Su especialidad
siempre han sido los ovnis y la secuela
de hipótesis que
desencadenan en la imaginación del
hombre. Pamplonica,
nacido en 1946, ejerció el periodismo
durante unos años y
llegó a desempeñar los caros de
redactor jefe de la
bilbaína Hoja del Lunes y de jefe de
reporteros de la Gaceta del Norte. Su interés por los
objetos volantes no
identificados le impulsó a la
investigación de los
enigmas que han planteado a la
humanidad moderna tan
misteriosos cuerpos siderales,
naves extraterrestres,
fenómenos del espacio, alucinaciones individuales o
colectivas... o lo que
sean. Con el tiempo, J. J. Benítez ha alcanzado el título
oficioso de máximo
experto en el tema, sus reportajes le han prestigiado
enormemente y varios
de sus libros son indispensables en la bibliografía
del género. Ahora, con
Caballo de Troya, realiza su primera
incursión en la
novela, irrumpiendo
triunfalmente en la narrativa, puesto que este título
lleva más de un año
figurando en la lista de libros más vendidos.
J. J. Benítez
Caballo de Troya
A Gabriel Del Barrio García,
Un noble y veterano
socialista
Que me precederá en el Reino
de los Cielos
(En representación de los
muchos amigos
que me ayudaron durante los
cien días
que permanecí sumergido en la
realización
de Caballo de Troya.)
Hay otras muchas cosas que
hizo Jesús.
Si se escribiesen una por
una, creo que le
mismo mundo no podría
contener los libros
escritos.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
5
WASHINGTON
Mi reloj señalaba las tres de la
tarde. Faltaban dos horas para que el Cementerio Nacional de
Arlington cerrara sus puertas. Yo
había consumido la casi totalidad de aquel lunes, 12 de
octubre, frente a las tres tumbas de
los soldados desconocidos y a la minúscula y perpetua
llama anaranjada que da vida al
rústico enlosado gris bajo el que reposan los restos del
presidente John Fitzgerald Kennedy.
Aunque a fuerza de leerla había
terminado por aprendérmela, consulté una vez más la clave
que me había entregado el mayor.
Por enésima vez escruté el macizo
sarcófago de mármol blanco que se levanta en la cara
este del Anfiteatro Conmemorativo y
que constituye el monumento inicial y más destacado de
la Tumba al Soldado Desconocido. En
la cara Oeste han sido esculpidas tres figuras que
simbolizan la Victoria, alcanzando la
Paz a través del Valor. Pero aquel panel no parecía guardar
relación con mi clave...
Lentamente, como un turista más,
bordeé el cordón que cierra la reducida explanada
rectangular y fui a sentarme frente a
la cara posterior de la tumba central, en las escalinatas de
un pequeño anfiteatro. Exhausto,
repasé cuanto había anotado. Frente a mí, a cinco metros de
las tumbas, un soldado de infantería
del Primer Batallón de la Vieja Guardia, con sede en Fort
Myer, paseaba arriba y abajo, fusil
al hombro, luciendo el oscuro uniforme de gala.
Aunque la cadena de seguridad me
separaba unos diez metros de esta parte de la tumba, la
leyenda grabada en el mármol podía
leerse con comodidad: «Aquí reposa gloriosamente un
soldado de los Estados Unidos que
sólo Dios conoce.»
«¿Estará ahí la clave?», me pregunté
con nerviosismo.
El solitario centinela, enjuto y frío
como la bayoneta que remataba su brillante mosquetón,
se había detenido. Tras una breve
pausa, giró, cambiando el arma de hombro. Segundos
después volvía sobre sus pasos,
deteniéndose frente a la tumba. Allí repitió el cambio de
posición de su fusil y, girando de
nuevo, reinició su solemne desfile.
Mi amigo el mayor norteamericano si
hacía referencia al soldado que monta guardia día y
noche en el cementerio de los héroes,
en Washington.
«El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual
de Arlington», rezaba la primera
frase de su postrera carta...
MÉXICO D.F.
Pero justo será que, antes de
proseguir con esta nueva aventura, cuente cuándo y en qué
circunstancias conocí al mayor y cómo
me vi envuelto en una de las investigaciones más
extrañas y fascinantes de cuantas he
emprendido.
En el mes de abril de 1980, y por
otros asuntos que no vienen al caso, me encontraba en
México (Distrito Federal). Hacia
escasos meses que había escrito mi primer libro sobre los
descubrimientos de los científicos de
la NASA sobre la Sábana Santa de Turín y recuerdo que en
Caballo de Troya
J. J. Benítez
6
una de mis intervenciones en la
televisión azteca -concretamente en el prestigioso y popular
programa informativo de Jacobo
Zabludowsky-, yo había comentado algunos pormenores sobre
las aterradoras torturas a que había
sido sometido Jesús de Nazaret. Ante mi sorpresa y la del
equipo de Televisa, esa noche se
registró un torrente de llamadas desde los puntos más
dispares de la República e, incluso,
desde Miami y California.
Al regresar a mi hotel, la operadora
del Presidente Chapultepec me dio paso a una llamada
que no olvidaré jamás.
-¿El señor J. J. Benítez?
-Sí, dígame...
-¿Es usted J. J. Benítez?
-Sí, soy yo... ¿Quién habla?
-Le he visto en el programa del señor
Zabludowsky y me sentiría muy honrado si pudiera
conversar con usted.
-Bueno, usted dirá -respondí casi
mecánicamente, al tiempo que me dejaba caer sobre la
cama. En aquellos primeros instantes
confundí a mi comunicante con el típico curioso. Y me
dispuse a liquidar la conversación a
la primera oportunidad.
-Como habrá adivinado por mi acento,
soy extranjero... Sinceramente, al escucharle me ha
impresionado su interés por Cristo.
-Disculpe -le interrumpí, tratando de
saber a qué atenerme-, ¿cómo me ha dicho que se
llama?
-No, no le he dicho mi nombre. Y si
usted me lo permite, dada mi condición de antiguo piloto
de las fuerzas aéreas
norteamericanas, preferiría no dárselo por teléfono.
Aquello me puso en guardia. Me
incorporé e intenté ordenar mis ideas.
No sé cuál es su plan de trabajo en
México -continuó en un tono sumamente afable- pero
quizá pueda ser de gran interés para
usted que nos veamos. ¿Qué le parece?
-No sé -dudé-; ¿dónde se encuentra
usted?
-Le llamo desde el estado de Tabasco.
¿Tiene previsto algún viaje a esta zona?
-Francamente, no; pero...
Una vez más me dejé llevar por la
intuición. ¿Un antiguo piloto de la USAF? Podía ser
interesante...
La experiencia como investigador me
ha ido enseñando a aceptar el riesgo. ¿Qué podía
perder con aquella entrevista?
-¿puede usted adelantarme algo?
-insinué sin reprimir la curiosidad.
-No... Créame. No puedo por
teléfono... Es más: no deseo engañarle y le adelanto ya que en
esa primera conversación, si es que
llega a celebrarse, probablemente no saque usted
demasiadas conclusiones. Sin embargo,
insisto en que nos veamos...
-Está bien -corté con cierta
brusquedad-. Acepto. ¿Dónde y cuándo nos vemos?
-¿Puede usted desplazarse hasta
Villahermosa? Yo estaré aquí hasta el sábado. ¿Conoce
usted la ciudad?
-Sí, por supuesto -respondí un tanto
contrariado.
Si la memoria no me fallaba, en julio
de 1977 Raquel y yo habíamos visitado la zona
arqueológica de Palenque, en el
estado de Chiapas, y las colosales cabezas olmecas de
Villahermosa. Pero yo me encontraba
ahora en el Distrito Federal, a mil kilómetros de la tórrida
región tabasqueña.
-¿Le parece bien el viernes, día 18?
-Un momento. Permítame que vea mi
agenda...
La verdad es que yo sabía de antemano
que no existía compromiso alguno para dicho
viernes. Pero el hecho de tener que
viajar basta Tabasco, sin garantías ni referencias sobre la
persona con la que pretendía
entrevistarme, me había irritado. Y busqué afanosamente alguna
excusa que me apeara de tan
descabellado viaje. Fueron segundos tensos. Por un lado, el
instinto periodístico tiraba de mí
hacia Villahermosa. Por otro, el sentido común había
empezado a zancadillear mi frágil
entusiasmo. Por fortuna para mí, el primero se impuso y
acepté:
-Muy bien. Creo que hay un vuelo que
sale de México a primera hora de la mañana. ¿Dónde
puedo verle?
-¿Conoce usted el Parque de la Venta?
El hombre debió de percibir mis dudas
y añadió:
Caballo de Troya
J. J. Benítez
7
-El de las cabezas olmecas...
-Sí, lo conozco.
-Le estaré esperando junto al Gran
Altar...
-Pero, ¿cómo voy a reconocerle?
-No se preocupe.
Aquella seguridad me dejó fascinado.
Lo más probable -concluyó- es que yo
le reconozca primero.
-Está bien. De todas formas llevaré
un libro en las manos...
-Como guste.
-Entonces... hasta el viernes.
-Correcto. Muchas gracias por atender
mi llamada.
-Ha sido un placer -mentí-. Buenas
noches.
Al colgar el auricular me vi asaltado
por un enjambre de dudas. ¿Por qué había aceptado tan
rápidamente? ¿Qué seguridad tenía de
que aquel supuesto extranjero fuera un piloto retirado
de la USAF? ¿Y si todo hubiera sido
una broma?
Al mismo tiempo, algo me decía que
debía acudir a Villahermosa. El tono de voz de aquel
hombre me hacía intuir que estaba
ante una persona sincera. Pero, ¿qué quería comunicarme?
Pensé, naturalmente, en esa
enigmática información. «Lo más lógico -me decía a mí mismo
mientras trataba inútilmente de
conciliar el sueño es que se trate de algún caso ovni
protagonizado por los militares
norteamericanos. ¿O no?»
«¿Por qué citó mi interés por Cristo?
¿Qué tenía que ver un veterano militar con este
asunto?»
A decir verdad, cuanto más removía el
suceso, más espeso e irritante se me antojaba. Así
que opté por la única solución
práctica: olvidarme hasta el viernes, 18 de abril.
TABASCO
A las 10.45, una hora escasa después
de despegar del aeropuerto Benito Juárez de la ciudad
de México, tomaba tierra en
Villahermosa. Al pisar la pista, un familiar hormigueo en el
estómago me anunció el comienzo de
una nueva aventura. Allí estaba yo, bajo un sol tropical,
con la inseparable bolsa negra de las
cámaras al hombro y un ejemplar de mi libro El Enviado
entre las manos.
«Veremos qué me depara el destino»,
pensé mientras cruzaba la achicharrante pista en
dirección al edificio terminal.
Aquella situación -para qué voy a negarlo- me fascinaba. Siempre
me ha gustado jugar a detectives...
Por ello, y desde el momento en que
abandoné el reactor de la compañía Mexicana de
Aviación que me había trasladado al
estado de Tabasco, fui fijando mi atención en las personas
que aguardaban en el aeropuerto.
¿Estaría allí el misterioso comunicante?
Si hacia caso al timbre de su voz, mi
anónimo amigo debía rondar los cincuenta años. Quizá
más, si consideraba que era un piloto
retirado del servicio activo.
Sujeté el libro con la mano
izquierda, procurando que la portada quedara bien visible, y
despaciosamente me encaminé al
servicio de cambio de moneda. Sí el norteamericano estaba
allí tenía que detectarme.
Cambié algunos dólares, y con la
misma calma me dirigí a la puerta de salida en busca de un
taxi.
Nadie hizo el menor movimiento ni se
dirigió a mí en ningún momento. Estaba claro que el
extranjero no se hallaba en el
aeropuerto, o al menos no había querido dar señales de vida.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
8
Pocos minutos después, a las 11.15 de
aquel viernes, 18 de abril de 1980, un empleado del
Parque Museo de la Venta me extendía
el correspondiente boleto de entrada, así como un
sencillo pero documentado plano para
la localización de las gigantescas esculturas olmecas.
El parque parecía tranquilo.
Consulté el mapa y comprobé que el
Gran Altar -nuestro punto de reunión- estaba enclavado
justamente en el centro de aquel
bello museo al aire libre. El itinerario marcaba un total de 27
monumentos. Yo debía llegar al
enclave número cinco. Si todo marchaba bien, allí debería
conocer, al fin, a mi informador.
Sin pérdida de tiempo me adentré por
el estrecho camino, siguiendo las huellas de unos pies
en rojo que habían sido pintadas por
los responsables del parque y que constituían una
simpática ayuda para el visitante.
A los pocos metros, a mi izquierda,
descubrí el monumento número 1. Se trataba de una
formidable cabeza de jaguar
semidestruida, con un peso de treinta toneladas.
Proseguí la marcha, adentrándome en
un espeso bosquecillo. El corazón empezaba a latir
con mayor brío.
A unos ochenta pasos, a la derecha
del camino, aparecieron las esculturas de un mono y de
otro jaguar. Eran los monumentos
números 2 y 3. Frente al jaguar, el plano marcaba la figura
de un manatí, tallado en serpentina.
Era el número 4.
Avancé otra treintena de metros y al
dejar atrás uno de los recodos del sendero reconocí
entre la espesura el enclave número 4
bis: otro pequeño jaguar, igualmente tallado en basalto.
El siguiente era el Gran Altar
Triunfal.
Aquellos últimos metros hasta la
pequeña explanada donde se levanta el monumento
número cinco fueron singularmente
intensos. Hasta ese momento no había coincidido con un
solo turista. Mi única compañía la
formaban mis pensamientos y aquella loca algarabía del sinfín
de pájaros multicolores que
relampagueaba entre las copas de los corpulentos huayacanes,
parotas y cedros rojos.
Al entrar en el calvero me detuve. El
corazón me dio un vuelco. El Gran Altar estaba
desierto. Bajo el ara, en un nicho
central, un personaje desnudo y musculoso empuñaba una
daga en su mano izquierda. Con la
derecha, la estatua sujetaba una cuerda a la que
permanecía amarrado un prisionero.
El furioso sol del mediodía me
devolvió a la realidad.
«¿Dónde está el maldito yanqui?»,
balbucí indignado.
La sola idea de que me hubiera tomado
el pelo me desarmó. Avancé desconcertado hacia el
Gran Altar, sintiendo el crujir del
guijo blanco bajo mis botas.
«Quizá me he adelantado», pensé en un
débil intento por tranquilizarme.
De pronto, alertado -supongo- por el
ruido de mis pasos sobre la grava, un hombre apareció
por detrás de la gran mole de piedra.
Ambos permanecimos inmóviles durante unos segundos,
observándonos. Jamás olvidaré
aquellos instantes. Ante mí tenía a un individuo de considerable
altura -quizá alcanzase 1,80 metros-,
con el cabello cano y vistiendo una guayabera y unos
pantalones igualmente blancos.
Respiré aliviado. Sin duda, aquél era
mi anónimo comunicante.
-Buenos días -exclamó, al tiempo que
se quitaba las gafas de sol y dibujaba una amplia
sonrisa-. ¿Es usted J. J. Benítez?
Asentí y estreché su mano. Suelo dar
gran importancia a este gesto. Me gusta la gente que
lo hace con fuerza. Aquel apretón de
manos fue sólido, como el de dos amigos que se
encuentran después de largo tiempo.
-Le agradezco que haya venido
-comentó-. Creo que no se arrepentirá de haberme conocido.
Ni en esta primera entrevista ni en
las que siguieron en meses posteriores pude averiguar la
edad exacta de aquel norteamericano.
A juzgar por su aspecto -huesudo y con un rostro
acribillado por las arrugas- quizá
rondase los sesenta años. Sus ojos claros, afilados como un
sable, me inspiraron confianza. No sé
la razón, pero, desde aquel primer encuentro al pie del
Gran Altar en el Museo de la Venta,
se estableció entre nosotros una mutua corriente de
confianza.
-Conozco un restaurante donde podemos
conversar. ¿Tiene hambre?
No sentía el menor apetito, pero
acepté. Lo que me consumía era la curiosidad.
Al cabo de unos minutos nos
sentábamos en un sombreado establecimiento, casi al final de
la calle del Paralelo 18. En el
trayecto, ninguno de los dos cruzamos una sola palabra. Supongo
Caballo de Troya
J. J. Benítez
9
que mi nuevo amigo hizo lo mismo que
yo: tratar de descubrir en el otro hasta los más nimios
detalles... Después de aquel saludo
en el museo de las gigantescas cabezas negroides, la
certeza de que me encontraba ante una
posible buena noticia había ido ganando terreno.
-Usted dirá -rompí el silencio,
invitando a mi acompañante a que empezara a hablar.
-En primer lugar quiero recordarle lo
que ya le dije por teléfono. Es posible que se sienta
decepcionado después de esta primera
conversación.
-¿Por qué?
-Quiero ser muy sincero con usted. Yo
apenas le conozco. No sé hasta dónde puede llegar su
honestidad...
Le dejé hablar. Su tono pausado y
cordial hacía las cosas mucho más fáciles.
-… Para depositar en sus manos la
información que poseo es preciso primero que usted me
demuestre que confía en mí. Por eso
-y le ruego que no se alarme- necesito probar y estar
seguro de su firmeza de espíritu y,
sobre todo, de su interés por Cristo.
El americano se llevó a los labios un
jugo de naranja y siguió perforándome con aquella
mirada de halcón. Debió captar mi
confusión. ¿Qué demonios tenía que ver mi firmeza de
espíritu con Cristo, o, mejor dicho,
con mi interés por Jesús?
-Permítame un par de preguntas,
señor...
-Si no le molesta -repuso con una
fugaz sonrisa- llámeme mayor. Por el momento, y por
razones de seguridad, no puedo
decirle mi verdadero nombre.
Aquello me contrarió. Pero acepté.
¿Qué otra cosa podía hacer si de verdad quería llegar al
fondo de aquel enigmático asunto?
-Está bien, mayor. Vayamos por
partes. En primer lugar, usted dice ser un oficial retirado de
las fuerzas aéreas norteamericanas.
¿Estoy equivocado?
-No, no lo está.
-Bien. Segunda pregunta: ¿qué tiene
que ver mi interés por Cristo con esa información que
usted dice poseer?
El camarero situó sobre el mantel
rojo sendas bandejas con postas de robalo y mole verde,
quesadillas y un inmenso filete de
carne a la tampiqueña.
El mayor guardó silencio. Ahora estoy
seguro de que aquélla fue una situación difícil para él.
Mi amigo debió luchar consigo mismo
para contenerse.
-Cuando usted conozca la naturaleza
de esa información -puntualizó- comprenderá mis
precauciones. Es preciso que antes
que eso suceda, yo esté convencido de que usted, o la
persona elegida, será capaz de
valorarla y, sobre todo, de que hará un buen uso de ella.
-No termino de entender por qué se ha
fijado en mí...
El mayor sostuvo aquella mirada
penetrante y preguntó a su vez:
-¿Cree usted en la casualidad?
-Sinceramente, no.
-Cuando le vi y le escuché en
televisión hubo una frase suya que me impulsó a llamarle.
Usted tuvo el valor de reconocer
públicamente que ahora, a partir de sus investigaciones sobre
los descubrimientos de los
científicos de la NASA, había «descubierto» a Jesús de Nazaret.
Usted no parece avergonzarse de
Cristo...
Sonreí.
-¿Y por qué iba a hacerlo si de
verdad creo en Él?
-Eso fue lo que usted transmitió a
través del programa. Y eso, ni más ni menos, es lo que yo
busco.
No pude contenerme y le solté a
quemarropa:
-Disculpe. ¿Es usted miembro de
alguna secta religiosa?
El mayor pareció desconcertado. Pero
terminó por sonreír, aportándome un nuevo dato
sobre su persona.
-Vivo solo y retirado. Soy creyente y
no puede sospechar usted hasta qué punto... Sin
embargo, he huido de cualquier tipo
de iglesia o grupo religioso. Tenga la seguridad de que no
se encuentra ante un fanático...
Creí percibir unas gotas de tristeza
o melancolía en algunas de sus palabras. Hoy, al
recordarlo, y conforme fui
desentrañando el enigma del mayor norteamericano, no puedo evitar
un escalofrío de emoción y profundo
respeto por aquel hombre.
-¿Dónde vive usted?
-En el Yucatán.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
10
-¿Puedo preguntarle por qué vive solo
y retirado?
Antes de que respondiera traté de
acorralarlo con una segunda cuestión:
-¿Tiene algo que ver con esa
información que usted conoce?
-A eso puedo responderle con un
rotundo sí.
El silencio cayó de nuevo entre
nosotros.
-¿Y qué desea que haga?
El mayor extrajo de uno de los
bolsillos de su guayabera una pequeña y descolorida libreta
azul. Escribió unas palabras y me
extendió la hoja de papel. Se trataba de un apartado de
correos en la ciudad de Chichén Itzá,
en el mencionado estado del Yucatán.
-Quiero que sigamos en contacto
-respondió señalándome la dirección-. ¿Puede escribirme a
ese apartado?
-Naturalmente, pero...
El hombre pareció adivinar mis
pensamientos y repuso con una firmeza que no dejaba lugar
a dudas:
-Es preciso que ponga a prueba su
sinceridad. Le suplico que no se moleste. Sólo quiero
estar seguro. Aunque ahora no lo
comprenda, yo sé que mis días están contados. Y tengo prisa
por encontrar a la persona que deberá
difundir esa información...
Aquella confesión me dejó perplejo.
-¿Está usted diciéndome que sabe que
va a morir?
El mayor bajó los ojos. Y yo maldije
mi falta de tacto.
-Perdone...
-No se disculpe -prosiguió el oficial,
volviendo a su tono jovial-. Morir no es bueno ni malo. Si
se lo he insinuado ha sido para que
usted sepa que ese momento está próximo y que, en
consecuencia, no está usted ante un
bromista o un loco.
-¿Cómo sabré si usted ha decidido o
no que yo soy la persona adecuada?
-Aunque espero que volvamos a vernos
en breve, no se preocupe. Sencillamente, lo sabrá.
-No puedo disimularlo más. Usted sabe
que yo investigo el fenómeno ovni...
-Lo sé.
-¿Puede aclararme al menos si esa
información tiene algo que ver con estas astronaves?
-Lo único que puedo decirle es que
no.
Aquello terminó por desconcertarme.
Dos horas más tarde, con el espíritu
encogido por las dudas, despegaba de Villahermosa
rumbo a la ciudad de México. Yo no
podía imaginar entonces lo que me deparaba el destino.
YUCATÁN
A mi regreso a España, y por espacio
de varios meses, el mayor y yo cruzamos una serie de
cartas. Por aquellas fechas, mis
actividades en la investigación ovni habían alcanzado ya un
volumen y una penetración lo
suficientemente destacados como para tentar a los diversos
servicios de Inteligencia que actúan
en mi país. Era entonces consciente -y lo soy también
ahora- de que mi teléfono se hallaba
intervenido y de que en muy contadas ocasiones, dada la
naturaleza de algunas de esas
indagaciones, los sutiles agentes de estos departamentos (civiles
y militares) de Información, habían
seguido muy de cerca mis correrías y entrevistas. Lo que
nunca supieron estos sabuesos -eso
espero al menos- es que, en previsión de que mi
correspondencia pudiera ser
interceptada, yo había alquilado un determinado apartado de
correos, aprovechando para ello la
complicidad de un buen amigo, que figuró siempre como
legitimo usuario de dicho apartado
postal. Esta argucia me ha permitido desviar del canal
«oficial» aquellas cartas, documentos
e informaciones en general que deseaba aislar de la
malsana curiosidad de los mencionados
agentes secretos. Naturalmente, por lo que pudiera
Caballo de Troya
J. J. Benítez
11
pasar y dada la antigua profesión y
la nacionalidad del mayor, sus misivas siguieron siempre
este conducto confidencial. Ni
siquiera Raquel, mi mujer, supo de la existencia de este nuevo
amigo ni de mis sucesivos contactos
con él.
Por otra parte, y aunque las cartas
del mayor hubieran caldo en manos de los servicios de
Inteligencia, dudo mucho que el
contenido de las mismas pudiera llamarles la atención. Por más
que presioné, jamás logré que
deslizara una sola pista sobre la información que decía poseer.
Sus amables escritos iban enfocados
siempre hacia un más intenso y extenso conocimiento de
mi forma de pensar, de mis
inquietudes y, especialmente, de mis pasos e investigaciones en
torno a la pasión y muerte de Cristo.
Recuerdo que una de sus cartas estuvo dedicada por
entero a interrogarme sobre la última
parte de mi libro El
Enviado. Al parecer, mi supuesta
entrevista con Jesús de Nazaret, que
cierra dicha obra, le causó un especial impacto.
Y llegó el otoño de 1980. En honor a
la verdad, mis esperanzas de obtener algún indicio
sobre el impenetrable secreto del
mayor se habían ido debilitando. Hubo momentos difíciles, en
los que las dudas me asaltaron con
gran virulencia. Creo que mi escaso entusiasmo hubiera
terminado por apagarse de no haber
recibido aquella lacónica carta -casi telegráfica- en la que
mi amigo me rogaba que «lo dejara
todo y volara hasta la ciudad de Mérida, en el estado del
Yucatán». Durante varios días -no voy
a negarlo- me debatí en una angustiosa zozobra. ¿Qué
debía hacer? ¿Es que el mayor se
había decidido a hablarme con claridad? Tentado estuve de
escribirle una vez más y pedirle
explicaciones. Pero algo me contuvo. Yo intuía que aquélla
podía ser otra prueba; quizá la
definitiva.
Al fin tomé la decisión de volar a
América e inicié un sinfín de gestiones para tratar de
subvencionar en todo o en parte el
costoso viaje. En contra de lo que muchos puedan pensar,
mis recursos económicos son siempre
escasos y aquel súbito salto al otro lado del -Atlántico
terminó por desnivelarlos.
providencialmente, mi amigo y editor José Manuel Lara aceptó la
idea de presentar mis últimos libros
en América, y con esta excusa aterricé en Bogotá.
Aquel rodeo, aunque retrasó algunos
días mi entrevista con el mayor, se me antojó
sumamente prudencial. No estaba
dispuesto a conceder el menor respiro a los servicios de
Inteligencia y así se lo anuncié a mi
amigo en una carta que me precedió y en la que, por
supuesto, le señalaba el día y el
vuelo en el que esperaba tomar tierra en Mérida.
Al concluir mis obligaciones en
Colombia me las ingenié para cancelar mis compromisos en
Caracas, volando en el más riguroso
incógnito -vía Belmopán- hasta Yucatán.
Al cruzar la aduana y antes de que
tuviera tiempo de buscar al mayor, me di de manos a
boca con un cartel en el que había
sido escrito mi primer apellido. El escandaloso cartón era
sostenido por un hombre recio, de
espeso bigote negro y tez bronceada. Al presentarme se
identificó como Laurencio Rodarte, al
servicio del mayor.
-Él no ha podido venir a recibirle
-se excusó mientras pugnaba por hacerse con mi maleta-.
Si no le importa, yo le conduciré
hasta él.
Mi instinto me hizo desconfiar. Y
antes de abandonar el aeropuerto traté de averiguar qué
papel jugaba aquel individuo y por
qué razón no había acudido el mayor.
Laurencio debió captar mi recelo y,
soltando la maleta, resumió:
-El mayor está enfermo.
-¿Dónde se encuentra?
-Lo siento pero no estoy autorizado
para decírselo. Él me ha enviado a recogerle y...
-Mire, Laurencio -le interrumpí tratando
de calmar mis nervios-, no tengo nada contra usted.
Es más: le agradezco que haya venido
a recibirme, pero, sí usted me dice dónde está el mayor,
yo iré por mis propios medios.
El hombre dudó.
-Es que mis órdenes...
-No se preocupe. Dígame dónde me
espera el mayor y yo iré a su encuentro.
El tono de mi voz era tan firme que
Laurencio terminó por encogerse de hombros y preguntó
de mala gana:
-¿Conoce Chichén Itzá?
-Sí.
-El mayor me ordenó que le llevara
hasta el cenote sagrado.
Laurencio señaló mi reloj y
puntualizó:
-Usted deberá estar allí a las
cuatro.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
12
Y dando media vuelta se encaminó a la
puerta de salida. Consulté la hora local y comprobé
que tenía dos horas escasas para
llegar hasta el pozo sagrado de los mayas. Yo había visitado
en otras oportunidades el recinto
arqueológico de la recóndita población de Chichén Itzá, al este
de Mérida, y en plena selva de la
península del Yucatán. Conocía también los dos famosos
cenotes -el sagrado y el profano-
situados a corta distancia de la ciudad y que, según los
arqueólogos, pudieron ser utilizados
por los antiguos mayas como depósitos naturales de agua
y, en el caso del cenote sagrado,
como centro religioso en el que se practicaban sacrificios
humanos.
Al ver alejarse el Toyota negro que
conducía Laurencio, me concedí un respiro, tratando de
poner en orden mis ideas. Por
supuesto, no tardé en reprocharme aquella seca y radical actitud
mía para con el emisario del mayor.
En especial, a la hora de regatear con los taxistas que
montaban guardia al pie del
aeropuerto...
Después de no pocos tira y afloja,
uno de los chóferes aceptó llevarme por 850 pesos. Y a
eso de las dos de la tarde -sin
probar bocado y con la ropa empapada por el sudor- el taxi enfiló
la ruta número 180, en dirección a
Chichén.
Tal y como había prometido, el
taxista cubrió los 120 kilómetros que separan Mérida de
Chichén Itzá en poco más de hora y
media. Tras una vertiginosa ducha en el hotel de la Villa
Arqueológica, me dirigí al lugar
elegido por el mayor. A las cuatro en punto, a paso ligero y con
el corazón en la boca, dejé atrás la
impresionante pirámide de Kukulcán y la plataforma de
Venus, adentrándome en la llamada Vía
Sagrada, que muere precisamente en un cenote u olla
de casi sesenta metros de diámetro y
cuarenta de profundidad.
Antes de alcanzar el filo del pozo
sagrado distinguí a dos personas sentadas al pie de una
frondosa acacia de florecillas
rosadas. Al verme, una de ellas se incorporó. Era Laurencio.
Reduje el paso y mientras me
aproximaba sentí una incontenible oleada de vergüenza. Una vez
más me había equivocado.
Pero aquel sentimiento se esfumó a la
vista de la segunda persona. Quedé atónito. Era el
mayor, pero con veinte años más de
los que aparentaba cuando le conocí en Villahermosa.
Permaneció sentado sobre la
plataforma de piedra del viejo altar de los sacrificios,
observándome con una mezcla de
incredulidad y emoción. Lentamente, en silencio, dejé
resbalar la bolsa de las cámaras, al
tiempo que Laurencio le ayudaba a incorporarse. El mayor
extendió entonces sus largos brazos
y, sin saber por qué, dejándome arrastrar por mi corazón,
nos abrazamos.
-¡Querido amigo! -susurró el
anciano-. ¡Querido amigo!...
Sus penetrantes ojos, ahora hundidos
en un rostro calavérico, se hablan humedecido. Algo
muy grave, en efecto, había minado su
antigua y gallarda figura. Su cuerpo aparecía encorvado
y reducido a un manojo de huesos,
bajo una piel reseca y salpicada por corros marrones de
melanina. Una barba blanca y
descuidada marcaba aún más su decadencia.
Intenté esbozar una disculpa,
estrechando la mano de Laurencio, pero éste, sin perder la
sonrisa, me rogó que olvidara el
incidente del aeropuerto.
El mayor, apoyándose en mi hombro, me
sugirió que caminásemos un poco hasta el prado
que rodea a la pirámide de Kukulcán.
Con paso vacilante y un sinfín de
altos en el camino, fuimos aproximándonos al castillo o
pirámide de la Serpiente Emplumada.
Así, en aquella primera jornada en Chichén Itzá, supe de
labios del propio mayor que su fin
estaba próximo y que, en contra de lo que pudiera imaginar,
su muerte fijaría precisamente el
comienzo de mi labor.
Supe también que -tal y como me había
insinuado en otras ocasiones- su «enfermedad» era
consecuencia de un fallo no previsto
en un proyecto secreto llevado a cabo años atrás, cuando
él todavía pertenecía a las fuerzas
aéreas norteamericanas. Cuando le interrogué sobre dicho
proyecto, sospechando que podía
guardar una estrecha relación con la información que había
prometido darme, el mayor me rogó que
siguiera siendo paciente y que esperase un poco más.
Durante dos días, mi vida transcurrió
prácticamente en la pequeña casita de una planta, a
las afueras de Chichén, y muy próxima
a las grutas de Balankanchen, en la carretera que
discurre en dirección a la Valladolid
maya. Allí, Laurencio y su mujer venían cuidando a mi
amigo desde hacía seis años.
Ni que decir tiene que aproveché
aquella magnífica oportunidad para bucear en la medida de
lo posible en el pasado y en la
identidad del mayor. Sin embargo, mis pesquisas entre las
diversas autoridades policiales y las
gentes de Chichén no fueron todo lo fructíferas que yo
Caballo de Troya
J. J. Benítez
13
hubiera deseado. Por un mínimo de
delicadeza hacia mi amigo, y porque había empezado a
estimarle, al margen incluso de la
prometida información, opté por suspender los tímidos y
disimulados sondeos. Cada vez que me
lanzaba a la operación de rastreo, un sentimiento de
repugnancia hacia mí mismo terminaba
por embargarme. Era como si estuviera
traicionándole...
Decidí cortar tales maniobras,
prometiéndome a mí mismo que sería implacable, si llegaba el
caso de que la supuesta información
secreta acababa por fin en mi poder.
Sin embargo, y gracias a aquellas
primeras averiguaciones, confirmé como positivos algunos
de los datos que el mayor me había
facilitado sobre su persona: era, efectivamente, de
nacionalidad norteamericana, su
pasaporte aparecía en regla y había pertenecido a la USAF.
Aunque él quizá no lo supo nunca,
antes de regresar a España yo sabía ya su verdadera
identidad, así como otros pequeños
detalles sobre su limpia y apacible vida en el Yucatán. Todo
esto, como es lógico, me tranquilizó
e hizo crecer mi curiosidad e interés por esa información
de la que tanto me había hablado el
mayor.
Antes de partir, al anunciarle al ex
oficial mi intención de volver a mi país, le expuse con
toda claridad mi inquietud ante su
deteriorado estado de salud y la no menos inquietante
circunstancia, al menos para mí, de
no haber obtenido ni la más mínima pista sobre el celoso
secreto que decía tener.
El mayor rogó a Laurencio que le
acercara un sobre blanco que descansaba en uno de los
anaqueles de la alacena del pequeño
salón donde conversábamos. Con gesto grave lo puso en
mis manos y comentó:
-Aquí tienes la primera entrega. El
resto llegará a tu poder cuando yo muera...
Examiné el sobre con un cierto
nerviosismo.
-Está cerrado -apunté-. ¿Puedo
abrirlo?
-Te suplicaría que lo hicieras lejos
de aquí... Quizá en el avión.
Mientras lo guardaba entre las hojas
de mi pasaporte, mi amigo adoptó un tono más
relajado:
-Gracias. Es preciso que comprendas
que tu búsqueda empieza ahora.
-¿Mi búsqueda?... pero, ¿de qué?
El mayor no respondió a mis
preguntas.
-Sólo te pido que sigas creyendo en
mi y que empeñes todo tu corazón en descifrar la clave
que te conducirá a mi legado.
-Sigo sin comprender...
-No importa. Ahora, antes de que nos
abandones, tienes que prometerme algo.
El mayor se puso en pie y yo hice lo
mismo. En un extremo de la estancia, Laurencio asistía
a la escena con su proverbial
mutismo.
-Prométeme -me anunció el anciano, al
tiempo que levantaba su mano derecha- que, ocurra
lo que ocurra, jamás revelarás mi
identidad...
A pesar de mi creciente confusión,
levanté también mi mano derecha y se lo prometí con
toda la solemnidad de que fui capaz.
-Gracias otra vez -murmuró el mayor
mientras se dejaba caer lentamente sobre la silla-.
Que Dios te bendiga...
ESPAÑA
Aquella fue la segunda y última vez
que vi con vida al mayor. Al regresar a España, y
mientras mi avión sobrevolaba los
cráteres del Popocatepetl, tomé en mis manos el misterioso
sobre que me había dado el
norteamericano. Lo palpé lentamente y, con sorpresa, adiviné algo
Caballo de Troya
J. J. Benítez
14
duro en su interior. La curiosidad,
difícilmente contenida durante aquellos días, se desbordó y
procedí a abrirlo con todo el cuidado
de que fui capaz.
Al asomarme a su interior, la
decepción estuvo a punto de provocarme un paro cardíaco.
¡Estaba vacío! O, mejor dicho, casi
vacío.
Minuciosamente pegada a las paredes
del sobre, mediante una transparente tira de cinta
adhesiva, había una llave.
La arranqué sin poder contener mi
desencanto y la fui pasando de una a otra mano, sin
saber qué pensar.
procuré tranquilizarme, engañándome a
mí mismo con los más dispares argumentos. Pero la
verdad desnuda y fría seguía allí
-frente a mí- en forma de llave. Para colmo, aquella pieza de
cuatro centímetros escasos de
longitud no presentaba un solo signo o inscripción que permitiera
algún tipo de identificación. Había
sido usada, eso estaba claro. Pero, ¿dónde?
Durante horas me debatí entre mil
conjeturas, mezclando lo poco que me había adelantado
el mayor con un laberinto de
especulaciones y fantasías propias. El resultado final fue un serio
dolor de cabeza.
«Aquí tienes la primera entrega...»
¿Qué misterio encerraba aquella
frase? Y, sobre todo, ¿en qué podía consistir «el resto»?
«... El resto llegará a tu poder
cuando yo muera.»
Lo único claro -o medianamente claro-
en todo aquel embrollo era que la información en
cuestión (o lo que fuera), debía de
guardar alguna relación con aquella llave. Pero, ¿cuál?
