EL NEGOCIO DEL MIEDO

 "Titanic somos nosotros, es nuestra triunfalista, autocomplaciente, ciega e hipĂłcrita sociedad, despiadada con sus pobres; una sociedad en la que todo está ya predicho salvo el medio mismo de predicciĂłn […] Todos suponemos que, oculto en algĂşn recoveco del difuso futuro, nos aguarda un iceberg contra el que colisionaremos y que hará que nos hundamos al son de un espectacular acompañamiento musical. - Jacques Attali



El miedo es un sentimiento que conocen todas las criaturas vivas. Los seres humanos comparten esa experiencia con los animales. Los estudiosos del comportamiento de estos Ăşltimos han descrito con gran lujo de detalles el abundante repertorio de respuestas que manifiestan ante la presencia inmediata de una amenaza que ponga en peligro su vida, y que, como en el caso de los humanos cuando se enfrentan a una amenaza, oscilan básicamente entre las opciones alternativas de la huida y la agresiĂłn. Pero los seres humanos conocen, además, un sentimiento adicional: una especie de temor de «segundo grado», un miedo —por asĂ­ decirlo— «reciclado» social y cultural mente, o (como lo denominĂł Hugues Lagrange en su estudio fundamental sobre el miedo)  un «miedo derivativo» que orienta su conducta (tras haber reformado su percepciĂłn del mundo y las expectativas que guĂ­an su elecciĂłn de comportamientos) tanto si hay una amenaza inmediatamente presente como si no. Podemos considerar ese miedo secundario como el sedimento de una experiencia pasada de confrontaciĂłn directa con la amenaza: un sedimento que sobrevive a aquel encuentro y que se convierte en un factor importante de conformaciĂłn de la conducta humana aun cuando ya no exista amenaza directa alguna para la vida o la integridad de la persona.

Se ha comentado extensamente, por ejemplo, que el opinar que «el mundo exterior» es un lugar peligroso que conviene evitar es más habitual entre personas que rara vez (o nunca) salen por la noche, momento en el que los peligros parecen tornarse más terrorĂ­ficos. Y no hay modo de saber si esas personas evitan salir de casa por la sensaciĂłn de peligro que les invade o si tienen miedo de los peligros implĂ­citos que acechan en la oscuridad de la calle, en el exterior, porque, al faltarles la práctica, han perdido la capacidad (generadora de confianza) de afrontar la presencia de una amenaza, o porque, careciendo de experiencias personales directas de amenaza, tienden a dejar volar su imaginaciĂłn, ya de por sĂ­ afectada por el miedo.

Los peligros que se temen (y, por tanto, tambiĂ©n los miedos derivativos que aquellos despiertan) pueden ser de tres clases. Los hay que amenazan el cuerpo y las propiedades de la persona. Otros tienen una naturaleza más general y amenazan la duraciĂłn y la fiabilidad del orden social del que depende la seguridad del medio de vida (la renta, el empleo) o la supervivencia (en el caso de invalidez o de vejez). Y luego están aquellos peligros que amenazan el lugar de la persona en el mundo: su posiciĂłn en la jerarquĂ­a social, su identidad (de clase, de gĂ©nero, Ă©tnica, religiosa) y, en lĂ­neas generales, su inmunidad a la degradaciĂłn y la exclusiĂłn sociales. Numerosos estudios muestran, sin embargo, que el «miedo derivativo» es fácilmente «disociado» en la conciencia de quienes lo padecen de los peligros que lo causan. Las personas en las que el miedo derivativo infunde el sentimiento de la inseguridad y la vulnerabilidad pueden interpretar ese miedo en relaciĂłn con cualquiera de los tres tipos de peligro mencionados, con independencia de (y, a menudo, en claro desafĂ­o a) las pruebas de las contribuciones y la responsabilidad relativas de cada uno de ellos. Las reacciones defensivas o agresivas resultantes destinadas a atenuar el temor pueden ser entonces separadas de los peligros realmente responsables de la presunciĂłn de inseguridad.

AsĂ­, por ejemplo, el Estado, habiendo fundado su razĂłn de ser y su pretensiĂłn de obediencia ciudadana en la promesa de proteger a sus sĂşbditos frente a las amenazas a la existencia (de dichos sĂşbditos), pero incapaz de seguir cumpliendo su promesa (sobre todo, la de defenderlos frente a los peligros del segundo y el tercer tipo) —o responsablemente capaz de reafirmarse en ella aun a la vista del rápido proceso globalizador de unos mercados cada vez más extraterritoriales—, se ve obligado a desplazar el Ă©nfasis de la «protecciĂłn» desde los peligros para la seguridad social hacia los peligros para la seguridad personal. Aplica, entonces, el «principio de subsidiariedad» a la batalla contra los temores y la delega en el ámbito de la «polĂ­tica de la vida» operada y administrada a nivel individual, y, al mismo tiempo, «externaliza» en los mercados de consumo el suministro de las armas necesarias para esa batalla.

