Una noche serena a principios de mayo, alrededor de las
once, estaba en el jardĂn contemplando el azul profundo del cielo cuando, de
repente, se escuchĂł una voz en la puerta: «¡Telegrama!». Al abrirlo encontrĂ© lo
siguiente:
«CUESTA DE KUDAN 301 KANEKO».
Me extrañó mucho. ¿QuĂ©
significaba eso de 301? Kaneko era el nombre de un amigo mĂo, el más peculiar
de todos. El tipo era poeta y, tal vez por eso, también misterioso. Comencé a
pensar en el extraño telegrama que tenĂa en la mano. Lo habĂan emitido a las diez
y cuarenta y cinco en ĹŚtsuka. Aunque no entendĂa nada, decidĂ ir a la Cuesta de
Kudan, asĂ que me vestĂ y me puse en marcha.
Desde mi casa hasta la estaciĂłn
habĂa bastante distancia. Durante el camino pensĂ© mucho en Kaneko. Lo habĂa
conocido en otoño, hacĂa un par de años, en una fiesta a la que solo habĂa
invitada gente excĂ©ntrica. Él cumplirĂa veintisiete este año, por lo que en
aquel entonces era un joven poeta de veinticinco. Sin embargo, iba vestido como
un anciano y en su rostro, de
un tono curiosamente rojizo, se
marcaban con claridad varias arrugas. TenĂa los ojos grandes, brillantes y
negros, mientras que su nariz era larga y ancha. La extraña forma de sus labios
me llamĂł la atenciĂłn. Los anfitriones de la fiesta eran gente inusual y, por
esa misma razón, sus invitados eran también bichos raros. Si alguien normal los
hubiera visto, seguramente le habrĂan parecido una horda de demonios. Pero,
entre tantas singularidades, fueron los labios del joven poeta los que llamaron
enormemente mi atenciĂłn.
Estaba sentado justo frente a mĂ, por lo que pude
observarlo hasta hartarme. TenĂa los labios realmente gruesos, como dos
tuberĂas de cobre con cardenillo, y temblaban sin cesar. Cuando comĂa era aĂşn
más espectacular. El verdigrĂs de sus labios resaltaba el color rojo de su
lengua al abrir la boca para tragar la comida a toda velocidad. Yo, que nunca
habĂa visto a alguien con unos labios tan gruesos, me quedĂ© perplejo viendo
cĂłmo comĂa. De repente, sus ojos se posaron sobre mĂ. Se levantĂł y me gritĂł:
—Oye, ¿por quĂ© me miras de un modo tan
descarado?
—Tienes razĂłn. Lo siento —le dije saliendo del trance,
y entonces volviĂł a sentarse.
—Me alegra que lo entiendas. No es agradable ser el
blanco de miradas indiscretas.
Dio un trago a la jarra de cerveza sin dejar de
mirarme con sus ojos brillantes.
—Tienes toda la razĂłn. Lo que pasa es que tu
apariencia me parece interesante.
—¡Sigue sin ser agradable! ¡QuĂ© te importa a ti mi
apariencia!
ParecĂa molesto.
—No te enfades. Bebamos algo para
reconciliarnos.
AsĂ fue como Eikichi Kaneko y yo nos
conocimos.
Cuanto más me relacionaba con él, más extraño me
parecĂa. PoseĂa una considerable fortuna y vivĂa solo, pues no tenĂa padres ni
hermanos. Se habĂa matriculado en distintas universidades, pero ninguna fue de
su completo agrado. Nadie conocĂa la razĂłn exacta por la que se habĂa decidido
por la poesĂa, ya que le disgustaba hablar de esa parte de su vida. Llevaba una
existencia discreta y le desagradaba sobremanera recibir visitas en su hogar.
Por ello, todo lo que hacĂa era un absoluto misterio. Se pasaba el tiempo
recorriendo las calles, siempre en bares y tabernas.
HacĂa dos o tres meses que no lo veĂamos. Nadie sabĂa nada
de Ă©l, ni por dĂłnde andaba. Y aunque yo habĂa logrado intimar con Ă©l y me habĂa
ganado su confianza, lo Ăşnico que sabĂa de Kaneko es que era un personaje
misterioso y excéntrico.
II
Mientras recordaba todo aquello,
llegué a la cima de la Cuesta de Kudan. A mis pies, bajo el velo nocturno, se
extendĂa la ciudad. Los farolillos de JinbĹŤchĹŤ brillaban en la oscuridad como
diamantes incrustados en el mineral. Inspeccioné la cuesta de arriba abajo.