Era absolutamente necesario esperar,
a no ser que quisiera volverme loco. Y eso fue lo que
hice: aguardar pacientemente.
Durante la primavera y el verano de
1981, las cartas del mayor fueron distanciándose cada
vez más en el tiempo. Finalmente,
hacia el mes de julio, y con la consiguiente alarma por mi
parte, el fiel Laurencio fue el
encargado de responder a mis escritos.
...El mayor -me decía en una de las últimas misivas- ha entrado en un profundo
estado de
postración. Apenas si puede
hablar...
Aquellas letras auguraban un rápido y
fatal desenlace. Mentalmente, incluso me preparé
para un nuevo y postrer viaje al
Yucatán. Por encima de mi innegable y sostenido interés -
llamémosle periodístico- había
prevalecido, gracias a Dios, un arraigado afecto hacia aquel
anciano prematuro. Bien sabe Dios que
hubiera deseado estar junto a él en el momento de su
muerte. Pero el destino me reservaba
otro papel en esta desconcertante historia.
¿Fue casualidad? Sinceramente, ya no
sé qué pensar...
El caso es que aquel 7 de septiembre
de 1981 -fecha de mi cumpleaños- llegó a mi poder
una nueva carta procedente de Chichén
Itzá. En unas lacónicas frases, Laurencio me anunciaba
lo siguiente:
..Tengo el doloroso deber de
comunicarle que nuestro común hermano, el mayor, falleció el
pasado 28 de agosto. Siguiendo
sus instrucciones, le adjunto un sobre que sólo usted deberá
abrir...
Aunque la noticia no me cogió por
sorpresa, debo confesar que la desaparición de mi amigo
me sumió durante varios días en una singular
melancolía, comparable quizá con la tristeza que
me produjo un año después el
fallecimiento de otro entrañable maestro y amigo: Manuel
Osuna.
Aquella misma tarde del 7 de
septiembre, con el ánimo encogido, conduje mí automóvil
hasta los acantilados de Punta Galea.
Y allí, frente al azul y manso Cantábrico, recé por el
mayor.
Allí mismo, en medio de la soledad,
quebré el lacre que protegía el sobre y extraje su
contenido.
Curiosamente, en contra de lo que yo
mismo hubiera imaginado semanas atrás, en aquellos
instantes mi alocada curiosidad y el
desenfrenado interés por desentrañar el misterio del mayor
pasaron a un segundo plano. Durante
más de dos horas, la ansiada segunda entrega
permaneció casi olvidada sobre el
asiento contiguo de mí coche.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
15
Verdaderamente yo había estimado a
aquel anciano.
Pero al fin, como digo, se impuso mi
curiosidad. El sobre contenía dos grandes hojas, de
papel recio y cuadriculado. Reconocí
de inmediato la letra puntiaguda del mayor.
Uno de los folios era una carta,
escrita por ambas carillas. ¡Estaba lechada en el mes de
agosto de 1980! Eso significaba -por
pura deducción- que el mayor había tomado la decisión de
confiarme su secreto poco después de
mi primer encuentro con él, ocurrido el 18 de abril de
1980.
La carta, que aparecía firmada con
sus nombres y apellidos, era en realidad una postrera
recomendación para que procurara
mantenerme en el camino de la honradez y del amor hacia
mis semejantes. En el último párrafo,
y casi de pasada, el mayor hacia referencia a la famosa
segunda entrega, explicándome que para llegar a la información
que tanto deseaba, deberla
primero descifrar la clave que
me adjuntaba en hoja aparte.
Por último, y con un tosco pero
llamativo subrayado, me rogaba que hiciera un buen uso de
dicha información.
…Mi deseo es que con ella
puedas llevar un poco más de paz a cuantos, como tú y como yo,
estamos empeñados en la
búsqueda de la Verdad.
El segundo papel, igualmente
manuscrito por el mayor, presentaba un total de cinco frases,
en inglés, que a primera vista
resultaban absurdas e incongruentes.
He aquí la traducción:
«El centinela que vela ante la tumba
te revelará el ritual de Arlington.»
«Llave y ritual conducen a Benjamín.»
«Abre tus ojos ante John Fitzgerald
Kennedy.»
«El hermano duerme en 44 - W. La
sombra del níspero le cubre al atardecer.»
«Pasado y futuro son mi legado.»
El mayor, una vez más, parecía
disfrutar con aquel juego. ¿O no se trataba de un juego? Me
pregunté mil veces por qué tantos rodeos
y precauciones. Si mi amigo había muerto, lo lógico
es que me hubiera facilitado la
traída y llevada información sin necesidad de nuevas
complicaciones.
Pero las cosas estaban como estaban y
mi única alternativa era de despejar aquella cada vez
más enredada madeja.
Como supondrá el lector, pasé horas
con los cinco sentidos pegados a aquellas frases.
Tentado estuve de acudir a algunos de
mis amigos, en busca de ayuda. Pero me contuve. Me
hubiera visto forzado a ponerles en
antecedentes de tan larga e increíble historia y, sobre todo,
conforme fue pasando el tiempo, lejos
de desanimarme, encajé el asunto como un reto
personal. Y los que me conocen un
poco saben que ésa es una de mis debilidades.
De entrada, lo único que estaba claro
es que la llave que me diera el mayor guardaba una
indudable y estrecha relación con la
segunda frase. Esa llave debería «conducirme» o llevarme
hasta Benjamin. Pero, ¿qué o quién
era «Benjamin»?
Una y otra vez, por espacio de casi
tres semanas, desmenucé frase por frase y palabra por
palabra. Llevé a cabo los más
disparatados cambios y saltos en las frases, buscando un sentido
más lógico. Fue inútil.
A fuerza de bucear en la clave
terminé por aprendérmela de memoria. Aquel mes de
septiembre, y parte del siguiente,
viví por y para aquel mensaje cifrado. Pasaba los días
deambulando sin norte alguno y con la
mirada extraviada, ajeno prácticamente a cuanto me
rodeaba. Fueron mis hijos y
especialmente Raquel quienes padecieron con más crudeza mis
aparentemente absurdos e
inexplicables cambios de carácter, mis continuas depresiones y
hasta una injusta irascibilidad.
Espero que ahora, al leer estas líneas, puedan comprenderme y
perdonarme.
Llegué incluso a consultar con expertos
cerrajeros, que examinaron la misteriosa llave desde
todos los ángulos posibles. El
resultado era siempre idéntico: aleación corriente; dientes
rutinarios... todo ordinario.
Pero aquella situación -que empezaba
a rozar los poco deseables límites de la obsesión- no
podía continuar. Y un buen día hice
balance. ¿Qué tenía realmente entre las manos? ¿A qué
conclusiones había llegado.?
Caballo de Troya
J. J. Benítez
16
Desgraciadamente podían limitarse a
un par de pistas.
1ª.» Arlington es un cementerio norteamericano.
Yo sabia que se trataba del célebre
camposanto de los héroes de guerra de
aquella nación.
Me documenté cuanto pude y comprobé,
en efecto, que en dicho lugar existe una tumba que
guarda los restos de un soldado
desconocido. Por pura lógica deduje que dicha tumba estaría
custodiada o vigilada por alguna
guardia de honor.
¿Podía referirse el mayor a dicho
centinela?
2.ª También en el Cementerio Nacional
de Arlington está enterrado el presidente Kennedy.
Pero, ¿por qué debía «abrir mis ojos
ante John Fitzgerald Kennedy»?
Estos eran los únicos puntos en común
que yo había sido capaz de trenzar.
El centinela que vela ante la
tumba te revelará el ritual de Arlington. Esta primera frase me
tenía trastornado. No hacía falta ser
muy despierto para comprender que una de las piezas
claves tenía que residir en la
palabra «ritual». Una prueba de ello es que el mayor se había
encargado de repetirla en la segunda
secuencia.
¿Cuál era ese ritual? ¿Por qué debía
ser el centinela quien me lo revelara? ¿Es que tenía que
preguntárselo? Pero, de ser así, ¿a
quién debía acudir?
No había vuelta de hoja: el primer
paso tenía que ser el desciframiento del maldito ritual.
Sólo así podría saber -eso pensaba yo
entonces- qué o quién era «Benjamín»
En cuanto a las dos últimas frases de
la clave, sinceramente, prescindí temporalmente de
ellas.
Poco me faltó para llamar a mi buen
amigo Chencho Arias, en aquellas fechas director de la
Oficina de Información Diplomática
del Ministerio de Asuntos Exteriores español. Con toda
seguridad, y merced a sus contactos
en Washington, me hubiera despejado parte del camino.
Pero lo pensé dos veces y aparqué la
idea. Después de todo, hubieran quedado cuatro frases
más por aclarar...
No había otra solución: tenía que
volar a Estados Unidos y enfrentarme al problema a cuerpo
descubierto.
WASHINGTON
A las 11.50 horas del domingo 11 de
octubre, el vuelo 903 de la compañía norteamericana
TWA despegaba del aeropuerto de
Barajas, alcanzando su nivel de crucero -33 000 pies- en
poco más de 16 minutos.
Nuestra próxima escala -Nueva York-
quedaba a miles de millas. Había tiempo de sobra para
planificar la estrategia a seguir una
vez en Washington, así como para saborear una fría
cerveza y cambiar impresiones con los
colegas y amigos que ocupaban buena parte de aquel
reactor.
Era curioso. Sencillamente
increíble...
Por aquellas fechas, mientras yo me
estrujaba el cerebro pujando por desentrañar la
enigmática clave del mayor, otro suceso
vino a enredar aún más las cosas. En un espléndido
articulo en ABC, el escritor Torcuato Luca de Tena ofrecía a los españoles la
primicia sobre unos
fantásticos descubrimientos en los
ojos de la Virgen de Guadalupe, en la ciudad de México. Fue
como un escopetazo. Aquel nuevo
«cebo» a 10.000 kilómetros precipitó mi decisión de saltar
nuevamente al continente americano.
Aquello justificaba doblemente mi
viaje. Sin embargo, por enésima vez tuve que hacer frente
al siempre prosaico pero inevitable capitulo
del dinero. Mi plan estaba claro: primero
Washington. Después, México. Esta
vez, no obstante, la fortuna me sonrió rápidamente. ¿O no
fue la fortuna? El caso es que, antes
de que pudiera complicarme la existencia, una providencial
llamada telefónica desde Madrid me
puso al corriente del inminente viaje de SS. MM. los Reyes
Caballo de Troya
J. J. Benítez
17
de España a Estados Unidos. Yo había
acompañado a don Juan Carlos y a doña Sofía en otras
visitas de Estado y sabía que aquélla
era una oportunidad que no podía dejar escapar. Entre
otras importantes razones, porque ese
tipo de viajes resulta siempre muy asequible a la
modesta economía de los profesionales
del periodismo.
Así fue como aquel 11 de octubre de
1981, y en compañía de una treintena de periodistas
españoles, un segundo reactor de la
TWA -el vuelo 407- me situaba en el aeropuerto nacional
de la capital federal de los Estados
Unidos. Eran las 17.58 (hora local de Washington).
A pesar de mi creciente inquietud y
nerviosismo, mi ansiada visita al Cementerio Nacional de
Arlington tuvo que ser demorada hasta
el día siguiente, lunes. Aquel mes de octubre, el
camposanto de los héroes
norteamericanos cerraba sus puertas a las cinco de la tarde. Y
amparándome en el cansancio del
viaje, decliné la invitación de mis entrañables amigos Jaime
Peñafiel, Giani Ferrari y Alberto
Schommer para visitar la ciudad, encerrándome a cal y canto
en la habitación 549 del hotel
Marriot, sede y cuartel general de la prensa española. Ellos, por
supuesto, eran ajenos a los
verdaderos objetivos de mi viaje.
Hasta altas horas de la madrugada
permanecí enfrascado en el posible «plan de ataque». Un
plan, dicho sea de paso, que, como
siempre, terminaría por experimentar sensibles variaciones.
Pero trataré de ir por partes.
A las nueve de la mañana del día
siguiente, 12 de octubre, con mis cámaras al hombro y un
inocente aire de turista despistado,
me acercaba hasta las oficinas del Temporary Visitors
Center, a las puertas del Cementerio
Nacional de Arlington. Allí, una amable funcionaria -plano
en mano- me señaló el camino más
corto para localizar la Tumba del Soldado Desconocido. Una
leve y fresca brisa procedente del
río Potomac había empezado a mecer las ramas de los
álamos y abetos que se alinean a
ambos lados del drive
o paseo de McClellan. A los pocos
minutos, y temblando de emoción,
divisé las plazas de Wheaton y Otis e inmediatamente detrás
la tumba a la que, sin duda, hacía
referencia el mensaje de mi amigo el mayor.
Aunque el cementerio había abierto
sus puertas hacía escasamente una hora, un nutrido
grupo de turistas se repartía ya a lo
largo de la cadena que aísla la pequeña explanada de
grandes losas grises en la que se
encuentra el gran mausoleo de mármol blanco en el que
reposan los restos de un soldado
norteamericano caído en los campos de batalla de Europa, y
otras dos sepulturas -a derecha e
izquierda del anterior- en las que fueron inhumados otros dos
soldados desconocidos, muertos en la
segunda guerra mundial y en la de Corea,
respectivamente.
Allí estaba el centinela; el único,
según me informaron en el Centro de Visitantes, que monta
guardia permanente en Arlington.
«El centinela que vela ante la tumba
te revelará el ritual...»
Mis primeros minutos frente a la
tumba fueron una indescriptible mezcla de aturdimiento,
confusión y absurda prisa por
asimilar cuanto me rodeaba.
Y en mitad de aquel caos mental, la
primera frase del mayor:
«El centinela que vela...»
Después de dos horas de observación,
con los ánimos algo más reposados, saqué mi
cuaderno de «bitácora» y comencé una
frenética anotación de cuanto había sido capaz de
percibir.
El centinela -punto central de mis
indagaciones- era relevado cada hora. Eso significaban 60
minutos... La verdad es que, conforme
iba escribiendo, muchas de aquellas observaciones me
parecieron ridículas. Pero no estaba
en condiciones de despreciar ni el más nimio de los
detalles.
También hice una exhaustiva
descripción de su indumentaria: guerrera azul oscura, casi
negra, pantalón igualmente azul (algo
más claro), con una raya amarilla en los costados, ocho
botones plateados, guantes blancos y
gorra negra de plato. Al hombro, un mosquetón con la
bayoneta calada...
Observo -seguí anotando- que el centinela, al llegar al final de su corto y marcial desfile
ante
las tumbas, cambia siempre el
arma de hombro. Curiosamente, el fusil nunca aparece
enfrentado al mausoleo.
Pero, ¿qué tenía que ver todo aquello
con el dichoso ritual?
El corto paseo del soldado frente a
los sepulcros discurría monótona y silenciosamente.
Estaba claro que el centinela no
podía hablar. Como es fácil de comprender, no me hice
Caballo de Troya
J. J. Benítez
18
ilusiones respecto a la remota
posibilidad de interrogarle sobre el «ritual de Arlington». En
aquella primera frase de su oscura
clave, el mayor tampoco afirmaba que dicho soldado pudiera
transmitirme, de viva voz, el citado
ritual. La expresión «te revelará» podía ser interpretada de
muy diversas formas, aunque casi
desde el principio descarté la de un hipotético diálogo con el
miembro de la Vieja Guardia. El
secreto tenía que estar en otra parte. Seguramente, y
considerando que un ritual es una
ceremonia> habría que concentrar las fuerzas en todo lo
concerniente a dicho rito.
Un tanto aburrido, y por aquello de
no levantar sospechas ante mi prolongada presencia en
la plaza este del anfiteatro>
procure repartir la mañana y parte de la tarde entre el siempre
concurrido recinto del Soldado
Desconocido y la lápida del malogrado presidente Kennedy,
ubicada a poco más de 300 metros, en
la falda oriental de la colina que rematan precisamente
las mencionadas tres tumbas de los
norteamericanos desconocidos.
Abre tus ojos ante John
Fitzgerald Kennedy, rezaba
la tercera frase del mensaje.
Pero, por más que los abrí, mi mente
siguió en blanco. Sumé, incluso, los números de sus
fechas de nacimiento y muerte
(1917-1963), sin resultado alguno. Por pura inercia, jugué con
la edad del presidente, montando un
sinfín de cábalas tan absurdas como estériles. Creo que lo
único positivo de aquellas largas
horas frente a la sepultura de Kennedy y de las de los dos
hijos que fallecieron antes que él
fue el padrenuestro que dejé caer en silencio, como un
modesto reconocimiento a su trabajo.
A las tres de la tarde, hambriento y
medio derrotado, me dejé caer sobre las pulcras y
blancas escalinatas del minúsculo
anfiteatro que se levanta frente a las tres sepulturas. En mi
cuaderno; plagado de números,
comentarios más o menos acertados y hasta dibujos de los
diez centinelas que había visto
desfilar hasta ese momento, sólo había espacio ya para la
desilusión.
«Creo que voy a desfallecer
-escribí-. No soy lo suficientemente inteligente...»
El centinela número seis, tras una de
aquellas monótonas pausas pasó su mosquetón al
hombro contrario y reanudó el paso.
De la forma más tonta, atraído probablemente por el brillo
de sus botines, comencé a contar cada
una de las zancadas, al tiempo que las hacía coincidir
con un improperio, premio a mi
probada ineptitud.
«…Tres (idiota)... cuatro
(imbécil)... siete (necio)... veinte (mentecato)... veintiuno (iluso).»
El soldado se detuvo. Nueva pausa.
Giró. Cambió el fusil. Nueva pausa. Y prosiguió su
desfile.
Dos (merluzo)... cuatro (burro)...
doce (calamidad)... veinte (paranoico)... veintiuno...»
¿Veintiuno? El último insulto fue
sustituido por un escalofrío. ¿He contado bien?
El centinela había dado 21 pasos. Mi
decaimiento se esfumó. Me puse en pie y volví a contar.
«…diecinueve, veinte y ¡veintiuno!»
No me había equivocado. Aquella nueva
pista hizo resucitar mi entusiasmo. ¿Cómo no me
había dado cuenta mucho antes?
Avancé hacia la cadena de seguridad
y, reloj en mano, cronometré el tiempo que consumía
el soldado en cada desplazamiento.
¡21 segundos! ¿Veintiún pasos y
veintiún segundos?
Hice nuevas pruebas y todas
-absolutamente todas- arrojaban idéntico resultado.
¿Qué significaba aquello? ¿Se trataba
de una casualidad?
Picado en mi amor propio me propuse
contabilizar hasta el más insignificante de los
movimientos del centinela.
Fue entonces, al contar el tiempo
invertido por el soldado en cada una de sus pausas,
cuando mi corazón comenzó a
acelerarse: ¡21 segundos!
«No puede ser -me dije a mí mismo,
temblando por la emoción-, seguramente estoy en un
error...»
Pero no. Como si se tratase de un
robot, el centinela caminaba 21 pasos, empleando en ello
21 segundos. Se detenía exactamente
durante 21 segundos, girando y cambiando el arma de
posición. La nueva pausa, antes de
proseguir con el desfile, duraba otros 21 segundos y así
sucesivamente.
Anoté «mi» descubrimiento y releí la
clave del mayor con una especial fruición.
El centinela que vela ante la
tumba te revelará el ritual de Arlington. «No puede ser una
casualidad», me repetía
obsesivamente. «Pero, ¿porqué 21? ¿Qué significa el número 21?»
Caballo de Troya
J. J. Benítez
19
Con el fin de asegurarme, esperé los
dos últimos cambios de la guardia y repetí los cálculos.
Los soldados números siete y ocho se
comportaron exactamente igual.
Abstraído con aquella cifra a punto
estuve de quedarme encerrado en el cementerio.
Con una extraña alegría volví a
refugiarme en el hotel, sumiéndome en un sinfín de
cavilaciones.
A la mañana siguiente, y después ,de
una noche prácticamente en vela, me uní a la comitiva
de periodistas. Aunque mis
pensamientos seguían fijos en la Tumba del Soldado Desconocido y
en aquel misterioso número 21, opté
por aprovechar aquella irrepetible oportunidad de visitar
el interior de la Casa Blanca y
contemplar de cerca al presidente Reagan, al general y secretario
de Estado, Haig, y por supuesto, a
los reyes de mi país.
Después de soportar un sinfín de
controles y registros, me situé con mis compañeros en el
mimadísimo césped que se extiende
frente a la famosa Casa Blanca.
A las diez en punto, y coincidiendo
con la llegada de don Juan Carlos y doña Sofía, las
baterías situadas a un centenar de
metros atronaron el espacio con las salvas de ordenanza.
Alguien, a mi espalda, había ido
llevando la cuenta de los cañonazos e hizo un comentario
que nunca podré agradecer
suficientemente:
-¡Veinte y veintiuno!
Me volví como movido por un resorte y
pregunté:
-¿Es que son 21?
El periodista me miró de hito en hito
y exclamó como si tuviera delante a un estúpido
ignorante:
-Es el saludo ritual... 21 salvas.
Al regresar al Marriott tomé el
teléfono, dispuesto a solventar mis dudas de un plumazo.
Marqué el 6931174 y pregunté por
míster Wilton, encargado de Relaciones Públicas y Prensa
en el Cementerio Nacional de
Arlington.
El buen hombre debió quedar atónito
al escuchar mi problema.
-Mire usted, soy periodista español y
deseaba preguntarle si el número 21 guarda relación
con algún ritual...
-¿Se refiere usted a la Tumba del
Soldado Desconocido?
-Sí.
-Efectivamente -puntualizó míster
Wilton-, el ritual de Arlington se basa precisamente en ese
número. Como usted sabe, el saludo a
los más altos dignatarios se basa en el número 21.
-Disculpe mi insistencia, pero ¿está
usted seguro?
-Naturalmente.
Al colgar el auricular me dieron
ganas de saltar y gritar. Abrí mi cuaderno de anotaciones y
repasé la clave del mayor.
Si el ritual de Arlington es el
número 21, la segunda frase -llave y ritual conducen a
Benjamín- empezaba a tener cierto sentido. Estaba claro que mi llave
y el número 21
guardaban una estrecha relación y
que, si era capaz de descubrir quién o qué era «Benjamin»,
parte del misterio podrían quedar al
descubierto.
Pero, ¿por dónde debía empezar?
En buena ley, aquella pequeña llave
tenía que abrir algo. ¿Una vivienda quizá? Las reducidas
dimensiones de la misma no parecían
encajar, sin embargo, con las llaves que se utilizan
habitualmente en las casas
norteamericanas.
Descarté momentáneamente aquella
posibilidad y me centré en otras ideas más lógicas.
¿Podía haber guardado el mayor su
información en algún banco o en un apartado postal?
¿Se trataba por el contrario de una
taquilla en algunos de los servicios de consigna en una
estación de ferrocarril?
Sólo había un medio para descifrar a
«Benjamin»: armarse de paciencia y repasar -una por
una- las guías de teléfonos, de
correos y de ferrocarriles de Washington.
Si esta primera exploración fallaba,
tiempo habría de profundizar en otras direcciones.
Pero aquella laboriosa búsqueda iba a
quedar súbitamente suspendida por una llamada
telefónica. A pesar de mi intensa
dedicación al asunto del mayor norteamericano, yo no había
olvidado el tema de los fascinantes
descubrimientos de los científicos de la NASA en los ojos de
la Virgen de Guadalupe. Nada más
pisar los Estados Unidos, una de mis primeras
preocupaciones fue llamar a México y
averiguar si el doctor Aste Tonsmann, uno de los más
destacados expertos, se hallaba en el
Distrito Federal, o si, como me habían informado en
Caballo de Troya
J. J. Benítez
20
España, podía encontrarse en Nueva
York, donde trabaja como profesor de la universidad de
Cornell. Era vital para mí
localizarlo, con el fin de no hacer un viaje en balde hasta la república
mexicana.
Aquella misma mañana del martes 13 de
octubre rogué a la telefonista del hotel que
insistiera -por tercera vez- y que
marcara el teléfono de domicilio del doctor Tonsmann. Y a
media tarde, como digo, el aviso de
la amable telefonista iba a trastocar todos mis planes. Al
otro lado del hilo telefónico, la
esposa de José Aste me confirmaría que el científico tenía
previsto su regreso a México,
procedente de Nueva York, los próximos miércoles o jueves.
Después de algunas dudas, se impuso
mi sentido práctico y estimé que lo más oportuno era
congelar mis investigaciones en
Washington. Tonsmann era una pieza básica en mi segundo
proyecto y no podía desperdiciar su
fugaz estancia en México. Después de todo, yo era el único
que poseía la clave del secreto del
mayor y eso me daba una cierta tranquilidad.
Y antes de que pudiera arrepentirme,
hice las maletas y embarqué en el vuelo 905 de la
Easter Lines, rumbo a las ciudades de
Atlanta y México (D.F.). Aquel miércoles, 14 de octubre
de 1981, iba a empezar para mí una
segunda aventura, que meses más tarde quedaría
reflejada en mi libro número catorce:
El misterio de Guadalupe.
A mí me suelen ocurrir estas cosas...
Durante horas había permanecido ante
la tumba del presidente Kennedy, incapaz de atisbar
el secreto de aquella tercera frase
en la clave del mayor.
Abre tus ojos ante John Fitzgerald
Kennedy.
Pues bien, mis ojos se abrieron a
10.000 metros de altura y cuando me hallaba a miles de
kilómetros de Washington.
Mientras el reactor se dirigía a la
ciudad de Atlanta, nuestra primera escala, tuve la
ocurrencia de intentar encajar el
número 21 en las tres últimas frases del mensaje.
Debí cambiar de color porque la guapa
azafata de la Easter, con aire de preocupación y
señalando la taza de café que
oscilaba al borde de mis labios, comentó al tiempo que se
inclinaba sobre el respaldo de mi asiento:
¿Es que no le gusta el café?
-Perdón...
-Le pregunto si se encuentra bien.,
-¡Ah! -repuse volviendo a la
realidad-, sí, estoy perfectamente... La culpa es del número
21...
La azafata levantó la vista y
comprobó el número de mi asiento.
-No, disculpe -me adelanté, en un
intento por evitar que aquel diálogo para besugos
terminara en algo peor-, es que
últimamente sueño con el número 21...
La muchacha esbozó una sonrisa de
compromiso y colocando su mano sobre mi hombro,
sentenció:
-¿Ha probado a jugar a la lotería?
Y desapareció pasillo adelante,
convencida -supongo- de que el mundo está lleno de locos.
Por un instante, las largas piernas
de la auxiliar de vuelo lograron sacarme de mis reflexiones.
Apuré el calé y volví a contar las
letras que formaban el nombre y apellidos del fallecido
presidente norteamericano. No había
duda. ¡Sumaban 21!
Aquel segundo hallazgo -y muy
especialmente el hecho de que ambos apuntaran hacia el
número 21- confirmó mis sospechas
iniciales. El mayor tenía que haber guardado su secreto en
algún depósito o recinto
estrechamente vinculados con dicha cifra y, obviamente, con la llave
que me había entregado en Chichén
Itzá. Consideré también la posibilidad de que «Benjamín»
fuera algún familiar o amigo del
mayor, pero, en ese caso, ¿qué pintaban en todo aquello el
número y la llave?
Durante mi prolongada estancia en
México, tentado estuve de hacer un alto en las
investigaciones sobre la Virgen de
Guadalupe y volar al Yucatán para visitar a Laurencio. Pero
mis recursos económicos habían
disminuido tan alarmantemente que, muy a pesar mío y si de
verdad quería rematar mis
indagaciones en Washington, tuve que desistir y posponer
aquella
visita a Chichén para mejor ocasión.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
21
Un año después, en diciembre de 1982,
al retornar a México con motivo de la presentación
de mi libro El misterio de la Virgen de Guadalupe, comprobé con cierto espanto que de haber
viajado en aquellas fechas al Yucatán
mi visita habría sido estéril: según me confirmaron las
autoridades locales, Laurencio y su
mujer habían abandonado la ciudad de Chichén Itzá poco
después del fallecimiento del mayor.
Y aunque no he desistido del propósito de localizarlos,
hasta el momento sigo sin noticias
del fiel compañero del ex oficial de las fuerzas aéreas
norteamericanas. Ni que decir tiene
que mis primeros pasos en aquel invierno de 1982 fueron
encaminados a la localización de la
tumba de mi amigo. Allí, frente a la modesta cruz de
madera, sostuve con el mayor mi
último diálogo, agradeciéndole que hubiera puesto en mis
manos su mayor y más preciado
tesoro...
Al pisar nuevamente Washington, mi
primera preocupación no fue «Benjamín». Sentado
sobre la cama de la habitación de mi
nuevo hotel -en esta ocasión, mucho más modesto que el
Marriot-, extendí sobre la colcha
todo mi capital. Después de un concienzudo registro, mis
reservas ascendían a un total de 75
dólares y 1500 pesetas.
Aunque la tragedia parecía
inevitable, no me dejé abatir por la realidad. Aún tenía las
tarjetas de crédito...
Durante aquellos días limité mi dieta
a un desayuno lo más sólido posible y a un vaso de
leche con un modesto emparedado a la
hora de acostarme. La verdad es que, enfrascado en las
pesquisas, y puesto que tampoco soy
hombre de grandes apetitos, la cosa tampoco fue
excesivamente dolorosa. Mi gran
obsesión, aunque parezca mentira, fueron los taxis. Aquello si
mermó -¡y de qué forma! mi exiguo
capítulo económico.
«Llave y ritual conducen a Benjamín.»
Esta segunda frase en el código
cifrado del mayor fue una cruz que me atormentó durante
cuatro días. En ese tiempo, tal y
como tenía previsto antes de mi partida de Washington, me
empleé en cuerpo y alma en la
revisión de las enciclopédicas guías telefónicas de la capital
federal, así como en las
correspondientes visitas a las estaciones de ferrocarril, central de
correos y los aeropuertos Dulles y
National.
Les servicios de consigna de las
estaciones fueron tachados de mi lista, a la vista de la
sensible diferencia entre las llaves
utilizadas en dichos depósitos y la que obraba en
mi poder.
Por su parte, los aeropuertos
carecían de semejantes taquillas por lo que mi interés terminó por
centrarse en las cajas de seguridad
de los bancos y en los apartados postales. Estas dos
últimas alternativas parecían más lógicas
a la hora de guardar «algo» de cierto valor...
Y empecé por los bancos.
Repasé el centenar largo de centrales
y sucursales financieras de la ciudad, no hallando ni
una sola pista que hiciera mención o
referencia al nombre de «Benjamin».
Por otra parte, y según pude
comprobar personalmente, si el mayor hubiera encerrado su
información en una de las cajas de
seguridad de cualquiera de estos bancos, ni yo ni nadie
hubiera podido tener acceso a la
misma, de no disponer de la correspondiente documentación
que le acreditase como legítimo
propietario o usuario de la caja. En algunos casos, incluso,
estas medidas de seguridad se veían
reforzadas con la existencia de una segunda llave, en
posesión del responsable o vigilante
de la cámara acorazada del banco. No obstante, y por
apurar hasta el último resquicio,
inicié una última y doble investigación. Yo conocía la identidad
del mayor y comencé a pulsar una
serie de resortes y contactos -a nivel de Embajada Española
y del propio Pentágono-, a fin de
esclarecer si el fallecido militar norteamericano conservaba
algún pariente en Washington.
Aquélla, a todas luces, fue mi mayor imprudencia, a juzgar por
lo que sucedería dos días después...
El segundo frente -al que gracias a
Dios concedí mayor dedicación- consistió en chequear las
direcciones de las dos centrales y
cincuenta y ocho sucursales de correos en la ciudad. En la U.
5. Postal Service (Head Quarters),
que viene a ser el cerebro central del servicio de correos de
todo el país, un amable funcionario
extendió ante mí la larga lista de estaciones postales
radicadas en Washington D.C.
Al echarme a la cara la citada
relación, en busca de algún indicio sobre el refractario nombre
de «Benjamin», mis ojos no pudieron
pasar de la primera sucursal. Pegué un respingo. En la
lista aparecía lo siguiente:
Box Nos. - 1-999. - Benjamin
Franklin. Sta. (Washington D.C.20044).
Caballo de Troya
J. J. Benítez
22
Anoté los datos, sin poder evitar que
mi mano temblara en una mezcla de emoción y
nerviosismo. Prendí un nuevo
cigarrillo, buscando la manera de calmarme. Tenía que estar
absolutamente seguro de que aquélla
era la ansiada pista. Y recorrí las sesenta direcciones con
una meticulosidad que ni yo mismo
logro explicarme.
Con sorpresa descubrí que el nombre
de Benjamin Franklin se repetía tres veces más: en los
puestos 14, 19 y 33 de la mencionada
relación. En el resto de las oficinas de correos de
Washington el nombre de Benjamin no
figuraba para nada.
Pero había algo que no terminaba de
comprender. ¿Por qué cuatro servicios de correos en la
misma calle de Benjamín Franklin? En
el situado en el lugar número 14, el encabezamiento
venía marcado por los números
6100-6199. El que ocupaba el puesto 19 en la lista registraba
las cifras 7100-7999 y el último, en
el número 33, era precedido por la numeración 14001-
14999.
Me dirigí nuevamente al funcionario y
le rogué que me explicara el significado de aquella
numeración. La respuesta, rotunda y
concisa, disipó mis dudas:
-Son cuatro secciones,
correspondientes a otros tantos P. Box o apartados de correos. En la
primera de la lista, como usted ve,
figuran los comprendidos entre los números 1 y 999, ambos
inclusive...
Supongo que aquel empleado de correos
no había recibido hasta ese día un thank you tan
efusivo y feliz como el mío...
Salté de tres en tres las escalinatas
de la gigantesca U. 5. Postal Service y me colé como un
meteoro en el primer taxi que acertó
a pasar. Eran las doce del mediodía del 4 de noviembre de
1981.
Mientras me aproximaba a la calle
Benjamin Franklin, dispuesto a aprovechar aquella racha
de buena suerte, volví sobre la clave
del mayor. Ahora empezaba a ver claro. «Mi llave y el
"ritual" -es decir, el
número 21- conducen a Benjamin.»
«Casualmente», de las 60 oficinas de
correos de todo Washington, sólo una se encuentra en
una calle con el nombre de Benjamin.
Y curiosamente también, en esa -y sólo en esa- sucursal
se hallaba el apartado de correos
número 21. Si tenemos en cuenta que las sesenta oficinas
sumaban en 1981 más de 24000
apartados, ¿a qué conclusión podía llegar?
Pero, a medio trayecto, mi gozo se
vio en un pozo. ¡Había olvidado la llave en el hotel!
En este caso, mi franciscana
prudencia me había jugado una mala pasada. Consulté la hora.
No había tiempo de volver al hotel y
salir después hacia la sucursal de correos. Malhumorado,
entré en las oficinas, dispuesto al
menos a echar un vistazo.
Pregunté por la venta de sellos y,
con la excusa de escribir algunas tarjetas postales,
merodeé durante poco más de quince
minutos por las inmensas y luminosas salas. En la
primera planta, adosados en una pared
de mármol negro, se alineaban cientos de pequeñas
puertecitas metálicas, de unos 12
centímetros de lado, con sus correspondientes números. Allí
estaba mi objetivo.
Afortunadamente para mí, el trasiego
de ciudadanos era tal que el policía negro que vigilaba
aquella primera planta no se percató
de mis movimientos. Antes de abandonar la sucursal hice
una rápida inspección de los
casilleros, deteniéndome unos segundos frente al número 21. Por
un momento tuve la sensación de que
era el blanco de decenas de miradas. El orificio de la
cerradura parecía corresponder -por
su reducido tamaño- al de una llave como la que yo
guardaba...
Al reemprender el camino hacia el
hotel, me di cuenta que las tarjetas postales seguían
entre mis sudorosas manos. Ni Ana
Benítez, ni mis padres, ni Alberto Schommer, ni Raquel, ni
Castillo, ni Gloria de Larrañaga
llegaron a recibir jamás tales recuerdos.
Aquella tarde, en un último esfuerzo
por relajarme, acudí al Museo del Espacio, en el paseo
de Jefferson. A pesar de lo
inminente, y aparentemente sencillo, de la fase final de la búsqueda
de la información del mayor, las
dudas se habían recrudecido. ¿Y si estuviera equivocado? ¿Y si
aquel apartado de correos no fuera lo
que buscaba con tanto empeño?
La verdad es que estaba llegando al
limite de mis posibilidades. Aquéllas -estaba seguro-
eran mis últimas horas en los Estados
Unidos. Si no conseguía resolver el dilema, debería
olvidarme del asunto durante mucho
tiempo. Sentado en el hall del museo,
inevitablemente
solo y con una angustia capaz de
matar a un caballo, eché de menos a alguien con quien
compartir aquellos momentos de
tensión. En el centro de la sala, una larga fila de turistas y
Caballo de Troya
J. J. Benítez
23
curiosos aguardaba pacientemente su
turno para pasar ante la urna en la que se exhibe un
fragmento de roca lunar, no más
grande que un cigarrillo. Un segundo trozo, mucho más
reducido, había sido incrustado al
pie de la vitrina. Y como si se tratara de una reliquia sagrada,
cada visitante, al cruzar frente a la
urna, pasaba sus dedos sobre la negra y desgastada piedra.
Por pura inercia abrí mi cuaderno de
notas y fui describiendo cuanto observaba. Y,
naturalmente, terminé cayendo sobre
la clave del mayor. Pero esta vez me detuve en el
original, en la versión inglesa.
Mi pésima costumbre de subrayar,
dibujar y trazar mil garabatos sobre los libros o apuntes
que manejo, estaba a punto de
sacudirme aquella profunda tristeza.