Más temible resulta la omnipresencia de los miedos; pueden filtrarse por cualquier recoveco o rendija de nuestros hogares y de nuestro planeta. Pueden manar de la oscuridad de las calles o de los destellos de las pantallas de televisiĂłn; de nuestros dormitorios y de nuestras cocinas; de nuestros lugares de trabajo y del vagĂłn de metro en el que nos desplazamos hasta ellos o en el que regresamos a nuestros hogares desde ellos; de las personas con las que nos encontramos y de aquellas que nos pasan inadvertidas; de algo que hemos ingerido y de algo con lo que nuestros cuerpos hayan tenido contacto; de lo que llamamos «naturaleza» (proclive, como seguramente nunca antes en nuestro recuerdo, a devastar nuestros hogares y nuestros lugares de trabajo, y fuente de amenaza continua de destrucciĂłn de nuestros cuerpos por medio de la actual proliferaciĂłn de terremotos, inundaciones, huracanes, deslizamientos de tierras, sequĂ­as u olas de calor); o de otras personas (propensas, como seguramente nunca antes en nuestro recuerdo, a devastar nuestros hogares y nuestros lugares de trabajo, y fuente de amenaza continua de destrucciĂłn de nuestros cuerpos por medio de la sĂşbita abundancia actual de atrocidades terroristas, crĂ­menes violentos, agresiones sexuales, alimentos envenenados y agua y aire contaminados).

Existe tambiĂ©n una tercera zona (la más terrorĂ­fica de todas, quizás): una zona gris, insensibilizadora e irritante al mismo tiempo, para la que todavĂ­a no tenemos nombre y de la que manan miedos cada vez más densos y siniestros que amenazan con destruir nuestros hogares, nuestros lugares de trabajo y nuestros cuerpos por medio de desastres diversos (desastres naturales, aunque no del todo; humanos, aunque no por completo; naturales y humanos a la vez, aunque diferentes tanto de los primeros como de los segundos). Una zona de la que se ha hecho cargo algĂşn aprendiz de brujo excesivamente ambicioso, bien que tambiĂ©n desafortunado y propenso a los accidentes y las calamidades, o un genio malicioso al que alguien ha dejado salir imprudentemente de la botella. Una zona en la que las redes de energĂ­a se averian, los pozos petrolĂ­feros se secan, caen las Bolsas, desaparecen empresas poderosas y, junto a ellas, decenas y decenas de servicios que solĂ­amos dar por sentados y miles y miles de puestos de trabajo que solĂ­amos creer estables; una zona en la que grandes aviones comerciales se estrellan con sus mil y un dispositivos de seguridad arrastrando en su caĂ­da a centenares de pasajeros, en la que los caprichos del mercado desposeen de todo valor a los bienes más preciosos y codiciados, y en la que se cuecen (¿o, quizá, se maquinan?) toda clase de catástrofes imaginables e inimaginables, listas para arrollar tanto a los prudentes como a los imprudentes. DĂ­a tras dĂ­a, nos damos cuenta de que el inventario de peligros del que disponemos dista mucho de ser completo: nuevos peligros se descubren y se anuncian casi a diario y no se sabe cuántos más (y de quĂ© clase) habrán logrado eludir nuestra atenciĂłn (¡y la de los expertos!) y se preparan ahora para golpearnos sin avisar.

Por otra parte, son muchos más los golpes que siguen anunciándose como inminentes que los que llegan finalmente a golpear, por lo que siempre esperamos que el que se anuncia en ese momento nos pase de largo. ¿Acaso conocemos a alguien cuyo ordenador haya quedado inservible por culpa del siniestro «efecto 2000»? ¿Con cuántas personas nos hemos encontrado que hayan caĂ­do enfermas vĂ­ctimas de los ácaros de la moqueta? ¿Cuántos de nuestros amigos han muerto del mal de las vacas locas? ¿Cuántos de nuestros conocidos han enfermado o han sufrido alguna discapacidad por culpa de los alimentos transgĂ©nicos? ¿QuiĂ©n entre nuestros vecinos y amistades ha sido agredido y mutilado por los traicioneros y siniestros «solicitantes de asilo»? Los pánicos vienen y van, y por espantosos que sean, siempre es posible presuponer con toda seguridad que compartirán la suerte de todos los demás.
 