Pensaba que Kaneko me estarĂa esperando allĂ, pero no conseguĂa divisar su
silueta. Busqué cerca de la estatua de bronce de Ōmura, pero no encontré a
nadie. Estuve media hora en la Cuesta de Kudan y después decidà ir a su casa,
que se hallaba cerca de Tomisaka. Cuando llegué a su domicilio, una vivienda
pequeña pero bonita, encontrĂ© allĂ a la policĂa. Sorprendido, les preguntĂ© quĂ©
ocurrĂa y me dijeron que Kaneko se habĂa suicidado. EntrĂ© en la casa de
inmediato y vi su cuerpo rodeado de dos o tres amigos y algunos agentes de
policĂa. Se habĂa matado clavándose en el corazĂłn unas varillas que se usaban
para remover el picĂłn. Por sus heridas, parecĂa haberlo intentado dos o tres
veces. Estaba muy pálido, pero su rostro reflejaba tanta paz que parecĂa
dormido. SegĂşn dijo el forense, el fatal desenlace habĂa sido resultado de la
confusión mental producto de la ebriedad. El cadáver apestaba a alcohol. Se
creĂa que habĂa muerto hacĂa poco, pues un transeĂşnte escuchĂł un gemido de
agonĂa y avisĂł a las autoridades de inmediato.
No dejĂł ninguna carta donde expresara sus Ăşltimas
voluntades, por lo que el telegrama me pareciĂł todavĂa más extraño. SegĂşn la
hora en la que estimaban que habĂa muerto, todo habĂa sucedido justo despuĂ©s de
enviar la nota. VolvĂ, pensativo, a la Cuesta de Kudan. ¿QuĂ© significaba ese
nĂşmero, 301? ¿QuĂ© tenĂa que ver con la cuesta? MirĂ© a mi alrededor, pero no
encontrĂ© nada. De pronto, caĂ en la cuenta. En el perĂmetro de la Cuesta de
Kudan solo habĂa una cosa con nĂşmeros superiores al trescientos: las tapas de
piedra que cubrĂan el canal que corrĂa a ambos lados de la pendiente. EmpecĂ© a
examinar el lado derecho desde arriba y bajé mientras contaba los números.
Revisé bien la tapa trescientos uno, pero no encontré nada extraño, asà que
empecĂ© a contar desde abajo. HabĂa trescientas diez tapas en total; la dĂ©cima
desde arriba serĂa la que buscaba. VolvĂ a subir corriendo y revisĂ© bien la
tapa trescientos uno: entre la dĂ©cima y la undĂ©cima se veĂa algo negro. Al
sacarlo descubrĂ que se trataba de un sobre de papel encerado negro.
—Esto es, esto es —me dije, y volvĂ
volando a casa.
En el interior habĂa un documento de portada negra.
Cuando lo leĂ descubrĂ al verdadero Eikichi Kaneko por primera vez. Y era un
ser verdaderamente espeluznante.
—¡No era un humano sino un demonio!
—gritĂ©.
Mis queridos lectores: incluso ahora, al revelaros
el contenido de aquel documento sigo sintiendo un profundo horror. A
continuaciĂłn os presento el texto Ăntegro.
III
Estimado amigo,
he decidido morir. He afilado la vari-
lla de hierro del brasero para
clavármela en el corazón. Cuando leas esto, mi vida ya habrá terminado. En esta
carta descubrirás que el poeta que elegiste como amigo era un malhechor
excepcionalmente horrible, y sentirás vergüenza e ira por haberme entregado tu
confianza. Sin embargo, si te es posible, compadĂ©cete de mĂ, pues soy digno de
lástima. Te contaré ahora mi oscuro pasado sin esconder nada.
No soy oriundo de Tokio; nacĂ y crecĂ en un pueblo en
las montañas de Hida. Mi familia se habĂa dedicado durante varias generaciones
al comercio de madera y nuestro negocio era de los más prósperos de la región.
Mi padre era una persona frugal y respetable, pero tenĂa una amante, una geisha
de Nagoya con quien engendrĂł un hijo. Ese hijo fui yo. Cuando nacĂ, su esposa
(es decir, mi madrastra) ya tenĂa otro hijo. SĂ© que resulta inmoral, pero mi
padre obligó a convivir a su esposa y su amante, asà que sus hijos también
crecimos juntos. Cuando cumplĂ doce años, mi madrastra tenĂa ya cuatro hijos, y
en abril de ese mismo año naciĂł otro más. Ese hermano mĂo se convirtiĂł en el
centro de todos los rumores del pueblo, ya que habĂa nacido con algunas
caracterĂsticas extrañas y tenĂa una mancha dorada en forma de luna creciente
en la planta del pie derecho.
