
« oh Amida Buda!»). En seguida pensĂ©: En fin, Lobsang, tu
tarea es fácil. Esta gente enseña sus verdaderos colores.
Desde mi escondite observaba la oscilaciĂłn de sus auras,
su brillo opalescente y su color rojo sucio. Estaban claros sus pensamientos de
odio, que giraban como un torbellino. Se veĂan unas franjas y estrĂas de
colores desagradables; no las tonalidades puras y claras de los pensamientos
elevados, sino las insanas de aquellos cuyas fuerzas vitales se dedican al
materialismo y a la maldad. Eran de esas personas de las que se dice: «Sus
palabras eran limpias, pero sus pensamientos eran sucios.» TambiĂ©n contemplĂ© al
Dalai Lama. Sus colores indicaban tristeza. Y estaba triste porque recordaba su
visita a China. Todo lo que veĂa en el Más Profundo me gustaba. Ha sido el
mejor gobernante que ha tenido el TĂbet.
Es cierto que tenĂa mal genio y cuando se irritaba se le
ponĂa el aura de un rojo vivo; pero en nuestra historia quedará como el Dalai
Lama que con más devociĂłn ha servido a su paĂs. Desde luego, yo le tenĂa un
gran afecto y sĂłlo habĂa una persona a quien estimase más que a Ă©l: el larna
Mingyar Dondup, por quien sentĂa más afecto.
La entrevista no condujo a nada positivo, ya que
aquellos hombres no iban como amigos, ni de buena fe. SĂłlo pensaban en salirse
con la suya, sin importarles los medios. QuerĂan territorios, querĂan dirigir
la polĂtica del TĂbet y... ¡querĂan oro!. Esto Ăşltimo era lo que más les atraĂa
desde hacĂa muchos años. En el TĂbet hay cientos de toneladas de oro, pero lo
consideramos como un metal sagrado. SegĂşn nuestras creencias, la tierra queda
maldita si se saca de ella el oro; de modo que se le deja en los yacimientos.
SĂłlo se pueden coger algunas pepitas que arrastran los
rĂos. He visto oro en la regiĂłn de Chang Tang, a la orilla de rápidas
corrientes, lo mismo que se ve arena a la orilla de cualquier rĂo. Esas pepitas
—o «arena»— las fundĂamos para hacer adornos de los templos. Para nosotros, el
oro es metal sagrado para usos también sagrados. Incluso las lamparillas las
hacemos de oro. Desgraciadamente, el metal es tan blando que esos objetos se
retuercen con mucha facilidad.
El TĂbet tiene una extensiĂłn ocho veces mayor que la de las
Islas Británicas.
Grandes zonas están aún sin explorar, pero en mis viajes
con el lama Mingyar Dondup he visto que tenemos oro, plata y uranio. Nunca
hemos permitido que los occidentales exploren nuestro terreno a causa de la
vieja leyenda: «A donde va el hombre de Occidente allĂ hay guerra.» El lector
debe recordar cuando lea «trompetas de oro», «platos de oro», «cuerpos
cubiertos de oro», que el oro es un metal muy abundante en el TĂbet y que no se
considera como un metal precioso, sino sagrado. El TĂbet podrĂa ser uno de los
grandes almacenes del mundo si la Humanidad trabajase al unĂsono para lograr la
paz en vez de esforzarse tan inĂştilmente por conquistar el poder.
Una mañana entró a verme el lama Mingyar Dondup cuando yo
copiaba un viejo manuscrito.
—Lobsang, tendrás que dejar eso por ahora. El Precioso
ha enviado a buscarnos. Tenemos que ir al Norbu Linga, y los dos juntos,
ocultos, hemos de analizar los colores de un extranjero que ha llegado del
mundo occidental.
Tenemos que darnos mucha prisa porque el Más Profundo quiere
vernos y hablar con nosotros antes. Esta vez no habrá pañuelos ni ceremonias.
Es muy urgente.
Le miré un instante y enseguida me puse en movimiento.
—SĂłlo el tiemp o de ponerme una tĂşnica limpia, Honorable
Maestro.
No tardé en arreglarme. Caminamos a toda prisa y
llegamos a las puertas de Norbu Linga o Parque de la Joya. Los guardias se
disponĂan a alejarnos cuando reconocieron al lama Mingyar Dondup. Cambiaron de
actitud inmediatamente. Nos llevaron al JardĂn Interior, donde se hallaba el
Dalai Lama. Me desconcertaba no tener ningĂşn pañuelo que ofrecerle y no sabĂa
cómo acercarme a él. Pero el Más Profundo nos miró sonriente y dijo:
—SiĂ©ntate, Mingyar, y tĂş tambiĂ©n, Lobsang. Veo que os habĂ©is
dado mucha prisa.
Nos sentamos y esperamos a que El nos dijese lo que deseaba
de nosotros.
Estuvo meditando un buen rato, como si ordenase sus
pensamientos en determinado orden de batalla. Por fin dijo:
—Hace algĂşn tiempo, el EjĂ©rcito de los Bárbaros Rojos
(los ingleses) invadió nuestra sagrada tierra. Me marché a la India y desde
allà emprendà otros largos viajes. En el Año del Perro de Hierro (1910) los
chinos nos invadieron como resultado directo de la invasión británica. De nuevo
me refugiĂ© en la India y allĂ conocĂ al hombre que veremos hoy aquĂ. Cuento
todo esto por ti, Lobsang, ya que Mingyar estaba conmigo. Los ingleses hicieron
promesas que no cumplieron. Ahora quiero saber si este hombre habla con una
lengua o con dos, si es sincero o hay doblez en Ă©l. TĂş, Lobsang, no entiendes
su idioma y asà estarás libre de toda influencia. Desde esa ventana cubierta
con una celosĂa podrás observarlo tranquilamente. Tu presencia no será
descubierta. Anotarás tus impresiones sobre los colores astrales del
extranjero, como te ha enseñado tu GuĂa, que tanto te elogia siempre. IndĂcale
dónde ha de ocultarse, Mingyar, ya que Lobsang está más acostumbrado a ti que a
mĂ... Es más, ¡estoy convencido de que consideras a Mingyar Dondup superior al
propio Dalai Lama!
Oculto detrás de la celosĂa, estaba ya cansado de esperar
—aunque no fisicamente— y me entretenĂa mirando al jardĂn, a los pájaros, a las
ramas de los árboles movidas por la brisa... E incluso tomaba de vez en cuando,
temiendo que alguien me sorprendiera, algĂşn bocado de la tsampa que llevaba en
la tĂşnica. Las nubes navegaban majestuosamente por el cielo y pensaba en lo
mucho que me gustarĂa sentir el balanceo de una de aquellas enormes cometas de
Tra Yerpa y oĂr el silbido del viento rozando la seda y sacudiendo la cuerda.
De pronto, me sobresaltó un gran ruido, y por un momento llegué a creer que
efectivamente me encontraba en una cometa y que me habĂa quedado dormido y que
me habĂa estrellado contra el suelo.
Pero se trataba sencillamente de la puerta del Recinto
privado que acababan de abrir. Unos lamas de dorado hábito precedĂan a un ser
de extraordinario aspecto. Hube de contenerme para no soltar una carcajada. Era
un hombre alto y delgado, de rostro pálido, cabello blanco y ojos hundidos, con
una boca fina y de expresiĂłn dura. Pero lo que me impresionaba de Ă©l —con una
cĂłmica impresiĂłn, desde luego— era su absurdo traje. Era un extraño atavĂo de
tela azul y con unas filas de redondelitos brillantes. Por lo visto, algĂşn
sastre muy inexperto le habĂa hecho la ropa, pues el cuello le quedaba tan ancho
que tenĂa que cruzárselo por delante. Además a los lados llevaba como unos
parches que supuse serĂan remiendos simbĂłlicos semejantes a los que nosotros
llevábamos para imitar la humilde vestimenta de Buda. Los bolsillos
occidentales nada significaban para mĂ en aquella Ă©poca, ni las solapas, ni las
demás caracterĂsticas de los trajes de Occidente.
En el TĂbet, todos los que no necesitan realizar trabajos
manuales llevan unas largas mangas que les ocultan las manos. Aquel hombre
tenĂa unas mangas ridĂculamente cortas que sĂłlo le llegaban a la muñeca. «Sin
embargo, no puede ser un labrador —me dije—, pues sus manos son demasiado
suaves. Quizá no sepa cómo debe vestir un hombre de elevada condición.
Pero lo más chocante era que la túnica de aquel individuo
terminaba donde sus piernas se unĂan al tronco. Aquello lo atribuĂa pobreza. El
desgraciado no podrĂa permitirse utilizar más tela. Y los pantalones, ceñidos
disparatadamente a las piernas y demasiado largos, tenĂan los extremos
inferiores doblados. « molesto y avergonzado se debe de sentir al presentarse
asà ante el Más Profundo! Supongo que alguien de su misma estatura le prestará
algĂşn traje decente.» Y entonces le mirĂ© los pies. Llevaba en ellos unas cosas
negras brillantes, como si estuvieran cubiertas de hielo. No eran botas de
fieltro como las usadas por nosotros. De todo lo que habĂa visto hasta entonces
en mi vida me habĂa asombrado tanto como aquel calzado.
Casi automáticamente fui anotando los colores que veĂa y
la interpretación que iba dándoles. A ratos el hombre hablaba en tibetano,
bastante bien para ser un extranjero, pero en seguida volvĂa a expresarse en su
idioma, una notable serie de sonidos que yo no habĂa oĂdo en mi vida. Cuando
volvĂ a ver al Dalai Lama, aquella misma tarde, me explicĂł que este galimatĂas
se llamaba inglés.
El extranjero me asombrĂł al meter la mano en uno de esos
parches laterales de su corta tĂşnica y sacar de Ă©l un trozo de tela blanca.
Cuando aĂşn no me habĂa repuesto de la impresiĂłn de verle ejecutar este
irrespetuoso movimiento delante del Dalai Lama, me sobresaltó con algo aún más
extraordinario:
se llevĂł el trapo blanco a la nariz y a la boca e hizo un
ruido como de trompetilla. PensĂ©: “Este debe de ser un saludo que los
occidentales reservan para el Dalai Lama.” Terminado el curioso saludo, el
extranjero volviĂł a guardarse el trapo cuidadosamente en el mismo parche
lateral.
Luego metiĂł la mano en otros parches semejantes que
llevaba en diversos sitios y sacĂł unos papeles de una clase que nunca habĂa
visto yo: blanco, fino, y brillante, no como el nuestro, que era basto, grueso
y rugoso. «¿cĂłmo podrán escribir en eso? —me preguntĂ© yo—. ¿CĂłmo podrán raspar
con fuerza sin romperlo?» Entonces, el extranjero sacĂł del interior de su media
tĂşnica un palito de madera pintada con algo en el centro que parecĂa hollĂn.
ApoyĂł este instrumento en el papel y empezĂł a moverlo.
Supuse que no sabĂa escribir, que imitaba con la nariz el sonido de una
trompetilla, que ni siquiera podĂa sentarse como las demás personas... Para
colmo, no se estaba quieto y hacĂa un movimiento extrañĂsimo cruzando y
descruzando las piernas. Hubo un momento en que llegué a horrorizarme. El
hombre le vantĂł la punta de uno de sus pies de modo que apuntaba con ella al
Dalai Lama, terrible insulto que no se perdonarĂa a un tibetano. Pero debiĂł de
darse cuenta, porque se apresurĂł a descruzar las piernas.
A pesar de esta serie de faltas de respeto, el Dalai Lama
trataba a este individuo con toda consideraciĂłn. Con gran estupefacciĂłn mĂa, el
propio Dalai Lama se sentĂł en otra de aquellas sillas y dejĂł colgar las piernas
hasta el suelo. El visitante tenĂa un nombre rarĂsimo. Se llamaba Instrumento
Musical Femenino’ (ahora le llamarĂa C. A. BelI). Sus colores áuricos me
indicaron que su Salud era muy precaria, probablemente debido a que vivĂa en un
clima que no le sentaba bien. Deduje que el hombre querĂa sinceramente
ayudarnos, pero sus colores revelaban tambiĂ©n que temĂa incurrir en el enojo de
su Gobierno y que Ă©ste tomase contra Ă©l alguna medida que afectara al importe de
la pensiĂłn que habĂa de pagarle durante los años que le restasen de vida cuando
dejase de trabajar. Vi que deseaba tomar una actitud, pero que su Gobierno no
se lo permitĂa, de manera que se veĂa obligado a decir una cosa y esperar que
la cosa contraria —lo que Ă©l habĂa intentado hacer aceptar a su Gobierno—
resultase con el tiempo la más acertada.
Luego vi que sabĂamos muchas cosas sobre este mĂster
Bell: la fecha de su nacimiento, y muchos momentos cumbres de su carrera, lo
cual nos servirĂa para montar su horĂłscopo. Los astrĂłlogos descubrieron que
Bell habĂa vivido en el TĂbet en encarnaciones anteriores y que durante su vida
anterior habĂa expresado su deseo de reencarnar en el Occidente con la
esperanza de contribuir a un entendimiento entre Oriente y Occidente. Hace poco
tiempo me dijeron que ha contado esto mismo en un libro que ha escrito.
Hemos llegado a la conclusiĂłn de que si este hombre
hubiera podido influir en su Gobierno en el sentido que Ă©l querĂa, no habrĂa
llegado a producirse la invasiĂłn comunista de mi paĂs. Sin embargo, las
predicciones habĂan dicho que esta invasiĂłn se producirĂa, y las predicciones
nunca se equivocan.
