EL LIBRO SIN NOMBRE
(novela
probablemente)
Argumento
Querido
lector,
Durante siglos una librería perdida en el mundo ha
escondido un secreto. En sus estantes hay un misterioso libro sin nombre ni
autor. Quien lo lee… acaba muerto. ¡Sólo las almas puras pueden ver las páginas
de este libro! Ahora es tu turno. Cada página que pases, cada capítulo que
leas, te acercará al final. Vendrá la oscuridad, y con ella grandes males. Pero
tranquilo, no estás solo. La amnésica y sexy Jessica, el boxeador Rodeo Rex, el
criminal Santino, dos monjes karatekas, un asesino vestido de Elvis Presley,
dos policías despistados y muchos delincuentes te acompañarán por las violentas
calles de Santa Mondega. Pronto, un eclipse solar sumirá a la ciudad en la
oscuridad más absoluta… Dicen que Kid Bourbon ha vuelto y que busca una
misteriosa piedra. ¡Prepárate para el baño de sangre! Te dirán que este libro
es una mezcla irreverente de la estética de Quentin Tarantino y El Código da
Vinci. Pero recuerda: todas las personas que han leído El libro sin nombre están muertas.
La única forma de saber por qué es
leerlo tú mismo… ¡Suerte!
Querido lector,
Sólo las almas puras pueden ver las páginas de este libro.
Cada página que pases, cada capítulo que leas, te acercará al
final.
No todos lo lograrán. Las muchas tramas y estilos pueden
deslumbrar y confundir.
Pero la verdad que buscas estará frente a ti.
Vendrá la oscuridad, y con ella grandes males.
Tras leer el libro, ¿volverás a ver la luz?
Anónimo
DEL MISMO AUTOR:
Durante siglos, se han publicado muchos libros bajo el
seudónimo «Anónimo». Sería imposible, además de trivial, publicar aquí una
lista.
ÍNDICE
Argumento..................................................................................... 2
Cuatro.......................................................................................... 24
Ocho............................................................................................. 39
Nueve........................................................................................... 43
Once............................................................................................. 50
Doce............................................................................................. 53
Catorce......................................................................................... 59
Quince.......................................................................................... 63
Dieciséis....................................................................................... 66
Diecisiete..................................................................................... 72
Dieciocho..................................................................................... 76
Diecinueve................................................................................... 79
Veinte........................................................................................... 82
Veintiuno..................................................................................... 85
Veintidós...................................................................................... 89
Veintitrés..................................................................................... 92
Veinticuatro................................................................................. 95
Veinticinco................................................................................. 100
Veintiséis................................................................................... 103
Veintisiete................................................................................. 107
Veintiocho................................................................................. 109
Veintinueve............................................................................... 114
Treinta....................................................................................... 117
Treinta y uno............................................................................. 120
Treinta y dos............................................................................. 124
Treinta y tres............................................................................. 126
Treinta y cuatro........................................................................ 131
Treinta y cinco........................................................................... 133
Treinta y seis............................................................................. 138
Treinta y siete........................................................................... 140
Treinta y ocho........................................................................... 145
Treinta y nueve......................................................................... 149
Cuarenta.................................................................................... 151
Cuarenta y uno......................................................................... 152
Cuarenta y dos.......................................................................... 155
Cuarenta y tres.......................................................................... 158
Cuarenta y cuatro..................................................................... 163
Cuarenta y cinco....................................................................... 165
Cuarenta y seis.......................................................................... 172
Cuarenta y siete........................................................................ 175
Cuarenta y ocho........................................................................ 180
Cuarenta y nueve...................................................................... 183
Cincuenta................................................................................... 186
Cincuenta y uno........................................................................ 188
Cincuenta y dos......................................................................... 191
Cincuenta y tres........................................................................ 193
Cincuenta y cuatro.................................................................... 196
Cincuenta y cinco...................................................................... 198
Cincuenta y seis........................................................................ 201
Cincuenta y siete...................................................................... 205
Cincuenta y ocho...................................................................... 209
Cincuenta y nueve.................................................................... 215
Sesenta...................................................................................... 219
Sesenta y uno............................................................................ 222
Sesenta y dos............................................................................ 224
Sesenta y tres............................................................................ 231
Sesenta y cuatro....................................................................... 233
Sesenta y cinco......................................................................... 236
Uno
Sánchez se
propuso ignorar a su nuevo cliente, pretendiendo no haberlo visto.
Por supuesto, una vez que el hombre habló,
tuvo que ceder en su empeño.
—Camarero, ponme
un bourbon.
El hombre no levantó la vista. Había pedido la bebida sin
siquiera dirigirse a Sánchez, y como no se había quitado la capucha, no era
posible decir si era tan desagradable como parecía. Tenía una voz muy ronca.
(En esos lugares, la maldad se juzgaba por el nivel de ronquera.) Con eso en
mente, Sánchez tomó un vaso de whisky razonablemente limpio y se acercó al
hombre. Depositó el vaso en la pegajosa superficie de la barra, justo frente al
desconocido, y se permitió echar un vistazo a la cara encapuchada. Pero la
sombra de la capucha era demasiado profunda para distinguir nada, y no iba a
correr el riesgo de que lo sorprendiera mirando.
—Con hielo… —murmuró el hombre. En realidad, era más bien
un susurro áspero.
Con una mano, Sánchez buscó algo bajo la barra y sacó una
botella medio llena etiquetada como bourbon; luego tomó dos cubitos con la
otra. Dejando caer el hielo en el vaso, empezó a servir la bebida. Llenó la
mitad y puso la botella en la barra. —Son tres dólares.
—¿Tres
dólares?
—Sí.
—Llena el vaso.
Desde que el hombre entrara en el bar se hizo el silencio,
excepto el ventilador del techo, que parecía más ruidoso. Sánchez, evitando
todo contacto visual, tomó la botella de nuevo y llenó el vaso hasta arriba. El
desconocido le tendió un billete de cinco dólares.
—Quédate con el
cambio.
El camarero dio media vuelta y marcó la venta en la caja
registradora. Pero los pequeños sonidos de la transacción se vieron
interrumpidos por palabras. A sus espaldas, escuchó la voz de Ringo, uno de sus
clientes más desagradables. Era una voz bastante ronca, en comparación con
otras.
—¿Qué te trae a
nuestro bar, desconocido? ¿Qué buscas?
Ringo compartía mesa con otros dos hombres, a pocos metros
del desconocido. Era un rufián seboso y sin afeitar, igual que la mayoría de
los delincuentes del bar. E, igual que los demás, llevaba una pistola colgando
en su costado y ansiaba cualquier excusa para desenfundarla. Todavía en la caja
registradora detrás de la barra, Sánchez respiró hondo y se preparó para lo
inevitable.
Ringo era un criminal famoso, culpable de casi cualquier
crimen imaginable. Violación, incendios provocados, robo, asesinato de policías…
Lo que se quiera: Ringo los había cometido todos. No pasaba un día sin que
hiciera algo que pudiera mandarlo a la cárcel. Hoy no era distinto. Ya había
atracado a tres hombres a punta de pistola, y ahora, tras gastar sus
«ganancias» en cerveza, buscaba pelea.
Al darse la vuelta, Sánchez vio que el desconocido no se
había movido ni había probado su bebida. Y por unos segundos espantosamente
largos, no había respondido a la pregunta de Ringo. Sánchez recordaba que, en
una ocasión, éste había disparado a un hombre en la rodilla, tan sólo porque no
le había contestado con suficiente rapidez. Así que suspiró de alivio cuando,
por fin, antes de que Ringo preguntara por segunda vez, el hombre decidió
contestar.
—No estoy
buscando problemas.
Ringo sonrió
amenazadoramente y gruñó:
—Yo soy el
problema, y parece que me has encontrado.
El hombre encapuchado no reaccionó. Se quedó sentado en la
barra, absorto en su bebida. Ringo se levantó de su silla y se acercó a él. Se
recostó en la barra junto al recién llegado, y con una mano le quitó la
capucha, dejando al descubierto el rostro de rasgos finos, sin afeitar, de un
treintañero rubio. El joven tenía los ojos inyectados en sangre, probablemente
a causa de una resaca o de un sueño de borrachera.
—Quiero saber qué haces aquí —exigió Ringo—. Al parecer,
esta mañana llegó a la ciudad un desconocido que se cree un tipo duro. ¿Tú te
crees un tipo duro?
—No soy un tipo
duro.
—Entonces toma tu
abrigo y vete a la mierda.
Como orden, ésta tenía sus limitaciones, ya que el
desconocido no se había quitado la capa.
El rubio
consideró la sugerencia de Ringo; luego sacudió la cabeza.
—Conozco a ese desconocido —dijo con voz ronca—, y sé por
qué está aquí. Te lo contaré todo si me dejas en paz.
Ringo esbozó una sonrisa debajo del bigote oscuro y sucio.
Se volvió para observar a su público: los veinte clientes seguían sentados a
sus mesas, atentos a la escena. La sonrisa de Ringo sirvió para reducir la
tensión, aunque todos sabían que pronto su ánimo volvería a ensombrecerse.
Después de todo, se hallaban en el Tapioca.
—¿Qué os parece, muchachos? ¿Dejamos que el rubiales nos
cuente una historia?
Se oyó un coro de afirmaciones y un tintineo de vasos.
Ringo rodeó los hombros del desconocido y lo hizo girar en el asiento.
—Vamos, rubiales,
háblame de ese desconocido. ¿Qué busca en mi ciudad?
La voz de Ringo sonó burlona, aunque no pareció molestar al
hombre, el cual empezó a hablar.
—Esta mañana, yo estaba en un bar a un par de kilómetros, y
este tipo entró y pidió una bebida.
—¿Cómo era?
—Al principio no se le veía la cara porque usaba una
capucha. Pero entonces alguien se le acercó y se la quitó.
Ringo dejó de sonreír. Sospechaba que el hombre se estaba
burlando de él, así que presionó una mano en su hombro.
—¿Y qué sucedió
después? —preguntó, amenazador.
—El desconocido, que tenía buen aspecto, se tomó la bebida
de un trago, sacó el arma y mató a todos los imbéciles del bar… excepto a mí y
al camarero.
—Espera… —dijo Ringo, suspirando por los sucios agujeros de
su nariz—. Puedo comprender que quisiera conservar vivo al camarero, pero no
veo ninguna razón para que no te matara.
—¿Quieres saber
por qué no me mató?
Ringo desenfundó
la pistola de su cinturón y apuntó a la mejilla del hombre.
—Exacto. Quiero
saber por qué ese hijo de puta no te mató.
El desconocido
miró a Ringo, ignorando el revólver en su cabeza.
—No me mató porque quería que viniera a este antro de
mierda y encontrara a un gilipollas llamado Ringo.
A Ringo no se le escapó el énfasis en la palabra
«gilipollas» Sin embargo, pese a la sorpresa con que recibió semejante
afirmación, se mantuvo bastante tranquilo, al menos para lo que era habitual en
él.
—Yo soy Ringo.
¿Quién diablos eres tú?
—Eso no importa.
Los dos
delincuentes que estaban sentados a la mesa de Ringo se levantaron.
Ambos dieron un paso al frente, listos para
respaldar a su amigo.
—Es importante porque dicen que este tipo se hace llamar
Kid Bourbon — masculló Ringo—. Tú estás bebiendo bourbon, ¿no es así?
El rubiales observó a los dos amigos de Ringo. Luego volvió
a mirar a lo largo del cañón del arma de Ringo.
—¿Sabes por qué
lo llaman Kid Bourbon? —preguntó.
—Sí —intervino uno de los amigos de Ringo, a sus espaldas—.
Dicen que cuando bebe bourbon, se vuelve loco y mata a quien tenga delante.
Dicen que es invencible y que sólo el Diablo puede eliminarlo.
—Es cierto —dijo el desconocido—, Kid Bourbon los mata a
todos. En cuanto se toma un trago, se pone a disparar… Al parecer, el bourbon
le da una fuerza especial.
Y yo debería saberlo. Lo he visto con mis
propios ojos.
Ringo presionó la
boca de la pistola contra la sien del hombre.
—Bebe tu bourbon.
El desconocido se volvió en su asiento para mirar hacia la
barra y tomó su bebida. Siguiendo sus movimientos, Ringo continuó presionando
el arma contra su cabeza.
Detrás de la barra, Sánchez retrocedió varios pasos,
esperando mantenerse fuera del alcance de la sangre o los sesos que pudieran
volar en su dirección. O tal vez la bala perdida… Observó cómo el desconocido
levantaba el vaso. Con los nervios, cualquier hombre habría derramado media
bebida, pero no aquel tipo. El desconocido era tan frío como el hielo en su
vaso. Se le tenía que reconocer eso.
Pero ahora todos los clientes del Tapioca estaban en pie y
se esforzaban por ver la escena, pistola en mano. Todos ellos presenciaron cómo
el desconocido levantaba el vaso hacia su rostro, inspeccionando el contenido.
Un hilo de sudor resbalaba por la parte externa del vaso. Era un sudor real.
Tal vez perteneciera a la mano de Sánchez, o a la del último usuario del vaso.
El hombre parecía observarlo, esperando a que se deslizara lo suficiente para
no tener que probarlo. Al final, cuando la gota de sudor estaba lo bastante
baja para que no pudiera entrar en contacto con su boca, suspiró y vertió la
bebida en su garganta. En el lapso de tres segundos, el vaso estaba vacío. Todo
el bar contuvo la respiración. No pasó nada.
Todos aguantaron
la respiración un poco más.
Y siguió sin
pasar nada.
Así que todos
siguieron respirando, incluso el ventilador de hélice.
Todavía nada.
Ringo retiró su arma de la cara del desconocido y formuló
la inevitable pregunta:
—Entonces, ¿eres
el tal Kid Bourbon?
—Beber semejante orina sólo demuestra algo —espetó el
hombre, secándose la boca con el dorso de la mano.
—¿El qué?
—Que puedo beber
orina sin vomitar.
Ringo miró a Sánchez. El camarero se había alejado de la
trayectoria y apoyaba la espalda contra la pared de la barra. Estaba temblando.
—¿Le has servido
de la botella de orina? —preguntó Ringo.
Sánchez asintió,
inquieto.
—No me gusta su
pinta… —dijo.
Ringo enfundó su arma y se alejó. Entonces echó la cabeza
hacia atrás y estalló de risa, dando palmadas en el hombro al desconocido.
—¡Te has bebido
una copa de orina! ¡Ja, ja, ja! ¡Una taza de orina!
Todos en el bar
se desternillaron de risa. Todos, menos el desconocido rubio.
Éste fijó la mirada en Sánchez.
—Dame un maldito
bourbon. —Su voz era muy ronca.
El camarero tomó una botella distinta de detrás de la barra
y sirvió un vaso al desconocido. Esta vez lo llenó sin esperar a que nadie le
dijera nada.
—Son tres
dólares.
Evidentemente, al hombre no le sorprendió que Sánchez le
pidiera otros tres dólares, y rápidamente mostró su cabreo. En un instante, su
mano derecha alcanzó el interior de la capa negra y reapareció con una pistola.
El arma era de color gris muy oscuro y parecía bastante pesada en su mano,
sugiriendo que estaba cargada. Tal vez en el pasado fuera de un brillante color
plateado, pero, como cualquiera en el Tapioca sabía muy bien, un arma brillante
demostraba poco uso. El color de la pistola de aquel hombre sugería lo
contrario.
El rápido movimiento del desconocido terminó apuntando
directamente a la frente de Sánchez. A esta acción le siguió una serie de
chasquidos ruidosos, más de veinte distintos. Todos en el bar pasaron a la
acción: sacaron sus propios revólveres, los amartillaron y apuntaron al
desconocido.
—Tranquilo, rubiales… —dijo Ringo, de nuevo presionando su
pistola en la sien del hombre.
Sánchez sonrió de manera nerviosa, como disculpándose del
desconocido, que todavía apuntaba la pistola en su cabeza.
—Este bourbon es
cortesía de la casa… —susurró.
—¿Crees que estoy buscando mi maldito
dinero? —recibió por respuesta.
A continuación, el desconocido depositó su pistola junto a
su nuevo vaso de bourbon y suspiró en silencio. Parecía muy cabreado… Al fin y
al cabo, tal vez necesitara una bebida. Era el momento de quitarse el sabor a
orina de la boca. Tomó el vaso y lo llevó a sus labios. Todo el mundo estaba
esperando a que bebiera el contenido. Pero el hombre, como si quisiera
atormentarlos, no lo ingirió de inmediato. Hizo una pausa, como si fuera a
añadir algo. Todos contuvieron la respiración. ¿Iba a hablar? ¿O iba
a beber el bourbon?
La respuesta llegó pronto. Como si no hubiera bebido
durante una semana, consumió de un trago el contenido y soltó el vaso de un
golpe en la barra. Definitivamente, eso era un bourbon.
Dos
El padre Taos se sentía al borde de las lágrimas. Había
vivido muchos momentos tristes, días tristes, incluso semanas tristes, y tal vez un mes triste en alguna
etapa del camino. Pero aquél era el peor. Era lo más triste que jamás había
visto.
En ese instante, se hallaba en el altar del templo de
Herere, mirando hacia las filas de bancos de la iglesia. Hoy todo era distinto…
Los bancos no estaban como siempre. Deberían ocuparlos los rostros melancólicos
de los hermanos de Hubal… En la rara ocasión en que estaban vacíos, le gustaba
observar su pulcritud, o el relajante color lila de los asientos. Hoy los
bancos no estaban ordenados, ni siquiera eran ya de color lila. Y lo más
importante: los hermanos de Hubal no parecían melancólicos.
Aquel hedor no era del todo desconocido. El padre Taos lo
había olido cinco años antes. Le devolvió recuerdos nauseabundos; era el olor
de la muerte y la traición, envuelto en una neblina de pólvora. Los bancos ya
no estaban cubiertos de cojines lila, estaban cubiertos de sangre. El conjunto
era caótico. Y lo peor de todo: los hermanos de Hubal que solían ocuparlos no
parecían melancólicos. Estaban todos muertos.
Mirando hacia arriba, quince metros sobre su cabeza, Taos
vio sangre goteando del techo. La bóveda de mármol con arco perfecto había sido
pintada siglos antes con las hermosas escenas de los ángeles danzando con niños
felices y sonrientes. Ahora, los ángeles y los niños estaban manchados con la
sangre de los monjes. Hasta sus expresiones habían cambiado. Ya no parecían
felices. Sus caras manchadas de sangre expresaban preocupación y tristeza, al
igual que el padre Taos.
Había unos treinta cuerpos tirados sobre los bancos. Tal
vez otros treinta se escondían entre las filas de asientos, o debajo. Sólo un
monje había sobrevivido, y ése era Taos. Un hombre armado con una escopeta de
dos cañones le había disparado en el estómago. La herida todavía sangraba, pero
se curaría. Sus heridas siempre se curaban, aunque las escopetas suelen dejar
marca. En su vida había recibido otros dos balazos, ambos cinco años antes, la
misma semana, con unos días de diferencia.
En la isla de Hubal, habían sobrevivido suficientes monjes
para ayudarlo a limpiar el desorden. Sería difícil para ellos, eso lo sabía,
sobre todo para quienes habían presenciado, cinco años antes, la última vez que
la pólvora llenó el templo con su hedor nauseabundo e impío. Así que Taos dio
gracias a Dios cuando dos de sus monjes favoritos, los jóvenes Kyle y Peto,
entraron en el templo por el enorme agujero en que se habían convertido las
puertas de roble que formaban la entrada.
Kyle tenía unos treinta años; Peto no pasaba de la
veintena. A primera vista, parecían gemelos, no sólo por su rostro, sino
también por sus gestos. Eso se debía en parte a que ambos iban vestidos del
mismo modo, y en parte porque Kyle había sido el mentor de Peto durante casi
diez años. Así que el monje más joven inconscientemente imitaba la naturaleza
tensa y demasiado cauta de su amigo. Ambos tenían la piel tersa y aceitunada, y
llevaban la cabeza rapada. Usaban mantos naranjas idénticos, como todos los
monjes muertos en el templo.
En su camino hacia el altar, tuvieron que pisar los
cadáveres de varios hermanos. A pesar de que a Taos le doliera verlos en esa
situación, le consoló el simple hecho de que estuvieran allí. Su ritmo cardíaco
se aceleró… Por fin volvía a latir a un ritmo constante.
Peto había sido lo bastante considerado para llevarle una
pequeña taza con agua. Tuvo cuidado en no derramar nada de camino al altar,
pero sus manos temblaban visiblemente mientras contemplaba el caos del templo.
Casi se sintió tan aliviado de entregar la taza, como Taos de recibirla. El
viejo monje la tomó en ambas manos y empleó toda la fuerza que le quedaba para
levantarla hacia sus labios. La frescura del agua en su garganta pareció
devolverle la vida.
—Gracias, Peto. Y no te preocupes: antes de que termine el
día, volveré a ser el mismo de siempre —dijo, inclinándose para dejar la taza
vacía en el suelo de piedra.
—Por supuesto, padre. —La voz trémula no parecía
convencida, pero al menos albergaba cierta esperanza.
Taos sonrió por primera vez ese día. Peto era tan inocente
y se preocupaba tanto por los demás, que era difícil no sentirse reconfortado
en su presencia, en medio del caos sangriento del templo. Lo habían llevado a
la isla a los diez años, después de que una banda de narcotraficantes asesinara
a sus padres. Vivir con los monjes le había dado paz interior y lo había
ayudado a reconciliarse consigo mismo. A Taos le enorgullecía haber convertido
a Peto, junto a los demás hermanos, en el ser humano maravilloso, atento y
desinteresado que ahora tenía delante. Pero iba a mandarlo al mundo que le
había robado su familia.
—Kyle, Peto…
Sabéis por qué estáis aquí, ¿verdad? —preguntó el monje.
—Sí, padre —dijo
Kyle, contestando por los dos.
—¿Estáis a la
altura de la misión?
—Por supuesto,
padre. Si no lo estuviéramos, no nos hubiera llamado.
—Eso es cierto,
Kyle. A veces olvido lo sabio que eres. Recuérdalo, Peto.
Aprenderás mucho de Kyle.
—Sí, padre
—respondió Peto, con humildad.
—Ahora escuchad con atención. Tenemos poco tiempo. Desde
ahora, cada segundo cuenta. La existencia del mundo libre recae en vuestros
hombros.
—No le
fallaremos, padre —insistió Kyle.
—Sé que no me fallaréis a mí, Kyle, pero si fracasáis será
la humanidad la que saldrá perdiendo. —Hizo una pausa antes de continuar—: Encontrad
la piedra y devolvedla al templo. No dejéis que esté en manos del mal cuando
llegue la oscuridad.
—¿Por qué?
—preguntó Peto—. ¿Qué podría suceder, padre?
Taos puso una mano en el hombro de Peto, sujetándolo con
sorprendente firmeza para un hombre en su condición. Estaba horrorizado por la
masacre, por la amenaza que suponía y, sobre todo, porque no tenía otra opción
que enviar a esos dos monjes al peligro.
—Escuchad, hijos míos… Si esa piedra está en las manos
equivocadas en el momento equivocado, todos lo sabremos. Los océanos se
elevarán y la humanidad será eliminada como lágrimas en la lluvia.
—¿«Lágrimas en la
lluvia»? —repitió Peto.
—Sí, Peto —contestó con suavidad Taos—, justo como
«lágrimas en la lluvia». Ahora apresuraos. No hay tiempo para que os lo cuente
todo. La búsqueda debe empezar de inmediato. Cada segundo que pasa, cada minuto
que transcurre, nos acerca al final del mundo que hemos conocido y amado.
Kyle limpió una
mancha de sangre de la mejilla de su superior.
—No se preocupe, padre, no perderemos el tiempo. —A pesar
de todo, dudó un momento y luego preguntó—: ¿Dónde debemos empezar nuestra
búsqueda?
—En el mismo lugar de siempre, hijo mío. En Santa Mondega.
Ahí es donde ellos más codician el Ojo de la Luna.
—Pero ¿quiénes son «ellos»? ¿Quién lo tiene? ¿Quién ha
hecho todo esto? ¿A quién, o qué, estamos buscando?
Taos hizo una pausa antes de responder. De nuevo examinó la
matanza a su alrededor y recordó el momento en que había mirado a su atacante a
los ojos, justo antes de que le disparara.
—Un hombre, Kyle. Búscalo. No sé su nombre, pero cuando
lleguéis a Santa Mondega, preguntad por el hombre al que no se puede matar.
Averiguad quién es capaz de asesinar a treinta o cuarenta personas sin siquiera
despeinarse.
—Pero, padre, si
existe un hombre así, ¿la gente no temerá decirnos quién es?
A Taos le irritaron las preguntas de Kyle, pero el monje
estaba en lo cierto. Pensó en ello durante un instante. Uno de los puntos
fuertes de Kyle era que, si preguntaba, al menos lo hacía con inteligencia. En
esa ocasión, Taos tenía una respuesta.
—Sí, tendrán miedo, pero en Santa Mondega un hombre venderá
su alma al lado oscuro por un puñado de billetes.
—No comprendo,
padre.
—Por dinero, Kyle, por dinero. La basura y la escoria de la
Tierra harán lo que sea por él.
—Pero nosotros no tenemos dinero, ¿verdad? Usarlo va contra
las leyes sagradas de Hubal…
—Técnicamente, sí —comentó Taos—, pero aquí tenemos dinero.
Sólo que no lo gastamos. El hermano Samuel se reunirá con vosotros en el
puerto. Os entregará una maleta con más dinero del que necesita cualquier
hombre. Empleadlo con moderación para conseguir la información necesaria. —Una
ola de cansancio se apoderó de él. Taos se palpó el rostro antes de continuar—:
Sin dinero no duraríais un día en Santa Mondega. Así que no lo perdáis bajo
ningún concepto. Y estad atentos. Si se corre la voz de que tenéis dinero,
ciertas personas vendrán a buscaros. Os aseguro que son peligrosas.
—Sí, padre…
Kyle se emocionó. Aquél sería su primer viaje desde que
estaba en la isla. Todos los monjes de Hubal llegaban allí de niños, y las
oportunidades de dejar la isla se presentaban una vez en la vida, o ni siquiera
eso. Kyle se sintió culpable al instante.
En el templo no cabían los sentimientos.
—¿Hay algo más?
—preguntó.
Taos sacudió la
cabeza.
—No, hijo mío. Ahora marchaos. Tenéis tres días para
recuperar el Ojo de la Luna y salvar al mundo. Y el tiempo ya está corriendo en
el reloj de arena.
Kyle y Peto hicieron una reverencia ante el padre Taos y
luego se encaminaron hacia la salida del templo. Necesitaban respirar aire
puro. El hedor de la muerte les daba náuseas.
Lo que no se imaginaban era que volverían a olerlo. El
padre Taos se lo temía. Y mientras los veía marcharse, deseaba haber tenido el
valor de contarles qué les esperaba en el mundo exterior. Cinco años antes,
había mandado a otros dos jóvenes monjes a Santa Mondega. Jamás habían vuelto,
y sólo él sabía por qué.
Tres
Habían pasado cinco años desde la noche en que el rubiales
con capa y capucha había entrado en el bar Tapioca. El lugar seguía igual que
entonces. Tal vez los muros estaban un poco más manchados de humo que antes, y
mostraban unos cuantos agujeros más, de balas perdidas, pero, aparte de eso,
nada era distinto. Los desconocidos seguían sin ser bienvenidos y los clientes
seguían siendo escoria. (Aunque eran clientes distintos.) En esos cinco años,
Sánchez se había engordado un poco. En lo demás, tampoco él había cambiado. Así
que cuando dos desconocidos extrañamente vestidos entraron en silencio en el
bar, se preparó para servirles de la botella de orines.
Esos dos hombres podían ser gemelos. Ambos llevaban la
cabeza afeitada, ambos tenían la piel aceitunada y ambos vestían la misma ropa:
túnicas cruzadas sin mangas de color naranja (como de kárate), con pantalones
anchos negros y botas puntiagudas algo afeminadas, también negras. Obviamente,
en el Tapioca no había un código de moda, pero si lo hubiera habido, nunca se
hubiera permitido la entrada a esos dos individuos. Al acercarse a la barra,
sonrieron a Sánchez como idiotas. Él, como tenía por costumbre, los ignoró. Por
desgracia, algunos de los clientes más insoportables (en otras palabras,
clientes muy desagradables) habían reparado en los recién llegados, y al poco
el bar quedó en silencio.
Era media tarde y
sólo había dos mesas ocupadas: una cerca de la barra, con tres hombres
sentados, y otra en la esquina más alejada, con dos «sospechosos» inclinados sobre
un par de botellas de cerveza. Todos ellos fulminaron con la mirada a los dos
desconocidos.
Los clientes habituales no estaban familiarizados con los
monjes de Hubal, ya que no se les veía a menudo. Tampoco sabían que aquellos
dos individuos vestidos con ropa extraña eran los primeros monjes que dejaban
la isla de Hubal en años. Kyle era un poco más alto que Peto. También era el
monje de más alto rango; su compañero, un novicio. Sánchez no lo habría
adivinado, pero, de haberlo sabido, tampoco le hubiera importado.
Los monjes habían ido al bar Tapioca por una razón muy
concreta: era el único sitio en Santa Mondega del que habían oído hablar.
Habían seguido las instrucciones del padre Taos y habían preguntado a varios
lugareños dónde era más probable encontrar a un hombre al que no se podía
matar. La respuesta era siempre la misma: «Probad en el bar Tapioca.» Incluso
algunas personas habían sido lo bastante amables para sugerir un nombre. Las
palabras «Kid Bourbon» surgieron en varias ocasiones. La única alternativa era
un hombre que había llegado poco antes a la ciudad y que se hacía llamar
«Jefe». Un inicio promisorio para la búsqueda que los dos monjes se habían
propuesto. O eso pensaban.
—Discúlpeme, señor —le dijo Kyle a Sánchez, todavía
sonriendo—, ¿le importaría servirnos dos vasos de agua, por favor?
Sánchez tomó dos
vasos vacíos y los llenó de orina de la botella bajo la barra.
—Seis dólares.
La hostilidad de
Sánchez se medía en el precio abusivo.
Kyle dio un codazo a Peto y se inclinó para susurrarle
algo, mientras mantenía una sonrisa forzada.
—Peto, dale el
dinero…
—Pero, Kyle…, ¿seis dólares no es demasiado por dos vasos
de agua? —le murmuró el novicio.
—Tú dale el
dinero —apremió Kyle—. No queremos parecer idiotas.
Peto observó a Sánchez por encima del hombro de Kyle y
sonrió al camarero, que empezaba a impacientarse.
—Este hombre nos
está timando.
—El dinero…
rápido.
—Muy bien, pero… ¿has visto el agua que nos ha servido? Es
un poco… amarilla. —Peto suspiró y añadió—: Parece orina.
—Por favor, paga
las bebidas.
Peto sacó un puñado de billetes de una pequeña bolsa negra
en su cinturón, contó seis dólares y los entregó a Kyle. Éste, a su vez, tendió
el dinero a Sánchez, quien lo tomó y sacudió la cabeza. Esos dos bichos raros
no iban a durar en el Tapioca… Se dio la vuelta para guardar el dinero en la
caja registradora cuando alguien formuló la inevitable pregunta.
—¿Qué queréis, desgraciados? —gritó uno de los dos
«sospechosos» de la mesa de la esquina.
Kyle notó que los
miraban a ellos, así que murmuró al oído de Peto:
—Creo que nos
habla a nosotros…
—¿De verdad?
—contestó Peto, sorprendido—. ¿Qué es un «desgraciado»?
—No lo sé, pero
parece un insulto.
Kyle se dio la vuelta y vio que los hombres en la mesa de
la esquina se habían levantado de sus asientos. Las tablas de madera del suelo
temblaron violentamente mientras los dos matones recorrían el camino hacia los
monjes. Tenían cara de pocos amigos. Su mirada sugería problemas… Incluso un
par de ingenuos como Kyle y Peto lo notaban.
—No hagas nada que los disguste —murmuró Kyle a Peto—.
Parecen peligrosos… Deja que yo hable.
Ahora los dos «sospechosos» estaban a pocos metros de Kyle
y de Peto. Ambos apestaban. El más alto de los dos, un hombre llamado Jericho,
masticaba tabaco (un pequeño surco castaño colgaba de la comisura de su boca).
No iba afeitado y tenía el bigote sucio, como si hubiera estado varios días en
el bar sin pasar por casa. Su compañero, Rusty (bastante más bajo), olía igual
de mal. Al sonreír, exhibía unos dientes negros y podridos, y era uno de los
pocos hombres en la ciudad lo bastante bajo para mirar a Peto desde su misma
altura. Al igual que Peto era el aprendiz en su relación con Kyle, Rusty era el
estudiante de Jericho, un criminal bien asentado en los círculos locales. Como
si quisiera dejar claro quién era el maestro, Jericho hizo el primer
movimiento. Clavó un dedo en el pecho de Kyle.
—Te he hecho una pregunta. ¿Qué os trae por aquí? —Ambos
monjes notaron cierta aspereza en su voz.
—Soy Kyle, y éste es mi novicio, Peto. Somos monjes de la
isla de Hubal, en el
Pacífico, y estamos buscando a
alguien. Tal vez puedas ayudarnos a encontrarlo… —Depende de a quién estéis
buscando.
—Pues verás… Al parecer, el hombre que estamos buscando se
llama Kid Bourbon.
Un silencio sepulcral reinó en el Tapioca. Incluso el
ventilador de hélice se quedó mudo. Justo entonces, a Sánchez se le rompió un
vaso. Hacía mucho tiempo que nadie mencionaba ese nombre en su bar. Le trajo
horribles recuerdos.
Jericho y su compañero también conocían aquel nombre,
aunque no se hallaban en el bar la noche en que Kid Bourbon mostró su cara.
Sólo habían oído hablar de él.
Jericho miró a Kyle para ver si hablaba en
serio. Parecía que sí.
—¡Kid Bourbon
está muerto! —gruñó—. ¿Qué más queréis?
Conociendo a Jericho y a Rusty, Sánchez calculó que a Kyle
y a Peto les quedaban veinte segundos de vida. Sin embargo, ese cálculo pareció
generoso cuando Peto tomó su vaso de la barra y le dio un largo trago. En
cuanto el líquido tocó sus papilas gustativas, se dio cuenta de que estaba
bebiendo algo impuro y escupió, instintivamente, encima de Rusty. Sánchez
estuvo a punto de reírse, pero fue lo bastante inteligente para contenerse.
Había orina en el cabello de Rusty, en su cara, en su
bigote y en sus cejas. Peto se las había arreglado para rociarlo de arriba
abajo. A Rusty le saltaban los ojos de rabia. Aquello era lo bastante
humillante para que deseara matar a Peto. En un rápido movimiento, desenfundó
la pistola que llevaba en su cadera. Jericho lo apoyó de inmediato desenfundando
su propia arma.
Los monjes de Hubal valoran la paz por encima de todo, pero
practican las artes marciales desde la infancia. Por tanto, para Kyle y Peto,
eliminar a un par de borrachos era un juego de niños (casi literalmente, dada
la formación de los monjes), incluso si los hombres les apuntaban con armas.
Ambos reaccionaron en el momento justo y con sorprendente velocidad. Sin un
sonido, cada uno se agachó y lanzó la pierna derecha entre las piernas del
hombre que tenía enfrente.
Cada uno enganchó la pierna detrás de la rodilla de su
oponente y dio un giro. Pillados completamente por sorpresa y desconcertados
por la velocidad del ataque, Jericho y Rusty gritaron mientras los monjes les
arrebataban las pistolas. Al instante, los dos hombres cayeron al suelo. Y,
peor todavía, ahora los dos monjes les apuntaban con sus propias armas. Kyle
dio un paso al frente y puso una bota negra en el pecho de Jericho para evitar
que se incorporara. Peto no se molestó en imitarlo, sencillamente porque Rusty
se había golpeado la cabeza con tanta fuerza que no sabía ni dónde estaba.
—Resumiendo… ¿Sabes
dónde está Kid Bourbon? —preguntó
Kyle, presionando el pie en el pecho de
Jericho.
—¡Vete a la
mierda! ¡PUM!
De repente, la cara de Kyle estaba manchada de sangre. Miró
a su izquierda y vio el humo saliendo del arma de Peto. El monje más joven le
había disparado a Rusty en la cara. Reinaba el caos.
—¡Peto! ¿Por qué
lo has hecho?
—Yo… lo siento, Kyle, pero nunca antes había usado un arma.
Se ha disparado al apretar el gatillo…
—Evidentemente…
—contestó Kyle, nervioso.
Peto temblaba tanto que apenas podía sostener el revólver,
tal era la conmoción que lo envolvía. Acababa de matar a un hombre, ¡algo
impensable! Sin embargo, ansioso por no fallarle a Kyle, intentó reponerse.
Pero no iba a ser fácil, con la sangre en todas partes recordándole su metedura
de pata.
A Kyle le preocupaba perder su credibilidad y agradeció que
el bar no estuviera lleno.
—Comprenderás que no puedo llevarte a ninguna parte —dijo
Kyle, chasqueando la lengua.
—Lo siento…
—Peto, hazme un
favor.
—Por supuesto.
¿Cuál?
—Deja de
apuntarme con eso.
Peto bajó el arma. Aliviado, Kyle volvió a interrogar a
Jericho. Los tres clientes de la otra mesa seguían absortos en sus bebidas,
como si lo que estaba sucediendo fuera perfectamente normal.
Kyle seguía
pisando el pecho del maleante.
—Escucha, amigo… Sólo queremos encontrar a Kid Bourbon.
¿Puedes ayudarnos?
—No, ¡maldita
sea! ¡PUM!
Jericho lanzó un grito y se sujetó la pierna derecha, que
ahora lanzaba sangre en todas direcciones. Otra vez el humo en el arma de Peto.
—Lo siento, Kyle… —balbuceó el novicio—. Se ha vuelto a
disparar. En serio, no pensaba…
Kyle sacudió la cabeza, desesperado. Ahora habían matado a
un hombre y habían herido a otro. No era exactamente la forma más discreta de
recuperar el Ojo de la Luna. Para ser justos, ambos estaban igual de nerviosos.
—No importa. Pero
intenta no volver a hacerlo.
Las maldiciones de Jericho llenaban el aire. El hombre se
retorcía de agonía en el suelo, con la bota de Kyle todavía en su pecho.
—¡No sé dónde
está Kid Bourbon! ¡Lo juro! —gritó con voz ronca.
¿Quieres que mi amigo te dispare de nuevo?
—¡No! Por favor… Juro que no sé dónde está. Nunca lo he
visto. Por favor, ¡tienes que creerme!
—Muy bien. ¿Sabes quién ha robado una piedra azul conocida
como el Ojo de la Luna?
Jericho dejó de retorcerse por un momento,
lo cual indicaba que sabía algo.
—Sí… —Se le crispó el rostro de dolor—. Un tipo llamado
Santino la está buscando. Ha ofrecido grandes recompensas a quien se la
consiga. Juro que no sé nada más.
Kyle quitó la bota del pecho de Jericho y caminó de vuelta
a la barra. Levantó el vaso sin tocarlo y le dio un trago antes de seguir el
ejemplo de Peto y escupirlo, disgustado. Pero esta vez lo escupió todo sobre
Sánchez.
—¿No le parece que este líquido se ha descompuesto?
—sugirió al desconcertado y goteante camarero—. Vámonos, Peto.
—Espera —dijo Peto—, pregúntales sobre el otro tipo… Jefe.
¿Sabéis dónde podemos encontrarlo?
Kyle miró a Sánchez, que se estaba secando la orina de la
cara con un trapo sucio y amarillento.
—Camarero,
¿alguna vez has oído hablar de un tal Jefe?
Sánchez sacudió la cabeza. Había oído hablar de Jefe, pero
no estaba en el negocio de ser «informante», y menos con desconocidos. Además,
aunque sabía quién era Jefe, en realidad nunca lo había conocido. Se trataba de
un famoso cazador de recompensas que viajaba por todo el mundo. Si bien corría
el rumor de que ahora se hallaba en Santa Mondega, todavía no había puesto un
pie en el Tapioca. Y eso era una bendición para Sánchez.
—No conozco a
nadie. ¡Y ahora fuera de mi bar!
Los dos monjes se marcharon sin mediar palabra. «Menos mal
que se han largado», pensó Sánchez. Limpiar la sangre del suelo del Tapioca no
era precisamente su tarea favorita. Sin embargo, gracias a los dos monjes, iba
a tener que hacer precisamente eso.
Se dirigió hacia la cocina para tomar la fregona y un cubo
de agua, y volvió justo a tiempo para ver entrar a otro hombre en el Tapioca.
«Otro desconocido. Alto, de buena complexión, vestido de forma extraña
—observó—. Igual que los dos últimos imbéciles.» Sin duda, iba a ser un día de
mierda. Sánchez ya había tenido suficiente y sólo era media tarde. Tenía a un
tipo tirado en el suelo con el cerebro salpicado en toda la barra, y otro con
una herida de bala en la pierna. Pero esperaría un rato antes de llamar a la
policía.
Después de envolver un trapo viejo alrededor de la herida
de bala en la pierna de Jericho y ayudarlo a ponerse en pie, Sánchez volvió
detrás de la barra para servir a su más reciente cliente. Jericho trepó a la
barra y se sentó en silencio. No iba a cometer el error de molestar al
desconocido.
Sánchez tomó un trapo más o menos decente y limpió la
sangre de sus manos mientras daba un vistazo a su nuevo cliente.
¿Qué te sirvo?
El hombre se había sentado al lado de Jericho. Vestía un
pesado chaleco de piel medio desabotonado, mostrando un pecho ampliamente
tatuado y un gran crucifijo de plata. A juego, llevaba unos pantalones negros
de piel, unas botas negras, tenía el pelo negro y, para rematar, los ojos más
negros que Sánchez jamás hubiera visto.
Ignoró a Sánchez y tomó un cigarrillo de la cajetilla que
él mismo había puesto en la barra, frente a él. Lanzó el cigarrillo al aire y,
sin moverse, lo atrapó en su boca. Un segundo después encendió una cerilla de
la nada, prendió el cigarrillo y lanzó la cerilla a Sánchez… Todo en un solo
movimiento.
—Estoy buscando a
alguien —soltó sin más explicaciones.
—Y yo sirvo
bebidas —contestó Sánchez—. ¿Vas a pedir algo?
—Un whisky.
—Luego añadió—: Si me das orina, te mataré.
A Sánchez no le sorprendió la aspereza en su voz. Vertió un
whisky y puso el vaso en la barra, frente al desconocido.
—Son dos dólares.
El hombre tomó la
bebida y dejó el vaso vacío de un golpe en la barra.
—Estoy buscando a
un hombre llamado Santino. ¿Está aquí?
—Dos dólares.
Se produjo el típico momento de «¿pagará o no pagará?»,
antes de que el hombre sacara un billete de cinco dólares de una pequeña bolsa
en la cintura de su chaqueta. Lo puso en la barra, sujetándolo por un extremo.
Sánchez tiró del otro extremo del billete, pero el hombre lo sostuvo.
—Se supone que
debía reunirme con Santino en este bar.
¿Lo conoces?
«Mierda… —pensó Sánchez cansinamente—, hoy todos buscan a
alguien… Primero dos excéntricos vienen preguntando por Kid Bourbon —el nombre
lo hizo estremecerse—, una piedra azul y a ese cazador de recompensas, Jefe.
Luego otro imbécil pregunta por Santino.» Pero se guardó sus pensamientos para
sí mismo.
—Sí, lo conozco
—fue todo lo que dijo.
El hombre soltó el billete de cinco dólares en las manos de
Sánchez. Mientras anotaba la venta en la caja registradora, uno de los clientes
habituales, como era costumbre, empezó a interrogar al recién llegado.
—¿Qué cojones quieres de Santino? —gritó uno de los tres
hombres desde una mesa cercana a la barra.
El desconocido vestido de piel no contestó de inmediato, y
ésa fue la señal para que Jericho se levantara y saliera renqueando. Había
visto suficiente acción para un día, y no quería que le dispararan de nuevo, en
especial porque uno de los monjes había salido muy seguro con su pistola.
Mientras cojeaba sobre el cuerpo de su amigo Rusty, tomó la decisión de no
volver al Tapioca por un tiempo.
Una vez que Jericho se hubo marchado, el desconocido de grandes
ojos negros se decidió a responder la pregunta.
—Tengo algo que Santino está buscando —dijo, sin volverse
para ver quién le estaba hablando.
Bueno, puedes entregármelo. Se lo daré
de tu parte —contestó uno de los hombres en la mesa. Sus compañeros se rieron a
carcajadas.
—No puedo hacer
eso.
—Seguro que
puedes. —El tono era decididamente amenazador.
Se produjo un chasquido, muy similar al sonido de alguien
que amartilla el percutor de un revólver. El desconocido en la barra suspiró y
dio una larga calada a su cigarrillo. Los tres delincuentes de la mesa se
levantaron y avanzaron siete u ocho pasos hacia la barra. El recién llegado
tardaba en darse la vuelta.
—¿Cómo te llamas?
—preguntó el del centro, en tono inquietante.
Sánchez conocía bien a ese tipo. Era un cabrón con cejas
negras y ojos desiguales. Su ojo izquierdo tenía un tono café oscuro, mientras
el derecho era de color «serpiente». Sus dos colegas, Araña y Studley, parecían
un poco más altos que él, quizá porque llevaban sendos sombreros de vaquero. El
problema era el líder de en medio, el de los ojos raros. Marcus la Comadreja era un ladrón, atracador y
violador de poca monta. Ahora clavaba una pequeña pistola en la espalda del
desconocido.
—Te he hecho una
pregunta —dijo Marcus—. ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es
Jefe.
«¡Cojones!»,
pensó Sánchez al escuchar el nombre.
—¿Jefe?
—Sí, Jefe.
—Oye, Sánchez… —Marcus llamó al camarero—. ¿Esos dos monjes
no estaban buscando a un tal Jefe?
—Sí. —El camarero
había decidido ser lo más monosilábico posible.
Jefe dio una larga calada a su cigarrillo. Luego se volvió
para encarar a su interrogador y soplarle el humo a la cara.
—¿Unos monjes?
—Sí —contestó Marcus, tratando de no toser—. Dos monjes. Se
marcharon poco antes de que entraras. Seguro que te cruzaste con ellos.
—No he visto a un
puto monje.
—Lo que digas…
—Chico, hazte un
favor. Dime dónde puedo encontrar a Santino.
Marcus la Comadreja retiró la pistola un
momento. Luego apuntó a la nariz de
Jefe.
—Insisto, desgraciado. ¿Por qué no me das lo que tienes, y
yo se lo entregaré a Santino?
Jefe dejó caer el cigarrillo en el suelo y levantó las
manos en señal de rendición ante Marcus. No dejó de sonreír en todo el tiempo,
como si pensara en alguna broma privada. Puso las manos detrás de su cabeza y
luego las deslizó hacia abajo, a la nuca.
—Muy bien —dijo Marcus—. Te daré tres segundos para que me
muestres lo que tienes para Santino. Uno… dos… ¡PUM!
Araña y Studley,
que habían estado custodiando a su compañero del ojo
extraño, cayeron al suelo. Marcus cometió
el error de mirar hacia abajo. Ambos estaban tirados entre las mesas, bien
muertos, cada uno con un cuchillo corto y pesado de doble filo sobresaliendo de
su garganta. Al levantar la mirada, se percató de que su arma ya no estaba en
su mano. Ahora la tenía Jefe y con ella le apuntaba. Marcus tragó saliva. «Este
tipo es rápido. Y mortal.»
—Espera… —ofreció la Comadreja, muy consciente de sus
instintos de supervivencia—. ¿Quieres que te lleve a ver a Santino?
«Sé generoso», se
recordó a sí mismo en silencio.
—Estupendo. —Jefe sonrió—. Pero primero, ¿por qué no me
pagas un par de whiskies?
—Será un placer.
Después de arrastrar los cuerpos de Rusty, Araña y Studley
al patio trasero y dejarlos donde nadie pudiera encontrarlos fácilmente, los
dos hombres se sentaron y bebieron whisky durante las siguientes dos horas.
Marcus fue el que más habló. Parecía un guía turístico, tan empeñado estaba en
informar a Jefe de los mejores garitos de la zona. También le advirtió sobre
los maleantes y estafadores. Jefe le siguió la corriente cuando lo único que
quería era que alguien le pagara las bebidas.
Por fortuna para Marcus, cuando estaban moviendo los
cuerpos a la parte trasera del bar, tuvo la previsión de birlar la cartera de
Studley y los tres dólares que a Araña le quedaban en el bolsillo de su camisa.
La cartera estaba llena de billetes, así que tenía suficiente dinero para beber
durante un par de días.
Al anochecer, Jefe estaba muy bebido y ni él ni Marcus
notaron que el Tapioca se había animado. Pese a las muchas mesas y sillas
libres, muchos clientes (habituales) se escondían en las sombras. Se rumoreaba
que Jefe tenía algo muy valioso. Se había ganado la reputación de hombre
peligroso, pero allí no era muy conocido. Y ahora estaba muy borracho, lo que
lo convertía en la víctima perfecta para los muchos atracadores y ladrones que
frecuentaban el Tapioca.
Más tarde, los acontecimientos demostrarían que Jefe era el
perfecto catalizador de los asesinatos.
Cuatro
El detective Miles Jensen llegó a Santa Mondega precedido
por su intachable fama. Los demás policías lo odiaban. Para ellos, era el
típico detective moderno y new age.
Pensaban que nunca había pasado a la acción. Por supuesto, estaban equivocados,
pero él tenía mejores cosas que hacer que perder el tiempo justificando su
posición ante los policías de ronda en Santa Mondega. Eran escoria.
La razón de que lo tomaran por un farsante partía de su
cargo: «Detective Jefe de Investigaciones Sobrenaturales.» ¡Un desperdicio para
el dinero de los contribuyentes! Y encima era probable que ganara mucho más
dinero que la mayoría de ellos. Sin embargo, no había nada que pudieran hacer
al respecto, y el resto lo sabía. El gobierno de Estados Unidos trasladó a Jensen
a Santa Mondega. Por lo general, al gobierno no le importaba lo que sucediera
en esa ciudad, pero últimamente era distinto.
La diferencia residía en una serie de horripilantes
asesinatos, y aunque no era una novedad en la zona, la forma en que habían muerto
las víctimas (bajo el mismo ritual) era muy significativa. No se había visto
nada parecido desde la legendaria masacre de Kid Bourbon, cinco años antes. La
mayoría había sido asesinada por pistoleros o maníacos blandiendo cuchillos,
pero no era el caso de esas cinco víctimas. Las había matado alguien más… algo
no del todo humano. El caso era lo bastante serio para que se lo asignaran a
Miles Jensen, que trabajaba por su cuenta.
Como tantos de los edificios en el centro de la ciudad, la
comisaría de Santa Mondega era un caos decadente. Se ubicaba en un edificio de
principios del siglo XX; el orgullo
de la ciudad en otro tiempo. Comparado con la mayoría de comisarías que Jensen
había visitado, aquello era un desastre.
Al menos habían modernizado el interior. Más que de inicios
del siglo XX, el edificio recordaba
el estilo de la década de los ochenta. La distribución parecía salida de la
mítica serie Canción triste de Hill
Street. Pese a todo, Jensen tuvo que admitir que había visto sitios peores.
Registrarse en la recepción, algo a menudo doloroso y lento
según su experiencia, fue notablemente simple en esta nueva comisaría. La joven
recepcionista echó un vistazo a su placa y a su carta de autorización, y le
aconsejó subir a la oficina del capitán Rockwell. Siempre era bueno saber que
alguien le esperaba.
Mientras recorría el edificio hacia la oficina de Rockwell,
Jensen sintió los ojos de todos los policías quemando su espalda. Aquello
sucedía cada vez que lo reasignaban. Los otros policías lo odiaban, y no podía
hacer nada al respecto, o al menos no en los primeros días de una misión. Sin
embargo, en Santa Mondega, su situación no parecía mejorar. ¿La razón? Ser el
único negro en la policía. En esa ciudad vivían personas de toda raza y
condición. Pero ningún negro. Tal vez los negros tenían más sentido común y no
se instalaban en un lugar tan horrendo, o tal vez no eran bienvenidos. «El
tiempo lo dirá», pensó para sus adentros.
La oficina del capitán Rockwell estaba en el tercer piso.
Jensen podía sentir cien pares de ojos siguiéndolo mientras recorría el camino
hacia el despacho de paredes de vidrio del capitán, en la esquina más lejana, a
unos veinte metros del ascensor. Toda la planta estaba llena de escritorios y
cubículos. Casi todos los escritorios estaban ocupados por un detective.
Aquello era típico de la policía actual. Ninguno estaba de ronda. Todos se
afanaban en mecanografiar informes. «El trabajo de la policía moderna —se dijo
Jensen—. Muy inspirador…»
Había numerosas fotos de sospechosos, víctimas o
desaparecidos en las mamparas, o pegadas a los monitores de los ordenadores. En
comparación, la oficina del capitán Rockwell estaba impecable. Su despacho, en
la esquina más alejada del tercer piso, le permitía una buena panorámica de la
ciudad. Jensen llamó dos veces a la puerta de cristal. Rockwell, al parecer el
único negro en la policía de Santa Mondega, estaba sentado ante su escritorio
masticando algo y leyendo un periódico. Rondaba los cincuenta años y tenía el
pelo canoso y una incipiente barriga. Al escuchar que llamaban a la puerta, no
se molestó en levantar la vista, sino que hizo una señal para que su visitante
entrara. Jensen giró la manija y empujó. La puerta no abría con facilidad y
necesitaba una buena sacudida, pero, por desgracia, ésta hizo que la oficina
temblara un poco. Al final, una ligera patada en la base de la puerta ayudó a
abrirla.
—Detective Miles
Jensen a sus órdenes.
—Siéntese, detective… —gruñó Rockwell, que estaba
enfrascado en el crucigrama del periódico.
—¿Le ayudo? —preguntó Jensen, tratando de romper el hielo
mientras se sentaba en una silla frente al capitán.
—Sí, intente ésta —dijo el capitán Rockwell, levantando la
mirada un segundo—. Seis letras. Definición: «nunca la patees de nuevo».
—¿Puerta?
—Correcto. Le irá bien… Encantado de conocerlo, Jansen
—dijo el capitán, cerrando el periódico y examinando a su nuevo detective.
—Es Jensen… Lo mismo digo. Un placer conocerlo, señor
—contestó Miles, tendiéndole la mano sobre el escritorio. Rockwell ignoró el
gesto y siguió hablando.
—¿Sabe por qué
está aquí, detective?
—Me informó la División. Es probable que sepa más que
usted, señor — contestó Jensen, retirando la mano y volviéndose a sentar.
—Lo dudo mucho. —El capitán tomó la taza de café que
coronaba la pila de trámites burocráticos de su izquierda y bebió un trago
antes de escupirlo de vuelta a la taza—. ¿Vamos a compartir información o me va
a joder todo el tiempo como los de Asuntos Internos?
—No voy a joderle,
señor. No es mi objetivo.
—Le daré un
consejo, Jansen. Aquí no nos gustan los sabelotodo, ¿lo entiende?
—Me llamo Jensen,
señor.
—Lo que sea.
¿Alguien le ha enseñado dónde está el café?
—No, señor. Acabo
de llegar.
—Bueno, cuando se lo muestren, recuerde que quiero el mío
solo, con dos de azúcar.
—No bebo café,
señor.
—Eso me trae sin
cuidado. Haga que Somers le muestre dónde está el café.
—¿Quién es Somers? —preguntó Jensen, consciente de que
probablemente no recibiría respuesta a su pregunta.
El capitán Jessie Rockwell era un tipo raro. Hablaba muy
rápido y no parecía muy paciente. Estaba claro que no necesitaba más cafeína.
De vez en cuando, mientras hablaba, su cara se crispaba, como si sufriera un
ataque de apoplejía. El hombre debía de tener problemas de tensión, además de
poca tolerancia hacia Miles Jensen.
—Le han asignado a Somers como su compañero… o más bien al
revés. Ésa es la forma en que él preferirá considerarlo —informó el capitán.
Jensen se molestó.
—Creo que hay un
malentendido, señor. Se supone que trabajo solo.
—Mala suerte… Tampoco nosotros pedimos que lo enviaran
aquí. Pero parece que nos cargaron el muerto y estamos pagando su estancia. Así
que ambos estamos en una posición incómoda.
Siempre la misma canción… Los demás policías no solían
tomarse en serio su trabajo, ni siquiera el capitán. Jensen apostaba a que ese
tal Somers no sería diferente. —Con el debido respeto, señor. Si sólo llamara…
—Con el debido respeto, Johnson… Jódase.
—Es Jensen,
señor.
—Lo que sea. Ahora escuche, porque se lo diré una sola vez.
Somers, su nuevo compañero, es imbécil. Nadie más trabajaría con él. —¿Qué?
Entonces, seguro… —¿Quiere escucharme?
A esas alturas, Jensen ya sabía que era inútil discutir con
Rockwell. Si tenía algún problema, lo resolvería solo. El capitán no iba a
perder el tiempo dando explicaciones. Era obvio que se consideraba demasiado
ocupado o importante para contar detalles. Por ahora, escucharía lo que tuviera
que decirle.
—Lo siento,
señor. Por favor, continúe.
—Gracias. Aunque no necesito su permiso. Esto es por su
bien, no el mío —dijo Rockwell. Miró a Jensen de arriba abajo—. El alcalde le
ha asignado al detective Archibald Somers como compañero. Si estuviera en mi
mano, Somers no pondría un pie en este edificio, pero el alcalde quiere ser
reelegido, así que tira de su propia agenda.
—Sí, señor. —A
Jensen todo aquello le parecía poco relevante, pero decidió mostrar un poco de
interés asintiendo con la cabeza o diciendo «Sí, señor».
—A Somers lo jubilamos hace tres años —continuó Rockwell—.
Hasta le montamos una fiesta…
—Bien hecho,
señor.
—Obviamente, no
invitamos al desgraciado de Somers. ¡Porque es imbécil!
¡Preste atención, Johnson!
—Sí, señor.
—En fin… Usted
está aquí por Kid Bourbon, ¿correcto?
—No exactamente…
—No importa. Somers está obsesionado con ese maldito caso.
Por eso lo obligamos a jubilarse. Trató de culparle de todos los asesinatos en
Santa Mondega. Llevó el asunto tan lejos que la gente empezó a pensar que la
policía era inepta y que sólo usábamos a Kid Bourbon como chivo expiatorio.
—Lo que era
obviamente incorrecto… —intervino Jensen.
Deseó no haber hecho aquel comentario, por miedo a parecer
sarcástico. El capitán Rockwell lo miró de arriba abajo. Tras convencerse de
que Jensen estaba siendo sincero, continuó:
—Correcto. —Al inhalar, los agujeros de su nariz se
dilataron a casi el doble de su tamaño normal—. Somers quedó en evidencia al
intentar culpar de todo a Kid Bourbon. En realidad, en la ciudad sólo dos
personas lo han visto alguna vez. Y nadie desde la masacre de hace cinco años.
La mayoría creemos que está muerto. Que es probable que muriera esa noche, y
que fuera uno de los muchos cuerpos sin identificar que enterramos esa semana.
Otros dicen que lo mataron un par de monjes cuando huía de la ciudad. Creo que
eso le interesa, ¿cierto? Los monjes y toda esa basura…
—Si se refiere a
los monjes de Hubal y al Ojo de la Luna, entonces sí.
—Bueno, no creo nada de esa mierda, pero hay algo que usted
tal vez no sepa, detective Johnson. Ayer, dos monjes mataron a un tipo en el
bar Tapioca. Lo asesinaron a sangre fría. Hirieron a otro. Se fueron con dos
pistolas robadas. Lo primero que usted y Somers deberán hacer es interrogar a
Sánchez, el encargado del bar.
Jensen miró sorprendido a Rockwell. De hecho, no lo sabía.
«¿Monjes de Hubal en la ciudad? Qué extraño…» Los monjes nunca abandonaban su
isla. Excepto en esa ocasión, cinco años antes, cuando dos de ellos llegaron a
Santa Mondega justo antes de la noche de la masacre de Kid Bourbon.
—¿Los han
arrestado?
—Todavía no. Y no lo serán si ese estúpido de Somers se
sale con la suya. Tratará de convencerle de que Kid Bourbon se vistió de monje
y mató al tipo.
—Muy bien… Discúlpeme, pero si Somers se jubiló, ¿por qué
diablos está en este caso?
—Ya se lo dije. Porque el alcalde así lo desea. Todos saben
que Somers está obsesionado con Kid Bourbon, y a la gente le encantará que
dirija la investigación. Mire, ellos no saben que es imbécil. Sólo saben que
perdieron a familiares y seres queridos cuando Kid Bourbon vino a la ciudad por
última vez.
—¿«Ultima vez»? —La forma en que lo dijo implicaba que Kid
Bourbon había vuelto.
El capitán Jessie Rockwell se acomodó en la silla y dio
otro trago a su café, de nuevo escupiéndolo a la taza, disgustado.
—La verdad es ésta: dos monjes se presentaron en Santa
Mondega hace menos de veinticuatro días. Es la primera vez en cinco años que se
ha visto a un monje en la ciudad. Y eso no es todo. Usted mismo está aquí
porque el gobierno piensa que está sucediendo algo extraño, ¿correcto?
—Pues sí: cinco asesinatos brutales en los últimos cinco
días. Eso aparte del tipo que se supone que mataron los monjes. Comprenderá que
es mucho. De hecho, es muchísimo. Y estoy aquí porque, hasta donde sé, no
fueron crímenes «normales». ¿Estoy en lo cierto?
—Correcto. En esta ciudad ha habido de todo, detective.
Pero estos cinco últimos asesinatos… Bueno, no he visto nada igual desde la
última vez que Kid Bourbon estuvo en la ciudad. Tal vez acabe en otra masacre,
como la de hace cinco años. Como si la historia se repitiera… Y por eso el
alcalde quiere a Somers en el caso. Nadie conoce mejor a Kid Bourbon. Y usted…
Es obvio que está aquí porque, por primera vez en no sé cuánto tiempo, el mundo
ha decidido que le importa lo que sucede en Santa Mondega.
—Eso parece,
señor.
—Sí… Eso parece. —Se levantó de su silla haciendo un gran
esfuerzo—.
¿Quiere conocer a Somers?
Cinco
Jefe se despertó sobresaltado. El corazón le latía con
fuerza y sus instintos le decían que algo no andaba bien. Algo pasaba… Pero
¿qué era? ¿Qué había sucedido para angustiarlo tanto? La única forma de
encontrar una respuesta era recordar los sucesos de la noche anterior. Y no
sería difícil. Primero, Marcus la
Comadreja le había pagado todas las bebidas. Hasta ahí, nada sorprendente.
Marcus le tenía miedo, y con razón. Jefe quería matar a Marcus en cuanto
hubiera cumplido su propósito, y el propósito de Marcus era simple: tenía que
pagarle todas las bebidas a Jefe y luego llevarlo a reunirse con Santino. Pero
Jefe no se había reunido aún con Santino, y Marcus la Comadreja había desaparecido.
Jefe yacía en la vieja cama de una habitación de motel
barato. Estaba deshidratado, sin duda por toda la bebida que Marcus y él habían
despachado la noche anterior. No estuvo nada mal… Según recordaba Jefe, Marcus
era un buen compañero de bebida. Hasta mezclaba el whisky con el tequila. De
pronto, Jefe empezó a recordar más y más detalles de la noche. Marcus había
aguantado increíblemente bien la bebida, mientras que Jefe veía doble. Eso era
raro, ya que podía beber durante varios días sin inmutarse… Así que, ¿por qué
se había emborrachado tan fácilmente?
«¡Oh, no!»
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. En el momento justo,
la cabeza empezó a martillearle de resaca. ¿Acaso había caído en una de las
trampas más antiguas que existían? ¿Jefe había estado dando trago tras trago,
mientras que aquel imbécil había bebido agua disfrazada de tragos de tequila?
En ese caso, había dos opciones. Uno: podrían haberlo asesinado en sueños.
Obviamente, no era el caso. Dos: podrían haberlo asaltado. Muy probable…
«¡Mierda…!»
Se llevó la mano al pecho, esperando sentir la preciosa
piedra azul que llevaba colgando de su cuello durante los últimos días. Pero su
mano no encontró nada. Se sentó de un salto.
«¡Maldito
bastardo!»
Su grito resonó en todo el edificio. Eran malas noticias,
en todos los sentidos. Le habían robado y, para más inri, ¡había sido Marcus la Comadreja! Ya podía darse por
muerto…
Las preguntas le daban vueltas en la
cabeza. ¿Conocía Marcus el poder de la piedra? ¿Sabía que era el Ojo de la
Luna, la piedra más preciosa y poderosa de todo el universo? ¿Imaginaba que
Jefe haría lo que fuera para matarlo y recuperarla?
Lo que realmente preocupaba al cazador de recompensas era
la cita que tenía ese día con un hombre cuya reputación era más terrible que la
del Diablo mismo. Iba a necesitar el Ojo de la Luna para sobrevivir a ese
encuentro. Santino esperaba que le entregara la piedra antes de medianoche.
Jefe se lo había prometido. Y él no iba a atreverse a defraudarle, aunque nunca
lo hubiera conocido en persona. Pero ése no era el peor de sus problemas. Si
Marcus la Comadreja descubría el
poder de la piedra, sería prácticamente imposible recuperarla.
Lo asaltó otro pensamiento. Por supuesto, siempre existía
el peligro que otros llegaran a Marcus. Muchas personas deseaban el Ojo de la
Luna. Muchas de ellas eran tan brutales como Jefe, algunas tal vez más. Si
alguien ponía sus manos en la piedra, no podría recuperarla antes de finalizar
el día. O tal vez nunca. Consideró sus opciones por un momento. Podía huir de
la ciudad, pero le había costado mucho conseguir la piedra. Era en realidad un
milagro que sobreviviera. Sólo el hecho de encontrar y robar la piedra le había
obligado a matar a más de cien personas. Algunas de ellas habían estado cerca
de eliminarlo, y sin embargo había sobrevivido. Había salido indemne… Y ahora
metía la pata y bajaba la guardia… Se recordó que la piedra valía mucho dinero
y que su vida dependía de ella.
«Maldita sea…»
Desayunaría, y luego sería el final.
La Comadreja
estaba condenada.
Seis
Jessica se había deslizado por el bosque durante más tiempo
del que podía recordar. Los árboles a su alrededor eran tan altos que casi
bloqueaban el cielo. El suelo era una alfombra de raíces, lo que impedía andar
sin torcerse un tobillo.
Podía sentir el frío mordiendo sus hombros y sus pies. Fuera cual fuera la
presencia que la había estado observando mientras avanzaba por el bosque, ahora
la estaba persiguiendo. Ya no sólo la observaba; se acercaba sigilosamente. Los
árboles estaban tan cerca unos de otros, y las copas sobre ella eran tan
espesas, que no veía nada. Además, Jessica tenía demasiado miedo para mirar
atrás. Podía escuchar la respiración de su perseguidor; ahora estaba jadeando…
Era una bestia de algún tipo, al menos sabía eso. Lo que fuera, no parecía
humano… y algo le decía que tampoco era un animal. Era algo más, y la quería a
ella.
Mientras trataba desesperadamente de acelerar el paso, las
ramas de los árboles parecieron volverse más y más gruesas, como si se tiraran
hacia ella, tratando de detenerla. Aún se las arreglaba para mantenerse en pie,
pero sabía que sólo era cuestión de tiempo antes de que una de las raíces de
árbol la derribara. Por su parte, la bestia se acercaba todo el tiempo, su
jadeo se volvía más ruidoso y rápido con cada segundo que pasaba. Nada parecía
reducir su velocidad. Pronto estaría sobre ella.
De repente, Jessica suspiró y abrió los ojos. Los cerró
casi de inmediato. Luego los abrió y cerró de nuevo durante varios minutos
hasta que pudo soportar la sensación de ardor. Todo el tiempo, el sueño del que
acababa de despertar se apoderaba de su mente. Parecía tan real…
Miró a su alrededor. La habitación estaba vacía; el único
mueble era la cama en que yacía tan cómodamente arropada. Las paredes estaban
cubiertas con un viejo tapiz de color crema, tal vez con la intención de
compensar la falta de una ventana. Por supuesto, no era así, ni reducía la
sensación de claustrofobia de la habitación. Jessica estaba helada, aunque no
le molestaba mucho. Lo que realmente la incomodaba era no saber dónde estaba o
cómo había llegado allí.
—¿Hola? —gritó—.
¿Hay alguien?