Un dĂa, un adivino que vio al niño nos dijo: «Este
niño tendrá una muerte horrible». Ahora que lo pienso, esta predicciĂłn resultĂł
ser terriblemente cierta. En mi corazĂłn infantil, aquella luna creciente
tambiĂ©n provocaba una sensaciĂłn extraña. Además, aquel año habĂa sido difĂcil
para mĂ pues mi padre habĂa muerto en octubre de forma repentina. En su
testamento nos otorgaba a mĂ y a mi madre diez mil yenes y declaraba disuelta
la relaciĂłn familiar. El primogĂ©nito, que tenĂa tres años más que yo, heredĂł la
casa. Mi padre era una persona amable que siempre se habĂa preocupado por mi
bienestar y el de mi madre, pero la relaciĂłn con mi madrastra era
insoportablemente frĂa y distante. Era obvio que, de haber podido, habrĂa
maltratado a mi madre. Por eso, en cuanto terminĂł el funeral nos vinimos a
Tokio. Jamás regresamos al pueblo ni volvimos a saber nada más de mi familia.
Hemos vivido siempre de los intereses que nos reportaban esos diez mil yenes en
el banco, pues mi madre era una mujer inteligente y modesta que nunca mostrĂł ninguno
de los vicios por los que son conocidas las geishas.
Ella muriĂł cuando yo tenĂa dieciocho años. Desde
entonces he vivido solo, buscándome la vida con la poesĂa. Esta es, a grandes
trazos, mi historia. Y bajo su sombra me ha perseguido siempre una vida
horrorosa que te contaré a continuación.
Ya desde pequeño fui un niño peculiar. Nunca fui
revoltoso, como el resto de muchachos; era callado, me gustaba estar solo y no
querĂa jugar con los demás. SubĂa a la montaña, me detenĂa a la sombra de una
roca y me abstraĂa viendo las nubes cruzar el cielo. Aquel hábito romántico se
convirtió en un vicio con el paso del tiempo y, dos años antes de marcharnos de
Hida, padecĂ una extraña enfermedad. SufrĂa una comezĂłn horrible en la espalda
que me hizo perder la vitalidad. No podĂa caminar erguido y siempre estaba
encorvado. Estaba pálido y cada vez más escuálido. Mi madre estaba muy
preocupada y probĂł muchos tratamientos diferentes. Durante aquella Ă©poca de
sufrimiento descubrĂ algo extraño: me apetecĂa comer cosas fuera de lo comĂşn.
Primero me dieron unas ganas enormes de comerme la cal de las paredes, asĂ que
lo hacĂa a escondidas. Estaba realmente sabrosa. Me gustaba especialmente la
del almacén de mi casa; tanto comà que terminé haciendo un agujero en la gruesa
pared.
De este modo empecé a albergar un profundo
inte-
rés por probar cosas
inimaginables, y el hecho de estar siempre solo resultaba muy conveniente para
cumplir mis deseos. Comà varias veces babosas de tierra. También ranas y
culebras, aunque este era un bocado comĂşn en la regiĂłn. ComĂ larvas que sacaba
de la tierra del jardĂn trasero. En primavera degustaba orugas venenosas de
varios colores, doradas, moradas y verdes. Estas Ăşltimas emitĂan un olor
pestilente que de forma extraña satisfacĂa mi apetito. En una ocasiĂłn me
encontraron con los labios hinchados porque me habĂa picado una oruga. EngullĂa
cualquier cosa, pero nunca me intoxiquĂ© con nada. ParecĂa que mi insĂłlito vicio
irĂa a más, pero me fui a Tokio con mi madre y, al adaptarme a la vida urbana,
la costumbre desapareciĂł.
IV
Mi madre muriĂł el invierno en el que cumplĂ
diecio-
cho años. Lo pasé muy mal; estaba muy
triste y me pasaba el dĂa llorando. FĂsicamente era dĂ©bil y, para rematar,
sufrĂ una crisis nerviosa. Mi salud decayĂł por completo: parecĂa un fantasma y
habĂa vuelto a enfermar de la columna, como cuando era niño. PensĂ© que no me
venĂa bien estar en Tokio, asĂ que dejĂ© la universidad para mudarme a Kamakura.
Allà estuve algún tiempo, y después en Shichirigahama, Enoshima y otros
lugares. Paseaba por la playa y me bañaba en el mar; esa era mi vida. Mi cuerpo
cambiĂł paulatinamente. Alejarme del ajetreo de la ciudad y vivir sin presiones,
rodeado de hermosas playas, me hizo sanar fĂsica y mentalmente. VolvĂ a mi
estado natural. Mi corazĂłn infantil, que tanto habĂa disfrutado en la soledad
de las montañas de Hida, despertó nuevamente.