Según parece, el Gobierno inglés estaba muy alarmado
porque sospechaba que el TĂbet habĂa celebrado tratados con Rusia. Esto no es
digno de los ingleses. Gran Bretaña no querĂa llegar a ningĂşn acuerdo con el
TĂbet y, por otra parte, querĂa impedir que el TĂbet se hiciera otros amigos.
Todo el mundo podĂa firmar tratados de amistad, comerciales, o de mutua
defensa, menos nosotros; y ante la sospecha de que hubiésemos llegado a
hacerlo, Gran Bretaña se proponĂa invadirnos o estrangulamos, lo mismo daba.
Este Mr. Bell, que nos conocĂa bien, estaba convencido de que no nos interesaba
alia rnos con ningĂşn paĂs. SĂłlo deseábamos que nos dejasen solos, que nos
dejasen vivir la vida a nuestro modo. Los extranjeros no nos habĂan traĂdo sino
pérdidas, trastornos y penalidades.
Al Más Profundo le agradaron las observaciones y
comentarios que le hice, siguiendo mis anotaciones, cuando el extranjero se
hubo marchado.
¡Pero aquello sĂłlo sirviĂł para que el Dalai Lama se
convenciera de la necesidad de hacerme trabajar más! —SĂ, sĂ, Lobsang
—exclamĂł—, hemos de hacerte trabajar mucho más. AsĂ estarás mejor preparado
cuando viajes por los paĂses extranjeros.
Te aplicaremos más tratamiento hipnótico para que almacenes
todos los conocimientos que nosotros poseemos ahora.
—TocĂł la campanilla y acudiĂł uno de sus
lamas-ayudantes—. ¡Que venga Mingyar Dondup inmediatamente! Unos minutos
despuĂ©s se presentĂł mi GuĂa. VenĂa con toda calma. Por nada del mundo se
apresuraba aquel hombre. Y el Dalai Lama, que lo trataba como un amigo Ăntimo,
no le dio prisa. Mi GuĂa se sentĂł junto a mĂ, frente al Precioso. LlegĂł a toda
prisa un ayudante con tĂ© y «cosas de la India ». Cuando nos hubimos sentado, el
Dalai Lama dijo:
—Mingyar, has acertado; este muchacho tiene talento.
Pero aún se puede perfeccionar más y debe desarrollarse. Toma todas las medidas
que estimes convenientes para que esté preparado lo mejor y más pronto posible.
Emplea todos los recursos de que disponemos, ya que,
como se nos ha advertido tantas veces, vendrán malos tiempos para nuestro paĂs
y debemos disponer de alguien que esté en condiciones de compilar el Archivo de
las Antiguas Artes.
AsĂ, tuve que aprovechar aĂşn más el tiempo. A veces, me
sacaban de mis estudios para que interpretase los colores de alguna persona: un
abad de alguna lejana lamaserĂa, algĂşn dirigente polĂtico de una provincia no
menos distante... Fui uno de los más asiduos visitantes del Potala y del Norbu
Linga. En el primero me permitĂan usar a mi antojo los telescopios que tanto me
distraĂan, sobre todo uno de enorme tamaño montado sobre un gran trĂpode, un
telescopio astronĂłmico. Me pasaba muchas horas de la noche contemplando las
estrellas y la Luna...
El lama Mingyar Dondup y yo Ăbamos con frecuencia a la
ciudad de Lhasa para observar a los visitantes. La gran clarividencia de mi
GuĂa, su amplio conocimiento de las gentes y su gran sabidurĂa, le permitĂan
comprobar y ampliar mis interpretaciones. Era de apasionante interés detenerse
ante el puesto de un mercader y escuchar cĂłmo alababa el hombre sus mercancĂas
y comparar estos pregones con sus pensamientos, que para nosotros estaban tan
claros como sus palabras. Además, mi memoria se desarrolló mucho. Durante
muchas horas escuchaba los pasajes que me leĂan y luego los repetĂa al pie de
la letra. Para facilitar este aprendizaje me hacĂan caer en trance hipnĂłtico
mientras me leĂan trozos de las más viejas escrituras.
CAPĂŤTULO DECIMOQUINTO.
EL NORTE SECRETO... Y LOS YETIS.
Por aquella época fuimos a las montañas de Chang Tang.
En este libro sĂłlo dispongo de espacio para una breve descripciĂłn de esa
regiĂłn. Para contar aquella expediciĂłn con la extensiĂłn que merece serĂan
necesarios varios libros. El Dalai Lama habĂa bendecido uno por uno a los
quince miembros de la expediciĂłn y todos partimos entusiasmados, montados en
mulas; las mulas llegan a donde no llegan los caballos. Avanzamos lentamente
por el Ten gri Tso y seguimos hacia los inmensos lagos de Zilling Nor y mucho
más hacia el norte. Poco a poco escalamos la cordillera de Tangla y llegamos
por fin a un territorio absolutamente inexplorado. Es difĂcil decir el tiempo
que tardamos, ya que el tiempo nada significaba para nosotros. No tenĂamos por
quĂ© apresurarnos; reservábamos nuestras energĂas para lo que luego habĂa de venir.
Aquella región, cada vez era más elevada, me recordaba el
paisaje lunar que solĂa mirar por el telescopio del
Potala: interminables cadenas de montañas y barrancos de una
profundidad insondable. Aquà el paisaje era igual: montañas ligadas unas a
otras, inacabablemente, y precipicios sin fondo. Avanzábamos por este «paisaje
lunar» y a cada momento se nos hacĂa más difĂcil la marcha, hasta que las mulas
no pudieron continuar. El aire rarificado las agotaba; les era imposible subir
por los rocosos puertos por donde nosotros gateábamos penosamente gracias a las
cuerdas de pelo de yak. Dejamos las mulas en el sitio más abrigado que pudimos
encontrar y con ellas se quedaron los cinco miembros más débiles de la
expediciĂłn.
Les protegĂa de las terribles ráfagas de viento una roca
saliente que se elevaba a gran altura y a cuya base habĂa una caverna que el
tiempo con su erosiĂłn habĂa abierto en la parte más blanda de la roca. Desde
allĂ arrancaba una vereda que bajaba en precipitada pendiente hasta un valle
donde crecĂan, aunque esparcidos y escasos, algunos pastos con que podrĂan
alimentarse las mulas. Por aquella meseta corrĂa un riachuelo que luego caĂa en
catarata por otro precipicio que comenzaba al borde del valle. Y caĂa a
centenares de metros de profundidad, tanto, que se dejaba de oĂr hasta el ruido
de su caĂda.
AllĂ descansamos dos dĂas. Nos dolĂa la espalda del peso
de nuestra impedimenta y parecĂa como si nos fuesen a estallar los pulmones por
falta de aire. Después de aquel descanso, proseguimos la ascensión cruzando
hondonadas y barrancos. Para pasar sobre algunos de Ă©stos tenĂamos que arrojar
ganchos que se clavaban en el hielo y a los que habĂamos atado cuerdas con la
esperanza de que no se soltaran. El que pasaba a la otra parte del precipicio
ayudaba a los demás. A veces no podĂamos clavar los ganchos y entonces uno de
nosotros se ataba la cuerda a la cintura y oscilaba como un péndulo para pasar
al otro lado y tender desde allĂ la cuerda. Esto lo hacĂamos por turno, pues
era una tarea muy difĂcil y peligrosa. Un monje muriĂł. Se habĂa elevado mucho
por nuestra parte del precipicio y al dejarse balancear calculĂł mal el impulso
y se estrelló contra el muro de enfrente con terrible fuerza, dejándose pedazos
de la cara y del cerebro en las dentadas rocas. Rescatamos el cuerpo tirando de
la cuerda, y le hicimos un funeral.
No podĂamos enterrar el cadáver porque sĂłlo habĂa por allĂ
rocas; de modo que le dejamos expuesto al viento, a la lluvia y a las aves. El
monje a quien tocaba el turno estaba muy nervioso y le sustituĂ yo. TenĂa la
convicciĂłn de que, con las predicciones que se habĂan hecho sobre mi porvenir,
nada podrĂa sucederme y mi fe quedĂł recompensada. A pesar de la predicciĂłn, me
balanceé con mucha precaución y alcancé el borde del otro lado con la mayor
suavidad posible. El corazĂłn me latĂa como si fuera a estallar y por fin
conseguà mi objetivo. Mis compañeros me siguieron uno por uno.
En lo alto del precipicio descansamos un poco y nos
hicimos tĂ©, aunque a semejante altitud no podĂa calentarnos el tĂ©. Algo menos
cansados, volvimos a cargarnos con nuestros bultos y proseguimos hacia el
corazĂłn de esta terrible regiĂłn. Pronto llegamos a una capa de hielo —quizás un
glaciar— y nuestro avance se hizo aĂşn más penoso. CarecĂamos de botas
claveteadas, de hachas para el hielo, asà como de lo demás que suele constituir
el equipo de un montañero; nuestro equipo consistĂa sĂłlo de unas botas
corrientes de fieltro, cuyas suelas estaban atadas con pelo de yak para que
agarrasen mejor, y las cuerdas y ganchos imprescindibles.
Conviene saber que en la mitologĂa tibetana hay un
infierno frĂo. El calor es una bendiciĂłn para nosotros, de modo que como
sĂmbolo de mayor castigo hubo que hacer que el infierno fuera frĂo. ¡Esta
excursiĂłn por las montañas me demostraba lo que puede ser el frĂo!
DespuĂ©s de tres dĂas de este avance tan dificultoso por la
helada superficie, temblando con el viento gélido y deseando no haber visto
nunca aquel lugar, nos condujo el glaciar en pendiente hasta un paso entre dos
filas de gigantescas rocas. DescendĂamos sin cesar, a tropezones y resbalando,
hasta una profundidad incalculable. Por fin, varios kilómetros más allá,
doblamos una arista montañosa y nos encontramos de pronto con una densa neblina
blanca. Al principio no sabĂamos si era nieve o una nube, porque se presentaba
con una compacta blancura. Al acercarnos vimos que era efectivamente niebla que
se deshilachaba.
El lama Mingyar Dondup, el Ăşnico de nosotros que habĂa
estado antes allĂ, sonriĂł satisfecho y dijo:
—Os veo muy mohĂnos, pero debĂ©is alegraros porque vais a
tener una sorpresa muy agradable.
Nada veĂamos que pudiera ser agradable: niebla, frĂo
insoportable, hielo bajo nuestros pies y un cielo congelado cubriéndolo todo. Y
unas rocas con colmillos como los de la boca de un lobo, rocas que nos causaban
magulladuras y arañazos. ¿A quĂ© placer podĂa referirse mi GuĂa?
Avanzábamos envueltos en la niebla y casi arrastrando los
pies sin saber adĂłnde Ăbamos. Nos apretábamos los hábitos para darnos una
ilusiĂłn de calor y jadeábamos y temblábamos de frĂo. De pronto nos detuvimos
todos, petrificados de asombro y terror. La niebla estaba caliente, y el suelo
también.
Los que venĂan detrás tropezaron con nosotros. Algo
tranquilizados, dentro de nuestra estupefacciĂłn, por la risa del lama Mingyar
Dondup, reanudamos a ciegas la marcha para alcanzar al que iba en vanguardia y
que avanzaba dando golpes en el suelo con su bastĂłn como un ciego. Empezamos a
tropezar en piedras y nuestras botas resbalaban en un suelo de guijarros.
¿Piedras? ¿Guijarros? Entonces, ¿dĂłnde estaba el hielo? De
repente se aclaró la niebla y nos en contramos con... en fin, miré a mi
alrededor creyendo que me habĂa muerto de frĂo y que habĂa ido a parar a los
Campos Celestiales. Me froté los ojos con las manos, ya calientes, me pellizqué
y di con los nudillos contra una piedra para ver si seguĂa siendo carne y no
sĂłlo espĂritu. MirĂ© en torno mĂo con más calma y vi que mis ocho comp añeros
estaban allĂ. ¿SerĂa posible que todos nos hallásemos ya en el cielo? En tal
caso tendrĂa que estar con nosotros el dĂ©cimo miembro de la expediciĂłn que se
habĂa matado contra la roca. O, por el contrario, ¿Ă©ramos todos nosotros dignos
de disfrutar de aquel paraĂso?
Treinta latidos antes estábamos temblando de frĂo al otro
lado de la cortina de niebla. Ahora, treinta latidos despuĂ©s —por el reloj de
nuestro corazĂłn— estábamos a punto de desmayarnos de calor. Del suelo brotaban
nubecillas de vapor y la atmĂłsfera vibraba a causa de Ă©ste. Junto a nosotros
corrĂa un arroyuelo de agua casi hirviendo. Nos rodeaba una hierba intensamente
verde. Nunca he visto un verdor semejante. Unas plantas de anchas hojas nos
llegaban a la altura de la rodilla. Estábamos deslumbrados y atemorizados.
Indudablemente, aquello era cosa de magia. Entonces, el lama Mingyar Dondup nos
dijo:
—Si la primera vez que yo lo vi puse la cara que tenĂ©is ahora
vosotros, ¡vaya aspecto que tendrĂa! Parece como si creyerais que los dioses
del hielo os están gastando una broma pesada.
Estábamos inmovilizados por el asombro y el temor, y mi GuĂa
nos dijo:
—Saltemos sobre el arroyo y con mucho cuidado de no caernos
dentro porque el agua está hirviendo. Pocos kilómetros más allá llegaremos a un
sitio magnĂfico donde podremos descansar.