En la distancia, escuchó un murmullo. Parecía la voz de un
hombre y venía de abajo, como si estuviera un piso debajo de ella. A Jessica
aquello le ayudó a orientarse, ya que implicaba que estaba en la habitación de
un piso superior. De pronto, el ruido de unos pasos subiendo una escalera hacia
su habitación le aceleraron el corazón. Empezó a desear no haber gritado. Los
pasos eran pesados… Al detenerse frente a la puerta de la habitación, se
produjo una pausa, y la manija empezó a girar. Poco a poco, la puerta se abrió
con un chirrido.
—¡Dios mío!
¡Estás despierta! —exclamó el hombre que había abierto la puerta.
Era un individuo corpulento y de facciones duras. «Parece
un granjero —pensó Jessica—. Un granjero joven y bastante guapo.» Tenía el pelo
negro y espeso y las facciones fuertes y regulares… Vestía una camisa gruesa de
leñador sobre unos pantalones metidos en unas brillantes botas negras, que se
elevaban varios centímetros sobre sus pantorrillas.
Jessica habló sin
pensar.
—¿Quién diablos
eres? —preguntó.
—Estás despierta… ¡Dios mío!… quiero decir… mierda
—tartamudeó el hombre. Parecía incluso más sorprendido que Jessica, aunque al
menos conocía la situación.
—¿Dónde estoy? ¿Y
quién diablos eres tú? —preguntó ella de nuevo.
—Soy Thomas García. —Se acercó a la cama sonriendo—. Te he
estado cuidando. Es decir, yo y mi esposa, Audrey, te hemos estado cuidando… juntos.
Ella ahora ha ido al mercado. Pero volverá pronto.
El instinto de Jessica le decía que aquel hombre parecía
bastante agradable, pero todavía estaba confusa, y al acercarse él a la cama,
se dio cuenta de que estaba desnuda.
—Thomas… Estoy totalmente desnuda bajo las sábanas, así que
te agradecería que no te acercaras hasta que encuentres mi ropa.
Thomas dio un
paso atrás y levantó las manos, excusándose.
—Con todo el respeto, señorita Jessica… —dijo con
prudencia—. La he estado refrescando durante los últimos cinco años, así que la
he visto desnuda antes.
—¿Cómo?
—Decía que…
—Ya lo he oído.
Espero que sea una broma, amigo.
—Lo siento, pero
yo…
De repente,
Jessica tomó conciencia de las palabras.
—Espera un
momento… ¿Has dicho cinco años?
—Sí, te trajeron con nosotros hace cinco años. Estabas
medio muerta. Te hemos estado cuidando desde entonces, con la esperanza de que
un día despertaras.
—¡Cinco años! ¿Has perdido el juicio? —Estaba igual de
sorprendida que exasperada. Nunca antes había visto a ese hombre. Imposible
pensar que él la hubiera estado cuidando los últimos cinco años.
—Lo siento,
Jessica. Porque te llamas Jessica, ¿no?
—Sí.
—Perdona, pero me
has pillado por sorpresa.
—¿Que yo te he pillado a ti por sorpresa? Pues vaya, lo siento…
Te aconsejo que me consigas mi ropa antes de que pierda la paciencia contigo.
Thomas parecía
desconcertado.
—Claro. Te traeré
tu ropa y luego hablaremos —contestó, ofendido.
Se encaminó hacia la salida de la habitación, cerró la
puerta y bajó las escaleras con paso pesado, dejando a Jessica totalmente
confundida. ¿Cómo podía ser cierto? ¿Era una broma? Tenía pocos recuerdos.
Sabía que se llamaba Jessica, pero no estaba segura de si lo sabía sólo porque
Thomas acababa de mencionarlo. Su confusión le recordó cómo era levantarse con
resaca y no recordar dónde había estado la noche anterior o qué había hecho.
Sin embargo, esta vez la diferencia era que, mientras ella sabía qué era una
resaca, no podía recordar nada de su vida. Pasaron muchos segundos sin que nada
volviera a ella.
Thomas volvió al cabo de unos minutos. Excusándose, le
lanzó unas ropas antes de volver a bajar las escaleras con la promesa de un
desayuno.
Jessica se vistió rápidamente con las ropas que él le había
proporcionado. Le iban perfectas, lo que significaba que tal vez fueran suyas.
No había un espejo cerca donde comprobarlo, pero tenía la sensación de que le
sentaban bien, aunque quedaba por saber si estaban desfasadas. Ahora la moda
parecía apostar por el color negro: botas negras hasta las pantorrillas,
pantalones como de pijama, holgados, negros y brillantes con cintura elástica y
perneras plastificadas, y una elegante blusa negra cruzada (tipo kárate)
increíblemente cómoda. De hecho, era tan cómoda que incluso parecía calentar su
cuerpo a una temperatura perfecta.
Cuando estuvo lista para bajar las escaleras y tener una
charla con Thomas, se percató de que alguien había llegado a la casa. Abajo se
escuchaban voces; luego le siguieron murmullos. Qué más daba… Desde detrás de la
puerta cerrada de su habitación del segundo piso, Jessica no entendía una
palabra.
Al final, después de suspirar varias veces para calmar sus
nervios, abrió la puerta y miró afuera. Había una pared de ladrillo a la
izquierda y otra a la derecha. A la izquierda estaba la oscura escalera que
conducía hacia abajo. En la escasa luz, apenas veía los escalones. En la pared,
un par de velas iluminaban la escalera. Jessica dudó un momento, pero había
llegado hasta allí, así que no tenía sentido correr de vuelta a la comodidad de
su habitación. Se aventuró a dar un paso, y su cauteloso pie encontró consuelo
en el primer escalón. El viaje para averiguar dónde diablos estaba y cómo había
llegado ahí estaba a punto de empezar.
Las voces de abajo volvieron a silenciarse. Las oía mejor
desde su habitación, pero ahora estaba en el espacio confinado de la escalera
húmeda, oscura, fría e inhóspita. Tal vez lo que escuchaba era el viento.
Bajó cada escalón sin hacer ruido. Por alguna razón
instintiva, quería evitar anunciar su llegada. Eran alrededor de quince
escalones hasta el fondo, y todos parecían ceder al mínimo peso. Sin embargo,
Jessica era ligera de pies y llegó hasta abajo sin hacer ruido. Cuando por fin
llegó abajo, después de lo que parecía un siglo, la recibió una pared de
ladrillo frente a ella y a su izquierda. A la derecha estaba una gran cortina
negra. Sin duda, detrás encontraría a Thomas y a otra persona.
Por supuesto, la realidad era distinta. Al retirar la
cortina, descubrió más pared de tabique. La escalera la había llevado a un
callejón sin salida. Pero ¿cómo había subido y bajado Thomas? ¿Y cuál era la
función de la cortina? No ocultaba nada, ya que detrás había una pared de
ladrillo. Jessica se sintió atrapada… Quizá Thomas no fuera tan caballeroso…
La situación la desconcertaba. Peor: no sólo era
frustrante, sino que la estaba cabreando. Se sentía atrapada sin saber quién
era o dónde estaba, y le empezó a dar claustrofobia. «Respira hondo», pensó. Al
cerrar los ojos, se encontró de vuelta en el bosque espeso y enmarañado con la
bestia pisándole los talones. Abrió los ojos de inmediato. La bestia se había
marchado.
De repente, la voz de Thomas llegó con claridad del otro
lado de la pared de ladrillo. Sonaba agitada.
—¿Para qué
queremos un Cadillac amarillo? —le preguntaba a alguien.
Atrapada en la escalera, Jessica empezó a aturdirse.
Extendió la mano para apoyarse contra una de las paredes. Al hacerlo, cerró los
ojos. Sintió que perdía la conciencia… Tras cinco años en cama, lo poco que
había caminado la había cansado más de lo que jamás hubiera creído posible.
Mientras sus piernas cedían y empezaba a caer hacia delante, escuchó dos cosas.
La primera era una voz femenina, alegando algo. Jessica no entendía las
palabras, pero sonaba como si estuviera rogando por algo tan preciado como su
vida.
El segundo ruido
fue un fuerte rugido. El rugido de la bestia.
Siete
Sánchez no solía visitar a su hermano Thomas y a su cuñada
Audrey, pero después de los sucesos de la víspera, debía advertirles de los
peligros que les esperaban.
Habían pasado casi cinco años desde el día en que había
tropezado con aquel ángel en la calle. Lo recordaba bien porque fue la noche de
Kid Bourbon, la noche en que había visto más derramamiento de sangre y cuerpos
muertos que un enterrador ve en un año. A menos, claro, que fuera el enterrador
de Santa Mondega de hacía cinco años, cuando hubo la masacre. El ángel era una
hermosa joven llamada Jessica. Sus caminos se habían cruzado brevemente antes
de que ella entrara en el Tapioca, la rara ocasión en que un desconocido había
sido bienvenido en el bar. Pero la vez siguiente, la encontró en plena calle
inconsciente y acribillada a balazos. Una víctima de la escoria que se hacía
llamar Kid Bourbon.
A diferencia de todas sus demás víctimas, Jessica se las
había arreglado para seguir con vida. Ese día, hubo tantos muertos tirados en
la ciudad, que Sánchez temió que ningún médico la atendiera. El hospital local
estaba colapsado con las bajas de la trágica semana desde que Kid Bourbon
anunciara su llegada. No, la mínima posibilidad de sobrevivir de aquella chica
recaía en Audrey, la esposa de Thomas. Al ser enfermera, podría ocuparse de
Jessica. Anteriormente, Audrey había cuidado a numerosas víctimas de tiroteos,
y tenía un promedio de supervivencia de casi el cincuenta por ciento, lo cual
sugería que Jessica tendría al menos la oportunidad de sobrevivir, incluso tal
vez de recuperarse.
Cuando después de unas semanas de cuidado quedó claro que
Jessica no iba a morir, a pesar de haber recibido treinta y seis balas, Sánchez
quiso que Thomas y Audrey escondieran a aquel ángel. Jessica era especial. No
era una chica corriente. Detrás de la barra del Tapioca, Sánchez había visto de
todo, pero nunca a alguien que sobreviviera a treinta y seis heridas de bala,
excepto a Mel Gibson en Arma letal 2.
En el fondo, siempre había temido el día en que Kid Bourbon
volvería para matarla. Ese día había llegado.
Al parecer, cinco años antes, cuando Jessica apareció en la
ciudad, dos monjes se presentaron en el Tapioca. Recordaba que estaban
buscando… una valiosa piedra azul que un cazador de recompensas llamado Ringo
les había robado. Sin duda, esa piedra sólo traía problemas. Ringo la había
robado para Santino, y no se la había entregado.
Entonces llegaron los monjes. Querían devolver la piedra al
templo y, a pesar
de lo afables que parecían, no se
detendrían ante nada para obtenerla. Su llegada a Santa Mondega había sido
precedida por la aparición estelar de Jessica. Se ganó el corazón de todos los
clientes del Tapioca en los pocos días que anduvo por ahí. Por supuesto, antes
de que alguien tuviera la oportunidad de conocerla, Kid Bourbon ya había
entrado en escena. Después de matar a todos los clientes del Chotacabras, uno
de los competidores del Tapioca, se había presentado en el bar de Sánchez
buscando a Ringo. Asesinó a todos los clientes del bar, excepto a Sánchez.
Ringo había sufrido más que la mayoría. Le habían disparado casi cien veces,
aunque Sánchez recordaba que a Kid Bourbon le costó arrancarle la piedra azul
del cuello. (A decir verdad, era una escoria criminal, pero cien balazos son
cien balazos.) Esa piedra tenía algo… quien la poseía se hacía invencible.
Sánchez no lo comprendía, pero sabía que aquella piedra era la raíz de todos
los problemas. La pobre Jessica sólo pasaba por la calle, pero Kid Bourbon
disparó cuando se marchaba del Tapioca.
En las calles se decía que, más adelante, los monjes de
Hubal habían alcanzado a Kid Bourbon y lo habían matado, recuperando la piedra
azul, que legítimamente era suya. Así que cuando Sánchez vio aparecer a otros
dos monjes, cinco años más tarde, además del sanguinario cazador de recompensas
llamado Jefe, no esperó nada bueno. Y cuando llegó a la granja de Thomas y
Audrey, a las afueras de la ciudad, sabía que debía temerse lo peor.
Estacionó su Volkswagen sedán en el portal. La puerta de la
granja tenía las bisagras sueltas. Tal vez eso no era suficiente indicio de que
algo había ocurrido. El hecho de que ni Thomas ni Audrey hubieran salido a
saludarlo era una evidencia. Nunca dejaban la casa sola. Uno de ellos siempre
salía del gran portal de madera si escuchaban que un coche se acercaba. Pero
hoy no era el caso.
Encontró los cuerpos en la cocina. Era una cocina grande
que también usaban como comedor. Una gran mesa de roble reinaba en la estancia,
sobre los azulejos de tablero de ajedrez. Normalmente, la habitación estaba
impecable, ya que Audrey no toleraba el desorden, pero hoy había sangre por
todas partes. En el suelo, a ambos lados de la mesa, encontró los cadáveres
todavía calientes de Thomas y Audrey. Algún tipo de humo o vapor salía de sus
torsos sangrientos y desfigurados. El hedor era nauseabundo. Sánchez estaba
acostumbrado a los malos olores, como el de veintisiete muertos en su bar,
hacía cinco años, todos asesinados frente a sus ojos por Kid Bourbon. Ni
siquiera eso podía compararse con semejante peste. Aquello era distinto. Olía
al Mal. No había señales de balazos y, sin embargo, Thomas y Audrey estaban
irreconocibles. Ni siquiera una señal de un corte de cuchillo, pero estaban
empapados en sangre. Como si los dos hubieran muerto sudando sangre…
A Sánchez no le sorprendió que su hermano y su esposa
estuvieran muertos. Desde el día en que les dejó a Jessica, temió entrar un día
y encontrarlos de esa guisa. Y ahora se la habían llevado. La entrada secreta,
oculta en la cocina que escondía la escalera hasta la habitación de la chica,
estaba abierta. No había sido destrozada ni dañada, lo que sugería que la
habían abierto sin usar la fuerza. Pese a saber que la muchacha no estaría en
el piso superior, Sánchez sintió que tenía que subir para verlo con sus ojos.
Al menos, deseaba dar un último vistazo a la cama en que ella había pasado los
últimos cinco años.
Empezó a subir con lentitud. Nunca le había gustado esa
escalera. Incluso siendo niño, cuando sus padres eran dueños de la casa, había
temido subir esos escalones. Eran fríos y duros, y el poco espacio entre las
paredes le hacía sentir claustrofobia.
Mientras subía con cuidado, Sánchez no oyó nada desde la
habitación de arriba. El mínimo ruido significaría que Jessica estaba ahí y
todavía vivía, incluso si seguía en coma. Pero también podría evidenciar que el
asesino de su hermano seguía en la granja. No fue hasta que llegó a la puerta
de la alcoba que se dio cuenta de lo oscuro que estaba en la parte alta de la
escalera. Las dos velas en la pared de la escalera se habían apagado. Apenas
podía distinguir la luz de la puerta abierta en la parte de abajo, pero en
realidad no podía ver mucho más allá de su mano extendida. Casi muerto de
angustia, empleó la mano para abrir la puerta y luego pulsar el interruptor de
la pared. La luz se encendió, cegándolo por un segundo. Respiró hondo y entró
en el cuarto.
Tal como esperaba, el dormitorio estaba vacío, excepto por
una enorme araña que se movía rápidamente en las tablas desnudas del suelo.
Sánchez tenía mucho miedo. Odiaba a las arañas, así que se sintió muy aliviado
cuando la criatura se detuvo en seco a unos centímetros de él, luego retrocedió
poco a poco (como si no quisiera desprestigiarse) y se escondió bajo la cama en
que Jessica había vivido los últimos cinco años. Al menos no estaba el asesino
(aparte de la araña), pero le atormentaba no encontrar ni rastro de Jessica. La
cama estaba ligeramente desecha, pero no había señales de lucha, lo cual no era
sorprendente. Después de todo… ¿Cómo secuestrar a alguien que está en coma?
Fuera, el sonido de un motor hizo que se sobresaltara. Al
llegar, no se había percatado de la presencia de otro coche. Sin embargo, ahora
era evidente que había un coche fuera, y no sonaba como su destartalado
Volkswagen. Sonaba como un automóvil más grande, con un motor más poderoso. De
pronto se escuchó un ruidoso chirrido de llantas… el conductor debía de tener
prisa por alejarse. Al no haber ventanas en la habitación, Sánchez tuvo que
apresurarse a bajar por la estrecha escalera con la esperanza de poder ver
quién conducía el vehículo. Jessica podía estar en el coche.
Pese a no querer involucrarse en los problemas de los
demás, y al hábito de ofrecer a desconocidos tragos de orina como bebidas,
Sánchez no carecía de buenas cualidades. Por desgracia, la velocidad de
movimientos no estaba entre ellas. En pocas palabras, no era una persona
rápida. Para el momento en que bajó pesadamente las escaleras, saltó sobre el
cuerpo de su hermano y dio un vistazo por la puerta del frente, lo único que
pudo ver fue un Cadillac amarillo acelerando en el camino hacia Santa Mondega.
Sánchez no era un hombre agresivo, pero conocía muchas
personas que lo eran. Sabía a quién preguntar si deseaba descargar su venganza
en el dueño del Cadillac amarillo. De hecho, conocía a suficiente gente para
que no le costara averiguar quién había matado a Thomas y a Audrey, y lo que le
había sucedido a Jessica. Incluso si no había testigos, podría averiguar qué
había sucedido.
Fuera quien fuera el responsable de las muertes y del
secuestro de Jessica, lo pagaría. Sánchez conocía a gente que podía hacer algo
al respecto. Personas que se vengarían en su nombre. Tendría que pagarles, por
supuesto, pero ése no era el problema. A casi todo el mundo le gustaba su bar.
Tal vez no a todos, pero si a alguien le gustaba la bebida, entonces le gustaba
beber en el Tapioca. El suministro de un año de bebida gratis sería suficiente
incentivo para que cualquier hombre en Santa Mondega ayudara a Sánchez.
De hecho, Sánchez no quería la ayuda de cualquier hombre.
Deseaba al Rey, el mejor asesino a sueldo de la ciudad. El hombre al que
llamaban Elvis.
Ocho
Archibald Somers era exactamente como Jensen se había
imaginado. Rondaba la cincuentena, y parecía un presentador de programas de
deportes. Pelo canoso y lacio peinado hacia atrás, pantalones grises bien
planchados y camisa blanca con rayas de color café. Tenía una pistola en una
funda de hombro que colgaba en el lado derecho de su tórax, y estaba en
bastante buena forma para un hombre de su edad. No tenía la típica (y
antiestética) barriga cervecera, ni llevaba los pantalones hasta los sobacos.
Jensen pagaría por llegar a su edad en la misma condición. Pero, por ahora,
tenía treinta y tantos años y gozaba de mejor forma física.
La oficina que ahora compartían estaba oculta en un
corredor oscuro del tercer piso de la comisaría. Las demás estancias eran
similares. Una era un armario de artículos de limpieza, otra era una sala de
primeros auxilios, y luego estaban los baños. Jensen no sabía con exactitud
cuál había sido el anterior uso de su oficina. Tampoco quería saberlo. Desde
luego, no había sido nada glamuroso. Sin embargo, tenía cierto encanto: la
puerta de madera oscura barnizada y los escritorios de estilo antiguo le daban
más carácter que los cubículos separados por mamparas de la oficina principal.
Eran las paredes de color verde pálido (como en las prisiones) lo que
decepcionaba.
Somers llegó a la oficina al mediodía. Jensen ya se había
imaginado que el escritorio principal en el centro de la oficina pertenecía a
su compañero, de manera que se había adueñado de la pequeña mesa en la esquina.
Empezó a desempacar sus pocas pertenencias.
—Tú debes de ser el detective Somers. Encantado de
conocerte —dijo Jensen, poniéndose en pie y tendiéndole la mano.
—Miles Jensen, ¿verdad? —respondió Somers sacudiendo la
mano con firmeza—. Eres mi nuevo compañero, ¿no?
—Así es. —Jensen sonrió. Hasta el momento, Somers no
parecía tan desagradable.
—Todos te han dicho que soy un imbécil, ¿cierto? —comentó
Somers, dirigiéndose a la silla de su escritorio.
—No lo niego.
—Aquí a nadie le gusto porque soy de la «vieja escuela». A
los otros tipos sólo les interesa su carrera y los ascensos. No les conmueven
las ancianas asaltadas por estafadores. Sólo desean escuchar los casos que
puedan archivarse con rapidez. ¿Sabías que esta ciudad tiene la tasa más alta
de desaparecidos del mundo civilizado?
Jensen le
devolvió la sonrisa.
—Sí, pero no
sabía que Santa Mondega era considerada «civilizada».
—En eso te
equivocas, amigo…
Jensen se recostó en la silla giratoria de su escritorio.
Tuvo la sensación de que iba a llevarse bien con Somers, aunque era una primera
impresión.
—Me han contado que estás obsesionado con encontrar a Kid
Bourbon. ¿Por qué eso hace que todos te odien?
Somers sonrió.
—Me odian porque quiero que me odien. Me parece
indispensable mandarlos a la mierda. Nadie quiso ayudarme con los casos que no
pudieran resolver en menos de una semana. Por eso se cerró el de Kid Bourbon.
Yo era el único que seguía en él. Pero se las arreglaron para deshacerse de mí…
Resulta que los presupuestos no nos permitían seguir investigando el caso
cuando existía la posibilidad de que Kid Bourbon ya estuviera muerto. Bueno…,
seguro que ahora lo lamentan, ¿no? Le advertí al alcalde que volvería, pero
escuchó a los demás idiotas.
—¿Así que la
culpa es del alcalde?
—No —negó Somers—, el alcalde es buena persona, pero sus
asesores deseaban que la historia de Kid Bourbon quedara en el recuerdo.
Olvidaron a todas las mujeres que ese bastardo dejó viudas. Nunca se marchó. Ha
estado matando a gente todos los días de los últimos cinco años, pero sólo
ahora ha decidido dejarnos encontrar los cuerpos. Está planeando otra masacre.
Jensen, tú y yo somos los únicos que podemos impedir que eso suceda.
—¿Sabes que no estoy aquí sólo por Kid Bourbon? —preguntó
Jensen, esperando no estar a punto de ofender a Somers, quien sentía pasión por
su trabajo.
—Sé por qué estás aquí… —Somers sonrió—. Crees que en todo
esto hay algo sobrenatural y que es probable que un tipo de culto satánico esté
detrás de esos asesinatos. No te mentiré: me parece una estupidez, pero,
mientras estés a mi lado, y mientras tu investigación me ayude a demostrar que
es Kid Bourbon quien comete esos crímenes y no Jar Jar Binks, entonces no
tendremos problemas.
Tal vez Somers era un cínico, además de estar obsesionado
con la idea de que Kid Bourbon estaba detrás de casi todo, pero no era tan
imbécil como se lo habían pintado. Con un poco de diplomacia, podría ganarse a
ese policía. No parecía faltarle motivación.
—¿Jar Jar? ¿Te
gusta el cine?
—Me interesa
vagamente…
—No pareces fan de La guerra de las galaxias.
Somers se atusó
el pelo plateado y suspiró.
—Es que no lo soy. Prefiero algo que estimule mi mente,
además de mis ojos, y aprecio las buenas interpretaciones. Actualmente, se
escoge a la mitad de los actores por su apariencia, no por su talento. Por eso,
casi todos están acabados cuando llegan a la treintena.
—Correcto… ¿Así
que eres seguidor de Al Pacino y De Niro?
Somers negó con
la cabeza y suspiró.
—No… Ambos viven del glorioso cine de gánsters de las
décadas de los setenta y los ochenta.
—Bromeas,
¿verdad?
—No, prefiero mil veces a Jack Nicholson. Es un tipo que
puede actuar en cualquier película. Pero, Jensen, si en verdad quieres
impresionarme con tus conocimientos de cine, entonces responde a lo siguiente.
—Somers arqueó una ceja como lo haría Nicholson—. Directores: los hermanos
Scott. ¿Ridley o Tony?
—Está claro. Me quedo con Tony. —Jensen no dudó—. Ridley lo
hizo bien en Blade Runner y Alien, pero Enemigo público y Marea roja
no deben desecharse a la ligera. Son buenas películas, e inteligentes.
—Donde el héroe era negro, ¿eh? —Somers pensó,
equivocadamente, que estaba tocando una fibra.
—Cierto, pero no por eso me gustan. Tony también dirigió Amor a quemarropa, que es una buena
película sin héroe negro.
—Bastante justo… —Somers suspiró—. De todos modos, tengo
que estar del lado de Ridley por el hecho de que Tony fue responsable de esa
idiotez de película de horror, The
Hunger. Tal vez la peor película de vampiros que he visto.
—Muy bien, así
que no es Jóvenes ocultos.
—No, no lo es —dijo Somers. Cansado de la discusión,
continuó—: Intentemos ponernos de acuerdo y entonces le podrás decir a todos
que somos pareja. Aquí está una fácil: ¿Robert Redford o Fredie Prinze Junior?
—Redford.
—Gracias. Ahora que
hemos encontrado algo en común, hagamos un trato… —¿Un trato? ¿Qué quieres
decir?
—Quiero decir que aceptaré todas tus teorías sobrenaturales
y te ayudaré con lo que pueda, pero debes hacer lo mismo por mí. Aceptarás mi
teoría sobre Kid Bourbon y nos tomaremos en serio el uno al otro. Dios lo sabe,
nadie en el departamento de policía va a hacerlo.
—De acuerdo,
detective Somers.
—Bien. ¿Quieres
ver lo que Kid Bourbon hizo a esas cinco víctimas nuevas?
—Adelante
—asintió Miles.
Somers abrió el cajón del escritorio a su izquierda y sacó
una carpeta de plástico transparente. La abrió de golpe y arrojó varias
fotografías en el escritorio. Jensen se levantó de su asiento, tomó la primera
imagen brillante y la estudió atentamente. Se quedó consternado. No estaba
seguro de poder creer lo que estaba viendo. Entonces miró las otras fotos sobre
el escritorio. Después de examinarlas todas durante varios segundos, devolvió
la mirada a Somers, que asentía con la cabeza. Aquéllas eran las imágenes más
espantosas que había visto en su vida.
—¿Es esto real?
—susurró.
—Lo sé… —dijo
Somers—. ¿Qué tipo de demente podría hacer eso a un ser humano?
Nueve
A media mañana, Elvis entró pavoneándose triunfalmente en el
Tapioca.
Siempre se movía como si estuviera bailando
por un escenario al ritmo de Suspicious
Minds. Era como si tuviera unos audífonos invisibles que tocaran la melodía
una y otra vez en su cabeza. Sánchez amaba a ese tipo y siempre se emocionaba
al verlo, si bien nunca lo demostraba. No sería bueno dejar que Elvis supiera
que le veneraba. Él era demasiado elegante y haría que el camarero se sintiera
idiota.
Elvis también se veía perfecto. La gente piensa que los
imitadores del Rey se creen ridículos, una vergüenza, pero nadie pensaba eso de
aquel tipo.
Esa mañana, Elvis vestía un traje de color lila. Llevaba
unos pantalones ligeramente acampanados con una hilera de borlas que recorría
toda la parte externa de las piernas y una chupa perfectamente ajustada y con
grandes solapas negras. Hacían juego con una camisa negra muy delgada, medio
abotonada para exhibir su pecho peludo y bronceado, y un enorme medallón de oro
con las siglas de «los que se hacen cargo del negocio» colgando del cuello con
una pesada cadena de oro. Aunque a algunos les podría parecer de mal gusto,
Sánchez, en realidad, pensaba que el medallón era muy elegante. Elvis tenía las
patillas largas y negras y el pelo negro y muy espeso (aunque le hacía falta un
corte). Para completar el cuadro, siempre llevaba las características gafas de
sol con armazón de oro. Ni siquiera se las quitaba cuando se sentaba en la
barra, listo para discutir negocios con Sánchez.
A Elvis no le molestó que el Tapioca estuviera
moderadamente lleno. Si deseaba cotorrear con Sánchez durante media hora,
entonces ningún cliente pediría una bebida. Elvis era respetado, temido y, lo
que es bastante extraño, querido por casi todo el mundo.
—Me han dicho que tienes malas noticias —comentó el Rey
asintiendo con la cabeza, dando a entender que lo sabía.
Sánchez tomó una botella y, sin que se lo pidiera, empezó a
servirle un vaso de whisky.
—La mierda viaja rápido —soltó el camarero, deslizando la
bebida sobre la barra.
—Mierda como la tuya también apesta —enfatizó el otro. Su
voz arrastraba las palabras.
Sánchez sonrió por primera vez esa mañana. La grandeza de
aquel hombre le hizo olvidar el dolor por su hermano muerto. Dios bendiga al
Rey…
—Elvis, amigo,
¿qué sabes sobre esta mierda en particular?
—Estás buscando
al conductor de un Cadillac amarillo, ¿verdad?
—Así es. ¿Lo has
visto?
—Lo he visto.
¿Quieres que lo mate por ti?
—Sí. Mátalo —dijo Sánchez. Estaba contento de que Elvis se
hubiera ofrecido, ya que le hubiera inquietado tener que pedírselo en voz
alta—. Tortúralo hasta que esté muerto, y luego vuelve a matarlo.
—¿Matarlo dos veces? Eso tiene un coste extra. Pero me caes
bien, así que la segunda vez lo mataré gratis.
Para Sánchez, aquélla era una música celestial. Se sentía
como si de repente Suspicious Minds sonara
en su cabeza.
—¿Cuánto quieres
por el trabajo? —preguntó.
—Mil por adelantado. Luego, cuando esté muerto, quiero que
me pagues la pintura del coche. Siempre he querido un Cadillac amarillo. Es muy
rock and roll, ¿no crees?
—Cierto. —Sánchez estuvo de acuerdo. Tomó la botella de
whisky y llenó el vaso de Elvis—. Ahora mismo te traigo el primer pago. Vigila
el bar un momento, ¿de acuerdo?
—Seguro, jefe.
Elvis se quedó absorto en su vaso, revisando su reflejo,
mientras Sánchez desaparecía en la parte trasera para conseguir el dinero. No
era sólo el dinero y el coche lo que Elvis buscaba. Corría el rumor de que el
conductor del Cadillac amarillo también tenía una piedra preciosa azul. Aquella
pieza debía de valer una fortuna. Elvis no entendía nada de joyería, pero sabía
que a las mujeres les gustaba. Era la forma perfecta para llegar al corazón de
una dama, y Elvis adoraba a las damas.
Sánchez reapareció con un sobre grasiento lleno de dinero
en efectivo. Elvis lo tomó y lo mantuvo abierto. Luego pasó rápidamente los
billetes, no para contarlos, sino para asegurarse de que no eran falsos.
Confiaba en Sánchez… en la medida en que confiaba en cualquiera. Satisfecho de
que todo estaba en orden, dobló el sobre y lo metió en el interior de su chupa.
Luego terminó la bebida de un trago rápido, dio un rápido giro en el taburete,
se puso en pie y se dirigió a la puerta.
—Oye, Elvis,
espera… —le dijo Sánchez. El Rey se detuvo sin mirar atrás.
—Sí, amigo. ¿De
qué se trata?
—El nombre.
—¿Qué nombre?
—Sí, ¿cuál es el
nombre del tipo que vas a matar por mí? ¿Lo conozco?
—Tal vez… No vive
en la ciudad. Es un cazador de recompensas.
—Pero ¿cómo se
llama? Y, ¿por qué mató a mi hermano y su esposa?
En un principio, Sánchez no había planeado preguntarle a
Elvis por los detalles, pero ahora que el asesino había aceptado el trabajo,
quería saber más sobre el misterioso conductor del Cadillac amarillo.
Elvis se volvió y
observó a Sánchez por encima de sus gafas de sol.
—¿Estás seguro de
que quieres saberlo ahora? ¿No prefieres enterarte cuando el trabajo esté
hecho? Ya sabes… ¿para que no cambies de idea?
—No, sólo dime…
¿quién cojones es?
—Un desgraciado llamado Jefe. Pero no te inquietes. Mañana,
a esta misma hora, lo conocerán como Jefe
el Cadáver.
Antes de que Sánchez pudiera advertirle lo peligroso que
era Jefe, Elvis ya se había marchado. No importaba: aquel hombre podía
enfrentarse a Jefe. Ese hijo de puta estaba a punto de morir a manos del Rey.
Diez
Los detectives Miles Jensen y Archibald Somers reconocieron
al instante el trabajo que tenían delante. Jensen volvió a mirar a Somers,
quien sin duda estaba pensando lo mismo. Dos muertos más, ambos asesinados
despiadadamente, como las víctimas en las fotos que Somers le había mostrado a
Jensen. Esta vez, los infortunados eran Thomas y Audrey García. Sin duda, sus
registros dentales lo confirmarían más tarde. Hasta entonces, la identificación
era una hipótesis.
Habían llegado a la granja de las afueras de la ciudad
mucho después de que el primer policía atendiera la llamada de un pariente de
las víctimas. Un largo camino de tierra serpenteaba hasta el portal de la casa.
El maltrecho BMW sedán de Jensen apenas circulaba sobre las piedras y los
agujeros. Aquella granja había soportado todo tipo de inclemencias climáticas.
No había que ser un genio para darse cuenta.
Unos segundos después de entrar en la cocina de la casa,
Jensen envidió a Somers, quien había tenido la previsión de llevarse un pañuelo
para cubrirse la nariz y la boca. El hedor de los cuerpos era abrumador, y
Jensen, el único pringado que no tenía nada con qué enmascarar el olor que los
asediaba. Otros cinco policías pululaban por la cocina. Dos de ellos estaban
usando una cinta métrica para determinar las distancias de los cuerpos hasta
los distintos muebles. Otro tomaba fotos con una cámara Polaroid. De vez en
cuando la cámara runruneaba y escupía una fotografía como las que Somers tenía
de las cinco otras víctimas. Uno de los policías buscaba huellas digitales con
unos polvos, una tarea nada envidiable, teniendo en cuenta que casi toda la
habitación estaba cubierta de sangre. El quinto y último policía era el
teniente Paolo Scraggs. Saltaba a la vista que se trataba del policía de más
alto grado, ya que se dedicaba a observar a sus colegas para asegurarse de que
estaban haciendo un buen trabajo.
Scraggs vestía un traje azul oscuro. Por mucho que lo
pareciera, no era exactamente un uniforme. La impecable camisa blanca y la
corbata azul marino completaban el conjunto. No era extraño que aquel hombre
cuidara tanto su apariencia, ya que la atención al detalle era una parte
importantísima en «su» equipo forense. No es que fuera el orgullo de la policía
de Santa Mondega, pero Scraggs se estaba esforzando por cambiarlo.
La última semana había sido muy dura para Scraggs y su
equipo, por todos los espeluznantes asesinatos, y hoy no era distinto. La
cocina era un caos asqueroso. Además de la sangre, que parecía rociada a golpe
de manguera, había platos rotos y cubiertos en el suelo y en las distintas
encimeras. O Thomas y Audrey García habían presentado batalla, o el asesino
había revuelto el escenario con la esperanza de encontrar algo valioso.
El médico forense ya se había marchado, pero quedaba el
personal de la ambulancia, que esperaba en el portal de enfrente a que alguien
le diera permiso para tapar y retirar los cuerpos. Ante la aprobación de
Somers, el equipo pasó a la acción.
—¿Quién ha llegado primero? —preguntó Somers en voz alta
mientras los médicos pasaban por su lado.
—Yo… —contestó Scraggs, acercándose para saludar a Somers
con la mano tendida—. Teniente Scraggs, señor. Yo estoy al cargo.
—Ya no —terció Somers, sin rodeos—. El detective Jensen y
yo mismo tomamos el mando a partir de este momento.
Scraggs parecía comprensiblemente molesto y bajó la mano,
pues Somers, de todos modos, no iba a tomarla. La palabra «¡Idiota!» se formó
en su mente, pero en su lugar dijo:
—Muy bien,
Somers. Como quiera.
—¿Tiene alguna
pista?
—Sí, señor. Uno de mis agentes ha interrogado al hermano de
una de las víctimas.
—Un hermano… ¿Lo
conocemos?
—Tal vez sí, señor. Se trata de Sánchez García, el
encargado del bar Tapioca. El muerto, Thomas García, era su hermano.
Somers sacó una libretita del bolsillo de su abrigo, la
abrió y tomó el lápiz de la espiral.
Jensen se permitió sonreír ante la actuación de Somers, muy
al estilo del teniente Colombo. Pero se contuvo al comprobar que Scraggs lo
miraba directamente.
—Sánchez declaró que no sabía quién querría matarlos
—contestó el teniente—. Aunque no creo que tenga nada que ver con
extraterrestres.
Aquella burla iba dirigida a Jensen. Nueva ciudad, mismas
bromas de mierda. Todo muy predecible, muy tedioso.
—¡Oiga! —gritó Somers—. Limítese a contestar las preguntas.
Y haga el favor de reservarse sus comentarios. Aquí hay dos muertos. Con toda
probabilidad, son inocentes. Su sarcasmo no nos ayudará a encontrar al asesino.
—Lo siento,
señor.
—Claro que lo siente. —Era obvio que Somers imponía
respeto. Jensen todavía no se explicaba por qué lo odiaban tanto los demás
policías—. Dígame… ¿quién encontró los cuerpos? ¿Fue Sánchez?
—Sí, señor —dijo
Scraggs—. Dice que llegó aquí hacia las ocho de esta mañana.
Nos llamó a las nueve y once.
—¿A las ocho,
dice? ¿Y dónde está ahora?
—Tuvo que ir a
abrir el bar.
Jensen decidió que era el momento de intervenir. Siempre
era importante participar activamente en la primera investigación de un nuevo
destino.
—Las víctimas no llevan mucho tiempo muertas. ¿El tal
Sánchez vio a alguien en las inmediaciones? Juraría que las dos víctimas
murieron esta mañana.
—Dice que no vio
nada.
Scraggs no acabó la frase con el «señor» habitual entre los
policías. A Jensen no le molestó especialmente. A la larga, se ganaría el
respeto de ese teniente y de los demás agentes. Siempre lo hacía. Ignorando la
hostilidad de Scraggs, preguntó:
—Éste es un lugar bastante aislado. Sólo hay un camino de
entrada y salida. ¿Le preguntó a Sánchez si vio a alguien en el otro sentido
mientras conducía hacia la granja?
—Por supuesto que
lo hicimos. Y, tal como acabo de decirle, no vio nada.
—Muy bien.
Tal vez fuera una pregunta estúpida, pero Jensen no conocía
la efectividad de la policía de Santa Mondega. Así que, de entrada, no iba a
fiarse de nada.
—Jensen, ¿quieres
interrogar tú mismo a Sánchez? —intervino Somers.
Éste notaba que el detective recién llegado estaba
interesado en aclarar la declaración de Sánchez. Y él sentía lo mismo. Jensen
comenzaba a ganarse el respeto de su compañero: compartían la misma ética del
trabajo.
—¿Quieres venir
conmigo? —preguntó Jensen.
—No, ve tú solo. Me quedaré con los chicos y veré qué
encuentro. Ya sabes… Me aseguraré de que no pasen nada por alto. —Obviamente,
aquel comentario no les gustó a los forenses, que lo fulminaron con la mirada.
Pero Somers no se inmutó. Disfrutaba toreándolos—. ¡Ah!, y Jensen… es probable
que lo descubras por ti mismo, pero te advierto que Sánchez mentirá como un
bellaco. No suele cooperar con la policía. Es probable que haya contratado a un
asesino para vengar la muerte de su hermano. Así que no creas todo lo que te
diga.
Jensen se dirigió al exterior, dejando a Somers fastidiando
al equipo forense. Fue un alivio librarse del hedor de la cocina y respirar
aire fresco, y por un momento se quedó ahí de pie. Alguien había hecho
retroceder la ambulancia hasta el portal de la casa y dos enfermeros estaban
bloqueando la salida. Jensen esperó a que la camilla estuviera cargada antes de
llamar a uno de ellos.
—Tengo que interrogar a un tal Sánchez García del bar
Tapioca. ¿Sabes dónde está? —preguntó.
—Claro. Está de camino al depósito de cadáveres —contestó
el hombre, con los dientes apretados, mientras ayudaba a empujar la camilla—.
Síguenos, si quieres.
—Gracias. —Jensen sacó un billete de veinte dólares de su
bolsillo y tentó al hombre—. Otra cosa: si Sánchez decidiera tomarse la
justicia por su mano, ¿quién podría hacer el trabajo sucio?
El enfermero de la ambulancia miró el billete por un
segundo, considerando la oferta. Pero no le tomó mucho tiempo. Lo agarró de la
mano de Jensen y se lo metió en el bolsillo.
—El único hombre
en quien confiaría Sánchez es el Rey —dijo.
—¿«El Rey»?
—Sí. Elvis sigue
vivo, amigo. ¿No lo sabías?
—Me temo que
no…
Once
Marcus la Comadreja
seguía con resaca, aunque no le importaba demasiado. Estaba bebiendo felizmente
para superar el trance. La noche anterior, había tenido suerte. Robarle a Jefe
había resultado mucho más fácil de lo que esperaba. El cazador de recompensas
no dejó de roncar mientras Marcus le robaba. Por supuesto, habían ayudado las
gotitas que Marcus había puesto en la bebida de Jefe. En otras circunstancias,
no hubiera gastado su preciado Rohypnol en alguien con quien no tenía intención
de acostarse, pero Jefe llevaba esa hermosa piedra azul colgando del cuello.
Aunque la había escondido muy bien, cuanto más se emborrachaba, más se le veía.
Además, resultó que Jefe tenía unos cuantos miles de dólares en los bolsillos,
así que Marcus bebería gratis los siguientes dos o tres meses, y las bebidas
serían todas a costa de Jefe.
Había reservado una habitación bastante agradable en el
Hotel Internacional de Santa Mondega. No tenía la intención de permanecer allí
durante mucho tiempo, dado el coste, pero le apetecía disfrutar de unos días de
lujo. Marcus pensaba que se merecía un golpe de suerte. ¡Maldita sea! Merecía
consentirse por un tiempo.
Eran casi las dos de la tarde y todavía no había abierto
las cortinas. Estaba sentado perezosamente en la enorme cama king size de la habitación, con los
mismos pantalones negros de la noche anterior, y la misma vieja camiseta de
malla. Tenía el televisor enfrente y la botella de whisky convenientemente
ubicada en la mesita de noche, al alcance de la mano. Sin duda, aquello era el
paraíso.
Estaba viendo el segundo episodio de un programa doble de B.J. and the Bear. De pronto, alguien
llamó a la puerta.
—¡Servicio de habitaciones! —exclamó una
voz femenina, ligeramente apagada, a través de la puerta. —No he pedido nada…
Hubo una pausa.
—Vengo a hacer la
cama y limpiar la habitación.
Marcus buscó la pistola debajo de la
almohada. Siempre la guardaba allí, por las dudas. Y, la noche anterior, se
había puesto particularmente paranoico. Extremaba la cautela por temor a que
Jefe lo encontrara y se vengara por el robo de su cartera y, lo más importante,
la piedra azul.
Saltó de la cama y se tambaleó hacia la puerta, sintiendo
los excesos de la noche. De repente notó que apestaba a bebida y que su ropa
estaba sucia, pero ahora lo único que le preocupaba era saber quién estaba al
otro lado de la puerta. Cuando uno ha robado dinero y una piedra preciosa, toda
precaución es poca.
Cubriendo la puerta con su pistola, miró por la mirilla. En
el pasillo, vio a una joven de piel pálida uniformada con un delantal blanco.
Parecía inofensiva, así que Marcus deslizó su arma en la parte trasera de sus
pantalones y abrió la puerta sin quitar la balda.
—Buenas tardes, señor… ¿es usted Jefe? —preguntó la chica,
leyendo el nombre de una tarjeta en su mano. Marcus recordó que se había
registrado en el hotel usando el dinero de la cartera de Jefe. El empleado le
había pedido el permiso de conducir de Jefe.
—El mismo.
¿Quieres entrar y arreglar la habitación?
—Sí, por favor,
señor Jefe. Pero sólo si es buen momento.
Marcus soltó la
balda de la puerta y la abrió.
—Entra, guapa…
¿Cómo te llamas?
—Kacy.
Ella esbozó una sonrisa encantadora. Y el corazón de Marcus
empezó a derretirse. Era la chica más dulce que había visto en mucho tiempo.
Tenía un pelo precioso… La Comadreja se fijaba mucho en el pelo de las mujeres;
encabezaba su lista de «requisitos femeninos». Kacy, por su parte, lucía una
media melena oscura y sedosa. La mayoría de los hombres en Santa Mondega
estaban locos por las rubias, tan difíciles de encontrar en ese lugar, pero
Marcus las prefería morenas.
—Serán diez minutos…, señor Jefe. Apenas notará mi
presencia —dijo con una sonrisa atrevida.
—Kacy, no tengas
prisa. ¿Por qué no te quedas y tomas algo conmigo?
La joven soltó una risita nerviosa. Era una risita aguda…
una señal clara de que le gustaba Marcus. Podía notarlo. Su intuición de ladrón
se lo decía…
—Me encantaría,
pero no me permiten intimar con los clientes dentro del hotel.
—Entonces
salgamos, nena. —Marcus guiñó un ojo.
Kacy se sonrojó por un instante, pero era obvio que le
encantaba la situación, ya que rápidamente se pasó el dedo índice por sus
labios, incitando a Marcus.
—¿Me está
pidiendo una cita?
—¿Por qué no?
Ella consideró la
oferta durante unos minutos. Parecía tentada…
—Muy bien. Salgo en quince minutos. ¿Por qué no se da una
ducha mientras limpio? Nos encontraremos en el vestíbulo en media hora.
Fue entonces cuando Marcus se dio cuenta de lo mal que
olía. Definitivamente, aquél era un buen momento para ducharse.
—Por supuesto,
Kacy. —Le dedicó una mirada lasciva.
Se encaminó al baño, quitándose la camiseta de malla. Kacy
soltó otra risita nerviosa y luego se dirigió a la cama para cambiar las
sábanas y las fundas.
—¿Quiere que deje
la televisión encendida, señor Jefe?
—¡Haz lo que
quieras, nena! —le gritó mientras abría la ducha.
«Hoy es un gran
día», pensó Marcus. Tal vez esa piedra azul le daba suerte. O
tal vez era sólo el dinero lo que le estaba
dando suerte. Después de todo, el dinero atrae a las féminas…
Se había quitado el pantalón negro de piel (la pistola
había rebotado en la alfombra de baño cuando se lo quitaba y la había empujado
a un lado con el pie) y estaba entrando en la ducha cuando recordó que había
dejado su cartera (porque ahora era su cartera) en la mesita de noche junto a
la cama. Las campanas de alarma empezaron a sonar en su cabeza. ¿Debía confiar
en esa chica? Un momento más tarde recibió su respuesta, un sí categórico: se
abrió la puerta del baño y apareció ella con la cartera.
—No debería dejarla en cualquier sitio, señor. Alguien
podría robarla… —le dijo mirándolo de arriba abajo.
Marcus estaba desnudo, pero no le importaba lo más mínimo.
Era el típico hombre que disfruta exhibiendo su cuerpo a las mujeres, en
especial si no lo esperan. Por la expresión de la cara de ella, a Marcus le
pareció que Kacy estaba gratamente sorprendida de lo que veía. Él volvió a
guiñarle un ojo; esta vez fue un guiño lento y sexy.
—Nena, déjala
donde quieras. Saldré antes de que te des cuenta.
Kacy le sonrió,
dejó la cartera en el lavabo y salió del baño.
—¡Anda! ¿Es B.J. and the Bear? ¡Me encanta este
programa! —gritó, emocionada.
Iba a ser un gran día para Marcus la Comadreja. Su buena fortuna podía no terminar nunca. Por
supuesto, un hombre más inteligente habría extremado las precauciones. De
hecho, un hombre más inteligente ya habría huido de Santa Mondega.
Y hubiera jurado
no volver nunca.
Doce
Cuando Jensen volvió a la comisaría, se encontró a Somers
sentado ante su escritorio, estudiando las fotografías de los asesinatos más
recientes.
—¿Le has sacado
algo a Sánchez? —preguntó levantando la mirada.
Jensen se quitó la chaqueta y la lanzó a su escritorio,
golpeando el respaldo de la silla y deslizándose al suelo.
—No es muy
comunicativo con la policía, ¿no?
—Te advertí que
sería un trabajo duro.
—¿Y a ti cómo te ha ido? —preguntó Jensen, mientras
observaba las fotografías Polaroid en el escritorio de Somers—. ¿Alguna pista
del forense?
—Nada. Tardarán una semana en descubrir que la mitad de las
huellas que están examinando son suyas.
Jensen le rió la gracia mientras se
estiraba y tomaba una de las fotos que Somers ya había descartado, poniéndola
en un lado de su escritorio. Era una imagen horrible de uno de los dos cuerpos.
Una masa de carne y huesos ensangrentados. Mucho peor que la escena en la
granja.
—¿Cuál de ellos
es éste? —preguntó, con mal cuerpo. Somers levantó la vista.
—Creo que es
ella. Difícil de decir, ¿eh?
Jensen frunció el ceño. Había descubierto que fruncir el
ceño era el mejor modo de concentrarse en lo que estuviera haciendo. No sabía
por qué, pero tenía sus mejores ideas cuando fruncía el ceño. En ese momento
pensaba que debía haber un vínculo obvio entre todos los cuerpos. Los
asesinatos parecían todos iguales, pero ¿qué unía a las víctimas? ¿Qué tenían
en común? Ya iban por el séptimo cadáver.
—Me imagino que estos dos fueron asesinados por la misma
persona o personas que mataron a los otros cinco, ¿correcto? —preguntó Jensen.
—Es imposible
engañarte.
Se dirigió a su silla y se sentó, dejando su chaqueta en el
suelo. Entonces se recostó y estudió la fotografía detenidamente. Debía de
haber alguna pista. Algo debería llamarle la atención. Pero ¿qué? El vínculo de
esos asesinatos no aparecía en las fotografías. ¿Tenía Somers una teoría al
respecto?
—¿Has encontrado
algo que relacione a las víctimas? —preguntó Jensen.
Somers negó con
la cabeza, todavía estudiando las fotografías.
—Nada… Las víctimas parecen seleccionadas al azar. Lo único
que tienen en común es que a todas les sacaron los ojos y les arrancaron la
lengua.
—Así que ésa es la tarjeta de visita del asesino… —Se puso
en pie y recorrió el pequeño espacio entre los dos escritorios.
Somers volvió a
negar con la cabeza. No parecía convencido.
—No creo que sea relevante. Está claro que el mismo tipo
cometió todos los asesinatos. Sabe que vamos tras él. Por tanto, ¿por qué
molestarse en dejarnos cualquier pista adicional? —Era obvio que Somers se
refería a Kid Bourbon.
—Tal vez no sea
él… —Jensen ofreció la posibilidad de discutirlo.
—Es él, Jensen.
Siéntate un momento, por favor.
Jensen recogió su chaqueta del suelo y la acomodó en el
respaldo de la silla, que giró para sentarse frente a Somers.
—Dime…
Somers dejó las fotos en la mesa y apoyó los codos. Parecía
cansado… Jensen notó cierta impaciencia en su actitud.
—Acordamos que yo no me burlaría de tus teorías
paranormales, y que tú valorarías mi teoría sobre Kid Bourbon, sin desecharla
irreflexivamente, ¿cierto?
—Sí, cierto.
—Bien, Jensen. No esperes un golpe de efecto en esta
investigación, porque no se demostrará que la ex esposa de Kid Bourbon cometió
todos los crímenes y trata de incriminarlo. Tampoco será el mayordomo… Y Kevin
Spacey no entrará en la comisaría cubierto de sangre y gritando: «¡Oficial…!
¡Oficial!» Ni tampoco encontrarás la cabeza de tu esposa en una caja en el
desierto. Kid Bourbon cometió estos asesinatos. —Hizo una pausa para recuperar
el aliento, pero acabó suspirando—. Ahora bien, si realmente quieres ayudar a
resolver este caso, encuentra un motivo o adivina quién será su próxima
víctima. ¡Oye!, si descubres que Kid Bourbon es un marciano, o que es un
fantasma y necesitamos los servicios de un exorcista, entonces lo haremos. Pero
debes saber esto, Jensen: si estás buscando a otro asesino, pierdes el tiempo.
Confía en mí. Dedica todos tus esfuerzos a encontrar a Kid Bourbon, o a
averiguar quién diablos es. Sólo entonces encontrarás a nuestro asesino.
Jensen podía sentir la creciente frustración en la voz de
Somers. Sabía que su compañero creía ciegamente en lo que estaba diciendo. Y él
mismo sospechaba que el detective podía estar en lo cierto, pero no quería
descartar otras posibilidades. Pese a todo, si deseaba que Somers le ayudara,
tendría que seguirle la corriente.
—Somers, no me malinterpretes. Puede que tengas razón, pero
recuerda que yo veo el caso desde otra perspectiva. Quizás encuentre algún
detalle que hayas pasado por alto. ¿Quién sabe? Te prometo que me lo tomaré en
serio.
—Muy bien —dijo Somers—. Aquí tienes los nombres de las
víctimas hasta el momento. —Sacó su libreta del bolsillo de la camisa, la
abrió, tomó el lápiz y comenzó a escribir en una página en blanco.
»No he
descubierto nada que los vincule. A ver qué encuentras tú…
Su voz insinuaba sarcasmo y frustración, mientras arrancaba
la hoja y la arrojaba sobre el escritorio a su compañero. Jensen miró la lista
de víctimas.
Sarah King
Ricardo Webbe
Krista Faber
Roger Smith
Kevin Lever
Thomas García
Audrey García
Nada le llamó la atención, pero eso no era sorprendente. Lo
que realmente necesitaba era conocer los antecedentes de las víctimas. Algo que
todas hacían en su tiempo libre, algo que todas habían visto… el vínculo
estaría en esa clase de asociaciones. Jensen era especialista en descubrir
vínculos escondidos. Estaba seguro de que lo resolvería. La pregunta
incontestable era la siguiente: ¿cuánto tiempo tenía antes de que el asesino
seleccionara a la siguiente víctima?
—¿Ya lo has
resuelto? —bromeó Somers.
—Todavía no, pero déjame la lista. Revisaré todos los
archivos disponibles sobre estas personas. Confía en mí. Si hay alguna relación
entre ellas, la encontraré.
—Muy bien —dijo Somers—, te dejaré encontrar qué las une.
Pero, a cambio, quiero que hagas algo por mí.
Jensen dejó de
observar el papel con la lista de nombres y atendió a Somers.
—Seguro, lo que
sea. Dime en qué puedo ayudarte.
Somers se aclaró la garganta y miró con dureza a Jensen,
buscando su sinceridad. Al final, convencido de que su compañero estaba
dispuesto a hacer lo que fuera por él, formuló la pregunta que Jensen estaba
temiendo.
—Agente, dime… ¿por qué, después de tantos años ignorando
Santa Mondega, el gobierno de repente decide enviarnos a un investigador de lo
sobrenatural? Aquí, durante el último siglo, se han producido más asesinatos
que en cualquier otra parte del mundo, pero hasta ahora siempre lo habíamos
resuelto todo localmente. Dime, ¿por qué ahora? ¿Y por qué enviar a un solo hombre?
¿Acaso la información que maneja el gobierno es tan secreta que debe confiarla
a un único policía?
Jensen se removió en la silla. Claramente, Somers era mejor
agente de lo que le habían contado.
—Vamos, Jensen —Somers continuó—, quiero saber qué me estás
escondiendo. El gobierno te ha dado alguna información privilegiada sobre el
caso en que yo he invertido cinco años de mi vida. ¿Qué sabes? ¿Qué tiene todo
esto de sobrenatural?
—Muy bien. Seré
franco contigo. Pero espero que esto no salga del despacho…
Trece
Después de bañarse durante quince minutos, Marcus la Comadreja se secó y se cubrió todo
el cuerpo con los polvos de talco que el hotel regalaba. Dado que no disponía
de ropa limpia, volvió a ponerse su holgado pantalón negro. No solía
importarle, incluso si su piel apestaba a cerveza y cigarrillos. Mientras lo
abotonaba, escuchó cómo Kacy cerraba la puerta de la habitación. Quince minutos
más y volvería a verla, si cumplía su palabra. Y estaba convencido de que así
sería.
Volvió a la alcoba para comprobar el trabajo de su chica.
Kacy había hecho la cama inmaculadamente y había refrescado el ambiente. Marcus
estaba considerando la posibilidad de salir disparado para comprarse una camisa
nueva antes de reunirse con ella. De pronto, llamaron a la puerta. ¿Tal vez
había olvidado algo y estaba ya de vuelta?
—¡Abre la puerta!
—gritó alguien al otro lado.
Hubo una pausa. Luego llamaron de nuevo, esta vez con mucha
fuerza. Marcus sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. ¿No era Kacy?
¿Tal vez era un hombre?
¿Se trataba de Jefe? Kacy debía de tener
una llave maestra, ¿no?
—¿Kacy? ¿Eres tú?
Ninguna
respuesta.
Otro escalofrío.
¿Sería Jefe? ¿Ya lo había encontrado? Y lo más preocupante:
¿dónde había dejado su pistola?
—Ya voy… —gritó,
intentando ganar tiempo.
Al buscar frenéticamente su pistola, le entró el pánico. Sus
ojos registraron toda la habitación en medio segundo. ¿Dónde estaba el arma?
¡Maldita sea! Tampoco la encontró en el baño. ¿Dónde coño la había puesto? Se
dio la vuelta y se apresuró a volver al dormitorio. ¿Bajo las almohadas? Las
levantó, pero allí tampoco estaban. ¡Joder…! Iba a tener que abrir la puerta.
¿Por qué había gritado? Si se hubiera quedado callado, su
visitante habría supuesto que Marcus no estaba en su habitación. Pensó que
sería inteligente dar un vistazo por la mirilla de la puerta y saber quién era…
después de todo, podía tratarse del servicio de habitaciones. Pero Marcus no
encontraba el arma y estaba muy nervioso.
Uno de los trucos más viejos de todos los asesinos consiste
en llamar a una puerta, esperar hasta escuchar que el objetivo se acerca del
otro lado y disparar por la mirilla cuando la víctima mira a través de ella.
¡PUM!, y hace un gran agujero en la cabeza del blanco. Al estar familiarizado
con esa trampa, Marcus caminó de puntillas hacia la puerta y movió la cabeza
muy lentamente hacia lo que podía ser la línea de fuego. Por razones que sólo
él comprendía, tenía el ojo medio cerrado, como si eso ayudara a reducir el
impacto de una bala.
Le bastó con un vistazo rápido. De un tirón retiró la
cabeza y se alejó de la mirilla. Al otro lado de la puerta, había el cañón de
una pistola. Por fortuna, su dueño no se había dado cuenta de que, durante una
fracción de segundo, Marcus había estado en el objetivo.
Caminó de
puntillas hacia la cama recién hecha. ¿Dónde cojones estaba el arma?
Su botella de whisky seguía en la mesita de
noche. La levantó y tomó un trago.
«¡Piensa!
¡Maldita sea!»
«¿Qué opciones
tengo?»
«Encuentra el
arma.»
Volvió a levantar las almohadas. Definitivamente, las
pobres no escondían el arma. Volvió al baño.
«Mierda, ¿dónde
la habré puesto?»
Un tercer escalofrío le recorrió el cuerpo al escuchar un
tercer golpe en la puerta… Al mismo tiempo, descubría que su cartera había
desaparecido. Kacy la había puesto en el lavabo, pero allí ya no estaba. Ahora
lo recordaba: había recogido el arma del suelo del baño y la había dejado
encima del lavabo. Después de todo, ¡esa hija de puta se la había jugado!
«Joder…» Se apresuró a regresar al cuarto. ¿Qué otras opciones tenía? Tal vez
podía salir por la ventana y bajar por la fachada del edificio hacia una
habitación contigua.
«No, no puedo.» Estaba a siete pisos de altura y sufría
ataques de vértigo. Debía de haber alguna alternativa, ¿no?
«La piedra azul.» Marcus había escuchado rumores sobre esa
piedra. Sabía que Santino la estaba buscando y que valía mucho dinero. También
conocía el mito sobre la noche en que Ringo murió a manos de Kid Bourbon. Si
era cierto, nadie podía matar a Ringo mientras llevara la piedra azul colgando
del cuello. Aunque Kid Bourbon le había disparado cien veces, éste no murió
hasta que él mismo le quitó la piedra. Era una historia peregrina y Marcus
nunca la había creído, pero ahora era su única opción. ¿Qué había hecho con el
collar? Recordaba que la noche anterior lo había guardado en algún sitio, pero
estaba tan borracho… ¿Dónde diablos lo había puesto?
«¡Piensa…!»
La respuesta le llegó como un relámpago. Antes de acostarse
había puesto el arma bajo las almohadas (como siempre hacía), y había metido el
collar dentro de una de las fundas. Pero ¿qué almohada? Saltó a la cama, tomó
la más cercana y le arrancó la funda con malos modos. Nada. Tomó la segunda
almohada. Parecía un poco más pesada… Se apresuró frenéticamente a quitar la
funda. Otro golpe en la puerta, pero esta vez trataban de derribarla. No había
tiempo para juegos… ¡Por fin, Marcus rasgó la segunda funda y encontró el
collar! Pero el alivio se convirtió en horror al comprobar que aquél no era el
collar que había robado a Jefe. ¡Era otro! Un collar barato con un colgante
plateado en forma de «S». Definitivamente, esa hija de puta lo había engañado.
¡CRAC!
Marcus se dio la vuelta a tiempo para ver la puerta
saliendo volando de las bisagras. Encogiéndose en la cama, levantó las manos
sobre su cabeza, como rindiéndose, mientras un pistolero entraba en la
habitación.
Ni siquiera escuchó el primer balazo… pero sí agonizó
mientras explotaba su rodilla, rociando sangre por todos lados, incluso en sus
ojos. Cayó de la cama al suelo, gritando como un bebé que se quema con agua
hirviendo. Durante los siguientes siete minutos, deseó estar muerto.
En el octavo minuto, se cumplió el deseo
de Marcus la Comadreja. Para
entonces, ya había visto todas sus entrañas e incluso lo habían obligado a
comerse varios dedos de sus manos y sus pies. Y algo mucho peor…
Catorce
Dante llevaba dos semanas trabajando como recepcionista del
turno de noche en el Hotel Internacional de Santa Mondega. En realidad, sus dos
semanas estaban a punto de terminar. Justo esa noche, un borracho había entrado
tambaleándose, exigiendo una habitación. El hombre estaba tan ebrio que no veía
el ridículo que hacía. Si el gerente del hotel, el señor Saso, hubiera estado
cerca, nunca habría permitido que aquel hombre pusiera un pie en su hotel, pero
al hallarse Dante en recepción, era él el encargado de decidir quién se quedaba
y quién no.
El borracho había pedido una de las mejores habitaciones y
deseaba pagar en efectivo, de modo que Dante le había cobrado por la mejor
habitación y le había dado una estándar. Así llegó a embolsarse cuarenta
dólares por la transacción. Pero no era eso lo que lo tenía tan emocionado. No,
señor… Esa mañana tenía los nervios de punta porque el hombre en cuestión le
había mostrado una piedra azul aparentemente muy valiosa colgando de su cuello.
Dante había estado esperando una oportunidad como aquélla:
un borracho con un fajo de billetes (porque había agitado la cartera al sacar
su permiso de conducir) y una hermosa piedra azul que podía valer varios miles
de dólares. Y Dante jugaría a esa carambola para librarse de su empleo de
recepcionista de hotel. Sin duda, aquél era un trabajo femenino, y con ese
uniforme parecía maricón. Una chaqueta deportiva rosa, ¡por Dios! Sin embargo,
no sólo le molestaban la chaqueta rosa, la paga miserable y la servidumbre del
«Sí, señor… No, señor… Gracias, señor». El problema era que tenía casi
veinticinco años y sentía que la vida se le escapaba. No había sido un buen
estudiante, de modo que siempre le costaría encontrar un empleo decente. Cada
vez que optaba a un trabajo, su única esperanza era que lo entrevistara una
mujer. Era un tipo apuesto, con el pelo oscuro y un destello en sus ojos azules
que las mujeres mayores encontraban difícilmente resistible. Gracias a su falsa
naturalidad, esas mujeres hacían lo que él quería y el trabajo acababa siendo
suyo.
Al mediodía, el plan de Dante de meter mano al dinero del
borracho ya estaba bastante avanzado. Todo era de color rosa… Al llegar Stuart,
el mozo del turno de mañana, Dante lo convenció para que se tomara el día libre
mientras él le cubría. Stuart se alegró de hacerle un favor, en especial porque
Dante se ofreció a reemplazarlo gratis. Aquello significaba casi cinco horas de
trabajo extra (y no retribuido), pero por la tarde, al poner su plan en marcha,
habría valido la pena. En unos minutos, sería mucho más rico que al llegar a
Santa Mondega, tres meses antes.
Su mente planeaba comprarse un coche y
mudarse a un mejor apartamento, y eso sólo era el principio. El piso que él y
su novia habían alquilado los últimos meses apenas era lo bastante grande para
albergar una familia de marmotas.
Hasta hacía poco, las cosas no habían salido como Dante
imaginaba. Llegaron a Santa Mondega con la esperanza de encontrar un empleo
decente. Al cabo de una semana, un viejo amigo de su padre le había conseguido
un trabajo en un museo. Sin embargo, a raíz de un delicado incidente, Dante
terminó aplastando un valioso jarrón en la cabeza de un turista. Aunque
acabaron despidiéndolo, al menos tuvo la suerte de que no lo denunciaran. Desde
entonces, el destino no le había ayudado especialmente, y así se había
convertido en el recepcionista del Hotel Internacional de Santa Mondega.
Llevaba allí dos semanas, ¡y Dios!, era tan tedioso… Durante ese tiempo, había
rezado por vivir un cambio, ya fuera conociendo a un cliente rico que le
ofreciera un mejor trabajo, o robando a uno de sus huéspedes. Tampoco era
exigente. Lo que fuera más fácil… Y la opción más simple era robar a aquel
desgraciado. El gerente del hotel no se conmovería fácilmente, ya que no tenía
dinero y era un borracho.
El plan de Dante era maravillosamente simple, aunque no del
todo infalible. Pero el destino intervino. Un tipo grande vestido de Elvis
entró pavoneándose en el vestíbulo y se acercó al mostrador de Dante.
—¿Podría decirme si tienen hospedado a un individuo que
responde al nombre de Jefe? —preguntó, con bastante amabilidad.
—Lo siento, señor, pero no puedo dar ese tipo de
información —respondió Dante con la frase estándar del hotel.
Elvis se inclinó hacia delante y deslizó un billete de
cincuenta dólares en la mano del joven.
—No me obligues a
preguntar de nuevo, ¿eh? —Su voz se endureció.
—Lo siento, pero me es imposible facilitarle esa
información, señor —contestó Dante, sin tratar de devolver el billete de
cincuenta dólares.
Elvis digirió el imprevisto y desenfundó el arma que
guardaba en su chupa lila. La apuntó a la garganta de Dante y gruñó:
—Devuélveme el dinero y dime dónde puedo encontrar a Jefe.
Es un delincuente peligroso.
Dante devolvió el
dinero y tragó saliva.
—Habitación
setenta y tres, en el séptimo piso.
Elvis le guiñó un ojo, o eso parecía porque, detrás de las
gafas de sol, su ceja izquierda subió y bajó en un rápido movimiento. A
continuación se encaminó hacia los ascensores, devolviendo su arma a la chupa.
Mientras Elvis presionaba el botón que lo llevara al
séptimo piso, Dante hizo una llamada desesperada desde su teléfono móvil. No
esperó a escuchar la voz en el otro extremo.
—¡Nena, sal de
ahí de inmediato! —apremió al teléfono.
—¿Por qué?
—Un tipo está
subiendo para ver a ese tal Jefe. ¡Parece muy peligroso!
—Todavía no he
encontrado la piedra…
—¡A la mierda con
la piedra! Mueve el culo… ¡Ese hijo de puta puede matarte!
—Muy bien,
cariño. Déjame dar un último vistazo.
—Kacy, no…
Demasiado tarde, porque ella ya había colgado. Dante vio
como Elvis entraba en el ascensor. Mientras las puertas se cerraban, se dio la
vuelta y miró al recepcionista desde sus gafas de sol. Dante respiraba con
dificultad, como si acabara de correr una maratón. Debía tomar una decisión.
«¡Mierda!» Tenía que subir por las escaleras y salvar a
Kacy antes de que ese loco vestido de Elvis le pusiera las manos encima.
Impulsado por el terror, saltó sobre el mostrador y se dirigió a las escaleras,
situadas detrás de una puerta giratoria, a un lado de los ascensores. Eran unos
escalones cortos y altos cubiertos por una gruesa alfombra de color beige.