Un dĂa, al atardecer, me puse a pensar en lo insĂpida
que me resultaba Ăşltimamente la comida. Me hospedaba en una buena posada, pero
los alimentos me parecĂan desabridos. Además, despuĂ©s de bañarme en el mar
siempre llegaba con hambre. Me giré para verme en el espejo: mi rostro, antes
pálido, estaba enrojecido. Mis ojos, que antes parecĂan apagados, brillaban
llenos de vida. Pero ¿por quĂ© no disfrutaba de la comida si ya habĂa recuperado
la salud? Saqué la lengua y la miré en el espejo; en ese instante me di cuenta:
me habĂa crecido. MedĂa poco más de diez centĂmetros.
¿Cuándo habĂa crecido tanto? Y quĂ© forma
tan horro-
rosa tenĂa. ¿Esa era mi lengua de
verdad? No, no podĂa ser. Pero al volver a mirarme en el espejo confirmĂ© que
aquel trozo de carne que colgaba entre mis labios cubierto de verrugas moradas
era mi lengua. Además, al mirarla bien descubrà con sorpresa que lo que
parecĂan verrugas eran en realidad agujas. La superficie de mi lengua estaba
cubierta de una especie de púas, como la lengua de un gato. Las toqué con un
dedo y, sĂ, estaban duras y pinchaban. ¿CĂłmo era posible algo tan extraño? Lo
que más me sorprendiĂł fue que en el espejo se veĂa claramente el rostro de un
demonio rojo. Era una cara horrible. TenĂa unos ojos grandes que brillaban con
energĂa. Aquello me sorprendiĂł tanto que me quedĂ© petrificado. Y de repente
escuché hablar al demonio del espejo:
—Tu lengua es la lengua del diablo, una lengua a la
que solo satisface aquella comida digna de un diablo. Come, come de todo;
encuentra aquello que sacia al diablo. Si no lo haces, tu apetito jamás quedará
satisfecho.
Tras pensarlo,
llegué a una conclusión.
—Ya no tengo nada que perder. SaborearĂ© con esta
lengua cualquier alimento y descubriré cuál es la dichosa comida del diablo.
Mi lengua se habĂa convertido en la lengua del diablo
y esa era la razĂłn por la que todo me sabĂa insĂpido. Un mundo completamente
nuevo se desplegĂł entonces frente a mĂ. De inmediato dejĂ© la posada donde me
hospedaba y alquilé una casa deshabitada en un pueblo solitario en el extremo
de la penĂnsula de Izu. AllĂ empecĂ© una extraña vida llena de comida
extraordinaria. Era cierto que la comida normal no proporcionaba ningĂşn
estĂmulo a mi nueva lengua, por lo que me vi en la necesidad de buscar comida
especĂfica para mĂ. Durante los dos meses que vivĂ en aquella casa comĂ tierra,
papel, lagartijas, sapos, sanguijuelas, salamandras, serpientes, y también
medusas y peces globo. ComĂa las verduras despuĂ©s de que se pudrieran y su olor
y color me hacĂa sentirme genial. Ese tipo de comida era el que me satisfacĂa.
Dos meses después, mi sangre comenzó a tener un tono extraño, entre verde y
rojo. SentĂa que mi cuerpo entero estaba a punto de alcanzar la eternidad, y
entonces se me ocurriĂł algo.
«¿A quĂ© sabrá la carne humana?»,
empecé a pensar.
Me sentà horrorizado al planteármelo pero, desde
ese momento, no conseguĂ quitármelo de la cabeza: «Quiero comer carne humana».
Eso ocurrió justamente en enero del año pasado.
V
Desde ese momento ya no pude dormir. Soñaba con carne
humana. Me temblaban los labios y mi gruesa lengua se arrastraba como una
serpiente en el interior de mi boca babeante. Me daba miedo toda aquella
energĂa que surgĂa de mis deseos, asĂ que intentĂ© controlarlos. Sin embargo, el
diablo de mi lengua me gritaba:
—¡Por fin has encontrado el mayor de los
manjares de
este mundo! ¡SĂ© valiente! ¡Come
humanos! ¡Come humanos!
Desde el espejo, el diablo me miraba con una enorme
sonrisa. Mi lengua era cada vez más grande y sus agujas brillaban con mayor
intensidad. Cerré los ojos.
—No. Nunca comerĂ© carne humana. No soy un
abori-
gen del Congo. Soy un buen japonés.
Sin embargo, el diablo se burlaba de mĂ.
Para terminar
con ese miedo insoportable no tuve
otra opciĂłn que mantenerme continuamente borracho. Me pasaba el dĂa en los
bares, intentando huir de ese deseo aunque fuera por un instante. Pero el
destino no mostrĂł piedad conmigo.
Nunca olvidaré la noche del cinco de febrero del año
pasado. VolvĂa de Asakusa completamente borracho; estaba nublado y la oscuridad
lo cubrĂa todo impidiĂ©ndome ver más allá de mis narices. Mientras buscaba la
luz de las farolas, sin darme cuenta me equivoqué de camino.
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