Como siempre, tenĂa razĂłn. A poco más de cuatro
kilĂłmetros nos tumbamos en el suelo cubierto de musgo, no sin antes quitarnos
las tĂşnicas, pues no podĂamos resistir el calor. HabĂa allà árboles que nunca
habĂa visto y que probablemente nunca volverĂ© a ver. Por todas partes crecĂan
flores de vivo colorido. Unas esplĂ©ndidas enredaderas subĂan por los troncos de
los árboles y colgaban de sus altas ramas. Un poco a la derecha del delicioso lugar
en que reposábamos habĂa un pequeño lago cuyas ondas y cĂrculos indicaban la
vida que encerraba en sus aguas. AĂşn no habĂamos podido reaccionar contra la
impresiĂłn recibida y seguĂamos convencidos de que estábamos ya fuera de la
Tierra. Lo que no sabĂamos es si era el frĂo lo que nos habĂa matado o la
primera oleada de calor que recibĂamos.
El follaje era de una exuberancia increĂble. Ahora que
he viajado mucho puedo calificarla de vegetaciĂłn tropical, pero vimos varias
clases de aves que ni siquiera ahora sé cuáles son. Era un terreno volcánico en
el que abundaban los manantiales de agua caliente y percibĂamos olores
sulfurosos. Mi GuĂa nos dijo que sĂłlo existĂan dos lugares como aquĂ©l en las mo
ntañas tibetanas.
Nos explicó que el calor subterráneo y las corrientes de
agua hirviente fundĂan el hielo, y que las altĂsimas murallas rocosas
aprisionaban el aire caliente. La densa niebla blanca que habĂamos cruzado era
como la frontera de la zona frĂa y la caliente. TambiĂ©n nos dijo que habĂa
visto esqueletos de animales gigantescos, animales que en vida debieron de
tener unos diez metros de altura. Más adelante pude yo ver esos esqueletos.
AllĂ fue donde por primera vez vi un yeti. Estaba yo inclinado cogiendo hierbas
medicinales cuando algo me hizo levantar la cabeza. A unos nueve metros de mĂ
se hallaba el extraño ser del que tanto habĂa oĂdo hablar. Los padres tibetanos
suelen asustar a sus niños cuando son traviesos, diciĂ©ndoles: «Si no eres
bueno, te llevará un yeti.» Por fin, pensĂ©, unyeti iba a llevarme con Ă©l. Y, la
verdad, no me hacĂa gracia. Nos quedamos mirándonos fijamente, inmovilizados
por el miedo, durante un tiempo que me pareció eterno. Me estaba señalando con
una mano mientras emitĂa un curioso maullido. Me pareciĂł notar que le faltaban
los lĂłbulos frontales y que la frente la tenĂa aplastada a partir de las mismas
cejas, muy pobladas e hirsutas. TambiĂ©n la barbilla le retrocedĂa y tenĂa los
dientes muy anchos y salientes. Sin embargo, la capacidad de su cráneo, con
excepciĂłn de la frente, resultaba muy parecida a la del hombre moderno. Sus
manos eran grandes, y también sus pies. Era patizambo y con los brazos mucho
más largos de lo normal. Observé que el yeti andaba con la parte exterior de
los pies, como los seres humanos. Los monos y animales semejantes no andan con
las palmas de las manos y los pies.
Seguramente debĂ de hacer algĂşn movimiento brusco,
quizás un brinco, cuando pude reaccionar, porque el yeti chilló de pronto, se
volviĂł y se alejĂł dando saltos. Me pareciĂł que daba los saltos con una sola
pierna. Mi reacción fue también salir corriendo... en la dirección opuesta,
claro está.
Luego, cuando pude pensar con calma sobre aquel
encuentro, lleguĂ© a la conclusiĂłn de que habĂa batido el rĂ©cord tibetano de
sprint para altitudes su periores a siete mil metros. Luego vimos varios yetis
a lo lejos. Se apresuraron a esconderse en cuanto nos divisaron y nosotros, por
supuesto, no los perseguimos. El lama Mingyar Dondup nos dijo que estos yetis
eran precedentes de la raza humana que habĂan tomado un camino diferente en la
evoluciĂłn y que sĂłlo podĂan vivir en los sitios más recĂłnditos. Con gran
frecuencia hemos oĂdo historias de yetis que han abandonado estas regiones para
hacer incursiones cerca de los sitios habitados. Se habla también de yetis
machos que han raptado a mujeres solitarias. Quizá sea éste el procedimiento
que siguen para perpetuar su especie. Algunas monjas tibetanas nos lo han
confirmado. Concretamente recuerdo que en un monasterio de monjas nos dijeron
que una de ellas fue raptada por un yeti una noche en que se habĂa alejado. Sin
embargo, no es de mi competencia escribir sobre estas cosas. SĂłlo puedo decir
que he visto yetis y crĂas de yetis, y tambiĂ©n esqueletos de estos seres casi
fabulosos.
Algunas personas han puesto en duda lo que he contado sobre
los yetis.
Incluso se han escrito libros sobre ellos; pero sus
autores reconocen que no han visto ni uno. Yo, en cambio, los he visto. Hace
años se reĂan de Marconi cuando asegurĂł que iba a enviar un mensaje por radio a
través del Atlántico. Los sabios occidentales dictaminaron solemnemente que el
hombre no podrĂa viajar a más de setenta y cinco kilĂłmetros por hora, ya que
pasada esa velocidad morirĂan por la presiĂłn del aire; y cuando se decĂa que
existĂan unos peces que eran «fĂłsiles vivientes», se consideraba esto una
patraña. Ahora los hombres de ciencia los han visto, los han capturado y
disecado. Y si el hombre occidental se sale con la suya, nuestros pobres yetis
serán también capturados, disecados, conservados en alcohol.
Creemos que los yetis se han refugiado en estas zonas
montañosas y que en el resto del mundo se ha extinguido su especie. Cuando se
ve uno de ellos por primera vez produce una impresiĂłn de terror. La segunda vez
se siente compasiĂłn por estas criaturas de una Ă©poca antiquĂsima que están
condenados a desaparecer por las exigencias de la vida moderna.
Estoy dispuesto, cuando expulsen a los comunistas del
TĂbet, a acompañar a una expediciĂłn de escĂ©pticos y enseñarles nuestros yetis.
Merecerá la pena ver las caras que ponen estos hombres tan civilizados cuando
se enfrenten con algo tan ajeno a su experiencia materialista. Podrán llevar
reservas de oxĂgeno y todo el equipo tĂ©cnico moderno. A mĂ me bastará con mi
viejo hábito monacal. Las cámaras fotográficas y cinematográficas probarán la
verdad. En aquellos dĂas no contábamos en el TĂbet con máquinas fotográficas.
Nuestras antiguas leyendas dicen que hace muchos siglos
habĂa en el TĂbet playas bañadas por los mares. Y es indudable que se pueden
encontrar fĂłsiles de peces y de otras criaturas marinas sĂłlo con excavar un
poco. Los chinos tienen una creencia semejante. Las tablas de YĂĽ, que se
hallaban en el pico de Kou-lou del monte Haing, en la provincia de Hu-pei,
dicen que El Gran Yü descansó en aquel sitio (en el año 2278 antes de J.C.),
despuĂ©s de su formidable trabajo de desecaciĂłn de las «Aguas del Diluvio », que
en aquel tiempo sumergieron a toda China, excepto a las montañas más altas.
Creo que la piedra oriental la quitaron de allĂ, pero hay imitaciones en
Wu-ch’ang Su, cerca de Hanpow. TambiĂ©n hay una copia en el Templo de Yu -lin,
cerca de Shao hsing Fue, en Chekiang. SegĂşn nuestras creencias, el TĂbet era
entonces un territorio bajo junto al mar y por razones que no hemos llegado a
saber hubo unos horribles terremotos, como resultado de los cuales quedaron
sumergidos muchos terrenos, mientras otros se elevaron en forma de montañas.
Las montañas de Chang Tang eran ricas en fósiles y en
ellas abundaban las pruebas de que toda esta zona habĂa sido costa. HabĂa
conchas gigantes de vivos colores, curiosas esponjas de piedra y corales.
También era fácil encontrar oro. Las pepitas de oro abundaban tanto como los
guijarros.
Los manantiales que brotaban de las profundidades de la
tierra salĂan a todas las temperaturas, desde la ebulliciĂłn hasta estar casi
heladas. Es una tie rra de contrastes fantásticos.
Nos rodeaba una atmĂłsfera caliente y hĂşmeda, cuya
existencia en el TĂbet ni siquiera podĂamos sospechar. A unos metros, con sĂłlo
cruzar el telĂłn de niebla, hacĂa un frĂo tan intenso como para cristalizar a un
cuerpo humano. CrecĂan por allĂ las más raras hierbas medicinales y para
encontrarlas habĂamos hecho este viaje. TambiĂ©n habĂa una gran variedad de
frutas que nunca habĂamos visto. Las probamos y nos agradaron tanto que comimos
más de lo prudente. Esto tuvimos que pagarlo. Durante la noche y todo el dĂa
siguiente estuvimos demasiado ocupados, para poder coger hierbas. No estaban
nuestros estĂłmagos acostumbrados a tan jugosos alimentos.
Por supuesto, no volvimos a comer ni una sola fruta más.
Nos llevamos todas las hierbas y plantas que pudimos y
emprendimos el regreso a travĂ©s de la niebla. La impresiĂłn de frĂo repentina al
otro lado del telĂłn de niebla fue terrible. Es muy probable que todos nosotros
sintiĂ©ramos el impulso de volver y quedarnos a vivir en el cálido paraĂso que
acabábamos de abandonar. Uno de nuestros lamas sucumbiĂł con el frĂo.
Pocas horas después de pasar el telón de niebla cayó al
suelo sin sentido, y aunque hicimos todo lo posible por reanimarlo se marchĂł a
los Campos Celestiales aquella misma noche. Se durmiĂł y no despertĂł ya. Nos
repartimos su carga entre los demás a pesar de que Ăbamos cargados hasta el
máximo.
De nuevo recorrimos, ahora en sentido inverso, el camino
que tan penosamente trajimos. El calor del oculto valle nos habĂa quitado las
pocas fuerzas que nos quedaban y además apenas tenĂamos ya alimentos. Durante
los dos dĂas que tardamos en llegar a donde habĂamos dejado las mulas, no
comimos en absoluto. Ni siquiera nos quedaba té.
Cuando todavĂa tenĂamos que recorrer unos kilĂłmetros,
perdimos a otro compañero, vĂctima del frĂo, el hambre y el terrible esfuerzo
de la marcha. Y cuando por fin llegamos al campamento base, sĂłlo encontramos
cuatro monjes esperándonos que corrieron hacia nosotros en cuanto nos vieron
para ayudarnos a caminar un poco más cómodamente durante los últimos metros. Sólo
eran cuatro. Al quinto se lo habĂa llevado una ráfaga de viento y lo habĂa
estrellado contra el fondo del cañón. Poniéndome boca abajo mientras me
sostenĂan por los pies para que no resbalase en la nieve, pude verle allá abajo
como una mancha roja. Pero no era sólo el color rojo de su hábito, sino
rojo-sangre.
Los tres dĂas siguientes los dedicamos a descansar y
recobrar una parte de las energĂas perdidas. No era sĂłlo el cansancio y el
agotamiento lo que nos impedĂa movernos, sino el espantoso viento que rugĂa
entre las rocas y que lanzaba como proyectiles montones de guijarros
metiéndolos en nuestra cueva entre nubes de polvo. El agua del arroyo volaba
pulverizada por el viento. Durante la noche la tempestad ululaba en torno a
nosotros como una legiĂłn de rabiosos demonios que buscasen nuestra carne. De
algĂşn sitio cercano nos llegĂł un ruido como de arrastre, que terminĂł en un
terrible golpe sordo que hizo temblar la tierra. Era un inmenso pedazo de
montaña que habĂa sido arrancado por el viento y el agua produciendo un
corrimiento de tierras. A primera hora de la mañana del segundo dĂa, antes de
que la luz del alba hubiese llegado al valle y cuando estábamos todavĂa en la
luminosidad que precede en las alturas al amanecer, se desprendieron otras
enormes rocas del pico en cuya base nos encontrábamos. Las sentimos llegar y
nos acurrucamos en el fondo de la cueva, empequeñeciéndonos lo más posible. El
alud cayĂł con un estruendo pavoroso, como si todos los diablos se precipitaran
sobre nosotros con sus carros de batalla. Todo temblĂł en torno nuestro y
durante un buen rato siguiĂł cayendo una lluvia de piedras. Desde el fondo del
cañón, mucho tiempo después, nos llegó el eco y la vibración de las rocas que
caĂan al fondo. AsĂ quedĂł enterrado nuestro compañero.
El tiempo empeoraba. Decidimos la marcha para el amanecer
del dĂa siguiente, antes de que fuera demasiado tarde. Cargamos nuestro equipo
sobre las mulas, revisándolo todo cuidadosamente y examinando a los animales,
por si se habĂan herido con el cataclismo. Al amanecer, el tiempo se habĂa
calmado un poco. Partimos muy animados con el incentivo de volver al
monasterio. HabĂamos salido quince y regresábamos once. Avanzábamos con gran
lentitud; estábamos muy fatigados y tenĂamos los pies llenos de ampollas. El tiempo
nada significaba para nosotros. SentĂamos mucha hambre, pues nos habĂamos pues
to todos a media raciĂłn.
Por fin divisamos los lagos y con alegrĂa vimos que una
caravana de yaks pastaba por allĂ cerca. Los mercaderes nos dieron la
bienvenida, nos proporcionaron comida y té e hicieron todo lo posible por
aliviar nuestro cansancio. Estábamos llenos de magulladuras y arañazos, nos
colgaba la ropa en andrajos y nos sangraban los pies al estallar las grandes
ampollas.
Pero por lo menos algunos de nosotros habĂamos
conseguido regresar de las alturas de Chang Tang. Era la segunda vez que mi
GuĂa habĂa estado allĂ. Quizá sea el Ăşnico hombre del mundo que haya hecho dos
viajes semejantes.