Dante los subió de dos en dos. Las luces del ascensor le indicaban que Elvis ya
estaba en el primer piso. A Dante le faltaba forma física para subir antes al
séptimo piso, pero existía la posibilidad de que el elevador se detuviera antes
de llegar al destino de Elvis…
Dante alcanzó el séptimo piso prácticamente escupiendo los
pulmones. Se detuvo y dio un vistazo al otro lado de la esquina, hacia el
pasillo. Elvis estaba frente a la puerta de una de las habitaciones, a unos
diez metros de distancia, apuntando su pistola a la puerta.
El joven no supo qué hacer. Por instinto de supervivencia,
trató de controlar su respiración. Si Kacy estaba en la habitación y tenía que
ir al rescate, lo primero era evitar que Elvis reparara en su presencia. Dio un
paso atrás y trató de aceptar la situación. Después volvió a verificar el
pasillo. Elvis había guardado la pistola y se había alejado un paso de la
puerta. Luego embistió la puerta con el empeine de su zapato azul. Era una
puerta bastante sólida y resistente, así que la patada tuvo poco efecto. Elvis
retrocedió unos pasos más y esperó unos segundos. Luego, como un toro
enloquecido, lanzó todo su cuerpo contra la puerta y logró soltar las bisagras.
El asesino entró tambaleándose en la habitación.
Dante esperó un par de segundos, sin estar seguro de qué
hacer. Entonces escuchó un tiro. Le siguieron los gritos agónicos desde el
interior de la estancia. No podía decir si era un hombre o una mujer porque los
gritos eran muy agudos. De repente, por el rabillo del ojo, vio movimiento en
el pasillo. La puerta de otra habitación se abría. Kacy salió corriendo de
ella, cargando una pesada maleta. Pasó por la puerta rota que Elvis había
embestido y continuó a saltos hasta las escaleras. Dante dio un suspiro de
alivio al volver a verla.
—¡Cariño! —jadeó, sorprendida de encontrarlo escondido en
el escalón superior—. ¡Vámonos!
Kacy le entregó
la maleta, que arrastró escaleras abajo.
—Nena, ¿estás
bien? —jadeó Dante.
—Claro, cariño.
—¿Tienes la
piedra azul?
—La tengo.
Ahora Kacy corría por las escaleras y Dante luchaba para
mantener el paso. La pesada maleta le rebotaba en las espinillas…
—¡Dios! Te quiero, nena. ¡Eres la mejor! —le gritó mientras
la maleta empezaba a hacerle moratones.
—¡Lo soy!
—contestó ella.
Dante sabía que tenía la mejor novia del mundo. Aunque, si
la maleta resultaba estar llena de productos de belleza o de cupones de compra,
tendría que reconsiderarlo.
—Bueno, ¿qué hay en la maleta? —gritó mientras veía
desaparecer al amor de su vida en un tramo de escaleras.
—Ésa es la mejor
parte —le gritó Kacy—. ¡Nos ha tocado la lotería!
Quince
A Jensen le sorprendió gratamente lo bien que Somers encajó
su perorata. No esperaba que el agente creyera una palabra, pero no perdía
nada. Si Somers le creía, entonces, maravilloso; si no, tampoco le importaba.
Su única preocupación era que si mucha gente averiguaba su teoría, el pánico se
adueñaría de Santa Mondega. Y Jensen no podía demostrar nada. Por eso estaba en
la ciudad, para confirmar o refutar las sospechas del gobierno.
Al parecer, a Somers le interesó la historia. Jensen le
contó cómo lo habían destinado a Santa Mondega para descubrir la verdad de un
secreto que los gobiernos y líderes de la Iglesia habían protegido durante
siglos. El misterio pasaba de una generación a la siguiente. Todos los
responsables acababan dudando de su veracidad, y mandaban a sus propios
investigadores a Santa Mondega para descubrir si era cierto. Algunos regresaron
de una pieza y lo corroboraron. Otros desaparecieron para siempre.
El mundo fingía que Santa Mondega no existía. No salía en
los mapas ni era nombrada en los noticiarios. ¿La razón? Muy sencilla. Según la
leyenda, Santa Mondega era el hogar de los muertos vivientes. Jensen recordó
cómo se había sentido al escucharlo por primera vez. Sus instintos le decían
que no eran más que tonterías. Pero el hecho de que lo escuchara de una fuente
que estaba bajo las órdenes directas del presidente de Estados Unidos
significaba que al menos debía fingir que se lo tomaba en serio. Después de
todo, cuando un alto funcionario del gobierno comparte con alguien una información
confidencial, no conviene desecharla a la ligera. En el mejor de los casos,
podría costarle el trabajo.
Somers absorbió la información de forma muy similar a como
Jensen lo había hecho, lo cual le pareció admirable. Jensen vivía y moría para
la actividad sobrenatural, mientras que Somers era un agente criminalista.
Pero, si su teoría era cierta, todas las muertes habrían sido cometidas por el
mismo asesino.
—Pensé que todo esto te sorprendería más… —Jensen comentó
al inmutable Somers, quien no se movió de su escritorio.
—En realidad, hace años me contaron esta teoría. Y aunque
nunca he visto una sola prueba que la respalde, tampoco he visto nada que la
refute —contestó Somers.
Jensen tenía que respetar la honestidad de aquel hombre.
Era interesante enterarse de que lo había oído antes. Pero, para Jensen,
aquello era más un hecho que una teoría. En realidad, no era tan distinto de su
compañero… En la mente de Somers, la responsabilidad de Kid Bourbon en los
asesinatos también era un hecho. Por fin habían encontrado un terreno común,
aparte de las películas.
—Gracias por no burlarte de mí. —Jensen suspiró—. La gente
suele avergonzarme con este tema… —Somers sonrió y sacudió la cabeza—. ¿Qué te
divierte tanto?
—En este trabajo, he visto todo tipo de mierda. Y las fotos
de estos cadáveres confirman la posibilidad de que algo no humano esté detrás.
Así que aceptaré la teoría de que Kid Bourbon es algún tipo de fantasma al que
nadie puede matar. Si te mantienes en este caso conmigo, ayudándome a
encontrarlo, creeré que es el mismo Diablo.
—Gracias.
—Sin embargo, hay
algo más.
—¿Qué es?
—No me lo has
contado todo, ¿verdad?
Jensen consideró
la pregunta. Si no le había ocultado nada…
—Eso es todo,
Somers. Al menos, todo lo relevante…
Somers se levantó de repente y dio la espalda a Jensen.
Caminó hacia la ventana y miró entre las persianas, hacia la calle.
—El Festival Lunar acaba de empezar —dijo al cabo de un
rato—. En un par de días, Santa Mondega vivirá un eclipse solar. Dos monjes
acaban de llegar a la ciudad, al igual que otros dos hicieron hace cinco años.
Y todos sabemos qué sucedió entonces, ¿no?
—Sí. Murió mucha
gente… ¿Adónde quieres llegar?
—No me tomes por tonto… El día en que murieron esas
personas a manos de Kid Bourbon fue el último eclipse. Ahora bien, fuera de
Santa Mondega, ninguna otra ciudad tiene dos eclipses de sol en cinco años. No
es posible. Por eso creo tu historia. Tú has venido por el eclipse. Kid Bourbon
ha vuelto por el eclipse, y esos dos monjes están aquí por lo mismo.
—¿Has oído hablar
del Ojo de la Luna?
Somers se dio la
vuelta y miró a Jensen.
—Te refieres a la piedra azul, ¿no? Es lo que Kid Bourbon
andaba buscando la última vez. Un tipo llamado Ringo la había robado a los
monjes. Ellos también vinieron a buscarla y lograron recuperarla. Dicen que no
puede matar a hombres santos o algo así. Pero ahora estoy adivinando, agente
Jensen, que han vuelto a robar el Ojo de la Luna. Por eso tú, los monjes y Kid
Bourbon habéis llegado a la ciudad… ¿Y qué tiene que ver con el eclipse?
Sus últimas palabras cayeron en un silencio cada vez más
profundo, mientras Jensen reflexionaba sobre la mejor respuesta.
—Bueno… —dijo finalmente, dándose cuenta de que era cierto
que no se lo había contado todo a Somers—. Tal vez quieras sentarte de nuevo.
Aquí es cuando esto se vuelve realmente misterioso.
—Me quedaré de
pie, gracias. Continúa.
—Tienes razón. El
Ojo de la Luna ha vuelto a ser robado. Y según mi fuente en
el gobierno, esa piedra tiene «poderes
mágicos».
—¿«Poderes
mágicos»? —Somers sonaba incrédulo.
—Sí, lo sé. Parece ridículo y, para ser justos, estos
«poderes mágicos» son una de las áreas más grises en una historia llena de
«poderes mágicos». Al parecer, quien tenga la piedra se vuelve inmortal, aunque
no haya evidencias… —Esperó un momento, preguntándose cómo se tomaría Somers la
siguiente información—. Una de las teorías es que controla la órbita de la
Luna.
—Interesante… Eso tendría sentido. Con un eclipse
inminente, un hombre que pudiera controlar la órbita de la Luna estaría en una
posición muy poderosa.
—Cierto. Ahora piensa en esto, Somers. Si quien tiene la
piedra puede impedir que la Luna mantenga su órbita sobre la Tierra durante el
eclipse, y la Luna se mantiene estacionaria con relación a la Tierra, aunque
girando con ella, en el punto exacto en que se le ha detenido, entonces el área
de la Tierra cubierta por la oscuridad del eclipse permanecería en la oscuridad
para siempre.
Somers decidió que era tiempo de volver a sentarse. Se
acomodó detrás del escritorio y tomó unas de las fotos que había estado
mostrando a Jensen. Las estudió detenidamente. Por su expresión, Jensen adivinó
que esta vez las observaba desde una perspectiva distinta.
—Creo que ahora
puedo ver lo mismo que tú, Jensen —dijo.
—¿En serio? ¿Qué
crees que veo?
—Ves personas
prosperando en una ciudad bañada por la oscuridad total.
—Veo muertos vivientes que caminan por ahí como personas
normales — comentó Jensen, imitando al niño de la película Sexto sentido—. Saben que están muertos. Fíjate en los habitantes
de Santa Mondega.
Por la mirada sorprendida de Somers, Jensen adivinó que
había comprendido el asunto. No era un tipo lento.
—¡Vampiros! —gritó Somers—. La única criatura que se
beneficiaría de una ciudad a oscuras es un vampiro.
—Exacto.
—¡Dios mío! ¿Por
qué no lo pensé antes?
—¿Por qué
hacerlo? —Jensen sonrió—. ¡Es una idea absurda!
—Lo era. Pero ahora tiene sentido. Si Kid Bourbon es un
vampiro, será mejor que lo encontremos antes de que esa piedra llegue a sus
manos.
Dieciséis
Sánchez no sabía nada de Elvis, y aunque era comprensible
que no tuviera noticias durante varios días, tal vez incluso semanas, al cabo
de veinticuatro horas ya estaba ansioso. Por nada del mundo pediría al asesino
más temido de Santa Mondega que abandonara el trabajo. Al menos eso pensaba
cuando encargó a Elvis la poco envidiable tarea de vengarlo en su nombre.
Entonces algo hizo cambiar de idea a Sánchez. Tuvo una
visita inesperada en su bar. Era media tarde cuando entró. No la había visto
por algún tiempo, pero ahí estaba de nuevo. Sánchez no pudo estar más
sorprendido.
Jessica apareció en el Tapioca como si nada le preocupara.
Era evidente que no había presenciado el asesinato de su hermano y su cuñada.
De hecho, parecía muy tranquila.
—Un café, por
favor —murmuró mientras tomaba asiento en la barra.
A Sánchez le
pareció que no lo había reconocido, lo cual le desilusionó.
—Hola, Jessica
—dijo.
Ella levantó la
mirada, sobresaltada.
—¿Me conoces?
—preguntó, incapaz de ocultar su sorpresa.
—Sí. ¿Sabes quién
soy?
—No. ¿Te he visto
antes? No me suenas…
Ella miró a su
alrededor. Si había estado antes en el Tapioca, no lo recordaba.
—Sí, estuviste
aquí hace cinco años. ¿No te acuerdas?
—Tengo mala
memoria. Pero es posible que la recupere.
Sánchez no supo qué pensar. ¿Le estaba diciendo la verdad?
¿Realmente no lo recordaba? ¿Tenía amnesia? Sólo había una forma de
averiguarlo.
—¿Qué has estado
haciendo estos últimos cinco años?
Ella lo miró,
suspicaz.
—¿Por qué lo
preguntas?
—Porque recuerdo
lo que sucedió la última vez que te vi. Causaste sensación.
—Suele pasarme…
A Sánchez le sorprendió el repentino cambio de
personalidad. Jessica pasó de estar asustada a mostrarse arrogante.
—¡Ah! Muy bien…
¿Cómo quieres el café? —le preguntó.
—Gratis.
—¿Perdona?
—No me importa
cómo sea el café mientras no tenga que pagarlo.
Sánchez odiaba a la gente que trataba de embaucarlo con
bebidas gratuitas, pero estaba sorprendido de ver a Jessica despierta, y
anhelaba averiguar qué le estaba ocurriendo y qué sabía de la muerte de su
hermano y su cuñada. Así que le sirvió a regañadientes una taza de café de la
vieja jarra llena de costras que había estado calentando durante cuatro horas.
Jessica observó la taza blanca y sucia de café y lo olió
después de que Sánchez la deslizara por la barra.
—Espero que el
café no sea la consumición estrella de este bar.
—Son el whisky y
el tequila.
—¡Me alegra
oírlo!
Sánchez estaba empezando a sentir un muy ligero desagrado
hacia Jessica. Su comportamiento lo desilusionaba, ya que en los últimos cinco
años había imaginado que cuando por fin recuperara la conciencia, lo vería como
su salvador, un hombre en quien podía confiar. Aunque todavía no estaba
preparado para renunciar a ella, su actitud no le convencía.
—Jessica, ¿qué
has hecho durante este tiempo?
Ella dio un sorbo
a su café.
—¿Por qué te importa tanto? ¿No puedo tomar un café sin que
el camarero intente ligar conmigo? —Le dedicó una mirada desdeñosa.
—No estoy ligando
contigo.
Sánchez respondió a la defensiva mientras se sonrojaba.
Necesitaba alejarse de la barra antes de que algún cliente lo notara y empezara
a burlarse. Los parroquianos del Tapioca siempre estaban dispuestos a saltar
contra cualquier signo de debilidad. Se volvió y fue a la trastienda a buscar a
Mukka, el cocinero. Era casi la hora en que aquel zoquete debía sustituirlo
durante media hora. Malditas mujeres, hacer que se sonrojara… ¿Quién diablos se
creía? Él se estaba comportando. Zorra…
Pasaron dos minutos antes de que Mukka saliera y tomara su
puesto tras la barra. Su primer cliente fue un desgraciado llamado Jefe.
—¡Camarero!
¿Dónde está Marcus la Comadreja?
—bramó.
—No sé quién es…
—contestó el cocinero con buenos modales.
Jefe sacó una escopeta recortada del interior de su
chaqueta negra sin mangas y la apuntó a la cabeza del muchacho. Mukka tenía un
cucharón de madera en la mano.
—Le juro que no
sé quién es Marcus… —dijo, nervioso.
—Tienes tres
segundos. Tres… dos…
—¡Espera! —gritó Mukka, sacudiendo su cucharón hacia Jefe—.
Sánchez debe saber quién es Marcus. Está por aquí… Voy a llamarlo…
—Bien. Pero recuerda: cuando vuelvas seguiré apuntándote, y
si ya no traes ese jodido cucharón, te dispararé en las pelotas. ¿Entendido?
—En las pelotas,
sí…
Mukka recorrió el camino a toda prisa. Sánchez estaba
sentado en la cocina, viendo las noticias en el televisor portátil.
—Oye, Sánchez, fuera hay un tipo que me apunta con una
escopeta y pregunta por un tal Marcus la
Comadreja.
—Dile que no
conoces a ningún Marcus la jodida
Comadreja.
—Ya lo he hecho. Pero entonces me ha apuntado con un arma y
ha empezado a contar hasta tres.
Sánchez lanzó un suspiro y se levantó de la silla. Su
estado de ánimo no mejoraba. Hoy todos los clientes le estaban crispando los
nervios. Menuda escoria… —Hijo de puta… —murmuró mientras salía de la cocina.
Al ver a Jefe, se llevó la segunda sorpresa del día.
Confiaba en que Elvis ya hubiera liquidado al cazador de recompensas. Por un
segundo se preguntó si el asesino había fallado el tiro, y ahora Jefe estaba
allí para tomar represalias. Como siempre, no dejó que sus sentimientos lo
traicionaran (aparte del bochornoso incidente con Jessica).
—Jefe, ¿qué
quieres? —Le alivió comprobar que ya no empuñaba la escopeta.
—Quiero a esa
maldita comadreja de Marcus. ¿Sabes dónde está?
—La última vez
que lo vi, estaba contigo.
—Pues ya no… Y mi cartera y la cadena de
oro tampoco están conmigo. —Supongo que también te han robado tu hermoso coche…
—¿Qué hermoso coche? —preguntó Jefe, intrigado.
—Tienes un
hermoso Cadillac amarillo, ¿verdad?
—¿Cómo sabes
tanto, camarero? —preguntó Jefe, amenazador.
—Alguien dijo que
conducías un Cadillac amarillo. Eso es todo.
—Pues no es cierto. Me lo cambié hace un tiempo por un
maravilloso Porsche. Además, no es asunto tuyo. ¿Has visto a Marcus o no?
—No, no lo he visto, pero estaré atento. Suele venir todas
las noches, aunque si te asaltó, me imagino que se mantendrá alejado por un
tiempo.
—¿Sabes dónde
vive?
—En el drenaje, con el resto de roedores locales —contestó
Sánchez. Luego, incapaz de dejar de lado el asunto, preguntó—: ¿Y cuándo
vendiste el Cadillac?
Su pregunta quedó sin respuesta. Hasta entonces, Jessica
había guardado silencio. Sánchez notó que no había reaccionado al mencionar el
Cadillac amarillo. ¿Tal vez no lo había visto en la casa? ¿O quizá no lo
recordaba? En cualquier caso, la chica había estado escuchando la conversación
entre el camarero y el cazador de recompensas.
Desde su asiento en la barra, a Jessica le había
impresionado la falta de tolerancia de Jefe.
—¿Qué te ha robado la Comadreja? —intervino la chica,
interrumpiendo la pregunta de Sánchez sobre el Cadillac.
Hasta entonces, Jefe no se había fijado en ella. Estaba a
punto de decirle que se metiera en sus asuntos cuando vio lo hermosa que era.
—Miles de dólares… —dijo con ligereza—. Pero no te
preocupes, nena. Tengo bastante para pagarte una copa.
El espectáculo de Jefe convirtiéndose en
un seductor impresionó a Sánchez. Le sirvió un vaso de whisky a Jefe y llenó la
taza de Jessica con más café de la repugnante jarra. Jefe le lanzó un billete
con indiferencia y se volvió hacia la chica.
Jefe y Jessica coquetearon durante un rato. Sánchez parecía
invisible… «Qué típico… A las mujeres sólo les interesan los millonarios o los
castigadores.» Jefe parecía las dos cosas, aunque ahora, gracias a Marcus la Comadreja, tal vez le faltara
dinero.
Sánchez se sintió aliviado cuando Mukka asomó la cabeza
para decirle que Elvis estaba al teléfono. Dejando al cocinero a cargo de la
barra, se retiró a su oficina para atenderlo.
—Hola, Elvis.
—Oye, amigo. Tengo buenas noticias. Jefe está muerto. Me lo
cargué esta mañana, y de la peor manera. Tu madre estaría orgullosa.
«Qué extraño…», pensó Sánchez. Elvis nunca mentiría de ese
modo. Aquel hombre tenía demasiado orgullo. Pero algo no cuadraba, ya que Jefe
estaba justo ahí, en el Tapioca, ligando con Jessica.
—Muy bien, Elvis. Dime… ¿Cómo es posible que ahora Jefe
esté en mi bar bebiendo whisky?
—¿Cómo dices?
—Que Jefe no es el dueño del Cadillac amarillo. Acabo de
escuchar que lo vendió hace poco para comprarse un Porsche… al menos, eso dice.
—No lo entiendo.
—Elvis parecía confundido.
—No importa,
siempre que hayas matado al tipo con el Cadillac amarillo…
—¡Mierda! No lo sé, amigo. El tío no estaba conduciendo. Se
registró en un hotel bajo el nombre de Jefe. El empleado del mostrador incluso
me dijo en qué habitación se alojaba.
—Pues me temo que
no has matado a Jefe. El hijo de puta está aquí ahora.
—Entonces, ¿a
quién diablos me he cargado?
—¡No lo sé! Pudo ser un tipo llamado Marcus la Comadreja. Anoche le robó la cartera
a Jefe.
—¡Maldita sea!
—Espera un segundo… —dijo Sánchez—. ¿El tío llevaba un
collar con una piedra azul?
—No, hombre. No
tenía cartera ni arma… ni nada.
—Es una
vergüenza… Pues, ¿quién era?
—Un simple borracho sin afeitar y medio desnudo. Un cobarde
sin dignidad. El hijo de puta hubiera vendido a su propia madre para salvar su
trasero.
—Ya… Ése debe de
ser Marcus la Comadreja. ¿Seguro que
no tenía el collar?
—Seguro. Había un collar barato en la habitación, pero no
tenía ninguna piedra azul, sino un colgante de mierda.
Sánchez decidió
informar a Elvis de las últimas novedades.
—Anoche Marcus robó un diamante azul, o algo parecido. Y
vale mucho dinero.
—¿Un diamante
azul? ¡Ah!, ahora nos entendemos. Algo me contaron… ¿En cuánto está valorado?
—Jefe ofrecerá lo que sea. Recuerda que está en mi bar…
Podríamos partirnos el dinero e ir al cincuenta por ciento.
—Sánchez, ¿por qué crees que te daría la mitad? Si lo
encuentro, puedo vendérselo yo mismo. Además, ¿ya no quieres que lo mate?
—¡Claro que no! Quiero que te cargues al bastardo que
conducía ese Cadillac amarillo. Ahora ya sabemos que no era Marcus ni Jefe. Si
no puedes encontrarlo, entonces consígueme el collar. Lo dividiremos al
cincuenta por ciento, y te olvidarás del asesinato… Al menos, por ahora.
Elvis suspiró de
frustración.
—¡Qué jodido! En
fin, trato hecho. Volveré al hotel y
veré qué puedo hacer.
—Gracias, Elvis.
Llámame más tarde. Intentaré fijar un precio con Jefe.
Elvis gruñó algo antes de colgar. No le gustaban las
despedidas. La vida era una carrera de obstáculos hacia un puñado de dólares.
Como la mayoría de los lugareños, Sánchez conocía la
historia del Ojo de la Luna. Algunas personas creían que daba inmortalidad a
quien la tuviera. Sin embargo, la mayoría no se tragaba semejante disparate…
Tan sólo sabían que, cinco años antes, Santino había ofrecido a Ringo cien mil
dólares por ella. Por desgracia para Ringo, Kid Bourbon lo eliminó antes de que
tuviera la oportunidad de cobrar el trato. Ahora Jefe querría vender la piedra
a Santino, y tal vez por más de los cien mil que Ringo había pedido
inicialmente. Sánchez lo sabía e iba a usarlo en su beneficio.
Volvió a la barra y se dirigió a Jefe. El cazador de
recompensas estaba impresionando a Jessica con sus muchas aventuras
persiguiendo a idiotas que habían sido lo bastante tontos para tener líos con
alguien lo suficientemente rico para poner precio a su cabeza. Sánchez notó que
era una oportunidad perfecta para interrumpir.
—Oye, Jefe… ¿Quieres que haga correr la voz de que deseas
ese collar de vuelta? Conozco a verdaderos especialistas en encontrar cosas de
este tipo.
Jefe gruñó a Sánchez. Estaba claro que no apreciaba ni la
interrupción ni la generosa oferta.
—No necesito tu ayuda, desgraciado. Lo que buscas es una
recompensa. Yo mismo correré la voz.
—Puedo decirle a Santino que lo perdiste. Seguro que conoce
a personas que pueden encontrarlo.
Sánchez estuvo más cerca que nunca de amenazar a un hombre
como Jefe. Era muy probable que Santino contratara al cazador de recompensas
para robar la piedra, y si averiguaba que Jefe la había perdido, se cabrearía.
Jefe reconoció la sutileza de la amenaza, igual que comprendió la necesidad de
mantener a Santino al margen. Si alguien encontraba el collar y lo vendía a
Santino, Jefe no recibiría nada, aparte de una visita de la Parca.
—Muy bien —dijo con voz cansina—. Devuélveme la piedra y te daré diez mil dólares.
—Quiero diez mil
para mí y otros diez para mi socio.
Jefe fulminó a
Sánchez con la mirada. El camarero estaba desafiando a la suerte,
pero tenía contactos, y sabía lo mucho que
Jefe necesitaba recuperar la piedra.
—Trato hecho,
desgraciado.
Sánchez suspiró,
aliviado.
Jessica, por su parte, que lo había estado escuchando todo,
estaba claramente impresionada.
—¡Vaya! ¿Te sobran veinte mil dólares para comprarme un
collar de diamantes? —preguntó, lo más dulce que pudo.
Jefe frunció las
cejas.
—¡Ja, ja! ¡Muy
divertido! Pero no, no es un diamante, y tengo algo mejor para ti.
—No me hagas
esperar… —dijo Jessica, esbozando una sonrisa indecente.
—Qué remedio…
Primero debo encontrar a un tipo llamado Marcus la
Comadreja.
El Diablo lo reclama.
Sánchez escuchó el comentario de Jefe, pero decidió no
expresar su sospecha de que la Comadreja podía estar muerta. Pronto, el cazador
de recompensas se enteraría por sí mismo.
Diecisiete
A las seis de la tarde, llamaron a Archibald Somers y Miles
Jensen para informar de otro muerto, esta vez en el Hotel Internacional de
Santa Mondega. Los dos salieron disparados. Somers condujo como un maníaco en
un intento de llegar el primero y acordonar el área, por temor a que el asesino
siguiera en la zona. Pero la noticia se había extendido como la pólvora, de
modo que cuando llegaron al hotel, la mitad de los lugareños estaban en el
exterior, esperando a ver el cadáver.
Somers aparcó en la calle, a unos dieciséis metros del
hotel, y los dos detectives cruzaron entre la multitud de espectadores. Después
de mostrar sus placas a los dos agentes que custodiaban la entrada, entraron en
el vestíbulo. A Jensen le sorprendió la elegancia del lugar. Desde el interior,
parecía el edificio más moderno de Santa Mondega, pero dentro las alfombras
beige y los sofás escarlatas eran majestuosos. El joven de la recepción miró a
Jensen durante una fracción de segundo antes de fingir que estaba ocupado.
—Muy bonito… —murmuró Somers a su compañero—. Tú
inspecciona la escena del crimen. Yo interrogaré al recepcionista.
—Te veré en un
momento.
Jensen subió por las escaleras al séptimo piso, donde
habían descubierto el cuerpo de la víctima. La puerta estaba colgando de las
bisagras y un policía uniformado custodiaba la entrada. Jensen se le acercó
mostrando su placa.
—Hola, soy el
agente Jensen.
—Lo sé —contestó
el policía—. Le estábamos esperando. Por aquí, agente.
El policía le acompañó hasta la puerta destrozada y Jensen
asintió mientras entraba. La habitación apestaba.
Jensen estaba acostumbrado a ver cadáveres, pero nunca
escenas tan horripilantes como las que había presenciado durante las primeras
veinticuatro horas en Santa Mondega. Esta vez la víctima era un delincuente
versátil, llamado Marcus la Comadreja.
Se había registrado en el hotel con un nombre falso, supuestamente porque se
sentía en peligro.
Algo sorprendió a Jensen desde el primer momento. «Este
asesinato es distinto.» A Marcus no le habían sacado los ojos, y tampoco le
habían arrancado la lengua, aunque sí se la habían cortado. También le habían
rajado la barriga y, según los forenses, lo habían arrastrado por la habitación
tirando de su intestino. Algunos huéspedes habían oído varios tiros. Eso
explicaría las rodillas destrozadas, si bien todavía no habían encontrado las
balas que lo confirmaran.
La habitación 73 era un verdadero baño de sangre. Las
botellas del minibar estaban regadas por el suelo, mezclando manchas de cerveza
y whisky con las de sangre en la alfombra. La puerta del minibar estaba
abierta, y dentro sólo quedaban varias botellas de agua y un refresco. El
equipo forense estaba inspeccionando el lugar, de modo que Jensen tuvo cuidado
de no tocar nada.
—El teniente Scraggs está en el baño —le dijo uno de los
forenses, que recogía las vísceras del suelo con unas pinzas.
—Bien. Gracias.
Tal vez sobrara en el escenario del crimen… Decidió
verificar si Scraggs se hallaba en el baño.
—Oiga, teniente, ¿ha encontrado algo? —preguntó, asomando
la cabeza por la puerta del baño. Scraggs se estaba mirando en el espejo.
Parecía un poco sorprendido y avergonzado de que Jensen lo encontrara posando.
—Nada, señor.
¿Tiene alguna teoría al respecto?
—Todavía es
pronto —concedió Jensen—. ¿Ha visto algo así antes?
Scraggs se dio la vuelta hacia el espejo para atusarse el
pelo y ajustarse la delgada corbata azul.
—He visto muchos cadáveres parecidos, y le diré algo: esto
no es obra de Kid Bourbon. Su compañero, Somers, le dirá lo contrario. Pero
tenga en cuenta que, si pudiera, también le encasquetaría la muerte de Kennedy.
—¿Cómo sabe que
no fue él?
—Porque nunca es él —gruñó Scraggs, observando a Jensen—.
Kid Bourbon es historia. Vino al pueblo durante una semana, se cargó a todo
Dios y desapareció. Somers perdió a casi todas las personas que le importaban a
manos de Kid Bourbon. Y le echa la culpa de todo porque cree que eso lo ayudará
a atraparlo, cuando sólo consigue que crezca su leyenda… ¡Ni que fuera el John
Wesley Hardin de nuestros días!
Scraggs se puso unos guantes quirúrgicos que había dejado
al lado del lavabo y se dirigió a la habitación, donde casi pisó los restos
mortales de la Comadreja. Jensen se apresuró a alcanzarlo.
—¿Es lo que todos
piensan? —le dijo al teniente.
Scraggs se
detuvo, pero esta vez no se dio la vuelta hacia el agente.
—No es lo que
todos piensan. Es lo que todos saben.
Scraggs rodeó las vísceras en la alfombra y salió de la
habitación por el agujero que había sido la puerta. En ese momento, Archibald
Somers entraba con dos tazas de café en la mano.
—¿Qué tenemos,
compañero? —le preguntó a Jensen.
Somers dio un vistazo a la habitación. Sus ojos pronto se
detuvieron en el cadáver.
—No mucho —contestó Jensen—. A éste no le han sacado los
ojos. Y le cortaron la lengua, pero no se la arrancaron.
—Precioso…
—comentó Somers, tendiendo una de las tazas a Jensen—. Toma,
te he traído un café.
—No, gracias. No
bebo café.
—Como gustes.
Somers buscó un lugar donde poner la taza de Jensen. En
realidad, en esa habitación no había sitio para un café humeante. No iba a
dejarlo cerca de los forenses, que seguían buscando huellas y muestras de ADN…
Así que decidió salir por la puerta, a tiempo de ver a Scraggs dirigiéndose a
las escaleras.
—¡Scraggs!
—gritó—. ¡Atrápalo!
Jensen vio como Somers lanzaba el café por el pasillo en la
dirección que había tomado el teniente Scraggs. Le siguió un chillido, lo que
sugería que la tapa se había soltado de la taza de cartón, quemando al
desafortunado teniente en alguna parte vulnerable. Después soltó todo tipo de
improperios, sin duda dirigidos a Somers, pero el policía forense no reapareció
para enfrentarse al veterano agente.
—¿Has averiguado
algo del recepcionista? —le preguntó Jensen a Somers.
Somers volvió a
entrar a la habitación y dio un trago a su café.
—Mierda, está caliente… —Se lamió los labios—. ¡Ah, sí! El
mozo dice que su compañero del turno de noche vio a Elvis.
—¿Elvis?
—Ya sabes. Elvis,
el Rey del rock and roll.
—¡Vaya! Espera un momento —dijo Jensen, recordando una
conversación anterior—. Esta mañana, uno de los hombres de la ambulancia
mencionó a Elvis.
—¿Qué dijo?
—Que Sánchez contrataría a Elvis para matar al asesino de
su hermano y su cuñada.
—¡Mierda! ¿Por qué no me has informado antes? —Somers se
dio la vuelta enojado, como si buscara algo para descargar la frustración.
Recapacitó al comprobar que el único objeto a su alcance era el cuerpo de
Marcus.
—Pensé que era
una broma…
—¡Por Dios, no! Jensen, debiste decírmelo. Elvis es un
asesino a sueldo, un verdadero desgraciado, y esto parece obra suya.
—¿Sí? Entonces, ¿no crees que Kid Bourbon hizo esto?
—Jensen estaba sorprendido. Los demás policías decían que Somers le echaba la
culpa de todo.
—No. Lo hizo Elvis. Que podamos encontrar alguna evidencia
es otro tema. Es muy profesional. Dejó que el mozo lo viera, ya que desea que
se le identifique como el asesino (así puede cobrar su recompensa), pero no
habrá una puta muestra de ADN para el equipo forense. Aquí no encontraremos
nada. Lo que necesitamos saber es por qué demonios fue tan meticuloso con este
hijo de puta. Marcus la Comadreja
nunca pudo haber matado a Thomas y Audrey García. Él es… era un ladrón, no un
asesino. Si estaba haciendo esto por Sánchez, Elvis se cargó al hombre
equivocado.
A Jensen le molestó no haber mencionado el asunto de Elvis
a Somers antes. Tal vez habrían salvado la vida de Marcus la Comadreja. Lección aprendida: en Santa Mondega, si alguien te
decía algo descabellado, podía ser verdad.
—¿Y dónde
encontraremos a Elvis? —preguntó.
—Si todavía está buscando al asesino del hermano de
Sánchez, pronto aparecerá en el depósito de cadáveres. Elvis es un maldito hijo
de puta, pero si encuentra a Kid Bourbon, descubrirá que se ha metido en un
lío.
Dieciocho
Aquello no sucedía a menudo. La llegada de Santino al bar
Tapioca era una mala noticia. Esta vez, con los últimos acontecimientos,
estaría malhumorado.
—Sánchez, ¿cómo
va el negocio? —dijo a modo de saludo.
—Bien, gracias.
¿Y tú?
A Santino en realidad no le importaba lo más mínimo cómo le
iba a Sánchez, y éste era lo bastante inteligente para saberlo. Dada la
situación, Sánchez se contentaba con que no pareciera que Santino fuera a
matarlo.
Aquel gánster era un hombre imponente y,
por desgracia, un verdadero hijo de puta. Vestía botas negras, pantalón negro
de piel con botones plateados a los lados y una camisa de seda. Encima llevaba
un pesado abrigo de piel negra y solapas anchas que le llegaba a las rodillas.
Quien no conociera a Santino, sabría que era el hombre más
temido de la ciudad en el momento en que lo viera. Su pelo oscuro y ondulado (a
la altura del hombro) quedaba sujeto bajo un sombrero de vaquero negro. Su cara
era una red de barba y cicatrices eclipsada por un par de cejas espesas y oscuras
que casi se fusionaban en la nariz. Detrás de él, en la entrada al bar, estaban
sus dos guardaespaldas, Carlito y Miguel. Se parecían tanto a Santino, y
vestían de forma tan similar, que los tomaban por hermanos. Pero no eran tan
altos como su jefe.
El dominio local de Santino se remontaba a muchos años
antes. Para algunos, era una leyenda urbana del estilo de Keyser Soze. Durante
mucho tiempo se había dedicado a la prostitución, con Carlito y Miguel como
proxenetas. Un día su puta más preciada, una deslumbrante escocesa llamada
Maggie May, fue robada por una banda rival dirigida por los infames y muy
temidos hermanos Vincent, Sean y Dermot, unos grandes bebedores irlandeses.
Nadie se atrevía a hablar mal de su país, ya que eran bastante susceptibles.
Maggie era la chica favorita de Santino y él era el único
que podía tocarla, así que decidió vengarse despiadadamente. Atacaron a los
hermanos irlandeses mientras tomaban algo en el Chotacabras. Sus cuatro
acompañantes fueron decapitados por Carlito y Miguel, los cuales usaban
catanas. Maggie May pagó su traición con el mismo destino. A decir verdad, tal
vez fuera un alivio, ya que Santino la dejó en manos de Carlito y Miguel
durante unas horas.
Sin embargo, Sean y Dermot Vincent no tuvieron tanta
suerte. Se decía que los tenían prisioneros en los calabozos del castillo de
Santino, a las afueras de la ciudad.
Todas las noches los entregaban como
juguetes sexuales a los depravados a los que el gánster solía agasajar.
Con los hermanos irlandeses fuera de escena, el enorme
proxeneta mexicano se convirtió en el gánster más despiadado y temido de Santa
Mondega. Cada vez que Sánchez lo veía, se imaginaba a los hermanos Vincent
siendo violados y torturados.
—Sánchez, ¿has visto algo que me quieras decir? —preguntó
Santino en una voz aterradora.
El bar quedó en
silencio.
—Jefe ha venido un par de veces. —Sánchez se inclinó bajo
la barra y tomó un trapo y un vaso de cerveza. Con las manos temblando, empezó
a limpiar el borde del vaso. Santino intimidaba a cualquiera.
—¿Ah, sí? ¿Y te
comentó algo? —insistió Santino.
—No, pero lo
escuché decir que te estaba buscando.
—¿De verdad?
—Al menos eso entendí… —añadió Sánchez, concentrándose en
limpiar el vaso.
—Ya veo.
—¿Quieres una
copa… cortesía de la casa?
—Seguro. Un
whisky triple. Y uno para Carlito y otro para Miguel.
—Ahora mismo os
los traigo.
Sánchez buscó el mejor whisky y sirvió tres vasos para sus
nuevos clientes, todavía con las manos temblando. Dejó los tres vasos en la
barra, cerca del whisky que había estado bebiendo él mismo.
—Salud y dinero,
amigos —balbuceó, obligándose a sonreír.
—Sánchez…
—Santino lo miró fijamente.
—¿Sí?
—¡Cállate!
—Por supuesto. Lo
siento.
El hombre no tomó su bebida y sus guardaespaldas ni
siquiera se molestaron en acercarse a la barra.
—Sánchez, ¿sabes
si Jefe tiene algo para mí?
—Creo que sí…
Sánchez sabía que no debía mentir a Santino. Aquel hombre
no perdonaba a quien tratara de engañarlo.
—Entonces, ¿por qué no me lo ha traído todavía? —preguntó,
mirando a Sánchez a los ojos.
Iba a tener que
decirle la verdad.
—Se lo robó un
hombre llamado Marcus. Pero lo estoy ayudando a recuperarlo.
—¿Tú estás
ayudándolo?
—Sí. Conozco a un especialista en encontrar objetos
robados. Un tío con contactos.
Por un segundo,
Santino sospechó que Sánchez sabía más de lo que contaba.
—Ya veo. ¿Y
cuánto te está pagando Jefe por encontrarlo? —preguntó.
—Veinte mil
dólares.
Santino se
permitió una sonrisa breve y falsa.
—Te diré algo, Sánchez. Si encuentras mi mercancía antes
que Jefe, y me la traes directamente, te daré cincuenta mil dólares. Hace
tiempo que nos conocemos, y te tengo confianza.
—Por supuesto,
Santino. Lo que digas.
—Bien. —Por fin, el gánster levantó su vaso de whisky—.
Sabes que confío en ti, ¿verdad?
El camarero empezó a sudar. Odiaba que Santino le hiciera
preguntas difíciles, y en ese caso, como siempre, esperó a que el otro se
respondiera a sí mismo.
—Confío en ti porque no eres lo bastante estúpido para
traicionarme. Me conoces lo suficiente para no hacerlo. Eso es lo único que me
gusta de ti. —Hizo una pausa y luego añadió—: Ya sabes dónde encontrarme.
Bebió de un trago el whisky, bajó de golpe el vaso a la
barra y salió del Tapioca como había entrado, rodeado por Carlito y Miguel,
quienes ni siquiera probaron sus bebidas. Sánchez recogió sus vasos y devolvió
el contenido a la botella de whisky. Sus rodillas temblaban, al igual que sus
manos, mientras agradecía a Dios que Jefe se hubiera largado del bar con
Jessica.
Aquello fue afortunado por dos razones. En primer lugar,
Santino habría asesinado a Jefe y a varios inocentes si el cazador de
recompensas hubiera estado ahí sin la piedra. Y en segundo lugar, significaba
que si Elvis encontraba la piedra antes que Jefe, podrían ganar la gran suma de
cincuenta mil dólares, en lugar de los veinte mil de la oferta de Jefe. Por
supuesto, quedaba por ver qué haría Jefe si se le sacaba del trato, pero
Sánchez pensaba que Elvis podría ocuparse de eso.
«Espero que Elvis me llame en breve», pensó. El asesino
había encontrado a Marcus la Comadreja
bastante rápido, así que tenía ventaja. Santino y Jefe no sabían todavía que
Marcus estaba muerto. Pero la noticia viajaría más rápido de lo que un monje
podía escupir un trago de orina, así que Sánchez sabía que era cuestión de
tiempo antes de que lo averiguaran.
Diecinueve
Jefe entró tambaleándose en el Hotel Internacional de Santa
Mondega y se dirigió al recepcionista del turno de noche. Aunque éste no lo
sabía, el cazador de recompensas iba a alegrarle la noche.
—¿En qué maldita
habitación se hospeda Marcus? —fue su primera pregunta.
El mozo, un latino de menos de veinte años, suspiró y
observó a Jefe, como si le hubieran hecho la misma pregunta mil veces y
estuviera cansado de responderla. —¿Marcus
la Comadreja? —contestó, bostezando.
—Sí.
—Está muerto.
—¿Qué?
—Encontraron su cuerpo esta mañana. La policía ha estado
por aquí durante todo el día.
—¿Saben quién lo
mató?
—No, ellos no lo
saben.
Jefe se estaba cabreando. Si el asesino de Marcus no tenía
la piedra, entonces estaría en manos de la policía.
—¿Qué significa
que «ellos no lo saben»?
El mozo era ingenuo y no se daba cuenta de con quién estaba
hablando. Al no mostrarle suficiente respeto, Jefe le hizo señas para que se
acercara.
—Estoy cubriendo una baja. Anoche el tipo de siempre
renuncio al trabajo y se marchó con su novia. No creo que vuelvan. Se dice que
vieron algo. Me imagino que saben quién mató a ese desgraciado y salieron
huyendo.
«¡Hay que joderse!» Jefe resopló, enojado, mientras
respiraba hondo. No sólo estaba un poco desilusionado por lo que acababa de
escuchar. Estaba totalmente lívido, aunque se controlaba.
—Entonces, ¿dónde puedo encontrar al otro recepcionista?
¿Dónde viven él y su puta?
—Esta información
no es gratuita.
Error. Jefe
sujetó la cabeza del mozo y la estrelló con dureza sobre el mostrador.
—Escucha, pedazo de mierda —murmuró entre dientes—. Dime
dónde puedo encontrarlos o te vuelo la tapa de los sesos.
—¡Joder! ¡Nadie
quiere pagar por esta información!
El joven se
retorcía de dolor.
—¿Qué quieres
decir? ¿Quién más ha preguntado?
Como la respuesta del mozo no fue instantánea, Jefe volvió
a aplastarle la cara en el mostrador. Esta vez se produjo un desagradable
crujido al romperse el tabique nasal. No había duda de quién mandaba en la
conversación. Una pareja mayor, sentada en uno de los sofás cercanos, se estaba
planteando interceder a favor del muchacho. Bastó que Jefe les echara un
vistazo para que decidieran no hacerlo. El joven, tras levantar la cabeza, fue
lo bastante listo para contestar a Jefe al instante, incluso a pesar de que
tenía que esforzarse, por toda la sangre y los mocos que salían de su nariz.
—Bueno… —Tragó saliva—. Los policías querían saber
detalles, y también un tío vestido de Elvis. Estuvo aquí hace una hora.
—Y le contaste
dónde encontrarlos, ¿cierto?
—¡No tuve
elección! Me obligó a decírselo. El muy bastardo me hizo esto.
Se retiró el vendaje de la mano izquierda para mostrar un
profundo corte. Jefe lo miró durante un segundo y se compadeció del joven.
Luego sacó su arma del interior de su chaleco negro y disparó a través de la
herida. ¡PUM!
La sangre salpicó a todos lados. En dos segundos, el mozo
gritó de dolor y cayó de la silla.
La pareja mayor se levantó del sofá y salió a la calle sin
decir nada. De todos modos, a Jefe no le importaba cuánta gente lo viera.
Necesitaba recuperar esa piedra y nadie iba a interponerse en su camino.
—Pedazo de
mierda… ¿Quién te preocupa más ahora, yo o el bastardo de
Elvis?
—¡Tú! —lloriqueó
el mozo mientras trataba de recomponer su mano.
—Bien. Pues dime dónde cojones puedo encontrar a este tipo
y su puta. Quiero saberlo todo. Empieza por sus nombres.
—Él se llama
Dante, y su novia, Kacy.
—¿Y dónde viven
los tortolitos?
El chico, acurrucado en el suelo, rezaba desesperadamente
para que alguien viniera a rescatarlo.
—Shh… shh…
—tartamudeó.
—No me digas que me calle, pedazo de mierda —gruñó Jefe.
Apuntó la pistola a la cabeza del mozo.
—Shh… shh… Shamrock House… apartamento seis —dijo el joven,
justo a tiempo.
Jefe apuntó el
arma al techo.
—¿Cómo te
llamas, hijo? —preguntó, más calmado.
—G… G… Gil.
—Bueno, Gil,
nunca vuelvas a decirme que me calle.
—Lo… juro.
¡PUM!
Jefe disparó una bala en el rostro de Gil y se quedó
mirando cómo sus sesos se esparcían en la alfombra y las paredes.
—Y tampoco jures
nunca, hijo de puta.
Jefe dio media vuelta y se dirigió al exterior por la
entrada principal del hotel. Sólo se detuvo para disparar en el pie a una vieja
que tuvo la desgracia de cruzarse en su camino. La anciana cayó al suelo,
desesperada por el dolor, y antes de que pudiera recuperarse y darse cuenta de
lo que había sucedido, Jefe ya se había marchado a Shamrock House, a matar a
Dante y a Kacy. Era hora de recuperar la piedra azul.
Veinte
Shamrock House, apartamento seis. En realidad, Jefe no
esperaba encontrar allí a Dante y a Kacy. O al menos, no con vida. Podían ser
imbéciles, pero incluso si eran tan obtusos para quedarse en su apartamento, a
esas alturas Elvis ya los habría matado.
Jefe no estaba seguro de dónde encajaba Elvis. Podía estar
trabajando para Santino, o tal vez Sánchez lo había contratado para encontrar
la piedra. En ese caso, el camarero se habría movido con rapidez. Si Elvis
había encontrado a Dante y a Kacy, podía llevarle ventaja en la carrera por el
Ojo de la Luna. Por supuesto, era posible que ni siquiera buscara la piedra. Le
irritaba tener tantas dudas…
En el vestíbulo de Shamrock House lo recibió un viejo
recepcionista sentado tras un mostrador con paneles de madera medio
descompuestos. No trató de captar la atención del visitante, así que Jefe
ignoró su presencia. Como si hubieran alcanzado una comprensión mutua, Jefe
pasó más allá del mostrador e, ignorando el destartalado ascensor, continuó por
las escaleras de madera húmeda hacia los apartamentos. No sabía dónde iba a
encontrar el apartamento número seis, pero como el edificio era muy angosto,
quizá no estaba en el primer piso.
Al final, el apartamento que buscaba resultó hallarse en el
tercer piso. Jefe llegó lamentando no haber preguntado al viejo de la
recepción. La puerta número seis quedaba al final de un pasillo frío y húmedo
forrado con una alfombra pegajosa de color verde. En otro tiempo, ésta debía de
haber sido de color crema, pero ahora estaba toda podrida.
Cuando Jefe por fin llegó a la puerta con un oxidado número
6 atornillado, comprobó que llevaba el arma. Siempre que planeaba matar a
alguien, seguía la misma rutina, como si fuera un ritual imprescindible. Pero
era puro instinto, así que nunca iba a olvidarse. Respiró hondo, cuadró los
hombros y llamó tres veces a la puerta.
—¿Hola? ¿Hay
alguien en casa?
Ninguna respuesta. Llamó otra vez. De nuevo no hubo
respuesta, pero ahora tenía una horrible sensación. Se sentía extrañamente
observado… Un vistazo al oscuro pasillo le confirmó que estaba solo… En fin, no
era el momento de paranoiarse. Debía pasar a la acción. ¡PUM!
Tiró la puerta de una sola patada. Fue tan fácil que casi
se saltaron las bisagras. Jefe sabía que era fuerte, pero la facilidad con que
se abrió la puerta le indicó que el cerrojo ya estaba jodido. La puerta en sí
parecía podrida, debido a la humedad. Sin embargo, Jefe dejó de preocuparse por
el estado de la puerta. Su prioridad era averiguar si alguien se escondía. Sacó
el arma, listo para la acción, y saltó al apartamento como si fuera un policía
de la tele, revisando ambos lados mientras avanzaba.
No había mucho que ver. Era un apartamento de una sola
habitación con una cama de matrimonio cubierta con una colcha de color carmesí,
un sillón que miraba hacia un pequeño televisor y un lavabo sucio con un espejo
lleno de orín arriba. El tapiz estaba en un estado incluso peor que el del
pasillo y el conjunto apestaba, como si alguien hubiera olvidado un bistec
debajo de la cama.
Jefe estaba a punto de guardar su arma cuando notó una
mancha de sangre en el edredón de la cama. La miró con detenimiento. La sangre
aún no se había hundido en la colcha, sino que formaba un charco sobre la cama.
Era sangre fresca… De pronto, una gota aterrizó desde el techo en medio del
charco. Jefe levantó la mirada muy lentamente. Primero se movieron sus ojos,
seguidos por su cabeza. Sólo entonces vio a un cadáver pegado al techo. Era su
sangre lo que goteaba en la cama.
El hombre había sido literalmente pegado al techo con
cuchillos pequeños. Unos atravesaban sus manos; otros, sus pies y su pecho.
Otros cruzaban sus ojos y la entrepierna. Era imposible identificar al muerto.
Su piel estaba barnizada con sangre, y su ropa, reducida a harapos. Parecía
haber sido atacado por una manada de bestias salvajes antes de que alguien lo
colgara para secarse. El cazador de recompensas había visto cientos de
cadáveres en su vida, pero nunca uno tan castigado.
—¡Demonios!
Amigo, ¿cómo te llamas? —preguntó en voz alta.
El muerto no contestó al instante, pero entonces, mientras
Jefe lo tocaba con la punta del arma, la respuesta llegó de forma rotunda. La
cadena de oro que llevaba al cuello aterrizó en la cama. Jefe quedó
horrorizado, pero una vez recuperada la compostura, la recogió. Era una cadena
bastante gruesa con un pesado medallón de oro, con las siglas de «los que se
hacen cargo del negocio». Elvis Presley hizo que grabaran ese acrónimo en sus
gafas de sol. Era la señal del Rey. Así que no habría premio por adivinar quién
era el muerto.
—Así que eres
Elvis, ¿eh? ¿Qué coño te ha pasado? ¿Has visto al Diablo?
El cuerpo no contestó, lo cual no era sorprendente. Jefe
pasó los siguientes minutos rebuscando en el apartamento sin encontrar nada.
Cuando el peso de Elvis por fin aflojó todos los cuchillos y el cuerpo se
estrelló en la cama que había debajo, decidió abandonar el apartamento. Bajó a
gran velocidad las escaleras, intentando no llamar la atención. El anciano de
la recepción ni siquiera levantó la vista cuando Jefe pasó a su lado. Tal vez
sabía que no debía fijarse en todo el mundo. No tenía sentido poder identificar
a un criminal y que luego éste sintiera la necesidad de matarlo.
Fuera, aliviado de respirar aire puro, Jefe suspiró varias
veces antes de dirigirse a su coche. Ahora recuperar el Ojo de la Luna iba a
ser más complicado. Necesitaba una nueva pista.
¿Quién había matado a Elvis? ¿Y dónde estaba el Ojo de la
Luna? ¿Lo tenía Dante? ¿Dónde podía encontrarlo?
Tales preguntas cruzaron su mente. Ni siquiera reparó en su
viejo Cadillac amarillo, aparcado en la acera, cuando pasó hacia su flamante
Porsche plateado.
Veintiuno
Sánchez no se alegró de ver a Jessica en el Tapioca por
segunda vez ese día. Había sido bastante borde y, luego, después de no hacerle
ni caso, a él, su salvador, se había marchado con Jefe. Así que le sorprendió
que la chica se presentara de mejor humor. Mukka estaba sirviendo a los escasos
clientes, mientras Sánchez descansaba su trasero tomando la mejor cerveza.
Jessica se dirigió hacia él. Iba vestida con el mismo traje
ninja con que la había visto antes. Casualmente, era la misma ropa que llevaba
la noche de autos, cinco años antes. Tal vez no tenía más ropa… Le constaba que
esas prendas habían quedado acribilladas a balazos, pero Audrey, la cuñada de
Sánchez, las había cosido.
—Bueno, Sánchez… —dijo Jessica, sentándose junto a él en la
barra—. ¿Vas a invitarme a una copa y a decirme quién diablos crees que soy?
Aunque odiaba admitirlo, a Sánchez le encantó comprobar que
de golpe la chica se interesaba por él. Había pensado en ella tantas veces…
Además de ser la mujer más hermosa que había visto en su vida, también era la
más interesante. Efectivamente, la había conocido durante cinco años; sin
embargo, no sabía casi nada sobre ella. Hasta ahora, había estado en coma,
excepto las primeras dos horas.
—Mukka, sirve una
bebida a la dama.
—Claro, jefe.
¿Qué va a ser, señorita?
—Un Bloody Mary.
—Ahora mismo.
Sánchez contempló a Jessica mientras esperaba a que Mukka
le sirviera su bebida. Al final, tras un minuto tintineando botellas, Mukka
puso el cóctel frente a ella.
—¿Tiene hielo?
—preguntó la chica, sabiendo la respuesta.
—¿Me has visto
ponerlo? —fue la respuesta sarcástica de Mukka.
—Pon hielo en la
bebida de la dama, ¿quieres? —bramó Sánchez.
Mukka obedeció,
no sin antes gruñir su rebeldía.
—Lo siento,
Jessica —comentó Sánchez, esbozando su mejor sonrisa.
A su parecer, sólo había una forma de empezar la
conversación y era hablar con sinceridad. Respiró hondo antes de soltar lo
primero que le vino a la cabeza.
—Dime, ¿cómo puede ser que te conozca desde hace cinco años
y no sepa nada de ti?
—¡Dios santo! No
perdamos el tiempo hablando de tonterías, ¿vale?
Sánchez pensó que
aquello sería duro, pero no iba a renunciar tan fácilmente.
—Muy bien —dijo sin alterarse—, pero a los dos nos
beneficia. Quiero escuchar lo que sepas sobre mi hermano y su esposa.
—No los conozco
—dijo Jessica, confundida—. ¿Me equivoco?
—Seguro que los conociste. Te han estado cuidando durante
estos cinco años, después de que yo te salvara la vida.
—¡Chorradas! ¿Tú
me salvaste la vida?
A Sánchez le decepcionó que Jessica no creyera que él le
había salvado la vida, como si fuera algo imposible. Sin embargo, se tragó su
orgullo y continuó con firmeza:
—No son chorradas. Hace cinco años te dispararon y te
dejaron frente a este bar. Yo te llevé a casa de mi hermano. Su esposa, Audrey,
que era enfermera, te cuidó hasta sanarte. Estos últimos cinco años has estado
en coma, y ella y mi hermano te han mantenido viva.
Jessica parecía un poco suspicaz, lo cual era comprensible.
Le tomaría tiempo ganar su confianza, pero persistiría.
—¿Por qué no me llevaste a un hospital, como haría una
persona normal? —La chica lo observó para verificar si su respuesta era
sincera.
—Porque el
hospital estaba lleno ese día.
—¿Qué tipo de
excusa es ésa? —se burló.
—Esa semana asesinaron a trescientas personas. La mayoría
murió porque los médicos no pudieron atenderlos. Unos meses antes, habían
despedido a mi cuñada del hospital, así que pensé que era tu única opción.
Además, el simple hecho de que yo te encontrara con vida ya fue un milagro.
—Hizo una pausa para observarla—. Intuí que estarías bien. Tenía razón, ¿no?
—Eso parece. Tendré que agradecértelo… —Su mente daba
vueltas sin recordar todo aquello.
Sánchez tenía la impresión de que no iba a agradecerle
nada, pero se propuso intentarlo.
—A cambio, puedes
contarme qué les pasó a mi hermano y su esposa.
Era el turno de Jessica. Sánchez le brindaba la oportunidad
de devolverle el favor. Podía ayudarlo a encontrar al asesino de su hermano.
Sin embargo, su respuesta fue tan inútil como cabía esperar.
—¿Qué quieres
decir?
—¿Quién los mató?
A eso me refiero.
—¡Ah, eso!
—Sí, eso.
—No lo sé.
—¿No?
—No tengo ni
idea.
—¿Estabas allí
cuando sucedió?
—Creo que sí,
pero no lo recuerdo.
—¿Cómo puedes no
recordar si estuviste ahí cuando los mataron? —A Sánchez
le costaba ocultar su frustración.
—Mi memoria va y viene… —susurró Jessica, mirando al
horizonte—. Sé que tengo algún tipo de amnesia, pero no se limita a lo que
sucedió antes de entrar en coma… Sigo olvidando dónde estoy y cómo llegué a los
sitios. Sólo lo recuerdo si me esfuerzo mucho, pero incluso entonces no estoy
segura.
—Recuerdas haber
estado aquí hoy antes, ¿verdad?
—Sí. Y recuerdo haberme marchado con Jefe, pero entonces
fuimos a su casa y me dijo que lo esperara ahí, pero él no volvió. No recordaba
por qué él quería que me quedara, así que decidí volver para hablar contigo.
Podrías decirme si crees que yo era una persona agradable o una perra, porque
ya no estoy segura de nada.
—Para ser
honesto, Jessica, yo tampoco estoy seguro. —Sánchez suspiró.
—¡Vaya!
Parecía desilusionada, y por un momento Sánchez lamentó
haber herido sus sentimientos innecesariamente.
—A mí me pareces demasiado dulce para ser mala persona
—afirmó, conciliador.
—Gracias. —Jessica dio un sorbo al Bloody Mary. El nivel
del vaso había bajado casi cinco centímetros antes de que gritara—. ¡El
Cadillac amarillo!
—¿Qué sabes sobre
el Cadillac amarillo? —le preguntó, todo oídos.
—Lo mencionaste
antes, cuando estabas hablando con Jefe, ¿no?
—Sí. Lo vi alejarse de la casa de mi hermano después de
encontrarlo muerto. ¿Sabes quién lo conducía? ¿Los viste?
—¡Dios! Ahora lo recuerdo… Había dos hombres. Mataron a tu
hermano y su esposa. Creo que lo vi. No, espera un segundo… —¿Qué?
—No estaban muertos. Los dos hombres los golpearon.
Intentaban sacarles información. —Se detuvo por un instante. Luego soltó un
grito ahogado—. ¡Mierda!
—¿Cómo?
—¡Me buscaban a
mí! —Miró a Sánchez, visiblemente trastornada.
—¿No te vieron?
—preguntó él.
—No, por alguna razón no podían verme. Y yo salí a
escondidas y vi el Cadillac amarillo.
—¿Qué sucedió entonces? —Al camarero le frustraba que ella
recordara tan poco, pero se mantuvo firme.
—Corrí durante un rato y terminé en este bar. —Hizo una
pausa—. No recuerdo nada más. Al menos, de momento.
Tomó otro trago de su bebida. Esta vez terminó el contenido
del vaso en diez segundos. Sánchez no sabía qué preguntar a continuación y su
oportunidad de interrogarla acabó cuando Jefe irrumpió en el Tapioca. El
cazador de recompensas se dirigió a la barra y se sentó entre Jessica y
Sánchez.
—Whisky para mí y otra bebida para la dama —ordenó, fijando
la mirada en Mukka.
El joven,
recordando la última visita de Jefe, se puso en acción de inmediato.
Sánchez se inclinó hacia Jessica, tomó la
botella, sacó el corcho y luego vertió una generosa cantidad de whisky en el
vaso. Jefe parecía impresionado.
—¿Estás bien,
amigo? —preguntó Sánchez.
—Lo estaré en
cuanto tome un trago. Y tú querrás hacer lo mismo.
—¿Por qué?
Jefe tomó el vaso de whisky y lo bebió de un trago. Volvió
a ponerlo en la barra, listo para ser rellenado. Miró fijamente al camarero.
—Elvis está
muerto. Alguien ha asesinado brutalmente a tu hombre.
Veintidós
Jefe y Jessica bebieron durante horas. El cazador de
recompensas despachó dos whiskies, ocho cervezas y tres tequilas, y al cabo de
dos bebidas, recuperó su arrogancia. Jessica, con una anotación de cinco Bloody
Marys, se mostraba más reservada. Para disgusto de Sánchez, cuanto más bebían,
mejor parecía llevarse la pareja. Notaba que Jessica se dejaba impresionar por
aquel desgraciado. Él le contó sus aventuras como cazador de recompensas y cómo
había capturado y a veces matado a hombres por dinero. Había dado caza a gente
buscada en todo el mundo. Jefe recorrería las junglas más espesas y subiría las
montañas más altas con tal de capturar a su presa.
Aunque tuvo cuidado de no mencionar ningún nombre, llegó a
insinuar que había asesinado a personas muy poderosas. Nadie iba a
discutírselo, ya que todos sabían lo bueno que era en su trabajo. Si el cliente
quería que un asesinato pareciera un accidente, entonces lo parecería.
Sánchez vio que no había competencia, así que no le
sorprendió que Jessica, totalmente embobada, se marchara con Jefe. Los dos se
tambalearon hacia la salida. Una vez fuera, en el fresco de la noche,
tararearon músicas incomprensibles. Finalmente se marcharon.
El Tapioca estaba casi vacío, aparte de varios clientes
habituales que jugaban a las cartas y dos hombres encapuchados sentados en otra
mesa. Sánchez no les prestó atención hasta entonces. Mukka les había servido
desde la barra, mientras su jefe iba y venía, charlando con un cliente o
intentando atraer la atención de Jessica.
Había una regla no escrita en el Tapioca que prohibía a la
gente ponerse capucha. Sánchez la introdujo poco después de la masacre de Kid
Bourbon, cinco años antes. Faltaban varios días para la fiesta de disfraces del
Festival Lunar, pero esos dos hombres iban vestidos de Caballeros Jedi.
Llevaban un manto largo y oscuro sobre unos pantalones blancos bastante
holgados de tela gruesa. Sánchez se encontró en un dilema: acercarse o no a los
dos hombres y pedirles que se bajaran la capucha. En realidad, estaba cansado y
la noticia sobre la muerte de Elvis lo había trastornado. Por esta vez, lo
ignoraría.
De hecho, los dos hombres estaban a punto de bajarse las
capuchas voluntariamente. De repente, ambos se levantaron de sus sillas y se
acercaron a Sánchez, recostado en la barra. Uno de ellos seguía al otro con la
cabeza agachada, como si tuviera menos confianza que su compañero. Cuando
estuvieron lo bastante cerca de Sánchez para incomodarle, se quitaron las
capuchas para revelar sus caras.
El camarero los reconoció de inmediato:
¡eran los dos monjes!
—¿Qué queréis?
—preguntó Sánchez, con agresividad.
«Seguro que
buscan más problemas», pensó, suspirando.
—Lo mismo que todos —contestó el del frente, que parecía
Kyle—. Queremos llevarnos el Ojo de la Luna. Nos pertenece.
—¡A la mierda! No
estoy de humor.
Sánchez quería que supieran que su presencia le irritaba.
En su última visita, esos dos payasos habían causado un enorme lío. Pero su
hostilidad no sirvió de nada. Los dos monjes no se dieron ni cuenta.
—Hemos estado aquí casi todo el día —dijo Kyle—, y sabemos
qué ocurre. Santino te ha ofrecido cincuenta mil dólares por la piedra.
Nosotros te daremos cien mil dólares si nos dices quién la tiene. Tú sólo
envíanos a la dirección correcta. En cuanto tengamos la piedra, los cien mil
dólares serán tuyos. Me sorprendería mucho que recibieras una oferta mejor.
Sin duda, la
oferta de Kyle era inmejorable.
—Es una oferta
muy buena —reaccionó Sánchez.
—Lo sé. ¿Cerramos
el trato?
Sánchez se frotó la barbilla como si estuviera
reflexionando: aquél era un gran trato, y los monjes, como religiosos, debían
de ser hombres de palabra. A Jefe y a Santino les diría que los monjes tenían
la piedra, y así cobraría todas las recompensas.
—Muy bien. Trato hecho —dijo al fin—. Averiguaré quién
tiene la piedra y os lo enviaré. Me daréis cien mil dólares y todos felices,
¿no?
—Correcto
—asintió Kyle—. ¿Nos damos la mano para confirmarlo?
—Por supuesto.
A Sánchez le sorprendió que los monjes estuvieran
familiarizados con la costumbre de darse la mano. ¿Habían adoptado la cultura
local? ¿O tal vez planeaban hacerle una llave de kárate en cuanto les tendiera
la mano? Qué más daba… Por cien mil dólares correría el riesgo, y al hacerlo
descubrió que ambos tenían un apretón de manos muy fláccido. Falta de
costumbre…
—Estaremos en contacto —dijo Kyle, asintiendo con la
cabeza—. Por favor, asegúrate de traernos buenas noticias.
Dicho lo cual, los monjes dieron media vuelta y se
dirigieron a la salida. Sánchez estaba intrigado por su cambio de
comportamiento. Esta vez parecían mucho más serenos y seguros de sí mismos.
—¡Una pregunta!
—gritó Sánchez—. ¿Tenéis coche?
Kyle se detuvo, mientras Peto chocaba contra su espalda.
Sin mirar atrás, contestó:
—No. ¿Por qué?
—Por nada. Hasta
otra.
Veintitrés
Cuando Jensen llegó a la oficina a las diez de la mañana,
se encontró a Somers sentado tras su escritorio. Estaba haciendo lo mismo de
siempre: estudiando las fotografías Polaroid sobre cadáveres.
—Esta ciudad está llena de mentirosos y delincuentes —se quejó
Jensen. Se quitó la chaqueta y la arrojó al otro lado de la oficina. Golpeó el
respaldo de su silla y se deslizó al suelo—. No hay ni una persona decente.
Llevo toda la noche interrogando a los colegas de Elvis, y nadie ha dicho una
sola verdad. ¿Sabías que Elvis murió hace tres años? Pero emigró a Australia
hace cuatro meses. Y este fin de semana, ha ido a visitar a Priscilla.
—Jensen, el Rey
ha muerto —sentenció Somers.
—No me jodas…
—Hablo en serio. Hace tres horas encontraron el cadáver de
Elvis en una habitación de mierda.
—¡No te
cachondees!
—Perdió los ojos y la lengua, igual que todos menos Marcus la Comadreja, quien probablemente fuera
asesinado por Elvis.
—¿Son esas fotos?
—preguntó Jensen.
—Sí.
—¿Puedo verlas?
—Jensen se inclinó sobre el escritorio, tendiendo una mano.
Somers le entregó las fotos en blanco y
negro.
—Son todas
exactamente iguales, Jensen. Estás perdiendo el tiempo.
—¡Maldita sea,
Somers! Este tío era nuestra mejor pista.
—No
necesariamente… Hay otra.
—¿Quién eres ahora,
Yoda?
Somers obvió la impertinencia y empujó su libreta en
dirección a su compañero. La página tenía escritas varias palabras a lápiz.
Jensen la levantó y las leyó en voz alta.
—«Dante Vittori y Kacy Kellangi. Pareja joven y atractiva.»
¿Qué es esto? ¿Vas a hacer un intercambio de parejas?
—Dante Vittori era el recepcionista del turno de noche en
el Hotel Internacional de Santa Mondega —dijo Somers con calma—. Kacy Fellangi
es su novia. Trabajaba en el hotel como asistenta.
—Bien… ¿Y qué?