En realidad, todo empezó como un
juego; como un simple e inconsciente alivio a la tensión
que soportaba. Sé de muchas personas
que, cuando hablan por teléfono, meditan o,
sencillamente, conversan, acompañan
sus palabras o pensamientos con los más absurdos
dibujos, líneas, círculos, etc.,
trazados sobre cualquier hoja de papel. Pues bien, como digo, en
aquellos instantes me dediqué a
recuadrar -sin orden ni concierto- algunas de las palabras de
cada una de las cinco frases que
formaban el mensaje cifrado.
La fortuna -¿o no sería la suerte?-
quiso que yo encerrara en sendos rectángulos, entre
otras, las primeras palabras de cada
una de las frases de la clave. A continuación, siguiendo
con aquel pasatiempo, me entretuve en
atravesarlos con otras tantas líneas verticales.
Al leer de arriba abajo aquel
aparente galimatías, una de las absurdas construcciones me
dejó de piedra. Las cinco primeras
palabras de cada frase, leídas en este sentido vertical,
encerraban un significado. ¡Y qué
significado!: «La llave abre el pasado.»
El resto de las frases así
confeccionadas, sin embargo, no tenía sentido.
Antes de dar por buena la nueva
pista, repasé el mensaje, trazando y uniendo las palabras
de arriba abajo, de izquierda a
derecha y hasta en diagonal. Pero fue inútil. Las únicas que
arrojaban algo coherente
-«casualmente»- eran las cinco primeras...
The guard -rezaba el mensaje en inglés- who keeps the vigil in front of the Tomb will
reveal
the ritual ofArlington
Cementery to you.
Key and ritual leadyou to Benjamin.
Open your eyes before John Fitzgerald Kennedy.
The brother lies to rest in 44-W. The shadow of the
medlar tree covers him in the late
afternoon.
Past and future are my legacy.
¿Qué había querido decir el mayor con
esta sexta pista? Intuitivamente ligué la nueva frase
con la última del mensaje: Pasado y futuro son mi legado.
¿Qué relación podía existir entre la
llave, el pasado y el futuro?
Animado por aquel súbito
descubrimiento, aunque impotente
-lo reconozco- para despejar tanto
misterio, me dispuse a esperar las primeras luces de
aquel jueves, que presentía
particularmente intenso...
Al apearme aquel jueves, 5 de
noviembre de 1981, frente a la sucursal de correos de la calle
Benjamin Franklin, noté que las
rodillas se me doblaban. En mi mano derecha, cerrada como un
cepo, la pequeña llave que me
entregara el mayor en el Yucatán aparecía ligeramente
empañada por un sudor frío e
incómodo. Inspiré profundamente y crucé el umbral,
dirigiéndome con paso decidido hacia
el muro donde relucía el enjambre de casilleros metálicos.
Había sido un acierto, sin duda,
esperar a que el reloj marcara las diez de la mañana.
Decenas de personas se afanaban en
aquellos momentos en las diferentes dependencias de
correos. Al situarme frente al apartado
número 21, un nutrido grupo de ciudadanos -
especialmente personas de edad-,
procedía a abrir sus respectivos depósitos, indiferentes a
cuanto les rodeaba.
Pasé la llave a mano izquierda y, en
un gesto mecánico, sequé el creciente sudor de la
palma derecha contra la pana de mi
pantalón gris. Volví a respirar lo más hondo posible y
recobré la pequeña llave, llevándola
temblorosamente hasta la cerradura. Pero los nervios me
traicionaron. Antes de que pudiera
comprobar siquiera si entraba o no en el orificio, la llave se
me fue de entre los dedos, cayendo
sobre el pulido embaldosado blanco. El tintineo de la pieza
en sus múltiples rebotes sobre el
pavimento me hizo palidecer. Me lancé como un autómata
Caballo de Troya
J. J. Benítez
24
tras la maldita llave, furioso contra
mí mismo por tanta torpeza. Pero, cuando me disponía a
recogerla, una mano larga y segura se
me adelantó. Al levantar la vista, un hilo de fuego me
perforó el estómago El servicial
individuo era uno de los policías de servicio en la sucursal. En
silencio, y con una abierta sonrisa
por todo comentario. el agente extendió su mano y me
entregó la llave. Dios quiso que
supiera corresponder a aquel gesto con otra sonrisa de
circunstancias y que, sin abrir
siquiera los labios, diera media vuelta en dirección al casillero
número 21.
Ahora tiemblo al pensar en lo que
hubiera podido ocurrir si aquel representante de la ley me
hubiera hecho alguna pregunta...
Con el susto todavía en el cuerpo,
tanteé el orificio con la punta de la llave. El corazón
brincaba sin piedad.
«¡Por favor, entra...! ¡Entra...!»
Dulcemente, como si me hubiera oído,
la llave penetró hasta la cabeza.
Me dieron ganas de gritar. ¡Había
entrado! En realidad no era mi mano derecha la que
sujetaba la llave. Era mi corazón, mi
cerebro y todo mi ser...
Antes de proseguir, miré
cautelosamente a izquierda y derecha. Todo parecía normal.
Tragué saliva e intenté abrir. Por
más que tiré hacia afuera, la portezuela metálica no
respondió. Sentí cómo otra ola de
sangre golpeaba mi estómago. ¿Qué estaba pasando? La
llave había entrado en la ranura...
¿Por qué no conseguía abrir el apartado?
En mitad de tanto nerviosismo y
ofuscación comprendí que estaba forzando la cerradura en
un solo sentido: el izquierdo. Giré
entonces hacia la derecha y la portezuela se abrió con un
leve chirrido.
Me hubiera gustado poder detener el
tiempo. Después de tantos sacrificios, angustias y
quebraderos de cabeza, allí estaba
yo, a las 10.15 del jueves, 5 de noviembre de 1981, a punto
de esclarecer el «misterio del
mayor»...
En aquellos instantes, aunque parezca
increíble, antes de proceder a la exploración del
apartado, sentí no disponer de una
cámara fotográfica. Pero un elemental sentido de la
prudencia me hizo dejar el equipo en
el hotel.
Alargué la mano y tanteé la
superficie metálica del casillero. En la semipenumbra medio
adiviné la presencia de un par de
bultos. Estaban al fondo del estrecho nicho rectangular. Al
palparlos los identifiqué con algo
parecido a tubos o cilindros. Extraje uno y vi que se trataba de
una especie de cartucho de cartón, de
unos treinta centímetros de longitud, perfecta y
sólidamente protegido por una funda
de plástico o de papel plastificado. Su peso era muy
liviano. No presentaba inscripción o
nombre alguno, excepción hecha de un pequeño número
(un «1»), dibujado en negro y a mano
sobre una pequeña etiqueta blanca, pegada o adherida a
su vez sobre una de las caras
circulares del cilindro. Todo ello, como digo, bajo un brillante
material plástico, cuidadosamente
fijado al cartucho.
Me apresuré a sacar el segundo bulto.
Era otro cilindro, gemelo al primero, pero con un «2»
en otra de sus caras.
De pronto comencé a experimentar una
extraña prisa. Tuve la intensa sensación de que era
observado. Pero, dominando el deseo
de volverme, introduje la mano en el apartado> haciendo
un tercer registro. Mis dedos
tropezaron entonces con un sobre. Lo situé en la boca del nicho y,
antes de retirarlo, me aseguré que el
casillero quedaba vacío. Repasé, incluso, las paredes
superior y laterales. Una vez
convencido de que el box número 21 había
quedado totalmente
limpio, eché mano de aquel sobre
blanco y, sin examinarlo siquiera, procedí a cerrar la puerta.
Aparentando naturalidad, guardé la
llave y me dirigí a la salida de la sucursal.
Por un momento me dieron ganas de
correr. Pero, sacando fuerzas de flaqueza, me detuve a
medio camino. Prendí uno de los
últimos ducados y aproveché aquella fingida excusa para
volverme. La verdad es que no aprecié
nada sospechoso. El intenso movimiento de ciudadanos
había disminuido ligeramente, aunque
aún se apreciaban pequeños grupos frente a las mesas
de mármol, en los distintos
mostradores y junto a los bloques de los apartados. Algo más
sosegado, y suponiendo que aquel
presentimiento podía deberse a mi excitación, crucé el
umbral, alejándome de la oficina de
correos.
Tres cuartos de hora más tarde
colgaba en el pomo de la puerta de mi habitación el cartel
verde de: No molesten. Deposité ambos cartuchos sobre el cristal de la mesita que
me servía
de escritorio y retrocedí un par de
pasos.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
25
«¡Lo había conseguido!»
Durante algunos minutos, con el sobre
entre las manos, disfruté de aquel espectáculo. No
podía sospechar siquiera lo que
contenían aquellos cilindros de cartón, pero eso -en aquellos
instantes- era lo de menos.
«¡Lo había conseguido...!»
Lo daba todo por bien empleado:
tiempo, dinero, soledad...
Me dejé caer sobre el entarimado y,
como si se tratase de una película, fui recordando los
pasos que había seguido en aquellos
meses.
Pero, finalmente, la curiosidad se
impuso y rasgué el sobre. En el exterior no había una sola
palabra o indicación. Nada más sacar
la hoja de papel que contenía identifiqué la letra picuda y
agitada del mayor.
Estaba fechada el 7 de abril de 1979,
en Washington D.C. En ella, simplemente, hacía
constar que su hermano... en el «gran
viaje» había fallecido dos años atrás -en 1977- y que,
siguiendo los impulsos de su propia
conciencia, ese mismo 7 de abril de 1979 daba por
concluido el diario de dicho viaje...
El breve mensaje finalizaba con las
siguientes palabras:
Sólo pido a Dios que nuestro
sacrificio pueda ser conocido algún día y que lleve la paz a los
hombres de buena voluntad, de
la misma forma que mi hermano... y yo tuvimos la gracia de
encontraría.
Al pie de la nota, el mayor suplicaba
que la persona que tuviera acceso al diario y a la
presente misiva, respetara el
anonimato de ambos.
Por esta razón he suprimido la
identidad de la persona a la que hace mención el mayor,
denominándole «hermano» suyo. Puedo
aclarar -eso sí- que no se trata en realidad de un
hermano de sangre, sino de una
calificación puramente espiritual...
Mi primera reacción al leer la
esquela fue consultar la clave. Aquella confesión del fallecido
oficial de la USAF parecía encajar de
lleno en la cuarta y no menos misteriosa frase:
El hermano duerme en 44-W. La
sombra del níspero le cubre al atardecer.
De nuevo brotó en mí el nombre de
Arlington.
«Sí, ahora si puede tener sentido -me
dije a mí mismo-. Ahora empiezo a comprender...»
Había que visitar de nuevo el
cementerio. En realidad, tal y como pude verificar al leer el
diario del mayor, las dos últimas
frases de su mensaje cifrado no eran otra cosa que una
confirmación -para la persona que
llegara hasta su legado- de la realidad física de su
compañero en el «gran viaje» y,
obviamente, de la naturaleza del referido diario.
En honor a la verdad, después de
conocer aquella increíble información que había sido
encerrada en los cilindros, tampoco
era vital la localización del fallecido compañero de mí
amigo. Los que me conocen un poco
saben, sin embargo, que me gusta apurar las
investigaciones y con mayor motivo si
-como en aquellos momentos- me hallaba tan cerca del
final.
Pero las sorpresas no se habían
terminado en aquel imborrable jueves... Antes de proceder a
la solemne apertura de los cartuchos
de cartón, coloqué el sobre junto a los cilindros y los
fotografié a placer. Acto seguido, y
tras comprobar que el plástico protector no ofrecía el menor
resquicio por donde empezar la labor
de extracción, tomé una de mis cuchillas de afeitar y,
delicadamente, separé el círculo que
cubría una de las caras del cilindro. Precisamente, la
opuesta a la que presentaba aquella
pequeña etiqueta con el número «1».
Nerviosamente palpé el cartón.
Parecía muy sólido. Después de un minucioso -casi me
atrevería a llamarlo microscópico-
examen, me vi obligado a sajarlo por su circunferencia. Una
hora después, la pertinaz tapadera
(de cinco milímetros de espesor y diez centímetros de
diámetro) saltaba al fin, dejando al
descubierto el interior del tubo.
Segundos después aparecía ante mí un
mazo de papeles, perfectamente enrollados. Había
sido introducido en una funda de
plástico transparente, herméticamente grapada por la parte
superior. Tuve que valerme de un
pequeño cortauñas para hacer saltar las diecisiete grapas.
Con una excitación difícil de
transcribir, eché una primera ojeada a los documentos y comprobé
Caballo de Troya
J. J. Benítez
26
que habían sido mecanografiados a un
solo espacio y en lo que nosotros conocemos como papel
biblia. Cada folio (de 20 X 31
centímetros), hasta un total de 250, había sido firmado y
rubricado en la esquina inferior
izquierda por el mayor. Era la misma letra -y yo diría que la
misma tinta- que figuraba al pie de
la misiva que había retirado del apartado de correos
número 21 y que acababa de abrir.
El texto, en inglés, me arrebató
desde el momento en que fijé mis ojos en él. Y creo que no
hubiera podido despegarme de su
lectura, de no haber sido por aquella inesperada llamada
telefónica...
Hacia las 13 horas, como digo, el
teléfono de mi habitación me devolvió a la cruda realidad.
-¿Señor Benítez...?
-Soy yo... Dígame.
-Dos señores preguntan por usted...
Están aquí...
-¿Dos señores? -pregunté a mí vez, desconcertado
ante la súbita visita-. ¿Quiénes son?
-Un momento -dudó el empleado del
hotel-, no lo sé...
¿Quién podía tener interés en verme?
Es más -pensé con un extraño presentimiento-, ¿quién
sabe que estoy en Washington?
-Uno de ellos -me anunció el recepcionista
a los pocos segundos- afirma ser del FBI...
-¡Ah! -exclamé con un hilo de voz-.
Bueno..., ahora mismo bajo...
Todo había sido tan rápido e
imprevisto que, al poco de colgar el auricular, comencé a
palidecer. No era lógico ni normal
que el FBI se interesara por mí. ¿Qué podía haber ocurrido?
¿En qué nuevo lío me había metido?
De pronto recordé. Días atrás yo
había cometido la torpeza de interesarme cerca de la
Embajada Española y del Pentágono por
los posibles familiares del mayor. Mientras recogía
precipitadamente los cilindros y el
sobre, ocultándolos en el fondo de la bolsa de mis cámaras,
un torbellino de temores, hipótesis y
contrahipótesis embarullaron aún más mi cerebro.
Con la llave de mi habitación entre
las manos y muerto de miedo, me presenté en el hall.
Dos individuos de fuerte complexión y
pulcramente trajeados se levantaron de los butacones
situados frente a la puerta del
ascensor. No tuve oportunidad siquiera de aproximarme al
mostrador de recepción y preguntar
por mis insólitos visitantes.
Con una sonrisa un tanto forzada, uno
de ellos me salió al paso extendiendo su mano.
-¿El señor Benítez?
Al presentarme, el que había
estrechado mi mano en primer lugar y que parecía llevar la voz
cantante, me invitó a sentarme con
ellos.
No se preocupe -anunció con un
evidente deseo de tranquilizarme-, se trata de una simple
rutina...
Yo también me esforcé en sonreír, al
tiempo que les rogaba que se identificaran.
-Por teléfono -añadí- me han dicho
que uno de ustedes es agente del FBI. ¿Podría ver sus
credenciales?
Instantáneamente, y como si aquella
petición mía formara parte de un ceremonial
igualmente rutinario y habitual,
ambos sacaron del interior de sus chaquetas sendas carteras de
plástico negro. En la primera -perteneciente
al que me había identificado nada más verme en el
hall- pude leer, con caracteres que destacaban sobre el resto,
las palabras Federal Bureau of
Investigation. Aquello, en efecto, correspondía a las famosas siglas FBI
u Oficina Federal de
Investigación.
En la segunda credencial -que no fue
retirada de mi vista con tanta rapidez como la del
agente del FBI- pude leer, en cambio,
lo siguiente: Departamento de Estado.
Oficina de Prensa
y algo así como una dirección: 2201 «C» Street... (Washington D.C.) y un número que
empezaba por (202) 632….
-Muchas gracias -repuse con más
miedo, si cabe-. Ustedes dirán...
-Sabemos quién es usted y conocemos
igualmente su condición de periodista español -
replicó el miembro del FBI, al tiempo
que abría una pequeña libreta y rechazaba
amablemente
uno de mis cigarrillos-, y se nos ha
comunicado que el pasado martes, a las 11.15 de la
mañana, usted se interesó por los
posibles parientes del mayor...
«¡Joder qué tíos! -pensé-. ¡Vaya
servicio de información!»
Pues bien -prosiguió el agente,
indicándome las notas que aparecían en su block-, en primer
lugar queríamos averiguar si estos
datos son correctos.
-Efectivamente. Lo son...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
27
-En ese caso, nos gustaría saber por
qué tiene usted ese interés por la familia del mayor.
Mi cerebro, despierto a causa -digo
yo- del miedo, fue buscando las respuestas con una
frialdad que aún me asusta.
-Bueno, es una vieja historia. Conocí
al mayor en uno de mis viajes a México y entablé con él
una sincera amistad. Nos escribimos y
hace unas semanas -mentí- al visitar nuevamente aquel
país, supe que había fallecido.
Sin pestañear, sostuve la
desconcertada mirada del yanqui. Quizá esperaba otra versión y, al
comprobar que le decía la verdad
(cuando menos, parte de la verdad), se mostró indeciso. Ese
fue su primer error.
Antes de que acertara a formular una
nueva pregunta, aproveché aquellos segundos y tomé
la iniciativa:
-Ustedes sabrán también que yo soy
investigador y escritor del fenómeno ovni...
El agente sonrió.
-En cierta ocasión -seguí
improvisando- el mayor me dio a entender que sabía de cierta
información... relacionada con este
tema. Y me dio el nombre de un compañero que reside en
los Estados Unidos... Él me daría los
datos, siempre y cuando yo supiera esperar a que
falleciera el mayor...
Mi interlocutor, tal y como yo
deseaba, mordió el anzuelo.
-¿Puede decirnos el nombre de esa
persona?
Fingí una cierta resistencia y añadí:
-La verdad es que no me gustaría
perjudicar a nadie...
-No se preocupe...
-Está bien. No tengo inconveniente en
darles el nombre de esa persona que busco, siempre
y cuando ustedes me mantengan al
margen y respondan a una pregunta...
Los dos personajes cruzaron una
mirada de complicidad y el funcionario del Departamento
de Estado, que no había abierto la
boca hasta ese momento, preguntó a su vez:
-¿De qué se trata?
-¿Podrían ustedes proporcionarme una
pista sobre algún familiar del mayor o sobre ese
amigo al que trato de localizar?
Antes de que su compañero tuviera
tiempo de responder el agente del FBI intervino de
nuevo:
-Trato hecho. Díganos: ¿cómo se llama
esa persona con la que usted debe contactar?
Al tomar nota del nombre y primer
apellido del «hermano de viaje» del mayor, el agente,
titubeó y cruzó una nueva y fugaz
mirada con su acompañante. Ese fue su segundo error.
Aquella casi imperceptible vacilación
terminó por alertarme. En ese instante -por primera
vez- comencé a tomar conciencia de
que me había aventurado en un asunto sumamente
peligroso. Aquellos individuos -eso
saltaba a la vista- sabían mucho más de lo que decían. Pero
lo peor no era eso. Lo dramático es
que -por esas casualidades del destino- tenía en mi poder
una información que empezaba a
quemarme entre las manos y por la que los
servicios de
Inteligencia de los Estados Unidos
hubieran sido capaces de todo.
-¿Y qué hay de esa pista? -presioné
con fingido aire de satisfacción.
El agente del FBI guardó silencio y,
tras escribir algo en una de las hojas de su libreta, la
arrancó, poniéndola en mis manos.
-Es todo lo que podemos decirle
-masculló con desgana-. Creemos que se trata de uno de
los parientes del mayor...
En el papel pude leer el nombre de la
ciudad de Nueva York y dos apellidos.
Simulé una cierta contrariedad.
-Pero, ¿no pueden decirme algo más?
Los individuos se pusieron en pie y,
tras desearme suerte, se alejaron hacia la puerta de
salida. Sin quererlo, aquellos
«gorilas» me habían brindado la mejor de las excusas para salir
de Washington a toda prisa.
Antes de regresar a mi habitación
tuve el acierto de asomarme disimuladamente por la
puerta giratoria del hotel y ver cómo
los agentes se introducían en un coche azul metalizado,
aparcado a veinte o treinta metros de
donde me encontraba. Me interné de inmediato en el
hall, dirigiéndome hacia el ascensor y notando sobre mí el peso
de la curiosa mirada del
recepcionista.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
28
Antes de cerrar la puerta de mi
habitación volví a colgar el anuncio de No molesten y eché la
cadena de seguridad. Las rodillas
empezaron entonces a temblarme y tuve que dejarme caer
sobre la cama. Supongo que mi
perturbación se debía en parte a aquella -digamos- «delicada»
visita y, sobre todo, a lo que
contenía aquel primer cilindro.
No sé el tiempo que permanecí tumbado
en la cama, con la vista perdida en la penumbra de
mi habitación. Una cosa sí estaba
clara en todo aquel embrollo: ahora más que nunca tendría
que actuar con pies de plomo. Si el
FBI había tomado cartas en el negocio era porque,
lógicamente, estaba al corriente del «gran
viaje» que habían realizado el mayor y su
«hermano». No hacía falta ser un
águila para percibir que los servicios de Inteligencia
norteamericanos no estaban dispuestos
a que aquella información secreta se filtrara a la
prensa.
De momento, la exquisita prudencia
del mayor me había proporcionado una cierta ventaja. Y
estaba dispuesto a utilizarla,
naturalmente. Si el FBI y el Departamento de Estado -que sabían
muy bien del fallecimiento de los dos
veteranos de la USAF-, seguían creyendo que yo sólo
trataba de localizar al «amigo» del
mayor, quizá mi salida del país fuera más fácil de lo
previsto. Esta, en síntesis, fue la
resolución más importante que terminé por adoptar en aquel
mediodía del jueves 5 de noviembre de
1981: volver a España de inmediato... y con mi tesoro,
por supuesto.
Salté de la cama y me dispuse a poner
en práctica la última fase de mi plan: la visita al
Cementerio Nacional de Arlington.
Aunque, repito, la confirmación de la muerte del compañero
y «hermano» de mi amigo no revestía
ya una especial importancia, en mí fuero interno
necesitaba cerrar aquel misterioso
círculo que constituía la clave.
Preparé las cámaras y consulté mi
reloj. Eran las dos de la tarde. Aún me restaban otras tres
horas para que el camposanto cerrara
sus puertas al público.
Pero, cuando me disponía a abandonar
la habitación, un elemental sentido de la prudencia
me obligó a asomarme a la ventana.
Por un momento no reaccioné. Aparcado junto a la acera
de la fachada del hotel, en el mismo
lugar en que yo lo había visto a eso de las 13.30 horas,
seguía el turismo de color azul
metalizado de los agentes que me habían visitado.
Instintivamente me eché atrás y cerré
la ventana. No podía tratarse de una casualidad. Aquél
era el vehículo del FBI. Estaba claro
que había subestimado a los agentes...
«Si me arriesgo a salir ahora
-reflexioné, buscando una solución-, ¿qué puede ocurrir?»
Cabía la nada fantástica posibilidad
de que fuera discretamente seguido, o lo que podía ser
mucho peor, que aprovecharan mi
ausencia para registrar la habitación. Esta última idea me
llenó de espanto. ¿Qué podía hacer?
Tampoco me resignaba a permanecer
enclaustrado entre aquellas cuatro paredes...
De pronto me vino a la memoria la
escalera de incendios.
«Sí -me dije a mí mismo, tratando de
animarme- ahí puede estar la salida.»
Prendí la televisión y, procurando
hacer el menor ruido posible, abrí lentamente la puerta. El
pasillo aparecía desierto.
Rápidamente me situé al fondo del corredor, frente a la salida de
emergencia. A diferencia de lo que
suele ocurrir con los hoteles españoles, los norteamericanos
procuran que estas puertas
permanezcan permanentemente abiertas. Al asomarme al exterior,
desde la plataforma metálica o
descansillo que une la escalera con la sexta planta en la que me
encontraba, comprobé que aquella
salida conducía directamente a una calle estrecha y poco
transitada. En las inmediaciones no
había un solo vehículo. Eso me tranquilizó.
A los pocos minutos cerraba de nuevo
la puerta de mi habitación y me preparé para la fuga.
Lo más importante era no levantar
sospechas. Así que, siguiendo un metódico plan, telefoneé al
room service y solicité un frugal almuerzo. A continuación me desnudé,
enfundándome el
pijama. Marqué el número de
conserjería y adoptando un tono lento y cansino, le expliqué al
empleado de turno que estaba muy
fatigado y que deseaba dormir. Por último, y tras insistir en
que no me pasara ninguna llamada, le
rogué que me despertara a las seis y media de la tarde.
Si, como yo sospechaba, los
responsables del hotel tenían órdenes de vigilar y comunicar mis
entradas y salidas, ésta podía ser
una buena coartada.
A los quince minutos, un camarero
llamaba a la puerta. Empujó el carrito con la comida y,
tras depositar en su mano una
sustanciosa propina, le anuncié que no se molestara en regresar
para recoger la pequeña mesa rodante.
«Yo mismo la sacaré al pasillo cuando
me despierte», remaché.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
29
El hombre pareció conforme y
desapareció corredor adelante, mientras yo volvía a colgar el
cartel de No molesten.
Me vestí en segundos, pellizqué uno
de los panecillos y cargué con la bolsa de las cámaras,
en cuyo fondo había depositado los
cartuchos de cartón y la carta del mayor. Mi reloj señalaba
las 14.45.
Tras asegurarme que la puerta de mi
habitación quedaba perfectamente cerrada, guardé la
llave y, como un fantasma, salvé los
treinta pasos escasos que me separaban de la salida de
urgencia. Al cerrarla tras de mí
dediqué unos segundos a una exhaustiva exploración de la calle
y de los tramos que debía descender.
Todo se hallaba tranquilo.
Sin perder un minuto más, me
precipité escaleras abajo, procurando pisar con las puntas de
las botas. Al alcanzar el penúltimo
descansillo me detuve. El corazón no me cabía en el pecho...
Lancé una ojeada y, tras comprobar
que el camino seguía expedito, continué con un exceso de
optimismo. Y hago esta observación
porque, al encararme con los últimos peldaños, a punto
estuve de romperme la crisma. Yo no
había contado con un pequeño-gran obstáculo: la
escalera de incendios moría a una
considerable altura sobre el suelo.
Me asomé y comprendí
con angustia que, sí pretendía mantener mi fuga, primero debería
saltar aquellos dos o tres metros.
(La verdad es que nunca supe con certeza a qué distancia me
hallaba del pavimento.) Tenía que
actuar con rapidez: o regresaba a la sexta planta o me
lanzaba. Mi posición al final de
aquella escalera de incendios era francamente comprometida.
Cualquier viandante que acertara a
pasar en aquellos instantes podía descubrirme.
Tragué saliva y pegué la bolsa a mi
vientre, rodeándola con ambos brazos. Después, en un
acto de pura inconsciencia, salté.
A pesar de la flexión de piernas, el
golpe fue respetable. En mi afán por proteger el equipo
fotográfico, me incliné en exceso
hacia un costado, rodando cuan largo soy por el duro
cemento.
Pocas veces me he incorporado a tanta
velocidad. Mi única preocupación -la verdad sea
dicha era que alguien hubiera podido
verme saltar. Pero la fortuna parecía aún de mi lado. La
callejuela seguía solitaria. Limpié
la zamarra con un par de palmetazos y salí pitando hacia el
cruce que se adivinaba al fondo. Si
todo funcionaba como yo deseaba, al otro lado de la
manzana y en dirección opuesta a la
que yo había tomado, debería continuar el turismo del FBI.
Veinte minutos más tarde -cuando mi
reloj estaba a punto de señalar las tres y media- un
taxi me situaba en el Memorial Drive,
a las puertas mismas del cementerio.
Aunque en mi rápido desplazamiento
hasta Arlinglon yo no habla apreciado -a pesar de mis
constantes miradas hacia atrás- que
nos siguiera el temido vehículo azul, en esta nueva visita
al cementerio de los héroes
norteamericanos evité el ingreso por la puerta principal. Caminé
por el paseo de Schley y a los cinco
minutos me presenté ante el mostrador del Temporary
Visitors Center.
Sinceramente, mientras le explicaba a
una de las funcionarias que mi propósito era localizar
la tumba de un viejo amigo, mis
esperanzas -a la vista de los escasos datos que poseía- no
eran muy sólidas. La mujer tomó nota
del nombre y apellidos, así como del año del supuesto
fallecimiento (1977), y sin más, como
si aquella consulta fuera una de tantas, dio media vuelta
y se dirigió a un monitor de
televisión, situado a la izquierda de la sala. Le vi teclear y a los
pocos segundos en la pantalla del
terminal del ordenador surgieron unos signos y palabras de
color verde que no alcancé a
descifrar. Acto seguido, la funcionaria tomó uno de los pequeños
mapas que yo ya conocía y escribió en
rojo el primer apellido y el nombre de «mi amigo» y en
la línea inferior, en negro y en los
espacios destinados a la grave (tumba) y a la section
(sección), los números
correspondientes a cada una de ellas.
-¿Conoce el cementerio? -me preguntó.
-No mucho...
-Bien, es fácil -añadió con su tono
monótono-. Nosotros estamos aquí
Con el rotulador rojo marcó el
Temporary Visitors Center y a continuación trazó una línea
sobre el paseo de L'Enfant y de
Lincoln. Con una precisión que me dejó estupefacto señaló un
punto en la sección 43, concluyendo:
-Aquí hallará la lápida. Si va a pie
son diez minutos...
-Muchas gracias.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
30
Es posible que la señorita
interpretara aquel agradecimiento y mí larga sonrisa como un
sentimiento lógico al poder ubicar
tan rápidamente a la persona que buscaba. Pero los tiros
iban en otra dirección...
Mientras caminaba hacia el punto
indicado en el plano, mi excitación fue en aumento. El
hecho de que la computadora de
Arlington hubiera respondido afirmativamente -declarando que
allí, en efecto, había sido sepultado
el «hermano» del mayor-, me había hecho vibrar de
emoción, olvidando momentáneamente
mis pasados sinsabores.
En el cruce de L'Enfant Drive con el
Lincoln Drive me detuve. Si las indicaciones de la
funcionaria no estaban equivocadas,
debía encontrarme a poco más de 300 metros de la
sepultura. Al repasar el mapa advertí
otro detalle que precipitó mi alegría: ¡las coordenadas 44
y W confluían matemáticamente en
aquella área de la sección 43! Esto despejaba la primera
parte de la cuarta frase de la clave
del mayor: El hermano duerme en 44-W.
El pequeño sendero asfaltado me
condujo hasta una pradera en la que se alineaban cientos
de lápidas blancas, de apenas medio
metro de altura. Consulté el número de la tumba y, tras
varios paseos por el cuidado césped,
el nombre y apellidos del también oficial de la USAF
surgieron ante mí casi como un
milagro.
Una pequeña cruz encerrada en un
circulo, había sido grabada -como en el resto de las
sepulturas de Arlington-, en la parte
superior de la piedra. Debajo, la identidad del fallecido, su
graduación, el Ejército al que había
pertenecido y las fechas de su nacimiento y muerte,
respectivamente. Eso era todo.
Sentí una mezcla de rabia y tristeza.
Aquel hombre, al igual que mi viejo amigo, el mayor,
había sido inhumado sin una sola
alusión a la fascinante misión que había llevado a cabo en
vida. Y lo peor es que su propio país
-al menos los servicios de Inteligencia- estaba empeñado
en que dicho «viaje» siguiera
clasificado como «secreto y confidencial»...
En el horizonte, difuminado entre el
verde, el amarillo y el rojo de los árboles del Cementerio
Nacional, el blanco monolito erigido
a la memoria del primer presidente de los Estados Unidos
señalaba paradójicamente a los
cielos...
Me arrodillé y juré que lucharía
hasta el final. Nada ni nadie me detendría ante aquel
compromiso de difundir el legado de
aquellos hombres.
A las cuatro y media, después de
fotografiar la lápida, y cuando me disponía a retirarme,
una sombra me sobresaltó. Parte de la
inscripción había empezado a oscurecerse. Levanté la
vista y reparé
en un arbolillo. ¡Era un níspero!
La sombra del níspero -recordé la última parte de la cuarta frase del mensaje
del mayor- le
cubre al atardecer.
Quedé absorto, contemplando cómo la
cimbreante sombra de aquel humilde compañero de
soledad iba robando la luz de la
piedra, segundo a segundo. Al observar la pradera caí en la
cuenta que aquél era el único árbol
que crecía junto a esta sección del camposanto. Ya no había
duda: la clave estaba resuelta.
Recogí algunas de las níspolas que
habían caído sobre el césped y las guardé en mi bolsa.
Por último, corté una pequeña rama y
la deposité al píe de la lápida.
Poco a poco, con un sol moribundo a
mis espaldas, fui alejándome de aquel lugar. No he
vuelto a ver el frágil níspero de
hojas verdes y diminutas que acompaña al héroe
norteamericano, pero ambos sabemos
que aquella tarde, parte de mi corazón quedó en
Arlington.
En mi plan original de fuga yo no
había previsto, ni mucho menos, que el regreso fuese
precisamente por la puerta principal
del hotel. Ahora que lo pienso con una cierta perspectiva,
de haber sabido entonces que no
existía posibilidad de acceso desde la callejuela posterior a la
escalera de incendios, lo más seguro
es que no me hubiera jugado el todo por el todo por
aquella innecesaria comprobación en
el Cementerio Nacional de Arlington. Pero ya no podía
echarme atrás. Soy hombre que acepta
los riesgos y, además, encantado.
El crepúsculo había empezado a
adormilar los colores de la gran ciudad cuando el taxi se
detuvo frente a la puerta giratoria
de mi hotel. Mientras abonaba la carrera, respiré aliviado al
reconocer frente a mí, a una veintena
de pasos, el turismo de mis perseverantes guardianes. O
mucho me equivocaba, o aquellos
individuos me creían durmiendo a pierna suelta. Pronto iba a
comprobarlo...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
31
Salté del taxi y crucé la acera, mirando
de reojo hacia mi izquierda. Aunque fue cuestión de
segundos, pude percibir cómo uno -el
que permanecía al volante- se agitaba, tocando con
precipitación el hombro de su
compinche, que se hallaba leen o un periódico. No sé qué pudo
suceder después. Me colé en el hall como una exhalación, evitando el ascensor. Gracias al
cielo,
el recepcionista se encontraba de
espaldas y presumo que no me vio desaparecer escaleras
arriba.
Jadeando y maldiciendo el tabaco
irrumpí en mi habitación, en el momento preciso en que
sonaba el teléfono. Traté de recobrar
el pulso y lo dejé sonar un par de veces. Al descolgarlo
reconocí la voz del recepcionista:
Disculpe, señor -anunció el empleado
en un tono muy poco convincente-, ¿me dijo usted que
le llamara a las cinco y media o a
las seis y media...?
Me dieron ganas de ponerle como un
trapo. Pero disimulé, dando por sentado que junto al
recepcionista debía encontrarse
alguno de los agentes, sino los dos...
-A las seis y media, por favor
-respondí con voz seca y cortante.
-Disculpe, señor... Ha sido un error.
Acepté las disculpas y, por lo que
pudiera ocurrir, me desnudé, dando buena cuenta del
olvidado almuerzo. Eran las cinco y
media de la tarde. Si el FBI tragaba el cebo y estimaba que
todo había sido una confusión y que
yo no me había movido para nada de mi habitación, quizá
aquellas últimas horas en Washington
no fueran demasiado difíciles. Pero, ¿y si no era así?
Había que salir de dudas.
Y empecé a maquinar un nuevo plan.
Era necesario que averiguase hasta qué punto creían
en mis palabras...
Mi preocupación, como es fácil
adivinar, estaba centrada en los documentos. Tenía que
ponerlos a salvo a cualquier precio.
Pero, ¿cómo? Pasé más de media hora reconociendo y
explorando hasta el último rincón de
la habitación. Sin embargo, ninguno de los posibles
escondites me pareció lo
suficientemente seguro. Llegué, incluso, a desenroscar la alcachofa de
la ducha, considerando la posibilidad
de enrollar y ocultar parte del diario del mayor en el tubo
que sobresalía algo más de 35
centímetros de la pared del baño. Gracias a Dios, el instinto o la
intuición -o ambos a un mismo tiempo-
me hicieron recelar y, finalmente, me decidí por la
solución más simple... y arriesgada.
Perforé cuidadosamente el segundo cilindro y extraje otro
paquete de folios, igualmente
protegido en una funda de plástico transparente y
minuciosamente grapada.
Arrojé todas las grapas en el
interior de la botella de vino, que había quedado medio vacía, y
con la ayuda de varias tiras de cinta
adhesiva, sujeté ambos mazos de folios a mi pecho y
espalda, respectivamente.
Después me vestí cuidadosamente,
procediendo a rellenar los cartuchos de cartón con rollos
de fotografía, aún sin estrenar. Los
deposité en el fondo de la bolsa de las cámaras y retiré las
películas de ambas máquinas,
sustituyéndolas por otras, aún vírgenes.
Mi propósito era salir del hotel, a
cuerpo descubierto y dejar el campo libre a los tipos del
FBI. Corría el gravísimo peligro de
que, en lugar de registrar mi habitación, optaran por
seguirme y cachearme. En este segundo
supuesto, los documentos habrían volado en cuestión
de minutos.. En previsión de que esa
delicada circunstancia llegara a hacerse realidad, guardé
los rollos de TRI-X y de diapositivas
que había obtenido en mi reciente investigación en México,
así como las imágenes de Arlington,
en los bolsillos de la zamarra y del pantalón. «En caso de
registro -pensé- siempre es mejor que
localicen primero las películas. Quizá se den por
satisfechos y se olviden del
resto...»