Los mercaderes nos cuidaron bien. Sentados en torno a
las fogatas y rodeados por las tinieblas movĂan la cabeza asombrados mientras
escuchaban nuestras aventuras. Y nosotros lo pasábamos muy bien escuchando sus
relatos de viajes a la India y de sus encuentros con otros mercaderes del
Hindu-Kush. Lamentábamos tener que separarnos de aquellos hombres y deseábamos
que fueran en nuestra misma direcciĂłn. Pero habĂan estado en Lhasa
recientemente, y nosotros, en cambio, tenĂamos que ir hacia allá; de modo que
por la mañana nos separamos deseándonos mutuamente buen viaje y felicidad.
Muchos monjes no conversan con los mercaderes, pero el
lama Mingyar Dondup sostenĂa que todos los hombres son hermanos; la raza, el
color o las creencias nada importan. Lo Ăşnico que cuenta son las intenciones y
las acciones de los hombres.
Con renovadas fuerzas, emprendimos el regreso. El
paisaje se iba haciendo más verde y fértil y por fin llegamos a la vista del
deslumbrante oro del Potala y de nuestra lamaserĂa de Chakpori, que estaba un
poco más elevada que el Pico. Las mulas son animales muy sensatos; las nuestras
tenĂan prisa por regresar a su pueblo —ShĂł— y nos resultaba muy difĂcil
contenerlas. ¡Cualquiera habrĂa dicho que eran ellas las que habĂan subido al
Chang Tang y no nosotros!
Ascendimos por el pedregroso camino de la Montaña de Hierro
con la natural alegrĂa de haber vuelto de Chambala, como llamamos al helado
Norte.
EmpezĂł la ronda de recepciones, pero primero tenĂamos que ver
al Más Profundo. Su reacción fue muy significativa:
—HabĂ©is hecho —nos dijo— lo que yo habrĂa querido hacer.
Habéis visto lo que yo deseo ver por encima de todo. Soy omnipotente y, sin
embargo, me tiene prisionero mi pueblo. A mayor poder, menor libertad; a mayor
categorĂa, mayor servidumbre. PodĂ©is creerme; todo lo darĂa por ver lo que
vosotros habéis visto.
Al lama Mingyar Dondup, como jefe de la expediciĂłn, le fue
concedido el Pañuelo de Honor con los rojos nudos triples. A mĂ, por ser el mie
mbro más joven, me correspondió la misma distinción.
Durante varias semanas estuvimos visitando las otras
lamaserĂas para dar conferencias, distribuir hierbas raras y darme a mĂ la
oportunidad de conocer otros distritos. Primero tuvimos que visitar «Las Tres
Sedes», o sea Drebung, Sera y Ganden. Desde allĂ nos alejamos mucho, hasta
Dorjetahag y Samye, a ambas orillas del rĂo Tsangpo, a unos sesenta kilĂłmetros.
TambiĂ©n visitamos la lamaserĂa de Samden, entre los
lagos Dü-me y Ya mdok, a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Era
un alivio seguir el curso de nuestro propio rĂo, el Kyi Chu. En verdad era Ă©ste
un nombre muy adecuado: el RĂo de la Felicidad.
Mi educaciĂłn proseguĂa sin cesar mientras
cabalgábamos, cuando nos detenĂamos y durante los descansos. Se acercaban mis
exámenes para el tĂtulo de lama. Por eso no tardamos en regresar a Chakpori
para que no me distrajese demasiado.
CAPĂŤTULO DECIMOSEXTO.
LAMA.
Se intensificaba considerablemente mi adiestramiento en
los viajes astrales, en que el espĂritu, o ego, abandona el cuerpo y permanece
unido a la vida de la Tierra sĂłlo por el CordĂłn de Plata. A mucha gente le
cuesta trabajo creer que podemos viajar de este modo. La verdad es que todos lo
hacen cuando duermen. En Occidente casi siempre es involuntario; en Oriente los
lamas lo hacen con plena conciencia. AsĂ conservan un recuerdo pleno de lo que
han hecho, lo que han visto y dĂłnde han estado. En Occidente se ha perdido este
arte y por eso cuando se despiertan creen que han tenido lo que ellos llaman un
«sueño».
Todos los paĂses han poseĂdo un conocimiento de estos viajes
astrales.
Por ejemplo, en Inglaterra se atribuyen a las brujas,
que pueden volar. Pero las escobas no son necesarias excepto como medio de
racionalizar lo que la gente no quiere creer. En los Estados Unidos se dice que
los espĂritus de los hombres rojos (indios) vuelan. En todas partes existe un
conocimiento apagado de estas cosas. A mà me enseñaron a viajar astralmente y
cualquiera puede aprenderlo.
Otro arte de fácil dominio es la telepatĂa, pero no la
que suele explotarse como espectáculo. Afortunadamente, se empieza a reconocer
la eficacia de la telepatĂa. El hipnotismo es otra de las artes orientales. Yo
he realizado operaciones quirĂşrgicas en pacientes hipnotizados; por ejemplo,
amputarles una pierna, y otras de la misma importancia. El paciente no sufre
nada y se despierta en mejores condiciones que cuando le someten a la
anestesia. Ahora, segĂşn me dicen, se utiliza el hipnotismo en cierta medida en
Inglaterra.
La invisibilidad es asunto mucho más complicado y hay que
alegrarse de que sĂłlo estĂ© al alcance de una minorĂa muy reducida. TeĂłricamente
es muy fácil, pero en la práctica presenta dificultades casi insuperables. Sólo
tienen ustedes que pensar en lo que atrae nuestra atenciĂłn un ruido, un
movimiento repentino, un color vivo... Lo que nos hace fijarnos en una persona
son los ruidos que produce y sus movimientos rápidos. En cambio, una persona
inmóvil pasa fácilmente inadvertida o, por lo menos, nos resulta familiar.
Cuando el cartero llega a una casa, es fácil oĂr decir que nadie ha estado
allĂ. Y sin embargo, no ha sido un hombre invisible el que ha traĂdo las
cartas, y es frecuente pasar junto a personas en las cuales, por la fuerza de
la costumbre de verlas, no nos fijamos. En cambio, siempre vemos a un policĂa,
porque casi todos tenemos una conciencia culpable. Para lograr el estado de
invisibilidad hay que suspender toda acción y también interru mpir nuestras
ondas cerebrales. Si dejamos que el cerebro funcione (piense), otra persona que
se encuentre cerca adquiere inmediata conciencia telepática de la presencia de
aquel individuo; es decir, lo ve, y entonces se hace imposible el estado de
invisibilidad. En el TĂbet hay hombres que pueden hacerse invisibles a voluntad
porque pueden interrumpir sus ondas cerebrales.
Pero insisto en que debe considerarse afortunado que sean
tan pocos.
La levitaciĂłn se puede lograr, pero es un sistema de
viajar poco recomendable, ya que requiere un gran esfuerzo. El verdadero adepto
utiliza el viaje astral, que es muy sencillo con tal que se tenga un buen
profesor. Yo lo tenĂa y pude (y aĂşn puedo) viajar astralmente. En cambio, no he
conseguido nunca hacerme invisible, a pesar de lo mucho que me he esforzado
para ello. HabrĂa sido magnĂfico poderme esfumar cuando hubiera querido hacer
algo desagradable, pero esto me estaba negado.
Tampoco —como ya he dicho— he poseĂdo nunca talento
musical. Mi canto sacaba de quicio a mi maestro de mĂşsica, pero esto no era
nada comparado con la conmociĂłn que causĂ© cuando intentĂ© tocar los cĂmbalos
creyendo que cualquiera podĂa usarlos y, por desgracia, cogĂ en medio de ellos
la cabeza de un pobre monje.
Me advirtieron secamente que me dedicase sĂłlo a la
clarividencia y a la medicina.
Practicábamos mucho lo que el mundo occidental conoce por
yoga.
Desde luego es una gran ciencia que puede perfeccionar a
un ser humano hasta un extremo casi inverosĂmil. Mi opiniĂłn es que los
occidentales no pueden cultivar el yoga sin introducir en Ă©l considerables
modificaciones. Hemos conocido esa ciencia desde hace muchos siglos y nos
enseñaron las posturas más adecuadas desde la infancia. Nuestros miembros, el
esqueleto y los músculos están adiestrados para el yoga. En cambio, los
occidentales, sobre todo si son personas de edad madura, pueden lastimarse
seriamente si intentan adoptar esas posturas. Eso no es más que mi opinión como
tibetano, pero debo insistir en que no es aconsejable la práctica de esos
ejercicios si no se modifican bastante. Además, se necesita un profesor nativo
de extraordinarias facultades y que conozca perfectamente la anatomĂa masculina
y la femenina para evitar daños corporales. Y no sólo pueden perjudicar
gravemente las forzadas posturas que adoptamos, sino también los ejercicios
respiratorios.
El secreto principal de los fenĂłmenos tibetanos que tanto
asombran al mundo radica en una cierta manera de respirar. Ahora bien, si no se
aprende a hacerlo bajo las enseñanzas de un sabio y experimentado profesor,
esos ejercicios respiratorios pueden resultar muy perjudiciales e incluso
mortales. Muchos viajeros han escrito sobre los lamas corredores que pueden
influir en el peso de su cuerpo (y no me refiero a la levitaciĂłn) y correr a
gran velocidad durante horas y horas casi sin tocar la tierra. Se necesita
mucha práctica y el corredor tiene que hallarse en estado de semitrance. La
mejor hora es ya anochecido, cuando hay estrellas que mirar, y el terreno debe
ser monĂłtono, sin nada que rompa ese estado sonambĂşlico. En efecto, el hombre
que corre asà puede ser comparado a un sonámbulo. Sólo tiene en la mente su
destino manteniéndolo constantemente ante el Tercer Ojo y va recitando sin
cesar el mantra adecuado. Correrá durante horas y horas y llegará a su punto de
destino sin cansancio alguno. Este sistema posee una sola ventaja sobre el del
viaje astral. En este Ăşltimo se mueve uno en el campo del espĂritu y no puede
llevarse consigo objetos materiales. El arjopa, como llamamos al corredor,
puede, en cambio, llevar su carga normal, pero tiene desventajas respecto al
que viaja en el plano astral.
La respiraciĂłn adecuada permite a los adeptos tibetanos
sentarse desnudos sobre hielo a cinco mil metros o más de altitud y mantenerse
con un calor tal que el hielo se derrite y el adepto suda copiosamente.
Una breve digresiĂłn: el otro dĂa dije que habĂa hecho esto
yo mismo cerca de seis mil metros sobre el nivel del mar. La persona que me
escuchaba me preguntĂł con toda seriedad: ¿con marea baja o con marea alta? ¡Ha
intentado usted alguna vez levantar un objeto pesado teniendo los pulmones
vacĂos de aire? IntĂ©ntelo y verá que le resulta casi imposible. Entonces
respire lo más profundamente que pueda, contenga el aliento y podrá levantar el
pesado objeto con facilidad. Y si se encuentra usted irritado o asustado,
respire también profundamente aspirando la mayor cantidad de aire que pueda y
contenga la respiraciĂłn durante diez segundos. Luego espire ese aire
lentamente. Repita esto por lo menos tres veces y verá que le va disminuyendo
la velocidad de los latidos y que llega a calmarse por completo. Todo esto
puede probarlo cualquiera sin perjuicio alguno para su salud. Mi conocimiento
del dominio de la respiraciĂłn me ayudĂł a resistir las torturas japonesas y las
demás torturas que hube de padecer como prisionero de los comunistas, y les
aseguro que los japoneses, aun en sus peores momentos, son unos gentlemen
comparados con los comunistas. Por mi desgracia he conocido a unos y a otros en
sus peores facetas.
HabĂa llegado la hora de examinarme para el grado de lama,
aunque, como ya saben ustedes, me habĂan concedido ese tĂtulo años antes. Se
trataba, pues, de una confirmaciĂłn. Pero antes tenĂa que ser bendecido por el
Dalai Lama. Todos los años bendice a todos los monjes del TĂbet
individualmente.
El Más Profundo toca a la mayorĂa con una borla atada al
extremo de un bastĂłn. A aquellos a quienes favorece de un modo especial, o que
son de mayor categorĂa, los toca en la cabeza con una de sus manos. A los
predilectos los bendice colocándoles las dos manos sobre la cabeza. A mà por
primera vez me impuso las manos sobre el cráneo y me dijo en voz baja:
—Lo estás haciendo muy bien, muchacho; pĂłrtate aĂşn mejor en
tus exámenes. Justifica la fe puesta en ti.
Tres dĂas antes de mi decimosext o cumpleaños me
presentĂ© a los resultados de los exámenes. Con gran alegrĂa —y la expresĂ© ruidosamente—
supe que era de nuevo el primero de la lista. Me alegraba por dos motivos:
porque el lama Mingyar Dondup quedaba como el mejor profesor y porque sabĂa que
el Dalai Lama estarĂa muy satisfecho con mi maestro y conmigo.
Unos dĂas despuĂ©s, cuando el lama Mingyar Dondup me
estaba ilustrando en su habitaciĂłn, se abriĂł la puerta bruscamente y un
mensajero jadeante, con la lengua fuera y los ojos desencajados, se precipitĂł
hacia nosotros.
TraĂa en la mano el tradicional bastĂłn de los mensajes.
—Del Más Profundo —dijo casi sin aliento— al Honorable
lama mĂ©dico Martes Lobsang Rampa. —Y sacando de su tĂşnica la carta envuelta en
el pañuelo de seda ritual, añadiĂł—: Con la mayor velocidad, Honorable señor, he
corrido hacia aquĂ.