Vivimos a crĂ©dito: ninguna generaciĂłn pasada ha estado tan fuertemente endeudada como la nuestra, tanto individual como colectivamente (la misiĂłn de los presupuestos estatales solĂ­a ser la de equilibrar las cuentas; hoy en dĂ­a, los «buenos presupuestos» son aquellos que mantienen el exceso de gasto con respecto a los ingresos al mismo nivel que el del año precedente). Vivir a crĂ©dito tiene sus placeres utilitaristas: ¿por quĂ© retrasar la gratificaciĂłn? ¿Por quĂ© esperar si podemos saborear aquĂ­ y ahora nuestra dicha futura? SĂ­, lo admitimos: el futuro está fuera de nuestro control. Pero la tarjeta de crĂ©dito deposita mágicamente en nuestro regazo ese futuro que, de otro modo, tan irritantemente escurridizo nos resulta. Podemos, por asĂ­ decirlo, consumir el futuro por adelantado, siempre que quede algo por consumir… Esa parece ser la atracciĂłn latente de vivir a crĂ©dito; su beneficio manifiesto, a juzgar por la publicidad, es puramente utilitarista: dar placer. Y si el futuro que se nos prepara es tan desagradable como sospechamos, podemos consumirlo ahora, cuando aĂşn está fresco y conserva impecables todas sus propiedades, y antes de que nos castigue el desastre y de que el futuro mismo tenga la posibilidad de mostrarnos lo horrible que ese desastre puede llegar a ser. (Si nos paramos a pensarlo, es lo mismo que hacĂ­an los canĂ­bales de antaño, que consideraban que engullir a sus enemigos era el modo más seguro de poner fin a las amenazas que estos traĂ­an consigo: un enemigo consumido, digerido y excretado ya no podĂ­a asustarles. Por desgracia, sin embargo, no es posible comerse a todos los enemigos. Cuantos más de ellos son devorados, más parecen engrosarse sus filas en lugar de disminuir).

Los medios de comunicación son mensajes. Las tarjetas de crédito son también mensajes. Del mismo modo que las libretas de ahorro implican certeza para el futuro, lo que un futuro incierto pide a gritos son tarjetas de crédito.

Las libretas de ahorros crecen y se nutren sobre la base de un futuro en el que se puede confiar: un futuro al que estamos seguros que llegaremos y que, una vez en Ă©l, no encontraremos muy distinto del presente; un futuro que esperamos que valore lo mismo que hoy valoramos y que, por consiguiente, respete los ahorros acumulados en el pasado y recompense a sus poseedores. Las libretas de ahorros prosperan tambiĂ©n sobre la esperanza/expectativa/seguridad de que, gracias a la continuidad entre el ahora y el «entonces», lo que se haga hoy, en el momento presente, prevendrá el «entonces» y asegurará el futuro antes de que este llegue; lo que hagamos ahora «surtirá efecto», determinará la forma del futuro.

Las tarjetas de crĂ©dito y las deudas que dichos instrumentos financieros alivian espantarĂ­an a los pusilánimes y, en cualquier caso, no dejarĂ­an de ser una molestia incluso para aquellos de nosotros de carácter más arriesgado. Si no lo son, es gracias a nuestra sospecha de la existencia de una discontinuidad: tenemos la premoniciĂłn dĂ© que Ă©l futuro que llegue (si es que llega y si cada uno de nosotros, individualmente, sigue ahĂ­ para verlo) será diferente del presente que conocemos, aunque sea imposible saber de quĂ© modo y en quĂ© medida. ¿Respetará, transcurridos unos años, los sacrificios que hayamos realizado por su causa en la actualidad? ¿Recompensará los esfuerzos invertidos en asegurarnos su benevolencia? ¿O quizás actuará justo en el sentido contrario y acabará convirtiendo el haber de hoy en el debe de mañana, y los cargamentos preciosos del presente en enojosas cargas venideras? Ni lo sabemos ni lo podemos saber, y de poco sirve esforzarse por blindar lo incognoscible.