No es que aquella estratagema me
convenciera excesivamente pero, ¿qué otra cosa podía
hacer?
Corté las colas de las películas de
una decena de rollos, todavía sin emplear, y los alineé
sobre el reducido escritorio, simulando
que se trataba del fruto de mi trabajo gráfico en
aquellos últimos días.
A las seis y quince minutos tomé una
hoja de papel, con el membrete del hotel, y escribí con
trazos descuidados:
Viernes (6-XI-81)... llamar a
D. Garrón a las 13 horas (teléfono 6525783).
Caballo de Troya
J. J. Benítez
32
Rasgué la hoja en trozos pequeños y
los dejé caer en la papelera metálica, separando
previamente uno de los cuadraditos de
papel en el que podía leerse el siguiente fragmento:
éfono 6525. Deposité esta parte del escrito en el suelo de la
habitación, muy cerca de la
papelera, como si en la maniobra -al
lanzar los papeles-, uno de ellos hubiera caído fuera del
recinto.
Después vacié uno de los ceniceros en
la citada papelera y procedí a desordenar la cama,
arrugando minuciosamente las sábanas.
A las seis y treinta, tal y como
esperaba, sonó el teléfono. El empleado, en un tono mucho
más amable, me recordó la hora.
-Muchas gracias -repuse, aprovechando
la oportunidad para rematar mi plan-. Por cierto,
quisiera ir al cine... ¿Sabe si hay
alguno por aquí cerca?
-Sí señor... ¿Qué tipo de película
desea ver el señor...?
-Bueno, si es tan amable, vaya
mirándolas usted mismo. Ahora bajo.
Al colgar me froté las manos. A pesar
de los pesares, aquello resultaba electrizante...
Por último, y antes de abandonar la
habitación, envolví cuidadosamente mi cuaderno de
notas en un par de periódicos,
escondiendo entre sus páginas la carta que había rescatado del
box número 21. Comprobé que llevaba el pasaporte, los billetes
-todavía «abiertos»- de mi
viaje de regreso a España, vía Nueva
York, y mis últimos treinta dólares y, abriendo la puerta,
empujé el carrito del almuerzo hasta
el pasillo. Retiré el cartel de No molesten y
cerré. Al
encaminarme hacia el ascensor pasé
ante una bandeja -con algunos restos de comida- que
había sido depositada en el piso,
junto a otra de las habitaciones. De pronto recordé las grapas
y, retrocediendo, tomé mi botella de
vino, cambiándola sigilosamente por la de aquel huésped.
Una vez en el hall conversé sin prisas con el recepcionista, que, gentilmente
-y a petición
mía- me acompañó hasta la calle,
señalándome el camino más corto para llegar al cine elegido.
Simulé no haber comprendido bien y el
hombre repitió sus indicaciones con todo lujo de
detalles. Tanto él como yo observamos
furtivamente el coche azul metalizado, que continuaba
aparcado a corta distancia. Aquella
comedia, en realidad, formaba parte de la segunda fase de
mi plan. Deseaba que quedara
perfectamente establecido que, en el transcurso de las dos horas
siguientes, yo iba a tratar de
disfrutar pacíficamente de una película. Y, naturalmente, era vital
hacerse notar...
Con las manos en los bolsillos y el
«dietario de campo» bien sujeto bajo el brazo, camuflado
entre los periódicos, fui alejándome
con aire distraído, como quien inicia un apacible paseo. El
peso de los folios -en especial los
del tórax- empezaba a lastimarme.
Con dos o tres paradas, aparentemente
casuales, frente a otros tantos comercios, fue más
que suficiente como para comprobar
que los agentes no se habían movido del interior del
turismo. Con aquel paso igualmente
displicente desaparecí de la calle 17, en busca de la
populosa avenida de Pennsylvania,
entre cuyos restaurantes, galerías comerciales, pub y
cinematógrafos siempre resulta más
fácil pasar inadvertido.
Adquirí un boleto y a las siete y
media penetraba en una de las salas de proyección. Pero mi
intención no era ver una película. A
los 15 minutos, y ante la indiferencia del portero, abandoné
el cine, dirigiéndome a una cabina
telefónica.
Aunque me hallaba muy cerca de la
calle 14, estimé que era mucho más prudente llamar
primero a la oficina de la agencia
Efe en Washington. Uno de los periodistas -viejo amigo- iba a
jugar un papel decisivo en esta
última parte del plan. Como era de esperar, el primer número
comunicaba sin cesar. Marqué el
segundo -3323120- y, al fin, logré hablar con la redacción.
No me vi forzado a darle demasiadas
explicaciones. El compañero y colega, cuya identidad
no puedo revelar, por razones obvias,
intuyó que me ocurría algo fuera de lo normal y aceptó
verme de inmediato.
A eso de las ocho y media de la noche
retrocedí hasta McPherson Square y, convencido de
que nadie me seguía, me deslicé
rápidamente hacia el vetusto ascensor del National Press
Building, en la mencionada calle 14
del sector NW de la ciudad. Mi amigo me aguardaba en el
departamento 969, sede de la agencia
Efe.
Una hora después, con el mismo aire
de despreocupación, empujaba la puerta giratoria del
hotel. De buen grado, y sin hacer
demasiadas preguntas, el periodista me había prometido su
ayuda. A las diez de ¡a mañana del
día siguiente -tal y como habíamos acordado- se
presentaría en mi hotel..
Caballo de Troya
J. J. Benítez
33
Mi intuición no falló esta vez. Al
aproximarme a la puerta principal del hotel descubrí que el
coche azul metalizado había
desaparecido.
Al reclamar mi llave en conserjería
observé que los empleados eran otros. Y aunque
últimamente los dedos se me hacían
huéspedes, comprendí que se trataba de un nuevo turno.
Di orden para que me despertasen a
las 8.30 del viernes y con un preocupante hormigueo en el
estómago, tomé el camino de la sexta
planta. No podía borrar de mi mente la sospechosa
circunstancia de que el vehículo del
FBI no se encontrara ya frente al hotel. ¿Qué podía haber
sucedido en estas tres horas?
No necesité mucho tiempo para
averiguarlo. Nada más cerrar la puerta de mi habitación, mis
ojos se clavaron en el pequeño
escritorio. ¡Los rollos vírgenes que yo había alineado de forma
premeditada sobre la lámina de
cristal que cubría la mesa habían desaparecido! Antes de
proceder a una rigurosa inspección
general, abrí la bolsa de las cámaras, comprobando con
alivio que mis máquinas seguían allí.
Sin embargo, tal y como había supuesto, también los
rollos -a medio impresionar- que yo
había sustituido en el último momento habían sido
extraídos (posiblemente rebobinados)
de las respectivas cajas. El resto del equipo seguía
intacto. Los cilindros de cartón,
repletos de película, no parecían haber llamado la atención de
los intrusos. Seguían en el fondo de
la bolsa, cubiertos por las minitoallas verdes que yo suelo
«tomar prestadas» en los hoteles
donde acierto a cobijarme y que, siguiendo la costumbre de
mi maestro y compadre Fernando
Múgica, suelo utilizar para evitar los choques y roces entre
cámaras y objetivos.
Tampoco las cuatro o cinco níspolas
que yo había recogido en Arlington habían sido
sustraídas por los agentes. Porque, a
estas alturas, y tal y como pude confirmar minutos más
tarde, saltaba a la vista que mi
habitación había sido registrada por el FBI. (Por una vez en mi
vida había acertado de pleno.)
En un primer chequeo pude deducir que
el resto de mis enseres -maleta, ropa, útiles de
aseo, etc.- seguía donde yo los había
dejado. El individuo o individuos que habían irrumpido en
la estancia habían sido sumamente
cuidadosos, procurando no alterar el rígido orden que
siempre impongo a mi alrededor.
Aquellos tipos buscaban información
-cualquier dato que pudiera estar relacionado con el
mayor o con el «amigo» que yo decía
estar buscando- y no iba a tardar en confirmarlo.
Algo más tranquilo después de aquel
rápido inventario, me situé frente a la papelera en la
que había arrojado los trocitos de
papel, así como las colillas de uno de los ceniceros.
Los papelillos seguían en el fondo
del recipiente, excepción hecha del que dejé caer
intencionadamente sobre el entarimado
de la habitación. Este, en un lamentable error del
agente, fue encontrado por mí en el
fondo de la papelera, junto a sus hermanos... Conociendo
como conozco, a los servicios de
Información, yo sabía que uno de los lugares donde siempre
miran es precisamente en las
papeleras. La trampa había dado resultado. El agente, después de
reconstruir la hoja de papel que yo
había troceado, la devolvió a la papelera, procurando que
las 28 partes cayeran íntegramente en
el cubo de metal.
Aquel torpe representante del FBI
había dejado, además, sobre el cristal del escritorio, otro
rastro de su paso. Como habrá
imaginado el lector, el hecho de vaciar uno de los ceniceros en
la papelera -y más concretamente
sobre los papelillos- no fue un gesto de higiene, aunque ésa
pueda ser la primera impresión...
Aquella maniobra estuvo perfectamente
calculada. Y ahora, al examinar el vidrio sobre el
que, a todas luces, había sido
minuciosamente reconstruida la hoja de papel, no tardé en
detectar, como digo, la huella del
intruso.
Al ir encajando los pedacitos de
papel, el agente no se percató de que una mínima porción
de ceniza -pero suficiente para mis
propósitos- caía sobre el cristal de la mesa.
Una vez desvelado el rompecabezas, el
individuo restituyó los restos a su correspondiente
lugar, no teniendo la precaución de
limpiar la superficie sobre la que había trabajado.
Con la ayuda de una minúscula lupa,
Agfa Lupe 8x, que siempre me acompaña y que resulta
de gran utilidad para el examen de
diapositivas, localicé al instante numerosas partículas
blancogrisáceas, que no eran otra
cosa que parte de la ceniza con la que había cubierto los
papelillos.
Si los agentes -como era fácil
suponer- habían tomado buena nota de lo que estaba escrito
en dicha hoja, había una alta
posibilidad de que cayeran en una nueva trampa...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
34
Antes de acostarme, y en previsión de
que mi teléfono estuviera intervenido, marqué el
número de la Cancillería Española,
haciéndole saber a la persona que me atendió que era amigo
del señor Garzón, consejero de
Información, y que, por favor, le dejara escrito que le
telefonearía hacia las 13 horas del
día siguiente. De esta forma, y en el más que probable
supuesto de que mi conversación
hubiera sido grabada, el FBI recibía así la confirmación a lo
que, sin duda, habían leído en mi
habitación.
Dejé prácticamente hecha la maleta y
me dispuse a descansar. Pero al ir a cepillarme los
dientes, recibí otra sorpresa.
Aquellos malditos agentes habían perforado -de parte a parte y
por tres puntos- el tubo de la pasta
dentífrica. Al revisar la crema de afeitar, tal y como me
temía, encontré el tubo igualmente
agujereado.
«¿De qué habrán sido y de qué serán
capaces estos "gorilas"?», empecé a preguntarme con
inquietud.
Aquella noche, y por lo que pudiera acontecer, eché la cadena de seguridad
y apuntalé la
puerta con la única silla existente
en la habitación. Como última precaución, decidí no despegar
los documentos de mi pecho y espalda.
En contra de lo que yo mismo podía suponer, aquella
incómoda carga no fue óbice para que
el sueño terminara por rendirme. Tenía gracia. Era la
primera vez que dormía con un «alto
secreto»..., entre pecho y espalda.
De acuerdo con el plan trazado la
tarde anterior en la sede de la agencia de noticias Efe, a
las diez en punto de la mañana del
viernes deposité la llave de mi habitación en la conserjería,
dirigiéndome seguidamente a uno de
los taxis que aguardaban a las puertas del hotel.
Tras desayunar en la habitación,
había procedido a rellenar los cartuchos de cartón con parte
de mi ropa sucia -pañuelos y calcetines,
fundamentalmente-, cerrándolos nuevamente y
escribiendo en cada uno de ellos mi
nombre, apellidos y dirección en Vizcaya. Y aunque el
tiempo en Washington D.C. era fresco
y soleado, me enlundé una gabardina color hueso.
Con las cámaras al hombro y los
cilindros del mayor entre las manos me introduje en el taxi,
pidiéndole que me llevara hasta el
Main Post Office o Central de Correos de la ciudad.
Si el FBI seguía mis movimientos,
aquellos cartuchos y mi colega, el periodista, me
ayudarían a darles un buen esquinazo.
A las 10.30 horas, el taxista detenía
su vehículo frente al edificio de correos. Con la promesa
de una excelente propina, le rogué
que esperase unos minutos; el tiempo justo de franquear y
certificar ambos paquetes. El hombre
accedió amablemente y yo salté del coche, al tiempo que
observaba cómo un turismo de color
negro rebasaba el taxi, aparcando a unos ochenta o cien
metros por delante.
Con el presentimiento de que los
ocupantes de aquel vehículo tenían mucho que ver con los
que habían irrumpido y registrado mi
habitación la noche anterior, me adentré en la concurrida
central. Gracias a Dios, mi amigo
esperaba ya en el interior. A toda velocidad, y ante
los
atónitos ojos de una jovencita que
rellenaba no sé qué impresos en la misma mesa donde me
había reunido con el reportero de
Efe, me quité la gabardina y se la pasé a mi compañero.
Escribí la matrícula del taxi en uno
de los formularios que se alineaban en los casilleros y, al
entregarle el papel, le advertí -en
castellano- que tuviera cuidado con el turismo que había visto
aparcar a escasa distancia del taxi.
Siguiendo el plan previsto, mí colega
se embutió en la gabardina, mientras yo me confundía
entre el gentío, en dirección a la
ventanilla de facturación de paquetes. Si todo salía bien, a los
cinco minutos, el periodista debería
introducirse en el taxi que esperaba mi retorno. Con el fin
de hacer aún más difícil su
identificación, le pedí que acudiera hasta la oficina de correos con
una bolsa del mismo color y lo más
parecida posible a la que yo cargaba habitualmente.
Cuando el funcionario guardó los
cilindros de cartón, me dirigí hacia la puerta y, desde el
umbral, comprobé que el taxi y el
turismo negro habían desaparecido.
Sin perder un minuto, me encaminé
hacia la boca del metro de Gallery Place. Desde allí,
siguiendo la línea Mcpherson-Farragut
West, reaparecí en la estación de Foggy Bottom. Eran las
11.30.
Una hora después, otro taxi me dejaba
en el aeropuerto nacional de Washington. O mucho
me equivocaba, o los agentes del FBI
estaban a punto de llevarse un solemne «planchazo»... A
las 13.25 de aquella agitada mañana,
el vuelo 104 de la compañía BN me sacaba -al fin- de la
capital federal.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
35
Difícilmente puedo describir aquellas
últimas cuatro horas en el aeropuerto de Nueva York. Si
mi amigo no había logrado engañar a
los empecinados agentes norteamericanos, mi seguridad
-y lo que era mucho peor: mi tesoro-
corrían grave riesgo.
A las cuatro en punto de la tarde,
tal y como habíamos convenido, marqué el teléfono de Efe
en Washington. Mi cómplice -al que
nunca podré agradecer suficientemente su audacia y
cooperación- me saludó con la
contraseña que sólo él y yo conocíamos:
-¿Desde Santurce a Bilbao...?
Voy por toda la orilla -respondí con
la voz entrecortada por la emoción. Aquello significaba,
entre otras cosas, que nuestro plan
había funcionado.
En cuatro palabras, mi enlace me puso
al corriente de lo que había ocurrido desde el
momento en que se introdujo en el
taxi. Mis sospechas eran fundadas: aquel turismo de color
negro, que se habla estacionado a
corta distancia de la fachada principal de la oficina de
correos, reanudó su discreto
seguimiento. Los agentes, tres en total, no podían imaginar que
mi amigo habla ocupado mi puesto y
que todo aquel laberinto no tenía otro objetivo que
permitir mi fulminante salida del
país.
Siguiendo las indicaciones del nuevo
pasajero, el taxista -que vio incrementado el importe de
su carrera con una súbita propina de
cincuenta dólares (propina que, según mi colega, le volvió
temporalmente mudo y sordo)- y ante
la presumible desesperación de los hombres del FBI,
condujo su vehículo hasta el interior
de la Cancillería Española, en el número 2700 de la calle
15. Allí permanecieron ambos hasta
las 13.30. A esa hora, uno de los vuelos regulares
despegaba de Washington, situándome,
como ya he referido, en la ciudad de Nueva York.
El desconcierto de los «gorilas» -que
habían esperado pacientemente la salida del taxi- debió
de ser memorable al ver aparecer el
citado vehículo, pero con otros dos ocupantes en el asiento
posterior. Mi amigo, que había
abandonado la gabardina y la bolsa en el interior de la
cancillería, se encasquetó una gorra
roja y se hizo acompañar por uno de los funcionarios y
amigo.
El FBI mordió nuevamente el cebo y,
creyendo que yo seguía en el interior de la embajada,
siguió a la espera.
« Es posible -comentó divertido el
reportero de Efe- que aún sigan allí...»
A las 19.15 horas, con los documentos
sólidamente adheridos a mi pecho y espalda y -por
qué negarlo- al borde casi de la
taquicardia, el vuelo 904 de la TWA me levantaba a diez mil
metros, rumbo a España.
Al día siguiente, sábado, una vez
confirmado mi aterrizaje en Madrid-Barajas, el colega se
personó en el hotel, recogiendo mi
maleta y saldando la cuenta. Por supuesto, y tal como
sospechaba, los cilindros de cartón
que había certificado en Washington, jamás llegaron a su
legítimo destino...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
36
¡Qué equivocado estaba! Mis angustias
no terminaron con el rescate del diario del mayor.
Fue a partir de la lectura de
aquellos documentos cuando mi espíritu se vio envuelto en toda
suerte de dudas...
Durante dos años, siempre en el más
impenetrable de los silencios, be desplegado mil
diligencias para intentar confirmar
la veracidad de cuanto dejó escrito el fallecido piloto de la
USAF. Sin embargo -a pesar de mis
esfuerzos-, poco he conseguido. La naturaleza del proyecto
resulta tan fantástica que,
suponiendo que haya sido cierto, la losa del «alto secreto» lo ha
sepultado, haciéndolo inaccesible.
Algo a lo que soviéticos y norteamericanos -dicho sea de
paso- nos tienen muy acostumbrados
desde que se empeñaron en la loca carrera
armamentista. No hace falta ser un
lince para comprender que, tanto en la conquista del
espacio como en el desarrollo del
potencial bélico, unos y otros ocultan buena parte de la
verdad y -lo que es peor- no sienten
el menor pudor a la hora de mentir y desmentir. Tampoco
es de extrañar, por tanto, que haya
caído una cortina de hierro sobre el proyecto que relata el
mayor en su legado.
En el presente trabajo he llevado a
cabo la transcripción -lo más fiel posible- de los primeros
350 folios del total de 500 que
contenían ambos cilindros. Aunque no voy a desvelar por el
momento el contenido del resto del
proyecto, puedo adelantar -eso sí- que responde a un
denominador común: «un gran viaje»,
tal y como los define el propio mayor. Un «viaje» que
haría palidecer a Julio Verne...
No soy tan necio, por supuesto, como
para creer que con el hallazgo y posterior traslado de
estos documentos fuera de los Estados
Unidos han desaparecido los riesgos. Al contrarío. Es
precisamente ahora, con motivo de su
salto a la luz pública, cuando los servicios de Inteligencia
pueden «estrechar» su cerco en torno
a este inconsciente periodista. Es un peligro que asumo,
no sin cierta preocupación...
Pero, como hombre prevenido vale por
dos, después de una fría valoración del asunto, yo
también he tomado ciertas
«precauciones». Una de ellas -la más importante, sin duda- ha sido
depositar los originales del
mencionado proyecto en una caja de seguridad de un banco, a
nombre de mi editor, José Manuel
Lara. En el supuesto de que yo fuera «eliminado», la citada
documentación sería publicada ipso facto.
Naturalmente, nada más pisar España,
una de mis primeras preocupaciones -amén de poner
a buen recaudo ambas documentaciones
originales- fue fotocopiar, por duplicado, los 500 folios
que había sacado de Washington. Con
el fin de evitar en lo posible el riesgo de «desaparición»
de dicho diario, una de las
reproducciones ha sido guardada -junto con los documentos oficiales
que me fueron entregados en 1976 por
el entonces general jefe del Estado Mayor del Aire, don
Felipe Galarza 1- en otra caja de seguridad, a nombre de un viejo y leal
amigo, residente en
una ciudad costera española.
A lo largo de estos dos años, como
digo, y tras conocer el «testamento» del mayor, he
llevado a cabo numerosas consultas
-especialmente con científicos y médicos- intentando
esclarecer, cuando menos, la parte de
ficción que destilan ambos «viajes». Vaya por delante -y
en honor a la verdad- que los
primeros se han mostrado escépticos en cuanto a la posibilidad
de materialización de semejante
proyecto. A pesar de ello, y antes de pasar al diario
propiamente dicho, quiero dejar
sentado que mi obligación como periodista empieza y concluye
precisamente con la obtención y
difusión de la noticia. Será el lector -y quién sabe silos
hombres del futuro, como ocurrió con
Julio Verne- quien deberá sacar sus propias conclusiones
y otorgar o retirar su confianza a
cuanto encuentre en las próximas páginas.
1 Estos trescientos folios forman parte de doce
investigaciones secretas de la Fuerza Aérea Española sobre otros
tantos casos de ovnis en España. Han
sido publicados en el libro Ovnis: Documentos oficiales de¡ Gobierno español
Caballo de Troya
J. J. Benítez
37
En todo caso -y con esto concluyo- si
el «gran viaje» del mayor fue sólo un sueño de aquel
hombre extraño y atormentado, que
Dios bendiga a los soñadores.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
38
EL DIARIO
Hoy, 7 de abril de 1977, al año de mi
retiro voluntario a la selva del Yucatán, una vez
conocida la muerte de mi hermano... y
al cuarto año de nuestro regreso del «gran viaje», pido
humildemente al Todopoderoso que me
conceda las fuerzas y vida necesarias para dejar por
escrito cuanto sé y contemplé -por la
infinita misericordia de Dios- en Palestina.
Es mi deseo que este testimonio sea
conocido entre los hombres de buena voluntad -
creyentes o no- que, como nosotros,
caminan a la búsqueda de la Verdad.
Sé desde hace más de un año -como
también lo supo mi hermano en el «gran viaje»-
que
mi muerte está cercana. Por ello,
siguiendo sus reiteradas peticiones y los cada vez más firmes
impulsos de mi propia conciencia, he
procedido a ordenar mis notas, recuerdos y sensaciones.
Espero que la persona o personas que
algún día puedan tener acceso a este humilde y sincero
diario hagan suya mi voluntad de
permanecer, como mi hermano, en el más riguroso
anonimato. No somos nosotros los
protagonistas, sino «ÉL».
No es fácil para mi resumir aquellos
años previos a la definitiva puesta en marcha del «gran
viaje». Y aunque nunca ha sido mi
propósito desvelar los programas y proyectos confidenciales
de mi país, a los que he tenido
acceso por mi condición de militar y miembro activo -hasta
1974- de la OAR (Oflice of Aerospace
Research)1, entiendo que antes de ofrecer los frutos de
nuestra experiencia en Israel, debo
poner en antecedentes a cuantos lean este informe de
algunos de los hechos previos a aquel
histórico enero de 1973.
Debo advertir igualmente que, dada la
naturaleza del descubrimiento efectuado por nuestros
científicos y las dramáticas
consecuencias que podrían derivarse de una utilización errónea o
premeditadamente negativa del mismo,
mis aclaraciones previas sólo tendrán un carácter
puramente descriptivo. Como he
mencionado antes, no es el medio lo que importa en este
caso, sino los resultados que
gozosamente tuvimos a bien alcanzar. Descargo así mis
escrúpulos de conciencia y confío en
que algún día -si la humanidad recupera el perdido sentido
de la justicia y de los valores del
espíritu- sean los responsables de este sublime hallazgo
quienes lo den a conocer al mundo en
su integridad.
Fue en la primavera de 1964 cuando,
confidencialmente y por pura casualidad, llegó hasta
mis oídos la existencia de un
ambicioso y revolucionario proyecto, auspiciado por la AFOS! y la
AFORS2 y en
el que trabajaba desde hacía años un nutrido equipo de expertos del Instituto
de
Tecnología de Massachusetts.
Yo había sido seleccionado en octubre
de 1963, con otros trece pilotos de la USAF, para uno
de los proyectos de la NASA. En mi
calidad de médico e ingeniero en física nuclear, y puesto
que seguía perteneciendo a la OAR, me
encomendaron un trabajo específico de supervisión del
llamado VIAL o Vehículo para la
Investigación del Aterrizaje Lunar. En la mencionada primavera
de 1964, dos de estas curiosas
máquinas voladoras -en las que se iniciaron los primeros
ensayos para los futuros alunizajes
del proyecto Apolo- llegaron al fin al lugar donde yo había
sido destinado: el Centro de
Investigación de Vuelos de la NASA, en la base de Edwards, de las
fuerzas aéreas norteamericanas, a
ochenta millas al norte de Los Angeles.
1 La OAR es la Oficina de Investigación Aeroespacial. (Nota
del traductor.)
2 AFOSI y AFORS son las siglas de la Air Force Office of
Special Investigations (Oficina de Investigaciones
Espaciales de la Fuerza Aérea) y de
la Air Force Office of Scientific Research (Oficina de Investigación Científica
de la
Fuerza Aérea), respectivamente. (N.
del t.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
39
En aquel paisaje desolado -en pleno
corazón del desierto Mojave- permanecí hasta últimos
de 1964, en que concluyeron con éxito
las pruebas preliminares de vuelo de los VIAL.
No tengo que repetir que aquellas
pruebas y otros proyectos -en especial los de la USAF-
habían sido calificados como
«altamente secretos». El ingreso en el recinto de la base y en el
de las experiencias en particular era
limitado al personal especialmente acreditado.
Durante meses conviví con otros
candidatos a astronautas, oficiales, científicos y técnicos -
todos ellos en posesión de la top secret security clearance1 llegando a mis oídos un fantástico
proyecto: la Operación Swivel
("Eslabón").
Una vez finalizado mi trabajo en
Edwards, la NASA estimó que debía incorporarme al Centro
Marshall, de vuelos espaciales. Mi
verdadera vocación ha sido siempre la investigación.
Concretamente, el joven «mundo» de la
teoría unificada de las partículas elementales. Sin
embargo, mis inquietudes en aquel mes
de diciembre de 1964 discurrían por otros derroteros.
Los costos de la NASA habían empezado
a dispararse y el Centro Marshall trabajaba día y noche
para encontrar nuevos sistemas o
fuentes de energía, que abaratasen las costosas baterías
«químicas» de los proyectos Explorer,
Mercury y Geminis.
Una semana antes de Navidad, y por
motivos de mi trabajo, tuve que volar nuevamente a la
base de Edwards. Durante uno de los almuerzos
con el personal especializado conocí al nuevo
jefe del proyecto Swivel, el
general..., un hombre sereno y de brillante inteligencia, que supo
escuchar pacientemente mis
disquisiciones y lamentos sobre la miopía mental de algunos altos
cargos de la NASA, que habían
rechazado una y otra vez mis sugerencias sobre la necesidad de
sustituir las anticuadas baterías
químicas por células de carburante o por baterías atómicas.
El general pareció interesarse por
algunos de los detalles de las pilas atómicas y yo -lo
reconozco- me desbordé, saturándole
con la lluvia de datos e información en torno a las
excelencias del plutonio 238, del
curio 244 y del prometio 147... Antes de retirarse de la mesa,
el general me hizo una sola pregunta:
«¿Quiere trabajar conmigo? »
Gracias al cielo, mi respuesta fue un
fulminante: «Sí.»
De esta forma, en enero de 1965
abandonaba definitivamente la NASA, para incorporarme al
módulo de experiencias de la USAF, en
Mojave. Yo había conocido a buena parte de los
científicos y militares que se
afanaba en aquel fantástico proyecto durante mi anterior etapa en
la base de Edwards. Esto facilitó las
cosas y mi definitiva integración en la Operación Swivel fue
rápida y total.
Durante los primeros meses, mi papel
-de acuerdo con los deseos del general que me había
contratado y al que de ahora en
adelante llamaré con el nombre supuesto de «Curtiss»- se
centró en una frenética investigación
en torno a un sistema auxiliar de abastecimiento de
energía mediante una batería atómica
llamada SNAP-9A, que son las siglas de Systems for
Nuclear Auxiliary Powers2.
En esas fechas, el proyecto había
superado ya las primeras y obligadas fases de
experimentación. Estas habían tenido
lugar -siempre en el más férreo de los secretos- entre
1959 y 1963. Nunca supe -y tampoco me
preocupó en exceso- quién o quiénes habían sido los
promotores o descubridores del
sistema básico que había permitido concebir semejante
aventura. En algunas de mis múltiples
conversaciones con el general Curtiss, este insinuó que -
aunque en el equipo inicial habían
participado algunos de los veteranos científicos del proyecto
Manhattan, que «dio a luz» la bomba
atómica- «el cambio de criterios en relación con la
naturaleza de las mal llamadas
partículas elementales o subatómicas procedía de Europa». Al
parecer, y a través de la CIA, las
fuerzas aéreas norteamericanas habían recibido -procedentes
de Europa occidental- una serie de
documentos en los que se hablaba de un brusco cambio de
180 grados en la interpretación de la
física cuántica.
En esencia, ya que no es mi intención
aquí y ahora alargarme excesivamente en cuestiones
puramente técnicas, ese «sistema
básico» que había impulsado la operación consistía en el
descubrimiento de una entidad
elemental -generalizada en el cosmos- en la que la ciencia no
1 Autorización para tener acceso a determinados secretos que
afectan a la defensa nacional en los Estados Unidas.
(N. del t.)
2 Sistema de Energía Nuclear Auxiliar. Fueron utilizados, en
efecto, por la NASA y el AEC para usos espaciales.
Estas baterías de isótopos
radiactivos pueden producir varios centenares de vatios de electricidad durante
períodos
superiores a un año. (N. del t.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
40
había reparado hasta ese momento y
que ha resultado, y resultará en el futuro, la «piedra
angular» para una mejor comprensión
de la formación de la materia y del propio universo.
Esa entidad elemental que fue
bautizada con el nombre de swivel puso
de manifiesto que
todos los esfuerzos de la ciencia por
detectar y clasificar nuevas partículas subatómicas no eran
otra cosa que un estéril espejismo.
La razón -minuciosamente comprobada por los hombres de
la operación en la que trabajé- era
tan sencilla como espectacular: un swivel tiene
la propiedad
de cambiar la posición u orientación
de sus hipotéticos «ejes»1 transformándose así en un
swivel diferente.
El descubrimiento dejó perplejos a
los escasos iniciados, arrastrándolos irremediablemente a
una visión muy diferente del espacio,
de la configuración íntima de la materia y del tradicional
concepto del tiempo.
El espacio, por ejemplo, no podía ser
considerado ya como un «continuo escalar» en todas
direcciones. El descubrimiento del swivel echaba por tierra las tradicionales abstracciones del
«punto», «plano» y «recta». Estos no
son los verdaderos componentes del universo. Científicos
como Gauss, Riemann, Bolyai y
Lobatschewsky habían intuido genialmente la posibilidad de
ampliar los restringidos criterios de
Euclides, elaborando una nueva geometría para un «nespacio
». En este caso, el auxilio de las
matemáticas salvaba el grave escollo de la percepción
mental de un cuerpo de más de tres
dimensiones. Nosotros habíamos supuesto un universo en
el que los átomos, partículas, etc.,
forman las galaxias, sistemas solares, planetas, campos
gravitatorios, magnéticos, etc. Pero
el hallazgo y posterior comprobación del swivel nos dio una
visión muy distinta del Cosmos: el
Espacio no es otra cosa que un conjunto asociado de
factores angulares, integrado por
cadenas y cadenas de swivels. Según
este criterio, el cosmos
podríamos representarlo -no como una
recta-. Sino como un enjambre de estas entidades
elementales. Gracias a estos
cimientos, los astrofísicos y matemáticos que habían sido
reclutados por el general Curtiss
para el proyecto Swivel fueron verificando con asombro cómo
en nuestro universo conocido se
registran periódicamente una serie de curvaturas u
ondulaciones, que ofrecen una imagen
general muy distinta de la que siempre habíamos tenido.
Pero no quiero desviarme del objetivo
principal que me ha empujado a escribir estas líneas.
A principios de 1960, y como
consecuencia de una más intensa profundización en los swivels,
uno de los equipos del proyecto
materializó otro descubrimiento que, en mi opinión, marcará un
hito histórico en la humanidad:
mediante una tecnología que no puedo siquiera insinuar, esos
hipotéticos ejes de las entidades
elementales fueron invertidos en su posición. El resultado llenó
de espanto y alegría a un mismo
tiempo a todos los científicos: el minúsculo prototipo sobre el
que se había experimentado
desapareció de la vista de los investigadores. Sin embargo, el
instrumental seguía detectando su
presencia...
A partir de entonces, todos los
esfuerzos se concentraron en el perfeccionamiento del
referido proceso de inversión de los swivels. Cuando yo me incorporé al proyecto, el general me
explicó que, con un poco de suerte, en
unos pocos años más estaríamos en condiciones de
efectuar las más sensacionales
exploraciones... en el tiempo y en el espacio.
Poco tiempo después comprendí el
verdadero alcance de sus afirmaciones.
Al multiplicar nuestros conocimientos
sobre los swivels y dominar la técnica de inversión de
la materia, apareció ante el equipo
una fascinante realidad: «más allá» o al «otro lado» de
nuestras limitadas percepciones
físicas hay otros universos (las palabras sólo sirven para
amordazar la descripción de estos conceptos)
tan físicos y tangibles como el que conocemos
(?). En sucesivas experiencias, los
hombres del general Curtiss llegaron a la conclusión de que
1 Aún hoy y puesto que este sensacional hallazgo no ha sido
dado a conocer a la comunidad científica del mundo,
numerosos investigadores y expertos
en física cuántica siguen descubriendo y detectando infinidad de subpartículas
(neutrinos, mesones, antiprotones,
etc.) que sólo contribuyen a oscurecer el intrincado campo de la física. El día
que los
científicos tengan acceso a esta
información comprenderán que todas esas partículas elementales que conforman la
materia no son otra cosa que
diferentes cadenas de swivel, cada uno de ellos orientado en una forma peculiar
respecto
a los demás. Tanto los especialistas
que trabajaron en esta operación, como yo mismo, tuvimos que doblegar nuestras
viejas concepciones del espacio
euclideo, con su trama de puntos y rectas, para asimilar que un swivel está
formado
por un haz de ejes ortogonales que
«no pueden cortarse entre sí». Esta aparente contradicción quedó explicada
cuando
nuestros científicos comprobaron que
no se trataba de «ejes» propiamente dichos, sino de ángulos. (De ahí que haya
entrecomillado la palabra «eje» y me
haya referido a hipotéticos ejes.) La clave estaba, por tanto, en atribuir a
los
ángulos una nueva propiedad o
carácter: el dimensional. (Nota del mayor.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
41
nuestro cosmos goza de un sinfín de
dimensiones desconocidas. (Matemáticamente fue posible
la comprobación de diez.)
De estas diez dimensiones, tres son
perceptibles por nuestros sentidos y una cuarta -el
tiempo- llega hasta nuestros órganos
sensoriales como una especie de «fluir», en un sentido
único, y al que podríamos definir
groseramente como «flecha o sentido orientado del tiempo».
En ese raudal de información apareció
ante nuestros atónitos ojos otro descubrimiento que
cambiará algún día la perspectiva
cósmica y que bautizamos como nuestro cosmos «gemelo»1
A mí, personalmente, al igual que al
general jefe del proyecto, lo que terminó por
cautivarnos fue el nuevo concepto del
« tiempo». Al manipular con los ejes de los swivels se
comprobó que estas entidades
elementales no «sufrían» el paso del tiempo. ¡Ellas eran el
tiempo!
Largas y laboriosas investigaciones
pusieron de relieve, por ejemplo, que lo que llamamos
«intervalo infinitesimal de tiempo»
no era otra cosa que una diferencia de orientación angular
entre dos swivels íntimamente ligados. Aquello constituyó un auténtico cataclismo en
nuestros
conceptos del tiempo2.
No fue muy difícil detectar que -por
uno de esos milagros de la naturaleza- los ejes del tiempo
de cada swivel apuntaban en una dirección común... para cada uno de los instantes
que
podríamos definir puerilmente como
«mi ahora». Al instante siguiente, y al siguiente y al
siguiente -y así sucesivamente- esos
ejes imaginarios variaban su posición dando paso a
distintos «ahora». Y lo mismo
ocurría> obviamente, con los «ahora» que nosotros llamamos
1 Me extenderé poco sobre nuestro «biocosmos» o cosmos
gemelo, pero me resisto a ocultar algunas de las
características básicas del mismo.
Aquellos análisis humillaron aún más si cabe nuestra soberbia científica. En
realidad,
no existe un único cosmos -como
siempre habíamos creído- sino infinito número de pares de Cosmos. La diferencia
fundamental detectada entre los
elementos de uno y otro (los nuestros, por ejemplo), estriba en que sus
estructuras
atómicas respectivas difieren en el
signo de la carga eléctrica y que nuestros científicos han llamado y siguen
llamando
incorrectamente «materia y
antimateria«. Nuestro cosmos gemelo, por ejemplo, presenta las siguientes
diferencias:
1) En sus átomos, la corteza está
formada por electrones positivos orbitales y su núcleo por antiprotones
(protones negativos).
2) Jamás podrán ponerse en contacto
ambos cosmos. Tampoco tiene sentido pensar que puedan superponerse ya
que no los separan relaciones
«dimensionales». (No hay distancias ni simultaneidad en el tiempo.)
3) Ambos cosmos poseen la misma masa
y el mismo radio, correspondiente a una hiperesfera de curvatura
negativa.