Entregado su mensaje, nos volviĂł la espalda y partiĂł como una
flecha, aĂşn más rápido que viniera. ¡Pero esta vez iba en busca de chang!
No me atrevĂa a abrir el mensaje. Desde luego, estaba
dirigido a mĂ; pero ¿quĂ© contenĂa? ¿Más estudios? ¿Más trabajo? Era muy grande
y de un aspecto terriblemente oficial. Mientras no lo abriese no podrĂa saber
quĂ© contenĂa y por tanto no se me podĂa culpar de que no hiciese lo que allĂ se
me ordenaba. Esto pensĂ© en un principio, pero cuando oĂ que mi GuĂa, sentado
detrás de mĂ, se estaba riendo, le entreguĂ© la carta con el pañuelo. La abriĂł
(es decir, le quitĂł el envoltorio) y sacĂł dos hojas dobladas que extendiĂł con
parsimonia y leyó con deliberada lentitud para poner aún más a prueba mi
paciencia. Por Ăşltimo, cuando vio que yo estaba a punto de estallar en mi
impaciencia por saber de una vez lo peor, me dijo:
—Muy bien; puedes respirar de nuevo. Tenemos que ir al
Potala para ver al Dalai Lama inmediatamente. Y te advierto, Lobsang, que aquĂ
se insiste en que debemos darnos la mayor prisa y se especifica que debo
acompañarte.
TocĂł el gong, y al ayudante que entrĂł le dio instrucciones
para que ensillaran en seguida nuestros dos caballos blancos. Nos cambiamos de
hábito en unos instantes y elegimos nuestros dos mejores pañuelos de seda.
Fuimos juntos a ver al Abad y le dijimos que debĂamos ir al
Potala llamados por el Más Profundo.
—Al Pico, ¡eh! Ayer estaba Ă©l en el Norbu Linga. Pero, en
fin, ya dirá la carta a dónde tenéis que ir. Debe de tratarse de algún asunto
oficial.
En el patio esperaban unos monjes —mozos de cuadra— con
nuestros caballos. Cabalgamos pendiente abajo y poco después subimos por la
cuesta del Potala. Para aquella distancia no me recĂa la pena ir a caballo a no
ser por la ventaja de que asĂ podĂamos subir más cĂłmodos por las enormes escalinatas
hasta lo más alto del edificio. Nos esperaban a la entrada de la terraza, y en
cuanto descabalgamos se llevaron nuestros caballos y nos condujeron con rapidez
a las habitaciones particulares del Dalai Lama. Entré solo e hice los actos de
ritual. ....SiĂ©ntate, Lobsang —me dijo Ă©l..-. Estoy muy contento contigo. Y
también estoy muy contento con Mingyar por la parte que ha tenido en tu
triunfo. He leĂdo todos tus ejercicios escritos.
TemblĂ© al oĂr esto. Uno de mis muchos defectos, segĂşn me
han dicho, es que tengo un inoportuno sentido del humor y de vez en cuando tuve
la malhadada idea de ponerlo en práctica al contestar las preguntas de los
exámenes, porque hay preguntas que verdaderamente se prestan a tomarlas a
broma. El Dalai Lama leyó mis pensamientos y se rió de buena gana, diciéndome:
—En efecto, tu sentido del humor no es siempre oportuno,
pero... —E hizo una larga pausa durante la cual temĂ lo peor, para terminar
añadiendo-:
...me ha divertido mucho todo lo que dices.
Pasé dos horas con él. Al terminar la primera hora de la
entrevista, el Dalai Lama hizo llamar a mi GuĂa y le dio instrucciones sobre mi
futura preparaciĂłn. TendrĂa que prepararme para la Ceremonia de la Muerte Pequeña.
DebĂa visitar —con el lama Mingyar Dondup— otras lamaserĂas y estudiarĂa con
los Descuartizadores de los Muertos. Como eran de baja casta, lo mismo que su
trabajo, el Dalai Lama me dio una autorizaciĂłn escrita para que conservase mi
elevada condiciĂłn social, a pesar de mi trato con ellos. En ese documento
ordenaba a los Descuartizadores del Cuerpo que me prestasen «toda la ayuda
necesaria para que los secretos de los cuerpos le sean revelados al honorable
lama médico y que pueda descubrir la razón fisica por la que el cuerpo queda
desechado. También podrá disponer de cualquier cuerpo o parte de él que
necesite para sus estudios. ¡Ya ven ustedes de quĂ© se trataba!
Antes de seguir contando lo referente a la eliminaciĂłn
de los cadáveres quizá sea conveniente escribir algo más sobre los puntos de
vista tibetanos sobre la muerte. Nuestra actitud en esto es completamente
distinta de la de los pueblos occidentales. Para nosotros un cuerpo no es más
que una cáscara o caparazĂłn, mero material envolvente del espĂritu inmortal.
Para nosotros un cadáver vale menos que un traje viejo y gastado. En el caso de
que una persona muera normalmente, es decir, no a consecuencia de un acto
violento inesperado —accidente o no—, consideramos que se produce el siguiente
proceso: el cuerpo está ya defectuoso, estropeado, enfermo y se ha hecho tan
incĂłmodo para el espĂritu que ya Ă©ste no puede aprender más.
AsĂ, ha llegado la hora de desechar esa cubierta, ese
cuerpo. Paulatinamente se va retirando el espĂritu y se exterioriza fuera de la
carne. La forma del espĂritu es exactamente del mismo perfil que su versiĂłn
material y puede ser vista con toda claridad por una persona clarividente. En
el momento de la muerte el CordĂłn que une el cuerpo fĂsico con el espiritual se
debilita y acaba partiĂ©ndose. Entonces el espĂritu se suelta y se va a la
deriva. Esto es lo que llamamos muerte. Pero a la vez se produce un nacimiento
a una nueva vida, pues el CordĂłn es semejante al cordĂłn umbilical que debe ser
cortado para lanzar a una criatura recién nacida a una existencia propia. En el
momento de la muerte se extingue en la cabeza el brillo o relumbre de la fuerza
vital. Este relumbre puede ser visto también por un clarividente. Decimos que
el cuerpo tarda en morir tres dĂas. Se requiere ese tiempo para que cese toda
actividad fĂsica y el espĂritu, alma, ego, o yo, se libere por completo de su
envoltura carnal. Creemos que existe un doble etéreo formado durante la vida
del cuerpo. Este doble puede convertirse en un fantasma.
Probablemente todos ustedes habrán mirado fijamente a una
luz intensa y al volver la cabeza han seguido viendo la misma luz durante un
rato.
Estimamos que la vida es eléctrica, un campo de fuerzas, y
el doble etéreo que permanece después de la muerte es semejante a la luz que vemos
después de mirar a un foco real; o sea, en términos eléctricos es como un
fuerte campo magnético residual.
Si el cuerpo tiene poderosas razones para adherirse a la
vida, entonces se intensifica el doble etéreo hasta formar lo que se conoce
corrientemente por un fantasma y vagará por los sitios que le son familiares.
Por ejemplo, un avaro puede tener tal apego a sus sacos de dinero que todo su
ser esté concentrado en ello. Lo más probable es que muera pensando con terror
en lo que irá a ser de su dinero y, de este modo, en el momento de su muerte se
fortalece su «personalidad etĂ©rea». El feliz heredero de los sacos de dinero se
sentirá muy inquieto durante las noches. Dirá que «el viejo Fulano de Tal está
rondando su dinero». Y tiene razĂłn: es muy probable que el fantasma de Fulano
de Tal esté furioso por que sus manos (espirituales) no puedan apoderarse de
ese dinero.
Hay tres cuerpos básicos: el cuerpo carnal, en el cual
aprende el espĂritu las arduas lecciones de la vida; el cuerpo etĂ©reo o
magnético, que nos vamos haciendo cada uno de nosotros con nuestras ambiciones
y nuestras pasiones de toda clase; y, por Ăşltimo, un tercer cuerpo, el
puramente espiritual, el «alma inmortal». Tal es nuestra creencia lamaĂsta y
no, necesariamente, la creencia budista ortodoxa. Una persona que muere tiene
que pasar por tres etapas: hay que eliminar su cuerpo fĂsico, tiene que
disolver se su doble etĂ©reo y su espĂritu ha de ser ayudado para que encuentre
el camino que le conducirá al mundo del espĂritu. En el TĂbet auxiliamos al
hombre con miras a su muerte antes de que Ă©sta ocurra. El adepto no necesita
estos auxilios, pero el hombre o mujer ordinarios —o sea los trappa— han de ser
guiados en todas esas etapas. Puede resultar interesante la descripciĂłn de todo
esto.
Un dĂa, el Honorable Maestro de la Muerte me mandĂł llamar
y me dijo:
—Ha llegado la hora de que estudies los mĂ©todos prácticos
para liberar el alma, Lobsang. Me acompañarás. Anduvimos por largos pasillos,
descendimos por resbaladizos escalones y por fin llegamos a donde se alojaban
los trappas. AllĂ, en un «hospital », un anciano monje estaba a punto de
emprender el camino que todos debemos tomar antes o despuĂ©s. HabĂa tenido un
ataque y estaba muy débil.
Le faltaban las fuerzas casi por completo y en seguida vi
que se le desvanecĂan sus colores áuricos. HabĂa que mantenerlo consciente a
toda costa hasta que le faltase por completo la vida. El lama que me acompañaba
tomĂł entre las suyas las manos del monje y le hablĂł cariñosamente —Te acercas,
anciano, al momento en que te librarás de las penalidades de la carne. Sigue
mis consejos para que puedas escoger el mejor camino, el camino más fácil. Tus
pies se enfrĂan. Tu vi da se va escapando y se acerca el momento en que nada
quede de ella en tu cuerpo. Piensa con calma, anciano, y te convencerás de que
nada hay que temer. Tu vida va saliendo de tus piernas y tu vista se apaga. Y
el frĂo trepa por tu cuerpo, siguiendo la estela que deja tu vida al marcharse.
Serénate en estos últimos instantes, anciano, pues nada has de temer porque se
te vaya la vida hacia la Mayor Realidad. Las sombras de la noche eterna te
empañan la vista y la respiración te falla por momentos. Se acerca el instante
en que tu espĂritu se verá definitivamente libre para disfrutar de los placeres
del otro mundo. Serénate, anciano; ha llegado el momento de tu liberación.
Mientras hablaba, el lama iba acariciando la cabeza del
moribundo desde la nuca a la coronilla siguiendo un sistema que, según está
bien probado, libera el espĂritu sin dolor. ProsiguiĂł hablándole en voz suave y
convincente explicándole los obstáculos que encontrarĂa en su camino y la
manera de evitarlos. Le describiĂł con toda exactitud su camino, el camino que
ha sido «cartografiado» por los lamas telepáticos que han pasado al Otro Lado y
que han seguido comunicándose desde allĂ por telepatĂa con sus antiguos
compañeros.
—Se te apaga la vista, anciano, y te falla la respiraciĂłn.
Se te enfrĂa el cuerpo y ya no oyen tus oĂdos los ruidos de esta vida.
Serénate, anciano, y marcha en paz, porque ya está aquà la Muerte contigo.
Sigue el camino que te hemos indicado y gozarás de paz y alegrĂa.
SeguĂa acariciando la cabeza del anciano mientras el aura
de Ă©ste se extinguĂa del todo. De pronto el lama emitiĂł un sonido explosivo que
forma parte de un antiquĂsimo ritual. Ese ruido inesperado y violento, libera
del todo el espĂritu, que se debilita para soltarse definitivamente del cuerpo.
La fuerza vital se habĂa concentrado por encima del cuerpo
en una mĂłvil masa en forma de nube y se retorcĂa confusamente hasta formar como
una esquemática reproducción del cuerpo, al que aún se hallaba sujeto por el
CordĂłn de Plata. Poco a poco se fue adelgazando y deshilachando el CordĂłn y,
como cuando se rompe el cordĂłn umbilical, el anciano naciĂł a su nueva vida. Lentamente,
como una nube que se eleva en el cielo o como el humo del incienso en el
templo, se fue alejando aquella forma espiritual. El lama siguiĂł dando
instrucciones, por medio de la telepatĂa, para guiar al espĂritu en la primera
etapa de su viaje.
—Estás muerto, nada tienes ya que hacer aquĂ, todos tus
vĂnculos con la carne han sido cortados. Estás en el Bardo. Sigue tu camino y
nosotros seguiremos el nuestro. ContinĂşa por la senda que te hemos indicado.
Abandona por completo este Mundo de la IlusiĂłn y penetra en la Mayor Realidad.
Has muerto. Sigue tu camino.
Las nubecillas de incienso calmaban todas las
inquietudes de aquella atmĂłsfera con sus suaves vibraciones. A lo lejos se oĂan
tambores con sus apagados redobles. En lo alto de la terraza de la lamaserĂa
una trompeta de bajos tonos enviaba al campo su sereno mensaje funerario. Y por
los corredores nos llegaban los sonidos normales de esta vida, el suave roce de
las botas de fieltro, los mugidos de algĂşn yak, ruido de conversaciones... Pero
en esta pequeña habitaciĂłn habĂa un silencio total, el silencio de la muerte,
sólo interrumpido por el murmullo de las instrucciones telepáticas que el lama
seguĂa enviando. Otra muerte, otro anciano que habĂa emprendido la eterna rueda
de las existencias, quizás aprovechando lo que habĂa aprendido en esta vida,
pero obligado a proseguir hasta que alcanzase la budeidad mediante un
larguĂsimo esfuerzo. Sentamos al cadáver en la correcta posiciĂłn del loto y
enviamos a buscar a los que preparan los restos mortales, y también llamamos a
otros lamas para que continuasen comunicándose telepáticamente con el espĂritu
que acababa de marcharse. Durante tres dĂas continuĂł esto, turnándose los
lamas. En la mañana del cuarto dĂa llegĂł uno del Ragyab. VenĂa de la Colonia de
los Descuartizadores de los Muertos, situada donde la carretera de Lingkhor
entronca con el Dechhen Dzong. Con su llegada los lamas dieron por terminadas
sus instrucciones telepáticas y el Descuartizador se hizo cargo del cadáver. Le
hizo adoptar la forma de un cĂrculo y lo envolviĂł con un paño blanco.