Los miedos que emanan del sĂ­ndrome Titanic son miedo a un colapso o a una catástrofe que se abata sobre todos nosotros y nos golpee ciega e indiscriminadamente, al azar y sin ton ni son, y que encuentre a todo el mundo desprevenido y sin defensas. Existen, no obstante, otros temores no menos horrendos (incluso más si cabe): el temor a ser separado en solitario (o como parte de un grupo reducido) de la gozosa multitud y a ser condenado a sufrir igualmente en solitario mientras los demás prosiguen con su jolgorio y sus fiestas. El temor a una catástrofe personal. El temor a ser un blanco seleccionado y marcado para el padecimiento de una condena personal. El temor a ser arrojado del interior de un vehĂ­culo (o por la borda de un barco) que no cesa de acelerar, mientras el resto de viajeros —con sus cinturones de seguridad bien abrochados— no dejan de disfrutar cada vez más del viaje. El temor a quedarse atrás. El temor a la exclusiĂłn.

Como constancia de que tales miedos no son en absoluto imaginarios podemos aceptar la destacada autoridad de los medios de comunicaciĂłn actuales, representantes visibles y tangibles de una realidad imposible de ver o tocar sin su ayuda. Los programas de «telerrealidad», versiones modernas lĂ­quidas de las antiguas «obras morales», dan fe a diario de la escabrosa realidad de esos temores. Como su mismo nombre sugiere (un nombre que su audiencia no ha cuestionado en ningĂşn momento y que sĂłlo se han atrevido a criticar unos pocos pedantes mojigatos), lo que en ellos se muestra es real y, lo que es aĂşn más importante, lo «real» es lo que aparece en ellos. Y lo que muestran es que la realidad se reduce a la exclusiĂłn como castigo inevitable y a la lucha por combatirla. Los reality shows no necesitan recalcar ese mensaje: la mayorĂ­a de sus espectadores ya conocen esa verdad; es precisamente su arraigada familiaridad con ella la que los atrae en masa frente a los televisores.

Curiosamente, tendemos a sentirnos agradablemente reconfortados cuando escuchamos canciones que ya conocemos de memoria. Y tendemos a creer lo que vemos mucho más fácilmente que a fiarnos de lo que oĂ­mos. Pensemos en la diferencia entre los «testigos oculares» y quienes solamente hablan «de oĂ­das» (¿acaso han oĂ­do hablar alguna vez de «testigos auditivos» contrapuestos a personas que hablen solamente «de vista»?). Las imágenes son mucho más «reales» que la palabra impresa o hablada. Las historias que esta Ăşltima narra nos ocultan al narrador, «a la persona que puede estar mintiĂ©ndonos» y, por lo tanto, desinformándonos. A diferencia de los intermediarios humanos, las cámaras (o, al menos, asĂ­ se nos ha enseñado a creer) «no mienten», sino que «dicen la verdad». 

La sensaciĂłn de impotencia —la repercusiĂłn más temible del miedo— no reside, sin embargo, en las amenazas percibidas o adivinadas en sĂ­, sino en el amplio (bien que tristemente desocupado) espacio que se extiende entre las amenazas de las que emanan esos miedos y nuestras respuestas (las que están a nuestro alcance y/o consideramos realistas). Nuestros miedos «tampoco cuadran» en otro sentido: los temores que acosan a muchas personas pueden ser asombrosamente parecidos a los de otras, pero se supone que han de ser combatidos individualmente: cada uno de nosotros ha de usar sus propios recursos (que, en la mayorĂ­a de casos, son del todo inadecuados). En la mayorĂ­a de los casos, no nos resulta inmediatamente obvio en quĂ© saldrĂ­a ganando nuestra defensa si uniĂ©ramos todos nuestros recursos y buscáramos modos de dar a todos los que sufren una oportunidad equitativa de liberarse del miedo. AĂşn empeora más las cosas el hecho de que, incluso cuando (si) se argumenta convincentemente que la lucha conjunta arroja beneficios para todos los que luchan, sigue sin responderse a la pregunta de cĂłmo reunir y mantener unidos a esos luchadores solitarios, Las condiciones de la sociedad individualizada son hostiles a la acciĂłn solidaria; inciden negativamente en la posibilidad de ver el bosque que se oculta tras los árboles. Además, los viejos bosques que antaño constituĂ­an imágenes familiares y fácilmente reconocibles han sido diezmados y no es probable que se instalen otros nuevos desde el momento en que se ha procedido a subvencionar los terrenos de cultivo de los pequeños agricultores individuales. La sociedad individualizada está marcada por la dilapidaciĂłn de los vĂ­nculos sociales, el cimiento mismo de la acciĂłn solidaria. TambiĂ©n destaca por su resistencia a una solidaridad que podrĂ­a hacer duraderos (y fiables) esos vĂ­nculos sociales.

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