—Ambos desaparecieron poco después de que mataran a Marcus la Comadreja. A Elvis lo encontraron
muerto en el apartamento de la pareja.
—¡Ah! —exclamó Jensen, dejando la libreta y las fotos en el
escritorio—. ¿Eso qué significa?
Somers guardó el
cuaderno en el bolsillo de su camisa blanca.
—Significa que
Elvis fue a buscarlos después de matar a Marcus la Comadreja.
—Así que ellos debieron de presenciar el asesinato, ¿no?
—Jensen pensó en voz alta—. ¿Y tuvo que cargárselos para que no lo
identificaran?
—Tal vez sí, tal
vez no.
—Entonces no lo
entiendo. ¿Por qué los buscaba? ¿Acaso trabajaban con él?
—No lo creo. Elvis era un artista solista. Creo que tenían
algo que él quería y, fuera lo que fuera, a Kid Bourbon también le interesaba.
Por eso Elvis está muerto. Puede que él y Kid Bourbon se encontraran en el
apartamento de la pareja. El único problema es que nuestros amigos, Dante y
Kacy, huyeron antes de que llegaran. De hecho, todavía deben el alquiler.
Jensen recogió su chaqueta del suelo. Le limpió el polvo,
la colgó en el respaldo de su silla y se sentó. Miró a Somers, que estaba
esperando a que se calmara, y empezó a estructurar las pistas. Era obvio que su
compañero iba un paso por delante; había tenido tres horas para procesar los
detalles de la muerte de Elvis.
—Por tanto… —Jensen suspiró—. Elvis buscaba algo en el
apartamento cuando nuestro asesino…
—Kid Bourbon.
—… Cuando Kid Bourbon apareció buscando el Ojo de la Luna y
encontró a Elvis. Y por supuesto, al ser un psicópata…
—Y tal vez un
vampiro…
—… Mató a Elvis.
Pero entonces dijo «¡Mierda!».
—¿Estás seguro de
que dijo «¡Mierda!»?
—Sí, se detuvo y dijo «¡Mierda!» porque se dio cuenta de
que el Rey no tenía lo que estaba buscando. —Jensen hizo una pausa porque, en
ese punto, incluso él ignoraba adonde conducía su teoría. Continuó con menos
certeza—: Pero ¿por qué pensaría que Dante y Kacy lo tenían?
Somers levantó la mano para sugerir que Jensen podía querer
callarse y prestar atención.
—¿Quieres oír mi
teoría?
—Claro.
—Mi teoría es la siguiente: sabemos que Marcus la Comadreja era un ladrón experto,
¿correcto?
—Correcto.
—Por tanto, supongamos que Marcus tenía el Ojo de la Luna.
Entonces prueba su propia medicina y lo roban Dante y Kacy. Toman el Ojo y se
marchan. Ahora bien (y ésta es la parte de la que no estoy seguro), tal vez
estos chicos pueden identificar a Elvis como el asesino de Marcus, y Elvis decide
eliminarlos, por las dudas. Va a su apartamento, como el propio Kid Bourbon,
quien busca el Ojo de la Luna. Entonces se cruzan sus caminos. ¡ZAS! El Rey es
eliminado.
—Lo has pensado mucho, ¿no? —Jensen notó cierta emoción en
la voz de Somers.
—Afrontémoslo: el asesino de Elvis es el mismo que mató a
nuestras víctimas, excepto a Marcus. Lo sabemos por los ojos y la lengua.
Jensen reflexionó
un momento. Luego dijo:
—Hay algo que no
has mencionado.
—¿Qué es? —Su
compañero arqueó las cejas.
—Sé que crees que Kid Bourbon está detrás de esto, y
probablemente tengas razón, pero, ¿y si es Dante quien mató a Elvis y a los
demás?
Somers se recostó
en su silla y lanzó un profundo suspiro.
—¿Te empeñas en no creer que el asesino es Kid Bourbon?
¿Cuántas veces tendremos que vivir lo mismo? ¿Cuándo confiarás en mí?
—No me has entendido —comentó Jensen, haciéndole un gesto
para que no lo interrumpiera—. Creo que Kid Bourbon está detrás de prácticamente
todos estos asesinatos… al menos de todos los que tienes fotografiados.
—Entonces, ¿cuál
es tu maldita teoría?
—Mi teoría es que
este chico, Dante, podría ser Kid Bourbon.
Veinticuatro
A Dante no le gustaban las adivinas porque tenían la mala
costumbre de predecir desgracias. Tal vez a los demás les daban buenas
noticias, pero él siempre recibía malos augurios. En realidad no había visitado
a tantas, pero a Kacy le encantaban, así que de vez en cuando la acompañaba.
La última vez que les habían leído las cartas, Kacy recibió
todo tipo de buenas noticias, pero a Dante sólo le contaron desgracias. La
mujer predijo la muerte de Héctor, el
perro de Dante, lo cual sucedió tres semanas más tarde.
Kacy sabía que a Dante no le hacía gracia acompañarla a ver
a su última adivina, pero después de su ayuda en el Hotel Internacional de
Santa Mondega, cuando robó al delincuente borracho, era lo menos que podía
hacer. Además, quería demostrar que él no creía en aquello. Su amado perro
había muerto, seguro, pero era coincidencia.
La casa de la Dama Mística tenía un aire familiar, como si
Dante la hubiera visto en sueños. Pero juraría que no había puesto los pies
antes… o, al menos, no en esta vida. Se hallaba en el malecón cerca del puerto.
Desde fuera, parecía un viejo remolque gitano reconvertido en casa. El techo
era bajo y arqueado, y el exterior estaba pintado de rojo, con bordes amarillos
en las ventanas. Los pequeños escalones que daban a la puerta parecían poder
plegarse y guardarse dentro de la casa, en el caso de que la Dama Mística
decidiera que quería ser remolcada.
Kacy dirigió el camino en las escaleras. Aunque la puerta
estaba abierta, una espesa cortina de cuentas de colores protegía el interior.
—Entrad —los llamó una voz ronca desde el interior—. Sois
Kacy y Dante, ¿verdad?
Dante frunció las
cejas y murmuró en el oído de su novia:
—¿Cómo lo sabe?
Kacy comprobó que
hablaba en serio y sacudió la cabeza.
—Llamé para pedir
hora, tonto…
—¡Ah, sí! Claro…
La habitación en que entraron era muy oscura y tan estrecha
que Dante casi podía tocar ambos lados. Había velas diseminadas en los estantes
de las paredes. Su luz procedía de una llama de color rosa que apenas
parpadeaba. Cuando sus ojos se ajustaron a la oscuridad, pudieron ver sentada,
tras una mesa de madera oscura, a la Dama Mística. Llevaba una capa de color
púrpura y (como sucedía con tanta frecuencia en Santa Mondega) la capucha
puesta, ocultando su rostro.
—Por favor,
sentaos, mis jóvenes amigos —habló la mujer con voz ronca.
—Gracias —dijo Kacy, sentándose en una de las dos sillas de
madera situadas en su lado de la mesa.
Dante se acomodó en la otra, con la esperanza de que la
anciana notara que no iba a creer sus memeces.
—No vas a creer
nada, ¿verdad? —le preguntó la voz ronca desde la capucha.
—Vengo sin
prejuicios.
—Haz eso, hijo, y… ¿Quién sabe? Tal vez averigües algo
nuevo sobre ti o sobre Kacy.
—Sí, sería
agradable.
La anciana se quitó la capucha
descubriendo un rostro arrugado y generosamente cubierto de verrugas. Por un
instante, concentró la mirada en Kacy y sonrió. Pero sus ojos se ennegrecieron
al ver el collar de la chica.
—¿Dónde has
conseguido esa piedra azul?
—¿Cómo?
—Ese collar que
llevas al cuello… Dime, ¿dónde lo has encontrado?
—Yo mismo se lo
regalé hace años —tartamudeó Dante. —¡Tonterías!
—De verdad…
—No me mientas.
No soy estúpida, chico. ¿De dónde has sacado esa piedra?
El tono de voz de la Dama Mística indicó una grave falta de
tolerancia a las mentiras. Kacy pensó que no había razón para mentir
abiertamente, pero tampoco confesaría que lo había robado en una habitación de
hotel a un delincuente borracho que ya estaría muerto.
—Me lo dio ayer
un hombre en un hotel —afirmó al fin.
La anciana se sentó en su silla y miró con dureza a Kacy,
estudiando a la chica como si quisiera valorar si era sincera.
—En realidad, no importa —claudicó—. Pero líbrate de él.
Esa piedra te traerá mala suerte.
—¿Cómo lo sabes?
—preguntó Kacy, intrigada.
—Dime… ¿Le trajo
buena suerte a la persona que decidió dártela?
—No lo sé.
—Lo diré de otro modo. ¿Te gustaría ser
el antiguo dueño de la piedra? Kacy negó con la cabeza. —No.
—Está muerto,
¿verdad?
¿Aquello era una pregunta o una respuesta? La Dama Mística
parecía la típica presentadora de concurso que conoce de antemano la respuesta
a todas las preguntas.
—La última vez
que lo vi no estaba muerto —contestó Kacy como si tal cosa.
—Todos los dueños
de esa piedra acaban asesinados. De hecho, el hombre que
te la dio ya está muerto.
Para su sorpresa,
a Dante empezó a interesarle el asunto.
—¿Cómo puedes demostrarlo? —preguntó el joven con
agresividad y un matiz de burla.
No le gustaba la idea de que la Dama Mística estuviera
asustando a Kacy. Era la chica más valiente que había conocido, pero, al creer
en las adivinas, podía ablandarse.
—Veamos qué dice mi bola de cristal… —respondió la anciana,
y retiró una tela de seda negra que había estado cubriendo la bola—. Atraviesa
mi palma con un billete de veinte dólares y te revelaré tu destino.
Dante buscó en su bolsillo, sacó un billete de veinte y lo
lanzó a la mesa hacia la Dama Mística. Ella lo recogió de inmediato y lo ocultó
en alguna parte, igual que un mendigo se guarda el dinero para comprar su licor
favorito. Se puso cómoda y respiró hondo. Cuando estuvo preparada, empezó a
mover sus manos sobre la bola de cristal.
Para sorpresa de Dante y Kacy, una nube blanca empezó a
formarse bajo la superficie de la bola. Al compás de sus manos, la nube se
convirtió en niebla. Dentro de la niebla, surgió la cara de un hombre. Dante se
inclinó para distinguirla. Se parecía mucho al hombre a quien habían robado la
piedra azul.
—¡Dios mío! Ése
es Jefe —le susurró a Kacy.
—¿Estás seguro de
que ése es su nombre? —preguntó la Dama Mística.
Kacy y Dante se miraron, preocupados por la forma en que la
adivina había preguntado. ¿Se llamaba de otro modo? En realidad, la víctima del
robo de Kacy llevaba dos carteras. Una lo identificaba como Jefe (que era el
nombre que había usado para registrarse en el hotel), y la otra como Marcus.
—Quizá se llamara Marcus —dijo Kacy en tono de disculpa,
como si supiera qué iba a suceder a continuación.
La Dama Mística se inclinó a su derecha y recogió algo del
suelo. Dante se puso en alerta, por si la vieja buscaba algún tipo de arma.
Pero la vieja subió un periódico. Era el
Diario Extra e, impreso en la portada, en letras grandes, el encabezado
rezaba lo siguiente:
ASESINAN A MARCUS LA COMADREJA
Dante y Kacy revisaron el artículo. Efectivamente, había
una foto del hombre al que habían robado la piedra azul. La imagen era muy
antigua, pero seguía siendo él. Lo mostraba sonriendo estúpidamente y con pinta
de estar borracho, como todas las tardes. El artículo no contaba detalles sobre
la escena, aunque sí sugería que había sido sangrienta. Dante recordó cómo
Elvis había derribado la puerta de la habitación del hotel. Marcus la Comadreja había sido asesinado a
manos de ese tipo. Y ahora Elvis podía estar buscándoles.
La Dama Mística
volvió a cubrir la bola de cristal con la tela negra. Luego sacó
el billete de veinte dólares que había
escondido y se lo tendió a Kacy.
—Tomad el dinero y libraos de ese collar antes de que
alguien lo averigüe. La piedra atrae el Mal hacia vosotros. Mientras esté en
vuestras manos, no viviréis seguros. Muchas almas han buscado esa piedra y
muchas han perecido por ella.
—¿Qué tiene de
malo? —preguntó Kacy.
Por primera vez,
Dante notó el temor en la voz de su chica.
—La piedra en sí no es mala —continuó la anciana. De
pronto, parecía muy cansada—. Pero atrae el Mal. Él vendrá a por vosotros y no
se detendrá ante nada.
—¿Quién?
—No lo sé. Si lo
supiera, también vendría a por mí.
—¿No será Elvis? —preguntó Dante. Aquella vieja bruja le
estaba poniendo los pelos de punta.
La cara de la
Dama Mística se arrugó en una mueca horrible.
—¿Qué sabes de
él? —murmuró entre dientes.
—Bueno, pensamos
que pudo matar a Marcus —respondió Kacy.
La anciana se
inclinó sobre la mesa.
—¿No veis las
noticias? Elvis está muerto.
—No… —Se rió
Dante—. Ése era un tipo vestido de Elvis.
—¿Dónde vivís?
—preguntó la adivina, sacudiendo la cabeza.
—¿Por qué lo
dices? —Dante se puso a la defensiva.
Pero Kacy estaba
feliz de dar un poco de información.
—Ayer nos mudamos
a un motel.
—¿Estabais antes
en un lugar llamado Shamrock?
—Sí. ¿Cómo lo
sabes? —preguntó Dante.
¡La Dama Mística
sí era una buena adivina!
—Porque veo las noticias y escucho la radio. —La anciana se
recostó en la silla y esbozó una sonrisa—. Allí es donde han encontrado esta
mañana el cadáver de Elvis.
—¿Cómo?
—¿El hombre del que hablabas, el que se viste de Elvis?
Está muerto. Parece que os siguió la pista, pero alguien más hizo lo mismo. Y
Elvis ha salido perdiendo. Encontraron su cuerpo en vuestro antiguo
apartamento. Estáis vivos de milagro.
Dante palideció. Alguien había seguido a Elvis y lo había
matado, tal vez debido a la piedra azul que él y Kacy se habían agenciado. Pero
también cabía otra posibilidad: la maleta que, justo después, Kacy había robado
de una de las otras habitaciones. ¿Y si alguien buscaba eso? Deshacerse de la
piedra era buena idea, pero con la maleta era distinto. Contenía cien mil
dólares en billetes de cincuenta. Dante no sabía qué era más valioso. ¿El
dinero o la piedra azul? Debían huir inmediatamente.
—Kacy, salgamos de aquí. Debemos empeñar la piedra antes de
que sea demasiado tarde.
—Tienes razón,
cariño.
La Dama Mística no necesitó consultar su bola de cristal
para saber que nunca volvería a ver a Dante y a Kacy. Las fuerzas del Mal
tenían la fea costumbre de seguir la pista a quienes hubieran tocado el Ojo de
la Luna, y no se detendrían para recuperarla. Era un milagro si llegaban al
final del día.
Veinticinco
Cuando Kyle y Peto se registraron en el Hotel Internacional
de Santa Mondega quedaron muy impresionados por la amabilidad del personal. El
gerente había insistido en que un mozo les subiera el equipaje a la habitación,
pero incluso entonces (y a pesar de lo atentos que eran), Kyle se había
asegurado de sujetar con fuerza su maleta. Se disculpó diciendo que pesaba
menos que una bolsa de plumas y que sólo contenía un libro de himnos y un par
de sandalias.
Kyle insistió mil veces en que no debían confiar en nadie.
Así nadie tocaría la maleta, excepto ellos. Una vez en la habitación, se
aseguraron de esconderla debajo de la cama. Como Kyle informó a Peto, allí
nadie buscaría nada. Estaba claro que Kyle no había tragado suficiente
televisión. Si lo hubiera hecho, sabría que era el peor lugar donde esconder
algo valioso.
Ahora Kyle empezaba a comprender por qué el padre Taos les
había insistido tanto en no confiar en nadie y en no dejar la maleta a la
vista. Y él lo había interiorizado y se lo había repetido mil veces a Peto.
Pero esta vez el novicio no tuvo la culpa. Fue Kyle quien decidió ocultar la
maleta debajo de la cama. Supuso equivocadamente que, al irse al Tapioca,
bastaría con cerrar la puerta de la habitación. Ahora la maleta había
desaparecido, y con ella los cien mil dólares en billetes de cincuenta.
—Kyle, ¿quién haría algo así? —preguntó un Peto
visiblemente trastornado, mientras revisaba bajo la cama por enésima vez.
Kyle no tenía una
respuesta.
—Supongo que cualquiera pudo hacerlo. Fuera de Hubal, nadie
es decente. Tenemos un problema serio, Peto. Este dinero era nuestra carta de
presentación frente al mundo exterior. Ahora, para recuperar el Ojo de la Luna,
tendremos que robar, como todo el mundo.
Peto no pudo creer lo que estaba escuchando. Se dejó caer
en una silla junto a la ventana. Kyle estaba proponiendo romper el código con
que habían vivido toda la vida. Y además, era su única sugerencia. Aquello era
grave.
—Pero eso iría en contra del código —dijo, horrorizado—.
Contradiría todo lo que nos han enseñado.
—Así es —reflexionó Kyle—, pero eso mismo debió de
sucederles a los demás monjes que abandonaron Hubal. Por eso no han vuelto a
vivir entre nosotros. Por fin comprendemos el verdadero sacrificio que supone
ser los escogidos para encontrar el Ojo de la Luna.
—¡Debe de haber
otra forma de recuperarlo! —insistió Peto.
—¿Crees que alguien nos ayudará a recuperarlo gratis,
cuando pueden venderlo por cincuenta mil dólares? —Se pasó la mano por la cara
y se frotó los ojos—. Peto, no tenemos elección. Debemos olvidar todo lo que
nos han enseñado. Tendremos que romper nuestros votos sagrados si queremos
recuperar la piedra.
—¿Significa eso que debemos empezar a beber, fumar,
maldecir, jugar y acostarnos con mujeres? —preguntó Peto.
—Has visto demasiada televisión… No creo que haya que romper
esos votos. Pero es posible que tengamos que mentir y robar —contestó el monje.
Kyle estaba sentado en la gran cama de matrimonio debajo de
la cual habían ocultado la maleta llena de dinero. Romper las leyes sagradas de
Hubal… no era lo que había planeado, aunque siempre había intuido que podía ser
un requisito.
—Si de todas formas nos prohibirán volver a Hubal, ¿no
podríamos romper todos los votos y terminar con el asunto? —razonó Peto—.
Además, yo ya disparé a un hombre en la cara. Ya he matado.
—Eso no cuenta
—interrumpió Kyle—. Fue un accidente.
Por una vez, Kyle pareció no controlar sus emociones. Al
monje le angustiaba haber perdido el dinero. Peto, por su parte, se había hecho
a la idea de romper las reglas. A decir verdad, estaba entusiasmado.
—A la mierda,
Kyle… ¿Dónde está el minibar? —Se levantó, desafiante.
—Calma, Peto —dijo Kyle, incorporándose de un salto—. Dije
que tal vez tendríamos que romper algunos votos. Ya has maldecido, pero
dejémoslo por ahora, ¿de acuerdo? Si terminas mintiendo, robando y te prohíben
volver a Hubal, sólo entonces podrás romper todos los votos.
Peto se desanimó. Había visto a muchos borrachos en el bar
de Sánchez y tenía la ilusión de probar la experiencia. Sabía que Kyle nunca lo
dejaría tocar el minibar, pero el mero hecho de pensarlo lo había hecho
sentirse más vivo. Gritar «¡Mierda!» también era sorprendentemente liberador.
—Tienes razón, Kyle. Pero escúchame. Si vamos a robarle el
Ojo de la Luna a un bandido, ¿no nos beneficiaría saber cómo actúan? Es decir,
¿pensar como ellos?
—Claro que
ayudaría, pero emborracharnos no entra en nuestros planes.
—Entonces, ¿qué
tenías pensado?
—Reforzar nuestros puntos fuertes. —Por fin Kyle parecía
decidido a trazar un plan—. El combate mano a mano, ya sea asaltando a alguien
o peleando por dinero. Ésa sería nuestra estrategia inicial.
—¿De verdad crees
que recuperaremos los cien mil dólares asaltando a alguien?
Kyle se llevó las
manos a las caderas y miró hacia el cielo para inspirarse.
—Tal vez no, pero
ahora nuestra prioridad debe ser recuperar el dinero.
—¿Y qué haremos luego? —preguntó Peto, alarmado. Ni
siquiera podrían pagar su siguiente comida.
—Atracaremos a algunas personas y utilizaremos su dinero.
Alguien dijo en el Tapioca que hay una feria ambulante en la orilla del río.
Podemos ir y especular con el dinero que tengamos.
—¿Querrás decir
apostar? —Los ojos de Peto se iluminaron.
—No. Eso sería romper un voto sagrado. Especularemos con
nuestro dinero en un intento de acumular más riqueza, no para nuestro
beneficio, sino para el beneficio de la humanidad.
—¡Me gusta cómo
suena! —Peto sonrió.
—Bueno. Ahora veamos la televisión. Tal vez podamos
aprender algo sobre el mundo antes del eclipse de mañana.
—Muy bien. ¿Qué
están dando?
—Una película. Fin de semana de locura. —Suena bien.
Veintiséis
Jensen estuvo casi todo el día escribiendo en su ordenador
portátil sin ningún éxito. Tenía acceso a distintos archivos y a información
confidencial. Había revisado todos los datos que tenía sobre las cinco víctimas
de asesinato, y al final, después de una búsqueda meticulosa, por fin lograba
algo, aunque fuera azaroso.
Por eso Jensen era tan bueno en su trabajo. Podía revisar
toda posible pista, sabiendo que probablemente no encontraría nada. Los
registros de empleo de los muertos no habían surtido efecto. Tampoco los clubes
que las víctimas frecuentaban. Amistades conocidas… nada reseñable. ¿Qué había
encontrado Jensen que vinculaba a las cinco víctimas?
Somers se había ausentado de la oficina durante toda la
mañana, buscando pistas. Al volver, café en mano, lo recibió un Miles Jensen
repanchingado detrás de su escritorio, nada menos.
—Será mejor que tengas una buena razón para estar sentado
en mi sitio —dijo Somers, dejando el café en el escritorio y dirigiéndose a la
silla en que solía sentarse Jensen.
—La categoría de
hoy es películas de terror —soltó Jensen, como si tal cosa.
—¿Copycat
o The Ring?
—The Ring, sin
duda —contestó Somers sin pensarlo un instante—. Copycat fue una película de bajo coste sobre un asesino en serie
totalmente predecible. El espectador adivinaba quién era el asesino desde la
primera escena.
—¿De verdad?
—Jensen parecía sorprendido—. No lo recuerdo.
—¡Sí, hombre! William McNamara, por aquel entonces un actor
prometedor, salía en la primera escena entre un montón de extras. Recuerdo
haber pensado: «¿Por qué cojones un tipo que ha protagonizado varias películas
aparece con un grupo de extras a menos que sea el asesino?» De todas formas,
creo que fue el director quien arruinó la película.
—A mí Copycat me
pareció una película muy buena y bastante original, a pesar de su espantoso
título.
—No te gustó más
que The Ring, ¿no? —preguntó Somers.
—Siempre pensé que
The Ring era un poco exagerada, pero hace veinte minutos cambié de opinión.
Somers inclinó la cabeza y se atusó el pelo plateado, como
hacía a menudo cuando pensaba. Parecía intrigado.
—Continúa. ¿Qué has encontrado? ¿No me digas que todas
nuestras víctimas vieron una cinta de vídeo y luego murieron al cabo de una
semana?
—No exactamente —dijo Jensen, tendiéndole un montón de
hojas sobre el escritorio.
—¿Qué es esto?
—preguntó Somers.
—Registros de
biblioteca.
—¿Para qué? —Echó un vistazo a los papeles y volvió a
dejarlos, como si quemaran.
—Las cinco primeras víctimas sacaron en préstamo el mismo
libro de la biblioteca local. Son las únicas cinco personas que lo han hecho.
Así que, en efecto, han muerto todos los que lo han leído.
Somers no parecía
convencido.
—¿Y las demás bibliotecas y librerías que tienen este
libro? —preguntó—. Nuestro asesino no puede eliminar a todos los que compran un
ejemplar o lo piden prestado de otra biblioteca.
—¿No quieres saber de qué libro se trata? —Jensen arqueó
las cejas dando a entender que le sorprendía que Somers no lo hubiera
preguntado antes.
—Déjame adivinar.
¿La autobiografía de Victoria Beckham?
Jensen señaló una línea de la primera página. Su compañero
leyó lo que le mostraban.
—¿El
poderoso blues?
—No, la línea de
abajo —dijo Jensen.
—¿El
muy embarazoso viejo verde?
—No, la de
encima.
Somers levantó la vista, irritado. Entonces, como si de
repente lo comprendiera, volvió a observar la línea que Jensen señalaba. A
primera vista parecía que a El poderoso
blues le seguía en la lista El muy
embarazoso viejo verde, pero al inspeccionarlo con más cuidado, había un
espacio vacío en medio, y al lado estaba el nombre del autor: «Anón.»
El poderoso blues |
Sam McLeod |
|
Anón. |
El muy embarazoso viejo verde |
Richard Stoodley |
Vida en el juego |
Ginger Taylor |
—¿Es ese libro
sin nombre? —preguntó.
—Eso creo —dijo Jensen—. Ésta es una lista de todos los
libros que sacó en préstamo Kevin Lever. Las de abajo son la lista de todos los
libros que sacaron las otras víctimas. Todos ellos pidieron prestado este libro
sin título de autor anónimo.
Necesitamos encontrarlo.
—Jensen, ¡eres un
genio!
—Sólo soy lo bastante afortunado para tener acceso a un
montón de archivos confidenciales sin que nadie me acuse de violar la intimidad
de la gente.
Somers chasqueó
la lengua.
—Cuando se usan correctamente, ese tipo de archivos puede salvar
vidas. La persona que les arranca la lengua y los ojos a sus víctimas sí viola
los derechos humanos, ¿no crees? —Sonaba un poco sentencioso, pero era cierto.
—No puedo
discutírtelo.
Somers repasó el listado, notando que faltaba algo. Aunque
no quería aguarle su momento de gloria, tuvo que preguntarle:
—¿Qué me dices de Thomas y Audrey García? ¿Y de Elvis?
¿Ellos no sacaron el libro?
—Ése es nuestro único problema —admitió Jensen—. Ninguno de
los tres era socio de la biblioteca, es decir, no han sacado ningún libro. De
modo que nuestro asesino debió de tener una razón distinta para matarlos. Pero
ya establecimos un motivo para matar a Elvis, así que olvidémoslo.
Somers sacudió la
cabeza. Él, ellos, tenían que estar seguros, así que continuó:
—Tal vez es un error. Quizás en el sistema haya varios
libros sin título o autor, y…
Jensen lo
interrumpió:
—No, te he dicho que he revisado todos los registros. Son
las únicas cinco personas que han sacado prestado un libro sin nombre y de
autor anónimo de la biblioteca. Es demasiada coincidencia. Quizá Tom y Audrey
conocían a una de las otras víctimas y vieron el libro sin tener que pedirlo
prestado.
—Sin embargo, ¿no
has comprobado si las víctimas tienen algún otro vínculo?
—Sí, y no
encontré nada. Pero ¿quién sabe qué saldrá si sigo rascando?
—Pues sigue rascando, Jensen. Y no te detengas hasta que
encuentres a nuestro asesino.
—Por cierto, ¿qué es esto? —Jensen había estado tecleando
en su ordenador portátil sobre el escritorio de Somers mientras hablaba con el
agente, pero ahora estaba boquiabierto—. ¡Mira esto!
Somers se
enderezó y dejó caer el listado en la mesa.
—¿Qué has
descubierto?
—No vas a creerlo. Según mis registros, en el tiempo en que
hemos conversado, alguien se lo ha llevado prestado. ¡Ya tenemos una pista!
Somers se
levantó, incapaz de contener su emoción.
—¿Quién? ¿Cómo se
llama?
Jensen se acercó
a la pantalla del ordenador.
—Es una tal
Annabel de Frugyn.
—¿Qué tipo de
nombre es ése?
—Uno raro, desde
luego. Déjame comprobar si consta una dirección.
Jensen tecleó, frenético, en su teclado. Cada vez que
presionaba Enter y dejaba de escribir
por un segundo, fruncía el ceño.
—¿Qué ocurre? ¿No
está su dirección? —preguntó Somers, impaciente.
Jensen lo ignoró y continuó tecleando durante treinta
segundos, chasqueando la lengua y frunciendo el ceño una y otra vez. Al final
concluyó:
—No consigo nada… Esa tal Annabel no tiene dirección.
Parece broma: un libro sin nombre, escrito por un autor anónimo y prestado a
alguien sin dirección. ¿Cuáles son las probabilidades?
Somers se inclinó hacia Jensen y se sujetó con fuerza al
borde del escritorio. Estaba claramente frustrado.
—Las probabilidades de que Annabel de Frugyn siga viva se
reducen cada segundo que pasa. Hay que encontrarla antes de que la maten.
Averigua su dirección. Yo preguntaré en la ciudad. Alguien tiene que saber
quién es esa mujer. Por suerte, no estamos buscando a un Juan Pérez.
—Tienes razón —dijo Jensen—. El primero que encuentre la dirección
gana la apuesta. El que pierda es un maricón y paga las bebidas. ¿Entendido?
Somers ya estaba
saliendo de la oficina.
—Quiero un café
con dos de azúcar —gruñó.
Veintisiete
Dante y Kacy pudieron haber ido directamente a la casa de
empeño y librarse de la piedra, pero había un pequeño problema. La tienda
estaba cerrada. No iban a tirar la piedra, sobre todo si era tan valiosa.
Entonces a Dante se le ocurrió llevarla a un conocido suyo
que trabajaba en el Museo de Arte e Historia de Santa Mondega. El profesor
Bertram Cromwell era un viejo amigo de su padre, y había sido lo bastante
amable para conseguirle el aciago trabajo en el museo. Dante llegó a
encariñarse de Bertram, y hasta le supo mal defraudarlo cuando lo echaron a
raíz del desgraciado incidente del jarrón roto. Pero Cromwell no sólo no lo
había culpado, sino que le había firmado una carta de recomendación que le
sirvió para entrar a trabajar en el hotel. Dante siempre le estaría agradecido;
gracias a él, no había tenido que volver a su Ohio natal con la cola entre las
piernas.
Bertram era el típico profesor sesentón. Tenía el pelo
canoso y ondulado inmaculadamente peinado, y más de cien trajes distintos,
todos impecables y hechos a mano. Al ser educado de forma exquisita, nunca
perdía la compostura.
Definitivamente, Dante querría parecerse a
ese hombre rico e inteligente. Pero él, de momento, era listo y pobre.
El museo, uno de los edificios más imponentes en Santa
Mondega, ocupaba toda una manzana de la calle principal. Era un edificio grande
y blanco, de ocho pisos de alto. De la fachada colgaban banderas de todos los
países. La gracia del museo residía en su extensa colección, procedente de todo
el mundo, ya fuera un lienzo o una simple concha marina.
Dante y Kacy subieron los tres escalones de la entrada y
cruzaron varias puertas giratorias hasta llegar a la recepción. El profesor
Bertram Cromwell se hallaba en un gran despacho atestado de pinturas, a la
izquierda. Estaba terminando una visita guiada a un grupo de quince
estudiantes. Los chicos tomaban fotografías en lugar de escuchar las
explicaciones de Cromwell. Dante notó que el profesor estaba llegando al final
de la visita. Sabía cuánto odiaba dar charlas a turistas ignorantes que se
negaban a escuchar, pero era tan profesional que no podía obviar ningún detalle
relevante.
Al ver a Dante y a Kacy en la entrada del museo, les hizo
un gesto para que se sentaran mientras terminaba. La pareja se acomodó en el
sofá de color crema junto a la recepción. ¡Aquel impresionante vestíbulo era
más grande que sus tres últimos pisos juntos! El techo tenía más de diez metros
de alto, el suelo era de madera, y gozaban del mejor aire acondicionado de
Santa Mondega.
Desde el sofá se veía el arco de entrada a la primera
galería del museo. Estaba llena de pinturas, esculturas y varios expositores de
vidrio con objetos más pequeños. Aunque a Dante no le interesaba el arte,
intentó apreciar las obras por respeto a Cromwell. Así que contempló una de las
pinturas como si estuviera captando un mensaje oculto. Pero no le convencía. En
su opinión, una buena pintura debía parecer una fotografía, y no un montón de
colores arrojados al azar sobre el lienzo. Si tenía alguna belleza, él no la
notaba.
Al final, los estudiantes pasaron a su lado y salieron del
edificio, permitiendo a Dante dirigirse a Cromwell. Kacy le seguía.
—Hola, Cromwell.
¿Cómo te va? —preguntó Dante alegremente.
—Estoy muy bien. Gracias, señor Vittori. Me alegra verte, y
también a ti, señorita Fellangi. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Necesito mostrarte algo. Hemos encontrado un objeto muy
valioso y queremos venderlo.
Bertram Cromwell
sonrió.
—¿Lo tienes aquí?
—Sí, pero
¿podemos ir a un lugar más privado?
—Estoy ocupado,
Dante…
—Confía en mí,
profesor. Querrás ver esto.
El profesor no parecía convencido de que no fuera una pérdida
de tiempo, pero era demasiado amable para despacharlos de entrada.
—Debe de ser algo
especial. Por favor, vayamos a mi oficina.
Durante varios minutos, Dante y Kacy siguieron a Cromwell
por un laberinto de pasillos, cruzando comentarios sobre las distintas
pinturas. Aunque Dante había trabajado como conserje en el museo, no reconocía
ninguna de las obras.
Kacy estaba ocupadísima memorizando la ruta que seguían. Se
había reunido una sola vez con Bertram Cromwell, y no le había gustado. Así que
prefería ser precavida y recordar el camino, por si ella y Dante necesitaban
escapar rápido. La visita a la Dama Mística la había puesto sobre aviso.
Veintiocho
La oficina de Cromwell estaba situada bajo el nivel del
suelo. Era un despacho muy grande y espacioso; un motivo de orgullo para su
dueño. En él reinaba un escritorio de roble pulido del siglo XIX con una
poltrona terriblemente grande y forrada de piel negra. Al otro lado de la mesa
había dos sillas de piel más pequeñas pero no menos elegantes. Bertram hizo un
gesto para que Dante y Kacy se sentaran en ellas mientras él se acomodaba en la
poltrona.
A Kacy le impresionó tanta magnificencia. Dos de las paredes
estaban forradas de libros del techo al suelo. ¡Así se imaginaba ella la
biblioteca más exclusiva del mundo! Las otras dos paredes estaban decoradas con
paneles de madera repletas de pinturas muy oscuras. Si no fuera por la
calefacción y la luz del magnífico candelabro, aquélla habría sido una estancia
aterradora.
Cromwell se acomodó frotando su traje contra la piel de la
silla. Juntó las manos y tamborileó las puntas de los dedos durante unos
minutos. A continuación, sonrió a Dante, luego a Kacy. Como ellos no entendían
que su tiempo era oro, decidió hablar primero.
—Muy bien,
chicos. ¿Puedo ver el valioso objeto?
Kacy esperó a que Dante asintiera con la cabeza. Sólo
entonces se quitó el collar del cuello y mostró la piedra azul de debajo de su
blusa. Cromwell estiró la mano del otro lado del escritorio mientras ella le
tendía el abalorio. Por unos segundos se quedó inmóvil, observando el conjunto.
Lo contempló el tiempo suficiente para que resultara evidente que estaba
impactado.
—¿Qué piensas?
—le preguntó Kacy.
Cromwell la ignoró y abrió un cajón del escritorio con su
mano izquierda, sin desviar la mirada de la piedra. Sacó una lupa muy pequeña y
la levantó hacia un ojo. En los siguientes treinta segundos, estudió la piedra
desde todos los ángulos posibles.
—¿Y bien? —insistió la chica, un poco avergonzada porque él
no había contestado a su primera pregunta.
Cromwell dejó el
collar y la lupa en el escritorio y respiró hondo.
—Es preciosa, sin
duda —murmuró, como si hablara para sí mismo.
—¿Cuánto crees que vale? —preguntó Dante. Las
excentricidades del profesor le hacían albergar esperanzas.
Cromwell hizo
girar su silla a la izquierda y se puso de pie. Rodeó el escritorio
y caminó hacia la pared cubierta de libros,
a su izquierda. Pasó los dedos por los lomos de los títulos, en uno de los
anaqueles. Al cabo de ocho o nueve libros, su mano se detuvo en un tomo grueso
encuadernado en piel negra. Lo sacó y volvió a su silla, posando el libro en su
escritorio.
—Esta piedra azul podría ser la piedra más valiosa del
mundo —afirmó mirando a la pareja.
—¡Estupendo!
—exclamó Dante—. ¿Dónde podemos venderla?
Cromwell lanzó un
profundo suspiro.
—No estoy seguro
de que puedas… —dijo con suavidad.
Dante no pudo
evitar mostrarse desilusionado.
—¿Y por qué no?
—Deja que revise este libro. Deberías leer algo antes de
decidir qué hacer con ella.
—Muy bien.
Dante y Kacy se miraron, emocionados, mientras Cromwell
pasaba las hojas del libro. Kacy tomó la mano de Dante y la apretó con fuerza.
—¿Cómo se titula
el libro? —le preguntó a Cromwell.
—El
libro de la mitología lunar.
—¡Ah! Muy bien.
A Kacy aquello no le decía nada, pero no era la única,
porque Dante tampoco sabía qué era la mitología lunar.
Al cabo de un minuto pasando páginas, revisando el texto y
exclamando «¡Hum!» y «¡Ah!», Cromwell localizó lo que estaba buscando y comenzó
a leer en voz baja. Desde donde estaba sentado, Dante pudo ver una ilustración
a color de una piedra azul parecida a la suya. Pero no iba ensartada en una
cadena de plata.
Por fin Cromwell levantó la mirada y dio la vuelta al libro
para que ellos pudieran verlo. Ambos observaron las dos páginas, esperando
descubrir algo sorprendente, como una suma de dinero que les indicara cuánto
valía la piedra. Al no descubrir nada por el estilo, miraron de vuelta a
Cromwell, buscando la explicación que no encontraban.
—Jovencita, esa piedra azul que llevas al cuello es
conocida por los historiadores como el Ojo de la Luna.
—¡Vaya!
Kacy estaba
asombrada. Qué nombre más glamuroso para una joya… —¿Y cuánto vale? —insistió
Dante.
—Eso no deberías preguntármelo a mí. Piénsalo tú mismo
—advirtió Cromwell, y continuó en tono sombrío—: ¿Vale la pena arriesgar la
vida por ella?
—¡Dios mío! ¿Tú
también? —Dante recordó los comentarios de la Dama
Mística.
Cromwell no quiso
discutir y continuó hablando como si tal cosa.
—El Ojo de la Luna no tiene un valor comercial. Su valor
está en quien la posee. Hay gente que haría lo que fuera con tal de
conseguirla. Y no la quieren por dinero.
—¿Entonces?
—¿Porque es
bonita? —intervino Kacy.
—Es hermosa, lo reconozco, pero la razón de que sea tan
valiosa es porque, según la leyenda, y este libro, el Ojo de la Luna tiene un
poder asombroso. Es una piedra mágica.
—¡¿Cómo?! —Dante
no entendía nada.
Conocía a Bertram Cromwell lo suficiente para saber que era
un hombre inteligente y que no decía tonterías. Si él creía que la piedra tenía
un poder mágico, debía de ser cierto.
—Hay varias historias al respecto —continuó el profesor—.
Algunas dicen que quien la lleve colgada al cuello, o en alguna parte del
cuerpo, se vuelve inmortal.
—¿Inmortal? ¡Como
en las películas! —exclamó Kacy.
—Otras dicen que
roba el alma de quien la lleva.
—¿La gente se
traga esa mierda? —Dante sonrió.
—Por supuesto.
—¿Y tú te lo
crees?
—Me reservo mi
opinión.
—Entonces, ¿qué
debemos hacer con ella?
—Bueno… —El profesor se levantó de nuevo—. Siempre podrías
comprobar si tiene poderes curativos…
—¿Qué quieres
decir? —Dante estaba intrigado.
Bertram Cromwell
tomó el collar del escritorio y se lo lanzó a Dante.
—Ponte el collar y yo te cortaré el brazo lo suficiente
para que sangre. Si la piedra tiene esos poderes, entonces la herida se curará.
Dante consultó a Kacy con la mirada. Ella parecía seducida
por la idea, así que con renuencia (ya que no creía en la brujería y todas esas
tonterías), el chico deslizó el collar sobre la cabeza y dejó que cayera
alrededor del cuello. Luego se dobló la manga de la camisa del brazo derecho y
lo extendió. Cromwell sujetó el brazo con la mano izquierda y con la derecha
sacó una navaja del bolsillo interior de su chaqueta. Extendió la hoja y la
levantó frente a Dante, quien, con franqueza, estaba sorprendido de que el
profesor tuviera una navaja a mano.
—Muy bien —dijo Dante, mirando la hoja en la mano de
Cromwell—. Hazlo lo peor que puedas.
—¿Estás seguro?
—preguntó Cromwell.
—Adelante. Pero
hazlo antes de que cambie de idea.
Bertram Cromwell respiró hondo y clavó la punta del
cuchillo en el antebrazo de Dante. Dos cosas sucedieron de manera casi
simultánea. La hoja entró cinco centímetros completos y Dante lanzó un chillido
tremendo.
—¡Aaaahhhhhhhh…!
¡Hijo de puta! ¡Me cago en…! ¡Mierda…!
—¿Te duele?
—preguntó Kacy. No fue una de sus observaciones más brillantes.
—¡Pues claro…!
¡Es un cuchillo!
Dante se sujetaba el brazo, tratando desesperadamente de
detener el chorro de sangre. Cromwell había sacado un pañuelo de papel de su
bolsillo y estaba limpiando la hoja de su cuchillo.
—Dante, ¿sientes
cómo la herida empieza a curarse? —preguntó con calma.
—¿Qué coño dices? Casi me cortas el brazo… ¡Por supuesto
que no se está curando! Tendrán que ponerme puntos… Pero… ¿qué cojones has
hecho? Pensé que ibas a arañarme, no a cortarme el brazo. ¡Hijo de puta!
—Lo siento, Dante. Sólo quería asegurarme de que era un
corte lo bastante profundo para demostrar el poder de la piedra…
—¡Y ha
funcionado, si la meta era dejarme una cicatriz para toda la vida!
Cromwell sacó
otro pañuelo de su bolsillo y lo entregó a Kacy.
—Toma, jovencita. Envuelve con fuerza la herida de Dante.
Detendrá la salida de sangre.
Kacy tomó el pañuelo y sujetó el brazo de Dante. Lo enrolló
alrededor de la herida y ató los extremos con un nudo firme.
—¿Qué tal, cariño? —La expresión de Dante era un poema—.
¡Vaya! Espera un momento… ¡Creo que la herida se ha curado!
—¿Seguro?
—preguntó Cromwell, claramente emocionado.
—¡No, imbécil! ¡Por supuesto que no se ha curado! Me has
acuchillado el brazo, ¿recuerdas? ¡Y eres profesor! —Con su brazo bueno se
quitó el collar y se lo entregó a Kacy—. Agarra esta mierda y golpéalo a él en
la cabeza.
Ahora Dante
empezó a calmarse. Incluso le dolía haber insultado a Bertram.
—En fin… Olvídalo, profe. Sobreviviré. He pasado por cosas
peores. —Se encogió de hombros.
—Dante, si hay
algo que pueda hacer…
—Seguro que sí.
Dime dónde puedo vender la maldita piedra.
Cromwell sacudió
la cabeza.
—No la vendas, Dante. Sólo libérate de ella. Si la
conservas, te traerá dolor y sufrimiento.
—No puede ser
peor que ahora, ¿no?
—De hecho, sí…
—dijo Cromwell, con voz grave—. Hay algo más.
—¿Qué? —Dante
seguía apretándose el brazo y haciendo muecas de dolor.
—Mañana al mediodía habrá un eclipse solar. No tengáis la
piedra cuando eso suceda.
—¿Por qué no?
—Porque podría ser malo. Esta piedra pertenece a los monjes
de Hubal. La estarán buscando y no se detendrán ante nada con tal de devolverla
al templo.
Vuestra vida se acorta cada segundo que
conservéis la piedra.
—¿De verdad? ¿Por
qué es tan importante para esos monjes?
—Porque, aunque a ti y a mí pueda parecemos ridículo, los
monjes creen que esta piedra azul controla el movimiento de la Luna. Si cae en
las manos equivocadas, podría usarse para detener su órbita alrededor de la
Tierra.
—¿Es eso malo?
—intervino Kacy.
Sabía que estaba diciendo una estupidez, pero el profesor,
incluso el museo, la ponía nerviosa. Cuando Kacy estaba nerviosa, balbuceaba, y
cuando balbuceaba, decía estupideces. Por eso le encantaba estar con Dante. Él
era estúpido y no le molestaba que perdiera los nervios cuando estaba cerca de
personas importantes.
Por fortuna, Cromwell no juzgaba a la gente por su
inteligencia, ya que, en comparación con él, la mayoría parecía estúpida. Así
que respondió a la pregunta de Kacy sin inmutarse.
—Sí, es malo. Para empezar, la Luna controla las mareas,
pero ahora lo importante es que mañana al mediodía habrá un eclipse solar.
Ahora bien, si los rumores son ciertos, y quien posea esa piedra puede
controlar la órbita de la Luna… entonces… ¿Qué crees que estaría planeando esa
persona?
Dante no quería parecer estúpido, pero no sabía la
respuesta a la pregunta. Tal vez fuera obvio para la mayoría de la gente, pero
él no tenía ni idea. Tras un silencio, Cromwell contestó su propia pregunta.
—Si quien tiene la piedra emplea su poder durante un
eclipse, podría lograr que el eclipse fuera permanente. Aunque no quiero
aburriros con los detalles técnicos, os aseguro que existen bastantes
probabilidades de que quien tenga la piedra logre mantener a la Luna alineada
permanentemente con el Sol, con el fin de bloquear la luz en Santa Mondega. En
otras palabras, la ciudad estaría en total oscuridad durante todos los días del
año. Y eso, amigos, sólo atraería a bichos raros.
—Coño… —Dante
soltó lo primero que le vino a la mente.
—Yo no lo diría
de ese modo.
—Pero ¿quién querría que eso sucediera? Dices que la gente
desea apoderarse de la piedra, pero seguro que nadie querrá bloquear el Sol… Es
una gilipollez — razonó Dante. No le cabía en la cabeza que alguien hiciera
algo tan irracional, y no fuera por dinero.
—Estoy de acuerdo, pero, según la leyenda, hay personas que
querrían que sucediera.
—¿Como quién?
—No lo sé. ¿Tal vez los adoradores del Diablo? ¿O la gente
que es alérgica al Sol y les preocupa el cáncer de piel? Qué más da… Dante, lo
importante es que el Ojo de la Luna ha aparecido en Santa Mondega justo antes
de un eclipse solar, y en consecuencia, debes preguntarte si alguien lo trajo
aquí con eso en mente.
Kacy sintió que
se volvía loca. Sabía tres cosas sobre los adoradores del Diablo:
Uno: Adoraban al
Diablo. Obviamente.
Dos: Era el tipo de gente que disfrutaba sacrificando a
otros seres humanos. Bastante probable.
Tres: Cuando no iban vestidos para los rituales satánicos,
parecían personas normales.
Veintinueve
Antes del mediodía el Tapioca ya estaba lleno de extraños.
Normalmente, Sánchez ya se habría vuelto loco, pero en esa ocasión se permitió
un cierto grado de tolerancia. El gran Festival Lunar estaba en pleno auge y
eso siempre atraía a los turistas.
Había otra razón para su tolerancia. Llevaba un rato
observando los cuellos de sus clientes, buscando el collar con la piedra. No lo
llevaba nadie, al menos no en el Tapioca, pero ese día Sánchez daría un paseo,
así que tal vez descubriera algo.
El Festival Lunar sólo se celebraba durante los eclipses.
En cualquier parte del mundo, aquello sería extraordinario, pero en Santa
Mondega, la ciudad perdida, había un eclipse solar total cada cinco años. Nadie
sabía por qué, pero todos los lugareños estaban contentos ya que el festival
era estupendo. Aquella celebración había formado parte de la cultura de Santa
Mondega durante mucho tiempo, se remontaba a siglos antes, casi hasta los días
en que unos aventureros españoles establecieron la colonia donde ahora se ubicaba
la ciudad.
Allí todos hacían un verdadero esfuerzo por disfrazarse, lo
que distendía el ambiente. Con todos felices y en armonía (por mucho que se
abusara del alcohol), disminuía exponencialmente las probabilidades de que se
produjeran peleas, lo que facilitaba el trabajo de Sánchez.
La feria ambulante era su atracción favorita. Se instalaba
siempre durante el Festival Lunar. En la víspera del eclipse, Sánchez por fin
encontró tiempo para visitarla.
Dejando a Mukka de encargado en el Tapioca, Sánchez se
dirigió a la feria. Su principal motivación eran las apuestas. Se le ocurrían
todo tipo de formas de invertir el dinero ganado en la feria. Sánchez había
oído que en una de las carpas había un casino, y una pista de carreras para
ratas en otra. Sin embargo, lo mejor de todo era el cuadrilátero de boxeo.
Todos los días estaba abarrotado. En él, cualquiera podía retar al boxeador de
la feria: la meta era que el retador durara tres asaltos sin que lo noquearan.
Las gigantescas carpas de colores brillantes, suntuosamente
decoradas, estaban llenas de turistas boquiabiertos. Toda el área bullía de
gente yendo de una atracción a otra, al son de las melodías de los altavoces. A
Sánchez no le interesaban las diversiones menores. Sólo le gustaba la carpa de boxeo,
la más concurrida de todas. La mitad de la población de Santa Mondega parecía
opinar lo mismo: llegar al boxeo y llegar temprano. Para encontrarla, bastaba
con seguir las hileras bien ordenadas de motocicletas, señal clara de que los
Ángeles del Infierno se hallaban en la ciudad.
Le tomó veinte minutos entrar en la carpa gigante. Dentro,
las hordas le impidieron acercarse al cuadrilátero. Los organizadores eran
conscientes del potencial de congestionamiento, de manera que el cuadrilátero
estaba construido en lo alto de una plataforma, asegurando que todos tuvieran
una vista razonablemente buena.
Aquí las peleas no seguían las Reglas Queensberry. Era un
boxeo sin guantes, y aunque no se alentaba activamente morder ni sacar los
ojos, se aceptaba casi todo, incluyendo el uso de pies, codos y el borde de la
mano.
Sánchez llegó a medio combate. Uno era casi dos veces más
pequeño que su contrincante, un matón enorme de cabeza rapada y cubierto de
tatuajes. Su contrincante parecía un padre de familia buscando el sustento de
sus hijos. Aquello era un desastre sangriento. Al hombre casi le colgaba uno de
los ojos mientras se tambaleaba de un lado al otro del cuadrilátero,
sosteniéndose el hombro izquierdo, como si se lo hubiera dislocado. En
contraste, el boxeador de cabeza rapada estaba más fresco que una rosa. A
Sánchez no le sorprendió que la pelea terminara de inmediato. Pronto retiraron
al padre fuera del cuadrilátero y lo llevaron al exterior, donde pudiera
atenderlo el servicio médico.
En cuanto la pelea terminó, la multitud se dispersó y
Sánchez pudo tener una mejor vista de los procedimientos. El maestro de
ceremonias (vestido con frac y sombrero de copa) subió al cuadrilátero y gritó
algo por el micrófono. En menos de un minuto, otro voluntario se había subido
al ring, entre enormes aclamaciones. Al menos este tipo parecía mejor
candidato. El boxeador de la cabeza rapada, que era conocido como Cabeza de
Martillo, se había quedado en el cuadrilátero. Sin duda, aquél era el boxeador
profesional que, en nombre de los propietarios, combatía contra todos los
participantes.
El trato era que su contrincante tenía que durar tres
asaltos, cada uno de tres minutos, sin que Cabeza de Martillo lo noqueara. La
entrada costaba cincuenta dólares, pero si podía durar los tres asaltos, el
boxeador recibiría cien dólares. Si, por algún milagro, el contrincante
noqueaba a Cabeza de Martillo antes de los tres asaltos, ganaba mil dólares.
Ésa era razón suficiente para que todo tipo de borrachos pusieran a prueba su
suerte. De hecho, era la razón para que multitud de idiotas que ni siquiera
estaban borrachos desearan probar suerte contra Cabeza de Martillo.
El nuevo contrincante era un hombre blanco normal y
corriente. Cabeza de Martillo debía superarlo en peso en al menos veinte kilos.
Sánchez apostó veinte dólares a que Cabeza de Martillo ganaba en el primer
asalto. Un corredor de apuestas entre el público le dio un precio razonable: si
ganaba, podría doblar su dinero. Pero Sánchez debió estar mejor enterado.
Para su irritación, el retador bailó por todos lados
durante los primeros dos asaltos, en ocasiones lanzando unos pocos tiros cortos
a su oponente. Por su parte, Cabeza de Martillo falló por mucho (tal vez
intencionadamente). Entonces, cuando llevaba un minuto de asalto final, de
repente despertó de su letargo y con tres rápidos golpes (PUM, PUM, PUM)
terminó la pelea. Así eran aquellas peleas. Maldita sea…
Sánchez necesitaba la información de los corredores de
apuestas o, mejor aún, lo que ellos no sabían. Y entonces, mientras todavía
maldecía su suerte, descubrió su oportunidad de oro. Desde la parte trasera de
la gran carpa, los dos monjes de Hubal, Kyle y Peto, estudiaban las peleas con
gran interés. Su extraña ropa ya no llamaba la atención. De hecho, empezaban a encajar
en Santa Mondega. Sánchez los observó por un momento. Charlaban sobre algo.
¿Tal vez una apuesta? ¿O estaban planeando subirse al cuadrilátero? Realmente,
esos tipos podrían estar a la altura. Y los corredores de apuestas no debían de
saberlo. Como no tenía nada que perder, se acercó a ellos. Los monjes se
volvieron, sorprendidos.
—¡Hola! ¿Cómo os va? Ya imaginé que volvería a veros —les
saludó Sánchez como si fueran amigos.
—Hola, camarero
—dijo Kyle—. ¿Qué te trae por aquí?
Peto asintió,
todo sonrisas.
—¿Por qué no subís y lucháis contra ese tipo? Seguro que lo
ganáis… Yo os he visto pelear, ¿lo recordáis? Sois muy buenos.
—Seguro que lo
hacemos —afirmó Peto.
Definitivamente,
los monjes encajaban entre la fauna.
—En efecto… —añadió Kyle—. Pero no está en nuestra
naturaleza pelear a menos que sea necesario… o inevitable.
—¿Y si pago la
entrada?
Los dos monjes se miraron. No podían creer en su suerte.
Después de todo, tal vez no tendrían que robar a nadie.
—Muy bien
—contestó Kyle.
Sánchez tampoco
podía creer en su suerte.
Treinta
Tras la aterradora charla con Cromwell, Dante y Kacy se
dirigieron a la feria con un plan en mente. Como muchos otros, se fueron
directamente a la carpa de boxeo, aunque por razones distintas a las de la
mayoría.
Al cabo de un rato viendo los distintos combates, llegaron
a una conclusión evidente: debían apostar su dinero a favor de Cabeza de
Martillo. Había ganado cuatro veces sin mostrar signos de fatiga. Pero ellos no
iban a apostar dinero, sino sus propias vidas.
Después de sus encuentros con la Dama Mística y el profesor
Bertram, Dante estaba convencido de que necesitaban un guardaespaldas. Si iban
a vender el Ojo de la Luna, buscarían algún tipo de respaldo. Escoger al tipo
más duro en un desafío de boxeo sin guantes parecía la mejor manera de actuar.
Aunque Kacy veía que Cabeza de Martillo era el hombre para el trabajo, Dante
tenía ciertas dudas. Quería verlo en acción una vez más, ya que sospechaba que
todas las peleas estaban amañadas.
No es que el quinto oponente de Cabeza de Martillo causara
sensación al subir al cuadrilátero. Era un individuo calvo y bajito, vestido en
una pulcra túnica anaranjada de kárate y pantalones negros holgados. Tras una
breve discusión con el árbitro (en la cual debió de contarle las pocas reglas
del combate), se presentó al monje ante el público. El maestro de ceremonias
con sombrero de copa y frac tomó una de las muñecas de Peto, lo condujo al
centro del cuadrilátero y gritó en el micrófono:
—¡Damas y caballeros! El retador de nuestro siguiente
combate viene de una isla en el Pacífico. ¡Aplaudan a Peto el Inocente!
El segundo del pequeño luchador, vestido con el mismo
uniforme, esperaba en una esquina del cuadrilátero, medio desencajado.
Al anuncio le siguió un tremendo abucheo, como si la gente
anhelara ver un baño de sangre. Peto era apenas la mitad del tamaño de Cabeza
de Martillo y no parecía respaldado por las apuestas.
Dante negó con la cabeza. Sin importar lo convincente que
fuera la siguiente victoria de Cabeza de Martillo, todavía no se decidía a
poner su vida en manos de aquel matón tatuado. Kacy debía convencerlo de lo
contrario. Quería salir de allí lo antes posible. No era un lugar seguro.
—Muy bien. Si Cabeza de Martillo gana ésta, le haremos una
oferta —sugirió la chica—. No podemos esperar para siempre.
—De acuerdo. Pero
deja que hable yo.
—¿Cuánto le
ofrecerás?
—Unos cinco mil
dólares.
—¿Cinco de los
grandes?
—Crees que es
demasiado, ¿no? —preguntó Dante.
—Bueno… pues sí.
Pero si piensas que es lo que vale, adelante.
—Por eso te amo, Kacy. —La besó en los labios. Fue
suficiente para calentarle el corazón y calmar sus nervios.
Cruzaron a través
de la multitud sudorosa hasta acercarse al cuadrilátero.
Dante esperaba poder hablar con Cabeza de
Martillo antes de que comenzara.
—¡Oye!
¡Grandullón! —gritó entre la multitud.
De inmediato quedó claro que Cabeza de Martillo no podía
escucharlo, así que Dante se dirigió a su esquina. El segundo del boxeador
sería su siguiente escala. Era un tipo bastante grande y peludo con todo el
cuerpo tatuado a base de serpientes, cuchillos y palabras como «Muerte» y
«Escogido». Era casi treinta centímetros más alto que el contrincante Cabeza de
Martillo… ¡y sólo era el segundo!
—¿Puedo hablar
contigo un momento? —gritó Dante al oído del hombre.
—No. Vete a la
mierda.
—Entonces, ¿me
dejas hablar con Cabeza de Martillo después del combate?
Quiero proponerle un negocio.
—¡Lárgate antes
de que te meta la cabeza por el trasero!
A Dante le mosqueó el tono del hombre, y estaba listo para
pelearse con el segundo. La navajada que había recibido ese día, en la oficina
de Cromwell, ya se había curado (aunque no iba a admitirlo ante Kacy), así que
sabía que podía dar unos cuantos golpes si la situación lo merecía.
—Vete a tomar por
culo —gruñó Dante.
—¿Cómo dices?
—Hijo de puta…
Cara de mono…
Kacy temía que algo así sucediera. Dante tenía la mala
costumbre de ponerse gallito. De vez en cuando, sentía la necesidad de
mantenerse firme cuando alguien lo provocaba.
El segundo de Cabeza de Martillo bajó la escupidera que
tenía en las manos y encaró a Dante.
—Dilo de nuevo.
—Su tono era casi agradable.
Se produjo una pausa incómoda mientras Dante consideraba su
respuesta. Kacy le hizo un favor al interponerse y responder por él.
—¿Qué le parecería a tu amigo ganar cinco mil dólares por
unas horas de trabajo? —Esbozó una radiante sonrisa.
El segundo seguía mirando fijamente a Dante, pero había
escuchado la oferta de Kacy y lo estaba pensando. Por fin dijo:
—Chicos, esperad a que termine esta pelea y entonces
podremos sentarnos a conversar. Luego Cabeza de Martillo tiene un descanso.
Podremos discutir vuestra oferta.
—Gracias —dijo
Kacy, todavía sonriendo.
Dante y el hombre continuaron mirándose hasta que Kacy
logró llevarse a su novio de vuelta a la multitud.
Segundos más tarde, la campana dio inicio al combate. Fue
una pelea corta. Dante y Kacy observaron, intimidados, cómo Cabeza de Martillo
cargó a través del cuadrilátero para dar un golpe rápido antes de que la
campana dejara de sonar. En dos segundos, su contrincante casi saltaba del
ring. Sin embargo, Peto recuperó la compostura con sorprendente rapidez, y
entonces, para sorpresa de casi todos los presentes (incluyendo a Dante y a
Kacy, pero no a Sánchez), le dio a Cabeza de Martillo la peor paliza de su vida.
En primer lugar, con increíble velocidad, el tipo dirigió
un golpe sólido a la garganta de Cabeza de Martillo, que lo dejó de rodillas,
luchando por respirar. En una fracción de segundo le siguió una patada voladora
al lado de la cara y, antes de que Cabeza de Martillo supiera qué sucedía, su
tráquea estaba cerrada.
Se apagaron las
luces, Cabeza de Martillo…
La pelea terminó en menos de treinta segundos. Al
principio, la multitud se quedó aturdida y en silencio. Todos los hombres que
habían apostado a que ganaba Cabeza de Martillo (y eran muchos) querían creer
que la pelea estaba amañada. Por desgracia, esta vez no era el caso. Cabeza de
Martillo nunca dejaría que lo golpeara con tanta facilidad un oponente tan
pequeño y lamentable.
Cuando por fin el público comprendió lo que había sucedido,
se mezclaron las burlas y los aplausos. Burlas porque casi todos habían perdido
dinero, y aplausos porque era sorprendente ver que un oponente con menos
posibilidades ganara de manera tan convincente a un tipo tan fornido como
Cabeza de Martillo.
Confundidos por el clamor, Peto y Kyle se quedaron en el
cuadrilátero mientras se llevaban a Cabeza de Martillo. Peto se había ganado la
posición del luchador a vencer. Ahora todos en la carpa deseaban verlo pelear
de nuevo. La pregunta era: ¿quién sería su próximo oponente?
Treinta y uno
Sánchez estaba extasiado. Había ganado mil dólares con la
victoria de Peto. Tan sólo le había costado la entrada del monje y una apuesta
de cincuenta dólares. Si hubiera tenido el valor de poner el dinero a que el
monje ganaba en el primer asalto, hubiera recibido mucho más. No le molestaba
demasiado. Pero los monjes le debían un favor. Había pagado su entrada; con
suerte, podría explotar a esos desgraciados y hacer que Peto peleara de nuevo.
Kyle agradeció que Sánchez le ofreciera cincuenta dólares
de sus ganancias. Los monjes habían ganado mil dólares gracias a la rápida
caída de Cabeza de Martillo ante Peto, entregados a regañadientes en billetes
sucios por el maestro de ceremonias. Pero Kyle había aceptado, feliz, los
cincuenta adicionales de Sánchez. Era obvio que le habían pillado el gustillo
al dinero, y también a las apuestas, pensó el camarero del Tapioca. Aquellos
dos bichos raros podrían llegar a ser amigos suyos.
En menos de veinte minutos, Peto había despachado al nuevo
contrincante, llamado Gran Neil, con que habían reemplazado a Cabeza de
Martillo. Sánchez, quien ahora actuaba como mánager de los dos monjes, negoció
con el maestro de ceremonias de manera que Peto pudiera pelear contra todos los
participantes. Muy pronto, Sánchez, los monjes y el maestro de ceremonias
escogieron el asalto en que Peto iba a ganar. Un grupo de jóvenes agresivos
fueron enviados a hacer apuestas anónimas por ellos, y antes de que lo
supieran, Sánchez y los dos monjes de Hubal estaban haciendo un gran negocio a
espaldas de los corredores de apuestas.
Durante dos horas, Peto demostró su dominio de las artes
marciales. Tras derrotar a su quinto oponente consecutivo, Sánchez ya había
recaudado doce mil dólares. Kyle había empezado con apuestas más discretas,
pero cuando sus ganancias se sumaron al dinero del premio que Peto estaba
acumulando, habían ganado más de cuatro mil dólares. Les quedaban noventa y
seis mil dólares para recuperar el dinero que les habían robado.
Ahora el problema era encontrar oponentes. El público
suponía que Peto estaba decidiendo cuándo ganar sus peleas; pero al final las
ganaba todas con facilidad. Durante sus cinco victorias sólo lo habían golpeado
tres veces, lo cual significaba que los hombres duros no podían desperdiciar
sus opciones contra un monje invencible. Pero entonces, justo cuando parecía
que no se presentarían nuevos candidatos, apareció uno. Y lo hizo de la forma
más dramática imaginable.
Mientras Sánchez, los monjes y el maestro de ceremonias
discutían la falta de oponentes en el cuadrilátero, se oyó un estruendo de
motor desde la parte trasera de la carpa. Fue lo bastante ruidoso para
silenciar a la multitud, y todas las caras se volvieron para ver una enorme
Harley-Davidson entrando en la carpa. La multitud se abrió como el mar Rojo
había hecho para Moisés y los israelitas. Era una moto anticuada, como la que
Dennis Hopper y Peter Fonda usaban en
Easy Rider. Estaba muy bien cuidada. Era evidente que su dueño la adoraba.
La pintura plateada brillaba y el cromo relucía, como si la máquina hubiera
venido directamente de un museo. Los motores gemelos en «V» estaban afinados
hasta la perfección; ronroneaban como gatos.
Sin embargo, para el público de la carpa, la Harley en sí
no era la mitad de emocionante que el hombre que la montaba. Aquél no era un
desconocido. El maestro de ceremonias, al reconocerlo de inmediato, subió al
ring y empezó a incitar a las masas. Había mucho dinero en juego, era temprano,
y el gigante que montaba la Harley ya había arrojado su sombrero al
cuadrilátero. Un enorme Stetson voló sobre la multitud y aterrizó a los pies
del maestro de ceremonias, quien lo recogió y se lo puso en lugar de su
sombrero de copa.
—¡Damas y caballeros! —aulló en el micrófono—. Den la
bienvenida al hombre que todos estábamos esperando. El mejor luchador sin
guantes del mundo… ¡El singular… el único… Rodeeeeooooooo Rexxxx!
Decir que la multitud se puso frenética sería quedarse
corto. Kyle y Peto no estaban seguros de entender el alboroto, pero, como todos
los demás, habían quedado muy impresionados por la entrada del hombre. Su
Harley avanzó hasta el cuadrilátero (con la llanta trasera escupiendo arena y
tierra en un radio de cinco metros) antes de detenerse lentamente. Rodeo Rex
aceleró el motor varias veces antes de apagarla y desmontar con calma, para que
todos pudieran tomarle fotos.
Era el hombre más grande que Kyle o Peto habían visto. Cada
centímetro de su cuerpo era músculo; una enorme estructura sin un gramo de
grasa. Lucía una camiseta con motivos de Halloween tremendamente ajustada. ¡Le
iba tan apretada que parecía un tatuaje! También llevaba un guante negro en la
mano derecha, pero no en la izquierda. Sus pantalones de mezclilla azul estaban
rotos en las rodillas y metidos dentro de unas botas negras. Al bajar de la
moto y levantarse, quedó claro lo grande que era. Medía un metro ochenta y
cinco y tenía el pelo castaño enmarañado a la altura del hombro, sostenido por
una cinta que le cruzaba la frente. Parecía un luchador de Pressing Catch, sólo
que su apariencia era demasiado aterradora incluso para ser uno de los malos.
Los niños (y los adultos) tendrían pesadillas con aquel tipo.
Sólo había una razón para que Rodeo Rex estuviera en la
carpa de boxeo, y fue evidente desde el principio. Saltó directamente al
cuadrilátero, balanceando su gran cuerpo sobre las cuerdas, y se acercó a
saltos al maestro de ceremonias, abrazándolo como a un hermano. Luego se
apoderó del micrófono y saludó a su público.
—¿Habéis venido a
verme? —bramó.
—¡Sí! —gritó la
multitud.
—Entonces, como diría Marvin Gaye… ¡Sigamos adelante! ¡Oh,
nena, sigamos adelante! —Agitó los brazos en el aire.
Los corredores de apuestas casi quedaron aplastados por la
estampida. La gente se apiñó a su alrededor, gritando y tendiéndoles billetes
de veinte dólares. Esta vez pocas personas apostaron a favor de Peto.