Balanceándolo suavemente se cargó el bulto a las espaldas y se marchó. Fuera
tenĂa un yak. Sin vacilar colocĂł el cadáver sobre los lomos del animal y
emprendiĂł con Ă©l la marcha. En el lugar donde eliminaba a los cuerpos el
Transportador entregarĂa su carga a los Descuartizadores.
El «lugar» era una desolada extensiĂłn de terreno en la
que sobresalĂan enormes «jorobas» y en la que habĂa una gran losa de piedra. En
las cuatro esquinas de la losa habĂa unos agujeros abiertos en la piedra y en
ellos, clavados, unos postes. Otra losa de piedra tenĂa tambiĂ©n agujeros, pero
sĂłlo hasta la mitad del grosor de la piedra.
El cadáver era colocado sobre la losa. Se le quitaba el
sudario. Las piernas y los brazos quedaban atados a los cuatro postes. Entonces
el jefe de los Descuartizadores sacaba un gran cuchillo y hacĂa en el cuerpo
largos cortes para luego poder «pelar» la carne en largas tiras. DespuĂ©s
cortaba los brazos y las piernas para separarlas del tronco. Finalmente,
cortaba la cabeza y la abrĂa.
En cuanto veĂan llegar al yak con su fĂşnebre carga, los
buitres descendĂan de las alturas y se posaban en las rocas para esperar
pacientemente.
ParecĂan espectadores en un teatro al aire 1ibre. Estos
pajarracos observan una estricta ordenaciĂłn social, y el menor intento por
alguno de ellos, más audaz, de adelantarse a los dirigentes, producĂa una
especie de motĂn para castigar al transgresor.
Después de realizar las operaciones que he descrito, el
Descuartizador abrĂa el tronco del cadáver. Metiendo en Ă©l las manos extraĂa el
corazĂłn, a cuya vista el jefe de los buitres caĂa en picado, como uno de esos
modernos aviones que luego habĂa yo de conocer, y se llevaba el corazĂłn que le
ofrecĂa el Descuartizador en sus manos abiertas. El buitre que le seguĂa en
categorĂa descendĂa a recoger el hĂgado y se retiraba con Ă©l a una roca para co
mérselo. Los riñones, los intestinos eran repartidos entre los buitres
dirigentes.
Luego se cortaban en trozos pequeños las tiras de carne
para dárs elas a los buitres del «pueblo». A uno de los pajarracos le tocaba
medio cerebro y un ojo, a otro la restante mitad del cerebro y otro ojo, y a
cada uno de ellos algĂşn pedazo. En poquĂsimo tiempo —es increĂble el poco
tiempo que bastaba— habĂan sido devorados todos los Ăłrganos y la carne toda, no
quedando sobre la losa más que los huesos pelados. Entonces se machacaban éstos
con pesadas mazas hasta pulverizarlos. ¡A los buitres les gusta mucho ese
polvo!
Estos Descuartizadores eran gente de extraordinaria
habilidad. Les enorgullecĂa su oficio y sĂłlo por pura aficiĂłn examinaban todos
los Ăłrganos para averiguar la causa de la muerte. Una larga experiencia les
permitĂan hacer esto con notable precisiĂłn. En realidad, no habĂa un motivo
serio que justificase este interĂ©s, pero constituĂa para ellos una tradiciĂłn
indagar la enfermedad por la cual «abandonaba el espĂritu su vehĂculo». Por
supuesto, si una persona habĂa sido envenenada —intencionada o accidentalmente—
se descubrĂa infaliblemente. El tiempo que pasĂ© estudiando con ellos me fue de
gran provecho en mi carrera. Tardé muy poco en aprender a disecar cadáveres. El
jefe de los Descuartizadores se colocaba a mi lado y me iba indicando todo lo
que merecĂa mi atenciĂłn. Por ejemplo, me decĂa: «Este hombre, mi Honorable
Lama, ha muerto de una obstrucciĂłn circulatoria.
Vamos a cortarle esta arteria... Aquà está, es un
coágulo que impedĂa pasar a la sangre.» O bien: «Esta mujer, mi Honorable Lama,
segĂşn me parece a primera vista, debe de haber muerto de alguna deficiencia en
una glándula.
Veamos.» El hombre hacĂa varios cortes con su cuchillo en la
carne de la mujer y por fin encontraba la confirmaciĂłn de sus primeras
impresiones.
Para ellos era una satisfacción poderme enseñar cuanto
sabĂan. Estaban enterados de que yo practicaba con ellos por orden directa del
Más Profundo. Si yo no estaba allĂ y recibĂan un cadáver que presentaba un
interés especial desde el punto de vista médico, me avisaban y no lo
«desmenuzaban » hasta que yo llegara.
Pude examinar centenares de cadáveres y nada tiene de
extraño que dominase luego la cirugĂa. El cuerpo humano me resultaba tan
conocido por dentro como por fuera. Este procedimiento es infinitamente más
eficaz que el habitual en las Facultades de Medicina occidentales, donde varios
estudiantes han de distribuirse un cadáver en las salas de disección. Estoy
plenamente convencido de que aprendĂ más ciencia mĂ©dica — sobre todo más práctica—
con los Descuartizadores que, más tarde, en una escuela médica equipada con
todos los Ăşltimos adelantos.
En el TĂbet los cadáveres no pueden ser enterrados.
CostarĂa muchĂs imo trabajo a causa de lo muy rocoso que es nuestro suelo y de
la fina capa de tierra que lo cubre. Tampoco es factible la cremaciĂłn, por
motivos econĂłmicos. Escasea la leña, y para quemar un cuerpo humano tendrĂamos
que encargarnos del transporte a lomos de yaks y a travĂ©s de altĂsimas
montañas.
CostarĂa un dineral. Tampoco podemos utilizar el
procedimiento de arrojar los cadáveres al agua, ya que la corrupción de éstos
infectarĂa el agua de los rĂos que han de beber los vivos. De manera que sĂłlo
nos queda un medio: hacerlos desaparecer por el aire gracias a la colaboraciĂłn
de los buitres, que se comen, no solamente la carne, sino también los huesos
convenientemente pulverizados Nuestro sistema se diferencia del occidental sĂłlo
en dos cosas los occidentales entierran a sus muertos y dejan que se los coman
los gusanos en vez de los buitres; y en segundo lugar, en Occidente se
entierra, a la vez que el cuerpo humano, la posibilidad de conocer la causa de
la muerte. Nadie puede estar seguro de que los certificados de defunciĂłn que
extienden los médicos expresen la verdadera causa de la muerte. En cambio,
nuestros Descuartizadores tienen siempre buen cuidado de cerciorarse de qué ha
muerto una persona.
Todos los ciudadanos del TĂbet «desaparecen» del modo que
he explicado, excepto los lamas de más elevada categorĂa que son Encarnaciones
Anteriores. A Ă©stos se les embalsama y se les coloca en un ataĂşd con tapa de
cristal para exhibirlos luego en un templo, o bien se les embalsama y se les
recubre de oro. Esté último procedimiento es de un gran interés. Yo intervine
muchas veces en esas operaciones. Ciertos norteamericanos que han leĂdo mis
notas sobre este asunto no pueden creer que empleásemos de verdad oro; dicen
que «ni siquiera los norteamericanos, con toda su tĂ©cnica, podrĂan hacerlo».
Desde luego, reconozco que no era nuestra especialidad la producciĂłn en masa,
sino que trabajábamos como artesanos. No podĂamos fabricar ni un solo reloj que
valiese un dólar. En cambio, éramos capaces de recubrir de oro un cadáver.
Una tarde me llamaron de parte del Abad, que me hablĂł asĂ:
—Una EncarnaciĂłn Anterior está a punto de abandonar su
cuerpo. Está en la Valla de la Rosa. Quiero que vayas para que puedas presenciar
su ConservaciĂłn en lo Sagrado.
AsĂ que de nuevo tuve que sufrir las incomodidades de un
viaje a caballo hasta Sera. En esta lamaserĂa me llevaron enseguida a la
habitación del anciano abad. Sus colores áuricos estaban a punto de extinguirse
y sĂłlo tardĂł una hora en convertirse en espĂritu puro. Por ser abad y un sabio
notable, no era necesario enseñarle el camino que habĂa que emprender por el
Bardo. Tampoco era preciso que esperásemos los tres dĂas de siempre. Dejamos al
cadáver sentado en la actitud del loto durante aquella noche mientras los lamas
lo velaban.
En cuanto amaneciĂł, desfilamos en procesiĂłn por el centro
de la lamaserĂa hasta el templo. Desde allĂ, por una pequeña puerta, entramos
en unos pasadizos secretos que conducĂan a unos sĂłtanos. Delante de mĂ dos
lamas llevaban el cadáver en una litera. Aún conservaba la posición del loto.
Los monjes que nos seguĂan entonaban unas salmodias y cuando se callaban
agitaban unas campanillas de plata. Ibamos vestidos con nues tros hábitos rojos
y, encima, unas estolas amarillas. Nuestras sombras danzaban, ampliadas y
deformadas por la luz de las lamparillas y las antorchas a lo largo de los
muros. Por fin, llegamos ante una puerta de piedra, sellada, que estaba a unos
ciento setenta metros de profundidad. HabĂamos descendido continuamente por una
sucesiĂłn de secretos corredores. Entramos en aquella sala, cuya temperatura era
casi glacial. Los monjes depositaron el cadáver cuidadosamente en el suelo. Lo
dejaron en la misma actitud del loto que tenĂa y se marcharon todos menos tres
lamas, que se quedaron con el cadáver y conmigo. Centenares de lamparillas
iluminaban brillantemente aquel lugar.
Era una luminosidad amarillenta. Desnudamos al cadáver y
lo lavamos con todo cuidado. Por los orificios normales del cuerpo fuimos
sacando los órganos del cuerpo y guardándolos en jarrones, que luego cerramos y
sellamos.
Lavamos y secamos todo el interior y luego vertimos en Ă©l
una laca de fabricaciĂłn especial. Con ello se formaba en el interior del cuerpo
una dura costra que mantenĂa su aspecto exterior como en vida. DespuĂ©s
rellenamos el vacĂo corporal con ciertas materias, poniendo mucha atenciĂłn en
que no se alterase la forma. Vertimos aún más laca hasta saturar el relleno,
que asĂ se solidificĂł. Pintamos con laca la superficie exterior del cuerpo y la
dejamos secar. Sobre esta endurecida superficie aplicamos una SoluciĂłn mediante
la cual pudiesen quitarse más adelante, sin arrancar la piel, las finas hojas
de seda transparente que pegábamos sobre ella. Una vez hecho el vendaje de
seda, lo recubrimos con otra capa de laca (de una clase diferente) y el cadáver
quedĂł listo para la fase siguiente de la preparaciĂłn. Primero lo dejamos secar
durante un dĂa y una noche. Cuando volvimos a la habitaciĂłn, estaba ya bien seco
y duro, en la actitud del loto. Lo llevamos procesionalmente a otra habitaciĂłn
situada más abajo, que era un horno construido de tal manera que las llamas y
el calor circulaban por fuera de sus muros y mantenĂan la estancia a una
temperatura elevada e igual. El suelo estaba cubierto con una gruesa capa de
polvo especial y en el centro de ella colocamos al cadáver. Abajo, los monjes
se disponĂan ya a encender el fuego. Luego fuimos llenando la habitaciĂłn, desde
el techo al suelo, con una sal especial de cierto distrito del TĂbet y con una
mezcla de hierbas y minerales. Quedamos en el pasillo y cerramos y sellamos la
puerta de la habitaciĂłn con el sello de la lamaserĂa. Dimos la orden de
encender el horno. Durante una semana estuvo encendido, alimentado con ramas,
manteca y boñiga de yak. Corrientes de aire caliente recorrĂan la Cámara de
Embalsamar. Al final del sĂ©ptimo dĂa no se añadiĂł ya más combustible. Las
llamas se fueron extinguiendo. Los gruesos muros de piedra crujĂan y gemĂan al
irse enfriando. Por fin, estuvo el corredor lo bastante enfriado para que
pudiĂ©semos entrar. Pero habĂa que esperar otros tres dĂas hasta que la
habitaciĂłn se hubiera enfriado. AsĂ, once dĂas despuĂ©s de haberla sellado,
rompimos el sello y empezamos a quitar la masa de sal, hierbas y minerales que
habĂamos metido allĂ. Esta labor nos llevĂł un par de dĂas. Por fin, quedĂł
vacĂa, excepto el cuerpo, que permanecĂa sentado en la posiciĂłn del loto.
Lo levantamos con el mayor cuidado y lo llevamos a la
habitaciĂłn de arriba donde habĂa sido embalsamado y donde podrĂamos examinarlo
mejor a la luz de las lamparillas.
Fuimos arrancándole suavemente el vendaje de seda hasta
que quedĂł la piel al descubierto. HabĂa sido un trabajo perfecto. Aparte de que
la piel era mu cho más oscura, parecĂa el cuerpo de un hombre dormido que en
cualquier momento podĂa despertarse. Conservaba la misma forma que un hombre
vivo y no tenĂa arrugas. De nuevo aplicamos una capa de laca al cuerpo desnudo
y luego les tocĂł su turno a los orfebres. Eran artĂfices de perfecta habilidad,
capaces de cubrir la carne muerta con oro. Realizaban su labor lentamente,
aplicando una capa tras otra de un oro fino y blando.