4) Cada uno goza de singularidades
distintas; es decir, en nuestro cosmos gemelo no hay el mismo número de
galaxias ni aquéllas poseen la misma
estructura que las «nuestras». No hay, por tanto, otro planeta Tierra gemelo.
5) Ambos cosmos fueron «creados»
simultáneamente, pero sus flechas del tiempo no tienen por qué estar
orientadas en el mismo sentido. (No
podemos hablar, en consecuencia, de que dicho cosmos coexiste con el nuestro en
el tiempo o de que existió antes o de
que existirá después. Únicamente podemos afirmar que existe.)
Pero quizá lo que más impresionó a
nuestro equipo de investigadores fue verificar que ese cosmos gemelo ejerce
una determinada influencia sobre el
nuestro..., y presumiblemente -porque esto no ha sido comprobado aún -el
nuestro
actúa también sobre aquél. (N. del
m.)
2 Las sucesivas verificaciones demostraron, por ejemplo, que
el tiempo puede asimilarse a una serie de swivels
cuyos ejes están orientados
ortogonalmente con respecto a los radios vectores que implican distancias.
Según esto,
descubrimos que puede darse el caso
-si la inversión de ejes es la adecuada- que un observador, en su nuevo marco
de
referencia, aprecie como distancia lo
que en el antiguo sistema referencial era valorado como «intervalo de tiempo».
Es
fácil comprender entonces por qué un
suceso ocurrido lejos de la Tierra (por ejemplo, en un planeta del cumulo
globular M13, situado a 22 500 anos
luz) no puede ser jamás simultáneo a otro que se registre en nuestro mundo.
Esto
nos dio la explicación de por qué un
objeto que pudiera viajar a la velocidad de la luz acortaría su distancia sobre
el eje
de traslación, hasta reducirse a una
pareja de swivels. Distancia que, aunque tiende a cero, no es nula como
apunta
erróneamente una de las
transformaciones del matemático Lorentz. (Quizá pueda referirme en otro
apartado de este
relato a lo que descubrimos en torno
a la velocidad limite o de la luz, al invertir los ejes de los swivels y pasar, por
tanto, a otros marcos dimensionales.)
Y ya que he mencionado el proceso de
inversión de ejes de los swivels, debo señalar que, al principio, muchos de
los intentos de inversión de la
materia resultaron fallidos, precisamente por una falta de precisión en dicha
operación.
Al no lograr una inversión absoluta,
el cuerpo en cuestión -por ejemplo, un átomo de molibdeno- sufría el conocido
fenómeno de la conversión de la masa
en energía. (Al desorientar en el seno del átomo de Mo1 un solo nucleón
-un
protón, por ejemplo-, obteníamos un
isótopo del Niobio-10.) Cuando esa inversión fue absoluta, el protón parecía
aniquilado, pero sin quebrar el
principio universal de la conservación de la masa y de la energía. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
42
pasado. Aquel potencial
-sencillamente al alcance de nuestra tecnología- nos hizo vibrar de
emoción, imaginando las más
espléndidas posibilidades de «viajes» al futuro y al pasado1.
A partir de esos momentos (1966), el
proyecto se subdividió en tres ambiciosos programas.
Aunque estrechamente vinculados, los
tres equipos se afanaron en la puesta a punto de
otros tantos módulos que nos
permitieran la exploración -sobre el «terreno»- en tres
direcciones bien distintas:
En primer lugar, con un «viaje» a
otro marco dimensional dentro de nuestra propia galaxia2.
En segundo término, y forzando los
ejes del tiempo de los swivels hacia
adelante, trasladar
todo un laboratorio -con astronautas
incluidos- a nuestro propio futuro inmediato.
Por último, y siguiendo un proceso
contrario, situar otro módulo o laboratorio en el pasado
de la Tierra.
Yo fui asignado a este tercer
proyecto -bautizado como Caballo de Troya- y a él, y a cuanto
le rodeó basta que fue consumado en
enero de 1973, me referiré en esta primera parte del
diario.
Desde 1966 a 1969, nuestro módulo
-bautizado entre los miembros del equipo como la
«cuna» a causa de su parecido con
dicho mueble- experimentó sucesivas modificaciones, hasta
alcanzar un volumen lo
suficientemente grande como para albergar a dos tripulantes.
La atención del reducido grupo de
científicos que fuimos seleccionados para la Operación
Caballo de Troya estuvo fija durante
muchos meses en la consecución de un sistema que
permitiera una total y segura
manipulación de los ejes del tiempo de los swivels de toda la
«cuna», tanto manual como
electrónicamente.
Finalmente, y con la colaboración de
la Bell Aerosystems Co., de Niagara Falls -la misma
empresa que diseñó y construyó el ML
o módulo lunar para el proyecto Apolo- nos hicimos con
un laboratorio de diez pies de alto,
con cuatro puntos de apoyo extensibles, de trece pies cada
uno y un peso total de 3000 libras.
A diferencia del módulo del primero
de los proyectos que he citado -cuya operación fue
bautizada como Marco Polo- el nuestro
no precisaba de un sistema de propulsión. La operación
de inversión de todas las
subpartículas atómicas de la «cuna», incluido el recinto geométrico del
mismo, sus ocupantes y la totalidad
de los gases, fluidos, etc., que lo integran, podía
efectuarse «en seco»; es decir, sin
que el habitáculo y sus pies de sustentación tuvieran que
1 Aunque ya he hecho una ligera alusión a este trascendental
descubrimiento, trataré de señalar algunas de las
líneas básicas en lo que a esta nueva
definición de «intervalo dc tiempo» se refiere. Como he dicho, nuestros
científicos
entienden un intervalo de tiempo «T» como una
sucesión de zwivels cuyos ángulos difieren entre 51 cantidades
constantes. Es decir, consideremos en
un swivel los cuatro ejes (que no son otra cosa que una representación del
marco tridimensional de referencia),
y que no existen en realidad: en otras palabras, que son tan convencionales
como
un símbolo aunque sirven al
matemático para fijar la posición del ángulo real. Si dentro de ese marco ideal
oscila el
ángulo real, imaginemos ahora un
nuevo sistema referencial de los ángulos, cada uno de los cuales forma 90
grados
con los cuatro anteriores. Este nuevo
marco de acción de un ángulo real y el anteriormente definido, definen
respectivamente espacio y tiempo.
Observemos que los «ejes rectores» que definen espacio y tiempo poseen grados
de
libertad distintos. El primero puede
recorrer ángulos-espacio en tres orientaciones distintas, que corresponden a
las tres
dimensiones típicas del espacio; el
segundo está «condenado» a desplazarse en un solo plano. Esto nos lleva a creer
que dos swivels cuyos ejes difieran
en un ángulo tal que no exista en el universo otro swivel cuyo ángulo esté
situado
entre ambos, definirán el mínimo
intervalo de tiempo. A este intervalo, repito, lo llamamos «instante». (N. del
m.)
2 Como he expresado anteriormente, no puedo sugerir siquiera
la base técnica que conduce a la mencionada
inversión de todos y cada uno de los
ejes de los swivels, pero puedo adelantar que el proceso es instantáneo y que
la
aportación de energía necesaria para
esta transformación física es muy considerable. Esa energía necesaria. puesta
en
juego hasta el instante en que todas
las subpartículas sufren su inversión, es restituida «íntegramente» (Sin
pérdidas),
retransformándose en el nuevo marco
tridimensional en forma de masa. Los experimentos previos demostraron que,
inmediatamente después de ese salto
de marco tridimensional, el módulo se desplazaba a una velocidad superior, sin
que el cambio brusco de la velocidad
(aceleración infinita) en el instante de la inversión fuera acusado por el
vehículo.
Este procedimiento de viaje como es
fácil adivinar- hace inútiles los restantes esfuerzos de los ingenieros y
especialistas
en cohetería espacial, empeñados aún
en lograr aparatos cada vez más sofisticados y poderosos..., pero siempre
impulsados por la fuerza bruta de la
combustión o de la fisión nuclear. (Quizá ahora se empiece a entender por qué
no
puedo ni debo extenderme en los
pormenores técnicos de semejante descubrimiento...) Al llevar a cabo estos
saltos o
cambios de marco tridimensionales
observamos con desconcierto que -en el nuevo marco- la velocidad limite o
velocidad de la luz (299 792,4580
más-menos 0,0012 kilómetros por segundo) cambiaba notablemente. Hasta el punto
que la única referencia que puede
reflejar el cambio de ejes es precisamente la medida de esa velocidad o
constante C.
Tendremos así una familia de valores:
C0 C1 C2 C3... C,,, que se extiende desde C0 = 0 (velocidad
de la luz nula) a Cn =
infinito, cada una representando a un
sistema referencial definido. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
43
moverse del lugar elegido. Nuestro
hábitat de trabajo en todos aquellos años (el corazón
salitroso del desierto de Mojave)
reunía, además, otro requisito de gran importancia para las
primeras y decisivas experiencias dé
la Operación Caballo de Troya. Los informes geológicos
nos tranquilizaron sobremanera al
asegurarnos que aquella zona -a pesar de hallarse en el filo
de la placa tectónica norteamericana,
de gran actividad telúrica- no había sufrido grandes
cambios desde finales del período
jurásico, hace más de 135 millones de años, cuando se
produjo la llamada «perturbación
Nevadiana». A pesar de todo y como medida complementaria,
la «cuna» fue provista de un equipo
auxiliar de propulsión, consistente en un motor gemelo al
del VIAL en el que yo había trabajado
en el año 1964. General Electric nos proporcionó un
motor principal (de turbina a chorro
CF-200-2V), que fue montado verticalmente y que permitía
un rápido y seguro movimiento
ascensional1.
Estas medidas de seguridad, que
fueron muy poco utilizadas, revisten sin embargo una gran
importancia. Una de nuestras
obsesiones, mientras iba perfilándose el primer «gran viaje» del
proyecto Caballo de Troya, era
acertar con la orografía del terreno elegido para el salto hacia
atrás en el tiempo. Si nuestros
informes técnicos erraban en lo que a la configuración física y
geológica del punto de contacto se
refería, la inversión de los ejes del tiempo de los swivels
podía resultar catastrófica. La
«cuna», por ejemplo, posada en pleno siglo XX en una planicie,
podía quedar desintegrada si
«aparecía» -por error- en el interior de una montaña y que en el
pasado podía haber ocupado ese
espacio que hoy estábamos utilizando como punto de
contacto.
Por tanto, después de infinidad de
cálculos y estudios, los hombres del general Curtiss
aceptamos de buen grado que -salvo contadas
excepciones- la fase de inversión debía
provocarse siempre en el aire, en
estado estacionario. Una vez localizado electrónica y
visualmente el punto de contacto, la
«cuna» podría ser aterrizada con toda comodidad y sin
riesgo alguno de choque o desintegración.
Las primeras pruebas de vuelo de la
«cuna», cuyo equipo de inversión de masa fue
suprimido en aquellas fechas por
elementales razones de seguridad, fueron llevadas a cabo por
el entonces piloto-jefe de
investigaciones del Centro de la NASA en Edwards, Joseph A. Walker,
ya fallecido, y que en los años 1964
y 1965 dirigió y tomó parte en más de 24 vuelos
experimentales del VIAL. Él conocía
bien los sistemas de propulsión de los simuladores del
módulo de aterrizaje lunar y su
veredicto fue positivo: la «cuna» -a pesar de su destartalado
aspecto- respondía con docilidad.
En 1969, con un centenar de ensayos
altamente satisfactorios, el equipo fijó definitivamente
en ochocientos pies la altitud ideal
para proceder a la inversión de masa. El tiempo medio
consumido en la operación de despegue
y estacionario, antes de la fase de inversión, fue fijado
en cinco minutos.
Al fin, en el otoño de 1969, el
general dio luz verde y cuatro de aquellos singulares
astronautas que formábamos el primer
equipo de «vuelo al pasado», tuvimos la fortuna de
experimentar hasta un total de seis
retrocesos en el tiempo. Todos ellos ejecutados siempre por
parejas y en el estacionario fijado
(ochocientos pies de altura), en pleno desierto Mojave.
Ocuparme ahora de estas fascinantes
experiencias me llevaría muy lejos de mi verdadero
propósito. Prescindiré, por tanto, de
su descripción, porque, además, quedaron minuciosamente
registradas en otros tantos informes,
actualmente en poder de la Air Force Office of Special
Investigations y, desgraciadamente,
de la DIA (Defense Intelligence Agency).
1 Éste no era otra cosa que un motor a propulsión a chorro
J85 al que se le había acoplado un ventilador en la
popa, aumentando así su empuje de
velocidad cero desde 2 800 a 4 200 libras. Fue montado en un anillo cardan y
mantenido giroscópicamente, apuntando
recto hacia abajo, incluso en el caso de posible inclinación de la «cuna». En
las
experiencias previas de aterrizaje.
su empuje era regulado exactamente a cinco sextos del peso del módulo.
La restante sexta parte del peso del
habitáculo completo fue sostenido por otros dos cohetes auxiliares
ascensionales, regulables, de
peróxido de hidrógeno de quinientas libras de empuje máximo cada uno. Fueron
montados en la estructura principal
de la «cuna», pudiendo inclinarse con el vehículo. Ocho pequeños motores
cohete,
también propulsados por peróxido de
hidrógeno, controlaban la posición de la «cuna». Cada cohete de Posición podía
ser accionado por una válvula
selenoidal individual del tipo de intervalos. Como si se tratase de un pequeño
avión, el
piloto podía controlar el cabeceo por
medio del movimiento proa-popa, y el bamboleo por el movimiento
derechaizquierda,
de una palanca. La «cuna» iba
provista, incluso, de pedales que proporcionaban el control de «guiñada»
Tanto la palanca como los pedales
fueron conectados eléctricamente con las válvulas selenoidales. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
44
Si apuntaré, no obstante, que el
delicado sistema de retroceso y ajuste de los ejes del
tiempo de los swivels en las fechas programadas por el equipo resultaron
asombrosamente
precisos, gracias a la revolucionaria
red de computadores1 que había servido desde un
comienzo para la localización de los swivels y que fueron incorporados al sistema de inversión
de masa.
Como es natural, de poco hubiera
servido aquel gigantesco esfuerzo si nuestra tecnología no
hubiera sido capaz de modificar los
haces de los swivels -y concretamente los ejes del tiempo-
forzándolos a los nuevos ángulos. La
red de ordenadores, por un complejo procedimiento, llegó
a afinar ese «traslado» de los «ejes»
y, en definitiva, del módulo> con un error de «más-menos
dos horas» en las fechas deseadas.
Y al fin llegó el gran día. El
general Curtiss nos convocó a una reunión de urgencia.
Los hombres de la Operación Caballo
de Troya -siempre bajo el mando de Curtiss- perfilaron
media docena de «viajes», a cual más
fascinante. Sin embargo, la lógica y un estricto sentido
del orden hacían poco recomendable la
puesta en marcha de varios proyectos a un mismo
tiempo. Había que decidirse por una
primera exploración, sin relegar por ello al olvido el resto
de las proposiciones. Tras muchas
horas de debate, y por unanimidad, la cumbre de científicos
y especialistas -en sesión de
urgencia en la base de Edwards- eligió tres «momentos» de la
historia de la humanidad como
posibles e inmediatos candidatos para una elección final. Era el
10 de marzo de 1971.
Los tres objetivos en cuestión fueron
los siguientes:
1.º Marzo-abril del año 30 de nuestra
era. Justamente, los últimos días de la pasión y
muerte de Jesús de Nazaret.
2.º El año 1478. Lugar: Isla de
Madera. Objetivo: tratar de averiguar si Cristóbal Colón pudo
recibir alguna información
confidencial, por parte de un predescubridor de América, sobre la
existencia de nuevas tierras, así
como sobre la ruta a seguir para llegar hasta ellas.
3.º Marzo
de 1861. Lugar: los propios Estados Unidos de América del Norte. Objetivo:
conocer con exactitud los
antecedentes de la guerra de Secesión y el pensamiento del recién
elegido presidente Abraham Lincoln.
1 Aunque tampoco considero oportuno desvelar la naturaleza
íntima de este formidable conjunto de ordenadores, sí
puedo aclarar que, a diferencia de
los sistemas tradicionales de computadores, los utilizados en la Operación
Caballo de
Troya no están integrados por
circuitos electrónicos. Es decir, por tubos de vacío, componentes basados en el
estado
sólido, tales como transistores o
diodos sólidos, conductores y semiconductores, inductancias, etc., sino por
unos
órganos integrados topológicamente en
cristales estables llamados «amplificadores nucleicos». Su
característica
principal es que en ellos no se
amplifican las tensiones o intensidades eléctricas como en los amplificadores
comunes,
sino la potencia. Una función
energética de entrada inyectada al amplificador nucleico es reflejada en la
salida en otra
función analíticamente más elevada.
La liberación controlada de energía se realiza a expensas de la masa integrada
en
el amplificador, y el fenómeno se
verifica dimensionalmente a escala molecular. En el proceso intervienen los
suficientes átomos para que la
función pueda ser considerada macroscópicamente como continua.
En cuanto a la estructura básica de
estos superordenadores -y también con carácter puramente descriptivo- puedo
decir lo siguiente:
Los computadores digitales usados
corrientemente utilizan generalmente una memoria central de núcleos
magnéticos de ferrita y diversas
unidades de memoria periférica, de cinta magnética, discos, tambores, varillas
con
banda helicoidal, etc. Todas ellas
son capaces de acumular, codificados magnéticamente, un número muy limitado de
bits, aunque siempre se hable de
cifras de millones de dígitos. Las bases técnicas, en cambio, de los
ordenadores del
proyecto Caballo de Troya -basados en
el titanio- son distintas. Sabemos que la corteza electrónica de un átomo puede
excitarse, alcanzando los electrones
diversos niveles energéticos que llamamos «cuánticos». El paso de un estado a
otro lo realiza liberando o
absorbiendo energía cuantificada que lleva asociada una frecuencia
característica. Así, un
electrón de un átomo de titanio puede
cambiar de estado en la corteza, liberando un fotón, pero en el átomo de
titanio,
como en otros elementos químicos, los
electrones pueden pasar a varios estados emitiendo diversas frecuencias. A este
fenómeno lo denominamos «espectro de
emisión característico de este elemento químico», que permite identificarlo por
valoración espectroscópica. Pues
bien, si logramos alterar a voluntad el estado cuántico de esta corteza
electrónica del
titanio, podemos convertirlo en
portador, almacenador o acumulador de un mensaje elemental: un número. Si el
átomo
es capaz de alcanzar, por ejemplo,
doce o más estados, cada uno de esos niveles simbolizará o codificará un
guarismo
del cero al doce. Pero una simple
pastilla de titanio consta de billones de átomos. Podemos imaginar, pues, la
información codificada que será capaz
de acumular. Ninguna otra base macrofísica de memoria puede comparársele.
De momento, no me es lícito explicar
cómo conseguimos la excitación de esos átomos del titanio... (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
45
Cada uno de los proyectos había sido
preparado exhaustivamente, hasta en sus más mínimos
detalles. Yo encabezaba y defendí
enconadamente el segundo de los «viajes». A través de
numerosas lecturas y contactos con
expertos de la universidad de Yale, había llegado al
convencimiento de que Colón no fue el
primer descubridor de las tierras americanas y aquélla
era una magnífica oportunidad de
conocer la verdad. Pero, tanto el «viaje» a la guerra de
Secesión como a la isla portuguesa de
Madera terminaron por ser aparcados, en beneficio del
primero: el traslado en el tiempo al
año 30 de nuestra era. A pesar del natural disgusto de los
defensores de los proyectos
eliminados, todos reconocimos que el nivel de riesgos era
sensiblemente inferior en el «gran
viaje» a la Jerusalén de Cristo que a la guerra de Secesión
estadounidense o al siglo XV. En el
caso de la exploración en tiempos de Lincoln, los
astronautas elegidos podían correr
evidentes peligros físicos y ni el general Curtiss ni el resto
de los componentes de la Operación
Caballo de Troya estábamos dispuestos a poner en juego
la seguridad de nuestros hombres. En
cuanto al «viaje» que yo propugnaba, la falta de
precisión en la fecha exacta en que
el «prenauta» pudo arribar con su carabela a la isla de
Madera fue determinante. Nuestra
aportación histórica, aunque rigurosa, arrojaba un inevitable
margen de error1.
Como un solo hombre, a partir de
aquella decisiva y final determinación, los 61 miembros
del equipo Caballo de Troya -de
«exploración al pasado»- nos volcamos en la puesta a punto de
la que iba a ser nuestra primera
aventura oficial en el tiempo.
No voy a negar que en aquellas
semanas que siguieron a mí elección por el general Curtiss
para tripular la «cuna» y «descender»
en el tiempo de Jesús de Nazaret, mi estado de ánimo se
vio profundamente alterado. A pesar
de la innegable alegría que supuso el formar parte de la
primera pareja de «exploradores» a
otro tiempo, la responsabilidad de tan compleja operación
me abrumó y fueron necesarios muchos
días para lograr adaptarme y asimilar serenamente mi
compromiso.
Nunca supe con exactitud por qué el
jefe del proyecto Swivel me designó para aquel «gran
viaje». Es muy posible que, a la hora
de valorar conocimientos y condiciones personales, otros
compañeros deberían haber ocupado mi
puesto por un amplio margen de méritos. Curtiss, en
una de las múltiples entrevistas que
celebré con él a raíz de mi nombramiento, dejó entrever
que la naturaleza de la exploración
exigía, fundamentalmente, la presencia de un hombre
escéptico en materia religiosa. Al
contrario de otros muchos miembros del equipo, yo no
militaba en iglesia o movimiento
religioso alguno, siendo patente mi carácter agnóstico. Por mí
rígida educación científica y
militar, y aunque siempre procuré respetar las creencias e
inclinaciones religiosas de los
demás, yo no había sentido jamás la menor necesidad de
refugiarme o de buscar aliento en
ideas trascendentales.
¡Qué poco podía imaginar lo que me
reservaba el destino! Y tuve que reconocer con el
general que, en efecto, la objetividad
era una de las condiciones básicas para desempeñar
aquella «observación» de la historia
con un mínimo de rigor.
Mi trabajo en aquel «traslado» al año
30 -al igual que el de mi compañero- exigía la
aceptación y cumplimiento de una
norma, que se había convertido en regla de oro para la
totalidad del equipo del proyecto
Caballo de Troya: los exploradores no podían -bajo ningún
concepto, ni siquiera el de la propia
supervivencia- alterar, cambiar o influir en los hombres,
grupos sociales o circunstancias que
fueran el objetivo de nuestras observaciones o que,
sencillamente, pudieran surgir en el
transcurso de las mismas. Cualquier vacilación a la hora de
asumir esta premisa principal era
motivo de una fulminante expulsión del grupo de
exploradores. Este hecho inviolable
presuponía ya una absoluta objetividad en los
observadores. No obstante, el
general, en un rasgo de sutil prudencia, prefirió que -en nuestro
caso- la objetividad fuera de la mano
de una especial asepsia en materia religiosa.
Como es fácil comprender, un medio
tan poderoso como la manipulación de los ejes del
tiempo de los swivels podría ser sumamente peligroso, de caer en manos de
individuos sin
1 Tomando como referencia -más que probable- la fecha de
1478 para el asentamiento de Cristóbal Colón en la isla
de Madera, donde su suegra regentaba
una taberna, y de acuerdo con los testimonios de Las Casas y de la leyenda
taina, era muy posible que los
misteriosos «predescubridores» de América hubieran visitado las islas del
Caribe
(especialmente La Española) en los
meses inmediatamente anteriores a dicha fecha. Quizá en 1476 o 1477. Hubiera
sido; por tanto, en ese año de 1478
cuando pudo producirse el retorno de los involuntarios «descubridores» hacia
Europa, con una fortuita escala en la
referida isla portuguesa. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
46
escrúpulos o con una visión fanática
y partidista de la historia. En las seis primeras inversiones
de masa que fueron practicadas con
carácter puramente experimental en el desierto de Mojave
pudo comprobarse que el trasvase del
módulo y de los pilotos a otras fechas remotas no
afectaba a la naturaleza física de
los mismos ni tampoco al psiquismo o a la memoria de los
tripulantes. Estos, mientras duró el
«salto hacia atrás», fueron conscientes en todo momento
de su propia identidad, recordando
con normalidad a qué época pertenecían. En el grupo se
discutió a fondo y con toda
honestidad las gravísimas repercusiones que hubiera entrañado
para una persona, o para una
colectividad, la trágica circunstancia de que «alguien» de una
época pasada pudiese resultar muerto
en un enfrentamiento, por ejemplo, con alguno de
nuestros exploradores. Si el
principio causa-efecto respondía a una realidad, los resultados
históricos podían ser funestos.
De ahí que nuestra misión -por encima
de todo- sólo podía aspirar a la observación y análisis
de los hechos, personajes o épocas
elegidos. Y no era poco...
Por fortuna para el proyecto Caballo
de Troya, nuestras relaciones con el Estado de Israel
eran inmejorables, en especial a
partir de la guerra de los Seis Días. Era primordial para la
ejecución del «gran viaje» que la
«cuna» pudiera ser trasladada a Palestina y ubicada en el
«punto de contacto» elegido. Todo
ello -además- sin levantar sospechas. Pero poco puedo
referir sobre estas gestiones, que
pesaron íntegramente sobre las espaldas del general Curtiss.
Sólo al final, cuando apenas faltaban
dos meses para la cuenta atrás, los más allegados al jefe
del proyecto supimos de los
obstáculos surgidos, de las duras condiciones impuestas por el
Gobierno de Golda Meir y de los
fallidos pero irritantes intentos de la CIA por hacerse con el
control de la operación.
Aquellos combates en la oscuridad de
los despachos y de la burocracia estatal pasaron
inadvertidos para mi y para el resto
del equipo, enfrascados en la última fase de los
preparativos de la aventura. (Ahora
doy gracias al Cielo por esta supina ignorancia...)
El resto de 1971, así como la casi
totalidad de 1972, mi centro de operaciones cambió
notablemente. Durante esos dos años,
mi tiempo se repartió entre el pueblecito de Malula, la
universidad de Jerusalén y la base de
Edwards. La Operación Caballo de Troya contemplaba dos
fases perfectamente claras y
definidas.
Una primera, en la que el módulo
sufriría el ya conocido proceso de inversión de masa,
forzando los ejes del tiempo de los swivels hasta el día, mes y año previamente fijados. En este
primer paso, como es lógico, mi
compañero y yo permaneceríamos a bordo hasta el «ingreso»
en la fecha designada y definitivo
asentamiento en el Punto de contacto.
La segunda -sin duda la más
arriesgada y atractiva- obligaba al abandono de la «cuna» por
parte de uno de los exploradores, que
debía mezclarse con el pueblo judío de aquellos tiempos,
convirtiéndose en testigo de
excepción de los últimos días de la vida de Jesús el Galileo. Ese era
mi «trabajo».
Este cometido -en el que no quise
pensar hasta llegado el momento final- me obligó durante
esos años a un febril aprendizaje de
las costumbres, tradiciones más importantes y lenguas de
uso común entre los israelitas del
año 30.
Buena parte de esos 21 meses los
dediqué a la dura enseñanza de la lengua que hablaba
Cristo: el arameo occidental o
galilaico. Siguiendo los textos de Spitaler y de su maestro en la
universidad de Munich, Bergsträsser,
no fue muy difícil localizar los tres únicos rincones del
planeta donde aún se habla el arameo
occidental: la aldea de Ma’lula, en el Antilibano, y las
pequeñas poblaciones, hoy totalmente
musulmanas, de Yubb'adin y Bah'a, en Siria1.
Y aunque el árabe ha terminado por
saltar las montañas del Líbano, contaminando el
lenguaje de los tres pueblos, la
fonética y morfología siguen siendo fundamentalmente
arameas.
1 Como información complementaria puedo añadir que el acceso
a la aldea de Ma'lula -al menos en los años 1971 y
1972- podía efectuarse por la
carretera de Damasco a Homs. Al alcanzar el kilómetro cincuenta hay que tomar
un
desvío a la izquierda. Tras remontar
nueve kilómetros de pendiente aparece ante la vista un monasterio católico de
monjes basilios. Al pie de ese
monasterio se encuentra Ma'lula, con sus escasos mil habitantes. Toda la
población era
católica. La iglesia está a cargo de
un sacerdote libanés que habla árabe. En esta lengua, precisamente, se
desarrolla la
liturgia, aunque el lenguaje del
pueblo es el arameo occidental, muy mezclado ya por el propio árabe y otras
palabras y
expresiones turcas, persas y
europeas. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
47
Una oportuna documentación que me
acreditaba como antropólogo e investigador de
lenguas muertas por la universidad de
Cornell, me abrió todas las puertas, pudiendo completar
mis estudios en la universidad de
Jerusalén. Allí contrasté mis conocimientos del arameo
galilaico, aprendido entre las
sencillas gentes del Antilíbano, con otras fuentes como el Targum
palestino y el arameo literario de
Qumrán, el nabateo y palmireno.
Por último -como complemento- mi
preparación se vio enriquecida con unas nociones básicas
pero suficientes del griego y el
hebreo míshnico, que también se hablaban en la Palestina de
Cristo.
Recorrí infinidad de veces los
llamados por los católicos Santos Lugares, aunque era
consciente de que aquel
reconocimiento del terreno de poco iba a servirme a la hora de la
verdad...
Tampoco quise profundizar
excesivamente en los textos bíblicos en los que se narra la
pasión, muerte y resurrección del
Salvador. Por razones obvias, preferí enfrentarme a los
hechos sin ideas preconcebidas y con
el espíritu abierto. Si mi obligación era observar y
transmitir la verdad de lo que
ocurrió en aquellos días, lo más aconsejable era conservar
aquella actitud limpia y desprovista
de prejuicios.
Al retornar a la base de Edwards, a
finales de 1972, todo eran caras largas. Pronto supe -y la
confirmación final llegó de labios
del propio Curtiss- que, a pesar de las gestiones, al más alto
nivel, el Gobierno israelí no daba su
autorización para la entrada en su país de la «cuna» y del
resto del sofisticado equipo.
Lógicamente, tenían derecho a saber de qué se trataba y el jefe del
proyecto Caballo de Troya tampoco
había dado facilidades para solventar este extremo de la
cuestión.
El más estricto sentido de la
seguridad, sin embargo, hacia inviable que el general pudiera
advertir a los israelitas sobre la
auténtica naturaleza de la operación. ¿Qué podíamos hacer?
Después de un agitado diciembre -en
el que, sinceramente, llegamos a temer por el éxito del
«gran viaje»- el Pentágono, siguiendo
las recomendaciones de Curtiss, planeó una estrategia
que doblegó a los judíos. Desde 1959,
tanto la Unión Soviética como nuestro país venían
desarrollando un programa secreto de
satélites espías destinados a una mutua observación de
todo tipo de instalaciones militares,
industriales, agrícolas, urbanas, etc. Estos «ojos volantes»
fueron ganando en penetración,
especialmente a partir de los llamados «satélites de la tercera
generación» en 1966. En una cuarta
generación, el Pentágono con la colaboración de empresas
especializadas en fotografía (la
Eastman Kodak, la Itek Corporation y la Perkin-Elmer) había
conseguido situar en órbita un nuevo
modelo de satélite (la serie Big Bird), cuyo instrumental
era capaz de fotografiar, a 150
kilómetros de altura, los titulares del periódico de un hombre
que estuviera sentado en la plaza
Roja de Moscú. A pesar de la gran reserva del National
Reconnaissance Office -un
departamento especializado y responsable de este tipo de
informaciones, con sede en el propio
Pentágono- algunas de las características del Big Bird
terminaron por filtrarse entre los
servicios de Inteligencia de otros países. El Gobierno de Golda
Meir había presionado en numerosas
ocasiones para que la precisa red de nuestros satélites
espías pudiera proporcionarles
información gráfica de los movimientos de tropas, asentamiento
de rampas, nuevas construcciones,
etc., de los países árabes. Pues bien, aquélla fue nuestra
oportunidad.
Desde hacia aproximadamente año y
medio -desde comienzos de 1971- el Pentágono había
empezado a trabajar en un nuevo
diseño de satélites Big Bird: el KH II.
Curtiss, previa autorización del Alto
Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos y tras
entrevistarse personalmente con el
presidente Nixon y el secretario de Estado Kissinger, voló
nuevamente a Jerusalén. Esta vez si
ofreció a la primer ministro, Golda Meir, y a su ministro de
la Guerra, el legendario Moshe Dayan,
una explicación «satisfactoria»: dentro del más riguroso
de los secretos, EE.UU. deseaba colaborar
con el país amigo -Israel- montando un laboratorio
de recepción de fotografías para sus
Big Bird. De esta forma, los judíos podían disponer de un
rápido y fiel sistema de control de
sus enemigos y mi país, de una nueva y estratégica estación,
que ahorraba tiempo y buena parte de
la siempre engorrosa maniobra de recuperación de las
ocho cápsulas desechables que portaba
cada satélite y que eran rescatadas cada quince días en
las cercanías de Hawai. Desde un
punto de vista puramente militar, la Operación resultaba,
además, de gran interés para los
Estados Unidos, que podían así fotografiar a placer franjas tan
«inestables» (políticamente hablando)
como las de las fronteras de la URSS con Irán y
Caballo de Troya
J. J. Benítez
48
Afganistán y otras zonas de Pakistán
y del Golfo Pérsico, pudiendo recibir cientos de negativos
en la nueva estación «propia» (la
israelita), a los tres minutos de haber sobrevolado dichas
áreas1.
Gracias a este sutil engaño, el
general Curtiss y parte del equipo del proyecto Caballo de
Troya, conseguían aterrizar a
primeros de enero de 1973 en Tel Aviv. Para evitar sospechas, y
de mutuo acuerdo con el Mossad
(servicio de Inteligencia israelí), la USAF acondicionó un avión
Jumbo, en el que habían sido
eliminados los asientos, cargando en sus cabinas diez toneladas
de instrumental «altamente secreto».
Del falso reactor de pasajeros, camuflado, incluso, con
los distintivos de la compañía judía
El Al, descendió un nutrido grupo de aparentes y pacíficos
turistas norteamericanos. Era el 5 de
enero.
Lo que nunca supieron los sagaces
agentes del servicio de Inteligencia israelí es que
mezclada con el material para la
estación de recepción de fotografías vía satélite, viajaba
también nuestra «cuna»
El plan de Curtiss era sencillo. En
un minucioso estudio elaborado en Washington por el
CIRVIS (Communication Instruction for
Reporting Vital Intelligence Sightings)2,
con la
colaboración del Departamento
Cartográfico del Ministerio de la Guerra de Israel, la instalación
de la red receptora de imágenes del
Big Bird debía efectuarse en un plazo máximo de seis
meses, a partir de la fecha de
llegada del material. Los especialistas debían proceder -en una
primera etapa- a la elección del
asentamiento definitivo. Los militares habían designado tres
posibles puntos: la cumbre del monte
Olivete o de los Olivos -a escasa distancia de la ciudad
santa de Jerusalén-; los Altos del
Golán, en la frontera con Siria, o los macizos graníticos del
Sinaí.
Astutamente, el general Curtiss había
hecho coincidir la primera de las posibles ubicaciones
de la estación receptora con nuestro
punto de contacto para el «gran viaje». Mucho antes de
que el Gobierno de Golda Meir
obstaculizara la marcha de nuestra operación, los especialistas
del proyecto Caballo de Troya habían
estimado que el referido monte Olivete era la zona
apropiada para la toma de tierra de
la «cuna». Su proximidad con la aldea de Betania y con
Jerusalén la habían convertido en el
lugar estratégico para el «descenso». Y aunque los
israelitas mostraron una cierta
extrañeza por la designación de aquella colina, como la primera
de las tres bases de experimentación,
parecieron bastante convencidos ante las explicaciones
de los norteamericanos. Israel se
veía envuelto aún en numerosas escaramuzas con sus
vecinos, los egipcios y sirios. De
haber iniciado la instalación de la estación receptora por el
Sinaí o por el Golán, los riesgos de
destrucción por parte de la aviación enemiga hubieran sido
muy altos.
Era necesario ganar tiempo y -sobre
todo- adiestrar a los judíos en el manejo de los equipos
con un amplio margen de seguridad y
sin sobresaltos.
Una vez localizado el asentamiento
ideal, verificados los numerosos controles e instruidos los
israelitas, el laboratorio entraría
en la fase operativa, compartido siempre por ambos países.
Eso suponía, según todos los
indicios, un plazo de tiempo más que suficiente para nuestro
trabajo.
Los judíos, en suma, aceptaron con
excelente sumisión los consejos de los norteamericanos
y colaboraron estrechamente en el
transporte y vigilancia de los equipos.
Los hombres de la Operación Caballo
de Troya estaban de acuerdo desde mediados de 1972
en que el «punto de contacto» debía
ser la pequeña plazoleta que encierra la mezquita
octogonal llamada de la Ascensión del
Señor. El alto muro que rodea la reliquia de la época de
las cruzadas era el baluarte perfecto
para esquivar las miradas de los curiosos. Curtiss, con el
resto del grupo, habían previsto
hasta los más insignificantes detalles. La experiencia fue fijada
1 La serie de satélites artificiales Big Bird o Gran Pájaro
-y en especial el prototipo KH II- pueden volar a una
velocidad de 25 000 kilómetros por
hora, necesitando un total de 90 minutos para dar una vuelta completa al
planeta.
Como ésta oscila ligeramente durante
ese lapso de tiempo (22 grados, 30 minutos), el Big Bird sobrevuela durante la
vuelta siguiente una banda diferente
de la Tierra y vuelve a su trayectoria original al cabo de 24 horas. Si el
Pentágono
«descubre« algo de interés, el
satélite puede modificar su órbita, alargando el tiempo de revolución durante
algunos
minutos y haciéndolo descender a
órbitas de hasta 120 kilómetros de altitud. Una diferencia de un grado y
treinta
minutos, por ejemplo, cada día,
permite cubrir cada diez días una zona conflictiva, sobrevolando todas sus
ciudades y
zonas de «interés militar».