Sánchez había visto pelear a Rex antes, e intuyó que
ganaría a Peto. Kyle notó la emoción de niño en su cara.
—¿Este hombre es un ídolo? —le preguntó el monje a Sánchez,
quien hacía gestos como una colegiala enamorada.
—Es una leyenda.
Nunca pierde un combate.
—¿Cuántas veces
lo has visto pelear?
—Cientos de
veces. Prepara a tu amigo para la derrota.
Peto escuchó que Sánchez hablaba con Kyle y se acercó para
unirse a la conversación.
—Lo venceré fácilmente, Sánchez. ¿No me has visto pelear?
Todos están borrachos o en malas condiciones físicas, y les falta fe en ellos
mismos para derrotarme.
Sánchez sabía que Peto era bueno, pero no creía en sus
posibilidades contra el gigantesco boxeador. Además, Rodeo Rex era su héroe. No
es que Peto no le gustara, pero si el joven monje lo derrotaba, destrozaría el
mito.
—No vencerás a ese tipo porque él es el mejor. Hazte un
favor: prepárate para perder en el primer asalto y luego déjate caer con el primer
golpe… ¿Entendido?
Peto y Kyle bajaron del cuadrilátero y se alejaron de la
multitud, que anhelaba poder acercarse a Rodeo Rex. Encontraron un lugar
tranquilo justo bajo la esquina del ring. Por sus miradas, Sánchez adivinó que
seguían creyendo que Peto podía ganar. Para ellos, aquélla era una buena
oportunidad para ganar dinero en las apuestas, y empezaban a disfrutarlo. Así
que discutieron las tácticas, y luego Peto subió al cuadrilátero mientras Kyle
desaparecía de la multitud buscando a un corredor de apuestas. Volvió al cabo
de dos minutos.
—¿Has logrado
hacer la apuesta? —preguntó el novicio.
Sánchez, preocupado, se afanó en encontrar uno de los
jóvenes dispuestos a apostar por él.
—Pues claro.
—Kyle guiñó un ojo.
Justo antes de que empezara la pelea, Rodeo Rex se acercó
dando saltos a su esquina para hablar con su oponente, como habían hecho sus
anteriores contrincantes.
—Sois monjes de
Hubal, ¿no? —Les sorprendió el tono conciliador de Rex.
—Sí. ¿Cómo lo
sabes? —Kyle sonó condescendiente.
¿Cómo era posible que un hombre como él, que parecía
pasarse la vida bebiendo y peleando, hubiera oído hablar de los monjes de
Hubal?
—He conocido a
otros antes. Buenos tipos. ¡Que empiece el espectáculo!
A Peto le
desconcertó la buena dicción del gigante.
—Gracias… ¿Y
cuándo los conociste? —preguntó con cortesía.
Rex suspiró
varias veces.
—Hace años.
Supongo que estáis en la ciudad por el mismo motivo.
—¿Cuál? —preguntó
Kyle, intrigado por saber hasta dónde sabía Rex.
—El Ojo de la
Luna. Apuesto a que lo han robado de nuevo. ¿Es así?
—Tal vez… —dijo Kyle, buscando en Rex alguna señal de que
intentaba engañarles—. ¿De qué conoces la historia? —Volvió a sonar
condescendiente.
—Digamos que tenemos un interés común. —Rodeo Rex sonrió—.
¿Qué os parece si tomamos algo después de la pelea? Creo que podemos ayudarnos
mutuamente.
—Por supuesto —reaccionó Peto—. Nos gustaría echar un
trago. ¿Verdad, Kyle?
—Claro, señor
Rex.
—Es sólo Rex. O
Rodeo Rex. Nunca señor Rex.
Entonces Rex, entre grandes aplausos, volvió dando saltos a
su esquina del cuadrilátero y levantó los brazos en un ritual de celebración
previo a su próxima victoria.
Treinta y dos
Desde la derrota de Cabeza de Martillo, Dante y Kacy
siguieron las peleas con creciente interés. A Kacy le gustaba el estilo del
tipo calvo que lo había aplastado primero a él y luego a los otros cinco
oponentes. Dante no estaba tan entusiasmado. Quería un guardaespaldas que
asustara a la gente con su apariencia. Y aquél, desde luego, no era un buen
candidato.
De hecho, le molestaban dos cosas. En primer lugar, todos
en la carpa de boxeo parecían conocerse de algo, y en segundo, y mucho más
importante, empezaba a entender qué le disgustaba tanto de Peto el Inocente.
—Kacy, mira al
tal Peto y a su amigo. ¿Qué notas?
—Que se parecen
mucho el uno al otro —dijo Kacy, burlándose de él.
—¿Y qué más? Fíjate en que los dos son pequeñitos, calvos y
llevan la misma túnica naranja y los mismos pantalones negros. ¿No te dice nada
ese detalle?
—¿Que son
daltónicos?
—No, cariño. ¡Son monjes! Así que no nos arriesguemos.
Podrían estar aquí para matarnos. La pitonisa dijo que nos liberáramos de esa
piedra antes de que nos mataran. Y también lo comentó Cromwell.
Campanas de alarma sonaron en la cabeza de Kacy al
comprobar que, por una vez, Dante se mostraba más precavido que ella.
—¡Dios mío!
Tienes razón… —Hizo una pausa—. A menos que podamos
venderles a ellos el collar…
—Imposible. El profesor pensaba que podíamos obtener varios
miles de dólares por él. Ya has visto lo duros que son esos monjes. Si les
decimos que tenemos la piedra, nos cortarán la cabeza y nos la quitarán.
Escondámonos de momento, y mañana podremos venderla a cualquier joyero o
anticuario. Luego huiremos de la ciudad.
—Pero ¿no
necesitábamos un guardaespaldas?
—He cambiado de idea… Me parece demasiado arriesgado. Aquí
todo el mundo se conoce. Debemos ocultarnos y no confiar en nadie.
—Bien, cariño.
Haremos lo que digas.
Se fueron justo cuando empezaba la pelea entre Peto y Rodeo
Rex. La paranoia empezó a surtir efecto. Dante estaba convencido de que, en la
carpa de boxeo, todos les observaban. Se sentía como si todo el mundo adivinara
qué tenían. Todos sabían que, debajo de la camiseta, Kacy llevaba el Ojo de la
Luna.
Por fortuna, no era así. Pero les habían advertido que
mucha gente estaría dispuesta a matarlos con tal de poner sus manos en la
piedra. En el camino de salida de la carpa de boxeo, pasaron junto a un hombre
encapuchado que, de haberlo sabido, los habría asesinado al instante.
Treinta y tres
¡La biblioteca de Santa Mondega era enorme! Miles Jensen no
se explicaba por qué una ciudad tan espantosa necesitaba, o merecía, semejante
dispendio. Tenía tres pisos, y cada planta parecía una pista de atletismo. Los
pasillos estaban atestados de libros hasta el techo (de diez metros de alto).
Cada piso tenía una agradable área de lectura, con café gratuito y el amable
servicio de varias camareras.
Como amante de la palabra escrita, Jensen aprovechó para
visitar la biblioteca. Le había tomado casi una hora, pero no le aburrió lo más
mínimo. «Si todas las bibliotecas fueran como ésta…», se dijo a sí mismo.
Encontrar un libro sin nombre ni autor iba a ser difícil,
más aún cuando no sabía si debía buscarlo en ficción o ensayo. Su única pista
era que una tal Annabel de Frugyn lo había pedido prestado. Siempre podía
preguntar a la bibliotecaria.
El mostrador de la recepción estaba custodiado por una
veinteañera pequeña y rubia. Vestía una blusa blanca y unos anteojos pasados de
moda, y llevaba el pelo recogido en un moño. Jensen pensó que era guapa, pero
ganaría mucho si fuera más maquillada. Bien mirado, esa rubia tenía potencial
de modelo. Quizá lo sabía e intentaba ocultarlo, con el fin de no atraer ese
tipo de atención en un lugar tan augusto como una biblioteca. Tal vez la
normativa le obligaba a esconder su belleza, o tal vez sólo Jensen la veía
guapa. Por desgracia, la chica lo recibió con una mirada glacial. No era la
mejor de las bienvenidas.
Estaba sentada en un mostrador de teca parecido a una
barra, sólo que, a sus espaldas, en lugar de bebidas tenía libros y
ordenadores.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó con voz cansina, como si
fuera la enésima vez que repetía la frase ese día.
—Estoy buscando
un libro —contestó Jensen.
—¿Ha probado con
el carnicero en la esquina de la calle Dunn?
«¡Uf!
Maravilloso… Una payasa», pensó el agente.
—Sí, pero no tenían el libro que estoy buscando. Así que,
tras preguntar en una tienda de alfombras y una de bromas, decidí intentarlo en
la biblioteca.
A la chica (que, según su acreditación, se llamaba Ulrika
Price) no le gustó que le devolviera el sarcasmo. Era su única defensa contra
los clientes que hacían preguntas estúpidas, y le daba rabia que le
contestaran.
—¿Qué título está
buscando?
—Me temo que no
lo sé.
—Nombre del
autor, ¿por favor?
—Ése es el
problema. Está clasificado como autor anónimo.
Ulrika Price levantó la ceja izquierda. Estaba claro que no
le hacía ninguna gracia, y por unos segundos esperó a que Jensen se retractara.
Él observó cómo su expresión pasaba del resentimiento (por una mala broma) a la
verdadera frustración (al comprender que él hablaba en serio).
—¡Dios mío!
—Suspiró—. ¿Ficción o no ficción?
Jensen sonrió y se encogió de hombros. La señorita Price
cerró los ojos y se llevó las manos a la cabeza. Tal vez tenía un día difícil y
aquello era la guinda.
—¿Puede revisar sus archivos? Creo que lo tiene una mujer
llamada Annabel de Frugyn.
Ulrika Price
levantó la vista y se le iluminó la cara.
—¿Así que va de
gracioso? —bromeó.
—Dios me libre…
—dijo Jensen, esbozando una amplia sonrisa.
Para su sorpresa, la antes agitada señorita Price le
devolvió la sonrisa. Incluso sus ojos se relajaron.
«A esta nena le
gusto —pensó—. Podría ayudarme.»
La bibliotecaria empezó a escribir en un teclado colocado
bajo el mostrador. Tenía la mirada fija en el monitor del ordenador. Jensen no
podía ver lo que sucedía en la pantalla, pero esperaba que ella le diera la
vuelta y le enseñara los resultados de su búsqueda. ¡Lástima!, porque no lo
hizo. Era obvio que todavía no le tenía tanto afecto.
—Tiene razón… —dijo al fin—. Annabel de Frugyn pidió
prestado un libro sin título ni autor.
—Me lo imaginaba… —contestó Jensen—. ¿Podría decirme de qué
libro se trata? ¿En qué sección podría encontrarlo? ¿Cree que alguien podría
ayudarme?
—Yo misma. Pero sólo si es socio de esta biblioteca. He
trabajado aquí durante diez años y nunca antes le había visto.
—Le aseguro que soy socio, señorita Price… Me llamo John
Creasy. La semana pasada pedí prestados dos libros.
La chica dejó de sonreír. Volvió a escribir en su teclado y
frunció el ceño al observar la pantalla. Jensen supuso que estaría comprobando
los registros de John W. Creasy, un personaje ficticio que el propio agente
había introducido, la noche interior y desde su portátil, en la base de datos
de la biblioteca. Había tomado prestado el nombre del personaje que Denzel
Washington interpretaba en la película
Hombre en llamas. Era uno de los alias que Jensen solía emplear, y tenía
toda la identificación necesaria para respaldarlo.
—¿Tiene el carnet
de la biblioteca? —preguntó la chica.
—Por supuesto,
señorita Price.
Jensen sacó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta
deportiva. Extrajo el carnet y el permiso de conducir y se los entregó a la
bibliotecaria, quien parecía contrariada. Los estudió durante un segundo antes
de tirarlos sobre el mostrador.
—Qué curioso…
Aparte de ser negro, no se parece en nada a Denzel Washington.
Así que también había visto la película… ¿Por qué una
simple bibliotecaria se ponía tan suspicaz cuando él le daba pruebas? Tal vez
debía dejar de usar ese nombre. Le daba pena porque le gustaba, pero si una
bibliotecaria descubría su identificación falsa, entonces cualquier mente
criminal podría hacerlo.
—Resumiendo… ¿Qué
sabe de ese libro? —insistió el agente.
—Nada —contestó ella. Ahora sonreía—. Excepto que una mujer
llamada Annabel de Frugyn lo sacó prestado hace poco.
—Se supone que conoce
a casi todos los socios, ¿verdad? Aparte de mí, claro… —Sí.
—¿Y puede decirme
dónde vive Annabel de Frugyn?
—Su dirección no
está en la lista.
—No he preguntado si estaba en la lista. —La voz de Jensen
adquirió un tono más autoritario—. Sólo si sabe dónde vive.
—Es una gitana.
No vive en un lugar concreto.
—¿Y le presta
libros a alguien sin dirección?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque puedo.
—Sostuvo su mirada.
Jensen se inclinó hacia delante y acercó su cara a Ulrika
Price. Estaba claro que quería intimidarla.
—Intente adivinar dónde puedo encontrarla —le dijo con
frialdad—. Su vida está en peligro. Si no la encuentro y la asesinan, le haré a
usted responsable.
—Es usted
policía, ¿no?
—Sí, lo soy. Y su deber como bibliotecaria de esta mierda
de ciudad es ayudarme. Dígame, ¿dónde puedo encontrar a Annabel de Frugyn?
—Vive en un remolque, pero nunca se queda en el mismo sitio
dos noches seguidas. Es todo lo que sé.
—¿Es todo lo que
sabe? —Jensen sonaba escéptico.
—Bueno…, no del todo. —La señorita Price suspiró—. Tal vez
le interese saber algo.
—Continúe.
—Esta mañana vino
otro hombre preguntando por ella y por el libro.
—¿Cómo era?
De repente, Ulrika Price se puso a temblar. Su mirada
glacial y su aire de rectitud absoluta se habían evaporado.
—Era él. El
hombre sin cara.
—¿Qué quiere
decir? ¿Llevaba una máscara?
—Él nunca muestra
su cara… —le contestó ella, con suavidad.
Se le saltaron las lágrimas. Jensen se sintió culpable por
haber tratado de intimidarla y alejó su cabeza para darle más espacio.
—Era el hombre encapuchado —continuó ella—. No lo hemos
visto en Santa Mondega desde justo antes del último eclipse. Ahora ha estado
aquí dos veces. —¿Qué hombre encapuchado? ¿Kid Bourbon? Supongo que ha oído
hablar de él… —Su emoción era palpable.
—Como todos. Pero ya le he dicho que nunca he visto la cara
de ese hombre, así que no sé si era él. Aunque no es que haya visto nunca… la cara
del otro hombre.
Jensen empezó a tamborilear sus dedos sobre el mostrador.
Lo hacía a menudo cuando reflexionaba; le ayudaba a agudizar su mente. Era el
momento de acelerar el interrogatorio.
—Muy bien. ¿Y qué le ha dicho a ese hombre encapuchado? —preguntó
con urgencia.
—Hice algo
estúpido. —De nuevo un susurro.
—¿Como qué?
«A ver si
avanzamos…», pensó el agente.
—Le di la
dirección de Annabel de Frugyn.
—Pero acaba de
decirme que no tiene dirección.
—Y no la tiene.
Le di la dirección de Santino, el capo de una banda criminal.
—No lo entiendo.
¿Por qué hizo eso?
—Porque si ese encapuchado es Kid Bourbon, entonces él mató
a mi marido hace cinco años. Pensé que si lo mandaba a la casa de Santino, él
lo mataría. Si lo hace, habré vengado la muerte de mi esposo.
Jensen se alejó del mostrador. Esa mujer lo había pillado
desprevenido. Ahora debía encontrar a Somers y hacer un plan conjunto. Pero le
quedaba una pregunta.
—Me ha dicho que
ese hombre encapuchado ha estado aquí dos veces,
¿correcto? —Sí.
—¿Qué sucedió la
vez anterior?
—Fue hace un par de semanas. Hizo que todos los socios se
asustaran y se marcharan al instante. Se acercó a mi mostrador y me pidió que
le dejara usar mi ordenador.
—Y se lo
permitió… ¿verdad?
—¿Qué otra cosa
podía hacer? Me quedé petrificada.
—¿Para qué lo
usó?
—Fue cosa de un
minuto. Escribió una lista de nombres y después se marchó.
—¿Vio la lista?
La bibliotecaria
empezó a sollozar.
—No, pero después comprobé que había estado revisando los
nombres de todas las personas que habían leído El libro sin nombre.
Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar. Kid
Bourbon había encontrado los nombres de las personas que habían leído el libro
y las había asesinado a todas. Pero eso no explicaba las muertes de los García
y de Elvis… Se le ocurrió otra pregunta.
—Señorita Price,
¿conoce a Thomas y Audrey García?
Ulrika asintió y
siguió sollozando.
—Sí, Audrey venía
a veces. Nunca se llevó ningún libro porque los leía aquí.
Creo que hace unos meses leyó El libro sin nombre.
—Ya veo. ¿Se lo
dijo al hombre encapuchado?
—No, no le dije
nada.
—Muy bien. Gracias por su tiempo, señorita Price —dijo
Jensen, recogiendo sus carnets como John Creasy y guardándolos en bolsillo—.
¡Ah! Mi verdadero nombre es Miles Jensen. Agente Jensen. —Le mostró su placa—.
Si por alguna razón recuerda algo, por trivial que parezca, llámeme a la
comisaría de Santa Mondega. Si no estoy por allí, pregunte por el agente
Archibald Somers.
Ulrika Price
levantó la ceja de nuevo.
—¿Archie Somers
vuelve a estar en la policía?
—Más o menos. ¿Lo
conoce?
—Por supuesto que sí. Ese hombre montó un lío descomunal
con la investigación de los asesinatos de Kid Bourbon. Es la razón de que nunca
encontraran al asesino de mi esposo.
—Yo lo encontraré, señorita Price. Jensen salió de la
biblioteca, absorto en sus pensamientos. Mientras cruzaba la puerta, Ulrika
Price hacía una llamada telefónica.
—Hola.
—Soy Ulrika, de la biblioteca… Miles Jensen acaba de estar
aquí… Sí, le he dicho exactamente lo que me indicaste… Sí, exactamente.
Treinta y cuatro
—¡Peto!
¡Despierta! Soy yo, Kyle. ¿Estás bien?
—¿Qué ocurre?
¡Ay! Mi cabeza…
¿Dónde diablos estaba? Lo único que veía era la cara de
Kyle en medio de un cielo blanco. Se sentía como si estuviera recostado en algo
pastoso. ¿Cómo había llegado allí?
—Te golpearon en el primer asalto, justo como planeamos
—dijo Kyle, sonriéndole—. Pero te salió mal y no pareció real. Al menos pudiste
pegarle un par de veces antes de caer.
—¿Qué?
—Vamos, Peto, no te hagas el tonto. El combate ha
terminado. Ahora nadie nos está mirando.
—Kyle, ¿dónde
estoy?
—Estamos fuera,
con los médicos.
Peto volvió la cabeza a la izquierda. Un médico con un
estetoscopio al cuello le sonreía desde la ambulancia estacionada a unos
metros. Peto sentía el peso de su cuerpo y no estaba seguro de poder moverse.
Podía, pero no se sentía con ánimo de moverse. Además, no recordaba cómo había
llegado allí.
—¿Es ésa la carpa
de boxeo? —preguntó.
—Sí. Vámonos —apremió Kyle—. Hemos quedado con Rodeo Rex
para tomar algo. Es un tipo agradable.
—¿Agradable?
¡Casi me mata!
Hasta ese momento, Kyle no se había dado cuenta de que el
novicio podía estar gravemente herido.
—Pero ¿no estabas
perdiendo a propósito?
—¡No! ¿Te lo ha parecido? ¡El tío casi me arranca la cabeza
de los hombros! — De pronto le preocupó lo siguiente—: ¿Me falta algún diente?
Kyle estaba dispuesto a pasar por alto las maldiciones
mientras Peto recuperara la compostura.
—No. Al parecer, Rex suavizó el golpe para no romperte
ningún diente. Un detalle de su parte, ¿no crees?
—¡Ah, bueno!
Entonces págale una bebida. Joder…
Ahí terminó toda amnistía respecto a las maldiciones. Kyle
había aguantado lo justo.
—Peto, ¿puedes
dejar de meterte con ese hombre? Es innecesario.
—Muy bien. Deja que Rodeo Rex te golpee a ti en la cabeza.
A ver cómo te sienta, inútil…
Peto se sentó y miró, desafiante, al otro monje. Pero la
brusquedad del movimiento hizo que se mareara y pasó varios segundos abriendo y
cerrando los ojos. Kyle, aunque comprensivo hacia la paliza que acababa de
recibir Peto, no estaba impresionado por la agresividad de su amigo.
—¡Cálmate! —le ordenó.
—¿No parezco
calmado?
—No.
—Supongamos que
lo estoy. ¿De acuerdo?
—Está bien.
Kyle ayudó al novicio a incorporarse. Cuando la cabeza de
Peto se aclaró lo suficiente, se dirigieron a una carpa grande donde servían
cervezas. Se merecían un vaso de agua.
Treinta y cinco
A Rodeo Rex le encantaba el clamor de las masas. La gente
lo amaba, y él a ellos. En esa ocasión, Sánchez se había convertido en su
segundo, el mayor honor de su vida.
Conocía a Rex desde hacía muchos años, ya que el boxeador
frecuentaba el Tapioca cada vez que visitaba la ciudad. Y siempre contaba cómo
se peleaba con quien fuera, en muchos casos para ganarse el corazón de alguna
chica.
Acababa de vencer a su cuarta víctima consecutiva después
de Peto, y empezaba a parecer que nadie más iba a retarlo. Sánchez intentaba
secar el sudor de la frente de Rex mientras esperaban al siguiente voluntario.
—¿Vienes por las peleas o estás aquí por
negocios? —preguntó el camarero.
—Negocios. Esto es un calentamiento para la mierda que
tengo que hacer más tarde.
—¿Como matar a
alguien?
Sánchez no sabía cómo se ganaba la vida, pero suponía que
matando a gente. Tal vez fuera un cazador de recompensas, aunque sus historias
daban a entender que también mataba por gusto.
—Ni siquiera yo sé a quién voy a cargarme. Es muy
divertido. —Hizo una pausa, luego miró al hombre y preguntó—: ¿Alguna novedad
reciente en la ciudad?
Rex no mostraba señales de cansancio, a pesar de haber
luchado cinco combates en menos de veinte minutos. Pero Sánchez no quería
desanimarlo con las últimas noticias de Santa Mondega. Sería un duro golpe…
Elvis, su amigo del alma, había muerto.
—Lo siento, Rex, pero tengo que darte malas noticias. Ayer
asesinaron a Elvis. Lo encontraron en un apartamento.
Rex borró la sonrisa de su rostro. Por un segundo pareció
muy trastornado, luego rezó para que fuera una broma.
—¿Qué cojones dices? ¿Mi amigo Elvis, el Rey? ¿Muerto?
¿Cómo? Y lo más importante, ¿quién coño lo hizo?
—Nadie lo sabe. Un tipo llamado Jefe encontró su cuerpo en
un pequeño apartamento del centro. Estaba pegado al techo como si lo hubieran
crucificado, con cuchillos por todo el cuerpo.
¡Mierda! Sánchez le estaba dando demasiada información. Tal
vez Rex no quisiera saber los detalles de aquella tragedia.
—Me lo imagino. —El hombre suspiró—. ¿Dices que Jefe lo
encontró? ¿Te refieres al cazador de recompensas mexicano?
—Sí…
—¿Crees que lo
hizo él?
—No me
extrañaría. Es un hijo de puta.
Si Jefe había sido el responsable y Rex lo averiguaba, se
iba a armar la gorda. Rex no necesitaba un motivo personal para matar a
alguien, pero si lo tenía, esa persona sufriría lo indecible. Incluso alguien
tan duro como Jefe.
—Aquí nadie más habría tenido el valor de burlarse de
Elvis, ya no digamos de clavarlo en el techo. —Rex gruñó, claramente nervioso—.
¿Hay alguien nuevo en la ciudad que pueda tener algo que ver?
—¿Bromeas? Ahora mismo la ciudad está llena de extraños.
Para empezar, están esos dos monjes.
Sánchez se colgó la toalla en el hombro izquierdo y se
inclinó para recoger una esponja húmeda de un cubo de agua que estaba junto a
la cuerda baja, cerca del poste de la esquina. Exprimió la esponja contra el
pecho de Rex, que empezaba a sudar la ira por la muerte de Elvis.
—Rex, el caso es que mi hermano y mi cuñada han sido
brutalmente asesinados. Fui a visitarlos la otra mañana… y encontré sus cuerpos
en el suelo. Si hubiera llegado dos minutos antes, habría identificado al
desgraciado que lo hizo. Pero sólo vi un Cadillac amarillo que se alejaba. Es
la única pista que tengo. Le pedí a Elvis que buscara al conductor del Cadillac
cuando él… murió. Debió de encontrar a ese hijo de puta…
—Alguien que conduce un Cadillac amarillo, ¿eh? ¿Y mataron a
Thomas y Audrey? Joder, amigo… Tendré que quedarme en la ciudad más de lo
previsto.
Sánchez no pudo evitar emocionarse. Le impresionó que Rex
recordara el nombre de su hermano y de su esposa. Pero lo más importante era
que parecía querer vengar la muerte de Thomas… ¡Madre mía! No cabía en sí de
gozo. Era obvio que la principal motivación de Rex era vengar la muerte de
Elvis, su mejor amigo en Santa Mondega, pero ahora Sánchez formaba parte de su
círculo. Ya no era el simple camarero.
Sánchez terminó de limpiar el sudor de Rex y dejó caer la
esponja en el cubo de agua. Miró alrededor y comprobó que no iba a haber más
contrincantes. La multitud se había relajado y los posibles retadores no se
atrevían a dar el paso. Rex tomó la toalla que Sánchez se había colgado al
hombro. La usó para secarse las axilas y la nuca, como si los esfuerzos de su
segundo no hubieran estado a la altura.
—¿Algo más que
debas contarme, Sánchez?
—Bueno… pues sí. Mi hermano tenía una chica llamada Jessica
escondida en su casa. Estuvo en coma durante cinco años, pero justo se despertó
antes de que lo mataran. Ayer la chica se presentó en mi bar. Dice que no puede
recordar nada de lo que sucedió, pero cree que estuvo ahí.
—¿Estás seguro de
que ella no mató a Thomas y a Audrey?
Por supuesto,
Sánchez había considerado la posibilidad, pero Jessica no parecía
una asesina. Además, no la veía
suficientemente fuerte para cometer un ataque tan brutal.
—No lo creo.
Es una mujer bastante pequeña… Rex sacudió la cabeza.
—No te dejes engañar por las apariencias, Sánchez —le
advirtió al camarero—. Recuerda que hace un rato nadie daba un duro por el
monje calvo… Y, sin embargo, ha resultado bastante habilidoso, ¿no? Al menos,
lo era hasta que le pateé el trasero.
—De todos modos, no creo que fuera ella. Tiene algo
especial. Una vez la vi recibir más de cien balazos. Por eso estaba en coma.
Los ojos de Rex se abrieron como platos y empezó a mirar
alrededor para ver si alguien estaba lo bastante cerca para escuchar su
conversación.
—¿Es la chica que
se enfrentó a Kid Bourbon? —preguntó en voz baja.
—¿Cómo lo sabes?
—Sánchez también bajó la voz.
—Todo el mundo lo sabe. ¿Dices que está de vuelta en la
ciudad? ¿Y tu hermano la estuvo escondiendo todo este tiempo? ¿Por qué no lo
has dicho antes?
—No me pareció relevante. Además, antes de entrar en coma,
ella misma me rogó que la escondiera y que guardara su secreto, ya que la gente
querría matarla. Por supuesto, ahora ella no recuerda nada, pero yo soy un
hombre de palabra. Nunca le conté a nadie dónde la escondí.
Rex respiró
hondo.
—Joder, Sánchez, esa chica puede ser la clave de todo. Es
la única persona que Kid Bourbon no pudo matar. Necesito hablar con ella. Podrá
identificar al asesino de Elvis y de tu hermano. Sospecho que será el
desgraciado de Kid Bourbon.
—Pero él está
muerto, ¿no?
—No creas nada. Apuesto mi último dólar a que ese hijo de
puta sigue vivo, y es probable que aparezca de nuevo.
A Sánchez le preocupaba la creciente vehemencia de Rex. De
repente, su plan cobraba envergadura.
—Escucha, Rex, ¿hay algo que debería saber? —preguntó,
nervioso, el camarero—. ¿Algo que esté a punto de ocurrir? Porque si ese pedazo
de mierda va a volver, cerraré mi bar. Me da igual que haya el Festival Lunar.
—Créeme, Sánchez, será mejor que desconozcas por qué estoy
en la ciudad… Voy a buscar a esos dos monjes. Yo y ellos tenemos que… ¡No puedo
creerlo!
La mirada de Rex
estudió la entrada a la carpa.
—¿Qué ocurre?
Sánchez notó que algo había distraído a Rex, y lo que fuera
había endurecido su mirada. Torcía el labio, como si se estuviera planteando
arrancarle a alguien la cabeza.
—Ese hijo de puta
está aquí —gruñó entre dientes.
—¿Quién? —Rex
seguía mirando fijamente hacia la entrada.
Sánchez se volvió para ver qué estaba mirando Rex. En la
esquina lejana de la carpa había una pequeña barra de café, con un camarero
detrás del sencillo mostrador. No tenía trabajo porque allí nadie quería café.
Pero justo entonces, un hombre pidió un café.
A Sánchez le dio un vuelco el corazón. Hacía cinco años que
no veía a Kid Bourbon, y todo ese tiempo había dormido plácidamente, creyéndole
muerto. Y ahora estaba allí, bebiendo café. Llevaba una capucha cubriéndole el
rostro, así que en realidad Sánchez no podía jurar que fuera él. Pero cuando
alguien presencia la masacre de todos sus clientes del bar, reconocería al
asesino en un kilómetro a la redonda.
—¡Dios mío!
—exclamó Sánchez—. Ése es Kid Bourbon… —¿Dónde? —preguntó Rex.
—¡Allí! El tipo
al que observas. Es él…
Rex balanceó la
toalla blanca alrededor de la nuca de Sánchez, reteniéndolo.
Parecía cabreado.
—¿Te estás
marcando un farol? Porque si es así, te mataré.
«Qué voz más
ronca…», pensó Sánchez, casi mareado.
—¡Te juro que es él! —Sánchez no sabía qué lo asustaba más,
si Rex o el hombre encapuchado.
Ambos se volvieron hacia la barra de café, pero el hombre
había desaparecido entre la multitud.
—¿Piensas que ese
tipo era Kid Bourbon? —preguntó Rex.
—Sé que lo era.
Rex tuvo que fiarse de Sánchez. Que él supiera, nunca se
había cruzado con Kid Bourbon. Y ahora, ante tantas novedades (como la muerte
de su amigo Elvis), debía reconocer que quizás alguna vez lo había visto.
¡Maldita sea! Era imposible, ¿no?
—Sánchez, ¿estás
seguro de que es él?
—Que sí, joder. ¡Vi cómo se cargaba a todos mis clientes!
Reconocería a ese desgraciado en cualquier parte. —Sánchez hizo una pausa antes
de continuar—: Espera un momento. ¿Quién crees que era?
Rex dio media vuelta y se encaminó al centro del
cuadrilátero con la cabeza agachada. La multitud se había quedado en silencio,
como si sintiera que algo iba mal y que Rex no volvería a pelear. Muchos de
ellos incluso empezaron a alejarse del ring, temiendo que estuviera a punto de
volverse loco. Por supuesto, no era el caso, pero iba a confesarle un secreto a
Sánchez. Se volvió para hacerlo.
—Ese tipo que identificas como Kid Bourbon me dio esto.
—Rex levantó la mano derecha. Era la mano con el guante negro.
—¡Vaya! —exclamó
Sánchez—. ¿Es de piel?
—No me refiero al
guante, imbécil… Esto.
Aflojó el guante con los dedos de la mano izquierda antes
de quitárselo de un gesto. Al hacerlo, descubrió una mano de acero.
—¡Dios mío! Nunca he visto nada parecido. Ni siquiera sabía
que las fabricaban.
—Y no las fabrican —dijo Rex—. La hice yo mismo después de
que ese hijo de puta me aplastara la mano. Y he estado contando los días que me
quedaban para poder golpearlo con esto. —Levantó la mano de metal, ahora
cerrada en un puño.
Sánchez estaba
asombrado. —¿Te ganó en un combate?
La idea era
impensable.
—Yo no lo diría así. Fue más bien una prueba de fuerza,
pero tuvo suerte. Te aseguro que no volverá a suceder.
Era una revelación extraordinaria. Sánchez nunca había oído
que alguien pudiera vencer a Rex en nada. Pero iba a cambiar de tema.
—¿Así que eres
la única persona en el mundo que tiene una mano así? —Sí. Sólo yo y Luke
Skywalker.
Treinta y seis
En todo el tiempo que llevaba trabajando en la policía,
nunca antes habían convocado al teniente Scraggs a una reunión secreta con el
capitán Rockwell. Nadie había tenido ese honor, pero había algo sorprendente:
las reuniones secretas con el capitán debían ser justo eso, secretas. Sin
embargo, la nota en su escritorio no era excesivamente discreta.
REÚNETE CONMIGO EN EL VESTIDOR
A LAS 16.00 HORAS. NO SE LO DIGAS A NADIE.
Y allí estaba, sentado en el vestuario del sótano de la
comisaría. Años antes aquello había sido un gimnasio, pero lo habían cerrado
por razones desconocidas. Algo había ocurrido allí abajo, aunque nadie (excepto
el capitán) lo sabía. La policía tenía tantos secretos como los propios
criminales.
Scraggs llevaba un minuto esperando cuando escuchó al
capitán Rockwell bajando las escaleras al vestuario. Eran las 16.01 horas. El
capitán llegaba un minuto tarde, pero él no iba a quejarse. ¡Le admiraba!
Rockwell abrió la
puerta en silencio y dio un vistazo.
—¿Estás solo?
—murmuró.
—Sí, señor
—contestó Scraggs.
—¿Sabe alguien
que estás aquí?
—No, señor.
—Bien. —El capitán entró sigilosamente y cerró la puerta
sin hacer ruido—. Siéntate, Scrubb.
—Es Scraggs,
señor.
—Lo que sea.
Siéntate.
El teniente se sentó en el largo banco de madera que había
a lo largo de la pared. Detrás de él tenía una fila de armarios vacíos;
enfrente, otro banco. El lugar estaba descuidado y olía a sudor. El capitán se
sentó y se inclinó de manera que su cara quedara a unos centímetros de la de
Scraggs.
—Necesito que
hagas algo por mí —medio gruñó, medio murmuró.
—No hay problema,
capitán. Cuénteme de qué se trata.
—Es el agente Jensen. He pinchado su teléfono móvil y, tras
escuchar sus llamadas, tengo la sensación de que está buscando algo mucho más
grande de lo que cuenta.
—¿Le ha
preguntado a Somers? He oído que se llevan muy bien.
—¡Estupideces!
—Rockwell levantó la voz—. Somers no se lleva bien con nadie.
Ya lo sabes.
—¿Y qué quiere
que haga, capitán?
—Quiero que sigas al agente Jensen —susurró Rockwell—.
Intenta que no se lo huela.
Rockwell puso una mano en el hombro de Scraggs, mirándolo a
los ojos para mostrar que hablaba en serio. Scraggs asintió a la orden de
Rockwell.
—¿Tiene alguna
pista, capitán? ¿Por dónde empiezo?
—Comienza en la
cafetería Olé Au Lait.
—¿Por qué? ¿Qué
hay allí?
—Si vas esta tarde, a las ocho, encontrarás a Jensen y a
Somers. Han quedado en reunirse allí para que Jensen le cuente al otro qué
descubrió en una visita a la biblioteca.
Scraggs no estaba
seguro de que lo estuviera comprendiendo correctamente.
—Nunca podré estar lo bastante cerca de ellos para escuchar
sin que me descubran —señaló.
—No quiero que lo hagas. Sólo quiero que sigas a Jensen en
cuanto se largue. Y que me cuentes dónde va.
—Muy bien,
capitán. ¿Eso es todo?
—No. Si Jensen te
da esquinazo, quiero que encuentres a Somers y lo sigas a él.
Creo que esos dos payasos saben más de la
cuenta.
—¿Como qué? ¿O no
debería preguntar?
El capitán parecía estar planteándose si Scraggs necesitaba
algo más, pero era lo bastante inteligente para dejar las preguntas al
teniente.
—Esta mañana, Jensen visitó la biblioteca. Después llamó a
Somers con su teléfono móvil y dijo que había encontrado una pista importante.
Ésta podría ser la clave para todos los asesinatos recientes. Necesito saber
qué descubrió Jensen, antes de que alguien más lo sepa. Es posible que pusiera
su vida, y la de Somers, en peligro.
—¿Estamos
hablando de Kid Bourbon, capitán?
—Podría ser… —asintió Rockwell—. Pero recibimos miles de
llamadas peregrinas sobre Kid Bourbon.
—Lo sé. Dicen que
lo ven en la ciudad al menos una vez al día.
El capitán se
levantó para marcharse.
—Hoy a ese hijo
de puta lo han visto más de cien personas.
Treinta y siete
Kyle y Peto, sentados a una mesa redonda en la gigantesca
carpa de cerveza, discutían lo fuerte que Rodeo Rex había golpeado a Peto.
Ambos monjes habían sido criados en la más estricta humildad, pero un
observador desapasionado habría notado que el novicio, al contrario de su
mentor, parecía renuente a discutir su último combate. Al llegar, la carpa
estaba muy concurrida, pero en la última media hora se había vaciado.
Rodeo Rex se presentó al cabo de una hora. Llevaba un
chaleco negro de piel sobre una camiseta. (No existían mangas suficientemente
grandes para cubrir los bíceps de aquel hombre.) Los clientes de la carpa le
abrieron paso mientras él se dirigía a uno de los camareros y pedía una botella
de cerveza. Se le entregó su bebida sin cobrarle un dólar, para gran
frustración de los demás clientes.
Rex localizó a Kyle y a Peto casi de inmediato y movió su
gigantesca estructura entre una multitud de borrachos que lo invitaban a
sentarse con ellos.
—¿Cómo te encuentras, amigo? Espero no haberte lastimado
—le dijo a Peto, palmeando al pequeño monje en el hombro mientras se sentaba en
la silla opuesta.
—Estoy bien,
gracias. Ya me he recuperado.
—Estupendo. —Rex parecía encantado—. Ya basta de palique.
Han vuelto a robar el Ojo de la Luna. ¿Me equivoco?
—Así es —admitió Kyle. No podía negarlo—. Ocurrió hace unos
días. Y nosotros tenemos que devolverlo al templo antes del eclipse de mañana.
Si cae en las manos equivocadas, las consecuencias serán devastadoras.
—Elemental,
querido Watson. La ciudad se sumergiría en la oscuridad eterna.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque, como
vosotros, estoy aquí en una misión divina.
—¿De verdad?
—preguntó Kyle, sorprendido.
Era difícil, o incluso imposible, comprender cómo un
gigante violento como Rodeo Rex podía estar en misión divina. Por muy agradable
que pareciera, le faltaba humildad para servir al Señor.
—Sí —continuó Rex—. Esta ciudad, Santa Mondega… Yo suelo
venir una o dos veces al año. Siempre llego sin avisar y nunca me quedo mucho
tiempo. ¿Sabéis por qué?
—Claro que no…
—Kyle se estaba irritando.
—Por norma general, intento no compartir esta información
con cualquiera, pero el caso es que tengo un propósito especial en la vida. El
Señor me asignó una tarea que pocos hombres pueden llevar a cabo. Pero yo estoy
hecho especialmente para ella. Soy el cazador de recompensas del mismísimo
Dios.
—¿Perdón? —interrumpió Peto. No pudo contener su ira ante
semejante sinsentido—. ¿Estás insinuando que Dios te paga por matar a gente?
Esto es una blasfemia.
—Escucha,
¿quieres que vuelva a pegarte delante de todas estas personas?
—No.
—Entonces cierra
la puta boca y déjame terminar.
—Lo siento.
—No me extraña… Ahora escuchadme bien. Dios me emplea de
forma muy parecida a vosotros. Pero yo soy único en mi especie. —Se acercó más
a los monjes—. El Buen Señor me emplea para liberar al mundo de los muertos
vivientes. Y Santa Mondega, mis monásticos amigos, es la capital mundial de los
muertos vivientes.
Rex se removió en su silla, dio un trago a su cerveza y
esperó a que los dos monjes reaccionaran. Kyle rompió el silencio.
—¿Hablas en
serio? —preguntó, tratando de evitar cualquier tono de burla.
Rex dejó la
botella en la mesa y volvió a inclinarse hacia delante.
—Por supuesto. Pensadlo un momento. Si Santa Mondega se
sumerge en la oscuridad eterna, ¿quién se beneficiaría? Los vampiros. Este
lugar está atestado de ellos, y en alguna parte está el Señor de los muertos
vivientes. Vosotros lo conocéis como el vampiro jefe. Si pone sus manos en el
Ojo de la Luna, estaremos todos jodidos.
—¿Cómo sabes que
aquí hay vampiros? —preguntó Peto.
—Es un don divino. ¿Acaso no escuchabas? Puedo oler a los
vampiros mejor de lo que tú rezas. —Hizo una pausa y miró alrededor—. Fíjate en
esa chica, por ejemplo.
Se refería a una atractiva treintañera de pelo oscuro
sentada a una mesa cercana. Parecía la típica motera, vestida con pantalones
negros de piel, pesadas botas negras y una camiseta sin mangas de Iron Maiden,
también negra, que mostraba varios tatuajes en los bíceps. Compartía mesa con
cuatro moteros. Parecían llevarse a las mil maravillas.
—¿Es ella un
vampiro? —preguntó Peto, medio incrédulo y curioso.
—Observad lo
siguiente.
Rex se puso en pie y desenfundó un revólver plateado. La
mujer en la mesa lo vigilaba por el rabillo del ojo, apuntando ella también con
un arma. Nuestro héroe apuntó directamente al corazón de la chica. Sus ojos se
abrieron como platos, pero antes de que pudiera moverse, Rex disparó tres
tiros.
El ruido de la descarga fue enorme; el eco de cada tiro
ensordecía el siguiente. La carpa enmudeció y los cuatro moteros saltaron de
sus asientos. Al tercer balazo, la chica explotó en llamas, rociando la zona de
sangre. Cuando por fin se detuvo el chorro y las llamas se acabaron, la chica
se había convertido en un montón de cenizas. El episodio terminó en menos de
veinte segundos.
Una vez que los espectadores comprendieron la escena, todos
continuaron como si nada hubiera pasado. Aquello no era común en Santa Mondega,
pero la gente allí no iba a hacer una montaña de un grano de arena.
Rex guardó su
pistola mucho antes de que se apagara la última llama.
—Eso no se ve
todos los días… —observó Kyle.
—Qué extraño,
¿no? —asintió Peto.
Rex volvió a sentarse a la mesa como si tal cosa. Dio un
largo trago a su botella de cerveza y siguió hablando.
—Era una mujer lobo. —Eructó todo el aire que había entrado
en su garganta—. Para ser honestos, no iba a causarnos muchos problemas. Los
hombres lobo son unos inútiles, a menos que haya luna llena. Los vampiros son
otra historia. Todavía no es bastante oscuro para ellos.
—¡Dios mío! —exclamó Kyle—. ¿Los vampiros también explotan
cuando les disparas?
Rex parecía
sorprendido y un poco irritado por la ignorancia del monje.
—Deberíais estar más informados. ¡Son los vampiros quienes
buscan el Ojo de la Luna!
—El padre Taos
nunca mencionó nada, ¿verdad, Kyle?
—No, no lo hizo. Tal vez no lo sepa. Está claro que necesitaremos
ayuda para recuperar la piedra.
—¿Habéis venido solos? ¿No aprendéis nunca? —gruñó Rex,
cada vez más irritado.
—¿Qué quieres
decir? —preguntó Kyle.
—Me refiero a la última vez que robaron el Ojo de la Luna.
Entonces mandasteis a tres monjes. Yo conocí a dos de ellos, pero fue el
tercero el único que sobrevivió y devolvió la piedra al templo. Lo sabíais,
¿verdad?
—Más o menos… —contestó Kyle—. Hace cinco años, nuestros
hermanos Milo y Hezekiah fueron enviados para recuperar el Ojo de la Luna. Fallaron
en su misión, pero el padre Taos logró devolverla al templo.
—¡Tonterías! —bramó Rex, disgustado. Alrededor, varias
personas levantaron la vista y luego, inteligentemente, decidieron mirar a otro
lado—. Apuesto a que el padre Taos os contó esa basura…
—No es ninguna
basura. Gracias.
—La verdadera historia es que un tipo llamado Kid Bourbon
tenía el Ojo de la Luna, pero vuestros amigos Milo y Hezekiah se enfrentaron a
él y lo recuperaron. Entonces llegó el padre Taos, mató a Milo y a Hezekiah,
robó la puta piedra para su beneficio y, por lo que parece, volvió a Hubal como
un héroe. Vaya cabrón…
—No puede ser cierto… Kyle, dile que el padre Taos nunca
haría algo así. Es el hombre más decente y honesto del mundo. ¿Verdad, Kyle?
—Me gustaría pensarlo —respondió Kyle—.
Sin embargo, hasta hace dos minutos no creía que la gente pudiera explotar en
llamas y convertirse en cenizas. Peto, empiezo a creer que no sabemos toda la
historia. Es el momento de olvidar nuestros prejuicios y aceptar que quizá no todo
lo que nos enseñaron es la verdad absoluta.
Por un momento, Peto se quedó sin habla. Le asombraba la
actitud de Kyle. Sin embargo, respetaba a su maestro y confiaba plenamente en
él.
—¿Significa eso
que podríamos beber alcohol? —preguntó el novicio.
—¿Dejarás algún
día de hablar de lo mismo?
—Dale un descanso, ¿no? —terció Rex—. Toma. Prueba un poco
de mi cerveza. Te gustará.
—No lo hará —intervino Kyle, impidiendo con el brazo que el
hombre le pasara la bebida a Peto—. Escucha, Rex. Apreciamos tu ayuda, pero te
aseguro que no necesitamos beber. ¿Deberíamos saber algo más?
Rex lanzó un suspiro. Aunque no le gustara el tono de Kyle,
no perdió los nervios. Recostándose en su silla, sacó un paquete de cigarrillos light del bolsillo de su chaleco y ofreció
uno a Peto, quien tuvo la sensatez de rechazarlo.
—¿Sabéis algo
sobre una chica que acaba de salir de un coma?
—No. ¿Deberíamos?
—preguntó Kyle.
—Me temo que sí. Id al bar de Sánchez, el Tapioca. Él la
conoce. Incluso puede que la encontréis allí.
—¿Qué tiene la
chica de especial? —preguntó Peto.
—Acaba de salir
de un coma después de cinco años, imbécil.
—¿Y eso qué tiene
que ver con nada?
Suspirando pesadamente, Rex raspó una cerilla en la mesa y
encendió un cigarrillo. Dio una larga calada. Luego lanzó el humo por la nariz
y se inclinó hacia delante, como si no quisiera que nadie escuchara su secreto.
—Ella entró en coma porque Kid Bourbon no pudo matarla. Eso
es especial, ¿no os parece?
—Entonces, ¿ella
es una muerta viviente? —preguntó Kyle.
—No tengo ni puta idea —continuó Rex—. Por lo que cuenta
Sánchez, ni ella misma sabe qué o quién es. Podría estar loca, pero dice que
tiene amnesia.
—Interesante…
—intervino Kyle—. Peto, tal vez deberíamos ir y conocerla.
—Yo, en vuestro lugar, me daría prisa —sugirió Rex—. Está
oscureciendo, y los vampiros saldrán a buscaros. Me imagino que Peto causó
sensación en el cuadrilátero de boxeo. Debéis ser un poco más discretos, porque
es obvio que sois monjes. Los muertos vivientes revolotearán a vuestro alrededor.
Será mejor que os pongáis en marcha. Hasta mañana.
—Muy bien.
¿Quedamos en algún sitio? —preguntó Kyle.
—Sí. En el bar de Sánchez, justo antes del eclipse. A menos
que hayáis recuperado el Ojo de la Luna, en cuyo caso os recomiendo que huyáis
de la ciudad antes que sea demasiado tarde.
Kyle y Peto estaban contentos de tener a Rodeo Rex como
aliado. Le agradecieron la información que les había proporcionado (pese a no
estar convencidos de su veracidad), y se fueron a buscar a la joven que acababa
de salir del coma.
Treinta y ocho
Mientras esperaba a Somers en la cafetería Olé Au Lait,
Jensen se entretuvo saboreando una taza de chocolate caliente. Estaba sentado
en la barra, admirando la limpieza del lugar. Tenía comprobado que, en los
bares y restaurantes de Santa
Mondega, la higiene brillaba por su ausencia. Así que fue un placer inesperado
poder admirar las mesas de madera pulida
y el brillante mármol de la barra.
Pasaron casi veinte minutos antes de que Somers llegara.
Jensen había intentado localizarle al salir de la biblioteca; le había dejado
muchísimos mensajes en el teléfono móvil explicando que tenía novedades. Somers
le devolvió la llamada a las tres y media de la tarde para decirle lo
siguiente: «Quedamos a las ocho en la cafetería Olé Au Lait, la de la calle
Canela», y había colgado.
Cuando Somers llamó, Jensen se hallaba en la habitación del
hotel. Cualquier plan era preferible que quedarse a ver un programa de tele
llamado Happy Days. Robin Williams
interpretaba el personaje Mork del programa
Mork y Mindy. Una bebida caliente y una buena conversación era justo lo que
necesitaba.
Somers se presentó enfundado en su impermeable gris y su
traje oscuro; elegante camisa blanca y corbata gris. Los demás clientes del Olé
Au Lait iban vestidos de forma muy casual, incluyendo a Miles Jensen, quien
había optado por pantalones caqui y una camisa azul claro desabrochada en el
cuello.
—¿Qué quieres tomar? —preguntó Jensen cuando su tenso
compañero se le acercó en la barra.
—Sarah, por favor, tomaré un café con dos de azúcar —dijo el
otro a la hermosa joven detrás de la barra.
—Lo reconozco,
Somers. Es el bar más animado que he visto —bromeó Jensen.
Las cafeterías no eran exactamente la sangre de la economía
de Santa Mondega, así que nunca estaban llenas. El Olé Au Lait era uno de los
más populares, pero incluso así, no había más de diez personas, incluyendo al
personal.
—No me gusta mezclarme con las masas… —refunfuñó Somers—.
Sentémonos en ese rincón. —Señaló una mesa cercana a la barra sin nadie
alrededor. Una elección bastante lógica para dos agentes que trataban de
discutir un caso—. Sarah, ¿me traerás el café? Gracias.
Se dirigieron a
la pequeña mesa redonda y se sentaron frente a frente.
—He intentado
llamarte toda la tarde —empezó Jensen—. ¿Por qué no has contestado a mis llamadas?
—El tiempo no está de nuestro lado, Jensen. ¿Has
descubierto algo sobre el libro?
—Por eso quería hablar contigo. Fui a la biblioteca y la
recepcionista me dijo que un hombre que se ajusta a la descripción de Kid
Bourbon se presentó esta mañana preguntando por el libro. Ahora sabe que está
en manos de Annabel de Frugyn, pero al menos no tiene su dirección, ya que la
mujer vive en un remolque.
—No está nada mal
—dijo Somers.
—Pero no es suficiente. Si Kid Bourbon sabe que ella tiene
el libro y ya la está buscando, ahora mismo podría estar muerta.
—Eso en el mejor
de los casos… —Somers suspiró.
—Mira, Somers, tal vez debemos pedir ayuda al capitán
Rockwell para encontrarla…
—Es posible que
ya lo sepa.
—¿Cómo? Apenas
acabo de averiguarlo.
Somers dio un
vistazo alrededor antes de inclinarse hacia Jensen y susurrarle:
—Por la misma razón que no he contestado a tus llamadas.
Nuestra oficina tiene micrófonos ocultos. Encontré un dispositivo de grabación
bajo tu escritorio y otro dentro del teléfono de mi escritorio.
—¿Qué? —Jensen palideció—. ¿Crees que el capitán nos espía?
¡Eso es intolerable! Voy a presentar cargos.
—¡Cálmate! Desde ahora, no hablaremos en la oficina. No
deben enterarse de que lo sabemos. Deja que piensen que no hemos descubierto
nada nuevo. Así no podrán adelantársenos. Lo usaremos para nuestro beneficio.
De ahora en adelante nos reuniremos en cafeterías como ésta.
—Buena idea.
—Tendrás que
revisar el hotel. Quizás han puesto micrófonos en tu habitación.
—Mierda… ¿Qué más
debo saber?
—Otra cosa… —Somers se recostó en su silla—. Esta tarde he
interrogado a un tipo llamado Jericho. Es un viejo informante mío. No es muy
fiable… sólo la mitad de lo que dice es cierto, pero sirve de todos modos.
—Continúa. —Jensen estaba ansioso por escuchar lo que
Somers tenía que decirle.
—Jericho estaba con Rusty, el tío a quien dos monjes
mataron a balazos el otro día. Nuestro hombre fue afortunado de salir con una
bala en la pierna.
—¿Qué sabe?
—Afirma que los dos monjes estaban buscando a un cazador de
recompensas llamado Jefe.
—¿Te suena el
nombre?
—Sí. Es un cabrón
muy desagradable.
—Menuda novedad… —se burló Jensen, dando otro trago a su
taza de chocolate.
—Sí, pero éste es
peor que la mayoría. Jericho estaba en el Tapioca cuando los
dos monjes le dispararon. Ahora afirma que,
tras irse los monjes, Jefe entró en el bar buscando a un hombre llamado
Santino.
Jensen dio un
respingo.
—Es la segunda
vez que escucho ese nombre. ¿Lo conoces?
—Todos lo
conocemos.
—Yo no…
—Eso es porque no
eres como todos. No eres nadie.
—Cierto —contestó Jensen, de buen humor—. En fin… ¿Quién es
Santino y qué quiere Jefe de él?
Somers se recostó en la silla mientras la hermosa camarera
llegaba con una taza enorme de café. La tomó directamente de su mano y olió el
contenido. Dejó la taza en la mesa y sacó un billete de cinco dólares del
bolsillo de su pantalón.
—Quédate con el
cambio, nena. —Le puso el dinero en el bolsillo del delantal.
Ella dio media vuelta y se alejó sin mediar
palabra—. ¿Dónde estaba?
—Hablabas de
Santino.
—¡Ah, sí! Santino prácticamente gobierna Santa Mondega. Es
el mayor gánster de la ciudad. Durante mucho tiempo se ha dicho que busca el
Ojo de la Luna. La última vez que vino, estaba dispuesto a pagar varios miles de
dólares por la maldita piedra. A Santino no le gusta correr riesgos con su
propia vida, así que se deja ver a menudo. Sólo sale de noche.
—¿Es un vampiro?
—sugirió Jensen.
—Es tan buen candidato como cualquiera —continuó Somers—.
Santino paga a otras personas para que le hagan el trabajo sucio. Se rumorea
que, hace cinco años, pagó a Ringo para que robara el Ojo de la Luna.
—¿Ringo? ¿Por qué
me suena ese nombre?
—Porque Ringo robó la piedra hace cinco años, pero entonces
Kid Bourbon lo asesinó a balazos. De modo que Santino se quedó con las ganas.
Jericho, nuestro hombre, piensa que Santino ha contratado a Jefe para que le
consiga el Ojo de la Luna antes del eclipse.
—¿Así que Jefe
tiene el Ojo de la Luna?
—No. —Somers negó con un dedo—. Al parecer, Jefe se
emborrachó con Marcus la Comadreja la
noche anterior a que lo mataran.
Jensen se quedó
boquiabierto.
—Entonces, cuando sospechamos que la Comadreja había robado
a Jefe, ¿teníamos razón? —preguntó.
—Sin duda, la Comadreja se registró en el Hotel
Internacional de Santa Mondega con el nombre de Jefe.
—Todo empieza a
encajar…
—Sí. La Comadreja roba a Jefe. El portero y su novia roban
a la Comadreja. Entonces aparece Elvis, mata a la Comadreja pero no encuentra
la piedra. Así que va a buscar al portero para encontrarla. Y entonces Kid
Bourbon lo mata. —Dante podría ser el portero… —Correcto.
—Mierda, Somers… Buen trabajo. Veo que has planeado nuestro
siguiente movimiento…
Somers dio un trago al café y lo saboreó. Jensen hizo lo
propio con su chocolate.
—Resumiendo… —concluyó Somers—. Husmearé en varios hoteles
para ver si esos dos chicos, Dante y Kacy, se han registrado en alguno. Quiero
que vigiles la casa de Santino. A ver si hay movimiento. Esta pareja podrían
llevarle la piedra para vendérsela.
—¿Por qué lo
harían? Si están en peligro… Somers sonrió y dio otro trago a su café.
—No lo es si, como sospechas, Dante es el mismísimo Kid
Bourbon. Podría querer el Ojo de la Luna para vendérselo a Santino. No te
equivoques. Santino es el único pez gordo de esta ciudad.
—Espera un momento, Somers. ¿Ahora piensas que a Kid
Bourbon sólo le interesa la piedra? Si fuera el caso, ¿por qué no la vendió
hace cinco años, cuando la tuvo en sus manos?
—Espera. No te precipites. No he dicho que Kid Bourbon no
quiera quedarse con el Ojo de la Luna. Sólo insinúo que quizá busca dinero. Tal
vez él y Santino trabajan juntos. ¿Quién sabe? Tú limítate a vigilar la casa de
Santino, ¿entendido? — Somers sacó un papel doblado y un pequeño bíper negro
del bolsillo de su impermeable—. Aquí tienes su dirección. Vive en una enorme
mansión a las afueras de la ciudad. —Le entregó el papel a Jensen—. Y toma este
bíper. Si te metes en problemas, mándame un mensaje e iré volando. —Tomó la
mano de Jensen y presionó el bíper en ella—. Asegúrate de que nadie te vea.
—¿No sería mejor
que te llamara al móvil? —razonó Jensen.
—No lo hagas porque no contestaré, a menos que me envíes
primero un mensaje. Déjalo como último recurso. Es posible que el capitán haya
intervenido nuestros móviles, así que si tenemos que hablar por teléfono, no
reveles nada ni digas dónde estás, a menos que de verdad tengas que hacerlo.
¿De acuerdo?
A Jensen le irritaba la interferencia del capitán Rockwell,
si realmente era él quien estaba detrás de las escuchas.
—Lo que digas, Somers. ¿Algo más? ¿Debería revisar si mi
trasero tiene micrófonos antes de ir al baño?
—No te vendría mal… Sobre todo, no te arriesgues. Revisa en
todos lados y habla en voz baja y sólo conmigo. Ahora mismo, no creo que
podamos confiar en nadie. Pero estoy seguro de que pronto se aclarará todo. —Se
levantó de la mesa y se puso el impermeable—. Tengo que irme. Si no sé nada de
ti antes, te veré en la oficina al amanecer.
—Está bien. Vigila tus espaldas, Somers… y, ¡oye!, esto
funciona en los dos sentidos, ¿eh? Si tienes problemas, envíame un mensaje.
—Claro. —Somers sonrió.
Treinta y nueve
Dante y Kacy se habían acomodado en una mesa del
Chotacabras, un bar bastante grande y concurrido de las afueras de Santa
Mondega. A esa hora, aún estaba tranquilo.
Al regresar de la feria, se habían detenido allí con el
ánimo de calmarse tras las tensiones del día. Tras varias cervezas, lograron
relajarse. En el motel tenían una maleta con cien mil dólares que habían robado
de una de las habitaciones del Hotel Internacional de Santa Mondega, y con
ellos el Ojo de la Luna. Después de discutirlo mucho, llegaron a la conclusión
de que no debían correr el riesgo de vender la piedra. No podían confiar en
nadie, y teniendo cien mil dólares en sus manos…, ¿por qué poner sus vidas en
peligro? En realidad, fue Kacy quien convenció a Dante. Con varias cervezas en
el cuerpo, era más fácil manipularlo. El chico se relajaba y la escuchaba.
Además, odiaba discutir cuando bebía, y ella lo sabía.
Sus planes cambiaron hacia las ocho de la tarde. Estaban
tomando su cuarta cerveza (celebraban las alegrías que el futuro les deparaba),
cuando vieron entrar a los dos monjes del cuadrilátero de boxeo. Dante los vio
y dio una patada a Kacy por debajo de la mesa, y cometió el error de observar a
los monjes durante una fracción de segundo. Mientras se dirigían a la barra,
uno de los monjes se dio cuenta y lo fulminó con la mirada. Como si eso no
fuera bastante inquietante, el monje advirtió a su compañero y asintió hacia
Kacy. Ambos se quedaron clavados un momento y murmuraron algo antes de sentarse
en dos taburetes de la barra y pedir las bebidas.
Dante comprobó que el Ojo de la Luna no sobresaliera de la
camiseta de Kacy. Pero eso no significaba forzosamente que los monjes no
supieran que ella lo tenía. Debía sacar a Kacy de aquel bar con sutileza y
rapidez, sin comentarle nada. La chica intuía que algo andaba mal.
—Vamos a irnos,
¿no? —le susurró ella, y dirigió la mirada hacia la salida.
—Espera un momento —dijo Dante—, no seamos demasiado
obvios. Levántate tú primero como si fueras al baño e intenta escapar por la
puerta sin que te vean.
—¿Y qué harás tú?
—Fingiré que te estoy esperando. Si te siguen, estaré justo
detrás de ellos. Si no lo hacen, me marcharé al cabo de cinco minutos. Nos
encontraremos en el motel. Ve lo más rápido que puedas. No te detengas por
nada, ¿de acuerdo?
—Muy bien. Te
quiero, cariño.
—Y yo a ti. Ahora
vete, rápido…
Kacy se levantó e hizo como que iba al baño. Observó a los
dos monjes mientras pasaba por su lado. Cuando estuvo segura de que no la
veían, se desvió por detrás de unos borrachos y se dirigió a la entrada.
Pronto pisó la
calle.
Anochecía, y Kacy
estaba sola.
Cuarenta
Kyle y Peto decidieron no dirigirse directamente al
Tapioca. Después de mucha discusión, acordaron descubrir otros antros. Si
entraban en todos los bares, estarían duplicando las probabilidades de
encontrar el Ojo de la Luna, o al menos alguna pista sobre su paradero. Su
primera parada fue el Chotacabras. Rápidamente, Peto buscó dos asientos. Se
había vuelto tan paranoico, que todos los clientes le parecían vampiros. Desde
que Rodeo Rex lo había derrotado en el cuadrilátero de boxeo, se sentía más
vulnerable que nunca.
Todos los clientes parecían peligrosos, como si fueran a
sacar un arma (o algo peor) en cualquier momento. En una mesita del rincón,
había los únicos seres «normales»: una pareja joven que bebía cerveza. Hasta
parecían felices… Peto notó que la chica era increíblemente hermosa. Tan
hermosa, que se quedó embobado.
—Oye, Kyle, no hay ninguna mesa vacía, pero fíjate en esa
pareja. Podríamos acercarnos y sentarnos con ellos.
Kyle observó la
mesa que Peto señalaba y sacudió la cabeza.
—No. Vayamos a la barra. Dudo que quieran que nos sentemos
con ellos. —Al aproximarse al mostrador, se dirigió al camarero—. Por favor,
dos aguas.
El camarero, un tipo con escaso pelo negro, les sirvió dos
vasos de agua y les cobró la escandalosa suma de cuatro dólares. A continuación
les informó, con cortesía, que si estaban bebiendo agua no podían sentarse en
la barra.
—Sentémonos con
esa agradable pareja —insistió Peto.
—Ya no son una
pareja —señaló Kyle—. La chica acaba de marcharse.
¡Qué pena! Peto se había hecho la idea de poder probar las
delicias de una conversación con una mujer tan atractiva. Sin embargo, el joven
parecía bastante inofensivo; seguro que agradecería tener dos nuevos
compañeros.
—Mayor razón para
hacerle compañía al joven. Vamos —sugirió alegremente.
Kyle respiró
hondo.
—Muy bien, pero si es un vampiro e intenta asesinarnos, ten
por seguro que yo te mataré primero.
Cuarenta y uno
Jensen encontró la casa de Santino sin problemas. No había
otra propiedad a la vista en un kilómetro y medio a la redonda. Había conducido
su viejo BMW por caminos sinuosos, rodeados de un bosque denso y oscuro. Al
cabo de veinte minutos, a la derecha, vio la mansión del jefe del crimen: la
Casa de Ville. Decidió seguir conduciendo hasta encontrar un claro en el bosque
donde aparcar el coche sin que nadie lo viera.
Siguió durante más de kilómetro y medio antes de hallar un
área de descanso. Sin que Jensen lo supiera, allí solían ir las parejas en
busca de intimidad. Por fortuna, había llegado demasiado temprano para quedar
atrapado en semejantes travesuras. Era pronto; apenas había anochecido.
Con el ánimo de ser discreto, decidió no estacionar el
vehículo a la vista del camino. De modo que empleó todas sus dotes para abrirse
camino entre unos árboles y sobre algunos baches, hasta que el BMW quedó bien
acomodado detrás de unos arbustos.
Al salir del coche, trató de no hacer ruido. Pero por un
momento, se quedó pensando. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Y qué podría necesitar en
una emergencia? Tenía el bíper y su teléfono móvil. ¿Olvidaba algo? ¿Por qué se
preocupaba tanto? Por norma general, no acostumbraba a inquietarse en el
trabajo, sin importar el peligro… Entonces lo comprendió. El hecho de que
Somers le diera el bíper lo había desconcertado. Significaba que el agente
reconocía el peligro. Sin embargo, Jensen sólo iba a esconderse en un bosque y
a vigilar una casa en medio de la nada. Por mucho que fuera la residencia del
gánster más importante de Santa Mondega, una mezcla del conde Drácula y de Vito
Corleone.
Mientras cruzaba el bosque hacia la Casa de Ville, se
aseguró de no perder de vista el camino. Volver a la mansión era un trabajo
mucho más difícil de lo que había esperado. El bosque estaba lleno de raíces y
ramas como serpientes, todas ansiosas por tumbarlo o arañar sus brazos y
piernas. No hacer ruido también era increíblemente difícil. A cada paso que
daba, tronaba una rama.
Pasaron veinte minutos antes de que la mansión apareciera
al otro lado del camino, una silueta oscura recortada en la noche. Una pared
alta de piedra vallaba el perímetro de la casa. Al verla desde el otro lado del
camino, y no desde la ventanilla del vehículo, Jensen apreció su magnificencia.
Aquel hombre, Santino, poseía un gran terreno. Desde su posición (enfrente de
la entrada principal), aquel muro parecía infinito.
Tras quedarse boquiabierto, por fin Jensen tuvo el acierto
de ocultarse detrás de un matorral. La entrada era casi dos veces más alta que
el muro… tal vez diez metros, calculó el agente. Sus pesadas barras de hierro
forjado y sus enredaderas impedían el paso. El efecto, en la noche, intimidaba;
Jensen dudaba que fuera más acogedor a la luz del día. Más allá de la entrada,
un camino llevaba al edificio principal, emplazado a unos quince metros de
distancia. Aquella construcción debía de ser muy antigua… El conjunto parecía
un castillo medieval y tal vez valía una fortuna: millones de dólares, incluso
cientos de millones de dólares, dependiendo de su estado de conservación. Desde
el exterior parecía viejo y aterrador, pero Jensen tenía la sensación de que un
gánster como Santino la habría equipado con mobiliario moderno y todo tipo de
comodidades.
Vigilar aquella mansión debía ser un trabajo razonablemente
interesante. Jensen decidió que si la situación llegaba a aburrirle, vagaría
por el camino para ver los demás edificios.
Al cabo de un rato examinando el lugar, reparó en que había
cometido un ligero error de juicio. De repente, sonó su móvil. Al oír el ruido
en el oscuro silencio, casi le dio un paro cardíaco. Y, con el susto, no pudo
responder lo bastante rápido.
—Hola, Somers,
¿eres tú? —murmuró.
—Sí. ¿Cómo te va?
—Estoy donde
acordamos, pero aún no he visto nada. ¿Y tú qué tal?
—Sin novedades. He revisado un par de hoteles, pero ya
sabes cómo es esto. Un montón de gilipollas que se empeñan en no ayudar… Te
llamo para que te asegures que tu teléfono esté en silencio. No sé si estás
familiarizado con el modo vibración.