Fuera del TĂbet el oro vale una fortuna, pero nosotros lo
consideramos sĂłlo como un metal sagrado. Por ser incorruptible, el oro
simboliza el estado espiritual definitivo del hombre.
Los monjes orfebres trabajaban con un cuidado exquisito,
atentos a los más pequeños detalles. Cuando terminaron habĂan conseguido una
estatua de oro exactamente igual a un ser humano y en la que aparecĂan hasta
los más Ănfimos detalles de la piel, de las coyunturas, etc... Trasladamos el
cuerpo, que ahora pesaba mucho con el oro, al SalĂłn de las Encarnaciones y lo
colocamos en un trono de oro, como las demás figuras que allà se encuentran
desde hace muchos siglos sentadas en fila como jueces solemnes que contemplan
con ojos semicerrados las debilidades de la actual generaciĂłn.
Allà hablábamos en un susurro y andábamos de puntillas,
como para no despertar a estos muertos vivientes. Me atraĂa muy especialmente
uno de los cuerpos. No sĂ© quĂ© extraño poder me tenĂa inmovilizado ante Ă©l,
completamente fascinado. ParecĂa estarme mirando sonriĂ©ndose con una expresiĂłn
omnisciente. Me sacĂł de aquel trance alguien que me tocĂł levemente en el brazo.
Me sobresalté y casi me desmayé de terror.
—Ese eres tĂş, Lobsang, en tu EncarnaciĂłn Anterior. CreĂamos
que te reconocerĂas.
Muy conmovidos, salimos ambos. Sellaron la puerta.
A partir de entonces tuve libre acceso al SalĂłn de las
Encarnaciones y pude estudiar con toda calma las muchas figuras allĂ reunidas.
Iba solo y me sentaba a meditar ante ellas. Cada una tenĂa escrita su historia,
que yo estudiaba con el mayor interés. Allà encontré toda la historia de mi
GuĂa el lama Mingyar Dondup en sus encarnaciones anteriores y un resumen de sus
facultades y mĂ©ritos, asĂ como los honores que se le habĂan conferido y cĂłmo
habĂa abandonado este mundo en cada encarnaciĂłn.
También
estaba mi historia y, como es natural, la estudiĂ© con toda mi atenciĂłn. HabĂa
noventa y ocho figuras de oro. Era una cámara abierta en la roca y su puerta
estaba muy bien oculta. TenĂa ante mĂ la historia del TĂbet. O, por lo menos,
eso me figuraba yo. En realidad, la historia primitiva no la reconocerĂa hasta
más adelante.
CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO.
ĂšLTIMA INICIACIĂ“N.
DespuĂ©s de haber asistido en varias lamaserĂas a una media
docena de embalsamamientos, me enviĂł a buscar el Abad de Chakpon.
—Amigo mĂo —me dijo—, por orden directa del Dalai Lama
serás iniciado como abad. Como has solicitado, te seguirán llamando «lama»,
como Mingyar Dondup. Me limito a transmitirte el mensaje del Más Profundo. AsĂ,
en mi calidad de EncarnaciĂłn Reconocida, tenĂa de nuevo el status conque
abandonĂ© la Tierra unos seiscientos años antes. La Rueda de la Vida habĂa dado
una vuelta completa.
Poco después entró en mi habitación un lama anciano y me dijo
que debĂa someterme a la Ceremonia de la Muerte Pequeña.
—Porque sabrás, hijo mĂo —añadiĂł—, que hasta que hayas
pasado por la Puerta de la Muerte y hayas regresado, no podrás saber de verdad
que no hay muerte. Tus estudios en el viaje astral te han llevado muy lejos,
pero esa nueva experiencia te hará conocer zonas mucho más distantes, más allá
de toda conexiĂłn con esta vida y penetrarás en el pasado de nuestro paĂs.
El adiestramiento preparatorio era muy difĂcil y largo.
Durante tres meses administraron rigurosamente mi vida. Unos platos especiales
hechos con hierbas de sabor horrible fueron añadidos a mi menú diario. Me
insistĂan en que fijase sĂłlo mis pensamientos en lo puro y santo. ¡Como si
hubiera mucho donde elegir en una lamaserĂa! Incluso la tsampa y el tĂ© me eran
racionados. Una austeridad rĂgida, una disciplina aĂşn más estricta y muchas
horas de meditaciĂłn; Ă©sta fue mi vida durante aquellos meses.
Por fin, al cabo de ese tiempo, decidieron los
astrĂłlogos que habĂa llegado la hora, pues todos los presagios eran favorables.
PasĂ© veinticuatro horas ayunando hasta que me sentĂ tan vacĂo como el tambor de
un templo. Luego me condujeron por los pasadizos secretos que hay debajo del
Potala.
DescendĂamos sin cesar, alumbrados por las antorchas que
llevaban los otros, pues yo no podĂa tener nada en mis manos. Eran los mismos
corredores interminables por donde habĂa pasado ya. Por fin llegamos al final y
nos encontramos frente a un muro de roca. Entonces girĂł una entrada secreta y
se nos abriĂł otro pasadizo aĂşn más oscuro y estrecho que olĂa a aire viciado,
incienso y especias. Varios metros más allá nos vimos detenidos por una enorme
puerta cubierta de oro que se fue abriendo lentamente, mientras parecĂa
protestar con unos crujidos, que producĂan repetidos ecos a una gran distancia.
Apagaron las antorchas y encendieron las lámparas. Entramos entonces en un
templo oculto en un gran espacio abierto en las rocas por la acción volcánica
hacĂa muchĂsimo tiempo. Estos pasadizos habĂan conducido en tiempos lava
derretida. Ahora unos diminutos seres humanos pasaban por allĂ creyendo que
eran dioses. En fin, me dije que debĂa concentrarme en la tarea que me
esperaba, ya que estaba en el Templo de la SabidurĂa Secreta.
Me conducĂan tres abades. El resto del sĂ©quito lamástico
habĂa desaparecido en la oscuridad, como se disuelven los recuerdos de un
sueño.
Los tres abades, de una edad mu y avanzada, estaban ya
como disecados por los años y veĂan alegremente que se les acercaba la hora de
ser llamados a los Campos Celestiales. Aquellos tres ancianos, que eran
probablemente los metafĂsicos más grandes de todo el mundo, estaban dispuestos
a iniciarme en los Ăşltimos misterios. Cada uno de ellos llevaba en la mano
derecha una lámpara y en la izquierda una gruesa barra de incienso encendida.
HacĂa un frĂo muy intenso, un extraño frĂo que no parecĂa
de este mu ndo.
El silencio era profundo y los débiles sonidos que se
percibĂan sĂłlo servĂan para acentuar aĂşn más ese ominoso silencio. Nuestras
botas de fieltro no dejaban huellas; parecĂamos fantasmas deslizándonos. Las
tĂşnicas de brocado de color de azafrán de los abades producĂan un leve roce.
Horrorizado, sentĂa cosquillas y sacudidas. Me relucĂan las manos como si me
hubieran añadido una nueva aura. Vi que los abades tambiĂ©n relucĂan. Y que la
extremada sequedad de aquella atmĂłsfera y la fricciĂłn de nuestras telas habĂan
engendrado una carga estática de electricidad. Un abad me entregó una varilla
de oro y murmurĂł:
—Ten esta varilla en la mano izquierda y pásala por la
pared conforme vayas andando. Asà no sentirás molestia alguna.
SeguĂ sus instrucciones, pero recibĂ una descarga de
electricidad que casi me hizo dar un salto. Poco después ya no sentà ninguna
molestia.
Una tras otra se fueron encendiendo las lamparillas. Era
como si se encendiesen solas, pues no vi que nadie lo hiciera. Al aumentar la
temblona luz amarillenta, vi unas gigantescas figuras cubiertas de oro, algunas
de ellas medio enterradas en montones de piedras preciosas. Un Buda emergĂa de
las tinieblas tan enorme que la luz no le llegaba más arriba de la cintura.
También fueron apareciendo otras formas confusamente:
imágenes de diablos, representaciones de los deseos y de las pruebas que ha de
sufrir el hombre antes de lograr convertirse en sĂ mismo.
Nos acercamos a un muro sobre el cual aparecĂa pintada una
Rueda de la Vida de cerca de cinco metros de diámetro. La vacilante luz la
hacĂa parecer como si girase y tambiĂ©n daban vueltas mis sentidos al ver
aquello.
Seguimos avanzando hasta que creĂ inevitable que
tropezásemos con la pared de roca. El Abad que me conducĂa desapareciĂł y lo que
me parecĂa una oscura pared era en realidad una puerta oculta. Por allĂ se
entraba a un camino que descendĂa continuamente: un empinado y estrecho camino,
muy tortuoso, cuya oscuridad se intensificaba aún más por contraste con la
dĂ©bil luz de las lámparas que llevaban los abades. SeguĂamos caminando a
tropezones y resbalábamos con frecuencia. El aire era casi irrespirable y yo
tenĂa la impresiĂłn de que todo el peso de la tierra presionaba sobre nosotros.
Era como si estuviésemos penetrando en el corazón del mundo. Después de doblar
un Ăşltimo recodo del tortuoso pasadizo, se abriĂł ante nuestros ojos una caverna
de roca veteada de oro. Una capa de roca, una capa de oro, una capa de roca, y
asĂ sucesivamente. A enorme altura brillaba el oro como estrellas en una noche
tenebrosa y la tenue luz de nuestras lámparas producĂa allá arriba vivos reflejos.
En el centro de la caverna habĂa una casa negra y
brillante, como hecha de Ă©bano pulimentado. Por sus paredes se veĂan extraños
sĂmbolos y diagramas como los que yo habĂa visto en los muros del tĂşnel del
lago. Nos dirigimos hacia la casa y penetramos por una puerta muy alta y ancha.
Den tro habĂa tres ataĂşdes de piedra negra con curiosas inscripciones y
grabados.
No tenĂan tapas. MirĂ© dentro y al ver su contenido contuve
la respiraciĂłn y estuve a punto de desmayarme. —MĂralos, hijo mĂo —exclamĂł el Abad
que nos dirigĂa—. Eran dioses de nuestro paĂs en los tiempos anteriores a la
«llegada de las montañas».
Recorrieron el TĂbet cuando los mares bañaban nuestras
costas y cuando en el cielo habĂa estrellas diferentes.
MĂralos, hijo mĂo, porque solamente los iniciados han
podido verlos. VolvĂ a mirar, fascinado. Tres figuras de oro desnudas yacĂan
ante nosotros: dos hombres y una mujer. En el oro estaban reproducidos con
absoluta fidelidad todos los detalles del cuerpo humano. Pero ¡quĂ© tamaño! La
mujer tendrĂa unos tres metros de longitud allĂ tendida, y el mayor de los dos
hombres no tendrĂa menos de cuatro metros y medio. Eran de cabezas grandes y
algo cĂłnicas por arriba, de mandĂbulas estrechas y con una boca pequeña y de
labios finos, de nariz larga y fina, ojos rectos —no oblicuos, como los de los
orientales— y muy hundidos. En nada parecĂan estar muertos. Eran como seres
humanos que durmiesen. Nos movĂamos con muchĂsimo cuidado y hablábamos en voz
extremadamente baja, temiendo despertarlos.
Vi a un lado la tapa de uno de los ataĂşdes; en ella
aparecĂa grabado un mapa del firmamento, pero las estrellas tenĂan un aspecto
rarĂsimo. Mis estudios de astrologĂa me habĂan familiarizado con el aspecto del
cielo nocturno y lo que estaba viendo era completamente distinto.
El decano de los abades se volviĂł hacia mĂ y me explicĂł:
—Estás a punto de convertirte en Iniciado y con ello
podrás ver el Pasado y el Futuro. Pero tendrás que hacer un gran esfuerzo
final. A muchos les ha costado la vida y otros muchos han tenido que abandonar
la tarea. Pero nadie puede salir de aquĂ vivo si no triunfa. ¿Estás preparado?
Y ¿deseas verdaderamente someterte a la gran prueba final?
Dije que estaba dispuesto y con gran deseo de hacerlo.
Entonces me condujeron a una losa de piedra situada entre dos de los sepulcros.
Obedeciendo sus indicaciones me senté en la actitud del loto con las piernas
cruzadas, el torso erguido y las palmas de las manos hacia arriba.
Encendieron cuatro barras de incienso, una por cada
sepulcro y la cuarta para mi losa. Los abades tomaron cada uno una lámpara y se
marcharon en fila. Al cerrarse la pesada puerta negra me quedé solo con los
tres dioses antiquĂsimos. Pasaba el tiempo mientras yo meditaba sentado en mi
losa de piedra. La lámpara que me habĂan dejado chisporroteaba y acabĂł
apagándose. Durante unos momentos siguió rojizo el pabilo y sentà un olor de
tela quemada, y luego también este punto luminoso se apagó.
Me tumbé de espaldas en mi losa e hice los ejercicios
especiales de respiraciĂłn que me habĂan enseñado durante tantos años. Las
tinieblas y el silencio eran oprimentes. Bien se puede decir que era el
silencio de la tumba.