Posteriormente, el Big Bird es impulsado hasta una órbita superior. (N. del m.)
2 Instrucciones de Comunicación para Informar Avistamientos
Vitales de Inteligencia. (N. del t.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
49
inexcusablemente para el día 30 de
enero de 1973. Era el momento perfecto por varías
razones: en primer lugar, porque el
montaje de los equipos electrónicos de la estación
receptora del Big Bird debería iniciarse
entre el 20 y 25 de ese mismo mes de enero. En
segundo término, porque, en esas
fechas, la afluencia de peregrinos a los Santos Lugares
experimentaría un notable descenso.
Por último, porque el grupo deseaba honrar así la
memoria de uno de los hombres más
grandes de la humanidad: Mahatma Gandhi. Justamente
en ese 30 de enero de 1973 se
celebraría el 25 aniversario de su muerte.
Por supuesto, la razón primordial era
la primera. Caballo de Troya necesitaba una semana
para el ensamblaje y chequeo general
de la «cuna». El general Curtiss, a la hora de redactar el
proyecto de instalación del
laboratorio receptor de fotografías vía satélite, había impuesto una
condición que fue entendida y
aceptada por Golda Meir y su gabinete: dado el carácter
altamente secreto de los scanners ópticos utilizados y de algunos elementos electrónicos, el
montaje del instrumental debería
correr a cargo -única y exclusivamente- de los
norteamericanos. La seguridad y
vigilancia interior de la estación, mientras durase esta fase,
sería misión ineludible de los
Estados Unidos. El Gobierno de Israel tendría a su cargo la
protección exterior, pudiendo
participar en el proyecto una vez ultimado dicho ensamblaje. Esta
argucia no tenía otra justificación
que mantener alejados a los judíos, permitiéndonos así el
desarrollo completo de nuestro
verdadero programa.
El salto en el tiempo -programado,
como digo, para el martes, 30 de enero- había sido
limitado a un total de once días.
Caballo de Troya disponía, por tanto, de un máximo de tres
semanas para la puesta a punto de la
«cuna», para la ejecución de la aventura propiamente
dicha y para el no menos delicado
retorno.
Varios días antes de que el falso
grupo de turistas norteamericanos partiese de EE. UU. con
destino a Tel Aviv, Moshe Dayan había
dado las órdenes oportunas para que su servicio secreto
activase una minioperación, de escasa
envergadura, pero vital para la «toma de posesión» de
la citada mezquita de la Ascensión.
Era preciso que nuestros técnicos pudiesen trabajar en el
interior de dicha plazoleta, sin
levantar sospechas entre la población y mucho menos entre los
musulmanes, responsables del culto en
el tabernáculo octogonal que se levanta en el centro del
recinto.
En aquellos días, tanto la OLP
(Organización para la Liberación de Palestina), como los
servicios secretos egipcios (el
Mukhabarat el Kharbeiyah), en perfecta conexión con los agentes
soviéticos que todavía operaban en El
Cairo, habían desplegado una intensa oleada terrorista en
Israel. Las bombas «postales» estaban
de moda y raro era el día en que no se detectaba o
estallaba uno de estos mortíferos
artefactos en Jerusalén, Tel Aviv o en el resto del país.
(Justamente la víspera de nuestra
operación -29 de enero- se recibieron en distintas
dependencias y organismos de la
ciudad de Jerusalén un total de nueve de estas bombas
«postales».)
El plan del eficacísimo servicio
secreto israelí (El Mossad) se consumó en la tarde del 1 de
enero. Una pareja de jóvenes agentes,
con todo el aspecto de turistas, «olvidó» un sospechoso
maletín junto a los recios muros del
tabernáculo de la Ascensión. El propio Mossad se encargó
de dar la alarma y en cuestión de
minutos, la plazoleta y el octógono fueron desalojados,
mientras un equipo de especialistas
en desactivación de explosivos se encargaba de
«inspeccionar» y hacer estallar allí
mismo el paquete-bomba de los supuestos terroristas. El
suceso, dada la naturaleza del lugar
y previo acuerdo con los responsables de la custodia de los
Santos Lugares, fue ocultado a los
medios informativos.
Tal y como habían previsto los
israelitas de Dayan, la explosión apenas si provocó daños en
las paredes exteriores de la
mezquita. Sin embargo, en una rutinaria pero obligada inspección
del resto del octógono, agentes del
Mossad -haciéndose pasar por arquitectos de la División de
Zapadores del Ejército-
«descubrieron» y enseñaron a los custodios del lugar unas placas o
radiografías de los cimientos de la
cara este de la mezquita, seriamente afectados por el
atentado. Aquello dejó confundidos a
los musulmanes. Pero El Mossad lo tenía todo previsto. En
un gesto de «buena voluntad» -y ante
el desconcierto de los árabes- el vicepresidente judío,
Ygal Allon, convocó a los
responsables de la mezquita, informándoles que el Gobierno había
tomado la decisión de reparar los
daños, «como muestra de buena fe». La inminente
proximidad de la Pascua judía y de la
Semana Santa católica justificó a las mil maravillas las
inusitadas prisas del Gobierno de
Golda Meir por acometer la reparación del monumento. Nadie
Caballo de Troya
J. J. Benítez
50
podía sospechar que, bajo aquella
oportuna y aparente maniobra política de los judíos, se
amparaba una doble intención.
La comedia resultó sencillamente
perfecta. Aunque los cimientos de la mezquita se hallaban
intactos, nadie se atrevió a poner en
duda los informes de los supuestos arquitectos.
A las cuarenta y ocho horas de la
explosión, una «división especial», integrada por
arqueólogos y expertos de la
universidad de Jerusalén, de la Escuela Bíblica y Arqueológica
francesa de la Ciudad Santa y del
Museo de Antigüedades de Amman, inició los trabajos de
excavación en torno al perímetro de
la pequeña mezquita, ante el beneplácito de los árabes.
Sinceramente, nunca supimos cómo el
Servicio Secreto israelí se las ingenió para «embarcar» a
dicho grupo en semejante labor de
restauración. En algunos momentos, incluso, llegamos a
sospechar que aquellos discretos y
diligentes arqueólogos no eran otra cosa que hombres del
Mossad.
El caso es que, cuando el general
Curtiss y el resto del proyecto Caballo de Troya giramos
una primera visita de inspección a la
plazoleta de la Ascensión, los obreros habían abierto
zanjas junto a la mezquita,
levantando dos grandes barracones; uno a cada lado del octógono y
de acuerdo con las medidas
previamente facilitadas por Curtiss al ejército de Dayan. Los 71
pies de diámetro de la plazoleta,
cercada por un muro de piedra de otros nueve píes de altura,
eran más que suficientes para
nuestros propósitos y, por supuesto, para la instalación del
laboratorio receptor de fotografías.
Desde el 7 de enero, de una forma
escalonada y aprovechando las constantes entradas y
salidas de material, los israelitas y
norteamericanos se las arreglaron para introducir en los
barracones la totalidad del material
secreto.
Una semana después, con el lógico
regocijo de Curtiss y de la totalidad de los científicos y
militares que habíamos tomado parte
en el transporte del instrumental, todo estaba dispuesto
para el supuesto ensamblaje de la
estación receptora del Big Bird. Aquello significó un adelanto
de casi siete días en el programa.
A partir del 15 de enero, el jefe del
proyecto Caballo de Troya comunicó a las autoridades
militares israelitas que los
ingenieros norteamericanos se disponían a iniciar los trabajos de
montaje del laboratorio y que, en
consecuencia y de acuerdo con lo pactado, el acceso a los
barracones quedaba rigurosamente
prohibido a la totalidad del personal no americano. Los
judíos se retiraron al exterior del
recinto, manteniéndose, no obstante, un pasillo neutral por el
que pudieran circular los
«arqueólogos», cuyo cometido no debía ser suspendido bajo ningún
concepto. Si los árabes llegaban a
intuir que aquellas obras de reparación de su mezquita no
eran otra cosa que una «tapadera»
para ocultar otros objetivos puramente militares, Caballo de
Troya y la propia ubicación de la
estación receptora se habrían visto en una situación muy
comprometida.
Los equipos de restauración, por
tanto, prosiguieron con su misión, a los pies de los muros
del octógono, mientras nosotros
desembalábamos el material, entregándonos a una frenética
tarea de montaje de la «cuna»
Pero la alegría del general y también
la nuestra iban a sufrir un súbito revés.
Los venenosos tentáculos de la CIA
-nunca supimos cómo- habían tocado y detectado la
operación conjunta
judionorteamericana y la Defense Intelligence Agency1 estaba
presionando
para que Kissinger les pusiera al
corriente. Las sucesivas negativas del secretario de Estado
crearon fuertes tensiones entre la
CIA y los reducidos círculos militares del Pentágono que
estaban al tanto de la misión. La
situación fue tan insostenible que el general Curtiss fue
reclamado a Washington, a fin de
apaciguar los ánimos e intentar hallar una solución.
Mientras tanto, el resto del equipo
Caballo de Troya siguió en su empeño, aunque con los
ánimos encogidos por la cercanía de
la siempre peligrosa sombra de la CIA.
En este caso, la manifiesta habilidad
de Curtiss no sirvió de gran cosa. El director de la
Agencia Central de Inteligencia
(CIA), Richard Helms, no estaba dispuesto a ceder. Ante la
gravedad de los acontecimientos, y
por sugerencia expresa de Kissinger, el presidente Nixon
«aconsejaría» pocos días después que
Helms dimitiera como director de la CIA. Con el fin de
reforzar la confianza del Pentágono,
el 4 de enero era designado el general e intimo colaborador
de Curtiss, Alexander Haig, como
vicejefe del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados
1 Agencia de Inteligencia de la Defensa. (N. del t.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
51
Unidos. Los periódicos publicaron
entonces que la dimisión del director de la CIA se debía a
«profundos desacuerdos de Helms con
Kissinger en asuntos relacionados con la seguridad del
Estado». No iban descaminados, aunque
nunca supieron las verdaderas razones de aquella
drástica «operación quirúrgica» en
la cúspide de la Agencia Central de Inteligencia y del Alto
Estado Mayor del Ejército de Estados
Unidos.
Una vez capeado el temporal, Curtiss
regresó a Jerusalén, reincorporándose a los últimos
preparativos de la que -sin duda- iba
a ser una de las más grandes aventuras de la Historia de
la Humanidad.
El 25 de enero de 1973, la «cuna» reposaba
ya en el centro del barracón principal. Había
sido montada en su totalidad,
excepción hecha de los cuatro puntos de apoyo. Estos, por
elementales razones de prudencia, no
serían ensamblados hasta pocas horas antes del
despegue. Un hábil dispositivo
hidráulico permitía una total apertura de la techumbre del
improvisado hangar en el que se
desarrollaban nuestras operaciones. De esta forma, y según lo
previsto, el lanzamiento del módulo
en la noche del 30 de enero no tendría por qué presentar
especiales dificultades.
Supongo que la persona que lea este
diario se preguntará cómo un artefacto de las
características de nuestra «cuna»
podía elevarse sobre el monte Olivete sin llamar la atención
de la población y del ejército
israelita. Mucho antes de poner en marcha esta operación, el
proyecto Swivel había incorporado a
sus módulos -como condición básica para todas o casi
todas las misiones futuras- un
sistema de emisión permanente de radiación infrarroja. La
«cuna», en el caso que me ocupa,
disponía de una especie de «membrana» exterior que
recubría la totalidad del vehículo y
cuyas funciones -entre otras que no puedo especificar- eran
las siguientes1:
1.ª Apantallamiento del módulo,
mediante un «escudo» o «colchón» de radiación infrarroja
(por encima de los 700 nanómetros).
Esta fuente de luz infrarroja hacía
invisible la totalidad del aparato, pudiendo maniobrar por
encima de cualquier núcleo humano sin
ser vistos. Como apuntaba anteriormente, este
requisito era del todo imprescindible
para nuestras observaciones, no lastimando así el ritmo
natural de los individuos que se
pretendía estudiar o controlar.
2.ª Absorción -sin reflejo o retorno-
de las ondas decimétricas, utilizadas fundamentalmente
en los radares. (En el caso de las
pantallas militares israelitas, estos dispositivos de seguridad
fueron previamente ajustados a las
ondas utilizadas por tales radares: 1 347 y 2 402
megaciclos.) Este sencillo
procedimiento anulaba la posibilidad de localización electrónica del
módulo, mientras era elevado a 800
pies, punto ideal para la inmediata fase de inversión de
masa.
3.ª La «membrana» que cubre el
blindaje exterior de la «cuna» (cuyo espesor total es de
0,0329 metros) debía provocar una
incandescencia artificial que eliminase cualquier tipo de
germen vivo y que siempre podían
adherirse a su superficie. Esta precaución evitaba que tales
gérmenes resultaran invertidos
tridimensionalmente con la nave. Un involuntario «ingreso» de
tales organismos en otro «tiempo» o
en otro marco tridimensional hubiera podido acarrear
imprevisibles consecuencias de
carácter biológico.
En cuanto al inevitable rugido del
motor a chorro J85, que debía situarnos en el
«estacionario» ya mencionado, los
científicos habían logrado reducirlo a un afilado silbido,
mediante la incorporación de potentes
silenciadores.
1 Como información puramente descriptiva puedo decir que
dicha membrana o cubierta de la «cuna» posee unas
propiedades de resistencia
estructural muy especiales. Una finísima red vascular, por cuyos conductos
fluye una
aleación licuable, mantiene activa la
membrana. (Algunos de sus elementos -para que se hagan una idea- no ocupan
volúmenes superiores a 0,07
milímetros cúbicos, estando compuestos, a su vez, por microdispositivos
fabricados a
escala celular.)
Este recubrimiento poroso de la
«cuna» -de composición cerámica goza de un elevado punto de fusión: 7 260,64
grados centígrados, siendo su Poder
de emisión externa igualmente muy alto. Su conductividad térmica, en cambio,
resulta muy baja: 2,07113 10-6 « Col/Cm/s/oC/.
(Para esta membrana es muy importante que la ablación se mantenga
dentro de un margen de tolerancia muy
amplio.) Para ello se utiliza un sistema de enfriamiento por transpiración, en
base al litio licuado. Además, fue
provista de una fina capa de platino coloidal, situada a 0,0108 metros de la
superficie
externa. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
52
Otra cuestión -imposible de solventar
hasta ese momento- era el «trueno» provocado en el
instante de la inversión de masa de
la «cuna». Afortunadamente para nosotros, ese estampido
podía ser atribuido a cualquiera de
los cazas israelitas que evolucionaban día y noche sobre el
territorio y que al cruzar la barrera
del sonido desequilibraban las moléculas del aire, dando
lugar a lo que en términos
aeronáuticos se conoce como un «bang sónico»1.
Como había ocurrido en las seis
pruebas precedentes, en el desierto de Mojave, el cada vez
más cercano lanzamiento del módulo
alteró nuestros ánimos. Curtiss procuró que mi
compañero de viaje y yo nos
apartáramos durante un par de días de la mezquita de la
Ascensión Pero nuestros pasos
terminaban siempre por conducirnos hasta el hangar.
Tres días antes del inicio del «gran
viaje», el jefe de Caballo de Troya nos convocó a una
última reunión, en la que repasamos
las líneas maestras de la operación. Curtiss parecía
obsesionado por nuestra seguridad.
Ambos conocíamos nuestras respectivas obligaciones, pero
la insistencia del general nos
inquietó. ¿Qué podía estar ocultando el director del proyecto
Swivel? Meses después de aquella
experiencia, mi «hermano» y yo tuvimos ocasión de conocer
la verdadera razón de su inquietud...
La estrategia a seguir en el
«descenso» al tiempo de Jesús de Nazaret había sido meditada a
fondo. Una vez en tierra, y tras
varias horas de revisión de controles, mi compañero de módulo
-a quien de ahora en adelante llamaré
«Elíseo»- deberla permanecer durante los once días de
exploración al mando de la «cuna».
Sólo en caso de alta emergencia podría abandonar la nave.
Mi papel, como creo que ya he
insinuado, exigía el desembarco a tierra y la aproximación al
Maestro de Galilea, a quien debería
seguir y observar durante todo el tiempo que me fuera
posible.
Con el fin de evitar una posible
tentación por parte de los exploradores de rebasar el tiempo
fijado para la operación, el
ordenador central de la «cuna» había sido previamente programado
-sin posibilidad alguna de prórroga o
anulación de dicho programa- para el despegue
automático y el retorno de los ejes
del tiempo de los swivels
a las 7 horas del 12 de febrero de
1973. En esos instantes, todo estaría
preparado en el recinto de la mezquita de la Ascensión
para el reingreso del módulo y su
fulminante desmantelamiento.
Mientras durase la aventura, los
hombres de Curtiss darían por concluido, en el segundo
barracón, el montaje del laboratorio
receptor de fotografías del Gran Pájaro. Esto permitiría una
rápida evacuación del material de
Caballo de Troya, así como la entrada del personal israelí en
los hangares.
Antes de levantar aquella última
sesión de trabajo, Curtiss nos comunicó que -de
conformidad con el Pentágono y, por
supuesto, con Kissinger- 24 o 36 horas antes del
despegue la atención mundial seria
centrada a miles de millas de Jerusalén, reforzando así las
medidas de seguridad de nuestro salto
hacia el siglo I.
1 Para un hipotético observador que se encontrase a corta
distancia de nuestro módulo -y suponiendo que hubieran
sido desactivados los sistemas
infrarrojos de camuflaje- en el instante de la denominada inversión de masa,
aquél
tendría la sensación de que la nave
había sido «aniquilada». Nada más lejos de la realidad. Como ya he reiterado en
otras oportunidades, en el instante
en que todos los swivels
correspondientes al recinto limitado
por la membrana
cambian los ejes en el marco
tridimensional en que está situado el observador, toda la masa integrada en
dicho recinto
deja de poseer existencia física. No
es que dicha masa sea «aniquilada», puesto que el substrato de tal masa la
constituyen los swivels. Dicho de otro modo: la masa deberá interpretarse como una
especie de plegamiento de la
urdimbre de los Swivels. Nuestros científicos interpretan este fenómeno como si la
orientación de esta «depresión» o
«pliegue» de las entidades
constitutivas del espacio cambiase de sentido, de modo que los órganos
sensoriales o los
instrumentos físicos del observador
no son capaces de captar tal cambio.
En ese instante -que podemos llamar To- el vacío en el recinto es absoluto. No ya una sola
molécula gaseosa, y por
supuesto cualquier partícula sólida o
líquida, sino ni siquiera una partícula subatómica (protón, neutrino, fotón,
etc.)
pueden localizarse
probabilísticamente en dicho recinto o módulo. Dicho con otras palabras: la
función de probabilidad
es nula en T0. Sin embargo, tal
situación inestable dura una fracción infinitesimal de tiempo. El recinto se ve
invadido
consecutivamente por cuantums
energéticos. (Es decir, se propagan en su seno campos electromagnéticos y
gravitatorios de distintas
frecuencias.) Inmediatamente es atravesado por radiaciones iónicas y, al final, se
produce
una implosión, al precipitarse el gas
exterior en el vacío dejado por la estructura «desaparecida». (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
53
Efectivamente, tal y como había
anunciado el general, el 28 de enero de 1973, y después de
«intensos esfuerzos por ambas
partes», los Estados Unidos y Vietnam firmaban en París el
definitivo acuerdo que prometía poner
fin a la trágica guerra...
El 30 de enero, Elíseo y yo apenas si
salimos del hangar. La casi totalidad de la jornada
transcurrió en el interior de la
«cuna», revisando los equipos. Mi compañero tuvo que
someterse a una última y delicada
operación: la inserción en el recto de una reducida sonda,
dispuesta para recoger las heces
fecales. Éstas, tratadas previamente con unas corrientes
turbulentas de agua a 38 grados
centígrados, serian succionadas durante los once días de su
obligada permanencia en el módulo por
un dispositivo miniaturizado que fue acoplado a sus
nalgas. De esta forma, las heces son
descompuestas en sus elementos químicos básicos. Parte
de éstos son gelificados y
transmutados en oxígeno e hidrógeno, sirviendo así para la obtención
sintética de agua, que es recuperada
y devuelta al ciclo orina-agua para la ingestión. El resto
de los elementos es convertido en
lodo y expulsado en forma gaseosa al exterior. En mi caso,
este dispositivo para la defecación
no era aconsejable, ya que una de las normas básicas de
conducta para los exploradores que
debían trabajar en el exterior era la de portar el equipo
mínimo imprescindible y siempre
oculto a la vista de los posibles observadores.
Sí debía llevar, sin embargo, lo que
en el argot de Caballo de Troya llamábamos la «piel de
serpiente». Mediante un proceso de
pulverización, el explorador cubría su cuerpo desnudo con
una serie de distintos aerosoles
protectores, formando una epidermis artificial y milimétrica,
capaz de proteger zonas vitales tanto
de una posible agresión mecánica como bacteriológica.
Aunque esta segunda piel podía
adherirse a la totalidad del cuerpo, en razón a la indumentaria
que debía vestir, el jefe del
proyecto estimó que la coraza -transparente y de extrema
elasticidad- debía ser limitada desde
los órganos genitales a las respectivas áreas del cuello que
protegen a ambas arterias carótidas.
Este eficacísimo traje protector -que
algún día resultará de gran utilidad a nuestros
astronautas, submarinistas, etc.-,
puede resistir, a la manera de los anticuados chalecos
antibala, impactos como el de un
proyectil (calibre 22 americano), a veinte pies de distancia,
sin interrumpir por ello el proceso
normal de transpiración y evitando, como digo, la filtración a
través de los poros de agentes
químicos o biológicos.
El proyecto Swivel había desarrollado
-en especial para los astronautas de la fascinante
operación Marco Polo- otros
dispositivos que harían palidecer de envidia a los técnicos de la
NASA. He aquí algunos de los más
sugestivos:
Los ojos y boca de los exploradores a
otros marcos tridimensionales de nuestra galaxia
pueden ir protegidos con un sistema
absolutamente revolucionario. Los primeros, por ejemplo,
van equipados con un sistema óptico
-formado por lentes de gas- que, perfectamente
controladas por un ordenador,
permiten la adecuación de la visión tanto en un medio
atmosférico adverso como en el vacío
de los espacios siderales.
Los oídos de los astronautas, por
otra parte, pueden llevar incorporadas sendas cápsulas
acústicas miniaturizadas, excitadas
por un equipo receptor por ondas gravitatorias. Estos
dispositivos sirven para transmitir
cortos mensajes entre los componentes de un grupo o, como
en nuestro caso, para sostener una
permanente comunicación durante los once días que iba a
durar la aventura. Gracias a estas
«cabezas de cerillas» -fácilmente ocultas en el interior del
oído- tanto Elíseo como yo pudimos
saber el uno del otro, sin necesidad de cargar con
incómodos aparatos de radio, que
hubieran quebrantado, por otra parte, la estricta pureza de la
exploración.
En cuanto a la alimentación, en el
caso de viajes de larga duración, los astronautas son
dotados de un doble tubo que conduce,
por un extremo, a un dispositivo especial ubicado en la
región lumbar y, por el otro, a un
mecanismo sumamente frágil y sujeto al labio inferior. El
tubo está preparado en su interior
con una red de cilios mecánicos que impulsan lentamente
unas cápsulas que encierran diversos
alimentos concentrados. Estas son de sección elíptica y
van protegidas por una delgadísima
película gelatinosa muy soluble en la saliva. El párpado del
astronauta, abierto y cerrado una
serie secuencial de veces, envía una señal codificada al
equipo de la zona lumbar y las
cápsulas son impulsadas hasta la boca.
La otra conducción transporta un
suero nutritivo, con diferentes concentraciones reguladas.
Por último, unas cápsulas alojadas en
las fosas nasales generan oxígeno y nitrógeno,
partiendo de transmutación del
carbono puro. Además, el C02 es captado por el mismo
Caballo de Troya
J. J. Benítez
54
dispositivo y descompuesto en sus
elementos básicos: carbono y oxígeno y convertidos, el
primero con liberación energética que
se utiliza para el caldeo de la epidermis.
Aunque nuestro módulo iba preparado
con estos equipos, en realidad apenas si fueron
utilizados, a excepción de la «piel
de serpiente» y del sistema de transmisión auditiva. La
«cuna» había sido dotada con una
reserva especial de agua y alimentos, suficiente para ambos
expedicionarios durante un período de
tiempo algo superior a los catorce días. Por mi parte, el
problema de la dieta alimenticia no
revestía excesivas complicaciones. En mi intenso
entrenamiento durante los dos años
precedentes, había aprendido los esquemas del régimen
alimenticio de los judíos, así como el
de los gentiles que convivían en aquellos tiempos con los
pobladores de la Judea. Como
extranjero -mi atuendo y costumbres habían sido fijados por
Caballo de Troya como los de un
comerciante griego en vinos y madera-, sabia perfectamente
cuáles eran mis limitaciones en este
sentido, No obstante, en el supuesto de una emergencia,
siempre existía el recurso por mi
parte de un retorno al módulo.
Mi única salida fuera del hangar fue
al atardecer de aquel inolvidable martes. Sin saber por
qué, sorteé el andamiaje de los
arqueólogos que venían trabajando en la restauración de la
mezquita y me introduje en el
interior del octógono.
Era extraño. Allí, solitario frente a
las tres pequeñas velas que alumbran la piedra en la que -
según la piadosa imaginación de los
peregrinos católicos- aún se ve la huella de un pie que se
eleva, me pregunté por qué Caballo de
Troya había elegido precisamente la mezquita de la
Ascensión de Cristo a los cielos como
nuestro punto de partida para aquella otra ascensión...
En silencio, Eliseo y yo abrazamos a
Curtiss y al resto de los compañeros. No hubo muchas
palabras en aquella despedida. Todos
éramos conscientes del momento histórico que
protagonizábamos y de los oscuros
peligros que podían aguardarnos al «otro lado».
-Hasta el 12 de febrero... -murmuró
el general con un punto de emoción en sus palabras.
-¡Suerte! -añadieron los hombres de
Caballo de Troya.
Y a las 23 horas (G.M.T., hora
Greenwich), la «cuna» comenzó a elevarse hacia un
firmamento blanqueado por las estrellas.
En treinta segundos alcanzamos la
cota de 800 pies, llevando a cabo el estacionario del
módulo. Todos los sistemas
funcionaban según el plan previsto.
Aunque nuestra nave no iba a viajar
por el espacio -tal y como ocurriría meses después con los
expedicionarios del proyecto Marco
Polo- Eliseo y yo, siguiendo las especificaciones del jefe de
la Operación Swivel, teníamos la
misión de probar uno de los trajes espaciales, especialmente
diseñados para los procesos de
inversión de ejes de los swivels y
para una mejor resistencia en
las fortísimas aceleraciones1.
1 El «gran viaje» al año 30 de nuestra Era -como he citado
oportunamente-, no suponía un traslado físico por el
espacio o por otros marcos
tridimensionales, tal y como los humanos concebimos habitualmente los viajes.
Sin
embargo, en expediciones
inmediatamente posteriores a la nuestra -como fue el caso de Marco Polo- los
astronautas
sise vieron sometidos a la dinámica
de estas fortísimas aceleraciones, alcanzando en algunos momentos hasta 245
metros por segundo cada segundo. Y
aunque estos picos de gradientes en la función velocidad duraron fracciones de
segundo, tanto la nave como el grupo
de pilotos tuvieron que ser debidamente protegidos. No voy a entrar ahora en
los
pormenores de dicha aventura, pero sí
resumiré, a título puramente descriptivo, algunas de las extraordinarias
características de los trajes
espaciales, probados por mi compañero y yo y que habían sido diseñados y
desarrollados -
en parte- por la Hamilton Standard
División de la United Aircraft, en Windson Locks (Connecticut).
Este traje consta de una membrana
sumamente compleja que rodea periféricamente el cuerpo del astronauta, sin
establecer contacto mecánico alguno
con la piel del piloto. Ese espacio que media entre la superficie interna del
traje
espacial y la epidermis humana está
rigurosamente controlado en función del grado de vasodilatación capilar de
dicha
piel, así como de su transpiración.
De este modo, la temperatura corporal mantiene su valor normal, permitiendo al
viajero desarrollar su actividad
física. Los componentes del medio interno son regulados en función de la
información
que brindan detectores de la
actividad fisiológica de los aparatos respiratorio y circulatorio, así como de
la epidermis.
Los equipos de control fisiológico
han sido dotados de sondas que verifican casi todas las funciones orgánicas,
sin
necesidad de introducir dispositivos
accesorios en el interior de los tejidos orgánicos. Desde la actividad muscular
y la
valoración de los niveles de glucosa
y ácido láctico hasta el control de la actividad neurocortical, que suministra
datos
precisos sobre el estado psíquico del
sujeto, así como toda la gama de dinamismos biológicos, son registrados y
canalizados a través de casi 2,16.106 «túneles» o «redes» informativos. Un computador central las
compara con
patrones estándar, dictando las
respuestas motrices correspondientes. Este traje va provisto, en el rostro del
astronauta, de una ampliación -en
forma troncocónica- que permite una visión natural o artificial. La base de
dicho
tronco, abarcable desde el ojo con un
ángulo de 130 grados sexagesimales, se encuentra a una distancia de 23
centímetros. Se trata en realidad de
una pantalla que permite la visión artificial, en casos concretos del viaje. Va
provista en toda su superficie de
unos 16 107 centros excitables, capaces de radiar individualmente, y
con distintos
niveles de intensidad, todo el
espectro magnético, entre 3,9 · 1014 ciclos por segundo. La visión binocular se consigue
Caballo de Troya
J. J. Benítez
55
A las 23 horas y 3 minutos, el
computador central accionaba electrónicamente el sistema de
inversión axial de las partículas
subatómicas de la totalidad de la «cuna», así como de la capa
límite de la membrana exterior,
empujando los ejes del tiempo de los swivels a
unos ángulos
equivalentes al retroceso deseado:
709 137 días. En otras palabras, al 30 de marzo del año 30.
Décimas de segundo después de la
sustitución de nuestro antiguo sistema referencial de tres
dimensiones por el nuevo tiempo, y
según nos explicaron los hombres de Caballo de Troya a
nuestro regreso, una fortísima
explosión se dejó sentir sobre la cumbre del monte de los Olivos,
con la consiguiente alegría de
nuestros compañeros y el desconcierto de los israelitas.
gracias a la disposición prismática
de cada núcleo emisor. La excitación de caras opuestas de modo que cualquiera
de
los ojos no tenga acceso a la imagen
o mosaico del otro se consigue por un método muy complejo. Una sonda registra
los campos eléctricos generados por
los músculos oculares de ambos ojos (auténticos electromiogramas) y el
ordenador
central del módulo conoce así en cada
instante la orientación del eje pupilar. Por otra parte, los prismas excitables
que
integran la pantalla -de dimensiones
microscópicas- están situados en la superficie de una capa de emulsión viscosa
que les permite el libre giro. Estos
prismas están controlados mecánicamente por medio de un campo magnético doble,
de modo que la mitad obedece a una
componente horizontal del campo y los restantes, a la transversal. Así, uno y
otro
grupo orientan sus caras
independientemente, al igual que dos persianas orientan sus láminas cuando se
tira de las
cuerdas que regulan el ángulo para la
entrada de la luz. (En este caso, las «cuerdas» serían ambos campos magnéticos
y el factor motor, la respuesta del
computador central a los micromovimientos musculares del globo ocular.)
La percepción binocular ofrece
imágenes de relieve normal, de modo que el astronauta cree estar viviendo un
mundo real lejos de la envoltura y la
masa gelatinosa que lo envuelve en determinados momentos del viaje. En
determinadas fases del vuelo, en que
la nave se ve obligada a experimentar grandes pendientes en la función
velocidad, el interior del módulo se
llena previamente de una masa viscosa en estado de gel. Se trata de un
compuesto
de bajo punto de gelificación, en
suspensión hidrosol. Su coagulación en unos casos y regresión ulterior al
estado «sol»
coloidal se efectúa gracias a las
características del disolvente empleado, puesto que para una temperatura umbral
de
24,611 grados centígrados pasa a
convertirse en un electrolito de elevada conductividad. Sus propiedades
tixotrópicas
son nulas, de forma que cualquier
efecto dinámico en su seno -agitación, por ejemplo- no provoca su transformación
en
«sol». Entre otras funciones, esta
jalea viscosa actúa como protector o amortiguador frente a los elevados picos
de
aceleración que experimenta el módulo
en determinadas ocasiones. Una vez desaparecidas estas circunstancias, la
masa gelificada es llevada mediante
un doble efecto de cambio térmico e ionización controlada al estado de
hidrosol,
siendo bombeada al exterior de la
cabina de mando. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
56
30 DE MARZO, JUEVES
Fue quizás el instante de mayor
tensión. Eliseo y yo, enfundados en nuestros trajes
espaciales, percibimos cómo nuestros
corazones aceleraban su frecuencia, hasta el umbral de
las 150 pulsaciones. El ordenador
marcaba las 23 horas, 3 minutos y 22 segundos del jueves,
30 de marzo del año 30. Habíamos
«retrocedido» un total de 17 019 289 horas.
Poco a poco recuperamos el control de
la frecuencia cardíaca centrándonos en la operación
de mantenimiento del estacionario y
en la revisión general de los sistemas. Nada parecía haber
cambiado. La fuente exterior de luz
infrarroja seguía apantallándonos y los altímetros marcaban
los primitivos valores: cota de 800
pies sobre el terreno y oscilación nula en el módulo. Durante
el proceso infinitesimal de inversión
de masa, la pila nuclear SNAP-10A había seguido
alimentando el motor principal de
turbina a chorro CF 200-2V. Nuestra posición en el espacio,
por tanto, no había variado.
Una vez chequeados los circuitos
principales, Eliseo y yo efectuamos un primer contacto
visual de la zona. Al Oeste de
nuestra posición, y a poco más de 1000 pies, divisamos un
extenso núcleo luminoso. A pesar de
las muchas horas de entrenamiento, la emoción nos dejó
sin habla. Los radares confirmaban el
perfil de un asentamiento humano, con un sin fin de
construcciones de baja estructura y
dos edificaciones de superior envergadura: una ubicada en
la cara este de la ciudad -mucho más
voluminosa-y otra al suroeste. Luego supimos que se
trataba del gran complejo del templo
y la torre Antonia y el palacio de Herodes,
respectivamente. Nuestras
suposiciones -a pesar de la cerrada oscuridad- eran correctas:
aquellas luces amarillas y
parpadeantes correspondían a la ciudad santa de Jerusalén. La
totalidad del núcleo urbano aparecía
cerrado por una muralla. Un segundo muro, de
características muy similares al que
constituía el perímetro de la población dividía Jerusalén por
su tercio norte, justamente desde la
cara oeste del templo a la fachada norte del palacio
herodiano.
Al este-sureste de nuestro módulo se
apreciaban igualmente otros dos grupos de luces
mortecinas, infinitamente más
pequeños que el primero y situados prácticamente en la falda
del monte sobre el que nos
encontrábamos estacionados y que presumíamos como el Olivete.
Los equipos de ondas de 740 milímetros
de longitud remitieron unas primeras y confusas
imágenes de estos núcleos humanos, no
siendo posible confirmar si -como sospechábamos- se
trataba de las aldeas de Betania y
Betfagé.
Tras aquel primer rastreo de nuestros
inmediatos alrededores, mi hermano de exploración y
yo ejecutamos la segunda fase del
plan: una nueva inversión de masa, con el fin de polarizar
los ejes de los swivels hasta la hora límite, que nos serviría de auténtico punto
de partida para
un posterior descenso sobre la cumbre
del Olivete. A las 23 horas y 33 minutos, el módulo
«retrocedió» en el tiempo,
«apareciendo» 15 horas antes. Aunque el caudal del generador
atómico nos hubiera permitido el
mantenimiento de la nave en estacionario hasta el amanecer
del día siguiente, 31 de enero, los
objetivos de la exploración recomendaban esta segunda
inclinación de los ángulos del tiempo
de los swivels hasta alcanzar las 8 horas y 33 minutos del
30 de enero del año 30. Aunque no
deseo adelantar acontecimientos, nuestras fuentes
informativas previas apuntaban al
viernes, 31 de enero, como la fecha en que el Maestro de
Galilea entró en Betania, procedente
de la vecina ciudad de Jericó, situada a unos 34 kilómetros
de la citada población de Betania,
donde residía la familia de Lázaro. Si todo discurría con
normalidad, yo debería estar allí con
una antelación aproximada de veinticuatro horas.
¿Cómo poder describir aquel amanecer
del 30 de enero sobre la vertical del monte de los
Olivos?
Caballo de Troya
J. J. Benítez
57
El sol naciente había apagado las
antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos
un inmenso racimo de casitas blancas
y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en
mil direcciones por quebradas
callejuelas. Y destacando sobre aquel mosaico, una formidable
fortaleza rectangular, levantada en
la cara este de la ciudad. Era el templo erigido por Herodes
el Grande, con inmensas columnatas
limitando espaciosos patios y atrios. Tal y como había
descrito el historiador Flavio
Josefo, una brillante cúpula -correspondiente al santuario-
resplandecía cual «montaña cubierta
de nieve».
De norte a sur, al pie de la muralla
este de Jerusalén, divisamos el cauce seco y afilado de
una torrentera que identificamos como
el Cedrón.
Hacia el este-sureste, ligeramente
difuminada por una calina, se perdía en el horizonte la
hoya del mar Muerto. Su superficie
azul espejeaba tímidamente, resaltando como un milagro
sobre las resecas y cenicientas
ondulaciones del desierto de Judá. Mucho más al fondo,
perdidas en un verdiazul inverosímil,
las estribaciones de Moab.