Jensen se
avergonzó.
—Por supuesto. ¿Por quién me tomas? Dijiste que no usarías
el móvil a menos que fuera absolutamente necesario.
—Tienes razón. Lo siento. Debemos ser muy cautos. Si
piensas que estás en peligro, vete inmediatamente. ¿De acuerdo?
—Está bien,
Somers, lo haré. No te preocupes.
—Ahora escucha. Te llamaré cuando salga del trabajo más
tarde, así que asegúrate de tener el teléfono en modo vibración. Estos pequeños
detalles salvan vidas, Jensen. Ten cuidado, podría haber guardias armados
escondidos. Si te pones nervioso, vete.
—Ya lo sé.
Cuídate.
—Hasta luego.
Jensen cambió el ajuste de su teléfono al modo vibración.
«Serás idiota…», pensó. Que a uno lo atrapen sonando el teléfono es un error de
principiante. Darse cuenta de que casi había fallado sirvió para alimentar el
desasosiego que ya sentía. Seguía oscureciendo y la Casa de Ville se veía más y
más aterradora.
Decidió no moverse de su puesto frente a la puerta de
entrada. Durante dos horas, observó una mansión sin movimiento. Nada entró,
nada salió, y nadie pasó por el camino. Ni un vehículo, ni un peatón, ni
siquiera un animal del bosque. ¿Tal vez la gente sabía que debía alejarse de
allí en cuanto oscurecía? No era sorprendente. Una vez que la Luna asomó sobre
la Casa de Ville, aquello pareció la casa del terror. Dos horas de vigilancia
era más que suficiente. «A la mierda…», pensó Jensen. Si las criaturas de la
noche, los muertos vivientes, tenían que salir a buscar presas, aquél era el
momento. Pero a las diez y media, decidió volver al coche. El camino de regreso
sería más difícil, luchando por cruzar el espeso bosque sin que nadie lo viera.
Se levantó para ponerse en marcha. Tenía las piernas
entumecidas por el frío y sentía calambres. Apenas dio un paso a su izquierda
cuando recibió el segundo susto de la noche. Ahora no era un teléfono sonando,
era una voz. Una voz masculina profunda y gutural que le hablaba desde arriba.
—Pensé que ibas a
quedarte toda la noche. La gente no suele durar tanto.
A Jensen le dio un vuelco el corazón. Se volvió de
inmediato. Al principio, no pudo ver más que ramas y arbustos. Pero, en la
oscuridad, notó la silueta de un hombre muy grande hablándole desde lo alto de
un árbol, casi cuatro metros por encima de él.
Cuarenta y dos
Kacy se sentó en la habitación del motel con las luces
apagadas y miró por la ventana. Creía que Dante iba a volver al cabo de cinco
minutos, pero ya habían pasado tres cuartos de hora. Durante un rato intentó
ver la televisión, sin poder concentrarse.
Al anochecer empezó a preocuparse por su novio. Un día esa
vena exaltada lo metería en algún problema. Ella sabía lo peligroso que era
Santa Mondega, pero en ocasiones le parecía que Dante no se enteraba. A veces
era demasiado osado. Y pese a todo, ella lo amaba.
Llevaba una eternidad mirando por la ventana cuando por fin
vio acercarse un coche. Al principio, fueron unas luces extrañas. Aunque Kacy
no sabía mucho de vehículos, aquéllas parecían las luces de un Cadillac. Estaba
en lo cierto. El coche avanzó hasta su habitación en la planta baja, su pintura
amarilla resplandeciendo en la noche. Giró a la derecha, frente a la ventana.
Al cegarle las luces, Kacy no pudo distinguir al conductor. Empezó a asustarse.
¿Por qué se paraba enfrente? Había muchas otras plazas de aparcamiento…
Por fin el conductor apagó el ruidoso motor del vehículo.
Las luces se apagaron, mientras Kacy luchaba por ajustar su vista a la
oscuridad. Escuchó que se cerraba la puerta del coche, pero no vio salir a
nadie. Le siguieron el sonido de unos pasos (de zapatos con suelas duras)
aplastando la grava del aparcamiento. Kacy cerró las persianas y se retiró de
la ventana con la esperanza de que no la vieran.
La silueta de un hombre pasó por la ventana y se acercó a
la puerta. Se parecía a Dante, pero no podía estar segura. El hombre intentó
girar la manija de la puerta. Kacy la había cerrado por dentro. No iba a correr
riesgos. El picaporte siguió agitándose, cada vez con más violencia. ¿Debía
decir algo o guardar silencio? Si esperaba el tiempo suficiente, el hombre
terminaría gritando. Pero ¿y si se marchaba a buscarla? Maldita sea… Decidió
hablar primero.
—¿Dante? ¿Eres
tú, cariño?
No hubo respuesta. La puerta dejó de sacudirse. Kacy caminó
de puntillas a la puerta.
—¿Dante? —repitió
en un susurro.
Aún sin
respuesta.
Kacy no supo cómo reaccionar. El hombre no iba a marcharse,
y ante la idea de que derribara la puerta, decidió abrirla. Siempre podía
fingir que era otra persona.
Estiró una temblorosa mano y giró la llave.
La puerta se abrió unos centímetros. Desde el exterior, una mano pasó por el
hueco y empujó la madera. Kacy corrió unos pasos y soltó un grito. Frente a
ella, sonriendo, estaba Dante.
—¡Cariño! ¡Qué
susto! ¿Por qué no contestabas?
La sonrisa
desapareció de la cara de Dante.
—No debiste abrir
la boca. Ten más cuidado.
—Lo siento,
cariño, pero estaba asustada…
Dante arrojó las llaves en la cama y besó a su chica. La
tomó de la mano y la llevó a la puerta, que seguía abierta. Señaló el coche
estacionado.
—¿Te gusta mi nueva nave? —exclamó admirando el Cadillac
amarillo. Kacy se asomó a la puerta y puso ojos como platos.
—¡Vaya! Es
precioso. ¿De dónde lo has sacado?
—Lo encontré en la calle. ¡Tenía las llaves puestas! Me
pareció un pecado dejarlo.
Kacy quiso enfadarse con Dante por haber robado un coche
cuando debían ser discretos. Pero estaba tan contenta de verlo que cedió en su
empeño.
—Cariño, estás loco… —Sacudió la cabeza—. Media ciudad nos
busca porque tenemos la piedra y tú robas un Cadillac amarillo. Qué oportuno,
¿no crees? ¿Y dónde has estado? ¡Has tardado una hora!
Dante volvió a la habitación y cerró la puerta. Tenía
las mejillas sonrojadas, como si hubiera pasado frío.
—Tengo novedades. ¿Recuerdas esos dos monjes que entraron
en el bar? Se sentaron conmigo. Al principio no me hizo mucha gracia, pero no
saben que tenemos la piedra.
—¡Dios mío!
Supongo que no lo mencionaste, ¿verdad?
—Claro que no. ¿Crees que soy idiota? —Kacy arqueó una
ceja. Quería saber más detalles—. Eran tipos agradables. Les pregunté si
estaban buscando el Ojo de la
Luna…
—Dante, no…
—Tranquila, cariño. Dije que yo podía encontrarla, si
marcaban un precio. ¡Nos van a dar diez mil dólares por ella!
—¡No necesitamos
más dinero!
—Lo sé. Pero no nos hará daño, ¿no? Y esos tipos no son
nada violentos. Les va el buen rollo del karma.
Kacy se sentó en
el extremo de la cama con la cabeza entre las manos.
—¿Y ahora qué?
¿Vendrán al motel? —preguntó, temiendo la respuesta.
—¡Dios, no! No soy estúpido. Quedamos en reunimos mañana
por la mañana en el mismo bar.
A Kacy no le
convenció el plan. Era obvio que Dante no lo había pensado todo.
—No creo que debamos conservar la piedra hasta mañana.
Recuerda que habrá el eclipse. Quiero deshacerme de ella cuanto antes y
marcharnos de aquí —le rogó ella.
—Kacy, cálmate y
confía en mí. ¿Alguna vez te he fallado?
—Sí. ¿Recuerdas la vez que no teníamos comida y gastaste
todo nuestro dinero en esos DVD del
Capitán Garfio?
—Es cierto. Pero alguien me dijo que podría ganar mucho
dinero vendiendo vídeos piratas. ¿Cómo iba a saber que la palabra «pirata»
tenía varios significados?
Kacy no podía
resistirse a la naturalidad de Dante.
—Eres imposible…
—le dijo, pero el tono de molestia se había esfumado.
—Lo sé, pero esta vez lo tengo todo controlado. Juro que no
te defraudaré. —Se sentó en la cama y la abrazó—. Está todo pensado. Mañana
habrá el eclipse y será el último día del festival. Si me disfrazo, los monjes
no me reconocerán. Así, si algo malo sucede, podré salir a la carrera. Por diez
mil dólares, vale la pena arriesgarse, ¿no crees?
Kacy meditó la estrategia. Dante nunca era muy convincente.
Y ella no estaba segura de aquello. Pero lo amaba, y los dos sabían que iba a
secundar el plan.
—Te amo, cariño…
—fue todo lo que dijo.
En lugar de admitir que estaba de acuerdo, siempre decía
«Te amo, cariño», y así él sabía que iba a hacer lo que quisiera.
—Yo también te amo. —Dante sonrió—. Nena, todo saldrá bien.
Confía en mí…, por fin tendremos suerte. Mañana pasará algo grande. Les
venderemos la piedra a los monjes, y después empezaremos de cero. Pasaremos el
resto de nuestra vida gastando. ¡Nos lo merecemos!
Kacy amaba a Dante cuando se comportaba de ese modo. Su
entusiasmo y total confianza en que todo saldría bien la volvían loca. Y él lo
sabía. Dante la empujó hacia la cama e hicieron el amor como posesos.
Al cabo de una hora, recostados bajo las sábanas, Dante le
dijo a Kacy que la amaba, y ella se durmió en sus brazos, rezando porque no
fuera la última vez que lo oía. La chica temía que su novio hubiera ido
demasiado lejos. A veces, su temeridad bordeaba la imprudencia. Y esta vez, sus
vidas estaban en juego.
Cuarenta y tres
Kyle y Peto se habían despedido de Dante agitando la mano,
y éste había asentido con la cabeza antes de salir del Chotacabras. Por fin los
monjes podrían comentarlo todo con calma. El bar se había animado.
—¿Crees que era sincero? —le preguntó Peto a Kyle,
esperando recibir una respuesta afirmativa.
—Sí —contestó Kyle—. Puede que seamos demasiado confiados,
pero a mí me ha parecido un hombre honesto y amable.
—Estoy de
acuerdo. ¿Lo celebramos con una bebida alcohólica?
Kyle pensó en la sugerencia. Estaba claro que Peto se moría
por probar el alcohol, y él también tenía curiosidad. ¡Qué diablos!
—Está bien, pero
sólo una copa, ¿eh? Será nuestro secreto.
—Estupendo. ¿Qué
tomaremos? ¿Cerveza, whisky… o bourbon?
—Sólo Dios sabe qué nos haría el bourbon. Estos últimos
días, hemos aprendido que es la bebida del Diablo. Pidamos lo mismo que bebía
Rodeo Rex. Una cerveza.
—Es lo que bebía
Dante, nuestro nuevo amigo.
—Voy por ellas,
Peto. Que no me quiten el asiento.
—Muy bien.
Peto estaba emocionado. Lo que no sabía es que al cabo de
unos minutos iba a necesitar una bebida fuerte. Viviría la gran revelación de
su vida.
El Chotacabras estaba lleno de rincones desde donde
acechaban personajes sospechosos. Irremediablemente, los desconocidos como Kyle
y Peto atraían la atención. Rodeo Rex se lo había advertido, pero ellos no le
habían dado importancia.
Una vez que Kyle se dirigió a la barra, varios tipos
empezaron a estudiar al joven sentado a la mesa, esperando que su compañero
volviera con las bebidas. Pronto dos de ellos aparecieron de las sombras. Sin
decir palabra, acercaron dos sillas a la mesa de Peto y se sentaron a ambos
lados. Los dos llevaban un abrigo negro con el cuello levantado y varios
collares con dientes ensartados. ¿Acaso eran bestias carnívoras? El primero de
los dos hombres, un delincuente grasiento y mal afeitado con el pelo largo, se
inclinó sobre la mesa para hablar con Peto. Sus penetrantes ojos verdes miraron
profundamente al monje.
—Vaya, vaya… Mira
a quién tenemos aquí, Milo. Es el joven Peto.
Su compañero se
inclinó hacia el frente, como si estudiara la cara de Peto.
—¿De verdad,
Hezekiah? —dijo en tono burlón.
Milo tenía el pelo rubio y largo, y una constitución
parecida a la de Hezekiah, excepto sus ojos, de un rojo desconcertante.
Mientras se inclinaba hacia Peto, el monje vio sus largos dientes amarillos y
olió su aliento. No le impresionó la suciedad de aquellas caras, bien
complementada por su ropa. Debían de ser vagabundos. Estaban indescriptiblemente
sucios, y apestaban. Por supuesto, Peto no era quién para juzgar a dos
desconocidos y, además, parecían conocerlo, así que no había razón para no ser
amable… ¿O sí la había?
—¿Cómo sabes
quién soy? —preguntó al hombre de ojos verdes. —No nos recuerdas, ¿eh?
—Hezekiah contestó con una sonrisita.
—No. Lo siento.
—No te preocupes.
Tu amigo Kyle nos conoce.
—¡Ah, bueno!
¿Sois amigos suyos?
—Sí. Verdad,
¿Milo?
—Sí, Hezekiah.
Somos buenos amigos de Kyle.
De pronto, Peto
reconoció aquellos nombres.
—¡Un momento!
—exclamó sin pensarlo—. ¿Sois Milo y Hezekiah?
El monje estaba
desconcertado.
Cuando Kyle volvió, un momento después, con dos botellas de
cerveza y se sentó a la mesa, no tenía idea de quiénes acompañaban a Peto. Pero
no le tomó mucho tiempo averiguarlo. Los dos habían sido grandes amigos antes
de que Hezekiah abandonara la isla de Hubal. Ahora parecía otra persona.
—¡Dios mío! ¡Hezekiah! —exclamó Kyle—. ¡Estás vivo! ¿Y éste
es Milo? ¡No puedo creerlo! ¡Llevas el pelo largo! Estáis muy cambiados… ¿Qué
habéis estado haciendo?
Hezekiah levantó la botella de cerveza que Kyle puso en la
mesa y le dio un trago antes de bajarla con cuidado. Su respuesta fue un largo
comentario desdeñoso.
—Bebiendo, fornicando, robando, matando… Básicamente, todo
lo que el padre Taos nos enseñó a no hacer.
Kyle no supo cómo interpretar su tono siniestro. Aquél no
era el mismo chico con quien había crecido. Hezekiah era un año mayor que Kyle,
y siempre iba un paso por delante. A veces Kyle llegó a envidiarle. Durante su
juventud, Hezekiah fue su propio modelo de monje. Ahora, al volver a verlo,
sentía que debía alegrarse, pero aquella parodia mal vestida y burlona se
parecía a todo menos a un monje. Su instinto le decía que no debía fiarse. Pero
seguía siendo un viejo amigo, y Kyle no quería juzgarlo.
—¿Por qué no
volviste al templo? —preguntó—. Todos creen que estás muerto.
Hezekiah esbozó
una desagradable sonrisa.
—Para todo fin y propósito, estoy muerto. Y también lo está
Milo. El padre Taos nos traicionó… ¿No te lo dijo?
—No mencionó
nada.
—¡Qué sorpresa!
—susurró Milo.
De inmediato, tanto Kyle como Peto
recordaron lo que Rodeo Rex les había dicho. Aquello tomaba forma. Tal vez el
padre Taos no había contado toda la verdad. Insistió en que los dos monjes que
había enviado a la ciudad cinco años antes estaban muertos. Hezekiah, por su
parte, no tenía intención de esperar a que Kyle y Peto unieran todas las piezas
del rompecabezas.
—No sois bienvenidos en Santa Mondega —dijo rozando con una
uña larga y sucia el hombro derecho de Kyle—. Así que marchaos ahora mismo.
Olvidad la razón por la que habéis venido. El Ojo de la Luna está fuera de
vuestro alcance, e incluso si no lo estuviera, moriríais antes de recuperarlo.
Era una de esas ocasiones en que Peto estaba muy agradecido
de que Kyle fuera el mayor y tuviera la responsabilidad de hacer las preguntas.
El novicio podía limitarse a escuchar.
—Hezekiah, ¿qué
quieres decir? ¿Qué te ha pasado?
—Milo y yo hemos visto el lado oscuro. No hay vuelta atrás.
Pero vosotros tenéis una oportunidad. Huid de Santa Mondega esta misma noche.
Mañana el Señor de la Oscuridad volverá a reclamar la ciudad para los muertos
vivientes. Si aún estáis aquí, os volveréis como ellos. Y, créeme, no queréis
eso.
—Pero Hezekiah… Contigo y con Milo de nuestro lado, seremos
buenos rivales. Imaginaos volver a Hubal como héroes… y con el Ojo de la Luna.
Hezekiah sacudió la cabeza y retuvo a Milo, como si pensara
que estaba a punto de atacar a Kyle. Volvió a mirar a su viejo amigo con sus
penetrantes ojos verdes.
—Escúchame, Kyle. No hagas esto más difícil. Nunca podremos
volver a Hubal. El padre Taos se encargó de ello. Tiene su propio lado oscuro,
ya sabes, y cuando Milo y yo descubrimos su secreto, nos hizo la vida
imposible. No dudes de mí, Kyle. Él mismo se llevó el Ojo de la Luna de vuelta
a Hubal. Sin embargo, fuimos nosotros quienes lo encontramos. Se suponía que
volveríamos a casa cubiertos de gloria, pero él tenía otros planes. Te hará lo
mismo, Kyle… y a ti también, Peto. Una vez que te marchas de Hubal no hay
vuelta atrás. —Hizo una pausa antes de preguntar—:
¿Cuántos monjes conoces que hayan regresado
a Hubal?
Tan sólo un monje
había vuelto al templo.
—El padre Taos. Todos los demás no aguantaron los riesgos
del mundo exterior. Por eso no volvieron.
—¿Crees que ése
es el motivo de que Milo y yo no volviéramos?
—Bueno… no lo sé.
—Asúmelo, Kyle. No sabes nada. Al igual que Milo y yo no
supimos nada hasta encontrarnos con Kid Bourbon.
La voz de Hezekiah bajó a un murmullo al mencionar a Kid
Bourbon. Por respeto a los muertos, en el Chotacabras esas dos palabras nunca
se decían en voz alta.
—¿Kid Bourbon? —repitió Kyle demasiado alto—. ¿Qué tiene
que ver con nosotros?
¡PUM!
Por un momento, el tiro dejó sordos a todos los clientes.
Luego cundió el pánico. Todos los presentes, hasta entonces bebiendo en sus
mesas, se pusieron en movimiento. Hezekiah fue el primero en reaccionar. Se
levantó de un salto para encarar al pistolero que acababa de disparar una bala
en el pecho de Milo.
Milo, como un boxeador atontado por un golpe, se tambaleaba
desde su silla, chillando. La silla cayó a un lado mientras él luchaba por
mantener el equilibrio, tocando el enorme hueco en su pecho. Kyle y Peto se
quedaron congelados en sus asientos.
Ahora Milo luchaba por seguir respirando. Salía sangre de
su pecho y de su boca. Lo más inquietante de todo era que sus ojos se habían
vuelto negros y su cara empezaba a cambiar. Milo se estaba transformando en una
criatura de la noche… un vampiro… Un vampiro moribundo que iba a convertirse en
polvo y a encaminarse a las puertas del Infierno.
En contraste, Hezekiah se había transformado en el perfecto
chupasangre. Atrás quedaba su pinta de vagabundo. Estaba muy erguido, con los
hombros hacia atrás, mostrando los colmillos al pistolero. Este último era una
masa andante de músculos enfundada en unos pantalones, una chaqueta de piel
negros, y una camiseta negra sin mangas con motivos de Halloween.
Al instante, Kyle
y Peto lo identificaron. Aquel hombre era Rodeo Rex.
Rex apuntó el arma al pecho de Hezekiah. La respuesta del
vampiro fue gruñir a su atacante, a menos de dos metros. No caería sin luchar.
Conocía a Rodeo Rex y sabía cuáles eran sus intenciones. En un parpadeo, antes
de que Rex pudiera apretar el gatillo, el ex monje saltó hacia el techo. La
velocidad del movimiento no era humana. En menos de medio segundo, el vampiro
estaba justo detrás de Rex, extendiendo las manos largas y huesudas, listas
para retorcer el cuello de su atacante. Ahora sus uñas eran casi tan largas
como sus dedos; sus manos parecían las raíces de un árbol. Mientras embestía a
su presa, exhibió unos dientes afilados y dispuestos a darse un festín con el
hombre que había abatido a su camarada.
Pero Rex no era una víctima fácil (Peto podía confirmarlo).
Aquello era su medio de vida y conocía todos los movimientos de los vampiros.
En el momento preciso, mientras Hezekiah se estiraba con ambas manos para
sujetar su cuello, el gigante se dejó caer al suelo, se volvió sobre su espalda
y disparó una bala, todo en un solo movimiento. Un enorme grito surgió de la
boca hambrienta de Hezekiah. Echó la cabeza atrás y aulló hacia el techo,
mientras la sangre se derramaba desde la herida en su pecho. El grito retumbó
en los tímpanos de un radio de quince metros, y unos segundos después todos en
el Chotacabras enfilaban hacia la puerta. No es que hubiera que apresurarse. La
pelea estaba decidida. Tras varios gritos agónicos, Hezekiah explotó en llamas
y se convirtió en ceniza.
En medio del caos de la gente en estampida, Rodeo Rex se
levantó del suelo y se acercó a Kyle y Peto, que seguían en sus asientos, sin
habla, observando la transformación de Hezekiah.
—¿Sois idiotas o
no escuchasteis mi advertencia? —bramó el gigante.
Los monjes no supieron qué decir. Pero como un maestro que
regaña a un par de alumnos que acaba de pillar fumando en el gimnasio, Rex
estiró las manos sobre la mesa, sujetó sus túnicas y los levantó de sus
asientos.
—¡Huid de mi vista hasta que el sol vuelva a salir! ¿Queda
claro? —No tenía intención de discutir.
—Como digas, Rex. —Por una vez, Peto mantuvo la
compostura—. Vámonos, Kyle.
Tomó las botellas de cerveza de la mesa y se dirigió a la
salida, con Kyle detrás de él, todavía mirando el rincón donde su amigo de toda
la vida, Hezekiah, se había desintegrado.
—¡Oye, tú! —gritó
el camarero—. No te lleves las botellas.
Rex respondió en
nombre de los monjes.
—¡Que hagan lo
que les dé la gana! ¿Por qué no vas atrás y te la chupas?
El camarero desapareció de inmediato. No quería problemas y
era lo bastante inteligente para mantenerse alejado de la máquina de matar
llamada Rodeo Rex.
Con el bar totalmente vacío y sin nadie que sirviera, Rex
tomó una botella de whisky y un puro de detrás de la barra y se sentó en un
taburete. Era el momento de repasar el día.
Cuarenta y cuatro
El agente Miles Jensen sabía que tenía un problema.
Mientras recuperaba la conciencia sintió el dolor punzante en su cabeza. Le
salía sangre de la nuca. Además, era sangre seca, lo cual significaba que se
había desmayado. También notó las manos atadas a la espalda y la boca
amordazada con una tela. Estaba tirado de lado con las rodillas levantadas, y
sus piernas le rebotaban de arriba abajo. Entonces lo comprendió. Se hallaba en
el maletero de un coche en movimiento. De pronto, recordó numerosas películas de
gánsters en que algún desgraciado era arrojado al capó de un vehículo para ser
transportado hacia su muerte. Miles jamás se había imaginado un final tan
prematuro y desagradable.
El ruido le impedía saber cuántas personas había en el
interior del vehículo. Pero recordó la imagen de una silueta encima de un
árbol. Tan sólo sabía que era un hombre corpulento y que había saltado del
árbol, aterrizando enfrente de él. Entonces… había sido golpeado en la parte
posterior de la cabeza. Pero él en ningún momento le había dado la espalda, así
que debió de haber otra persona. Sí, eso tenía sentido. Por supuesto, pronto
todo se aclararía. Estaba desesperado por comunicarse con Somers. Era su única
esperanza. Sentía el bíper en su costado… ¿Podría alcanzar el botón para
alertar a su colega? E incluso si lo hacía, ¿cómo respondería al móvil si
Somers lo llamaba?
Sin duda, su prioridad era liberar sus manos de la cinta
que las mantenía sujetas a la espalda. Debía ser muy silencioso. Alertar a sus
captores de que había recuperado la conciencia podía resultar un error fatal.
Sus manos estaban unidas por una cinta adhesiva. La habían
enrollado alrededor de ambas muñecas hasta la base de los pulgares, uniendo con
fuerza sus puños cerrados. Iba a ser difícil liberarse, pero no imposible.
Al cabo de unos diez minutos, Jensen se las arregló para
liberar su pulgar izquierdo y pulsar el botón del bíper, en el bolsillo
izquierdo.
«Maldito seas,
Somers. Será mejor que estés despierto.»
Pasó los siguientes diez minutos tratando de liberar sus
manos, sin éxito. El coche había hecho un par de paradas, seguidas por un giro
repentino a izquierda o derecha. Finalmente se detuvo. Dos puertas se abrieron
y se cerraron. Jensen escuchó voces apagadas, luego se levantó la tapa del
maletero y descubrió a dos sombras oscuras. Tenía razón. Lo habían atacado dos
hombres. Pero no podía distinguir sus rostros.
—Agente Miles Jensen —dijo la misma voz helada que le había
hablado desde el árbol—. Bienvenido a tus últimos instantes de vida.
Cuarenta y cinco
La Dama Mística tendía a la paranoia. Era parte de su
encanto, y una de las razones de que la gente la tomara remotamente en serio.
Sin duda, aquel don potenciaba su mística y credibilidad y, como consecuencia,
también sus ahorros bancarios. En las pocas ocasiones en que se alejaba de su
puerta, siempre comprobaba que nadie la siguiera. Todos los niños pensaban que
estaba loca, al igual que la mayoría de los adultos. Las únicas personas que no
la tildaban de bicho raro eran los adolescentes y los veinteañeros,
probablemente porque se drogaban.
Nunca salía de noche por temor a los vampiros (y a todos
los muertos vivientes: diablos, fantasmas, zombis, hombres lobo…). Y si lo
hacía durante el Festival Lunar, siempre tomaba todo tipo de precauciones. Sólo
con pensar en las mil criaturas malignas que el festival traía consigo, se
hubiera encerrado en casa con la despensa llena. Esta vez, su curiosidad la
había dominado. La visita de Dante y Kacy había activado su imaginación. Desde
entonces, se había estrujado los sesos tratando de recordar lo que fuera sobre
el Ojo de la Luna. Aunque la mayoría de las historias sobre la piedra fueran
tonterías, formaban parte de la cultura local, así que aquella mañana iría a la
biblioteca. Tenía una amplia sección de mitología donde quizás encontraría
algo.
Dar con un libro que tuviera información sobre el Ojo de la
Luna no era tarea fácil. De hecho, sin su sexto sentido, no habría localizado
nada. Pero encontró un libro sin nombre, de un autor anónimo. Cuando al fin
llegó a casa con el tomo, estaba hambrienta y muy cansada.
Se preparó una comida ligera y luego echó una siesta. No
abrió el libro hasta el anochecer. Su visita a la biblioteca había valido la
pena, y ahora estaba sentada ante su mesa leyendo un libro de siete centímetros
de grueso, forrado con piel desgastada. Parecía tan antiguo que incluso le
sorprendía que la biblioteca permitiera sacarlo en préstamo. Por otro lado, ¿cómo
podía encontrarlo alguien que no estuviera buscándolo?
El libro estaba escrito con letra clara, y había numerosas
correcciones y notas al margen. Empezaba con una advertencia escrita a mano en
la primera página. El autor eludía cualquier tipo de responsabilidad.
Querido lector,
Sólo las almas
puras pueden ver las páginas de este libro.
Cada página que
pases, cada capítulo que leas, te acercará al final.
No todos lo lograrán. Las muchas tramas y estilos pueden
deslumbrar y confundir.
Pero la verdad
que buscas estará frente a ti.
Vendrá la
oscuridad, y con ella grandes males.
Tras leer el
libro, ¿volverás a ver la luz?
Por desgracia, el libro no tenía títulos de capítulos ni un
índice, y era probable que cualquier información sobre el Ojo de la Luna
estuviera diseminada por sus páginas. Leer todo el texto le hubiera tomado tres
días. Demasiado tiempo… el eclipse era al día siguiente. Muy consciente de eso,
empezó a revisar las anotaciones escritas a mano buscando cualquier mención a
la piedra. Al cabo de una hora, ya había encontrado la primera pista.
Dado que sólo estaba revisando las citas al Ojo de la Luna,
la mujer no logró comprender la esencia del libro. Al parecer, el autor de los
primeros capítulos insinuaba que era uno de los doce Apóstoles, y había
empezado a escribir la obra como un diario posterior a la crucifixión de
Jesucristo. Mientras otros habían estado documentando la vida de Cristo (para
luego escribir el Nuevo Testamento), aquel hombre se había limitado a describir
el período inmediatamente posterior a la crucifixión. La Dama Mística terminó
acostumbrándose a la letra manuscrita y a las páginas amarillentas. El libro
estaba en muy buenas condiciones, teniendo en cuenta su antigüedad.
En algún momento, el diario había sido traducido a varias
lenguas, y las anotaciones en los márgenes así lo atestiguaban. Al entrar en la
quinta parte del libro, la escritura manuscrita cambiaba y la historia se
convertía en el relato de un personaje llamado Xavier, un caballero que viajaba
por Egipto en busca del Santo Grial. Aquel cambio de rumbo era extraño… Las
aventuras de aquel Xavier parecían salidas de Indiana Jones. Pero aquí, por fin, hallaba una referencia al
objeto de su búsqueda.
La historia contaba cómo Xavier se había quedado en un templo
y había encontrado la pintura de una magnífica piedra azul conocida como el Ojo
de la Luna. Allí supo que el paradero de la piedra era un secreto celosamente
guardado por los monjes. El autor anónimo se volvía muy vehemente en esa parte
de la narración, dedicando varias páginas a expresar la curiosidad de Xavier
por saber dónde se hallaba y qué secretos albergaba. Al parecer, a los monjes
se les prohibía tener posesiones, y menos con valor financiero, así que a
Xavier le fascinaba que pudieran conservar algo tan valioso y, lo más
importante, que lo tuvieran tan bien escondido. Había encontrado la pintura de
la piedra por accidente, mientras buscaba al padre Gaius, el monje director.
Gaius se había enfadado con Xavier y había llegado al extremo de destruir la
pintura.
Al final, la búsqueda del Santo Grial llevaba a Xavier a
otros sitios, de modo que el Ojo de la Luna desaparecía del libro durante
bastantes capítulos. La Dama
Mística se había enfrascado tanto en las
aventuras de aquel muchacho que se sintió tentada a seguir leyendo sobre su
búsqueda del Grial, pero el Ojo de la Luna apremiaba.
Eran las once de la noche cuando encontró una nueva pista.
La acción transcurría durante el invierno de 1537. Viajando por Centroamérica,
Xavier se reencontraba con Ishmael, uno de los monjes del templo egipcio. Al
parecer, éste había sido expulsado del templo después de discutir con el padre
Gaius. Aunque el libro era irritantemente vago respecto a las razones, quedaba
claro que Ishmael había quebrantado uno de los votos sagrados, y al hacerlo
había comprometido el escondite secreto del Ojo de la Luna. La historia seguía
con bastante lentitud… Xavier e Ishmael se volvían inseparables y viajaban
juntos en busca del Santo Grial. De nuevo, la Dama Mística se desviaba del
tema, ya que los dos amigos estaban a punto de localizar la Copa de Cristo.
Entonces, justo cuando parecía que iban a encontrarla, el autor cambiaba de
nuevo, literalmente a mitad de una frase. Le seguía una escritura totalmente
distinta, y ya no volvía a mencionar el Santo Grial.
Aunque el nuevo autor nunca se nombró a sí mismo, parecía
un hombre, por la forma en que describía una batalla contra las fuerzas del Mal
y la búsqueda para encontrar el Ojo de la Luna de un tal Señor Oscuro. Era la
primera vez que se mencionaba ese nombre. Contaba apasionantes aventuras en los
mares y expediciones por los desiertos. Era un material bueno y heroico, hasta
el momento en que el autor de repente se enamoraba. Aburrida por los
sentimientos que ahora anegaban la historia, la Dama Mística pasó las páginas
de esa parte. El autor describía una y otra vez cómo se había enamorado de una
joven llamada María y cómo había renunciado a volver a su país por ella.
La tediosa historia de amor aburrió tanto a la Dama Mística
que, pasada la medianoche, tuvo que prepararse una taza de café para no
quedarse dormida. Pero el refuerzo de la cafeína no logró espabilarla, así que
decidió dormir unas horas. Sacó un punto de lectura de un cajón en la mesa y lo
puso en la página donde se detenía. Entonces, cuando iba a cerrar el libro,
éste cayó al suelo abierto por una página con una extraña ilustración. Al
hojearlo, había visto varios mapas y diagramas. Sin embargo, esa imagen era
distinta. En ella aparecía una pareja. Abajo había un pie de foto escrito en
cursiva. Parpadeando con fuerza para mantener sus ojos abiertos, la Dama
Mística leyó lo que decía.
XAVIER, EL SEÑOR OSCURO, EN EL DÍA
DE SU BODA.
De pronto, llamaron a la puerta. La Dama Mística dio un
respingo. Su reacción inicial fue levantarse y lanzar un torrente de invectivas
al idiota que llamaba a esas horas. Normalmente, eran adolescentes borrachos o
viajeros que buscaban sus servicios. Sin embargo, al ser el Festival Lunar,
decidió ir con cautela antes de abrir la puerta a un desconocido.
—¿Quién es?
No hubo respuesta. A menudo sucedía que los payasos que
venían a visitarla no contestaban cuando ella preguntaba. Desde luego, era una
broma poco original. «Pensé que sabías que era yo —decían cuando abría la
puerta—. ¿Qué clase de pitonisa eres si no sabes que he llegado?» Las típicas
gilipolleces que había escuchado con el paso de los años.
Con un poco de
temor y mucho fastidio, se levantó de la mesa y fue a la puerta.
Abrió la cerradura y dio un vistazo al
exterior, lista para soltar improperios.
Lo que vio fue
una sorpresa.
Fuera, en la fría noche, había una joven vestida de negro.
La Dama Mística casi no la veía.
—¿Sabes qué hora
es? —preguntó a la joven, molesta.
—Lo siento. Es
que necesito su ayuda… —contestó su visitante.
—¿Cómo te llamas?
—Jessica.
—¿Por qué no
vuelves mañana? Iba a acostarme.
—Por favor,
señora… Serán cinco minutos… —rogó la chica.
Parecía desesperada. Y, lo más importante, estaba sobria…
La Dama Mística se compadeció de ella. Aquella hermosa e inocente chica no
podía ser una bromista.
—Espero que usted pueda decirme quién soy —continuó
Jessica—. He estado en coma durante cinco años y ahora tengo amnesia.
«Vaya… Tal vez sí
sea una bromista.»
—¡Qué tontería!
—contestó la Dama Mística—. ¿Se te ha ocurrido sola?
—Por favor, señora, debe creerme. Sigo teniendo visiones…
imágenes del pasado. Creo que un hombre llamado Kid Bourbon podría venir a
matarme. Tiene algo que ver con el Ojo de la Luna.
«¡El Ojo de la
Luna! ¿Cuáles eran las probabilidades?»
Kid Bourbon y la piedra eran las dos únicas razones para
que la Dama Mística dejara entrar a alguien a esas horas. No podía correr el
riesgo de despachar a la joven y no volver a verla.
—Muy bien —cedió
finalmente—. Entra. Te doy cinco minutos.
—¡Gracias! Es
usted muy amable.
La Dama Mística dejó que la joven entrara a la salita y le
hizo un gesto para que se sentara en una de las sillas de la mesa. Jessica hizo
lo que se le dijo.
—¿Qué libro está
leyendo?
—Eso no importa.
—La mujer frunció el ceño.
La adivina no quería involucrarse demasiado con las idas y
venidas de las personas que buscaban la piedra. Si Jessica resultaba ser un
fraude (o algo peor), entonces lo último que deseaba era que la joven notara su
interés por el Ojo de la Luna. Cerró el libro y lo puso en el suelo, junto al
escritorio. Luego se sentó en la silla opuesta a Jessica.
—Dime… ¿Qué sabes
sobre ti misma?
—No mucho. He temido preguntar para que nadie se
aprovechara. La gente ve a una joven, averigua que no conoce a nadie y empieza
a tener ideas, ¿comprende?
—Es cierto.
Entonces, ¿no sabes nada?
—Sé que un hombre
llamado Kid Bourbon trató de matarme hace cinco años y
por eso entré en coma. Ahora sospecho que
me está buscando, pero no sé por qué. ¿Puede ayudarme? Mi amigo, Jefe, sugirió
que le pidiera ayuda.
—¿Jefe? —preguntó la Dama Mística, reconociendo el nombre
del temido cazador de recompensas.
—Sí. ¿Lo conoce?
—Un poco. Ha
estado aquí varias veces.
—¿Tiene razón?
¿Puede usted ayudarme?
—Tal vez. Veamos
qué dice mi bola de cristal.
La Dama Mística se inclinó hacia delante, levantó la
cubierta de seda negra de la bola de cristal en la mesa y la dejó caer sobre el
libro en el suelo. Empezó a frotar sus manos con lentitud sobre la bola, como
si tratara de calentarla. La curiosa neblina se agitó en el interior por un
momento, antes de aclararse lentamente. De pronto, apareció la silueta de un
hombre en el centro de la esfera.
—¡Ah…! Veo a un hombre encapuchado… ¡Se trata de Kid Bourbon!
—exclamó la anciana—. Muchacha, tienes razón. Puede ir a por ti. —Dejó de
observar la bola y miró fijamente a Jessica—. Este hombre trae malas noticias.
Hace cinco años mató a mucha gente. Ahora te está buscando… Huye de Santa
Mondega.
Jessica parecía horrorizada.
«Así que no es
una broma…», pensó la adivina.
—¿Sabe por qué quiere matarme? ¿Lo dice su bola? ¿De dónde
vengo? ¿Cómo sobreviví la última vez?
—Por favor, querida, vayamos por partes —dijo la Dama
Mística, acercándose a la esfera neblinosa para recibir respuestas—. Kid
Bourbon tiene un asunto pendiente contigo… —Se concentró en las imágenes
giratorias de la bola—. Su deseo de matarte es muy, muy fuerte. No se detendrá
ante nada y se está preparando para tu vuelta. Dios mío, este hombre tiene
malas intenciones. Pero no puedo ver por qué… No, espera…
De repente, la
mujer saltó hacia atrás como impulsada por un resorte.
—¿Qué es? ¿Qué ha
visto? —gritó Jessica.
La anciana
parecía aterrada. Había palidecido y estaba temblando.
—¿Dices que no
sabes quién eres? —le preguntó a Jessica con voz trémula.
—Sí. ¿Por qué?
¿Qué ha visto? ¿Quién soy?
—Yo… no sé… lo
siento. Debes marcharte.
De repente, la
adivina no podía esperar un minuto para librarse de ella.
—¿Por qué? ¿Qué
ha visto?
—No he visto
nada. Ahora vete.
La Dama Mística estaba mintiendo. Ella lo sabía, y
sabía que Jessica lo sabía. Por norma general, podía disimular una mentira tan
bien como cualquier otro adivino, pero en esa ocasión había metido la pata. Era
obvio que sabía algo y la joven no iba a irse por las buenas.
—Dígame lo que ha
visto. Puedo ser muy desagradable, ¿comprende?
La Dama Mística se sobresaltó al escuchar los gritos de
Jessica. Su corazón se aceleraba… Parecía querer huir de su pecho.
—Yo… he visto a
Kid Bourbon. Ahora mismo viene para matarte. Debes irte.
Podría estar aquí en cualquier momento.
—¿Es verdad?
—Jessica parecía sorprendida—. ¿Me está diciendo la verdad?
Estudió la
reacción de la Dama Mística para ver si estaba mintiendo.
—Sí. Es lo que veo. No quiero que ese hombre venga aquí.
Por favor, márchate ahora.
—Pero ¿por qué
quiere matarme?
—No lo sé. Ahora
vete, ¡por tu propio bien!
Jessica se levantó de la silla. La vieja gitana había
dejado claro que se quería deshacer de ella, pero intentó una última pregunta.
—¿Está segura de
que no ve nada más… sobre mí?
—No. Lo siento.
No puedo ayudarte. Por favor, vete.
Se sintió muy aliviada al ver que Jessica se dirigía a la
puerta. La joven parecía más confusa que asustada.
—Adiós, Jessica —se despidió la Dama Mística—. Espero que
disfrutes el Festival Lunar.
—Sí, gracias.
Adiós…, Annabel.
—¿Cómo me has
llamado?
—Annabel. Ése es
su nombre, ¿no? Annabel de Frugyn…
La adivina se cuidaba mucho de dar su nombre. Así evitaba
que pudieran encontrarla fácilmente.
—Sí. Es mi
nombre, pero ¿cómo lo sabes?
Por su mirada,
Jessica sugirió que también ella podía ocultar información.
—Jefe me lo dijo.
Jessica retiró la cortina de cuentas, abrió la puerta y salió hecha una furia. Para gran
molestia de la adivina, no cerró la puerta tras ella. Los jóvenes tenían la
mala costumbre de no cerrar bien la puerta… Tendría que poner el cerrojo. Si
Kid Bourbon venía, es probable que captara la pista de Jessica y, por tanto, se
presentara en su casa. Sin duda, debía cerrar la puerta.
En otra ocasión, se habría levantado y cerrado la puerta de
inmediato, pero primero quería recordar la imagen que había visto en el libro.
Se inclinó hacia abajo del escritorio y levantó la seda negra. Después tomó el
libro y lo abrió en su mesa, tratando de encontrar la página con el dibujo de
Xavier. Mientras revisaba numerosas ilustraciones, una ráfaga de viento pasó
las páginas por ella. La mujer no tenía ni tiempo ni paciencia para aquel
inconveniente, así que terminó levantándose para cerrar la puerta, que ahora
estaba casi completamente abierta.
Dio un paso afuera para comprobar si Jessica aún estaba a
la vista, pero no había señal de ella. Afortunadamente, las calles estaban
desiertas.
El viento azotaba con bastante fuerza y le costó cerrar la
puerta. Después pasó la balda y giró la pequeña llave plateada en el cerrojo.
Con un bostezo y estirando los brazos, volvió a ocuparse del libro.
Pero ya no estaba sola en su casa. Alguien la observaba
desde el centro de la salita, entre ella y el libro. La mujer fue presa del
pánico.
—¿Cómo has
entrado? —preguntó a la imponente figura frente a ella.
El intruso no dio
una respuesta verbal a la pregunta.
Durante un rato, los únicos sonidos que se escucharon desde
el interior de la casa de la Dama Mística fueron unos gritos ahogados por el
viento.
Annabel de Frugyn sólo dejó de chillar cuando le arrancaron
la lengua de la garganta.
Cuarenta y seis
Sus captores tiraron a Jensen al suelo después de meterlo a
escondidas en el granero en que ahora se encontraba. Aquélla era su única
referencia. Podía estar en el jardín trasero de una casa, en el centro de la
ciudad, o incluso en medio del desierto. Era un granero muy grande con pacas de
paja apiladas hasta lo alto de la pared. No había electricidad y era obvio que
no sería buena idea emplear velas en una vieja estructura de madera como ésa,
así que la única luz procedía de la Luna, que brillaba por la entrada abierta.
Los dos hombres lo patearon varias veces, más para
desconcertarlo que para lastimarle. Después lo obligaron a sentarse sobre una
paca de paja y uno de ellos retiró la mordaza de su boca. Al menos ahora podría
inhalar profundamente para calmar sus nervios.
Jensen por fin tuvo la oportunidad de echar un vistazo a
sus dos captores. Pese a las sombras, reconoció sus rostros de las fotos que
había visto en los archivos confidenciales del gobierno. Eran Carlito y Miguel,
los esbirros de Santino. Ambos llevaban un traje negro con camisa negra, como
si fueran de uniforme. Todo el mundo sabía que esos dos hombres trabajaban
juntos. Incluso los rumores insinuaban que eran homosexuales y que odiaban
separarse. Esa lealtad sólo era superada por la que sentían hacia su jefe,
Santino, quien los protegía como un padre. De hecho, se decía que éste era su
padre. La pareja encabezaba la lista de posibles vampiros. Si Santino era el
vampiro jefe, entonces ellos eran sus dos sumos sacerdotes. Ahora su trabajo sucio
era interrogar a Miles Jensen y deshacerse del cuerpo.
—Veamos —dijo Carlito, cuyo lenguaje corporal sugería su
dominio sobre el otro—. ¿Qué coño hacías ocultándote en los arbustos de la
propiedad de Santino?
Jensen sabía que, de entrada, debía tratar de engañarlos.
Probablemente supieran que estaba mintiendo, pero si podía hacerles creer que
no estaba vigilando la mansión de su jefe, al menos tendría la oportunidad de
salir vivo.
—Mi coche se averió y estaba esperando a que alguien pasara
y me echara una mano. —Su nivel de serenidad mejoraba por momentos—. Pero no vi
a nadie. En realidad, estaba a punto de echarme a dormir cuando aparecisteis.
Durante unos segundos eternos, no obtuvo respuesta. Ambos
lo estudiaron detenidamente, buscando la más mínima pista de que estaba
mintiendo. Al tener las manos atadas a la espalda, le costaba mantener la
posición… De pronto se le ocurrió fingir que se caía a un lado, con tal de
aliviar la presión del interrogatorio. Miguel dio un paso al frente y volvió a
sentarlo en la paca de paja. Luego le abofeteó varias veces. Carlito se
adelantó y le tapó la boca.
—Mira, negro hijo de puta, sabemos quién eres. Te llamas
Miles Jensen y eres policía. —Empujó a Jensen hacia atrás. La cabeza del agente
golpeó contra las pacas de paja que tenía detrás.
—¡Está bien! —gritó Jensen. El comentario de «negro hijo de
puta» lo había encolerizado. Jamás había tolerado el racismo, y menos viniendo
de semejante escoria—. Yo también sé quiénes sois —amenazó.
—¿En serio?
—Sí. Eres el desgraciado de Carlito, y por lo que he oído,
te follas a tu amigo Miguel. Al menos eso dicen los archivos.
Ni Carlito ni
Miguel parecieron perturbados por el desafío de Jensen.
—Como no tengas cuidado, serán Carlito y Miguel follándose
a Miles Jensen — contestó Carlito, sonriendo—. Ahora dime, negrata, ¿qué hacías
vigilando la casa de Santino? ¿Qué intentabas averiguar? Y no me mientas.
Escoge tus respuestas con cuidado. Te cortaré un dedo por mentira.
A Jensen no le gustó la alternativa. Jamás le habían
amputado un dedo y no quería probar la experiencia. Así que decidió escoger las
palabras con cuidado.
—No intentaba nada, y eso fue exactamente lo que encontré.
¿Puedo irme, por favor?
—No. —Carlito empujó a Miguel hacia Jensen—. Revisa sus
bolsillos. Comprueba si lleva alguna cámara o micrófono.
Jensen fue brutalmente cacheado por Miguel, quien no tardó
en descubrir el teléfono móvil, la placa y el bíper. Lanzó el bíper al suelo, y
luego pasó el teléfono y la placa a Carlito.
—¿Qué opinas?
—preguntó a su compañero.
—No trabajas solo, ¿verdad, Jensen? —dijo Carlito,
observando el teléfono en su mano. Lo abrió y revisó su directorio, luego lanzó
un suspiro—. El agente Archibald Somers es tu compañero, ¿eh? Muy interesante…
¿Ya te ha contado su teoría sobre Kid Bourbon?
—Un par de veces.
—¡Vaya personaje! —Se rió Carlito—. Siempre culpando de
todo a Kid Bourbon. ¡Casi llegó a convencerme! Es un poco vehemente, ¿no crees?
—Sí, lo es —dijo Jensen con calma—. Pero también es muy
bueno en su trabajo. Sabe que estoy aquí, así que pronto esto estará atestado
de policías.
—Por supuesto. —Carlito sabía que el agente estaba
mintiendo—. Miguel, ¿quieres entretener a Axel Foley mientras llamo al jefe?
—Claro.
Carlito se marchó del granero pulsando el móvil de Jensen.
En los siguientes minutos, Jensen tuvo que soportar cómo Miguel lo observaba
como si fuera un cavernícola viendo por primera vez a un negro.
Al cabo de cinco
minutos, Carlito volvió al granero empujando una carretilla
con un espantapájaros vestido con un manto
y un sombrero negros, y con la cabeza de paja sin rasgos faciales. Carlito
empujó la carretilla hasta el desconcertado agente.
—Jensen, ¿alguna vez has oído la historia de la maldición
del espantapájaros de Santa Mondega? —preguntó.
Miguel estalló en
carcajadas.
—Me temo que no
—contestó Jensen—. Y ahora no me interesa especialmente.
Carlito empujó a
Miguel hacia el prisionero.
—Átalo a esa pila
de alpacas. Asegúrate de que no pueda moverse.
Miguel se puso a trabajar de inmediato. Estaba claro que
disfrutaba con lo que hacía.
—Cuéntale la
historia de los espantapájaros —dijo.
Carlito dio un paso al frente y se inclinó hacia Jensen
para que pudiera escucharle y sintiera el calor de su aliento.
—Agente Jensen, supongo que sabes que en Santa Mondega
tenemos un problema con los muertos vivientes.
—¿Ah, sí?
—Y tú has estado
tonteando con los vampiros, ¿no?
Jensen decidió no
responder.
—Los muertos vivientes de Santa Mondega no son sólo
vampiros, amigo mío. Todas las noches, a las doce, los espantapájaros vuelven a
la vida durante una hora… y deben alimentarse. ¿Sabías que les encantan los
negros? Por eso hay tan poca de tu gente en Santa Mondega. —Dejó caer el
teléfono móvil en el regazo de Jensen—. He puesto la alarma a la una de la
madrugada, el final de la hora de las brujas. Si la oyes, significa que sigues
vivo y que le gustas al espantapájaros. En caso contrario, es que estás muerto.
—Dio media vuelta para marcharse y añadió—: Si se despierta, saluda al señor
Espantapájaros de nuestra parte.
Carlito y Miguel se marcharon entre risas. Mientras
observaba el rostro inexpresivo del espantapájaros, Jensen pudo oír cómo se
felicitaban todo el camino de vuelta al coche.
«Vaya par de payasos —pensó—. ¿Espantapájaros que vuelven a
la vida y se alimentan de personas? Es ridículo…»
Cuarenta y siete
Jessica había quedado con Jefe en el Chotacabras, pero al
llegar dudó si entrar. El bar parecía abierto (las luces estaban encendidas),
pero lo encontró extrañamente vacío. Jefe le había asegurado que allí siempre
había juerga hasta el amanecer. Pero hoy el Chotacabras parecía muerto. No se
oía ni música ni voces. Fuera, ni siquiera vagaba una sola alma en estado
etílico. Jessica no se lo explicaba. ¿Dónde estaban los borrachos?
Se acercó a dar un vistazo por una de las ventanas
oscurecidas del Chotacabras. Presionó la cara contra los cristales para poder
ver algo, pero sólo distinguió a un hombre sentado a la barra, bebiendo. Ni
rastro del camarero o de los demás clientes. Y ni rastro de Jefe.
Jessica sopesó sus opciones. Podía acercarse al Tapioca o
arriesgarse, entrar en el Chotacabras y preguntar al hombre en la barra si
había visto al cazador de recompensas. A media decisión, notó la sangre en el
suelo. ¡Y el hombre de la barra también tenía sangre en sus brazos tatuados!
Como si sintiera que lo estaban observando por la ventana,
el hombre se dio la vuelta y se quedó mirándola. Aunque no sonreía, aquélla no
era una mirada desafiante. Jessica dio un paso atrás, hacia la oscuridad, donde
él no pudiera observarla. Jefe se habría ido al Tapioca. A esas horas, era el
único bar que seguiría abierto. Si allí no lo encontraba, estaría en la
habitación de hotel que compartían.
Rodeo Rex había estado bebiendo solo durante una hora.
Nadie se había atrevido a entrar en el Chotacabras desde el incidente de los
vampiros. Incluso quien no lo supiera, habría sido lo bastante inteligente para
dar un vistazo por la ventana y luego seguir su camino hacia el Tapioca. El
camarero no se había asomado desde que Rex lo había mandado a la mierda.
Estaría en la trastienda, o incluso durmiendo.
A Rex no le preocupaba la ausencia del camarero. Acababa de
matar a dos ex monjes de Hubal convertidos en vampiros y lo había hecho frente
a un bar abarrotado de gente. Y era muy probable que la mitad de la clientela
del Chotacabras fueran vampiros. Aquello habría asustado a cualquier muerto
viviente, no digamos ya a la gente ordinaria. Pero aquello garantizaba algo:
los muertos vivientes volverían.
Lo que no estaba claro (pero Rex lo esperaba) era la
aparición del Señor de los muertos vivientes. Matar al Señor Oscuro culminaría
el trabajo. Lo más probable era que el resto de la cuadrilla huyera a otra
ciudad. Eran todas criaturas cobardes. Si sabían que Rex había matado a su
líder, no se quedarían en Santa Mondega ni un minuto. La población de la ciudad
se reduciría de la noche a la mañana.
Por mucho que bebiera, Rex no podía librarse de su
angustia. Desde que había visto a Kid Bourbon en la cafetería en la carpa de
boxeo, se sentía muy incómodo. Su mente recordó el momento, varios años antes,
en que había conocido a Kid Bourbon. Entonces no supo quién era el hombre que
le retaba. En esa época usaba otro nombre. ¿Cuál era? Qué más daba. El caso era
que Kid Bourbon había vuelto, y él tenía la oportunidad de vengarse.
Cinco años antes, Rex se había cruzado con Kid Bourbon en
un viejo bar de la zona roja de Plainview, Tejas. Kid Bourbon había retado en
combate a todos los presentes. Esperaba ganar fácilmente, como siempre desde
que era un adolescente. Pero algo salió mal. Su oponente (el cual, ahora lo
sabía, era el hombre más buscado de Santa Mondega) aguantó casi cuarenta
minutos, y desde entonces se convirtió en una leyenda. Atrajo a cientos de
espectadores. Cuanto más duraba, más gente aparecía y apostaba su dinero.
El enfrentamiento pudo haber continuado toda la noche ya
que ambos se negaban a ceder un centímetro. Pero, al final, como si se hubiera
aburrido, Kid Bourbon aflojó el brazo y Rex lo estrelló en la mesa. Nunca gozó
tanto de una victoria.
Pero entonces la situación tomó un giro desagradable. Aquel
hombre, que no había mediado palabra durante el combate se negó a soltarle la
mano, y empezó a apretarla. Rex siempre recordaría aquel dolor. Para su agonía,
Kid Bourbon le había aplastado todos los huesos de la mano. Después, sin siquiera
felicitarle, se había marchado. Rex había utilizado su mano buena para recoger
sus ganancias y había conducido a un hospital, donde, para su horror, le
amputaron la mano aplastada con el fin de evitar que perdiera el brazo. Ese día
juró vengarse.
En los meses siguientes, él mismo se construyó una mano de
metal para asegurar que, la siguiente vez que sus caminos se cruzaran, Kid
Bourbon acabase con la mano rota. Pero en cuanto tomaba una bebida y pensaba en
ese día, el recuerdo lo amargaba.
Algo grande se
cocía en Santa Mondega.
El hecho de haber matado a un par de vampiros debió
aligerar su estado de ánimo. Pero, por algún motivo, se sentía incompleto. Su
sexto sentido le decía que la matanza no había terminado. Tenía la horrible
sensación de que alguien lo estaba vigilando. En ese punto se dio la vuelta y
vio el rostro de una mujer mirándolo por la ventana. La cara pronto desapareció
en la noche, pero algo le intrigaba. Estaba seguro de haberla visto antes. Pero
¿dónde? A Kid Bourbon lo había reconocido al instante, pero esta joven… Había
conocido cientos de mujeres atractivas. Sin embargo, incluso a través de la
ventana, sabía que aquélla era la más hermosa. Por desgracia, había bebido
tanto whisky que no pudo recordar dónde la había conocido.
Por hoy ya era suficiente. Lo solucionaría
todo por la mañana.
*
* *
Berkley, el camarero del Chotacabras, seguía molesto por la
forma en que Rodeo Rex le había hablado, pero sabía que debía andarse con
cuidado con alguien que podía matar a vampiros. Durante dos horas estuvo viendo
la televisión en la trastienda, mientras, en la barra, Rex bebía gratis. De vez
en cuando se oían gritos y el ruido de una silla al suelo. Berkley se planteó
dos opciones: o Rex estaba asustando a posibles clientes, o bien, totalmente
borracho, se divertía destrozando los muebles.
Media hora antes, hubo un tremendo jaleo. Sonó como si Rex
estuviera dando una paliza a otro vampiro. Desde entonces había reinado el
silencio. Ni siquiera se oyeron los chillidos de las ratas que solían corretear
por el suelo. Media hora de paz y quietud era suficiente para dar a entender
que Rex por fin se había marchado a casa. Berkley decidió arriesgarse y ver si
podía cerrar el bar.
Asomó la cabeza por la puerta. Como antes, había un solo
hombre sentado a la barra, sólo que esta vez no era Rodeo Rex. Era alguien mucho
peor.
Berkley sintió que se le erizaba el vello al reconocer al
hombre encapuchado. Lo había visto una sola vez en su vida, cinco años antes,
cuando vino y mató a toda su clientela, excepto a él. Estaba claro que no había
muerto.
—Qué lento es el servicio esta noche… —dijo Kid Bourbon,
bajándose la capucha para revelar su cara.
No había cambiado. Su pelo era un poco más oscuro, y su
cara, más arrugada. Sin embargo, aquél era definitivamente Kid Bourbon. Y eso,
pensó Berkley, no auguraba nada bueno. Por un momento, no supo cómo reaccionar
ante la queja de su cliente sobre el servicio. Tenía ganas de agradecerle que
no lo hubiera matado cinco años antes, pero no parecía buena idea.
Berkley revisó el estado del bar. Las mesas y las sillas
estaban esparcidas por el suelo. Había sangre en todas partes. «Menudo trabajo
me espera mañana», pensó. Eso si tenía la suerte de seguir con vida, teniendo
en cuenta que se hallaba ante el mayor asesino de masas de la historia local.
Sería mejor no hacer esperar a ese tipo.
—Lo siento. ¿Qué le pongo? Esta noche, todas las bebidas
son cortesía de la casa.
—Perfecto, porque
quiero un bourbon. Y asegúrate de llenar el vaso.
«¡Estupendo! Así empezó la vez pasada…» Berkley recordó la
última aparición de Kid Bourbon en su bar, cinco años antes. Le había servido
un vaso de bourbon. Después de todo, ¿cómo iba a saber que ese tipo tenía un
problema con la bebida? Fue echar un trago y liquidar a toda la clientela
excepto a él, que siguió sirviéndole copas durante otra hora. Incluso cuando
llegaron los furgones de la policía, Kid Bourbon no se inmutó. Dejó la bebida
para enfrentarse a ellos. Berkley se escondió debajo del mostrador para escapar
de las balas perdidas, levantándose de vez en cuando para llenar el vaso de Kid
Bourbon.
Sin importar los sucesos de cinco años antes, Berkley no
tenía el valor de hacer esperar a Kid Bourbon, así que le sirvió un vaso de su
mejor bourbon sobre un par de cubitos.
—¿Qué has estado haciendo todo este tiempo? —preguntó,
pensando poder retrasar el momento en que Kid Bourbon echara el primer trago.
Su único cliente
tomó el vaso y estudió su contenido.
—No he bebido
—soltó sin más.
—Bien por ti.
¿Durante cuánto tiempo?
—Cinco años.
«¡Horror! —pensó Berkley—. Este hombre no pudo aguantar el
alcohol en su última visita. Así que ahora, si no ha tomado una gota en cinco
años, se le va a subir directo a la cabeza. Hay que evitarlo como sea.»
—¡Vaya! —empezó con indecisión—. Si no has tomado un trago
en cinco años, es una pena que empieces ahora. ¿No prefieres un refresco?
Kid Bourbon dejó de observar el contenido de su bebida y
fulminó a Berkley con la mirada.
—Escucha, amigo. Ésta va a ser mi primera bebida en cinco
años. He venido hasta aquí para estar tranquilo, pero hay dos cosas que me molestan.
—¿Qué cosas? —preguntó Berkley, con la esperanza de que
ambas fueran subsanables.
—Lo primero que me está cabreando es el servicio. Nunca
había tenido que esperar tanto para una bebida. Tendrás que mejorarlo.
—Muy bien… Lo
siento.
—Es un inicio.
Tampoco me gusta ese goteo. ¿Puedes hacer algo al respecto?
Berkley no había oído ningún goteo hasta que Kid Bourbon lo
dijo. Venía de detrás de su cliente. Miró sobre la barra y vio un charco de
sangre en el suelo. Tal vez pertenecía a uno de los dos vampiros que habían
perecido. Sin embargo, mientras lo miraba, aterrizó otra gota de sangre justo
en medio. ¿De dónde venía? Berkley levantó la mirada al techo y encontró la
respuesta. Pero al instante deseó no haberlo hecho. Justo arriba del charco de
sangre había un ventilador de hélice. El cuerpo de Rodeo Rex rodaba entre sus
aspas… Era su sangre la que goteaba en el suelo. No tenía ojos y le habían
arrancado la lengua. De sus brazos y sus piernas, colgaban trozos de carne
tatuada. Su pecho era una masa ensangrentada. Ante aquella desagradable escena,
las piernas de Berkley se volvieron gelatina. Sin darse cuenta, perdió el
equilibrio y cayó hacia la barra, golpeándose la cabeza con uno de los estantes
de madera. Maldita sea…
Tras recuperar la compostura, decidió no volver a mirar al
cuerpo en el techo. En su lugar, observó cómo Kid Bourbon tomaba su bourbon y
ponía de golpe el vaso en la barra.
—¿Otra bebida?
—preguntó Berkley.
Kid Bourbon negó con la cabeza. Metió la mano en su abrigo
y sacó una enorme pistola (Berkley jamás había visto un arma tan peligrosa).
Después apuntó a la cabeza del desafortunado camarero, quien, paralizado de
miedo, vio como su cliente apretaba el gatillo.
¡PUM!
Las repercusiones de ese tiro se oirían en muchos
kilómetros a la redonda, y durante muchos años. Kid Bourbon había vuelto. Y
estaba sediento.
Cuarenta y ocho
La atmosfera del Tapioca era tensa. Sánchez supo que iba a
suceder algo desagradable en cuanto vio a Jefe cruzar la puerta. El cazador de
recompensas ya estaba de un humor pésimo incluso antes de dar el primer trago
de cerveza, pero el alcohol agravaría su cabreo. Sánchez lo achacaba al hecho
de que Jefe aún no había recuperado el Ojo de la Luna e iba a tener que
admitirlo ante Santino, si no quería salir huyendo. Estaba sentado en un
extremo de la barra, maldiciendo a quien se le acercara. Una nube de humo
rodeaba su presencia.
La barra del Tapioca tenía unos treinta metros de largo, de
los cuales quince eran ocupados por Jefe. Sentados en el otro extremo, había
seis Ángeles del Infierno, unos individuos grandes y peludos que habrían
llegado a la ciudad para ver los combates de boxeo y aclamar a su héroe, Rodeo
Rex. Aunque todos se habrían defendido en una pelea, no eran lo bastante
estúpidos para encararse a Jefe. La tensión y el humo fueron aumentando. Todos
los clientes que se acercaban a pedir una bebida se aseguraban de ir a la parte
de la barra ocupada por los Ángeles del Infierno, por temor a mostrar una falta
de respeto a Jefe.
Al cabo de dos horas ahogando sus penas, «el problema» por
fin entró andando. Llegó en forma de dos hombres corpulentos vestidos con traje
negro. Sin duda, se trataba de Carlito y Miguel. Carlito encontró a Jefe
encorvado en el bar y se dirigió directamente a él, seguido, como siempre, por
Miguel. Tomaron asiento al lado del cazador de recompensas.
—Un placer verte,
Jefe —saludó Carlito.
—Dejadme en paz.
—Qué derroche de
amabilidad, ¿no crees, Miguel?
—Nuestro amigo no
se alegra de vernos. ¿Por qué será?
—¿Tal vez porque
ya no tiene la piedra? ¿La ha perdido?
—¿O tal vez porque se la robó un tal Marcus la Comadreja? —Los dos hombres se
rieron brevemente. No era un sonido cálido.
Jefe se sujetó al
borde de la barra antes de levantarse de un salto.
—¿Qué sabéis de
Marcus? —gruñó.
—Sabemos, por ejemplo, que has estado con una tía en lugar
de intentar recuperar lo que perdiste —continuó Carlito.
Jefe era capaz de controlar la borrachera. La mera
insinuación de un posible peligro le sentó como una inyección de adrenalina.
—¡Eh! Escuchad esto, gilipollas. La chica me está ayudando
a buscar el Ojo de la Luna. Ella tiene muchos recursos. Para empezar, podría
acabar con vosotros.
Carlito no pudo evitar que una risa de oreja a oreja se
extendiera en su cara. Había logrado provocar a Jefe con un mínimo de esfuerzo.
—¿Sabes, Miguel? —se burló—. Creo que Jefe se ha enamorado.
Qué enternecedor, ¿no?
—Seguro, Carlito. Pero no va a durar mucho. No se puede
estar enamorado cuando no se tiene corazón.
—Os lo repito, gilipollas. Conseguiré la puta piedra en un
par de días —insistió Jefe, haciendo gestos a Sánchez para que le sirviera otra
cerveza.
Carlito sacudió
la cabeza.
—Es demasiado, Jefe… Te quedan diez horas. Santino quiere
tener esa piedra antes del eclipse de mañana.
—¿Por qué tanta
prisa?
Miguel sujetó a
Jefe por el pelo.
—Eso no es asunto tuyo —amenazó—. Tú cumple tu parte o
serás carne de los buitres…
Le soltó el pelo
y miró su mano con hastío.
—¡Vete a la
mierda! —masculló Jefe.
—¿Queréis callaros de una vez? —interrumpió Carlito, el
cerebro de la pareja—. Miguel, ya lo hemos aclarado. Jefe vendrá con la piedra
mañana al mediodía, si no quiere desaparecer del planeta.
Dicho lo cual, Carlito y Miguel se marcharon en silencio,
para gran alivio de Sánchez. Nadie en el bar habló durante un rato. Todos
sabían que no debían atraer la atención hacia ellos después de que un tipo duro
como Jefe acabara de ser humillado en público. Sánchez trató de no mirar al
cazador de recompensas, sufriendo por la forma en que Carlito y Miguel le
habían hablado. Era probable que pagara su ira a la mínima provocación. Así que
Sánchez se sintió aliviado cuando Jessica irrumpió en el bar.
—¡Hola, grandullón! —saludó a Jefe—. ¿Qué ha pasado en el
Chotacabras? No había nadie cuando llegué, aparte de un tipo extraño y sangre
por todas partes.
—Sí, nena… —contestó Jefe con voz cansada, aunque había
suavizado el tono— . Hubo algún tipo de incidente. Rodeo Rex está de vuelta en
la ciudad. Al parecer, hizo explotar a un par de vampiros.
—¡¿Qué?!
—Mató a un par de
vampiros en el Chotacabras. Todo el mundo se largó.
Sánchez no pudo
resistirse a la tentación de criticar a la competencia.
—Siempre he dicho que el Chotacabras era lo peor. Los
vampiros han estado viviendo en ese hoyo de mierda durante años. Seguro que el
dueño es uno de ellos.
En mi bar no entran. Delincuentes
bebedores de sangre. Cabrones agarrados… —¿Me estáis tomando el pelo? —preguntó
Jessica, incrédula.
—No, nena, hablamos muy en serio —dijo Jefe—. El
Chotacabras es un antro de mala muerte.
—¡A la mierda con el Chotacabras! —se burló la chica—. ¿Es
verdad que aquí viven vampiros?
—¡Coño, claro! —intervino Sánchez—. Que yo recuerde, esta
ciudad siempre ha tenido un problema con los vampiros. Por eso nos conviene que
Rodeo Rex esté en Santa Mondega. Es el mayor asesino de vampiros que conozco.