De pronto se puso mi cuerpo rĂgido, catalĂ©ptico. Los
miembros se me fueron durmiendo y los invadiĂł poco a poco un frĂo helado. TenĂa
la sensaciĂłn de estarme muriendo. SĂ, muriĂ©ndome en aquella tumba de hacĂa
tantos siglos. A más de ciento treinta metros bajo la superficie. Sentà una
violenta sacudida en el interior de mi cuerpo y la impresiĂłn inaudita de un
extraño roce y crujidos como si estuvieran desdoblando y desenrollando cuero
muy viejo. Paulatinamente fue llenándose la tumba de una luminosidad azul
pálida como la de la luz de la Luna en un alto desfiladero. Sentà como un
balanceo, un movimiento de elevaciĂłn y descenso. Por unos instantes pude
imaginarme que me hallaba volando una vez más en una cometa o tirando de ella
desde abajo y que subĂa y bajaba por la fuerza del aire. Entonces comprendĂ que
efectivamente estaba flotando por encima de mi cuerpo carnal. Y precisamente
cuando pude darme cuenta de lo que me ocurrĂa, empecĂ© a moverme
inconfundiblemente: ascendĂa como una nubecilla de humo. Por encima de mĂ veĂa
una deslumbrante claridad, algo asĂ como una taza de oro iluminada por dentro.
De mi cintura colgaba un cordĂłn de Plata azulada que latĂa y relucĂa lleno de
vitalidad.
MirĂ© hacia abajo y vi mi cuerpo tendido. YacĂa como un
cadáver más.
Aparte del tamaño y del oro, poca diferencia habĂa entre
mi cuerpo y los de los tres dioses que tenĂa junto a mĂ. Era una experiencia
absorbente. Pensé en las mezquinas preocupaciones de la humanidad actual y me
preguntĂ© cĂłmo podrĂan explicarse los materialistas la presencia de estas
inmensas figuras.
Pero de pronto me di cuenta de que algo obstaculizaba mis
pensamientos.
TenĂa la sensaciĂłn de no estar ya solo. Me llegaban
trozos de conversaciĂłn y fragmentos de pensamientos ajenos. Por mi visiĂłn
mental empezaban a pasar como fulgurantes ramalazos ciertas imágenes. A gran
distancia, alguien parecĂa estar tocando una enorme campana de profundos tonos.
Este sonido se fue acercando rápidamente hasta que por
fin fue como si estallara dentro de mi cabeza y vi gotitas de luz de colores y
ráfagas de matices desconocidos hasta entonces para mĂ. Mi cuerpo astral era
arrastrado de un lado para otro como una hoja por un vendaval. SentĂ unas
punzadas de dolor como si me pincharan con hierro al rojo vivo. Me sentĂa solo,
abandonado, una insignificante partĂcula de un implacable universo. DescendiĂł
hacia mĂ una densa capa de niebla y con ella me envolviĂł una calma que no era
de este mundo.
Poco a poco se desvanecieron las tinieblas que me
envolvĂan. No sĂ© de dĂłnde me llegaba el rugir del mar y el silbante ruido de
los guijarros al ser arrastrados por las olas. Aspiraba el aire salino y
percibĂa perfectamente el olor penetrante de las algas. Era una escena
familiar: me tumbé boca arriba sobre la cálida arena y estuve contemplando las
copas de las palmeras. Pero algo habĂa en mĂ que seguĂa recordándome que nunca
habĂa visto el mar y que ni siquiera habĂa oĂdo nunca hablar de las palmeras..
De un cercano bosquecillo me llegaban unas voces rientes, voces cada vez más
fuertes, porque eran las de un feliz grupo de personas muy bronceadas por el
sol que se me acercaban. ¡Gigantes! ¡Todos ellos eran gigantes! MirĂ© hacia
abajo y vi que también yo era un gigante. Las impresiones se acumulaban en mi
campo de percepción astral: hace innumerables siglos la Tierra giraba más cerca
del Sol y en la direcciĂłn contraria a la de ahora. Los dĂas eran más breves y
más cálidos. Surgieron formidables civilizaciones y los hombres sabĂan más que
ahora. De los espacios celestiales llegĂł un planeta errante, que chocĂł con la
Tierra. Y la Tierra saliĂł de su Ăłrbita y empezĂł a girar en la direcciĂłn
contraria. Se levantaron los vientos que agitaron las aguas, las cuales
inundaron la Tierra y hubo diluvios universales. Espantosos terremotos
sacudieron el mundo. Unos paises se sumergieron y otros emergieron. Las tierras
cálidas y agradables que constituĂan el TĂbet perdieron sus magnĂficas playas y
se elevaron, como disparadas, a un promedio de tres mil metros sobre el nivel
del mar. Y sobre este territorio crecieron inmensas montañas que escupĂan
ardiente lava. En las zonas más altas siguió floreciendo la fauna y la flora de
aquel mundo desaparecido, pero Ă©ste es un tema que sobrepasa los lĂmites de un
libro, y una parte de mi «iniciaciĂłn astral» es demasiado secreta y sagrada
para que me atreva a publicarla. Poco tiempo después sentà que las visiones se
iban oscureciendo y borrando.
Gradualmente fui perdiendo la consciencia astral y la
fĂsica. Más tarde experimentĂ© la desagradable sensaciĂłn del frĂo, pero se trataba
ya de un frĂo normal, de un frĂo de este mundo, el que puede sentirse cuando se
lleva mucho tiempo tendido sobre una losa bajo la helada oscuridad de una
bĂłveda. En mi cerebro oĂa estos pensamientos:
—SĂ, ya ha vuelto a nosotros. ¡Vamos en seguida!
Pasaron unos minutos y vi que se iluminaba débilmente la
tumba.
Eran las lámparas de los tres viejĂsimos abades.
—Te has portado muy bien, hijo mĂo —me dijo el que los
dirigĂa—.
Te has pasado aquĂ tres dĂas. Ahora ya lo sabes todo. Has
muerto y has vivido.
Con gran dificultad me incorporé y logré por fin ponerme
en pie. Me tambaleaba de debilidad y hambre. Salimos de esta cámara funeraria
que nunca habrĂa de olvidar y respiramos por fin el aire más puro de los otros
pasadizos. SentĂa un hambre extremada, y entre ella y las portentosas exp
eriencias que habĂa vivido, estaba a punto de desmayarme. Pero tardĂ© poco en
comer y beber hasta hartarme y aquella noche cuando me acosté tuve la
convicciĂłn de que pronto deberĂa abandonar el TĂbet y marchar a paĂses extranjeros
como estaba predicho. A los paĂses que se me figuraban entonces tan extraños.
¡Ahora puedo decir que eran y son mucho más extraños de lo que pude imaginar!
CAPĂŤTULO DECIMOCTAVO.
¡ADIĂ“S, TIBET!
Pocos dĂas despuĂ©s, cuando mi GuĂa y yo estábamos sentados
en la orilla del RĂo de la Felicidad, se acercaba un jinete a todo galope. En
cuanto mirĂł en nuestra direcciĂłn y reconociĂł al lama Mingyar Dondup se detuvo
tan bruscamente que levantĂł una nube de polvo.
—Tengo un mensaje del Más Profundo para el lama Lobsang
Rampa —dijo en cuanto hubo descabalgado junto a nosotros.
Y sacĂł de dentro de la tĂşnica el largo rollo envuelto en
el pañuelo de seda ritual. Me lo entregĂł arrodillándose tres veces ante mĂ, volviĂł
a mo ntar en su caballo y se alejĂł al galope.
Ahora estaba mucho más seguro de mà mismo. Lo ocurrido en
los subterráneos del Potala me habĂa dado una gran seguridad. AbrĂ el mensaje y
lo leĂ antes de pasárselo a mi GuĂa y amigo el lama Mingyar Dondup: —Tengo que
ver al más Profundo esta mañana en el Parque de la Joya.
También tú tienes que venir, Maestro.
—No es corriente que se adivinen las decisiones de nuestro
Precioso Protector, pero creo, Lobsang, que pronto tendrás que marcharte a
China.
En cuanto a mĂ, como ya te he dicho, regresarĂ© muy pronto
a los Campos Celestiales. Aprovechemos, pues, este dĂa lo mejor que podamos, ya
que tan poco tiempo nos queda para estar juntos.
Por la mañana recorrà la familiar senda hasta el Parque de
la Joya. Me acompañaba el lama Mingyar Dondup. Ambos Ăbamos pensando lo mismo:
que Ă©sta serĂa quizá la Ăşltima vez que caminásemos juntos. Este pensamiento
debĂa de conocĂ©rseme en la cara, pues, cuando vi yo solo al Dalai Lama, dijo:
—La partida, los momentos de tomar nuevas sendas, son
siempre penosos.
AquĂ en este pabellĂłn me paso muchas horas meditando,
preguntándome si harĂa bien en quedarme o en marcharme cuando nuestro paĂs sea
invadido. Cualquiera de estas dos decisiones causarĂa dolor a algunos. Nuestro
camino está ahĂ, inexorable, ante nosotros, Lobsang, y para ninguno resultará
fácil. La familia, los amigos, nuestro paĂs, todo ello ha de ser abandonado, y
ya sabes que la Senda que hemos de tomar supone muchas penalidades, torturas,
incomprensiones, falta de fe... En fin, todo esto es muy desagradable. Las
costumbres de los extranjeros son muy extrañas y desconcertantes. Como ya te he
dicho en otra ocas iĂłn, sĂłlo creen en lo que ven por sus propios ojos. SĂ, sĂłlo
creen en lo que pueden someter a prueba en sus cámaras de la Ciencia. Sin
embargo, la mayor de todas las ciencias, la ciencia del Super-Ser, Ă©sa la
desconocen por completo. Pero Ă©sta es tu senda, la que has escogido antes de
venir a esta vida. Lo he preparado todo para que puedas marcharte a China
dentro de cinco dĂas.
¡Cinco dĂas! HabĂa contado con cinco semanas. Mientras mi
GuĂa y yo subĂamos por la empinada cuesta de nuestra Montaña de Hierro no
hablamos en absoluto. Cuando estábamos ya dentro del Templo, me dijo el lama
Mingyar Dondup:
—Tendrás que visitar a tus padres, Lobsang. EnviarĂ© a un
mensajero.
¿Mis padres? El lama Mingyar Dondup habĂa sido para mĂ más
que un padre y que una madre. Y pronto saldrĂa de este mundo. Desde luego,
antes de que yo regresara al TĂbet, al cabo de unos cuantos años. Lo Ăşnico que
podrĂa ver de Ă©l para entonces serĂa su estatua, su cuerpo embalsamado y
cubierto de oro en el SalĂłn de las Encarnaciones, como una tĂşnica vieja y
desechada.
Estos cinco dĂas tuve muchĂsimo que hacer. Del Museo del
Potala me trajeron ropa occidental para que me la probase. No es que fuera a
llevarla en China, ya que allĂ serĂa más adecuada mi vestimenta de lama, pero
convenĂa que mis compañeros viesen cĂłmo me quedaba. ¡QuĂ© traje! Aquellos
espantosos tubos de tela me apretaban las piernas y no me atrevĂa a doblarlas.
ComprendĂ entonces por quĂ© no podĂan sentarse los
occidentales en la actitud del loto: su ropa tan estrecha se lo impedĂa. Desde
luego, pensĂ© que habĂa arruinado toda mi vida futura por tener que llevar
aquellos tubos de tela. Me pusieron una especie de sudario blanco y me ataron
en torno al cuello una horrible tira de no sé qué tejido, y haciéndome un nudo
corredizo, me lo apretaron como si fueran a estrangularme. Encima me pusieron
una absurda prenda con parches y agujeros. En aquellos parches era donde los
occidentales guardaban las cosas en vez de llevarlas en el interior de la
tĂşnica, como es lo normal. Pero lo peor no habĂa llegado aĂşn. Me pusieron en
los pies unos gruesos y pesados guantes y me los ataron fuertemente con unos
cordones negros que terminaban en unos remates metálicos. Los mendigos que se
arrastran de rodillas por la carretera de Lingkhor apoyándose en las manos
llevan a veces en Ă©stas unos guantes parecidos, pero eran lo bastante sensatos
como para no ponerse en los pies sino buenas botas de fieltro tibetanas. CreĂ
que aquel instrumento de tortura me destrozarĂa los pies y que no podrĂa ir a
China. En la cabeza me colocaron una taza grande invertida con un borde todo
alrededor y me dijeron que estaba vestido como un caballero occidental
disfrutando de sus ocios. Claro que tendrĂan ocio, pues ¡cĂłmo iban a trabajar
vestidos de semejante manera!
Al tercer dĂa visitĂ© a mis padres. Fui solo, y a pie, lo
mismo que habĂa salido por primera vez de mi casa en direcciĂłn al monasterio.
Pero esta vez era lama y abad. Mi padre y mi madre me esperaban en casa como a
un huĂ©sped excepcionalmente distinguido. En la tarde de aquel dĂa entrĂ© con mi
padre en su despacho y firmé y anoté mi rango en el Libro de la Familia.
Luego regresĂ© tambiĂ©n a pie a la lamaserĂa que durante tanto
tiempo habĂa sido mi verdadero hogar.
Los dos dĂas restantes transcurrieron pronto. En la
tarde del Ăşltimo dĂa tuve otra entrevista con el Dalai Lama para despedirme de
Ă©l y recibir su bendiciĂłn. Me apenĂł mucho abandonarle. La prĂłxima vez que lo
viera — ambos lo sabĂamos muy bien— sĂłlo quedarĂa de Ă©l su cuerpo embalsamado.
Ya no estarĂa allĂ su espĂritu.
Al amanecer del dĂa siguiente emprendimos el viaje. Me
marchaba tan a disgusto que iba mucho más lentamente de lo que debĂa. Otra vez
me encontraba sin hogar, camino de lugares extraños y teniéndolo que aprender
todo de nuevo. Cuando llegamos al desfiladero nos volvimos desde aquella altura
para contemplar un buen rato y por Ăşltima vez la ciudad santa de Lhasa. Por
encima del Potala volaba una cometa solitaria.
FIN
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