Alborozados, Eliseo y yo descubrimos
junto al vértice sur de las murallas de la ciudad santa
el diminuto rectángulo de aguas
marrones que, según nuestras cartas, tenía que corresponder
a la piscina de Siloé. En esa misma
dirección, y a escasa distancia de los muros, una ladera
moría en el lecho del Cedrón. En ese
paraje conocido como la tierra marchita de Hakeldama-
debería ocurrir el trágico final de
Judas Iscariote.
Y bajo el módulo, un promontorio que
se estiraba en paralelo a la gran muralla este de
Jerusalén. Se trataba, efectivamente,
del monte Olivete, repleto de olivares.
Las primeras inspecciones, mediante
sistema de ecosonda, confirmaron la abundancia de un
terreno calcáreo en un amplio radio
alrededor de Jerusalén. Los equipos de análisis de entornos
-basados en un procedimiento
estereográfico muy similar a los rayosX- ratificaron la presencia
de vegetación en un cinturón
aproximado de 16,650 kilómetros. Toda la franja norte y noroeste
de la ciudad presentaba una extraordinaria
abundancia de huertos y plantaciones de árboles
frutales. Al sur y sureste
-especialmente en la masa del Olivete- eran mucho más frecuentes los
olivares, destacando aquí y allá
alineaciones de viñedos. Estos crecían sobre todo en la colina
occidental del valle del Cedrón y,
más exactamente, al sur de la explanada del templo.
Como detalle curioso diré que
nuestros dispositivos detectaron al suroeste de la ciudad un
pequeño núcleo urbano (luego supimos
que se trataba de la aldea de Erebinthon), en cuyo
entorno crecían amplias plantaciones
de garbanzos.
Un camino polvoriento rodeaba la cara
oriental del monte de los Olivos, uniendo los poblados
de Betfagé y Betania con Jerusalén.
Los aledaños de estas aldeas se veían igualmente cuajados
de palmeras, higueras y sicomoros. En
mitad de aquel espléndido vergel nos llamó la atención
la sequedad del citado torrente del
Cedrón y, concretamente, un débil hilo de «agua» roja que
brotaba al fondo del talud que se
derrama bajo las murallas y a escasa distancia del no menos
célebre pináculo del templo. (En una
de mis incursiones al interior de la ciudad santa tendría la
ocasión de desentrañar el misterio de
aquel hilo de «agua» roja.)
Antes de proceder al descenso
definitivo sobre la cumbre del Olivete, mi compañero y yo
terminamos las mediciones
topográficas. Algunos de estos cálculos, sinceramente, desbordaron
nuestra capacidad de asombro.
Las medidas del templo, por ejemplo,
eran portentosas.
Aquel rectángulo -que ocupaba algo
más de la quinta parte de la superficie de la ciudad-
aparecía cerrado por robustas
murallas de 150 pies1 de altura. Su cara norte, conocida como el
atrio de los Gentiles, y a cuyo
extremo más occidental se hallaba adosada la torre Antonia,
media novecientos pies de longitud. Frente
al Ohvete, la fachada este del templo -toda ella en
mármol blanco- alcanzaba los 1285,5
pies. La muralla occidental era prácticamente de las
mismas dimensiones que la anterior y,
por último, la cara sur, que cerraba el recinto sagrado y
en la que se distinguían desde el
módulo dos amplias puertas2, arrojó 801 pies de longitud.
En cuanto al templo de Herodes
propiamente dicho -que se levantaba en el centro de aquel
gran rectángulo- los equipos nos
proporcionaron 578,4 pies de longitud por 417,6 pies de
anchura.
1 La totalidad de las medidas que ofrece el mayor en su
diario pueden convertirse a metros, dividiéndolas por tres.
(N. del t.)
2 Puerta Doble y puerta Triple. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
58
La fortaleza o torre Antonia,
residencia del representante del César durante las fiestas más
sobresalientes de los judíos, se
elevaba sobre una cota de 2220 pies sobre el nivel del mar. Era
otra soberbia construcción de 450 por
384 pies, flanqueada en sus cuatro esquinas por sendas
y poderosas torres de 105 pies de
altura cada una.
Al Oeste de la ciudad, en la cota más
alta de Jerusalén (2280 pies), la familia Herodes había
emplazado su residencia fortaleza. El
palacio y los jardines reales ocupaban una franja de
terreno, junto a la mencionada
muralla más occidental de la ciudad santa de 900 x 300 pies. La
edificación sobresalía por sus tres
espigadas torres, de 120, 90 y 75 pies, respectivamente1.
Desde el ala norte del palacio
herodiano -tal y como nuestros radares habían detectado la
noche anterior- se extendía otra
muralla hasta la mitad, poco más o menos, de la cara oeste
del templo, dividiendo a la ciudad en
dos sectores.
Las dimensiones, en definitiva, de
Jerusalén eran las siguientes: longitud máxima (desde la
torre Antonia hasta el vértice sur),
3696 pies. En este ángulo sur de la ciudad -junto a la
piscina de Siloé- detectamos la cota
más baja del terreno: 1980 pies.
La anchura de la ciudad santa,
contando desde el muro exterior occidental (correspondiente
al palacio de Herodes) hasta el
pináculo del templo, 667,6 pies.
La inexpugnable muralla que guardaba
Jerusalén se levantaba a 225 pies sobre la superficie
del valle. (El curso del Cedrón
oscilaba entre los 1860 pies, en su cota más baja, frente a
Hakeldama y al espolón que forman las
murallas al sur de la población, y los 2040 pies, a su
paso frente al huerto de Getsemaní,
en la falda occidental del Olivete.)
El ordenador computó la longitud
total de la muralla exterior de la ciudad, registrando en
pantalla 11 378,1 pies2. Por su parte, el muro que cruzaba entre las viviendas,
dividiendo a
Jerusalén en dos ciudades
perfectamente diferenciadas como tendría ocasión de comprobar en
persona- tenía una longitud
aproximada de 1446,6 pies.
En nuestra vertical, el monte de los
Olivos ofrecía dos cotas máximas: 2 220 pies frente a la
piscina de Siloé; es decir, al sur de
la ciudad y 2454 pies (elevación máxima), frente al templo.
El huerto de Getsemani -localizado en
una cota inferior a ésta- se hallaba a una distancia de
739,2 pies (en línea recta desde la
ladera al muro oriental del templo).
Aquella cota máxima del Olivete (2454
pies sobre el nivel del mar), estaba situada a unos
180 pies por encima del templo. Esto,
unido a la localización por nuestros equipos de una
pequeña formación rocosa que
despuntaba en dicha cima, entre un mar de olivos, nos decidió
establecer nuestro punto de contacto
sobre el reducido calvero de dura piedra caliza.
A las 10 horas y 15 minutos, el
módulo se posó -al fin- sobre la cumbre del monte de los
Olivos. En un primer «tanteo», los
cuatro pies extensibles de la «cuna» se hundieron
ligeramente entre las lajas rocosas.
Finalmente, la nave quedó estabilizada y nosotros
procedimos a la desactivación del
motor principal.
Aunque el descenso no podía ser
visualizado por los habitantes de Jerusalén o de sus
alrededores, un observador relativamente
cercano a nuestro punto de contacto sí hubiera
podido descubrir un súbito remolino
de polvo y tierra, provocado por el choque de los gases
contra el suelo, en la operación
final de frenada del módulo. Por fortuna, aquella polvareda
desapareció en poco más de sesenta
segundos, así como el agudo silbido del reactor.
A pesar de todo, Eliseo y yo nos
mantuvimos alerta por espacio de casi media hora, atentos
a cualquier inesperada emisión de
radiaciones infrarrojas, provenientes de seres humanos, que
pudieran irrumpir en el campo de
seguridad de nuestro vehículo, fijado en un radio de 150 pies.
Cualquier individuo o animal que
penetrase en dicha franja de terreno sería automáticamente
visualizado en los paneles del
módulo. En caso de un presunto ataque, el tripulante que
permanecía en el interior de la
«cuna» estaba autorizado a desencadenar un dispositivo
especial de defensa -ubicado en la
«membrana» exterior del fuselaje- que proyectaba a 30 pies
de la nave una pared de ondas
gravitatorias en forma de cúpula. Aunque esta semiesfera
protectora no podía ser visualizada,
el intruso o intrusos que trataran de cruzaría hubieran
recibido la sensación de estar
avanzando contra un viento huracanado. (Como ya comenté en
1 Herodes llamó a estas torres Hípica, Fasael y Mariamme,
respectivamente. (N. del m)
2 El recinto exterior medía, por tanto, 3 792,7 metros,
aproximadamente. La muralla interior era de 482,2 metros.
(N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
59
su momento, ninguno de los
expedicionarios podía ocasionar daño alguno, y mucho menos
matar, a ninguno de los integrantes
de la red social a observar.)
Hacia las 11 horas, tras verificar la
temperatura en superficie (11,6 grados centígrados), la
humedad relativa (57 por ciento), la
dirección e intensidad del viento (ligera brisa del noroeste)
y otros valores más complejos -de
carácter biológico-, inicié los últimos preparativos para mi
definitiva salida al exterior.
Mientras Eliseo seguía vigilando
nuestro entorno, me desnudé, procediendo a una meticulosa
revisión de mi cuerpo. Debía
desembarazarme de cualquier objeto impropio en aquella época:
reloj de pulsera, una cadena con una
chapa de identidad, obligatoria en las fuerzas armadas y
una pequeña sortija de oro que
siempre había llevado en el dedo meñique izquierdo.
Acto seguido me sometí a la
pulverización -mediante una tobera de aspersión- del tronco,
vientre, genitales, espalda y base
del cuello y nuca, enfundándome así en la obligada defensa
que llamábamos «piel de serpiente».
Como ya he referido en otro momento, esta segunda
epidermis era una fina película cuya
sustancia base la constituye un compuesto de silicio en
disolución coloidal en un producto
volátil. Este liquido, al ser pulverizado sobre la piel, evapora
rápidamente el diluyente, quedando
recubierta aquélla de una delgada capa o película opaca
porosa de carácter
antielectrostático. Su color puede variar, según la misión, pudiendo ser
utilizada, incluso, como un código,
cuando se trabaja en grupo. Sin embargo, y con el fin de
evitar posibles y desagradables
sorpresas, yo preferí ajustarme una «epidermis» absolutamente
transparente...
Caballo de Troya había estudiado con
idéntica escrupulosidad el atuendo que llevaría durante
aquellos once días. Puesto que debía
hacerme pasar por un honrado coferenciante extranjero -
griego por más señas- los expertos
habían preparado un doble juego de vestiduras: una falda
corta o faldellín (marrón oscuro);
una sencilla túnica de color hueso; un cíngulo o ceñidor
trenzado con cuerdas egipcias que sujetaba
la túnica y un incómodo manto o ropón, susceptible
de ser enrollado en torno al cuerpo o
suspendido sobre los hombros. La engorrosa chlamys, que
a punto estuve de perder en varios
momentos de mi exploración, había sido confeccionada a
mano, al igual que la túnica, con la
lana de las montañas de Judea y teñida con glasto basta
proporcionarle un discreto color azul
celeste. Para la confección de ambas túnicas, los expertos
habían contratado los servicios de
hábiles tejedores de Siria, herederos del antiguo núcleo
comercial de Palmira, que aún
manipulaban el lino bayal.
En previsión de un eventual fallo del
dispositivo de transmisión auditiva -que llevaba
incorporado en el interior de mi oído
derecho1- Curtiss había ordenado que la chlamys
dispusiera de una hebilla de cinco
centímetros con la que poder sujetar el pallium o manto
sobre mi hombro izquierdo. Esta
hebilla de bronce encerraba un microtransmisor, capaz de
emitir mensajes de corta duración
mediante impulsos electromagnéticos de 0,0001385
segundos cada uno. De esta forma
quedaba garantizada una eficaz y permanente conexión con
la base.
En cuanto al calzado, habían sido
diseñados dos pares de sandalias, con suela de esparto,
trenzado en las montañas turcas de
Ankara. Cada ejemplar fue perforado manualmente,
incrustando en los bordes de las
suelas sendas parejas de finas tiras de cuero de vaca,
convenientemente empecinadas. Cada
cordón -de cincuenta centímetros- permitía sujetar el
rústico calzado, con holgura
suficiente como para poder enrollarlo en cuatro vueltas a la canilla
de las piernas.
Un mes antes del lanzamiento -con el
fin de simplificar mi aseo diario durante el «gran
viaje»- dejé crecer mi barba de forma
desordenada.
Aquel ropaje y mi crecida barba
desencadenaron el buen humor de Eliseo, viéndome
sometido durante aquellos últimos
minutos en el módulo a todo tipo de bromas y chanzas.
Aquellos momentos de diversión
resultaron altamente relajantes, haciéndonos olvidar
momentáneamente dónde estábamos y lo
que me reservaba el destino.
1 Aunque podía recibir a Eliseo directamente -siempre que él
lo estimase oportuno- cuando yo deseaba abrir mi
comunicación auditiva con el módulo
era imprescindible que presionara con los dedos sobre la parte externa de mi
oído
derecho. Con el fin de evitar
suspicacias o posibles malas interpretaciones por parte de los habitantes de
Jerusalén,
Caballo de Troya había estimado que
fingiera una leve sordera por el referido oído. De esta forma, y aunque la
comunicación con Eliseo debería
llevarse a efecto lejos de testigos, el gesto de apertura del canal de
transmisión
siempre podía quedar justificado.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
60
Siguiendo una de las costumbres
populares en la Palestina de aquellos tiempos, impregné
mis cabellos con unas gotas de aceite
común. De esta forma quedaron más suaves y sedosos.
Por último, colgué del cinturón una
pequeña bolsa de hule impermeabilizado en la que Caballo
de Troya había depositado una libra
romana en pepitas de oro1. La evidente dificultad de
conseguir monedas de curso legal, de
las manejadas en Jerusalén en el año 30, había sido
suplida por aquellos gramos de oro,
extraídos especialmente de los antiquísimos filones de
Tharsis, en las estribaciones de la
sierra ibérica de Las Camorras. Según nuestros datos, no
tendría por qué ser difícil
cambiarlos por denarios de plata y monedas fraccionarias como el as,
óbolo o sextercios2.
Eliseo verificó por enésima vez los
sistemas de transmisión, ampliando la banda inicial de
recepción desde los 10 500 pies a 15
000. Antes de la toma de tierra, los equipos electrónicos
habían medido la distancia existente
entre Betania y la ciudad santa -siguiendo el curso del
camino que rodea la cara este del
Olivete- arrojando un resultado de 8325 pies3.
El escenario donde debía moverme en
aquellos días había sido limitado justamente entre
ambas poblaciones -Betania y
Jerusalén, con el pequeño poblado de Betfagé a corta distancia
de la aldea de Lázaro-, por lo que,
presumiblemente, mi distancia máxima respecto a la «cuna»
(que se hallaba en un enclave
equidistante de ambos núcleos urbanos) nunca debería ser
superior a los mil pies. El margen
establecido para la transmisión y recepción auditiva entre
Eliseo y yo era, por tanto, más que
suficiente.
A las doce horas, tras un emotivo
abrazo, mi compañero accionó la escalerilla de descenso y
yo salté a tierra.
Mi primera preocupación al caminar
sobre aquella tierra blanqueada por el sol del mediodía
fue comprobar mi posición sobre el
Olivete. Al avanzar unos pasos hacia el bosquecillo de olivos
que se derramaba en dirección sur me
di cuenta de aquel gran silencio, apenas roto por el
ronroneo de las libélulas. Me detuve
y, tras cerciorarme, abrí la comunicación «auditiva» con
Eliseo. A juzgar por el trayecto que
había recorrido desde aquel grupo de rocas amarillentas
sobre las que se había posado el
módulo, debía encontrarme a poco más de noventa pies de
Eliseo. Las palabras del hermano
sonaron claras y fuertes en mis oídos:
-Es muy posible que la razón de ese
silencio -argumentó Eliseo- se deba a la presencia de la
«cuna»... A pesar del
apantallamiento, algunos animales han podido detectar las emisiones de
ondas...
Algo más tranquilo proseguí mi
detallada localización de puntos de referencia, vitales para un
posible y precipitado retorno hasta
la nave. Aunque el microtransmisor de la hebilla actuaba al
mismo tiempo como radiofaro
omnidireccional (con señales VHF de ultra-alta frecuencia),
haciendo posible de esta forma que
uno de los radares de a bordo pudiera recibir mi «eco»
ininterrumpidamente y en un radio
estimado de cincuenta millas, yo no estaba autorizado a
portar un sistema de localización del
invisible módulo. La naturaleza de mi misión había
desaconsejado a los responsables de
Caballo de Troya la inclusión en mi escasa impedimenta
de una de las «balizas» -de tipo
manual- que operan en frecuencia de 75 megaciclos, y que
hubiera resultado utilísima para mi
reencuentro con la « cuna». Debería valerme, en suma, de
mi sentido de la orientación, al menos
hasta el límite de la zona de seguridad de la nave, a 150
pies de la misma. Una vez dentro de
ese círculo, Eliseo podía «conducirme» mediante el
transmisor incorporado a mi oído.
Gracias a Dios, el «punto de
contacto» se hallaba en una de las cotas máximas del Olivete.
Esta circunstancia, unida a la
presencia del reducido calvero pedregoso, hacía relativamente
cómoda la ubicación del asentamiento
de nuestro vehículo, tanto si se ascendía por la ladera
oriental (que muere en Betania) o por
la occidental, que desemboca en la barranca del Cedrón.
1 La libra romana equivale a unos 326 gramos,
aproximadamente. (N. del t.)
2 Según nuestros estudios, en aquella época, el «estater»
ático o patrón 'oro griego (de 8,60 gramos) podía guardar
una relación o equivalencia de 1 a 20
respecto al denario de plata de uso legal en Jerusalén. Aquella pequeña
cantidad
de oro puro suponía alrededor de 758
denarios, dinero más que suficiente para mis necesidades durante los once días
de permanencia en la zona, si tenemos
en cuenta, por ejemplo, que el precio de todo un campo oscilaba alrededor de
los 120 denarios. (Cada denario de
plata Se dividía en 24 ases. Con un as era posible comprar un par de pájaros.)
(N.
del m.)
3 Unos 2 275 metros, más o menos. (N. del t.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
61
Revisé fugazmente mi atuendo y con
paso cauteloso me adentré en el olivar. A mi derecha,
entre las epilépticas ramas de añosos
olivos, se distinguía la dorada cúpula del templo y buena
parte de las murallas de Jerusalén. Pero,
a pesar de mis intensos deseos de aproximarme hasta
el filo occidental de la «montaña de
las aceitunas» (como también llamaban los israelitas al
Olivete) y disfrutar de aquel
espectáculo inigualable que era la ciudad santa, me ceñí al plan
previsto e inicié el descenso por la
vertiente sur, a la búsqueda del camino que habíamos
divisado desde el aire y que me
conduciría hasta Betania.
De pronto, al inclinarme para
esquivar una de las frondosas ramas, advertí con cierto
sobresalto lo llamativo de mi calzado,
sospechosamente pulcro como para pertenecer a un
andariego e inquieto comerciante
extranjero. Sin dudarlo, me senté en una de las raíces de un
vetusto olivo y, después de echar una
mirada a mi alrededor, agarré varios puñados de aquella
tierra ocre y esponjosa,
restregándola contra el esparto y las ligaduras.
El inesperado alto en el camino fue
registrado en el módulo y Eliseo se interesó por mi
seguridad.
-¿Algún problema, Jasón?
A partir de mi salida de la «cuna»,
aquél iba a ser mi indicativo de guerra. El nombre de
«Jasón» había sido tomado del héroe
de los tesalios y beocios, jefe de la famosa expedición de
los Argonautas, cantada por el poeta
griego Apolonio de Rodas y por el vate épico latino Valerio
Flaco. Yo había aceptado tal
denominación, aunque era consciente de que jamás había tenido
madera de héroe y que mi misión en
Caballo de Troya no era precisamente la búsqueda del
vellocino de oro, en el que tanto
esfuerzo había puesto el bueno de Jasón.
Tras explicar a Eliseo aquel
momentáneo contratiempo, reanudé la marcha, atento siempre a
mi posible primer encuentro con los
habitantes de la zona.
Cuando había caminado algo más de 300
pasos dejé atrás el olivar. Frente a mí se abría una
pradera, sombreada por dos
corpulentos cedros de casi cuarenta metros de altura.
El corazón me golpeó en el pecho.
Bajo aquellos árboles habían sido plantadas cuatro
grandes tiendas.
Durante algunos segundos no supe cómo
reaccionar. Me quedé quieto. Indeciso. Bajo las
lonas oscuras de las tiendas se
agitaban numerosos individuos.
Presioné mi oído derecho y Eliseo
apareció al instante:
¿Qué hay...? -preguntó mi compañero.
-Primer contacto humano a la vista...
Al parecer se trata de mercaderes... Veo algunos
rebaños de ovejas junto a varias
tiendas.
Eliseo consultó la memoria
histórico-documental del ordenador central instalado en la
«cuna» y me
trasladó el informe aparecido en pantalla:
-Santa Claus1 en afirmativo. Según el libro de las Lamentaciones
(R.2,5 sobre 2,2 (44ª 2) y
el escrito rabínico Tac anit IV 8,69ª 36 (IV/1,191) en ese extremo de la
falda sur del Olivete,
donde te encuentras ahora, se
instalaba tradicionalmente un grupo de tiendas en las que se
vendía lo necesario para los
sacrificios de purificación en el Templo. Según estos datos, bajo
uno de esos dos cedros deberás
encontrar también un mercado de pichones para los sacrificios.
Volumen aproximado: 40 se) ah mensual... Es decir, unas 40 arrobas o 600
kilos de pichones, si
lo prefieres... Santa Claus
menciona también un texto de Josefo (Guerras de los Judíos, V
12,2/505) en el que se
describe un muro edificado por Tito cuando puso cerco a Jerusalén. Este
muro conducía al monte de los
Olivos y encerraba la colina hasta la roca llamada «del
palomar». Es muy probable que
en los alrededores encuentres palomares excavados en la
roca...
-Recibido. Gracias... Voy
hacia ellos.
-Un momento, Jasón -intervino nuevamente Eliseo-. Estos informes pueden resultarte
útiles... Santa Claus añade
que, según el escrito rabínico Menahot
(87ª), estos carneros
procedían de Moab; los
corderos, del Hebrón, los terneros de Sarón y las palomas de la
Montaña Real o Judea. El
ganado vacuno procede de la llanura costera comprendida entre Jaffa
y Lydda. Parte del ganado de
carne llega de la Transjordania (posiblemente los carneros).
Idiomas dominantes entre estos
mercaderes: arameo, sirio y quizá algo de griego...
-O. K.
-¡Suerte!
1 Así llamábamos familiarmente al ordenador central del
módulo. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
62
Conforme fui aproximándome a las
tiendas, mi excitación fue en aumento. Aquélla podía ser
mi primera oportunidad, no sólo de
entablar contacto con los israelitas, sino de practicar mi
arameo galilaico o griego.
Al entrar entre las tiendas, un tufo
indescriptible -mezcla de ganado lanar, humo y aceite
cocinado- a punto estuvo de jugarme
una mala pasada. Tres de las tiendas habían sido
acondicionadas como apriscos. Bajo
las carpas de lona renegrida y remendadas por doquier se
apiñaban unos 150 corderos y carneros.
En la cuarta tienda se alineaban grandes tinajas con
aceite y harina. Al amparo de esta
última, un grupo de hombres, con amplias túnicas rojas,
azules y blancas formaban corro,
sentados sobre sus mantos. A corta distancia, fuera de la
sombra de la lona, varias mujeres
-casi todas con largas túnicas verdes- se afanaban en torno
a una fogata. Junto a ellas, algunos
niños semidesnudos y de cabezas rapadas ayudaban en lo
que supuse se trataba del almuerzo
común. Una olla de grandes dimensiones borboteaba sobre
la candela, sujeta por un aro y tres
pies de hierro tan hollinientos como la panza de la marmita.
Varias jovencitas, con el rostro
cubierto por un velo blanco y sendas diademas sobre la frente,
permanecían arrodilladas junto a unas
piedras rectangulares. Mecánicamente, cada muchacha
tomaba un puñado de grano de un saco
situado junto al grupo y lo depositaba sobre la
superficie de la piedra, ligeramente
cóncava. A continuación asían con ambas manos otra
piedra estrecha y procedían a
triturar el puñado de trigo. Una de las mujeres hacía pasar la
harina por un cedazo con aro de
madera, depositando el resultado de la molienda en una
especie de lebrillo.
Permanecí algunos minutos absorto con
aquel espectáculo. El grupo había reparado ya en mi
presencia y, tras intercambiar
algunas palabras que no llegué a captar, uno de ellos se puso en
pie, dirigiéndose hacia mí.
El mercader -posiblemente uno de los
más viejos- señaló a los rebaños y me preguntó si
deseaba comprar algún cordero para la
próxima Pascua. Al hablar, el hombre mostró una
dentadura diezmada por la caries.
Sonreí y en el mismo arameo popular
en que me había preguntado le expliqué que no, que era
extranjero y que sólo iba de paso
hacia Betania. Al percatarse, tanto por mi acento como por ml
atuendo, que, en efecto, era un
gentil, el hebreo lamentó haberse levantado y, con un mohín
de disgusto por la presencia de aquel
«impuro» dio media vuelta, incorporándose de nuevo al
resto de los vendedores1.
Un elemental sentido de la cautela me
hizo alejarme del lugar, pendiente abajo, en busca del
ansiado camino. Al cruzar frente al
segundo cedro -en el que, tal y como había «vaticinado» el
computador, había sido plantada una
quinta tienda, bajo la que se apilaban numerosas jaulas
con palomas- apenas si me detuve.
Aunque mi ánimo había recobrado la confianza al
comprobar que no había tenido grandes
dificultades para entender y hacerme entender por
aquel israelita, tampoco deseaba
tentar a la suerte.
El sol seguía corriendo hacia
poniente, recortando peligrosamente mi tiempo en aquel
jueves, 30 de marzo. Debía darme
prisa en entrar en Betania. A las 18 horas y 22 minutos, el
ocaso pondría punto final a la
jornada judía. Para ese momento yo debería tener resuelto mi
contacto con la familia de Lázaro.
Apreté el paso y pronto me situé en
la cornisa de un pequeño terraplén. Allí terminaba la
falda del Olivete. A mis pies, a unos
cinco o seis metros, apareció el camino que unía Jerusalén
con Jericó, pasando por Betania.
Desde mi improvisada atalaya se distinguían grupos de
caminantes que iban y venían en uno y
otro sentido. Eran, en su mayoría, peregrinos que
acudían a la ciudad santa o que
salían del recinto amurallado, camino de sus campamentos. A
ambos lados de la polvorienta calzada
-perdiéndose en el horizonte- se extendía una
abigarrada masa de tiendas e
improvisados tenderetes.
Me deslicé hasta el camino y
comuniqué al módulo mi intención de iniciar la marcha en
dirección Este; es decir, en sentido
opuesto a Jerusalén.
1 Los gentiles no podían celebrar la tradicional ofrenda de
la Pascua judía. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
63
Pronto comprobé que aquellas gentes
eran, casi en su totalidad, galileos llegados en sucesivas
caravanas y que, de acuerdo con una
ancestral costumbre, solían acampar a este lado de la
ciudad. La fiesta de la Pascua, una
de las más solemnes del año, reunía en Jerusalén a cientos
de miles de israelitas, procedentes
de las distintas provincias y del extranjero. Aquel año,
además, la solemnidad era doblemente
importante, al coincidir dicha Pascua en sábado1.
El alojamiento en Jerusalén debía ser
harto difícil y los peregrinos terminaban por
acomodarse en los alrededores.
Entre las tiendas distinguí a decenas
de mujeres y niños, ocupados en animadas
conversaciones o afanados en el
arreglo de sus frágiles pabellones de pieles y telas
multicolores. A pesar de no estar
obligados a participar en la fiesta, estaba claro que las
familias judías acudían en su
totalidad hasta la ciudad santa. Y allí permanecían durante los
días y noches previos a los sagrados
ritos de la ofrenda y de la cena pascual.
Mientras caminaba entre aquella
multitud alegre, variopinta y parlanchina empecé a intuir
cómo pudo ser -cómo iba a ser- la
entrada triunfal de Jesús de Nazaret en las primeras horas
de la tarde del domingo en
Jerusalén...
Con gran contento por mi parte,
ninguno de los acampados o de los peregrinos que se
cruzaban conmigo mostraban el menor
asombro al verme. Sin embargo, mi inquietud creció al
divisar al fondo del camino un grupo
de jinetes, perteneciente a la guarnición romana en
Jerusalén, que regresaba seguramente
a sus acuartelamientos en la fortaleza Antonia. Como
medida precautoria, y fingiendo
cansancio, me senté al borde del sendero, al pie de una de las
tiendas. Instintivamente me llevé la
mano al oído y bajando el tono de mi voz comuniqué a
Eliseo la proximidad de la patrulla.
Mi hermano, previa consulta al
ordenador, me proporcionó algunos datos sobre los soldados:
Puede tratarse de una pequeña unidad
-una turmae- formada por unos treinta y tres jinetes.
La legión con base en Cesarea dispone
de 5600 hombres, de los que 120 pertenecen a la
caballería. La presencia de una de
las cuatro turmae en Jerusalén puede significar que Poncio
Pilato se ha trasladado ya a su
residencia en la torre Antonia para administrar justicia durante
la Pascua... ¡Atención! -añadió
Eliseo-. Santa Claus especifica que estos jinetes pueden
proceder de las tierras germánicas.
Su extracción social es muy baja y su comportamiento
especialmente agresivo para con los
judíos. Cada una de estas unidades está mandada por tres
oficiales -decuriones- cabezas de
fila.
La advertencia de Santa Claus era
acertada. Los jinetes avanzaban al paso, apartando a los
descuidados con las afiladas bases de
hierro de sus pilum o lanzas. En total llegué a contar 33
soldados perfectamente uniformados
con oscuras cotas de malla, cascos dorados y relucientes,
grebas, largas espadas al cinto y
escudos hexagonales, orlados con un borde metálico. La
totalidad de los caballeros vestían
unos pantalones rojizos, bastante ajustados, y hasta la mitad
de la pierna.
Marchaban de tres en fondo, ocupando
prácticamente la totalidad del camino. Al pasar a mi
altura advertí con asombro que, a
excepción de los jefes o decuriones, todos eran muy jóvenes;
quizá entre los dieciocho y treinta
años. Naturalmente, tampoco podía conceder demasiado
crédito a aquella impresión. En el
año 30, el promedio de vida podía oscilar alrededor de los
cuarenta años...
Cerraba el grupo armado un trío de
soldados a lomos de caballos tordos sobre cuyas grupas
habían sido amarrados sendos haces de
jabalinas, algo más cortas que los pilum que portaban
en la diestra y que posiblemente
superaban los dos metros de longitud.
A pesar de estar viéndolo con mis
propios ojos, ¡qué difícil me resultó en aquellas primeras
horas hacerme a la idea de que había
retrocedido en el tiempo y que lo que verdaderamente
tenía a mi alrededor era la Palestina
del emperador Tiberio!
1 Según las leyes hebreas, «todos estaban obligados a
comparecer delante de Dios, en el templo, a no ser sordo,
idiota, menor de edad, hombre de
órganos tapados (sexo dudoso), andrógino, mujer, esclavo no emancipado, ciego,
tullido, enfermo, anciano o no poder
subir a pie hasta la montaña del templo». La escuela de Shammay definía al
menor de edad «como aquel que
no puede (aún) ponerse a caballo sobre los hombros de su padre para subir a
Jerusalén a la montaña del templo».
(N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
64
Cuando me disponía a levantarme y
reanudar el camino, sentí la leve presión de una mano
en mi hombro. Al volver el rostro me
encontré con un niño de tez morena y profundos ojos
negros. Vestía una corta túnica de
amplias mangas y color indefinible. En su mano izquierda
sostenía una escudilla de madera con
agua. Sin pronunciar una sola palabra, dibujó una sonrisa
y me tendió el oscuro recipiente.
Mojé mis labios en el agua y le devolví la vasija,
agradeciéndole el gesto.
-¿De dónde vienes? -le pregunté
acariciándole su cráneo rapado.
El pequeño se volvió hacia un pequeño
grupo de hombres y mujeres que descansaban en el
interior de una tienda. Una de las
mujeres -posiblemente su madre- le animó con un gesto de
su mano para que respondiera.
-Somos de Magdala, señor.
-Eso está cerca del lago, ¿no?
El niño asintió con la cabeza.
-¿Has oído hablar de Jesús el
Nazareno?
Antes de que mi joven amigo llegara a
responder, uno de los hombres se adelantó hasta
nosotros. Aparentaba unos treinta y
cinco o cuarenta años. Lucía una abundante barba negra.
Tomó al pequeño por el brazo y
preguntó:
-¿Es que eres seguidor del tekton?
Aquella palabra me dejó confuso.
-Perdóneme, amigo -le respondí-. Soy
extranjero y no sé el significado de esa palabra.
El hombre soltó al niño y, cruzando
los brazos entre los pliegues de su manto, añadió:
-Nosotros conocimos a su padre como
José, el carpintero y herrero. Y así llamamos también
a su hijo.
Tentado estuve de unirme a aquella
familia de galileos y retrasar mi entrada en Betania.
Pero lo pensé dos veces y comprendí
que nadie mejor que Lázaro y sus hermanas para
hablarme del Maestro...
Mientras proseguía mi camino,
pregunté a Eliseo si podía obtener información sobre aquella
nueva definición de Jesús. Santa
Claus fue muy conciso: «El Galileo, efectivamente, recibía el
sobrenombre de tekton -como carpintero, constructor o herrero- de acuerdo con la
versión que
sobre dicho término hacia el escrito
rabínico Shabbat, 31.ª También Marcos hace alusión a
tekton en 6,3.»
Es posible que llevase andado algo
más de la mitad del camino entre Jerusalén y Betania
cuando dejé atrás el apretado
campamento de los peregrinos israelitas. A partir de allí, las
tiendas eran mucho más escasas. Si no
fuera porque podría equivocarme, habría jurado que en
el acceso a la ciudad santa se habían
plantado más de un millar de improvisados albergues.
Esto podía significar -a un promedio
de seis o siete personas por tienda- unos seis mil o siete
mil peregrinos.
En aquel último kilómetro no observé,
sin embargo, una disminución del intenso tráfico de
gentes y bestias de carga. Grupos de
judíos, con asnos y algunos camellos, seguían fluyendo en
uno y otro sentido, transportando
haces de leña, pesados y puntiagudos cántaros o arreando
rebaños de cabras.
La vegetación, a ambos lados del
camino, se había hecho más floreciente. A mi izquierda, la
ladera oriental del Olivete aparecía
cerrada por los olivares, cedros y algunos sicómoros. A mi
derecha, junto a palmeras e higueras
me llamó la atención una serie de cinamomos, con sus
incipientes racimos de flores
violetas y extraordinariamente olorosas.
El hecho de no poder llevar reloj me
preocupaba. No resultaba fácil para mí averiguar en qué
momento del día me encontraba. El sol
se había lanzado ya hacia el Oeste, pero ignoraba
cuanto tiempo había transcurrido
desde que abandonara la «cuna». Por otra parte, deseaba
acostumbrarme lo antes posible a mi
nueva situación y ello me obligaba a prescindir, en la
medida de lo posible, de la conexión
auditiva con Eliseo. A juzgar por el camino recorrido y los
altos efectuados, debían ser las
13.30 horas cuando, al salir de la única curva del sendero,
divisé a la izquierda un minúsculo
grupo de casas. Al fondo, y a la derecha, descubrí también
otra aldea, aparentemente más grande
que la primera. Entusiasmado, aceleré el paso. Aquellos
poblados tenían que ser Betfagé y
Betania, respectivamente.
Conforme fui aproximándome al primer
poblado, mi desencanto fue en aumento. Betfagé no
era otra cosa que un mísero
conglomerado de pequeñas casas de una planta. Las paredes
habían sido levantadas con piedras
-posiblemente basálticas- y los intersticios, malamente
Caballo de Troya
J. J. Benítez
65
tapados con cantos y barro. La
mayoría de las techumbres de aquella media docena de
viviendas -a excepción de una o dos
terrazas- habían sido cubiertas con ramas de árboles,
reforzadas con varias capas de juncos
y paja.
Los alrededores aparecían repletos de
higueras y pequeños huertos en los que deambulaban
un sinfín de gallinas. Las últimas e
intensas lluvias de enero y febrero habían convertido las
«calles» en un barrizal.
Decepcionado, salí nuevamente al
camino, informando a Eliseo de mi paso por la mísera
Betfagé y de mi inminente llegada a
Betania. La distancia entre ambas aldeas no era superior a
los setecientos u ochocientos metros.
El lugar de residencia de Lázaro y su
familia presentaba, en cambio, un aspecto mucho más
sólido y esmerado. Las casas, aunque
modestas, disponían de terrazas, y sus paredes -casi
todas encaladas- habían sido construidas
con piedras labradas.
Al penetrar en la aldea me sorprendió
ver algunas de las calles pavimentadas a base de
guijarros. Otras, sin embargo,
seguían siendo estrechas torrenteras, ahora polvorientas y
malolientes.
El núcleo principal de Betania se
extendía a la derecha del camino que lleva de Jerusalén a
Jericó. Al otro lado del sendero, un
grupo más reducido de casas se apoyaba en la ladera del
Monte de los Olivos. Algunas de estas
viviendas se hallaban prácticamente empotradas en la
falda de la montaña.
La animación en la aldea era
considerable. Numerosos grupos de judíos iban y venían por
entre sus casas, formando tertulias a
las puertas de las viviendas o a la sombra de los
entramados de cañas y ramas por los
que trepaba la hiedra o descansaban desnudas e
interminables parras.