Incluso mayor que Buffy.
—¿Quién es Buffy?
Sánchez y Jefe se miraron el uno al otro. Ambos sacudieron
la cabeza ante la ignorancia de Jessica.
—¿Es que no sabes
nada? —preguntó Sánchez.
—¿Cómo es que
nadie lo ha mencionado antes?
—Lo siento, nena —medió Jefe—. No habrá salido el tema.
Pero ahora no quiero hablar de eso. Volvamos a casa, ¿eh?
—¿No quieres
tomar otra bebida? Acabo de llegar…
—He tragado suficiente cerveza. Ahora sólo te quiero a ti,
muñeca… Volvamos al hotel y metámonos en la cama, ¿vale? —Guiñó un ojo.
Jessica lo premió
con un gesto atrevido y otro guiño.
—Claro, cariño… Sánchez, ¿puedes darnos una botella de
vodka para llevar, por favor?
Sánchez estaba
tremendamente celoso de la atención que Jessica dedicaba a Jefe.
¡Parecían pareja!
«Si hubiera
actuado primero… —pensó—. ¡Maldito Jefe! ¡Cabrón de mierda!»
Entregó a Jessica una botella de vodka (cortesía de la
casa) y aguantó la situación como pudo. Por nada del mundo quería que Jefe
supiera que sentía algo por ella. No sería inteligente. Pero la envidia le
corroía mientras la pareja se encaminó a la salida. Jessica ayudaba a Jefe a
tenerse en pie. Era evidente que la adrenalina se había agotado. Sin ella, se
habría caído.
Justo cuando
llegaban a la puerta, Sánchez les gritó:
—¡Hasta mañana!
¡No olvidéis disfrazaros!
Jessica se dio la
vuelta y le guiñó un ojo.
—No te preocupes,
Sánchez. Creo que te gustará mi disfraz.
Cuarenta y nueve
Miles Jensen había estado sentado a oscuras desde que
Carlito y Miguel abandonaron el granero. Habían cerrado las puertas tras ellos,
eliminando la poca luz de luna. Apenas podía distinguir el perfil del
espantapájaros en la carretilla. Era casi la una de la madrugada, el momento en
que debía sonar la alarma del teléfono.
A Jensen no le sorprendió que el espantapájaros no se
hubiera movido, pero estaba ansioso para que terminara la hora de las brujas.
La historia del espantapájaros volviendo a la vida era ridícula, pero, cada
minuto que pasaba, Jensen se iba poniendo más y más nervioso. Estaba demasiado
oscuro para comprobar la hora en el teléfono de su regazo, y ahora ya dudaba
que sus raptores hubieran puesto la alarma. Podía ser una maniobra de Carlito para
prolongar su agonía.
El dolor de cabeza le impedía mantenerse alerta. Necesitaba
descansar unas horas… Cuando ya se estaba quedando dormido, escuchó un crujido
procedente del frente del granero. Instintivamente, Jensen aguantó la
respiración para no hacer ruido, mientras forzaba la vista para lograr
distinguir algo.
La puerta del granero se estaba abriendo muy lentamente. De
pronto, un rayo de luna iluminó la cabeza del espantapájaros. ¡Ahora la cara
parecía tener ojos! Pero el espantapájaros no era la principal preocupación de
Jensen. Necesitaba saber quién era el hombre que había en la entrada envuelto
en neblina. Era alto y vestía traje, y un panamá ligeramente inclinado a un
lado de la cabeza. Apuntaba al suelo con un arma.
—¿Somers? ¿Eres
tú? —susurró Jensen.
El hombre, en lugar de responder, entró en el granero y
cerró la puerta. Un rayo de luna colándose entre una grieta permitió que Jensen
viera al hombre que se le acercaba, apuntando la pistola al espantapájaros. De
pronto, se detuvo y dejó de apuntar, mientras observaba a la cabeza de paja.
En ese momento sucedió algo que pudo costarle la vida a
Jensen. Se activó la alarma del móvil y sonó la espantosa melodía de Superman: la película.
El ruido sorprendió al hombre, quien se dio la vuelta y
apuntó a Jensen. Le temblaba el dedo en el gatillo. Parecía asustado.
—Miles, ¿está
solo? —murmuró una voz ronca.
—¡Dios mío! ¿Es
usted Scraggs?
—Sí. ¿Está solo?
—Eso creo, aparte del maldito espantapájaros. —Jamás había
agradecido tanto escuchar la voz del teniente Paolo Scraggs.
—¿Es eso un
espantapájaros? —Scraggs preguntó, confundido.
—Sí. El mismísimo
Hombre de Paja. ¿Le importaría desatarme, por favor?
—Faltaría más.
Scraggs dio un paso al frente y subió de un salto a la pila
de alpacas en que Jensen estaba sentado. Se colocó detrás del agente y comprobó que tenía las manos unidas
con cinta adhesiva. Sin embargo, no intentó cortarla de inmediato. No iba a
desperdiciar la oportunidad de interrogar al policía.
—Jensen, ¿por qué esos dos tipos le han traído aquí? ¿Y por
qué no le han matado?
—¿Puede desatarme, por favor? —se quejó Jensen. Estaba
demasiado cansado para dar explicaciones. Habría tiempo de sobra.
—Vamos, Jensen.
Acabo de salvarle el culo, así que me merezco saber qué está sucediendo. Es lo
menos que puede hacer, dadas las circunstancias. Siempre podría dejarle aquí,
lo sabe…
Scraggs siempre había sido un pesado, y Jensen empezó a
comprender por qué Somers no lo tragaba.
—Escuche, Scraggs, me dejaron aquí para que ese
espantapájaros resucitara y me matara. No sé nada más.
—Tendrá que esforzarse, Jensen —dijo Scraggs, mirando hacia
el espantapájaros—. ¿No esperará que crea que no tenían una razón para arrastrarle
hasta aquí? Ha descubierto algo, y es el momento de que comparta lo que sabe.
Si hubiera muerto, si esos dos matones hubieran decidido asesinarle, entonces
habríamos perdido toda su información. ¿Qué tal si me dice qué ha averiguado,
antes de que pierda la paciencia?
A Jensen no le preocupaban los intentos de intimidación del
teniente. Había visto algo más…
—Scraggs…
—¿Qué quiere,
Jensen?
—¡Cuidado!
—¿Qué?
¡Aaahhhhhh!
Scraggs no fue lo bastante rápido para reaccionar a la
advertencia de Jensen. El espantapájaros se abalanzó sobre él en un abrir y
cerrar de ojos, impulsando su cara de paja llena de gusanos directo hacia la
suya. Sus brazos se enroscaron alrededor de su nuca, tirándolo al suelo.
Scraggs gritó mientras luchaba por alejar las extremidades de su atacante.
Tenía la cara incrustada en su cuello.
Con el pánico, Scraggs dejó caer el arma. Tras varios
segundos rodando salvajemente para evitar que el hombre de paja lo mordiera o
arañara, por fin logró empujarlo a un lado y alejarse a la derecha, aflojando
una pila de paja por el golpe. La pila se tambaleó antes de caer encima de él.
Le siguió el momento más doloroso de todos. Aquella risa demente. Scraggs la
reconoció al instante.
¡Era Somers!
Scraggs empujó la alpaca y se sentó. El espantapájaros
estaba aplastado en el suelo. Jensen seguía sentado con las manos atadas.
Frente a él, se hallaba el agente Archibald Somers.
—Scraggs, es usted un inútil —se burló Somers—. Mi
compañero ha estado atado y medio muerto, y a usted sólo se le ocurre
interrogarlo. Debe tener mierda en lugar de cerebro.
—¡Hijo de puta!
—bramó Scraggs mientras se ponía en pie.
Estaba furioso por la humillación que acababa de sufrir:
Somers había entrado a hurtadillas y le había lanzado el espantapájaros al
primer despiste. ¡Cabrón!
—Aquí el único hijo de puta es usted, Scraggs —gritó
Somers—. Desate a Jensen antes de que te lance de nuevo a ese refugiado de El mago de Oz.
El avergonzado teniente Paolo Scraggs obedeció de mala
gana, aunque se tomó su tiempo para arrancar la cinta adhesiva pegajosa,
sabiendo que dolería.
—Gracias, Somers —dijo Jensen, aliviado—. ¿Cómo supiste que
estaba aquí? — Se frotó los dedos entumecidos.
—En realidad, estaba rompiéndome la cabeza cuando ese
payaso… —señaló a Scraggs—, ese verdadero inútil empleó la frecuencia de la
policía para llamar al capitán y decirle que estaba fuera del granero y que
debía entrar y sacarte.
—¿De verdad? —dijo Jensen, volviéndose hacia Scraggs—.
¿Cuánto tiempo estuvo esperando fuera antes de tener el valor de entrar y
sacarme?
Scraggs dio un
paso atrás, buscando la pistola.
—¡Oiga! Yo sólo cumplía órdenes, ¿de acuerdo? —dijo
tímidamente—. No sabía que estaba en peligro.
—Vaya inútil… —gruñó Somers—. Jensen, salgamos de aquí.
Necesitamos dormir un rato. Mañana nos espera un gran día. Dicen que Kid
Bourbon ha estado en un bar llamado el Chotacabras.
—¿Sí? ¿Ha matado
a alguien más?
—A unos cuantos.
Te lo contaré todo de camino.
—¿Qué hay de
Annabel de Frugyn? —preguntó Jensen, poniéndose en pie.
—Es curioso que lo preguntes. He tenido una noche de
mierda, pero la buena noticia es que he descubierto su mote. Se la conoce como
la Dama Mística. —¿Es una adivina?
—Sí.
—¿Y es buena?
—Es malísima. No vería llegar la Navidad ni despertándose
en la cama con Papá Noel.
Cincuenta
Tras toda la noche en vela, Dante decidió que Kacy se
reuniría con él después de cerrar el trato con los monjes. No iba a arriesgarse
a que aquellos individuos intentaran traicionarlo.
Con la reunión en mente (y con el ánimo de parecer un tipo
duro), escogió un disfraz de Terminator. El dueño de la tienda le había
asegurado que aquél era uno de los trajes que había usado Schwarzenegger en su
primera película. Dante no creyó una palabra, pero lo escogió por las dudas. Y
funcionó. Le sentaba como un guante. De hecho, con ese traje de piel negra y
las míticas gafas, se sentía un tipo duro. Además, llevaba una pistola
escondida en la chaqueta, en caso de que la situación se complicara. No iba a
correr riesgos innecesarios. Podía encontrarse con algún chiflado que deseara
hacerse famoso enfrentándose a Terminator.
Kacy accedió a esperarlo en el motel, sin soltar prenda
sobre su disfraz. Sabía que quería sorprenderlo, así que él esperaba que fuera
algo muy, muy sexy.
El sol brillaba mientras Dante recorría la ciudad en su
flamante Cadillac amarillo. Encendió la radio del coche y se alegró de escuchar
la canción My Sharona, de The Knack.
Era un gusto conducir con esa música… ¡Y estaba tan elegante! La gente se
volvía para ver a Terminator montado en un Cadillac amarillo.
Todas las personas con las que se cruzaba iban disfrazadas.
En una esquina, el asesino de las películas de Halloween intimidaba a la gente al pedirle dinero. A cien metros,
un par de tipos vestidos de monjas pegaban a otro hombre que llevaba un gran
disfraz esponjoso azul con pantalones cortos rojos y sombrero rojo. ¿Adónde iba
el mundo si papá Pitufo no podía vagar por las calles sin que lo asaltaran unas
monjas furiosas?
A las once de la mañana, la ciudad ya estaba atestada de
borrachos. Aquel festival potenciaba lo peor de cada uno. Dante sabía que todos
los maleantes veían el festival como una oportunidad para cometer crímenes
disfrazados. Lo último que necesitaba era que le quitaran el Ojo de la Luna.
También estaba preocupado por Kacy, quien custodiaba la maleta con los cien mil
dólares robados. Ella estaba sola en el motel. Debía de sentirse vulnerable y
asustada.
Al frenar el vehículo ante el semáforo rojo de un cruce
desierto, se encontró respirando hondo para calmarse. Tranquilo, en veinte
minutos el trato estaría hecho. Se libraría de la maldita piedra y tendría
otros diez mil dólares para gastar sin restricciones. Dante planeaba viajar por
Europa y visitar todos los países. A Kacy le encantaría la idea, ya que ella
misma había dejado pasar esa oportunidad cuando se enredó con él unos años
antes. Ahora iba a pagarle su devoción. Eso siempre que pudiera sobrevivir a su
último día en Santa Mondega.
Mientras esperaba a que cambiara el semáforo, Dante vio a
una rubia explosiva vestida de Marilyn Monroe en una esquina del cruce. Dos
tipos disfrazados de Blues Brothers no le quitaban el ojo de encima. En la
esquina opuesta, había un corpulento imitador de Elvis. Era el Elvis de finales
de la década de los sesenta y principios de los setenta. Vestía una brillante
camisa roja con mangas llenas de borlas blancas y un pantalón acampanado rojo
con ribetes amarillos. Ocultaba los ojos tras las clásicas gafas del Rey. A
juzgar por sus movimientos de cabeza, estaba controlando las calles, esperando,
impaciente, a que alguien le recogiera.
Cuando Elvis vio a Dante en el Cadillac amarillo, se detuvo
y lo observó unos segundos. Al principio, Dante pensó que su disfraz le había
impresionado y, en consecuencia, trató de reproducir la mirada solemne de
Schwarzenegger. Pero entonces le entró la paranoia. ¡Llevaba una piedra
preciosa en un coche robado! ¿Y si aquel fanático de Elvis reconocía el
vehículo? ¿Y si era suyo? ¿Por qué corría ahora hacia Dante? A la mierda… Era
el momento de saltarse el semáforo rojo. No iba a esperar a que ese hombre de
mirada iracunda le causara problemas.
Al alejarse, las ruedas traseras del Cadillac rechinaron en
el suelo. Sintió como si media Santa Mondega lo estuviera observando mientras
casi provocaba un accidente al cruzarse con una camioneta color mierda. Dante
no tenía ni la rapidez mental ni la paciencia para tratar de eludirla. Así que
lo dejó en manos del conductor de la camioneta (un hombre vestido de momia
egipcia, envuelto en vendas blancas), quien le hizo un cruce de mangas mientras
su vehículo casi volcaba después de evitar el Cadillac amarillo.
«Otro que quiere
atraparme», pensó Dante mientras aceleraba.
Ahora su prioridad era llegar al Chotacabras y reunirse con
los monjes. Basta de dar vueltas en el coche más llamativo de la historia del
robo de vehículos.
Cincuenta y uno
Jefe decidió que su única esperanza de descubrir el
paradero de la piedra pasaba por visitar a la Dama Mística. No tenía ni la más
remota idea de dónde estaba, y le quedaba una hora para encontrarla antes del
eclipse. Necesitaba que aquella anciana demente le diera la respuesta adecuada.
Si podía ayudarlo a encontrar el Ojo de la Luna, llegaría a tiempo de venderlo
a Santino, tal como estaba acordado. Y de ese modo, no tendría que pasar el
resto de su vida temiendo que Carlito o Miguel lo eliminaran y, no menos
importante, podría permitirse los pagos del nuevo Porsche que estaba
conduciendo.
Había dejado a Jessica en su habitación de hotel, sin poder
esperar a que ella se pusiera el ajustado disfraz de Catwoman que había
alquilado. Desde luego, no pegaba nada con el suyo de Freddy Krueger, pero no
se quejaba. Ella estaba muy guapa con el traje de gata, y él no veía el momento
de divertirse y retozar con ella. Tan sólo tenía que sobrevivir a esa mañana.
Necesitaba un golpe de suerte, y la Dama Mística era su única esperanza.
Aparcó el vehículo a la entrada de la extraña casa de la
Dama Mística, y se sorprendió al ver que la puerta estaba abierta, porque al
visitarla, dos semanas antes, le había insistido en que la cerrara. No le
gustaba tenerla abierta porque, según afirmaba, entraban los espíritus
malignos.
Jefe esperaba demostrar que la adivina tenía talento, pues
creía ciegamente en lo que pudiera decirle. Desde que había visto a los muertos
vivientes con sus propios ojos, se tomaba más en serio el mundo de la magia
negra y la adivinación. Además, la Dama Mística había sido muy exacta en su
visita anterior.
Por desgracia, esta vez no iba a ser de mucha ayuda. En
cuanto Jefe entró en la casa, notó que algo andaba mal. No era tanto el caos de
la estancia, ni siquiera las sillas tiradas en el suelo, sino la apariencia de
la Dama Mística. Estaba sentada detrás de la mesa, como siempre, pero parecía
muy distinta. ¡Le faltaba la cabeza! Alguien se la había arrancado. La sangre
bañaba las paredes y las páginas del libro en su escritorio.
Jefe no encontró la cabeza hasta cerrar la puerta. Estaba
colgando en la parte interna de la misma. Le habían quitado los ojos y la
lengua. Tenía media cara ensangrentada, como si la mandíbula hubiera estado
goteando toda la noche.
Sin ánimo de hacerle una autopsia, Jefe se acercó a la
cabeza. Descubrió que estaba ensartada en el colgador de abrigos, que cruzaba
hasta el cerebro de la anciana. Pero no era buena idea quedarse cerca de un
cadáver vestido de Freddy Krueger. Y mucho menos con un cuchillo de veinticinco
centímetros terriblemente afilado y un par de pistolas ocultas y con suficiente
munición para implantar una dictadura.
Abandonó la casa de la Dama Mística convencido de que le
esperaba un mal día. Entonces, en un instante, cambió su suerte. Ni siquiera
había llegado a su Porsche plateado cuando vio pasar su antiguo Cadillac
amarillo. Lo conducía un joven disfrazado de Terminator que parecía tener
prisa. A Jefe se le iluminó la cara. Sánchez había mencionado que el conductor
de un Cadillac amarillo se había cargado a su hermano Thomas y que podía tener
algo que ver con la muerte de Elvis. Ésa era la única pista que Jefe tenía,
pero valía la pena seguirla. De todas formas, estaba desesperado. Corrió hacia
el Porsche, saltó al asiento del conductor, encendió el motor y luego, de la
forma más discreta que pudo, aceleró en el camino para perseguir al Cadillac
amarillo.
El corazón le latía con tanta fuerza en el pecho que
ahogaba el sonido del motor del Porsche. Aquello era el final.
«Pase lo que pase, no pierdas de vista el coche», pensó el
cazador de recompensas.
Lo siguió durante kilómetro y medio antes de que el
conductor por fin se detuviera en el Chotacabras. Jefe hizo lo propio. Su
corazón latía con más fuerza que nunca. Rezó para poder sonsacarle algo a aquel
individuo.
Terminator salió del vehículo y se encaminó a la entrada
del bar. Jefe saltó de su Porsche y lo siguió por la acera.
—No creo que puedas entrar, amigo —le dijo, tan amablemente
como pudo—. Lo han cerrado. Anoche Rodeo Rex se cargó a un par de monjes
convertidos en vampiros.
—¿Qué? —Terminator parecía horrorizado, lo cual no era
sorprendente, sobre todo si no creía en vampiros.
—Eso dicen, pero tal vez no sea cierto —bromeó Jefe,
mientras se acercaba al joven.
Cuando estuvo lo bastante cerca para que nadie pudiera
tener una visión clara de lo que sucedía, sacó una de sus armas ceñidas a la
cintura y la presionó contra las costillas de Terminator.
—¿Cómo te llamas?
—gruñó.
—Dante.
—¿Te gustaría
seguir viviendo, Dante?
El joven miró el arma de Jefe. Todos los días no se tenía a
Freddy Krueger apuntándole con una pistola.
—¿Qué quieres?
—preguntó.
—Me pregunto qué
haces conduciendo mi viejo Cadillac —contestó Jefe.
—¡Ah! Se lo he comparado a un tipo esta mañana. —Su voz era
presa del pánico. (Arnie no lo habría aprobado.)
—Chorradas…
Vuelve al coche. Daremos una vuelta. Hay un par de personas
que querrán conocerte.
Dante dio un paso hacia el Cadillac, pero lo detuvo en seco
el arma de Jefe en sus costillas.
—Espera un
segundo. Date la vuelta. Pon las manos en la cabeza.
Dante obedeció al instante. Jefe lo empujó contra la puerta
del Chotacabras y empezó a registrarlo. Lo primero que encontró fue la pistola
escondida, pero luego vio el objeto que más deseaba en el mundo, incluyendo a
Jessica: el Ojo de la Luna. Lo sacó del bolsillo de la chaqueta de Dante y lo
sujetó con fuerza en su mano, mirándolo como una madre que conoce por primera
vez a su recién nacido.
—¡Caramba! ¡Me ha tocado la lotería! —exclamó—. Terminator,
tendrás que explicarme muchas cosas. —Se rió entre dientes, y luego añadió—:
¡Dios mío! Acabas de alegrarme el día.
Cincuenta y dos
Sánchez estaba encantado con su disfraz porque se veía
extremadamente elegante. Había escogido vestirse de Batman, su héroe de todos
los tiempos (después de Rodeo Rex), tras insistir en que Mukka lo hiciera de
Robin. ¡Qué gran dúo detrás de la barra! Sabía que a Mukka no le entusiasmaba
la idea, y no era tanto por el disfraz. (El hecho de que le sacara una cabeza a
Sánchez y que fuera bastante más ancho que él no ayudaba.) Mientras que Sánchez
tenía un traje de Batman como el que Michael Keaton llevaba en la película de
Tim Burton, su cocinero estaba atrapado en el ropaje de Robin del afectado
programa de televisión de la década de los sesenta. Las bromas de los clientes
eran interminables. Todos le soltaban comentarios jocosos, y aún no era
mediodía.
Con el Tapioca medio lleno (a la espera del futuro
cercano), Sánchez y Mukka encontraron una nueva causa de preocupación cuando
llegaron dos de sus más ingratos clientes: Carlito y Miguel. Los dos matones,
ambos vestidos de vaqueros, se pavonearon hacia la barra como si fueran los
dueños del lugar.
—¿De qué se
supone que vais vestidos? —preguntó Sánchez.
—Somos los Llaneros Solitarios —contestó Miguel, por una
vez tomando la delantera a Carlito.
—Es una broma, ¿no? —se burló Mukka, asomando la cabeza
detrás de Sánchez.
—No. ¿Por qué?
—Miguel parecía confundido.
—¡El Llanero
Solitario iba solo! —dijo Mukka.
Miguel seguía
confundido, mientras a Carlito empezaba a interesarle el tema.
—Mira, imbécil…
—gritó Miguel—. ¡En la tele siempre iba con Toro!
—Pero Toro no era
un Llanero. Era un indio —insistió Mukka.
Hubo un silencio.
—¡Ah, sí! —Por
fin Miguel comprendía a Mukka—. Creo que tienes razón.
Empeñarse en
ganar la discusión era una temeridad.
—Por supuesto que
tengo razón —alardeó el cocinero.
Miguel no estaba acostumbrado a que le hablaran en ese
tono, y mucho menos un don nadie como Mukka. Durante unos segundos penosamente
largos, pareció meditar cómo reaccionar. Se quedó inmóvil. Sólo sus ojos se
movían. Era como si estuviera escuchando voces en su cabeza.
A Sánchez se le revolvió el estómago.
Temía que Miguel estuviera a punto de explotar ante los comentarios de Mukka.
En otras circunstancias, aquella clase de bromas animaban el ambiente del bar,
pero ahora rezaba porque Carlito y Miguel no se hubieran cabreado y se cargaran
a quienes criticaban sus disfraces. Todo dependía de si Jefe se presentaba con
el Ojo de la Luna. Si no lo hacía, era probable que iniciaran una masacre. ¿Y
qué mejor que eliminar primero a Batman y Robin?
Por fortuna, Miguel
obvió el comentario y pidió la bebida.
—Batman, dos cervezas. —Se apoyó en la barra, mientras
observaba los disfraces de Sánchez y Mukka—. ¡Oye, Robin! ¡Bonito pantalón!
Los demás clientes estallaron en risas, no tanto porque
fuera una ocurrencia, sino porque Miguel era el décimo cliente que comentaba su
disfraz en la última media hora.
—Batman, ¿ya has visto a nuestro amigo Jefe? —preguntó
Miguel mientras Sánchez servía las cervezas.
—Todavía no ha
aparecido.
—¡Con dos
cojones! Son las doce menos diez. ¿Dónde está ese cabrón?
Carlito decidió seguir con el interrogatorio, haciendo un
gesto a Miguel para que se tranquilizara.
—Adivina, Batman… —le dijo a Sánchez—. Si Jefe no aparece
en diez minutos, ¿qué crees que pasará?
—No lo sé… —A
Sánchez le inquietó el tono del interrogatorio.
—Se va a armar la gorda. Santino vendrá y querrá culpar a
alguien. Creo recordar que te ofreció una gran suma de dinero para encontrar la
piedra. Y no la has encontrado.
—Yo nunca prometí nada… Sólo estuve preguntando para
hacerle un favor. Además, mi amigo, Elvis, quien la estaba buscando, ha muerto.
—Claro.
Carlito guiñó un ojo a Sánchez, confirmando la amenaza.
Luego él y Miguel tomaron sus cervezas y se sentaron a una mesa, de cara a la
entrada.
¿Quién llegaría
antes, Jefe o Santino?
No tendrían que
esperar mucho para resolver la duda.
Cincuenta y tres
Dante estaba decepcionado consigo mismo. El demente con la
máscara de Freddy Krueger lo había obligado a conducir a punta de pistola su
flamante Cadillac amarillo. Y ahora también estaba preocupado por Kacy. Seguía
esperándole en el motel y no tenía forma de contactar con ella. No sólo porque
tenía una pistola apuntándole, sino también porque Freddy Krueger le había
quitado el teléfono móvil.
Cuando por fin llegaron al Tapioca, a Dante le sorprendió
que hubiera tantas plazas de aparcamiento vacías, pero ese día, pocas personas
cogían el coche. La mayoría celebraba el Festival Lunar bebiendo una copa (o
doce)… En cuanto Dante apagó el motor, Freddy le dio una orden.
—Sal del coche,
Terminator. Tomaremos algo.
Dante hizo lo que se le dijo y caminó hasta la entrada,
seguido por Jefe, quien ni siquiera necesitaba presionar el arma en la espalda
de su prisionero. El ladronzuelo estaba demasiado asustado para intentar nada,
y Jefe lo sabía.
En el Tapioca, la atmósfera seguía siendo tensa. De hecho,
todos los clientes se quedaron mirando a la pareja en silencio. Nadie reconoció
a Terminator y Freddy Krueger hasta que Jefe abrió la boca.
—¡Batman! Tráeme
una cerveza. Tengo buenas noticias para ti.
—¿Eres tú, Jefe? —preguntó Sánchez, observando los ojos de
la máscara de Krueger.
—¡Pues claro! Acabo de encontrar a este tipo conduciendo un
Cadillac amarillo en la calle Olmo.
—¿Es eso cierto?
—El tono del camarero se ensombreció.
Dante comprendió que aquello no presagiaba nada bueno. La
cosa empeoró en cuanto vio a dos vaqueros enmascarados levantándose de una mesa
cercana. Parecían interesados en las palabras de Jefe. Mientras se aproximaban
a la barra, Dante notó que ambos iban armados y que les apuntaban con sus
armas.
—Freddy Krueger, ¿tienes algo para nosotros? ¿O nos
obligarás a ser desagradables? —le preguntó uno de los Llaneros a Jefe.
El cazador de recompensas se volvió para observar a los dos
hombres enmascarados. Ahora parecía tranquilo y seguro. Cualquiera juraría que
no tenía nada que temer.
—¡Sí, tengo el Ojo! Terminator estaba conduciendo por la
ciudad con esto en el bolsillo. Pensé acercarme para que todos le preguntáramos
qué hacía con él. Creo que también mató al hermano de Sánchez y trató de acabar
con mi chica, Jessica.
—¿En serio?
Dante comprobó que todos los clientes del bar le
observaban, y no parecían impresionados por su disfraz.
—¿Quién eres, Terminator, y para qué cojones quieres
nuestra piedra? — preguntó el primer Llanero.
—Para nada —contestó Dante con tanta confianza como pudo—.
Acaba de dármela un cliente en el hotel donde trabajo. Se llama Jefe.
Su problema parecía grave, así que decidió decir medias
verdades. Con un poco de suerte, también podría librarse de eso.
—¡Menuda gilipollez! —gritó Jefe—. ¡Yo soy Jefe y
obviamente no te la di! Será mejor que te sientes y empieces a confesarlo todo.
De repente, empujaron a Dante hasta la mesa que los dos
Llaneros Solitarios habían ocupado. Jefe lo obligó a sentarse en una de las
sillas. Sánchez salió de detrás de la barra, volcando un vaso con su larga capa
de Batman. Se sentó junto a Dante. Los dos Llaneros Solitarios y Jefe se
acomodaron al otro lado de la mesa.
Sánchez presionó una mano en el hombro de Dante y empezó el
interrogatorio de Batman. Aquélla era una nueva e ingrata experiencia.
—¿Por qué mataste
a mi hermano y su esposa? ¿Y qué quieres con Jessica?
—¿Qué? No sé de
qué me hablas. Y no conozco a ninguna Jessica.
Carlito, el mayor de los Llaneros Solitarios, fue el
siguiente en formular una pregunta. Prendió un cigarrillo y guardó el brillante
encendedor plateado en el bolsillo de su camisa. Dio una larga calada y lo dejó
colgando de la comisura de la boca mientras hablaba.
—¿Qué hacías con la piedra? ¿Cómo la conseguiste? ¿Y dónde
coño está? — Miró alrededor.
—Yo la tengo
ahora —intervino Jefe.
—Pues entrégala.
—No. La conservaré hasta que llegue Santino. Quiero dársela
en persona. Ése era el trato.
—Como quieras. Aquí viene —dijo Carlito, mirando sobre el
hombro de Dante hacia la entrada—. Camarero, sal de mi vista. Esto no te
concierne.
Dante contempló la situación, completamente perplejo.
Batman se levantó de la mesa y volvió a la barra. ¿Quién era el tal Santino? De
hecho, no había que ser un genio para adivinarlo. Y menos mal, porque Dante no
lo era. Santino estaba junto a la barra con la cara maquillada de negro y
blanco. Se había vestido de Gene Simmons, el de la banda de rock Kiss. De
hecho, no era muy distinto a como se veía normalmente. Sólo iba un poco más
maquillado. La misma melena negra y los mismos músculos. ¡Y vaya músculos! Era
el hombre más grande que Dante había visto, y había visto a unos cuantos.
—¡Batman! Dame
una cerveza y una botella de tu mejor whisky —gruñó Santino, y miró hacia la
mesa—. ¿Quién de estos idiotas tiene mi Ojo?
Cincuenta y cuatro
Scraggs reaccionó de inmediato a la llamada del capitán
Rockwell. Sus instrucciones seguían grabadas en su mente: «Llega ahí tan pronto
como puedas y hazte cargo de la situación. Bajo ningún concepto toques nada
hasta que hayas hablado conmigo.»
Después de una dramática carrera saltándose todos los
semáforos, llegó a la casa de la Dama Mística para cumplir las órdenes de
Rockwell. Pero halló cuatro coches patrulla estacionados fuera y media docena
de policías acordonando la zona. Scraggs saltó del coche y corrió hacia el
policía más cercano, un hombre rechoncho recostado en un coche patrulla y
hablando por el móvil. Era Diesel Borthwick, un policía bastante flojo.
—Oye, Diesel, ¡ya me ocupo yo! —gritó mientras se
aproximaba al policía—. ¿Cuál es la situación?
Borthwick parecía un poco irritado por la llegada del
teniente Scraggs, tal vez porque estaba interrumpiendo su conversación.
—Te llamo luego —murmuró al teléfono antes de colgar y
dirigirse a Scraggs—. Señor, tenemos el cadáver de una mujer de sesenta años.
Su cabeza está sobre el colgador de abrigos, detrás de la puerta, y el resto
del cuerpo sentado en una silla detrás de un escritorio. Le han quitado los
ojos y la lengua.
—¿Alguna pista?
—Sí. —Borthwick se irguió, con voz cansada—. Un testigo dice
que esta mañana vio a Freddy Krueger alejándose de la casa. Al parecer,
conducía un Porsche plateado sin matrícula.
—¿Freddy Krueger?
—Se rió Scraggs.
—Un disfraz,
señor. Es el Festival Lunar, ¿recuerda…, agente?
Scraggs escuchó un golpe en el frente de la casa. La puerta
colgaba de las bisagras, impulsada por el viento.
—¿Algo más? —preguntó, haciendo una mueca a la cabeza que
asomaba por la puerta.
—Tengo una
hipótesis, señor.
Scraggs miró a Diesel Borthwick, sorprendido, pues aquel
agente no tenía dos dedos de frente.
—¿De verdad?
—preguntó Scraggs.
—Sospecho que fue
un suicidio —dijo Borthwick, sonriendo.
—Imbécil… —soltó
Scraggs, y se encaminó hacia la casa.
Scraggs se abrió paso entre dos policías uniformados que
custodiaban la puerta. Al entrar, vio la cabeza deforme ensartada en el
colgador de abrigos. La estancia era un caos: sangre por todas partes, sillas
derribadas, el torso de la Dama Mística sentada tras el escritorio… El policía
Adam Quaid pasaba las hojas de un gran libro de tapa dura que había en la mesa.
—Quaid, ¿qué está
haciendo? —gritó Scraggs.
El agente levantó la mirada, sorprendido ante la presencia
de Scraggs, y saludó a su superior, como si lo hubieran pillado in fraganti.
—Encontré este libro en la mesa, teniente. Debería ver
esto… —murmuró Quaid, nervioso.
—Deje el libro y espere fuera hasta que le dé más
instrucciones —ordenó Scraggs—. El capitán, que está en camino, se cabreará si
le ve tocando una prueba. Ordenó específicamente que no se tocara nada.
—Pero, señor…
—insistió Quaid, señalando el libro abierto en la mesa—.
Debería dar un vistazo a esto…
—¡Deje el maldito
libro y espere fuera!
—Sí, señor
—murmuró el policía, disculpándose.
Scraggs fulminó al agente con la mirada
mientras éste se encaminaba a la salida, con la cabeza gacha y avergonzado.
Scraggs sacudió la cabeza cuando el muy imbécil chocó con la cabeza de la Dama
Mística al salir por la puerta.
«¿Me limito a esperar? —pensó Scraggs—. El capitán debe de
estar a punto de llegar. ¿Debería decirle que uno de los policías ha estado
hojeando el libro del escritorio? Mejor no… Se cabreará… Pero ¿qué hay en este
maldito libro? Le echaré un vistazo sin tocar las páginas.»
Se acercó sigilosamente a la mesa, vigilando que el capitán
Rockwell no llegara y lo atrapara husmeando. Su cadera tocó el lado de la mesa
y miró hacia el libro, que quedaba en un ángulo invertido. Algo en la página
abierta le llamó la atención. Se dio la vuelta para leerlo.
«¿Será cierto…?
Seguro que no…»
Con un dedo, giró el libro en la mesa. Por supuesto, sus
ojos no lo habían engañado. Acababa de ver lo mismo que el policía Quaid.
«¡Qué horror!»
Cincuenta y cinco
Peto no entendía por qué debía disfrazarse, pero Kyle lo
había convencido de que debían unirse a las festividades. La víspera habían
alquilado un par de trajes. Aunque no sabían quiénes eran los Cobra Kai, ambos
se enamoraron al instante de los disfraces. El dueño de la tienda les había
informado que los Cobra Kai eran una banda de expertos en artes marciales que
salían en una película llamada Karate
Kid. Los disfraces eran holgados y cómodos; las camisas, sin mangas y
cruzadas, tenían una cobra bordada a la espalda. Por primera vez en sus vidas,
Kyle y Peto se sentían elegantes.
Estuvieron esperando un rato en el exterior del Chotacabras
antes de comprender que Dante no iba a aparecer. Peto se sintió desilusionado,
ya que sentía afecto por el joven y lo consideraba una de las personas más
agradables de Santa Mondega. O bien Dante nunca había tenido la intención de
presentarse, o bien había aparecido temprano, visto que el Chotacabras estaba
cerrado y, en consecuencia, se había ido a otra parte. Kyle y Peto decidieron
probar suerte en el Tapioca. Iban a tener que darse prisa, ya que el tiempo se
estaba agotando. Pronto, el Sol y la Luna se cruzarían.
Corrieron por las calles hacia el Tapioca en dirección
contraria a la Luna. Ésta se acercaba cada vez más al Sol, que ahora colgaba
directamente sobre el centro de Santa Mondega.
Tras abrirse camino entre las multitudes en las calles,
irrumpieron en el Tapioca sin haber planeado nada. Una vez dentro, Peto notó la
tensión en una de las mesas. Varios personajes vestidos de forma muy ridícula
atacaban a un hombre disfrazado con un traje de piel negra y unas gafas
oscuras. Parecía algún tipo de tortura, aunque Peto desvió la mirada para que
no lo pillaran.
Los monjes se dirigieron hacia la barra, donde los recibió
un Sánchez vestido en un curioso conjunto ajustado con capucha negra. A Kyle y
Peto les incomodaba no saber de qué iban disfrazados esos hombres. Como siempre
hacía en situaciones potencialmente delicadas, Peto dejó que Kyle hablara
primero.
—Sánchez, dos vasos
de agua, por favor —pidió el maestro del novicio.
—¡Oye, Robin! Sirve a los monjes un par de cervezas…
cortesía de la casa — ordenó Sánchez, y luego se volvió hacia sus clientes—. A
propósito, hoy no soy Sánchez. Soy Batman, el hombre murciélago.
—¿Hombre… murciélago? —dijo Kyle—. Me gusta tu disfraz. ¿De
qué van vestidos los demás?
—Escuchadme, chicos. Esto es importante —les susurró
Sánchez, señalando hacia la mesa «delicada»—. ¿Veis a esos dos tipos vestidos
de vaqueros? Son Carlito y Miguel, un par de desgraciados que trabajan para
Santino. El del suéter a rayas rojas y negras es Jefe, el cazador de
recompensas que estabais buscando. El otro, maquillado en blanco y negro, es el
mismísimo Santino. Pero creo que a vosotros os interesa el tío con el traje de
piel y las gafas oscuras. Es Terminator y afirma tener la piedra azul.
—¿Y la tiene?
—La tenía, porque ahora Jefe, el tipo del suéter a rayas y
máscara, se la ha quitado.
Peto supo que era el momento de actuar. No había tiempo
para bebidas o charlas. Su única meta era recuperar el Ojo de la Luna antes del
eclipse, que ya era inminente. Se acercaron sigilosamente a la mesa, Peto
siguiendo a Kyle, como siempre. Santino, el hombre con el pelo oscuro y la cara
maquillada en blanco y negro, estaba interrogando a Terminator. Miguel tenía un
puño listo para administrar cualquier castigo si el joven daba respuestas poco
satisfactorias.
—Oye, Kyle… —murmuró Peto—. ¿El que va vestido de Verminator no es Dante?
—Sí, tienes
razón. Nos ha fallado.
Dante debía de haber mentido en sus respuestas, pues tenía
la cara hinchada y la nariz sangrando. Para los monjes, era ahora o nunca. Kyle
se acercó primero, maniobrando para ponerse frente a Dante y llamar la atención
a sus interrogadores. Todos en la mesa miraron con sorpresa al Cobra Kai que
interrumpía tan serio interrogatorio.
—Perdónenme —dijo Kyle señalando a Jefe—. Tengo entendido
que este caballero posee algo que nos pertenece. Por favor, lo necesitamos de
vuelta. —Su tono era ecuánime pero firme.
Todos se quedaron en silencio, observando a Kyle como si
estuviera loco. Incluso Peto no estaba convencido de que su compañero hubiera
actuado con inteligencia.
—¿Quiénes son estos dos payasos? —preguntó Santino,
pateando su silla con violencia.
—Son los Cobra
Kai —respondió Carlito, sentado a un lado de Santino.
—¡Vaya! —exclamó Miguel, como un niño emocionado—. Los de Karate Kid, ¿verdad?
Miguel miró a los dos monjes de arriba abajo. Su rostro
expresaba lo impresionado que estaba por sus disfraces, para gran molestia de
su jefe. Santino golpeó la mesa. Tenía los agujeros de la nariz dilatados y una
vena en su frente a punto de explotar.
—¡A la mierda con
Karate Kid y los Cobra Kai! —gritó—. Quiero saber por qué cojones quieren
el Ojo de la Luna.
—Míralos bien, Santino —intervino Jefe, con sangre fría—. Mi
instinto me dice
que son monjes de Hubal.
Cincuenta y seis
En otras circunstancias, Sánchez no hubiera quitado ojo de
la mesa de Santino. Teniendo en cuenta que allí estaban algunas de las personas
más sanguinarias de Santa Mondega (y tal vez el asesino de su hermano), el
camarero debió estar atento al desarrollo de los acontecimientos. Sin embargo,
miraba a otra parte, hacia el hombre de afuera. Las puertas dobles del Tapioca
estaban abiertas y un tipo merodeaba en la acera de enfrente. Iba enfundado en
un llamativo traje rojo con ribetes amarillos en las perneras y en las mangas
de la chaqueta. Tenía una espesa mata de pelo negro peinado al estilo de los
años cincuenta. Para completar el cuadro, llevaba unas enormes gafas de sol con
la montura dorada.
Por un segundo, Sánchez hubiera jurado que Elvis, su viejo
amigo, había vuelto de entre los muertos. Pero al cabo de treinta segundos
desechó la idea. Ese día, Santa Mondega estaría atestada de falsos Elvis. Sería
una pérdida de tiempo fijarse en todos ellos. Además, de pronto una hermosa
chica, vestida con un disfraz de plástico negro y máscara, se encaminó hacia el
bar. ¿Realmente era Catwoman?
Mientras la mujer entraba en el Tapioca, Sánchez volvió a
atender a la mesa de Santino. Uno de los dos monjes estaba exigiendo que les
devolvieran su piedra azul, pero ahora se encaraba a Santino en su disfraz de
Kiss. Carlito, Miguel y Freddy Krueger apuntaban sus armas a los monjes.
Aquélla era una mala señal.
Sánchez había presenciado a los monjes pelear y vencer a
oponentes más grandes y mejor armados que ellos, pero también había visto a
Santino y sus secuaces y sabía que no debían jugar con ellos, ni siquiera
aquellos monjes. Jefe era una verdadera máquina de matar. La única persona en
la mesa de la que no sabía nada era el joven disfrazado de Terminator.
Y quien más atraía la atención de Sánchez. Cuando los
monjes entraron en escena, Terminator vio la oportunidad de escapar. Así que,
aprovechando que nadie lo miraba, intentó retirar su silla y levantarse. Pero,
por desgracia para él, la silla lo descubrió al chirriar sobre el suelo. Los
dos Llaneros Solitarios reaccionaron de inmediato, apuntando sus armas a la
cabeza de Dante.
—¡Siéntate!
—gruñó Miguel.
Éste obedeció sin rechistar, totalmente desquiciado ante la
certeza de que iba a morir. Si su vida estaba en juego, no iba a comportarse
como un marica. Hasta entonces, Kacy siempre había estado cerca para controlar
la agresividad de su chico, pero ahora ella no estaba. Dante no iba a dejar que
le contaran que su novio había muerto como un cobarde. Era el momento de
demostrarlo.
—¡Sois todos maricones! —gritó a la mesa—. Os dedicáis a
agitar las armas, pero nadie tiene el valor de dar un tiro. Y ahora la estáis
cagando con los monjes. Así que, como nadie va a disparar un tiro, me voy.
Conseguiré un arma y volveré a liquidaros a todos, hijos de puta…
Santino apuntó el arma a la cabeza de Dante. El maquillaje
no lograba disfrazar la ira escrita en su rostro.
—Escucha, gilipollas… Todavía no estoy seguro de por qué
estás aquí, pero, si quieres seguir con vida, será mejor que me convenzas de
que sirves para algo. Contaré hasta tres y, si no veo que valga la pena
mantenerte vivo, te dispararé dos veces en la cara antes de metértela por el
culo. —Dio un paso al frente, empujando el
cañón de su arma hacia la cara de Dante—.
Uno… Dos…
Dante empezó a reír, levantando la mano izquierda para
indicar a Santino que dejara de contar. En el bar, todos temieron el sonido del
primer disparo.
—Ahora lo entiendo —dijo Dante, señalando a Santino—. Aquí
no encajas, amigo. ¿Ves a los monjes con sus disfraces de kárate? Están
elegantes. Y tus dos compañeros vestidos de vaqueros parecen un par de
bandidos. Tu otro amigo con el disfraz de Freddy Krueger, da miedo. Por eso usa
la máscara, porque esconde su asqueroso rostro. Pero tú y tu disfraz no
pertenecéis aquí. Cuentas hasta tres, pero lo haces vestido como una estrella
del rock. Deja que te diga algo. ¡Pareces salido de Barrio Sésamo! La única diferencia entre tú y el monstruo de las
galletas es que él puede contar hasta más de tres y los niños le tienen miedo.
En pocas palabras, eres un desgraciado.
—¡¿Qué?!
Santino estaba indignado. Jamás nadie se había atrevido a
hablarle en ese tono. Ya no le bastaba con dispararle a la cara. Tenía que
devolverle sus insultos. Se quedó pensando unos segundos antes de soltar toda
su bilis.
—¿Sabes? Tu disfraz te pega mucho, porque Terminator creía
que era indestructible, pero siempre lo mataban al final de cada película. Te
lo demostraré.
Hasta la vista, imbécil.
Si Dante había
tenido una oportunidad de escapar, ahora ya era tarde.
Sánchez, que lo observaba todo desde la barra, se estaba
preparando para agacharse y esquivar la sangre y las balas, cuando vio algo por
el rabillo del ojo.
Desde las sombras, detrás de la mesa, una figura dio un
paso al frente para unirse a la fiesta. Iba vestida en un mono blanco con
grandes botones negros. Llevaba la cara pintada de blanco y los ojos perfilados
de negro. Tenía una gran lágrima negra pintada bajo el ojo izquierdo. El
disfraz incluía unas zapatillas negras puntiagudas y un sombrero cónico medio
blanco, medio negro. Era un payaso. Pero no un payaso de circo, sino uno de los
tristes mimos que a menudo actúan en las esquinas de las ciudades europeas.
Hizo bajar dos escopetas recortadas de sus grandes mangas, sujetó una en cada
mano y las apuntó a la cabeza de Santino.
—¡Deja en paz a mi novio o te volaré la tapa de los sesos!
—ordenó el payaso, con voz femenina.
Era la buena de
Kacy. Dante reconoció la voz de inmediato.
A esas alturas, cualquiera podía acabar muerto. A Sánchez
todo aquello no le hacía ninguna gracia. En el pasado, esas situaciones siempre
terminaban en un baño de sangre. No debía perder detalle, en caso de que
alguien moviera el arma en su dirección.
—Camarero, ponme
un Bloody Mary.
Sánchez, que tenía puesto el piloto automático, se las
arregló para encontrar un vaso debajo de la barra y servir un Bloody Mary, sin
perder de vista la mesa de Santino.
—Me encanta tu disfraz, Sánchez —dijo la mujer, buscando la
atención del camarero. Pero éste continuó mirando hacia la mesa.
—Gracias.
Fue entonces cuando Sánchez reconoció la voz de Jessica.
Era la chica vestida de Catwoman. ¡Y estaba guapísima!
—Jessica, qué disfraz más bonito… Por cierto, ¿ves a tu
amigo Jefe, disfrazado de Freddy Krueger? Creo que tiene problemas.
Jessica atendió al conflicto de la mesa. El bar seguía en
silencio. Los cuarenta clientes del Tapioca se habían quedado clavados en su
sitio, pero estaban todos preparados para lanzarse a buscar refugio o correr a
la salida al primer tiro.
—¡Mierda! —chilló
Jessica.
Jefe, al reconocer su voz, cometió el error de volver la
cabeza. Como buen profesional, jamás debería haber quitado los ojos de la mesa
de Santino. Kyle aprovechó el desliz. Tras una vida dedicada a las artes
marciales, sus reacciones eran increíblemente rápidas. En un instante, arrancó
la pistola de la mano de Jefe y apuntó al cazador de recompensas. Ahora los
monjes también tenían un arma.
—Dame el Ojo de
la Luna y deja que nos marchemos —ordenó Kyle.
Desde su puesto relativamente seguro detrás de la barra,
Sánchez no supo quién tenía ventaja. Carlito y Miguel apuntaban sus pistolas a
un payaso deprimido. El payaso, a su vez, apuntaba con un par de escopetas
recortadas a Santino, quien apuntaba con un arma a Dante. Kyle también apuntaba
con un arma a Jefe. Sánchez había visto de todo, pero aquello era el colmo, y
seguía empeorando. Jessica (en su disfraz de Catwoman) se estaba acercando a la
mesa, sin duda para tratar de salvar a Freddy Krueger.
La tensión se agravó cuando Kyle desarmó a Jefe. Tenía el dedo
en el gatillo y estaba perdiendo la paciencia.
—Jefe, dame la piedra —ordenó Santino—. El eclipse está
empezando. Si me entregas la piedra ahora, te juro que esta tarde te daré cien
mil dólares.
—No te muevas —dijo Kyle con calma, apuntando con el arma
directamente a la frente de Jefe—. Dame esa piedra y te dejaré vivir. Dásela a
él y morirás ahora. No lo repetiré dos veces.
—Mierda… Deja caer el arma si no quieres morir el primero
—dijo una voz detrás de Kyle.
Jessica apuntaba
a la nuca del monje con su propia arma.
La situación había ido demasiado lejos. Ante la inminencia
de los tiros, Sánchez empezó a recoger vasos de la barra y a ponerlos debajo
del mostrador. Cuanto menos vidrio hubiera, mejor. Pero ¿quién dispararía
primero? Sánchez pensó que sería Santino. Quería aquella piedra con
desesperación, y era el más audaz de todos. No le temía a nada. Las balas
rebotaban en su cuerpo. Los rumores decían que habían intentado asesinarlo
muchas veces, pero el tipo jamás moría. Era muy duro. Por supuesto, se podía
decir lo mismo de Jefe. Había estado involucrado en más tiroteos que John
Wayne. ¿Y qué iba a detener a Carlito o a Miguel de disparar con tal de ayudar
a su patrón? En realidad, cualquiera en la mesa podía disparar primero, excepto
Jefe, Terminator y Peto, los únicos que no iban armados. Peto parecía poco
preocupado por la situación, pero Terminator estaba desencajado.
Entonces alguien
gritó desde la calle:
—¡Mirad! ¡El
eclipse está empezando!
Aquella voz tenía razón. Con el fin de disfrutar del
eclipse, Sánchez no había encendido las luces del bar, y ahora empezaba a
oscurecer. Si la piedra iba a cambiar de manos antes de quedarse a oscuras,
alguien iba a tener que actuar rápido.
Pero nadie se movió en la mesa. De hecho, incluso Sánchez
se quedó inmóvil cuando el bar se sumió en las sombras. Vio, por el rabillo del
ojo, como Mukka servía una bebida a alguien. Cuando ya era de noche en toda
Santa Mondega, escuchó al cliente de Mukka pronunciar la temida frase:
—Llena el vaso.
Sánchez no comprendió que se trataba de un vaso de bourbon.
Tenía mucho más en su mente. Había estado tan concentrado en el conflicto de la
mesa de Santino que no se había fijado en el hombre encapuchado a quien Mukka
había servido un vaso de bourbon. Ahora la situación tendría que empeorar. Kid
Bourbon estaba en el bar, y tenía un
bourbon.
Cincuenta y siete
El paso a la oscuridad total fue la chispa que prendió la
mecha en el Tapioca. La luz fue reemplazada por una sensación de inminente
catástrofe. De pie o sentados, armados o sin armas, los clientes esperaron en
silencio a que sus ojos se acostumbraran. El tiempo se había acabado.
Sánchez no pudo decir quién disparó primero, pero fue un
solo tiro el que rompió el silencio. Le siguió una pausa de medio segundo y
luego se armó la gorda. El sonido de los disparos era ensordecedor. Los tiros
venían de todos los ángulos y volaban balas en todas direcciones. Como siempre,
Sánchez se escondió bajo la barra. En la oscuridad, se escuchaban tiros,
gritos, maldiciones y varios cuerpos desplomándose al suelo. Sin duda, uno de
ellos era Mukka. Y sin duda estaba muerto. No hubo un grito de su empleado,
ninguna llamada de socorro, sólo el ruido al desplomarse. Pobre desgraciado…
El eclipse duró dos eternos minutos; lo mismo que el
tiroteo. Sánchez pasó todo el tiempo escondido detrás del mostrador, con las
manos sobre las orejas, esperando poder acallar el ruido ensordecedor de los
balazos, los cristales y la gente gritando y maldiciendo. Y, por supuesto,
muriendo.
Cuando los tiros aminoraron y el eclipse llegó a su fin, la
luz empezó a filtrarse en el Tapioca. Los gemidos se mezclaban con el sonido de
las mesas desplomándose en el suelo y los vasos rompiéndose.
Al cabo de unos veinte segundos sin disparos, Sánchez se
las arregló para ponerse de rodillas. Tras comprobar que no tenía heridas de
bala, asomó la cabeza sobre la barra. El humo de pistola le impedía ver nada.
Le ardían los ojos.
Cuando el humo empezó a aclararse, Sánchez recordó el día,
cinco años antes, en que Kid Bourbon había eliminado a toda su clientela. El
Tapioca se veía exactamente como entonces.
El primer cuerpo que reconoció fue el de Carlito. Tenía la
camisa manchada de sangre y salía humo de sus heridas. A su lado, en el mismo
estado, descubrió a Miguel, su compañero de fatigas. Nadie lo habría adivinado
sin su disfraz de Llanero Solitario. Le faltaba la mitad de la cabeza y tenía
por lo menos diez balazos en cada brazo y cada pierna.
Sánchez miró el siguiente cadáver. Pertenecía a uno de los
monjes, aunque era difícil decir cuál, tirado boca abajo en el suelo con una
bala en la nuca. Aquélla parecía su única herida. La cobra bordada a la espalda
de su camisa era un lucero en medio de la sangre.
Sánchez continuó revisando el caos de cuerpos tirados en
todas partes, listo para agacharse de nuevo a la menor señal de peligro. Lo
único que le importaba era averiguar si Jessica había sobrevivido, y qué había
sucedido con Jefe. Si éste había muerto y Jessica seguía viva, entonces Sánchez
tal vez podría consolarla.
Una de sus oraciones fue escuchada. Jefe estaba abierto de
brazos y piernas encima de una mesa, cubierto de pies a cabeza con su propia
sangre. Su cara parecía la máscara de Freddy Krueger.
Pero ni rastro de Jessica. A Sánchez le importaban muy
pocas personas en el bar, pero estaba ansioso por saber qué le había sucedido a
la chica.
Para su sorpresa, descubrió el cadáver de Santino, el
hombre supuestamente invencible. El imitador de Gene Simmons había sido
brutalmente asesinado. Su cabeza estaba esparcida por el suelo y había perdido
un brazo y una pierna. Estaba claro que alguien se había ensañado con él.
De pronto, Sánchez se desencajó al ver el cuerpo
ensangrentado de Jessica. ¿Cómo no lo había visto antes? La chica, apenas viva,
luchaba por respirar, bajo el cuerpo del monje muerto. Al levantar ligeramente
el cadáver, Sánchez reconoció a Kyle. No había señales del otro monje. ¿Y dónde
estaba Kid Bourbon? De pronto, recibió la respuesta.
—Estoy aquí. Ni se te ocurra ayudar a Catwoman —dijo una
voz desde las sombras, a su izquierda.
Kid Bourbon apareció del humo y la oscuridad. Sostenía una
pistola humeante en cada mano y caminaba sobre los cuerpos en su camino hacia
Jessica, quien ahora trataba desesperadamente de quitarse el cuerpo de Kyle de
encima para esquivar las siguientes balas.
Sánchez deseó haber sido un hombre más valiente, pero sabía
que, si se apresuraba a ayudarla, él también moriría. Además, ella aguantaba
las balas. Cinco años antes, había presenciado cómo Kid Bourbon trataba de
matarla. El camarero se prometió que, si esta vez la chica sobrevivía,
encontraría un lugar seguro para cuidar de ella.
Cuando por fin logró arrastrarse de debajo del cadáver de
Kyle, Kid Bourbon estaba a cuatro o cinco metros de Jessica. Incluso antes de
levantarse, él levantó el brazo derecho, apuntó con el arma en esa mano y le
disparó dos veces en el pecho. Ella cayó sobre una mesa de madera derribada y
tosió una bocanada de sangre. Su pecho empezó a ahogarse hasta morir por la
sangre que llenaba su boca. Sánchez desvió la mirada de la escena.
Definitivamente, esta vez no sobreviviría.
—¡Hijo de puta!
—gritó Jessica, regando más sangre de su boca.
—Cierto. Soy un hijo de puta y he venido hasta aquí para
matarte. Es el momento de terminar el trabajo que empecé hace cinco años. Ahora
dame la piedra.
—Vete a la
mierda. ¡No la tengo! —chilló la chica, ahogándose.
Jessica necesitaba desesperadamente ganar tiempo, y tanta
hostilidad no iba a ayudarle. De repente, cambió de táctica.
—¿Por qué no la
buscamos juntos? —dijo, en un tono de voz más conciliador.
A Kid Bourbon no debió de convencerle, pues volvió a
dispararle dos veces, con el arma de la mano izquierda. Una bala le dio en la
rodilla izquierda y la otra en su derecha, regando más sangre sobre su traje de
gata. Ante su agonía, Sánchez desvió la mirada. Si aguantaba un poco, tal vez
Kid Bourbon se quedaría sin balas y la policía llegaría a tiempo.
—Olvídalo. No haremos nada juntos —contestó el asesino con
voz ronca. Dio largas zancadas hacia el cuerpo de Carlito, acercándose
peligrosamente a ella—.
Ninguno de estos muertos tiene la piedra, y
lo sabes. ¿Dónde está?
—No lo sé… Te lo
juro.
—La siguiente
bala te destrozará la cara. Dime dónde está.
—¡Te lo estoy diciendo! Uno de estos tipos la tiene…
—Señaló los cuerpos más cercanos—. Quizá Jefe fuera el último.
Kid Bourbon hizo una pausa y miró los cuerpos que Jessica
estaba indicando, pero el Ojo de la Luna no estaba a la vista.
—Es evidente que ya no la tiene, ¿verdad? —gruñó Kid
Bourbon, fulminando a Jessica con la mirada—. Si la tuviera, no estaría muerto.
La piedra lo habría protegido. Así que apuesto a que ninguno de los muertos la
tiene. Las únicas personas vivas en este bar somos tú, yo y el camarero. Yo no
la tengo y el camarero… bueno, no tiene agallas para tocarla. De modo que sólo
quedas tú…
Un estruendo hizo que Jessica y Kid Bourbon volvieran sus
cabezas hacia la puerta. Peto irrumpió en su disfraz de Cobra Kai, ahora
manchado de sangre. Sujetaba el Ojo de la Luna en la mano izquierda, y una
escopeta recortada en la derecha.
—Yo también sigo
con vida —dijo caminando hacia ellos.
A Sánchez le
sorprendió su cambio de voz. Ahora sonaba muy ronca.
El monje cojeaba por una pequeña herida de bala en su
pantorrilla izquierda. También le goteaba sangre de la boca.
—No pensaste en la resistencia de los monjes de Hubal. Tira
las armas y aléjate de esa linda dama, si no quieres cagar plomo el resto de tu
corta vida.
Kid Bourbon
parecía un poco desconcertado.
—¡Vete a la
mierda! Puto monje… —gritó al fin.
En su anterior vida monástica, a Peto le habría dolido ese
comentario. Pero ahora ya le resbalaba todo.
—Tienes tres
segundos para bajar las armas —insistió el monje.
Su voz sonaba convincente. Sánchez realmente creía que Peto
eliminaría a Kid Bourbon en tres segundos. De hecho, estaba rezando para que lo
hiciera.
—Tres… —gruñó
Peto.
—Dos… —le
contestó Kid Bourbon, sin inmutarse.
Sánchez quería cerrar los ojos, pero no había tiempo. Si el
monje no terminaba de contar, lo haría el otro. Al final, Peto terminó la cuenta.
—Uno. ¡CRAC!
La puerta del
baño, a la izquierda de Peto, se abrió con fuerza, casi soltándose
de sus bisagras, y Dante, todavía vestido
con el traje de Terminator, salió a grandes zancadas por ella. Apuntó con una
escopeta recortada a la nuca de Peto.
—No lo hagas,
Peto —dijo Dante.
—Esto no te
concierne.
—Toma el Ojo de
la Luna y vete. Yo me encargaré de este tipo.
—Pero él ha
matado a Kyle…
—Peto, los monjes no matan a personas. Ahora márchate. Toma
tu piedra y vuelve al lugar de donde viniste. Huye por la puerta trasera.
—Dante señaló la puerta de emergencia.
Sánchez esperó, boquiabierto, a que Peto reaccionara, y al
cabo de una eternidad, el monje bajó su arma y se fue con paso dubitativo,
tratando de cruzar la mirada con Dante. Pero sus gafas de Terminator eran
demasiado oscuras.
Aunque no conocía bien a Dante, había confiado en él más
que en la mayoría. Y, por encima de todo, deseaba vengar la muerte de Kyle. Sin
embargo, Dante tenía razón. Los monjes no mataban a gente. Abatido, se dio la
vuelta y se dirigió a la puerta trasera, sin quitar los ojos del arma de Kid
Bourbon. Sólo fuera, él y el Ojo de la Luna estarían a salvo.
Atrás quedaba Kid Bourbon, quien seguía apuntando a Jessica
y a Dante. Desde la seguridad relativa del mostrador del bar, Sánchez estaba
completamente desconcertado. ¿Por qué ese chico, vestido de Terminator, que
parecía cagarse encima unos minutos antes, de repente saltaba de las sombras en
defensa de Kid Bourbon? ¿Quién era? ¿Y qué sabía que Sánchez desconocía?
Cincuenta y ocho
Cuando empezó el eclipse y el Sol quedó a oscuras, cubierto
por la Luna, Dante descubrió que tenía una posibilidad de sobrevivir. Alguien
que estaba de su lado, quizás incluso el Todopoderoso, le había lanzado un
salvavidas. Le habían dado una oportunidad de oro para lograr que él y Kacy
salieran vivos del Tapioca.
Todas las demás personas de la mesa estaban atrapadas por
la incertidumbre, incluso el pánico, mientras desaparecía la luz. Nadie sabía
quién apuntaba a quién, excepto Dante, que lo veía todo. A la izquierda, vio
como la figura encapuchada de Kid Bourbon bajaba un vaso vacío sobre la barra y
sacaba dos pistolas Skorpion automáticas del interior de su largo manto. Frente
a él, Kacy, Santino, Carlito, Miguel, Jefe, Jessica y los dos monjes se estaban
inquietando por la repentina falta de luz. Los que tenían armas parecían muy
agitados.
Aquello no era sólo el golpe de suerte más grande de todos
los tiempos, sino una intervención divina. ¡Gracias al buen Señor y gracias a
la tienda de disfraces que le había alquilado su traje de Terminator! El
vendedor no le había mencionado ese pequeño detalle. ¡Pero debía saberlo! Un salvavidas
suministrado por el amable personal de Disfraces Dominó. Y sin ningún coste
adicional.
En las películas, Terminator tenía visión infrarroja.
Ahora, mientras la última luz del día huía del Tapioca, a Dante le sorprendió
descubrir que las gafas de imitación barata que alquiló con el disfraz también
tenían visión infrarroja. Como consecuencia, vio todo lo que sucedía desde el
momento en que el Sol desapareció y Kid Bourbon lanzó el primer disparo. Tal
vez lo viera todo con poco detalle y bañado de rojo, pero era suficiente.
Todos en el Tapioca parecían buscar un arma, excepto los
dos camareros. Sánchez se escondió debajo de la barra al instante. Mukka fue un
poco demasiado lento y pagó el precio de su inexperiencia cuando las balas
empezaron a volar en todas direcciones. Todos los que tenían un arma se estaban
disparando. Es probable que la mayoría ni siquiera supiera a quién o a qué
apuntaba, pero eso no importaba. La supervivencia era su única meta. El
instinto tomaba el control. Dante no era distinto, excepto que, para él, la
supervivencia de Kacy también era prioritaria. Ella había venido a rescatarlo,
y ahora él debía ayudarla.
La chica se estiró para sujetar su disfraz de payaso y se
arrastró al suelo, dejando caer una de sus escopetas. Era evidente que estaba
asustada, pero no había tiempo para consolarla. Dante la tomó de la mano y,
medio agachado, la condujo hacia los baños. El sonido de los disparos era
ensordecedor. Dante sólo esperaba que supiera por el tacto de su mano que era
él quien la rescataba. En ese momento deseó haber tomado su mano más a menudo
en público, porque… ¿Sabría que era él? Kacy se fijaba en los detalles.
Conocería su mano por instinto. Por supuesto que lo haría.
Al llegar al baño de mujeres, Dante empujó la puerta con el
hombro y arrastró a Kacy al interior. Las balas llovían por todos lados,
chocando contra las paredes de azulejos. Kacy en ningún momento había gritado,
así que daba por sentado que no estaba herida.
En cuanto llegaron a la relativa seguridad del baño, Kacy
se desplomó en el suelo. Respiraba entrecortadamente, como si estuviera a punto
de tener un ataque de pánico.
—¿Dante, eres tú?
—le gritó, su voz ahogada por los tiros.
Las luces tampoco estaban encendidas en los baños, de modo
que, aunque Dante podía ver a Kacy con las gafas de infrarrojos, ella seguía a
oscuras. En lugar de hablar, él le acarició la mejilla. Aquello tuvo el efecto
deseado: la calmó lo suficiente para que su respiración se normalizara. Pero
Dante no quería correr riesgos. Mantuvo la puerta del baño ligeramente abierta
para vigilar el bar.
El primero en morir fue Carlito. Kid Bourbon lo acribilló a
balazos; todos sus tiros encontraron su objetivo (y los primeros diez fueron
dirigidos a Carlito). Kyle fue el siguiente en caer, y luego Santino. En
realidad, el gánster fue el responsable de la muerte del monje. Disparó el arma
en todas direcciones y Kyle estuvo en medio. El monje se desplomó al suelo sin
la tapa del cráneo, que voló tras recibir el impacto de las balas de Santino.
Mientras su cuerpo golpeaba el suelo, Dante vio que Kid Bourbon apuntaba
deliberadamente una de sus Skorpions hacia Jefe. Como Santino, el cazador de
recompensas estaba disparando a ciegas, esperando darle a cualquiera.
De pronto, Dante comprendió que Kid Bourbon también podía
ver en la oscuridad. Apuntó con cuidado el arma en su mano izquierda y disparó
varias veces a través de los ojos de la máscara de Freddy Krueger, mandando a
Jefe al infierno. La máscara, con los cordones despedazados, cayó al suelo,
como si se burlara de toda aquella carnicería. Mientras Jefe se desplomaba, su
arma cayó de su mano derecha al suelo. El Ojo de la Luna, que Jefe debió haber
extraído de su collar (tal vez para vender la cadena de plata por separado), se
soltó del puño izquierdo y rodó al suelo, vagando entre los cadáveres hasta
encontrar la mano de Peto, quien se escondía detrás de una mesa. Peto, al
sentir la piedra, rodó hacia atrás y salió de su escondite. Correteó por el
suelo, en ocasiones chocando con una silla o cayendo por un cuerpo, hasta que
encontró refugio detrás de un gran barril de madera, no sin antes recibir un
balazo en la pantorrilla.
Los cuerpos caían a una velocidad asombrosa. Miguel fue el
siguiente en morir, víctima de otro tiro directo de Kid Bourbon. En otras
circunstancias, presenciar tantas vidas sesgadas por el mismo pistolero hubiera
garantizado la atención de Dante hacia Kid Bourbon. Pero no aquí, y no hoy.
Para eso estaba la chica vestida de Catwoman.
Era evidente que ella también podía ver en la oscuridad. Se
movía más rápido
que cualquier felino, esquivando balas,
saltando sobre los cadáveres y moribundos, escondiéndose bajo las mesas,
tratando de acercarse al cuerpo de su amante muerto. Aquello era sumamente
arriesgado. Cada vez que se aproximaba al cazador de recompensas, Kid Bourbon
dirigía un arma hacia ella y escupía balas como un poseso, obligándola a
retroceder. Al principio, Dante pensó que tenía la suerte de haber evitado las
balas, e incluso deseó en silencio que sobreviviera. Pero algo le hizo cambiar
de idea.
Catwoman (o Jessica, aunque Dante no sabía su nombre)
pareció cansarse de esquivar los disparos. De repente, saltó sobre la mesa en
que todos habían estado negociando y aterrizó con ligereza del otro lado, junto
a los restos ensangrentados de Jefe. Tenía tanta fuerza en los brazos que pudo
cargar el cadáver de su amado a sus hombros. Sus ojos se volvieron de un rojo
brillante mientras desgarraba las ropas de su amado. De repente, sus dientes
eran colmillos (más largos que los de un tigre de Bengala), y tenía garras.
Definitivamente, aquello no formaba parte del disfraz.
«Muy bien. No es
una gata, pero tampoco es del todo humana», pensó Dante.
Ahora ella estaba tan preocupada por Jefe que no prestó
atención a Kid Bourbon, y mucho menos al único hombre lo bastante estúpido para
entrar en el Tapioca en pleno tiroteo. Era un hombre vestido de Elvis.
Por un instante, Kid Bourbon se distrajo con la visión de
Elvis. Las bandas amarillas a los lados de su traje rojo casi eran visibles en
la oscuridad, pero no era eso lo sorprendente. Aquel Elvis blandía una escopeta
de doble cañón y la apuntaba en dirección a Kid Bourbon. Tal vez lo conocía, o
era por pura suerte que apuntara el arma al más temido pistolero.
«¡Este hombre
está chiflado!», pensó Dante.
¿Por qué alguien entraría en un bar a oscuras en pleno
tiroteo? Por su parte, Kid Bourbon no estaba por la labor de hacer preguntas.
Dejó caer sus Skorpions a la vista del recién llegado y luego, sin advertir
nada, soltó dos pistolas más pequeñas de dentro de las mangas de su manto. Las
armas volaron de los puños a las manos. Antes de que Elvis pudiera disparar su
propia arma, había recibido dos balazos en sus gafas, un tiro en cada ojo. El
Rey se tambaleó hacia atrás y cayó de un golpe. Incluso Dante, escondido en el
baño, notó el impacto en la madera.
Claramente consciente de que había desatendido a Jessica,
Kid Bourbon se volvió y empezó a dispararle. Ella seguía desgarrando los restos
de Jefe, convirtiéndose en un blanco fácil. Kid Bourbon lo aprovechó atinándole
varios tiros.
Dante, completamente aclimatado al extraño mundo de los
infrarrojos, veía quién disparaba a quién. Casi todos en el bar estaban muertos
o moribundos, incluso Catwoman. Kid la había machacado a balazos, pero Dante
observó, asombrado, que en lugar de desplomarse, saltó hacia el techo con el
pesado e inerte cuerpo de Jefe. Este debía de pesar el doble que ella, pero
Jessica lo levantó como si fuera una pluma. Después azotó el cadáver contra el
techo y se mantuvo flotando bajo él mientras le arrancaba la ropa. Obviamente
estaba buscando el Ojo de la Luna, que ahora estaba en manos de Peto, quien se
escondía detrás de un barril, fuera del ángulo de visión de Catwoman.
Cuando por fin Jessica comprendió que Jefe no tenía la
piedra azul, desgarró su pecho y le arrancó el corazón, completamente
desquiciada. La sangre y las vísceras de Jefe empezaron a gotear hacia el
suelo, cubriendo mesas, sillas y cadáveres.
«Vaya humillación para el temido Krueger…», pensó Dante,
incoherentemente.
Kid Bourbon vio lo que ella estaba haciendo y apuntó sus
armas hacia arriba. Sin más contrincantes, podía concentrarse en disparar a
Jessica, que terminó desplomándose al suelo. Hacía rato que ella había perdido
su arma y ahora sólo podía taparse la cara para protegerse del implacable
torrente de balas. Kid Bourbon la acribilló a balazos hasta agotar sus
municiones y dejar caer las dos armas. Mientras se daba un respiro buscando
nuevas municiones, Jessica encontró un cuerpo en el suelo y se escondió debajo,
planeando el siguiente movimiento. En el silencio repentino que siguió, Kid
Bourbon hurgó en todos los bolsillos de su manto hasta comprobar que se habían
agotado. Miró al suelo y sus ojos dieron con el cuerpo del falso Elvis, cerca
de la entrada. Se dirigió hacia él y tomó el arma de la mano muerta, rebuscando
en los bolsillos del traje rojo.
Y entonces, mientras Kid Bourbon robaba al cadáver del Rey,
el eclipse finalizó y la luz del Sol avanzó lentamente hacia el Tapioca. Ahora
Dante se sabía hastiado de esa joven disfrazada de Catwoman. No era humana… No
se moriría (no importaba cuántas veces le dispararan), y parecía tener poderes
sobrenaturales (para empezar, podía volar). Si en verdad existía un Señor de
los muertos vivientes, y reclamaba el Ojo de la Luna, entonces tenía que ser
ella. No había duda al respecto.
Dante empujó la puerta del baño y reflexionó unos segundos.
En el suelo, Kacy, que parecía aterrada, le tendía su arma. Por fin perdía el
valor. Había sido lo bastante valiente para venir en su rescate, y ahora él
debía proteger a su amada. Encendió el interruptor de la luz detrás de la
puerta y observó su hermoso rostro. Podía ser la última vez que la viera, así
que quería disfrutar el momento. Tras memorizar su belleza para siempre, se
inclinó y tomó su escopeta. Era el momento de interceder por el bien de la
humanidad, y sobre todo por su chica.
—Kacy, ¿tienes
más cartuchos? —susurró.
—Dante, no salgas… —le rogó la chica—. Esperemos aquí hasta
que lleguen los policías.
Él sacudió la cabeza, sonriendo. Se agachó hacia el
bolsillo del traje de payaso y sacó un puñado de cartuchos calibre 12.
Aunque debía seguir su consejo, Dante sabía que iba a tener
que ayudar a Kid Bourbon. No era sólo algo instintivo, era la certeza de que el
destino del mundo libre dependía del tiro rápido de aquel hombre y de su habilidad
para deshacerse de la zorra comedora de carne disfrazada de Catwoman. ¡Kid
Bourbon tenía que ser el chico bueno! ¡Al menos parecía humano! Dante sabía
todos los asesinatos que había cometido en el pasado, pero ahora, si tenía que
escoger un bando, estaba del lado del asesino en serie, y no de Catwoman. En
cualquier caso, el terror a que él y Kacy acabaran muriendo lo impulsaba a
actuar. La pobre chica parecía confundida. Su mirada era un rezo para que se
quedara con ella.
—No te preocupes,
nena. Volveré a por ti.
El tiroteo parecía haberse detenido, y se oía un murmullo
de voces. Dante se dio la vuelta y abrió de golpe la puerta del baño, soltando
las bisagras; respiró hondo y salió disparado.
Enfrente vio a Peto, apuntando con un arma a Kid Bourbon.
Dante apuntó con su arma a la nuca de Peto.
—No lo hagas,
Peto.
—Dante, esto no
te concierne.
—Toma el Ojo de
la Luna y vete. Yo me encargaré de este tipo.
—Pero él ha
matado a Kyle…
—Peto, los monjes no matan a personas. Ahora márchate. Toma
tu piedra y vuelve al lugar de donde viniste. Huye por la puerta trasera.
Peto dudó unos instantes, pero terminó reculando hacia la
puerta de emergencia, sin quitar los ojos de Kid Bourbon. La abrió de una
patada y salió por ella.
En el bar ya sólo quedaban tres personas. Jessica ahora
estaba tirada de espaldas sobre una mesa. Su cara volvía a ser humana. Dante le
apuntó con el arma y disparó, atinándole en el centro de la frente. La sangre y
el cerebro salpicaron en todas direcciones. Kid Bourbon, por su parte, descargó
todas las balas de Elvis en la chica. Durante un minuto, Dante y Kid Bourbon
acribillaron a la chica hasta reducirla a sangre, huesos y cartílagos. Cuando
se quedaron sin cartuchos y bajaron las armas, Dante dio un vistazo al desastre
que habían creado. Incluso sabiendo que la joven era el Mal y que ella misma
los hubiera matado sin piedad, no podía evitar sentirse culpable. Le recordó
una ocasión, varios meses antes, cuando, por accidente, atropelló a su perro, Héctor, con el coche. Aunque no fue
culpa suya, le costó recobrarse. No había nada peor que acabar con otra vida,
ya fuera por accidente o intencionadamente.
Kid Bourbon no parecía estar sufriendo lo más mínimo. Dejó
caer el arma de su mano izquierda y sacó una cajetilla de cigarrillos del
bolsillo de su manto. Golpeó el fondo de la cajetilla con el dedo índice y
utilizó los dientes para sacar el cigarrillo y ponerlo en la comisura izquierda
de su boca. Al acercarse al extremo, el cigarrillo se encendió solo. Tal vez
había tanto humo que las cosas se inflamaban. En cualquier caso, el truco era
vistoso. Kid dio una calada y miró a Dante.
—Gracias, amigo.
Te debo una. Tómatelo con calma.
Dio media vuelta y salió del Tapioca, pisando varios
cuerpos y sin mirar atrás. Kid Bourbon se había largado, y en el bar quedaban
los restos de su legendaria habilidad. Había cuerpos despedazados y bañados en
sangre, algunos con humo saliendo de las heridas de bala. Había mesas y sillas
rociadas con la carne y la sangre de la escoria maligna y de espectadores
inocentes que se habían cruzado en su camino. Y, en medio de todo, estaba
Dante, el único superviviente a la vista. Éste volvió al baño y sorteó la
puerta colgando de sus bisagras. Una vez dentro, miró a Kacy, quien estaba
tirada en el suelo con los brazos cubriendo su cabeza. Tras la última ráfaga de
disparos, no se atrevía a comprobar si su novio había sobrevivido. Él le sonrió
de oreja a oreja.
—Ven conmigo si
quieres vivir —dijo en su mejor voz de Schwarzenegger. Kacy le sonrió, como si
fuera la chica más feliz del mundo.
—Te amo.
—Lo sé.
Mientras salían del bar, sorteando los cuerpos, los muebles
rotos y los charcos de sangre que los rodeaban, Kacy se detuvo y abrazó a
Dante.
—Oye, uno de estos tipos podría tener nuestros diez mil
dólares. ¿No quieres comprobarlo?
Dante sacudió la
cabeza.
—He aprendido que
no necesito dinero. Te tengo a ti, muñeca.
—¿Estás seguro,
cariño?
—Sólo tú y los
cien mil dólares.
—Claro.
Dante besó a su
chica en los labios.
—Eres la mejor novia en el mundo, Kacy. —Le guiñó un ojo
desde detrás de sus gafas.
—Lo sé.
Cincuenta y nueve
Sánchez necesitaba una bebida, y la única botella intacta
en la barra era su mejor bourbon. Incluso la botella de orina se había roto, y
Sánchez olía el contenido en su ropa. Sin duda, aquello fue obra de Kid
Bourbon.
Él era el único superviviente que quedaba en el Tapioca. El
maldito Kid Bourbon había vuelto a cargarse a toda su clientela, y Terminator
lo había ayudado a matar a Jessica. Esta vez había muerto. Se remontó a cinco
años antes. No había duda al respecto: le esperaban meses de trabajo para volver
a abrir su negocio.
Estaba a punto de dar un gran trago de la botella de
bourbon, cuando vio un solo vaso de whisky en el borde de la barra. Debía de
ser el vaso de Kid Bourbon. Sánchez sonrió mientras se servía. ¿Tendría ese
bourbon el mismo efecto?
Se bebió el bourbon antes de servirse el siguiente. Era el
momento de limpiar el bar. Sabía que pronto vendrían los policías con su lista
de preguntas. Pero antes revisaría los bolsillos de los muertos en busca de
dinero en efectivo. No iba a perder la oportunidad de recaudar fondos para el
Tapioca.
Para cuando sonaron las sirenas de la policía, había
encontrado veinte mil dólares. Muchos de los cadáveres eran irreconocibles, de
modo que no pesó en su conciencia. Con Jessica, era otra historia. Había estado
encaprichado de ella durante los últimos cinco años. Durante ese tiempo, rezó y
rezó para que saliera del coma y le agradeciera su ayuda. ¿Tal vez llegó a
enamorarse de él? Qué más daba ahora… Ahora estaba muerta. Revisó el pulso de
su muñeca y su cuello. Nada. Tapó su cara con una toalla amarilla que encontró
en el suelo. Qué terrible desperdicio… —¿Algún superviviente? —preguntó una voz
a sus espaldas.
Sánchez se dio la vuelta, reconociendo al instante al
hombre en el impermeable gris recostado en la barra. Era el agente Archibald
Somers, el viejo policía que había dedicado su vida a perseguir a Kid Bourbon.
Su éxito saltaba a la vista.
—No. Está muerta.
—¿Seguro?
—No tiene pulso y no respira. Me imagino que las ciento
cincuenta balas pudieron con ella.
Somers se acercó
a Sánchez.
—¡Déjate de
sarcasmos! Necesitaremos tu declaración. ¿Ha sido Kid Bourbon?
Sánchez se levantó y caminó hacia la barra, vigilando que
el agente Somers no viera el dinero en su bolsillo.
—Sí, ha sido él. Esta vez le ha ayudado un chico vestido de
Terminator. Creo que los dos mataron a mi hermano y su esposa. Es probable que
también mataran a Elvis.
—¿Ese tipo?
—preguntó Somers, señalando al Elvis muerto cerca de la entrada.
—No. Ése entró en
el peor momento.
—Pobre hijo de
puta…
—Sí, él y cien
más. ¿Quiere beber algo, agente?
—Claro. ¿Qué
tienes?
—Bourbon.
Somers lanzó un profundo suspiro. Kid Bourbon se había ido,
pero el bourbon seguía corriendo.
—A la mierda…
Ponme un bourbon.
El agente, exasperado, caminó hacia Sánchez y echó un
vistazo al cuerpo de Jessica. Levantó lo que quedaba de uno de sus brazos y le
buscó el pulso.
—Ya te lo he dicho. Está muerta —insistió Sánchez desde la
barra. Estaba sirviendo un trago de bourbon en el único vaso que quedaba.
En ese momento un segundo policía, enfundado en un traje
plateado, entró en el Tapioca y tropezó con el cuerpo de Elvis. Era Miles
Jensen, el agente negro. Sánchez lo había conocido unos días antes, cuando se
presentó para preguntarle gilipolleces sobre el asesinato de Thomas y Audrey.
El camarero no le había dicho nada entonces, y no iba a hacerlo ahora. Siempre
había detestado a los policías. ¿Y encima luciendo placa?
—Dios, ¡qué caos!
—exclamó Jensen, enderezándose—. ¿Otro Elvis muerto?
Mierda… ¿Nadie respeta al Rey?
—¿Quiere un trago
de bourbon? —gruñó Sánchez.
—¿Qué más tienes?
—Nada.
—En ese caso,
paso. Gracias.
Jensen caminó hacia Somers, quien estaba agachado junto al
cuerpo de Jessica. En el camino, reconoció los restos de Carlito y Miguel
tirados entre el vidrio, la sangre y los cartuchos vacíos. Le consoló saber
que, después de lo que le habían hecho, estaban muertos. Pero no era el momento
de pensar en eso; había demasiados inocentes atrapados en aquel lamentable
caos. Uno de ellos era una mujer joven cuya cara Somers estaba cubriendo con
una toalla ensangrentada.
—¿Está viva?
—preguntó Jensen.
—No. Aquí todos están muertos, excepto Sánchez —dijo
Somers, levantándose—. Será mejor que vengan los forenses. Tal vez podamos dar
aviso y atrapar a Kid Bourbon antes de que se aleje demasiado. Dice Sánchez que
tiene un cómplice vestido de Terminator.
Jensen empezaba a comprender por qué Somers había pasado
los últimos cinco años tratando de atrapar a Kid Bourbon. Las familias de las
víctimas no deberían ver el resultado de un psicópata que no controlaba la
bebida.
—Voy a decirle al
personal de las ambulancias que puede entrar.
—No. Lo haré yo —dijo Somers, mirando el cuerpo del monje
muerto—. Quédate aquí e interroga a Sánchez.
Caminó hacia la barra donde Sánchez había puesto su vaso de
bourbon. Le dio un vistazo e hizo un gesto.
—Pensándolo bien… Tal vez sea inapropiado tocar esa bebida,
en vista de lo que acaba de suceder. De hecho, algunas personas podrían decir
que también es inapropiado servir esa bebida. Por cierto, hueles a orina.
Somers salió, molesto por el salvaje desperdicio de vidas
inocentes a su alrededor.
A Jensen le dolió no haber llegado antes al Tapioca. Tal
vez podría redimirse y sorprender a Somers sacando información a Sánchez.
Levantó un taburete del suelo y sacudió el vidrio roto. Luego lo acercó a la
barra y se sentó.
—Sánchez, aquí
huele a orina, ¿no?
—Sí. —El camarero se encogió de hombros—. ¿De verdad
necesita ahora mi declaración?
—No. —Jensen sonrió. Tal vez aquél no fuera el mejor
momento—. Si quieres, puedes venir mañana a la comisaría.
—Gracias, agente.
—No hay problema.
Jensen levantó el vaso de bourbon que Somers no quiso y le
dio un trago. Estaba caliente y sabía a polvo. El resultado era poco
refrescante.
—¡Joder! Esta bebida está malísima. No me extraña que Kid
Bourbon se vuelva loco en cuanto la bebe.
Al instante, sintió vergüenza. ¿Cómo pudo ser tan
insensible? Incluso en un lugar como ése (acostumbrado a todo tipo de
comentarios), era horrible. Echó un vistazo a Sánchez. Era evidente que el
camarero no estaba impresionado.
—Lo siento,
amigo. Una mala broma.
—Olvídelo.
Jensen no quería abusar de la hospitalidad, sobre todo si
le salían comentarios de tan dudoso gusto. Se levantó del taburete y metió la
mano en el bolsillo. Sánchez dio un paso atrás, incómodo.
—Tranquilo,
Sánchez. Sólo estoy sacando mi cartera.
—Está bien. No
tiene que pagar la bebida.
Jensen abrió su
cartera y sacó una pequeña tarjeta roja.
—Aquí tienes mi número de móvil. Llámame si recuerdas algo,
ya sabes… algo importante… sobre Kid Bourbon. —Balanceó la tarjeta encima del
vaso de bourbon.
Sánchez la tomó y se la metió en el
bolsillo.
—Seguro. Gracias,
agente. Lo tendré en cuenta.
—Hazlo. Tómatelo
con calma, Sánchez.
Jensen se dirigió a la entrada, tropezando otra vez con el
cuerpo de Elvis. Miró hacia atrás para ver si Sánchez se había dado cuenta. Era
obvio que sí, pues sacudía la cabeza. Jensen le sonrió apretando los dientes.
Vergonzoso… Sánchez debía de tomarlo por una versión en negro del inspector
Clouseau.
Pero el camarero pensaba en otra cosa. En realidad, le daba
pena el agente y decidió ofrecerle una rama de olivo.
—Oiga, ¡acabo de recordar algo! —gritó—. El tipo disfrazado
de Terminator conducía un Cadillac amarillo.
Miles Jensen se
detuvo en seco.
—¿Hablas en
serio?
—Sí.
—¡Mierda! Espera
a que Somers escuche esto… —Rió Jensen.
—¿Qué le divierte
tanto? —preguntó Sánchez.
—¡Nada! —dijo Jensen—. Es que anoche le robaron a Somers su
Cadillac amarillo. Tendrías que haberlo visto. Echaba humo.
Sánchez se quedó en la barra, rumiando, mientras el agente
caminaba hacia su coche. ¿Somers tenía un Cadillac amarillo? ¿Qué significaba
eso? ¿Que él había matado a Thomas y a Audrey? ¿Incluso a Elvis? Antes de que pudiera
considerar el asunto en serio, captó un movimiento y escuchó una tos. ¡Era
Jessica! Corrió y se inclinó sobre ella, retirando la toalla de su cara.
¡Respiraba! La chica se aferraba a la vida… La piel de la cara parecía haberse
regenerado. Tenía que ser un milagro. Si unos minutos antes, no tenía pulso…
Incluso Somers lo había confirmado. Pero ahora, ¡de repente estaba viva! Y a
Sánchez no le importaba cómo. Sólo sabía que dependía de él cuidarla. Era una
señal de Dios. Su destino era estar juntos… Esta vez la cuidaría él mismo.
Mientras transportaba su cuerpo a la trastienda, escuchó
las sirenas de las ambulancias. Tendría que esconderla de nuevo, como en el
pasado. No podía confiar en nadie. Si sabía que estaba viva, Kid Bourbon
regresaría a por ella. Tal vez tardara cinco años, o tal vez menos… Sánchez la
cuidaría en persona. Y esta vez, quizá se lo agradecería.
Sesenta
El capitán Rockwell entró en la casa de la Dama Mística y
encontró al teniente Scraggs sentado detrás de un escritorio, al lado de una
silla con el cuerpo decapitado de la anciana. Pasaba las hojas de un pesado
libro en tapa dura. Scraggs casi dio un salto al techo al ser sorprendido.
—Maldita sea, Scrubbs… ¿No te dije que no tocaras nada?
—gruñó Rockwell, mosqueado.
—Lo hizo,
capitán. Pero tiene que ver esto. Este libro lo explica todo.
—Más vale que así
sea.
Scraggs retrocedió unas cuantas páginas y giró el libro
hacia Rockwell, quien se acercó al escritorio mientras fulminaba con la mirada
a su subordinado.
—Bien. ¿Qué estoy
mirando? —preguntó.
Scraggs señaló la página de la izquierda. En ella había un
dibujo de dos hombres abrazados por el hombro. Ambos iban vestidos con mantos
largos, lo que sugería que habían vivido siglos antes (el pergamino amarillento
y arrugado del libro lo confirmaba). Uno de los hombres sostenía un cáliz de
oro con un líquido rojo derramándose. Ambos parecían extasiados.
—Señor, lea el
pie de foto —dijo Scraggs.
A Rockwell no le gustaba nada que le dieran órdenes, pero
leyó la frase en silencio.
ARMAND XAVIER E ISHMAEL TAOS
ENCONTRARON Y BEBIERON DE LA COPA DE CRISTO EN EL AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE 526.
—¿Qué coño
significa?
—Mire de nuevo la
imagen de los dos hombres. ¿No reconoce a uno de ellos?
El capitán Rockwell estudió el rostro de los hombres. Al
cabo de unos segundos, levantó una ceja y miró a Scraggs.
—El de la
izquierda se parece al imbécil de Somers.
—Ése es Armand
Xavier.
—¿Hay otras
imágenes?
—Sí. Mire esto. —Scraggs pasó muchas páginas y se detuvo en
otra ilustración. Esta vez el dibujo mostraba a un grupo de personas—.
Reconocerá a algunos más, capitán.
De nuevo,
Rockwell estudió la imagen, que mostraba a cuatro hombres y una mujer. El pie de
foto rezaba lo siguiente:
EL SEÑOR OSCURO XAVIER Y SU
FAMILIA… QUIENES SE CREE RESIDEN EN SANTA MONDEGA, CIUDAD DEL NUEVO MUNDO.
—El Señor Oscuro
Xavier… —dijo Rockwell, confundido—. ¡Pero si es Somers!
Y esos otros tres tipos… son Santino y sus
dos secuaces. Esto debe de ser una broma.
Scraggs sacudió
la cabeza.
—He leído esta mierda, capitán. Y, por lo que he entendido,
dice que Armand Xavier y su buen amigo Ishmael Taos bebieron la sangre de
Cristo y se volvieron inmortales.
—Es absurdo…
—Lo sé. Pero mire
la imagen. Se enamoraron de esta mujer.
—¿Quién es ella?
—Creo que se llama Jessica. Mire, según el libro, Xavier se
sintió frustrado por ser inmortal y no poder compartir su vida con alguien
durante toda la eternidad. Entonces conoció a esta mujer, Jessica, y resultó
que ella era una vampiresa. Así que cuando lo muerde, se vuelve inmortal. Tiene
la sangre de Cristo y la sangre de un vampiro corriendo por sus venas, así que
me imagino que técnicamente se convierte en el chupasangre jefe, o el Señor
Oscuro, si le parece.
Rockwell nunca había escuchado nada tan descabellado en
toda su larga, aunque poco distinguida, carrera. Pero tal vez ahora algunas
situaciones empezaban a cobrar sentido.
—Mierda… Esto no
puede ser cierto. —Se rascó la cabeza y frunció el ceño—.
Pero supongo que explica por qué nos
trajeron a un investigador de lo sobrenatural. Me pregunto si Jensen lo sabe.
—Acabo de llamarlo. Su teléfono está desconectado, pero le
he dejado un mensaje.
—Buen trabajo,
Scrubbs. ¿Qué le has dicho?
—No mucho. Que se
aleje de Somers y que me llame cuanto antes.
—Bien pensado, teniente. ¿Qué más has encontrado en este
libro? ¿Algún dato sobre el otro tipo, Taos?
—Bueno… Justo es lo que estaba viendo. Parece que encontró
el Ojo de la Luna y se marchó con él a alguna parte que Xavier desconocía.
—¿Algo más?
—No, señor, pero apenas he rascado la superficie.
Necesitaría unos días para leer todo el libro.
—¿Menciona a Kid
Bourbon?
—De momento, no.
¡PUM!
Ambos se sobresaltaron y miraron hacia la puerta de
entrada, desenfundando sus pistolas. Sin duda, había sido un tiro. El agente
Quaid chillaba desde la calle:
—Mierda… ¡Es él!
¡Disparen!
Le siguió una tremenda ráfaga de disparos. Por el sonido,
siete u ocho armas dispararon durante diez segundos. Luego vino el silencio.
Rockwell y Scraggs se miraron el uno al otro, intranquilos.
—Fue un placer conocerlo, capitán… —dijo Scraggs,
desesperado por tratar de sujetar su pistola. No le habían enseñado nada en el
entrenamiento sobre cómo lidiar con una mezcla de temblor y sudor frío.
—¡Aún no estamos muertos, Scrubbs! Mantén el control y es
posible que salgamos de ésta vivos.
—No… Hemos visto el libro, capitán… Estamos jodidos. Y me
llamo Scraggs, señor…
—¡Cierra el pico!
Viene alguien…
Ambos mantuvieron sus armas apuntadas hacia la puerta. Unos
pasos se acercaban a la entrada. La tensión era inaguantable… Los dedos se
tensaron sobre el gatillo. Apareció una sombra en la puerta, seguida por la
figura tambaleante y ensangrentada del agente Quaid.
¡PUM!
Por instinto (o más bien por pánico), Scraggs disparó una
bala al pecho de Quaid. La cara ensangrentada del policía dedicó una última
mirada desesperada al teniente, antes de estrellarse en el suelo.
—¿Qué has hecho?
—gritó Rockwell—. ¡Ése era uno de mis mejores hombres!
¡Maldita sea!
—Lo siento,
señor. Me entró el pánico…
—¡La has cagado!
¡Vete a tener pánico a otra parte, gilipollas!
La expresión de
Scraggs cambió. Relajó cada músculo de su rostro.
—Demasiado tarde…
—susurró.
El capitán Rockwell miró hacia la entrada. Allí estaba el
hombre del manto con capucha: Kid Bourbon. Tenía una escopeta recortada en cada
mano. Una para matar al capitán y la otra para matar al teniente.
Sesenta y uno
Dante y Kacy se apresuraron a volver al motel County, con
el Cadillac avanzando como un bólido por las calles y las llantas rechinando en
la calzada. Salir vivos de Santa Mondega era su máxima prioridad. Kacy calculó
que tendrían diez minutos para cambiarse de ropa y salir del motel antes de que
la policía bloqueara las carreteras principales de la ciudad. Estaba
desesperada por dejar atrás ese horrible lugar y volver al mundo civilizado.
Estacionaron el coche amarillo y corrieron a su habitación.
Dante puso la balda y cerró las persianas, después de asegurarse que ninguna
patrulla les hubiera seguido. Al darse la vuelta, el disfraz de payaso de Kacy
ya estaba en el suelo. La chica buscaba algo debajo de la cama. Su descarado
trasero se contoneaba mientras trataba de sacar la maleta de su escondite. Su
pudor estaba protegido por el tanga negro y el sujetador a juego de las grandes
ocasiones.
Cuando por fin pudo arrastrar la maleta, encontró a Dante
mirándola, embobado.
—Cariño, ahora no es el momento —dijo furiosa—. ¡Quítate
esa ropa y ponte algo limpio!
Dante sabía que ella tenía razón, pero, mientras se quitaba
la ropa, no pudo dejar de pensar cómo convencerla de que tenían tiempo para un
polvo rápido.
Kacy revisó que la maleta estuviera llena de dinero y
volvió a cerrarla. Se subió a la cama y tomó otra maleta, más pesada, del
suelo, al otro lado de la cama. Usando toda su fuerza, la colocó sobre a la
cama y la abrió. Dentro estaba toda la ropa que tenían. Sacó un pantalón
vaquero y se lo arrojó a Dante.
—Toma, ponte
esto.
Dante lo atrapó en calzoncillos, dubitativo. Si se lo
ponía, desaparecería cualquier posibilidad de hacer un polvo.
—Kacy, será mejor
que me des unos calzoncillos limpios —dijo, muy serio.
—No es necesario.
Usa los mismos.
—No, cariño, será mejor que nos deshagamos de toda la ropa.
Los policías podrían revisarlos para buscar muestras de ADN.
Kacy dejó de
rebuscar en la maleta.
—¿Qué? ¿Por qué
alguien revisaría tus calzoncillos?
—No corramos
riesgos. Debemos quemar la ropa que llevamos puesta.
—¿De verdad?
—Kacy no parecía convencida.
Dante asintió. Tenía una mirada de decepción mientras se
quitaba los calzoncillos y los arrojaba a la pila de ropa ensangrentada del
suelo.
—En fin… Es una lástima. Son mis calzoncillos preferidos.
Dame tu ropa interior y la pondré en la pila.
Kacy todavía no estaba segura, pero Dante tenía una
expresión muy seria en la cara. Parecía saber de qué estaba hablando y, de
todas formas, no se le ocurría una mejor idea.
—Vamos, nena, ¡no
tenemos todo el día!
Como parecía tener mucha prisa, Kacy pensó que no estaba
buscando un polvo, así que se quitó el sujetador y se lo arrojó. Los pezones
apuntaban hacia él de forma incitante. Desde su posición de rodillas en la
cama, se puso de espaldas y se sacó el tanga negro. Y, por algún motivo, se lo
pasó a Dante con coquetería y esbozando una sonrisa.
Tal vez fue la visión de su pene erguido lo que hizo que deseara
provocarlo un poco. El caso es que tuvo el efecto predecible. A Dante se le
salían los ojos ante el cuerpo desnudo de su chica. No importaba cuántas veces
lo hubiera visto… Al instante estaba encima de ella, explorando su cuerpo como
si fuera un territorio desconocido.
—Dante, ¡no! No hay tiempo… —protestó Kacy dócilmente,
mientras le abrazaba.
—Lo sé —murmuró,
mientras él la penetraba.
Sesenta y dos
Somers y Jensen circulaban a toda velocidad por el centro
de Santa Mondega, cuando una voz surgió entre los crujidos de la radio de la
policía. Era la información que estaban esperando.
—El Cadillac
amarillo está estacionado en el motel County, en la calle Gordon.
—Vamos para allá.
¡Gracias! —dijo Somers por el micrófono de la radio.
—¿Crees que Kid Bourbon todavía está allí? —preguntó Jensen
desde el asiento de copiloto.
—No lo sé. Pero tal vez recuperaremos el Ojo de la Luna y
mi dichoso coche. Con un poco de suerte, encontraremos al hijo de puta que lo
robó.
De repente dio un volantazo a la izquierda y se desviaron
por una calle secundaria. En diez minutos, llegaron a su destino.
Milagrosamente, habían sorteado el tráfico y los peatones.
El motel County era un establecimiento decadente de treinta
habitaciones, situado al lado de la carretera principal que se dirigía al
oeste, a las afueras de Santa Mondega. Era un buen lugar para la gente de paso.
Las habitaciones eran baratas y el
parking, gratuito.
Cuando llegaron, el estacionamiento estaba medio lleno de
camionetas y monovolúmenes, pero ni rastro del Cadillac amarillo. Somers aparcó
el coche patrulla a veinte metros de la entrada principal. Un destartalado
letrero les dio la bienvenida.
BIENVENIDO AL MOTEL C UNTY
Bajo el letrero, un escalón conducía a una puerta doble de
cristal con un espantoso borde en verde lima.
—Voy a la recepción —dijo Somers, abriendo la puerta del
conductor—. Espera aquí y toca el claxon si ves algo.
—Claro —contestó Jensen, sacando su teléfono móvil del
bolsillo mientras su compañero salía del coche.
Somers corrió hacia la entrada mientras Jensen encendía su
teléfono. Lo había dejado apagado desde la víspera, cuando Somers lo rescató
del granero. El móvil sonó varias veces seguidas. Apareció una línea de texto
en la pantalla.
1 mensaje nuevo
*
* *
Tras dar rienda suelta a su pasión, Dante y Kacy se
dispusieron a abandonar el hotel. Se habían relajado tanto que casi les costaba
recordar por qué tenían tanta prisa por huir de la ciudad. Los policías podían
estar buscándolos, pero con la cantidad de cadáveres de ese día, habría cientos
de pistas por explorar antes de dar con la joven pareja.
Habían metido sus escasas posesiones en una maleta y se
habían cambiado de ropa. Dante ahora llevaba los pantalones vaqueros que Kacy
le había arrojado, junto con una camisa hawaiana roja y una camiseta blanca
limpia. Kacy se había puesto una minifalda azul cielo y zapatos de tacón
azules. Su escotada camiseta lucía la imagen de un Thunderbird 1966 azul que
sobrevolaba el Gran Cañón.
Después de llevar el Cadillac amarillo al parking trasero,
se dirigieron a la entrada principal del edificio. Dante rodeaba los hombros de
su chica. Con todo lo que habían pasado en los últimos días, se sentía más
protector que nunca. Ella era lo más importante en el mundo.
La feliz pareja se acercó a la recepción para pagar su
cuenta. En un intento de ser discretos, ambos usaban gafas de sol. Kacy llevaba
las gafas oscuras de Terminator, y Dante unas gafas de aviador que había robado
a uno de los cuerpos del Tapioca. No se sentía culpable al respecto. Después de
todo, el tipo estaba muerto.
Carlos, el recepcionista, estaba sentado tras un mostrador
con los pies levantados, leyendo un ejemplar de la revista Empire. Aunque Dante y Kacy estaban a punto de pagar su cuenta y
hacerle ganar un dinerillo, a él no le gustaba que le interrumpieran la
lectura. Era un hispano bajo y maduro con mechones de pelo blanco alrededor de
las orejas, pero poco o nada en la cabeza. Lo compensaba exhibiendo un bigote
negro muy denso que crecía desde los grandes agujeros de la nariz hasta las
comisuras de la boca.
El vestíbulo olía a humedad. Era difícil adivinar si venía
de la sucia alfombra granate, del tapiz de la pared, del propio Carlos, o si
era una combinación de los tres factores. El caso es que aquella pequeña
recepción tenía el aire tan cargado como las habitaciones. Sólo tenía una
ventana, situada cerca de la esquina más alejada del escritorio. Era pequeña y
angosta, y la manija rota aseguraba que no se pudiera abrir.
—Hola, Carlos. Venimos a pagar —dijo Dante, lanzando unas
llaves sobre la revista de Carlos, que cayó al suelo.
Éste,
contrariado, bajó los pies del mostrador, se inclinó y levantó las llaves.
—¿Qué es esto?
En el llavero había la llave de la habitación del motel,
pero también una llave de coche que no reconocía. El recepcionista separó la
otra llave y la pesada etiqueta unida al llavero.
—Es un regalo de agradecimiento por hospedarnos —contestó
Dante, sonriendo.
—¿Qué coño es
esto?
—Echa un vistazo
por la ventana. —Dante señaló con la cabeza.
Carlos se levantó
del asiento y fulminó a Dante con la mirada. Luego sonrió a
Kacy y le guiñó el ojo. Se dirigió a la
ventana y miró afuera. A unos veinte metros, en el parking privado, estaba el
Cadillac amarillo que antes había visto frente a una de las habitaciones.
—¿Me estáis dando
el coche?
—Sí.
—¿Cuál es el
problema? ¿Es robado?
—Nada de eso
—intervino Kacy, esbozando una amplia sonrisa.
—Te recomiendo
que lo pintes de un color distinto —dijo Dante.
Carlos sopesó la
oferta.
—¿Y que cambie la
matrícula?
—No estaría de
más… —asintió Dante.
Carlos volvió al mostrador y se sentó. Pasó las páginas del
libro de registro y se detuvo en una lista de nombres. Allí estaban las firmas
de Dante y Kacy y los detalles de su estancia.
—Son ciento cincuenta dólares por la habitación —dijo,
observando las gafas de Dante.
—¿Sabes? —Dante se inclinó sobre el mostrador—. ¿Qué te
parece si nos dejas la habitación gratis como agradecimiento por el coche?
Carlos cerró el registro y recogió la revista, buscando el
artículo que había estado leyendo.
—Claro. ¿Quieres la página del registro con vuestros
nombres? Ya sabes… como recuerdo de la estancia.
—Buena idea —dijo
Dante—. Gracias.
—Entonces serán
ciento cincuenta dólares.
A Dante se le
agotó la paciencia.
—¡Escucha,
imbécil! Acabo de darte el maldito coche. No tientes a la suerte.
—El precio es
ciento cincuenta dólares. Si no te gusta, ya sabes…
Kacy sintió la necesidad de mediar antes de que Dante
perdiera los papeles. Esbozó una gran sonrisa y se inclinó hacia el mostrador,
mostrando su escote a Carlos. Parecía querer decir: «Carlos, éstos son mis
senos. Pueden ser tuyos… por un tiempo.»
—¿Qué te parece si avisas a un taxi mientras contamos el
dinero? —preguntó la chica.
—Claro —dijo Carlos, completamente embobado—. Sin embargo,
hay un cobro de cinco dólares por llamada.
—Será imbécil… —gruñó Dante—. Llamaré al maldito taxi yo
mismo. Vamos, Kacy, salgamos.
—Dante, por
favor, dale el dinero.
Este estaba a punto de responder cuando entró un hombre con
pelo plateado e impermeable gris. Carlos reconoció al tipo y lo saludó de
inmediato.
—Buenas tardes, agente Somers —dijo alegremente, como si
estuviera contento de verlo.
—Hola, Carlos
—respondió Somers, solemne.
El agente se
acercó a la recepción y dedicó una sonrisa a Kacy.
—Hola, señorita, ¿le importa si me atienden primero? Es un
asunto policial. — Levantó su placa.
—¡Claro que no!
Es decir, por supuesto —dijo Kacy, nerviosa.
Rezaba para que Dante mantuviera la boca cerrada. Quizás
era demasiado tarde… Había cabreado a Carlos y ahora llegaba un agente.
—Carlos… —empezó Somers, mostrando una sonrisa falsa y
deslizando un billete de veinte dólares sobre el mostrador—. Me han dicho que
tienes hospedado a alguien que conduce un Cadillac amarillo. Ese Cadillac es
robado y el dueño, que soy yo, un oficial de la ley, desea recuperarlo. También
quiero saber el nombre del conductor, si lo tienes a mano. Espero que puedas
ayudarme. Gracias.
Kacy observó a Carlos. ¿Por qué Dante lo había molestado?
Ahora tendrían problemas… Se retiró del mostrador para captar la mirada de su
novio. Era difícil decir a través de las gafas de aviador si siquiera la estaba
mirando. Y si lo hacía, no podía leer sus ojos.
La situación era delicada. Si Carlos los denunciaba, irían
a prisión. La maleta llena de dinero, el coche robado y tal vez los testigos
del Tapioca se encargarían de que los mandaran a la cárcel. Kacy no confiaba en
nadie, y mucho menos en los policías. Pero aquel agente parecía razonable.
Carlos se frotó el mentón mientras consideraba su
respuesta. Al mismo tiempo, guardaba el billete de veinte dólares.
—Sí, había un
Cadillac amarillo en el parking. Recuerdo al tipo que lo conducía.
Era un verdadero hijo de puta. Deja que
compruebe su nombre en mi registro. — Retiró la revista y miró el registro
abierto en el mostrador.
Dante dio un paso
atrás.
—¿Sabes, Carlos? —dijo en tono agradable, estirando los
brazos como si estuviera cansado—. Volveremos más tarde. Gracias.
—No vayan a ninguna parte —dijo Somers sujetando a Dante
por el brazo—. Será un momento. Tú y esta hermosa dama podéis esperar, ¿verdad?
—Sí. —Carlos sonrió—. Pueden esperar. Una vez que le dé a
este policía la información que necesita, os atenderé. No os preocupéis.
Pasó las hojas del libro de registro y se detuvo en la
página con los nombres de Dante y Kacy. Mientras movía el dedo en la lista, vio
como Kacy se alejaba del mostrador. Carlos se recostó en el asiento y levantó
la mirada, primero hacia Somers, y luego, como si estuviera meditando, hacia
Kacy. Empezó a tamborilear los dedos sobre la página del libro.
—¿Qué pasa?
—preguntó Somers.
—Intento recordar algo —dijo Carlos, levantando una mano
para indicar al agente que le agradecería unos segundos más de paciencia.
De hecho, estaba mirando a Kacy. Desde donde estaban Somers
y Dante, no podían ver el espectáculo. Kacy, al salir de su ángulo de visión,
se había levantado la camiseta para confirmar la sospecha de que no llevaba
sujetador. Carlos observó sus magníficos senos, maravillado ante los atrevidos
pezones. Después de un tiempo satisfactoriamente largo, ella se bajó la
camiseta y Carlos salió del trance.
—Ahora lo recuerdo… —Volvió a mirar a Somers—. El tipo del
Cadillac se llamaba Pedro Valente. —Apuntó al nombre en la página del libro de
registro—.
Salió hace unos veinte minutos. Seguro que
lo atrapan. Dijo que se iba de la ciudad.
—¿Tienes su
dirección? —preguntó Somers.
—Me temo que no. No era la clase de individuo que tiene una
dirección, ni yo me molesté en preguntarlo.
—Muy bien —dijo Somers, dando un paso atrás y mirando
fijamente a Kacy—. Podría volver si no encuentro a este tipo. Gracias por tu
ayuda, Carlos. Y lamento haberla interrumpido, señorita.
Tras admirar a
Kacy durante unos segundos, se volvió hacia Dante.
—Eres afortunado.
Cuida a la chica.
—Siempre lo hago.
—Bien.
Somers pasó junto
a Kacy y le guiñó el ojo mientras salía del vestíbulo.
Dante sacó doscientos dólares de su bolsillo. Los lanzó
sobre el mostrador para Carlos.
—Gracias, amigo.
Te debo una.
Carlos negó con
la cabeza y sonrió.
—Quédate con el cambio. Llamaré a un taxi y os daré la
página del libro de registro, en caso de que vuelvan los policías. Sólo estaba
bromeando…
—¡Ya ya! Gracias,
amigo. —Dante tomó el dinero que Carlos le tendía.
Se dio la vuelta para ver a Kacy y se encogió de hombros
ante el cambio de actitud del recepcionista.
Kacy hizo lo propio. Por supuesto, ella sabía perfectamente
la razón de la repentina generosidad de Carlos, pero no la compartió. Dante
siempre buscaba una razón para protegerla. Si supiera lo que ella tenía que
hacer para protegerlo de sí mismo…
Mientras Somers desaparecía dentro del motel, Jensen pulsó
el botón de su móvil para ver el mensaje nuevo. Se acercó el teléfono al oído.
Para su sorpresa, el mensaje era del teniente Paolo Scraggs.
«Oiga, Jensen, soy el teniente Scraggs. Escuche con
cuidado. He encontrado el libro que andaba buscando. Si Somers está con usted,
aléjese de inmediato. Creo que es el asesino. Todo el asunto de Kid Bourbon es
un engaño… o algo raro… no estoy seguro. Sólo llámeme a mí o al capitán, pero
no hable con Somers. Sale en una imagen del libro. Dice que es un Señor Oscuro
o alguna mierda por el estilo. Llámeme.»
Jensen frunció el ceño mientras repetía el mensaje en su
mente. ¿Somers, el asesino? No podía ser… Pero ¿por qué mentiría Scraggs? A
Scraggs no le gustaba Somers, pero tampoco a Somers le gustaba Scraggs. Espera
un momento… Fue Somers quien vino a rescatar a Jensen cuando Scraggs apareció
en el granero. Pero… Somers llegó tarde porque le habían robado el Cadillac
amarillo. ¿Qué habría pasado si Somers hubiera llegado antes que Scraggs? Y ya
que estaba pensando en eso, ¿no se había llevado Carlito el móvil de Jensen
mientras él estaba en el granero? ¿Y si lo había usado para hacer una llamada?
Jensen revisó los menús de su teléfono. Y ahí estaba:
Llamadas realizadas: Somers. Ayer.
Hora: 23.52 horas
Duración: 00.01.47
Carlito había usado el teléfono de Jensen para llamar a
Somers mientras Jensen estaba atado en el granero con Miguel. Después de hablar
con Somers, Carlito había vuelto a entrar con el espantapájaros en la
carretilla. Somers no había mencionado nada. Mierda…
El teclado del teléfono de Jensen nunca le había parecido
tan pequeño. Presionó al menos tres teclas equivocadas en su intento frenético
de devolver la llamada al teniente Scraggs. Necesitaba hablar con él antes de
que Somers volviera del motel.
—El teléfono está
apagado o fuera de cobertura. Por favor, inténtelo más tarde.
«¡Esto no tiene ninguna gracia! —pensó Jensen—. ¿Scraggs me
está gastando una broma? No puede ser. No explicaría la llamada de Carlito a
Somers en mi teléfono. Joder… allí viene Somers.»
Éste dio la vuelta al coche patrulla, claramente irritado.
Jensen pensó en estirarse y poner el seguro a la puerta.
«No es necesario.
Somers no sabe que sospecho de él. Ahora piensa… ¡Mierda!» Somers abrió la
puerta y se metió tras el volante.
—¿Estás bien? —preguntó, observando el esfuerzo de su
compañero por parecer tranquilo.
—Sí. ¿Y tú?
—Bien. Pero no he encontrado mucho. —Observó a su
compañero—. ¿Seguro que estás bien?
—Sí, sí —dijo Jensen, impaciente—. Sólo estoy cabreado,
¿sabes? Creo que hemos perdido nuestra oportunidad. ¿Tal vez deberíamos
ponernos en contacto con el capitán, ver si se ha enterado de algo?
Somers observó la mano derecha de Jensen, que sujetaba con
fuerza el móvil, y le miró a los ojos. Jensen no podía ocultar el pánico.
—Lo sabes, ¿no?
—susurró Somers.
—¿Saber el qué?
Hubo una pausa eterna. Jensen supo en ese momento que
Scraggs tenía razón. Somers era el asesino. Y ahora sabía que él lo sabía. Su
amistad no iba a contar para nada. No quedaba tiempo. Somers se obligó a
sonreír a modo de disculpa.
—Lo siento,
Jensen. No es nada personal, pero necesito el Ojo de la Luna.
—Ya ha terminado
el eclipse. Lo has perdido.
—Lo sé. Pero esa piedra es capaz de muchas cosas, y no sólo
de detener la Luna. También puede devolverme a mis hijos. Y a mi esposa. Si ese
asqueroso Kid
Bourbon no los hubiera eliminado a todos,
no tendría que hacer esto. Lo siento. ¡CLIC!
El sistema de
seguridad del coche patrulla aprisionó a Jensen. De todas formas,
no tenía escapatoria.
Jensen dio un vistazo a los dedos de Somers, que ahora
reposaban en el volante. Estaban aumentando lentamente de tamaño. También sus
uñas se hicieron más gruesas y largas. Alarmado, vio que la cara de su
compañero estaba cambiando. Le salieron venas azules, primero en el cuello,
luego en las mejillas… Y éstas necesitaban llenarse con la sangre de Miles
Jensen. Somers volvió la cabeza hacia su compañero y abrió la boca para mostrar
unos enormes colmillos amarillos. Eran irregulares y estaban afilados como navajas.
Un hedor asqueroso impregnaba el coche. Jensen trató de coger el arma. Era
demasiado tarde.
—Tal vez quieras cerrar los ojos, amigo mío —gruñó Somers
en una voz de ultratumba—. Esto te va a doler…
Sesenta y tres
La radio de la policía hizo ruidos al activarse. La voz de
Amy Webster salió del altavoz.
—Agente Somers,
¿está ahí?
—Sí —contestó
Somers, tomando el micrófono con la mano derecha.
—Necesito que
vuelva a la comisaría.
—Estoy ocupado.
—Querrá ver esto,
señor.
Al quitar el pie del acelerador, el cuerpo de Miles Jensen
se golpeó con la guantera. Tras matar a su compañero, Somers llevaba cinco
minutos conduciendo. Su plan era alcanzar al conductor del Cadillac amarillo,
el cual, si tenía sentido común, estaría huyendo de Santa Mondega. No había
tráfico a la vista.
—¿Qué es, Amy?
—contestó Somers a la operadora de la centralita.
—Tengo un gran
diamante azul frente a mí. Alguien acaba de entregarlo.
Somers frenó de golpe y, mientras el coche patrulla rechinaba
hasta detenerse, maniobró para cambiar de sentido.
—¿De dónde
procede este diamante? —gritó por el micrófono.
—Un tipo acaba de dejarlo. Dijo que era para el agente
Jensen. Pero no lo localizo al móvil, así que pensé en llamarle.
—Pensaste bien, Amy. Haré que te asciendan por esto. Tú
sólo esconde esa piedra hasta que llegue. Estaré allí en veinte minutos.
—Sí, señor.
Somers colgó el micrófono. Estaba a punto de apagarlo
cuando se le ocurrió añadir algo.
—Amy, ¿lo sabe
alguien más?
Se produjo una
pausa. «¿Más larga de lo necesario?», pensó el agente.
—No, señor. Usted
es la única persona que lo sabe.
—Bueno. Mantenlo
así.
—Sí, señor.
—¡Ah!, ¿Amy?
¿Cómo se llama el hombre que lo entregó?
De nuevo una
pausa innecesaria.
—No dejó ningún
nombre. Tenía mucha prisa.
—Ya veo.
Somers estaba intrigado y, aunque no
tenía razones para dudar de Amy Webster, quien siempre había sido una empleada
honesta (algo raro en el departamento de policía de Santa Mondega), no podía
evitar ser suspicaz.
—¿Qué pinta
tenía?
Otra pausa.
—Pelo corto, ojos
azules… No lo había visto antes.
—Muy bien, Amy.
Eso es todo. Te veré luego.
Somers pisó el acelerador y volvió a la ciudad con la
sirena a todo trapo. ¡Casi atropelló un taxi que llevaba a Dante y a Kacy hacia
su tan anhelada felicidad! Pero el Señor de los muertos vivientes tenía otras
preocupaciones. Necesitaba conseguir el Ojo de la Luna si quería recuperar a
Jessica.
Incluso cabía la esperanza para sus hijos:
Santino, Carlito y Miguel.
*
* *
Amy Webster devolvió el micrófono al escritorio. Todavía le
temblaban las manos. El hombre encapuchado le había estado apuntando con una
escopeta mientras le dictaba las respuestas a las preguntas del agente Somers.
Ella repitió sus palabras con exactitud, pero ahora parecía disgustado, ¡y no
bajaba el arma! Por lo menos no había bourbon a la vista.
—Lo has hecho
bien —dijo.
—Gracias —dijo Amy, temblando de miedo—. Pero Archie Somers
me matará cuando averigüe que le he mentido.
—Yo, en tu lugar, no me preocuparía por Somers. Nunca
volverás a ver a ese hijo de puta.
—Pero va a venir
ahora, ¿no?
—Sí… pero tú
nunca volverás a verlo.
Amy cerró los
ojos. Tal vez estaba bromeando. Tal vez sólo desaparecería.
¡PUM!
O tal vez no.
Sesenta y cuatro
Somers entró en la comisaría donde había estado un millón
de veces, pero jamás había visto algo parecido. Los cuerpos ensangrentados de
los policías y las secretarias cubrían el suelo. Incluso habían matado a varios
criminales esposados. Aquello era una masacre. Contó hasta cuarenta cuerpos en
el vestíbulo. Amy Webster seguía sentada en su escritorio, pero le faltaba un
trozo de cabeza. Somers reconoció el estilo. Aquél era un trabajo de un solo
hombre. Y la única pregunta era: ¿dónde estaba?
En el extremo de la planta baja se hallaban los tres
ascensores. Somers notó que una luz roja parpadeaba en el de en medio. La
flecha indicaba que alguien estaba bajando a la planta baja. Desenfundó el arma
que guardaba en su chaqueta y se situó a unos diez metros de los elevadores.
Estaba preparado para enfrentarse a la persona o la cosa que saliera de las
puertas.
¡TIC!
El elevador se detuvo en la planta baja y se abrieron las
puertas. Ahí estaba la figura encapuchada de Kid Bourbon. Sus manos descansaban
en los costados. Parecía estar desarmado, pero las apariencias son engañosas.
Somers lo sabía.
—¿Dónde crees que
vas? —preguntó Somers.
Al no recibir una respuesta inmediata, dio otro paso hacia
el ascensor. Le siguió la voz inconfundible bajo la capucha.
—Estoy buscando
un lugar mejor para morir —dijo Kid Bourbon.
—Este lugar es tan bueno como cualquier otro —le gruñó
Somers—. No podrás matarme con tus balas de plata. Puedes remojarlas en agua
bendita y ajo… ¡No me importa! O apuñalarme con un crucifijo. Soy inmune a todo
lo que has leído o has escuchado. Espejos, estacas, cruces, luz, agua
corriente, nada de eso puede dañarme. Enfréntate a mí y sólo habrá un ganador.
Por mis venas corren la sangre de Cristo y de los vampiros. Ni siquiera tú
puedes matarme.
—Lo sé.
—¿Seguro? Lo dudo. Quieres jugar al gran héroe y
demostrarme que eres lo bastante valiente para retarme. Y no sólo mataste a
Jessica y a mis hijos, sino que has obligado a la pobre Amy Webster a que me
dijera que el Ojo de la Luna estaba aquí. ¿Querías que viniera y tomáramos un
café?
Se detuvo un momento, sintiendo la sangre fresca de Jensen
corriendo por sus venas. Pero entonces continuó, su voz rezumando veneno:
—Crees que puedes matarme. Bien, pues entérate. ¡Soy
invencible! Si me tiras de un golpe, volveré a levantarme. Dame lo mejor que
tengas, pero te aseguro que, cuando termines, te partiré por la mitad. Tu mejor
opción es suicidarte antes de que te atrape. Toma una escopeta y acaba con tu
vida. Y, por favor, hazlo bien. Si quieres, bebe un trago de bourbon… Después
de todo, es lo que te encanta hacer, ¿no?
Somers esperó a que el otro respondiera. Pero Kid Bourbon
salió del elevador y caminó hacia él. Se detuvo a cinco metros del agente.
—Te lo he dicho.
He venido aquí a morir.
—Muy bien. Entonces tienes tres segundos para sacar tus
armas y destruirte. Si no, te mataré como jamás imaginaste.
—Perfecto. Quiero que lo hagas tú. Veamos si tienes
agallas. Demuestra que no me temes, como el maricón de Santino. O esos putos
hermanos suyos. O, ya que estamos en eso, esa puta que llamabas esposa.
Los ojos de
Somers echaban chispas.
—Bien —gruñó—.
Morirás de la peor manera.
—Es lo que
merezco.
El Señor Oscuro no necesitaba más invitación. Echó la
cabeza hacia atrás y empezó la transformación. Le crecieron las uñas, sus
colmillos se extendieron y su cara se adelgazó hasta mostrar sus venas
sedientas de sangre fresca.
—Tienes razón. La muerte es exactamente lo que mereces,
pero no te mataré. Te convertiré en uno de mi clase. Vivirás toda la eternidad
como un muerto viviente, la misma raza que desprecias.
Kid Bourbon soltó las dos escopetas que había escondido en
su manto, se acercó a la figura y bajó su capucha, revelando su cara
ensangrentada.
—Hazlo lo peor
que puedas —dijo.
Somers inclinó la cabeza y rugió de cólera. Era el momento
que tanto había esperado. Por fin la vida le brindaba la oportunidad de
liberarse de la amenaza que Kid Bourbon suponía. Voló hacia delante con las
garras extendidas, flotando a unos centímetros del suelo. Su adversario se
mantuvo en su sitio, impertérrito. Aún en el aire, Somers sujetó la cabeza de
su víctima con ambas manos y le clavó los colmillos en el cuello. La respuesta
de Kid Bourbon fue rodear con sus brazos el cuerpo de Somers y abrazarlo como
si hubiera reencontrado a un hermano.
Somers retiró la cabeza del cuello de Kid Bourbon y lo miró
a los ojos. Una voluta de humo se elevó en el pequeño espacio entre sus caras.
A Somers le ardía el pecho. Algo había encendido una llama entre él y Kid
Bourbon. Trató de empujar al otro para que se alejara, pero era tal la fuerza
con que Kid Bourbon lo sujetaba, que por una vez se encontró impotente. La
sensación de ardor iba aumentando… Lanzó un aullido angustioso.
—¡Aaahhhhh!
¡Déjame! ¡Hijo de puta!
Para sorpresa de Somers, Kid Bourbon obedeció. Aflojó los
brazos, y, sin embargo, el agente descubrió que no podía alejarse. Incluso sin
que él lo agarrara, estaban unidos, como si alguien los hubiera pegado con un
poderoso pegamento.
Kid Bourbon abrió su manto.
Somers se dio cuenta de inmediato de su predicamento. Atado
al pecho de Kid Bourbon (y antes bien oculto bajo el impermeable) estaba El libro sin nombre. Ahora lo
presionaba con fuerza contra el pecho de Somers, causando que su piel ardiera
en ceniza y humo.
—Las cruces no pueden matarte, ¿cierto? —dijo Kid Bourbon,
sonriendo—. Eso dijiste, ¿no?
Somers no podía creer lo que estaba viendo. Su cuerpo
estaba envuelto en llamas, y Kid parecía inmune.
—¡Aaahhhhh! ¡Hijo de puta! —gritó. Se tambaleó hacia atrás,
pero el libro se desprendió de Kid Bourbon y se fue con él, como si estuviera
derritiéndose en su pecho.
—El libro sin nombre
—dijo Kid Bourbon—. La portada y las páginas están hechas con la Cruz de
Cristo. Ahora dime, ¿estás seguro del que una cruz no puede matarte?
Somers se debatía entre la agonía y el horror. Por primera
vez, se había enfrentado a lo único en la Tierra que podía eliminarlo. Era el secreto
que había luchado por proteger. Había matado a toda la gente que había leído el
libro, pero no había podido destruirlo porque al tocarlo moriría. Pero los
vampiros no mueren sin luchar, y Somers no iba a encontrarse a solas con el
Diablo, si podía evitarlo. —Vendrás conmigo, ¡desgraciado! Te llevaré directo
al Infierno.
—Tal vez.
Kid Bourbon se alejó de las llamas que devoraban el cuerpo
de Somers. Durante diez segundos, observó como el Señor Oscuro, el ser más
poderoso de la Tierra, se convertía en cenizas.
Entonces murió.
Las llamas se apagaron, el humo se evaporó y no quedó nada.
O tal vez sí.
Kid Bourbon examinó la masacre a su alrededor. Los
cadáveres inundaban el suelo; él los había matado a todos. Pero por fin había
eliminado al agente Archibald Somers. Y para siempre. El único legado que
dejaría atrás el Señor Oscuro era una comezón irritante en el cuello de su
asesino. Kid Bourbon levantó la mano izquierda para tocar la herida. Sus dedos
rozaron el rasguño que Somers le había hecho.
Dio un vistazo
a las yemas de sus dedos. ¡Hum!, sangre. Eso podía ser un problema.
Sesenta y cinco
Peto por fin pudo respirar de nuevo. Al pisar el amado
suelo de Hubal, se sintió en el Cielo. Aquella semana había sido la más larga
de su vida. Sin duda, una experiencia reveladora, pero no iba a repetirla.
Había perdido a su mejor amigo, Kyle, le habían mentido casi todos, le habían
robado su maleta llena de dinero, había matado a un hombre y herido a otro y
había conocido a un par de monjes convertidos en vampiros. Había visto y hecho
mucho más que en su vida, y era un milagro poder volver triunfante.
Durante su ausencia, Hubal había recuperado su anterior
belleza, como si la reciente masacre nunca hubiera ocurrido. Las cicatrices
mentales por la fatal aparición de Jefe en su isla tardarían más tiempo en
curarse. El padre Taos fue su primer encuentro. Sus heridas se habían curado,
al menos las físicas.
El viejo monje saltó de alegría al ver a Peto entrando en
el templo con el Ojo de la Luna. Estaba sentado en el altar, donde Peto lo
había visto por última vez, pero ahora parecía saludable. Se levantó y caminó
con firmeza entre las hileras de bancos, los brazos extendidos para abrazar al
héroe que volvía. Peto, que necesitaba desesperadamente ese abrazo, corrió y lo
estrechó con fuerza contra su pecho, olvidando que el anciano había sido herido
en el estómago.
—¡Peto, estás
vivo! Qué alegría verte… ¿Dónde está Kyle?
—No lo logró,
padre.
—Una lástima. Era
uno de los mejores.
—Sí, padre, lo
era. Era el mejor de todos.
Los dos hombre bajaron los brazos y cada uno dio un paso
atrás. Abrazarse uno al otro mientras hablaban de la muerte de su gran amigo
parecía inadecuado.
—¿Y tú? ¿Estás
bien, hijo mío?
—Sí, padre. —Las palabras se atropellaban—. Kyle y yo hemos
vivido una gran aventura. Me convertí en un famoso campeón de boxeo hasta que
un hombre llamado Rodeo Rex me venció. Luego encontramos a dos antiguos
hermanos que se habían vuelto vampiros. Después, un asesino de masas llamado
Kid Bourbon mató a Kyle, yo escapé con el Ojo de la Luna y he vuelto con él.
—Es impresionante, hijo mío. Pero ahora descansa.
Hablaremos durante la comida.
—Sí, padre.
Peto le tendió el
Ojo de la Luna y Taos lo guardó en el bolsillo de su manto.
Después se encaminó al altar.
—A propósito, Peto… —dijo antes de alejarse—. ¿Qué sucedió
con Kid Bourbon?
—No lo sé, padre. Lo dejé atrás cuando escapé. Mataba a
gente al azar con un enorme arsenal de armas.
—Ya veo…
—¿Por qué lo pregunta, padre? ¿Lo conoce de antes? El
hermano Hezekiah lo sugirió.
—¿El hermano
Hezekiah?
—Sí, padre.
Taos se volvió para observar a Peto una vez más. Su rostro
ya no parecía tan aliviado.
—El hermano
Hezekiah está muerto —susurró.
—No, padre… Bueno, ahora lo está, pero Kyle y yo lo
conocimos. Se había convertido en un vampiro. Creo que nos dijo muchas mentiras
antes de morirse.
—Peto, mi querido y joven amigo, pronto aprenderás que no
todo es blanco o negro. Lo que el hermano Hezekiah te dijo en realidad pudo ser
verdad. Cuando un monje abandona la isla de Hubal y viaja a un lugar tan
maligno como Santa Mondega, es casi imposible mantenerse puro. Por ahora, debes
saber eso. Es cierto para el hermano Hezekiah, para ti y el pobre Kyle, y
lamentablemente también lo es para mí.
Peto estaba aturdido. Nunca había oído maldecir al viejo
monje. Verbalizó la pregunta que rondaba su cabeza desde que Hezekiah sembrara
la sombra de la duda.
—Pero, padre, ¿verdad que usted no rompió las leyes
sagradas de Hubal mientras estuvo en ese espantoso lugar?
Taos se sentó en las escaleras que conducían al altar.
Ahora parecía muy cansado. Peto se arrodilló a sus pies.
—Me temo que lo hice, Peto. Fui padre de un niño, un hijo
con la misma sangre que corre por mis venas.
Peto quedó
horrorizado por la revelación del padre Taos.
—¿Cómo pudo mantener este secreto durante tanto tiempo? ¿Y
qué le sucedió a su hijo? ¿Quién era la madre?
Ishmael Taos llevaba mucho tiempo esperando la oportunidad
de confesar sus crímenes, pero nunca había imaginado que se lo diría a Peto.
—Su madre era una
puta, es decir, una prostituta.
—¿Una prostituta? —Decir que Peto estaba horrorizado sería
un eufemismo semejante a decir que Kid Bourbon pudo haber matado a una o dos
personas. Dio rienda suelta a las maldiciones—: ¿Qué cojones significa eso?
¿Está viva? Mierda, espere un minuto… ¿quiere decir que pude haberme follado a
una prostituta y volver tan campante?
—No, Peto. No
hubieras podido.
—Entonces, ¿qué
pasó? ¿Estaba enamorado de ella?
Taos sacudió la
cabeza.
—Esa es otra
historia. —Si desaprobaba el lenguaje del novicio, no lo mostró—.
El caso es que, muchos años después, le
mordió un vampiro.
El joven monje se
arrepintió al instante.
—¡Cielos! Lo siento, padre… No es asunto mío. —Agachó la
cabeza un segundo, luego volvió a mirarlo—. ¿Así que ella se convirtió en uno
de ellos?
Taos respiró
hondo. Aquello iba a ser más difícil de lo que esperaba.
—Me temo que no. No le deseo a nadie un destino parecido.
Pero su hijo, mi hijo, lo vio todo y se volvió loco. Su madre era lo único que
tenía en este mundo; yo lo había abandonado siendo un niño. En su ira, mató al
vampiro y entonces, a solicitud de ella, mató también a su madre, para evitarle
una vida entre los muertos vivientes.
Peto estaba
boquiabierto.
—Es terrible,
padre. Ningún niño debería hacer eso.
—No era
exactamente un niño, Peto. Tenía dieciséis años.
—Con el debido respeto, padre… ¿Cómo mata un joven de
dieciséis años a su madre?
Taos suspiró,
listo para revelar la terrible verdad al novicio.
—Como no era capaz de hacerlo, bebió una botella de
bourbon. Sólo entonces pudo atravesarle el corazón.
—¿Bourbon? —Peto
al fin comprendía quién era el hijo de Taos.
—Sí, hijo mío.
Supongo que el resto ya lo sabes.
—¡Dios mío! Todo tiene sentido. Pero todo es tan…
increíble… ¿Sigue en contacto con su hijo?
Taos jadeaba. Le
agotaba hablar de aquel episodio de su vida.
—Ha sido un largo día, Peto. Hablaremos mañana. Debes
descansar un poco. Luego confesaremos nuestros pecados. No me esperes en la
comida. Nos reuniremos mañana.
—Sí, padre.
Peto hizo una reverencia con la cabeza para mostrarle que
seguía respetándole y se fue a su alcoba. Taos tomó el Ojo de la Luna y lo
devolvió a su lugar legítimo. Reconfortado ante la idea de que el mundo volvía
a estar a salvo, se retiró a la cama. Aunque era temprano, necesitaba
descansar.
El padre Taos durmió profundamente las primeras tres o
cuatro horas, hasta que de pronto se despertó. Algo no andaba bien.
Palpó a oscuras la mesita de noche, buscando una vela.
Luego se sentó en su dura cama de monje y raspó una cerilla. Esta, al
prenderse, soltó un silbido agudo. Taos, parpadeando para acostumbrarse a la
llama, sopló la cerilla y sostuvo la vela.
—¡Aaaahhhh!
Al padre Taos el corazón le dio un vuelco. En el extremo de
su cama había la silueta de un hombre encapuchado, como si hubiera vigilado el
sueño del viejo monje.
—Hola, padre.
Taos se tapó la
boca para evitar lanzar un grito. Cuando al fin recuperó la compostura, formuló
la inevitable pregunta.
—¿Qué haces aquí?
Esta es mi cámara privada…
El hombre encapuchado dio un paso al frente, su cara casi
visible a la luz de la vela, pero no lo suficiente para ser reconocible.
—He estado buscando el mejor sitio para morir, y ninguno es
mejor que éste, ¿no crees?
—No creo que
quieras morir aquí, hijo mío —razonó Taos.
Hablaba como si
intentara que alguien no saltara de un edificio.
El hombre se
quitó la capucha y mostró un rostro pálido y ensangrentado. —¿Quién ha dicho
nada sobre mí?
Fin (tal vez…)
Título original: The Book With No Name
Traducción: Luigi Freda Eslava
Traducción cedida por Grupo Editorial Tomo
1ª edición: marzo 2010
© The Bourbon Kid 2006, 2007 © Ediciones B, S. A., 2010
ISBN: 978-84-666-4439 6
Depósito legal: B. 1.602-2010
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