No tardé en averiguar que aquella
agitación venia siendo habitual en Betania desde que el
Maestro de Galilea realizase el
prodigio de resucitar de entre los muertos a su amigo Lázaro. La
noticia había corrido como reguero de
pólvora por todo el reino, llegando, incluso, a la vecina
Siria y a las costas de la Fenicia.
Desde entonces, una corriente interminable de simpatizantes,
seguidores de Jesús o amigos de
Lázaro acudían hasta la casa del resucitado, con el único afán
de satisfacer su curiosidad. Este
torrente de curiosos se había visto seriamente incrementado
en aquellos días, con motivo de la
próxima celebración de la Pascua. El camino entre Jerusalén
y Betania podía cubrirse, a buen
paso, en poco más de una hora y ello justificaba aquel
agotador trajín por las calles de la
hasta ese momento apacible localidad.
No fue muy difícil llegar hasta la
casa de Lázaro. Me bastó con seguir a uno de los grupos de
judíos que acababa de entrar en
Betania. A los pocos minutos me encontraba frente a una
hacienda levantada casi a las afueras
del núcleo principal de la población. En la fachada,
pulcramente blanqueada, se abría una
puerta con los dinteles y jambas trabajados con piedras
labradas. Delante de la casa se
extendía un pequeño jardín de cinco o seis metros de largo por
otros seis o siete de ancho. En él,
sobre un banco de piedra y a la sombra de una frondosa
higuera, estaba sentado un hombre.
Vestía una túnica con franjas verticales rojas y azules y
largas y amplias mangas. Una
treintena de hombres le rodeaba por doquier. Algunos, incluso se
habían situado a sus pies. Absortos,
aquellos judíos escuchaban y contemplaban a aquel
hombre de cuerpo enjuto y rostro
picado de viruela. ¡Era Lázaro!
Un estremecimiento me recorrió de
pies a cabeza. Intenté abrirme paso, pero fue inútil.
Nadie estaba dispuesto a ceder su
sitio. Lázaro se había convertido en la máxima atracción de
aquellos días.
Con voz cansada -como si repitiese el
suceso por enésima vez- fue desgranando su
«aventura» y respondiendo a cuantas
preguntas le formulaban.
Alzándome sobre las cabezas de los
curiosos observé que se trataba de un hombre
relativamente joven (posiblemente no
había cumplido los 40 años), aunque la palidez de su
rostro y unas pronunciadas ojeras le
envejecían notablemente.
A los pocos minutos, ante mi
desesperación, Lázaro se incorporó, despidiéndose de los allí
reunidos.
Lo vi desaparecer en la penumbra de
la casa, mientras los hebreos se desperdigaban,
gesticulando y comentando cuanto
habían visto y oído.
Y allí me quedé yo, abrumado y
solitario frente a la pequeña cerca de madera que rodeaba el
jardín. ¿Qué debía hacer? ¿Entraba en
la casa? ¿Esperaba? Pero ¿a qué y para qué?
Caballo de Troya
J. J. Benítez
66
Me dejé caer sobre la polvorienta
plazuela que se abría frente a la morada del amigo de
Jesús y procuré cubrirme con el
manto. Empezaba a sentir el fresco del atardecer. Me di cuenta
entonces que no había probado bocado
y que, a juzgar por la posición del sol, debíamos estar
en lo que los israelitas llamaban la
hora nona; es decir, las tres de la tarde. En ese momento
comprendí por qué Lázaro había dado
por zanjada aquella animada tertulia. Era el momento de
la comida principal: lo que nosotros
llamamos la cena.
Pero no me dejé arrastrar por el
abatimiento. Caballo de Troya había previsto que yo
intentara una entrevista con Lázaro
en aquella jornada del jueves y así debía ser. Esperaría.
Pensé en aprovechar aquellos minutos
-mientras la familia reponía fuerzas- para comprar
algunas provisiones, pero pronto
desistí. En mi precipitación por llegar a Betania no había
tenido la precaución de entrar en
Jerusalén y tratar de cambiar algunas de las pepitas de oro
por monedas. Por otra parte, eso me
hubiera retrasado considerablemente. A decir verdad, no
era el hambre lo que me obsesionaba
en aquellos instantes. Mis ojos, fijos en la puerta,
estaban pendientes de la posible
aparición de alguno de los miembros de la familia de Lázaro.
La intuición no me traicionó. No
había transcurrido media hora cuando, procedente de la
parte posterior de la casa, irrumpió
en el jardín una mujer con el rostro cubierto con el velo
tradicional. Le acompañaban dos
adolescentes. Sobre la cabeza de la voluminosa matrona se
balanceaba levemente un cántaro
rojizo. Al verme debió Sorprenderse. Yo sabía que las buenas
costumbres en la red social judía no
permitían que un hombre se entretuviera a solas con una
mujer, ni que éstas sonrieran o
hablaran con desconocidos. Así que, venciendo mi natural
inclinación por saludarla o ponerme
en pie, me mantuve en silencio, dejando que pasara frente
a mí. La buena mujer desvió su mirada
y aceleró el paso, perdiéndose por uno de los ramales
que desembocaba en la plazoleta.
Supongo que algo extraño debió notar
en mi presencia porque, a los pocos minutos, uno de
los muchachos volvía a la carrera,
entrando en la casa como un meteoro. De inmediato
aparecieron en el umbral del jardín
dos hombres y el jovencito que, sin duda, les había alertado
sobre aquel extranjero que permanecía
sentado junto a las blancas estacas de la cerca.
Me puse en pie y esperé. Los hombres,
arropados en gruesos mantos color canela, se
aproximaron hasta mí.
-¿Qué buscas, hermano? -me preguntó
el que parecía llevar la voz cantante.
El tono de su voz me tranquilizó.
Había una gran dulzura en su semblante.
-Me llamo Jasón y soy de Tesalónica.
Estoy aquí porque busco al rabí de Galilea...
-El no está aquí.
Simulé gran contrariedad y, mirando
fijamente a los ojos de mi interlocutor, pregunté con
vehemencia:
-¿Dónde puedo encontrarle...?
-¿Para qué le quieres?
-Soy extranjero, pero he oído hablar
de él desde Antioquía a Corfú. Llevo recorridas muchas
leguas porque soy hombre a quien no
satisfacen los dioses romanos ni griegos y porque
desearía conocer la nueva doctrina
del rabí al que llaman Jesús.
-¿Por qué le buscas aquí, frente a la
casa de Lázaro?
-Desde mi llegada a las costas de
Tiro no he oído hablar de otra cosa que del último prodigio
del rabí: dicen que devolvió a la
vida a su amigo Lázaro, muerto cinco días antes...
-Eran tres días los que mi señor
llevaba sepultado -me corrigió el siervo.
-Luego es verdad -añadí mostrando una
intencionada alegría.
Antes de que pudiera intervenir de
nuevo, le supliqué si podía ser recibido por Lázaro.
-Quizá él sepa dónde puedo hallar al
Maestro...
Los hombres intercambiaron una rápida
mirada.
-Aguarda aquí -concluyeron-. El amo
no está repuesto del todo...
Asentí mientras los siervos
desaparecían en el interior de la hacienda.
Ante la inminente posibilidad de una
primera entrevista con Lázaro, aproveché aquellos
segundos de soledad para informar al
módulo de cuanto estaba sucediendo.
Debí causar buena impresión a los
criados de Lázaro. A los pocos minutos era invitado a
entrar en la casa.
Traspasé el umbral con una mezcla de
timidez y emoción. Lo que yo había supuesto como la
fachada de la casa era en realidad la
pared de un atrio o pequeño patio interior. La hacienda,
Caballo de Troya
J. J. Benítez
67
por lo que pude observar, era mucho
más extensa de lo que había imaginado. En el centro de
este atrio rectangular y abierto a
los cielos se abría un estanque de unos tres metros de lado. El
piso, cubierto con ladrillos rojos,
aparecía ligeramente inclinado y acanalado, de forma que las
aguas pluviales pudieran caer desde
los aleros de los edificios situados a izquierda y derecha
hasta el recinto central. Ambas
estancias tenían la misma altura que la pared de la fachada:
unos metros, aproximadamente. Luego
supe que la de la derecha era en realidad una cuadra y
que la de la izquierda se destinaba a
depósito de aperos, arneses y rejas para el arado.
Al fondo del patio, a unos siete
metros del portalón por donde yo había entrado, se abría
otra puerta, casi frente por frente a
la principal. Allí me esperaba el hombre que yo había visto
una hora antes al pie de la higuera.
Junto a él, otros tres judíos, todos ellos arropados en
sendos ropones de colores llamativos.
Tal y como había observado entre muchos de los
peregrinos galileos, llevaban una
banda de tela arrollada en torno a la cabeza, dejando caer
uno de sus extremos sobre la oreja
derecha. Tenían todos una barba poblada, pero con el
bigote perfectamente rasurado.
Lázaro, en cambio, mantenía la cabeza despejada, con un
cabello liso y corto y prematuramente
encanecido.
Los siervos me invitaron a
aproximarme hasta su señor. Al llegar a su altura, poco me faltó
para tenderles mi mano. Lázaro y sus
acompañantes permanecieron inmóviles, examinándome
de pies a cabeza. Fue un momento
difícil. Más adelante comprendería que aquella frialdad
estaba justificada. Desde su
resurrección, los enemigos de Jesús -en especial los fariseos y
otros miembros destacados del Gran
Sanedrín- venían mostrando una preocupante hostilidad
contra el vecino de Betania. Si el
Nazareno constituía ya de por sí una amenaza contra los
sacerdotes de Jerusalén, Lázaro -con
su vuelta a la vida- había revolucionado los ánimos,
erigiéndose en prueba de excepción
del poder del Maestro. Era lógico, por tanto, que la familia
desconfiase de todo y de todos.
Aquella tensa situación se vería
aliviada -afortunadamente para mi- en cuanto mis
anfitriones se percataron de lo duro
de mi acento, que me delataba como extranjero.
-¿Me buscabas? -intervino Lázaro con
gesto grave.
-Vengo de tierras extrañas, en busca
del leví de Nazaret, de quien cuentan que es hombre
sabio y justo. Al desembarcar he
sabido que tú eres su amigo. Por eso estoy aquí, en busca de
tu comprensión...
Lázaro no respondió. Con un gesto me
invitó a seguirle. Y al trasponer aquella segunda
puerta me encontré en un espacioso
patio porticado, igualmente abierto, pero cuadrangular.
Aquella, sin duda, era la parte
principal de la hacienda. Un total de catorce columnas de piedra
de poco más de dos metros de altura
apuntalaban un segundo piso, todo él construido en
ladrillo. La fachada inferior de la
casa (la situada bajo el pórtico) había sido levantada con
grandes piedras rectangulares. Pude
contar hasta siete puertas, todas ellas de sólida madera
color ceniza. En el centro del patio
había sido excavada una segunda cisterna. De sus cuatro
vértices partían otros tantos
canalillos de piedra por los que supuse que recogerían las aguas de
lluvia. La piscina se hallaba
prácticamente llena, con un agua de dudoso colorido. Casi la mitad
del patio se hallaba cubierto con un
tejadillo de cañizo sobre el que descansaban los vástagos
de dos parras traídas por el padre de
Lázaro desde la lejana Corinto, en las costas de Grecia. El
fruto de esta vid -de una casta muy
preciada- tenía la particularidad de dar uvas sin granos.
Durante mi estancia en Betania tuve
la oportunidad de saber que Jesús de Nazaret sentía una
especial predilección por el fruto de
aquellas parras.
Lázaro y sus amigos cruzaron el
empedrado piso del patio y se dirigieron a una de las
puertas de la izquierda. Al pasar
bajo el soportal reparé en cuatro mujeres, sentadas en uno de
los dos bancos de piedra adosados en
cada una de las cuatro fachadas existentes bajo el
claustro. Todas ellas vestían
cumplidas túnicas de colores claros -generalmente verdosos-, con
las cabezas cubiertas por sendos
pañolones. Ninguna, sin embargo, ocultaba su rostro.
Guardaré siempre un grato e
imborrable recuerdo de aquella sala rectangular a la que me
había conducido el amigo de Jesús.
Allí transcurrirían algunos de los momentos más apacibles
de mi incursión en Betania...
Se trataba de la sala «familiar». Una
especie de salón-comedor de unos ocho metros de
largo por cuatro y medio de ancho.
Tres ventanas estiradas y angostas, practicadas en el muro
opuesto a la puerta, apenas si
dejaban entrar la claridad. Una blanca mesa de pino presidía el
centro de la estancia, cuyo suelo
había sido revocado con mortero.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
68
En una de las esquinas
chisporroteaban algunos troncos, alimentados por el fuerte tiro del
hogar. El fogón cumplía una doble
misión. De una parte, servir de calefacción en los rudos
meses invernales y, por otra,
permitir la preparación de los alimentos. Para ello, los
propietarios habían levantado a
escasa distancia de la chimenea propiamente dicha un murete
circular de unos treinta centímetros
de altura, formado por cuatro capas en las que alternaban
el barro y los cascotes. En su
interior, entre las brasas, se depositaban los pucheros, así como
unas bateas convexas que servían para
cocer tortas hechas con masa sin levadura. Cuando se
deseaba cocinar sin la aplicación
directa del fuego, las mujeres depositaban unas piedras planas
sobre la candela. Una vez caldeadas,
las brasas eran apartadas y el guiso se realizaba sobre las
piedras.
En casi todas las paredes habían sido
dispuestas alacenas y repisas de madera en las que se
alineaban lebrillos, bandejas,
soperas y otros enseres, la mayoría de barro o bronce.
En el muro opuesto al fogón, y
enterradas como una cuarta en el piso, se distinguían dos
grandes y abombadas tinajas, de una
tonalidad rojiza acastañada. Alcanzaban algo más de un
metro de altura y, según me
comentaría Marta días después, eran destinadas al consumo diario
de grano y vino. Una de ellas, en
especial, era tenida en gran aprecio por Lázaro y su familia.
Había sido rescatada muchos años
atrás en las cercanías de la ciudad de Hebrón y había
pertenecido -según el sello real que
presentaba una de sus cuatro asas- a los viñedos reales. En
una minuciosa inspección posterior
pude corroborar que, en efecto, la tinaja en cuestión
presentaba un registro superior con
las letras «lmlk», que significaban «perteneciente al rey».
Su capacidad -sensiblemente inferior
a la de la tinaja destinada al trigo- era de dos «batos»
israelitas1.
Siempre permanecía herméticamente cerrada con una tapa de barro, sujeta a su
vez
con bandas de tela.
El techo del aposento, situado a dos
metros, estaba cruzado por seis vigas de madera,
probablemente coníferas, muy
abundantes en los alrededores. Otras partes techadas de la
casa, excepción hecha de las
terrazas, presentaban una construcción menos sólida. La cuadra y
el almacén de los aperos propios del
campo, por ejemplo, hablan sido cubiertos con materiales
muy combustibles: paja mezclada con
barro y cal. Este tipo de techumbre -según me explicó
Lázaro- tenía un gran inconveniente.
Cada vez que llovía era necesario alisaría de nuevo, con el
fin de consolidar el material de la
superficie y evitar las goteras. Para ello se valían de pequeños
rodillos de piedra de unos sesenta
centímetros de longitud.
Lázaro y los restantes hebreos se
situaron en torno al crepitante luego y tomaron asiento
sobre algunas de las pieles de cabra
que alfombraban el piso. Yo hice otro tanto y me dispuse
al diálogo.
En ese momento, una mujer entró en la
sala. Llevaba en su mano izquierda una frágil astilla
encendida. Sin decir palabra fue
recorriendo las seis lámparas de barro que colgaban a lo largo
de las blancas paredes y que
contenían aceite. Tras prenderías, tomó una lucerna -también de
arcilla- e introdujo la llama de su
improvisada antorcha por la boca del campanudo recipiente.
Al instante brotó una llamita
amarillenta. La mujer, con paso diligente, situó aquella lámpara
portátil sobre el extremo de la mesa
más próximo al grupo. A continuación se acercó al hogar y
arrojó sobre las brasas los restos de
la astilla y dos bolitas de aspecto resinoso. Las cápsulas de
cañafístula -un perfume empleado con
frecuencia entre los hebreos- prendieron como una
exhalación, invadiendo el recinto un
aroma suave y duradero.
De pronto, sin apenas crepúsculo, la
oscuridad llenó aquel histórico aposento.
-Te rogamos excuses nuestro recelo -solicitó
uno de los amigos de Lázaro. Desde que el
sumo sacerdote José ben Caifás y
muchos de los archiereis2 del Sanedrín acordaron poner fin a
la vida del Maestro, todas nuestras
precauciones son pocas...
1 Medida equivalente a unos veintidós litros. (N. del m.)
2 Aquella noche, en mi último contacto con el módulo, Eliseo
me aclaró el significado de archiereis. Se trataba de un
nutrido grupo de sacerdotes-jefes que
ocupaban cargos permanentes en el templo y que, en virtud de dicho cargo,
tenían voz en el Sanedrín. Santa
Claus aportó documentación complementaria (Hechos de los Apóstoles, 4,5-6, y
Antigüedades, de Josefo, XX 8,11/189
ss.) en la que se especifica que el jefe supremo del templo y un tesorero del
mismo eran miembros del mencionado Sanedrín.
El número mínimo de este grupo era de uno (sumo sacerdote) más
uno (jefe supremo del templo) más uno
(guardián del templo, sacerdote) más tres (tesoreros). Es decir, seis. A este
número mínimo había que añadir los
sumos sacerdotes cesantes y los sacerdotes guardianes y tesoreros. El Sanedrín,
por tanto, estaba formado por 71
miembros.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
69
-Sabemos que los betusianos y
esbirros de Ben Bebay1 -terció otro de los asistentes a la
reunión- tienen órdenes de prender a
Jesús. La fiesta de la Pascua está cercana y nuestros
informantes aseguran que los bastones
y porras de la policía del Gran Sanedrín estarán
dispuestos para caer sobre el rabí.
Sólo aguardan una oportunidad.
-¿Por qué? -intervine, mostrando
vivos deseos de comprender-. El Maestro, según tengo
entendido, es hombre de paz. Nunca ha
hecho mal a nadie...
Lázaro debió notar una especial
vibración en mi voz. Aquél fue el primer paso hacia la
definitiva apertura de su corazón.
-Tú eres griego -respondió el
resucitado, dándome a entender que yo ignoraba muchas de
las circunstancias que rodeaban al
rabí de Galilea-. No sé si conoces la profecía que acaricia y
contempla nuestro pueblo desde
tiempos remotos. Un día nacerá en Israel un Mesías que hará
libres a los hombres. Pues bien, la
casta sacerdotal cree y ha hecho creer al pueblo que ese
Salvador tendrá que ser, primero y
sobre todo, un sumo sacerdote.
-¿El Mesías deberá ser miembro del
Gran Sanedrín?
-Eso dicen ellos. Los largos años de
dominación extranjera han fortalecido la esperanza de
ese Mesías, convirtiéndolo en un 'efe
político que libere a Israel del yugo romano. Los
sacerdotes saben que el Maestro
predica otro tipo de «liberación» y por eso lo consideran un
impostor. Esto seria suficiente para
terminar con la vida de Jesús. Pero hay más...
Lázaro seguía observándome con los
ojos brillantes por una progresiva e incontrolable
cólera.
Esos sepulcros encalados -como los
llamó el Maestro- no perdonan que Jesús les haya
ridiculizado públicamente. Es la
primera vez en muchos años que alguien les planta cara,
minando su influencia sobre el pueblo
sencillo. Jesús, con sus palabras y señales, arrastra a las
muchedumbres y eso multiplica su
envidia y rencor Por eso han jurado matarle...
-Pero no lo conseguirán -apostilló
otro de los hebreos.
Interrogué a Lázaro con la mirada.
¿Qué querían decir aquellas rotundas palabras?
El amigo amado de Jesús desvió la
conversación.
-Por favor, disculpa nuestra
descortesía. A juzgar por el polvo de tus sandalias y la fatiga de
tu rostro, debes de haber caminado
mucho Te suplico que -como hermano nuestro- aceptes mi
hospitalidad...
Aquel brusco giro en la conducta de
Lázaro me desconcertó. Pero le dejé hacer.
El hombre abandonó la estancia,
regresando a los pocos minutos, en compañía de una
mujer.
-Marta, mi hermana mayor -explicó
Lázaro refiriéndose a la hebrea que le acompañaba- te
lavará los pies...
El corazón me latió con fuerza. Y sin
cerciorarme del error que estaba cometiendo, me puse
en pie. El resto del grupo permaneció
sentado. Era demasiado tarde para rectificar. Procuré
serenar mis nervios. No podía negarme
a los requerimientos de mi anfitrión. Hubiera sido
considerado como un insulto al
arraigado sentido oriental de la hospitalidad. Así que, colocando
mis manos sobre los hombros del
resucitado, le sonreí, agradeciéndole su delicadeza lo mejor
que supe.
No tuve casi tiempo de fijarme en
Marta, la «señora», puesto que éste es el verdadero
significado de dicho nombre. Antes de
que su hermano hubiera terminado de hablar, ya había
traspasado el umbral de la sala,
perdiéndose en el patio porticado.
Lázaro me rogó que tomara asiento
sobre uno de los pequeños y desperdigados taburetes de
cuatro patas y asiento de mimbre que
rodeaban la mesa.
A los cinco minutos, la figura de
Marta se recortaba nuevamente en la puerta. Sujetaba en
las manos un lebrillo vacío y de su
antebrazo izquierdo colgaba un largo lienzo blanco. Le
seguía un niño con una jarra de
bronce llena de agua.
Como si se tratara de un hábito de lo
más rutinario, la hermana mayor de Lázaro depositó el
barreño a mis pies, ciñéndose lo que
hoy llamaríamos toalla. Me apresuré a soltar las tiras de
1 El ordenador central del módulo confirmó el nombre de Ben
Bebay como uno de los «jefes» del templo, con el
cargo concreto de «esbirro» (Escrito
rabínico Sheqalim, V, 1-2). Este personaje estaba encargado, entre otros
menesteres, de azotar, por ejemplo, a
los sacerdotes que intentaban hacer trampas en el sorteo de las funciones del
culto. Otra de sus funciones era la
fabricación y colocación de la mechas, que se confeccionaban con los Calzones y
cinturones viejos de los sacerdotes.
(N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
70
cuero que formaban los cordones de
mis sandalias, mientras la mujer vaciaba parte del
contenido de la jarra en el lebrillo.
Al introducir los pies en la ancha vasija de barro experimenté
una reconfortante sensación. EI agua
estaba caliente!
-Gracias... -murmuré-. Muchas
gracias...
Marta levantó el rostro y sonrió,
dejando al descubierto un hilo de oro que servía para
sujetar algunos dientes postizos.
Aquel era otro signo inequívoco de la acomodada posición de
la familia.
Mientras la mujer procedía a la
limpieza de mis doloridos pies (las cuatro vueltas de los
cordones habían dejado otras tantas
marcas rojizas en la piel), procuré observarla con
detenimiento. Sin duda, Marta era
mayor que Lázaro. Aparentaba entre 45 y 50 años. Sus
manos, robustas y encallecidas,
reflejaban una intensa y larga vida de trabajo. Era de una talla
muy similar a la de su hermano
-alrededor de 1,60 metros-, pero más gruesa y con un rostro
redondo y curtido. Deduje que sus
cabellos -cubiertos por un velo negro que caía hasta la
espalda- debían ser negros, al igual
que sus ojos y las cejas.
Una vez concluido el lavatorio, Marta
envolvió mis pies en el lienzo con el que se ceñía la
cintura y fue presionando el suave
tejido (probablemente de algodón) hasta que ambas
extremidades quedaron completamente
secas. Tomó las sandalias y, ante mi sorpresa, se las
pasó al muchachito. Guardé silencio,
imaginando que la buena mujer trataba de asearlas.
Cuando pensaba que la operación había
terminado, Marta me rogó que arremangara las
mangas de mi túnica. Obedecí y con
suma delicadeza tomó mis manos, situándolas sobre el
lebrillo. Vertió sobre ellas el resto
del agua que contenía la jarra, invitándome a que las frotara
enérgicamente. Por último, las secó,
retirando a un lado el barreño. En ese instante, la «
señora» de la casa -que seguía
arrodillada frente a mí- echó mano de un cordoncito que
rodeaba su cuello, extrayendo de
entre sus pechos una bolsita de tela, color azabache. La
abrió, volcando el contenido sobre la
palma de su mano izquierda. Se trataba de un puñado de
suaves y diminutos gránulos -con
forma de lágrimas- que destelleaban a la luz de los candiles.
Marta trotó aquella sustancia de
aspecto gomorresinoso sobre cada uno de mis pies. Después
hizo otro tanto con mis manos,
devolviendo el oloroso producto a la bolsa.
No pude contener mi curiosidad y le
pregunté el nombre de aquel perfume.
-Es mirra.
En los días que siguieron a mi salida
del módulo, pude saber que muchas de las mujeres
israelitas -en especial las de las
clases media y alta- llevaban bajo su túnica, al igual que Marta,
sendas bolsitas con mirra. Ello les
proporcionaba una permanente y gratísima fragancia. Tanto
la mirra como el áloe, la hierba del
bálsamo y otras resinas aromáticas eran consumidos con
gran profusión por el pueblo judío,
que las utilizaba, no sólo para aromatizar los templos, sino
en el aseo personal, en el hogar e
incluso en el lecho1.
Marta y el niño abandonaron la
estancia y yo, agradecido y aliviado, me incorporé al grupo.
Lázaro atizaba el fuego. En mi mente
bullían tantas preguntas que no supe por dónde reanudar
la conversación. Deseaba conocer la
doctrina y la personalidad del Maestro de Galilea, pero
también sentía una aguda curiosidad
por aquel ejemplar único: un hebreo devuelto a la vida
después de muerto y enterrado. Como
tampoco era cuestión de desperdiciar aquella
inmejorable ocasión -programada,
además, en el esquema de trabajo del general Curtiss-,
rogué a mi amable anfitrión que me
sacara de algunas dudas en torno al conocido milagro de
1 En mis indagaciones durante aquellos días en Palestina
verifiqué que, aunque muchas de estas plantas que
servían de base para la fabricación
de perfumes se cultivaban en suelo israelita, la mayoría procedía
originariamente de
otros países. El incienso, por
ejemplo, que se obtenía de la bosvelia, había peregrinado desde Arabia y
Somalilandia. Y
lo mismo había ocurrido con la
commiphora myrrha o árbol de la mirra. El áloe, por su parte, había llegado
desde la isla
de Socotora, en la boca del mar Rojo.
En cuanto al preciado bálsamo, cuya hierba es conocida entre los botánicos como
commiphora opobalsamum, parecer ser
que en un principio fue originaria de Arabia. Sin embargo, como muy bien
afirma Ezequiel (27,17), «Judea e Israel
suministraban a Tiro perfumes, miel, aceite y bálsamo». La explicación estaba
en uno de los libros del historiador
judío romanizado, Flavio Josefo. Las semillas de la hierba del bálsamo habían
llegado
hasta Palestina en tiempos del rey
Salomón y fueron, según Josefo, uno de los muchos regalos de la mítica reina de
Saba al citado Salomón. Al día
siguiente, viernes, 31 de marzo, yo mismo tendría la ocasión de comprobar cómo
Jesús
entregaba a Marta y a María un
preciado obsequio: hierbas de bálsamo, procedente de las fértiles llanuras de
Jericó.
Santa Claus me confirmaría igualmente
que, en el año 60, Tito Vespasiano ordenarla proteger estas plantaciones de
bálsamo de Jericó con una guardia
especial. Mil años más tarde, los cruzados que entraron en Israel no hallaron
rastro
alguno de tan valiosa planta. Los
turcos habían talado gran parte de los árboles descuidando también los arbustos
que
se habían cultivado en las
proximidades del río Jordán. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
71
Jesús. En mi calidad de médico, y a
pesar de los textos evangélicos y de los numerosos
comentarios que había recogido hasta
ese momento, me resultaba muy difícil imaginar siquiera
que aquel hombre hubiera sufrido lo
que hoy conocemos por muerte clínica y que, para colmo,
varios días después de su
fallecimiento, otro «hombre» le hubiera rescatado del sepulcro.
-¿Qué es lo que deseas conocer?
-repuso Lázaro sin dejar de remover el fogón.
Aun a riesgo de parecer impertinente,
planteé mi primera duda con la suficiente astucia
como para provocar la locuacidad de
los allí reunidos.
¿No pudo suceder que estuvieras
dormido?
Lázaro olvidó la chimenea y,
mirándome con dureza, replicó:
-Es mejor que sean éstos quienes
respondan a esa cuestión...
Sus amigos guardaron silencio. Por un
momento llegué a pensar que había forzado la
situación. Pero, finalmente, uno de
ellos, en tono comprensivo, tomó el hilo de la conversación.
-Es natural que dudes. Tú, como otros
muchos, no estabas aquí cuando, en los últimos días
de febrero, nuestro hermano Lázaro
fue presa de intensas fiebres. A pesar de los cuidados de
sus hermanas y de las prescripciones
de los sangradores venidos de Jerusalén, el mal fue en
aumento. Su debilidad llegó a tal
extremo que no era capaz de sostener una escudilla de leche
entre las manos.
Ni siquiera el médico del templo, Ben
Ajía1, pudo remediarle. El Maestro no se encontraba en
aquellas fechas en Judea y la
familia, a la vista de tan grave dolencia, tomó la decisión de
enviar un mensajero para rogarle que
sanara a su amigo. Sin embargo, a las pocas horas de la
partida del jinete, Lázaro murió.
-¿Recordáis la fecha? -intervine.
-¿Cómo olvidar el día del
fallecimiento de un amigo? El duelo cayó sobre esta casa en las
últimas horas de la tarde del domingo
5 de marzo.
-Eso significa interrumpí de nuevo a
mi interlocutor- que el mensajero llegó hasta Jesús
cuando Lázaro ya había muerto...
-Efectivamente. El rabí se encontraba
entonces en la ciudad de Bethabara, en la Perea2 y
aunque el emisario cabalgó toda la
noche, Jesús no recibió la noticia hasta el día siguiente,
lunes.
-Hay algo que no entiendo. ¿El
mensajero tenía orden de rogar al Maestro que acudiera a
Betania?
-No. Las hermanas de Lázaro tienen la
suficiente fe en el rabí como para saber que no era
necesaria su presencia. Ellas eran
conscientes de que Jesús se hallaba predicando y que
bastaría una sola palabra suya para
sanar a su hermano. Por eso, al morir Lázaro poco después
de la partida del mensajero, todo el
mundo comprendió y aceptó que era demasiado tarde.
»Lo que sí resultó incomprensible,
incluso para Marta y María
-prosiguió mi relator con la voz
trémula por el triste recuerdo de aquellos momentos- fue la
respuesta de Jesús al emisario.
Cuando éste regresó a Betania en la mañana del martes,
aseguró una y otra vez que había oído
decir al rabí que «aquella enfermedad no llevaba a la
muerte». Todos, como te digo,
creyentes o no, quedamos desconcertados. Nadie acertaba a
comprender por qué Jesús, el gran
amigo de la familia, no daba señales de vida.
»Al conocerse la noticia de la muerte
de Lázaro, muchos de sus familiares y amigos de las
aldeas próximas, así como de
Jerusalén, se pusieron en camino y acompañamos a las
1 Eliseo me confirmaría horas después que, según una de las
dos listas contenidas en el escrito rabínico Sheqalim V,
1-2, el nombre de Ben Ajía, en
efecto, correspondía a uno de los «jefes» del Templo, con el cargo específico
de médico.
La computadora arrojó la siguiente
lectura: »Encargado de los enfermos del vientre. La alimentación de los
sacerdotes
era extraordinariamente abundante en
carnes, no pudiendo beber más que agua. Todo ello ocasionaba frecuentes
dolencias estomacales.» Santa Claus
nos remitía, para una más completa información, al manuscrito de Erfurt,
actualmente en Berlín. Dos días
después, al asistir a la desconcertante entrada triunfal del Cristo en
Jerusalén, tuve la
oportunidad de comprobar cómo en la
llamada <parte baja» de la ciudad, una de las profesiones artesanales era
precisamente la de médico. Los
sangradores a que se referían los compañeros de Lázaro se hallaban concentrados
en
una de las calles -al igual que el
resto de los 'ûmman o artesanos- y allí desempeñaban su oficio, que abarcaba
desde la
cirugía a la circuncisión, pasando
por la receta de hierbas medicinales, extracción de dientes e, incluso, el
rasurado y
corte del pelo. (N .del m.)
2 En esta ciudad, en la parte oriental del Jordán, tuvo
lugar el bautismo de Jesucristo por Juan. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
72
hermanas en tan triste momento.
Cumplida la primera parte de la normativa sobre el luto1,
nuestro amigo fue sepultado junto a
sus padres, en la tumba familiar existente al final del
jardín.
-Un momento -intervine de nuevo-.
¿Lázaro fue enterrado, aquí, en su propia casa?
-Si, en el panteón de sus mayores.
Aunque mi pregunta debió parecer
intrascendente, para mí encerraba un indudable valor.
Según todos los textos bíblicos por
mi consultados antes de la Operación Caballo de Troya, el
sepulcro de Lázaro había sido ubicado
por los exegetas fuera del pueblo y concretamente en la
falda oriental del monte Olivete. A
la mañana siguiente, la hermana mayor de Lázaro, a petición
mía, me conduciría hasta la gruta
natural que se abría al pie de un peñasco de unos diez
metros de altura, a poco más de
cuatrocientos metros de la parte posterior de la casa y en el
fondo del frondoso huerto que formaba
la hacienda. Aquella comprobación despejó mis dudas,
fortaleciendo mi primera impresión
sobre la desahogada posición económica de la familia, que
había heredado de sus padres amplias
zonas de viñedos y olivos. El hecho indiscutible de
disponer, incluso, de su propio
panteón familiar dentro del recinto de su casa, hablaba por sí
solo de la riqueza de los hermanos.
-¿Qué día fue sepultado Lázaro?
-El jueves 9 de marzo, por la mañana.
Al cumplirse los tres días establecidos por la ley, la
familia y amigos depositamos los
restos de Lázaro en uno de los lechos de piedra excavado en
la gruta y procedimos a cerrar la
boca con la losa...
Mis informantes se refirieron a
continuación a la difícil situación por la que atravesaban las
hermanas del fallecido. A pesar de
los numerosos amigos y parientes que habían acudido a
consolarlas, María y la «señora» se
hallaban sumidas en un profundo dolor. Algo, sin embargo,
las diferenciaba: mientras María
parecía haber perdido toda esperanza, Marta siguió aferrada a
una idea: «el Maestro tenía que
aparecer de un momento a otro». Y aunque no sabía muy bien
qué podía hacer el rabí a estas
alturas, con su hermano muerto y amortajado, la «señora» vivió
aquellos casi cuatro días con el
ferviente deseo de ver aparecer a Jesús. Su fe en el Maestro era
tal que aquella misma mañana del
jueves, cuando la tumba fue cerrada, pidió a una vecina de
Betania que se situara en lo alto de
una colina, al este de la aldea, con el fin de vigilar el
camino que conduce a Jericó y por el
que debería llegar el rabí de Galilea. A las pocas horas, la
joven irrumpió en la casa de Lázaro
advirtiendo en secreto a Marta de la inminente llegada de
Jesús y sus discípulos.
Poco después del mediodía, la «señora»
se reunió con el Nazareno en lo alto de la colina.
Marta, al ver a Jesús, se arrojó a
sus pies, dando rienda suelta a sus lágrimas, al tiempo que
exclamaba entre grandes gritos:
«¡Maestro, de haber estado aquí, mi hermano no hubiera
muerto!»
Jesús, entonces, se inclinó y tras
levantarla le dijo: «Ten fe y tu hermano resucitará.»
Y Marta, que no se había atrevido a
criticar la aparentemente incomprensible actuación del
Maestro, contestó: «Sé que resucitará
en la resurrección del último día y desde ahora creo que
nuestro Padre te dará todo aquello
que le pidas.»
El rabí colocó sus manos sobre los
hombros de la mujer y mirándola fijamente a los ojos le
dijo: «¡Yo soy la resurrección y la
vida!»
Las lágrimas seguían corriendo por
las mejillas de la hermana de Lázaro y Jesús prosiguió:
«Aquel que crea en mí vivirá a pesar
de que muera. En verdad te digo que quien viva creyendo
en mí, nunca morirá realmente. Marta,
¿crees esto?
La mujer asintió con la cabeza y tras
secarse los ojos añadió:
«Sí, desde hace mucho tiempo creo que
eres el Libertador, el Rijo de Dios vivo..., el que
tiene que venir a este mundo.»
Los compañeros de Lázaro prosiguieron
su relato, exponiendo la extrañeza del Maestro al no
ver a María junto a su hermana. La
«señora», que había recuperado ya su temple habitual,
explicó a Jesús el profundo y
doloroso trance por el que atravesaba María. Y el Nazareno le rogó
que fuera a avisaría.
1 La Misná, en su capítulo tercero de fiestas menores (moed
qatan), establece que los muertos debían ser llorados
durante los tres primeros días.
Durante los siete primeros días, el ritual establecía las lamentaciones y a lo
largo del
primer mes los familiares debían
llevar las señales propias del luto. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
73
Marta entró de nuevo en la casa y,
tomando aparte a su hermana, le dio la noticia de la
llegada del Maestro.
Mis interlocutores debieron notar mi
extrañeza ante este gesto de la hermana mayor de
Lázaro y, adentrándose a mis
pensamientos, aclararon:
-Entre las numerosas personas que
habían acudido hasta esta casa se contaban algunos
enemigos de Jesús; Marta, procurando
evitar cualquier incidente, estimó oportuno no hablar en
público de la reciente llegada a
Betania del rabí. Es más: su intención fue permanecer en la
casa, con los amigos y familiares,
mientras María acudía en busca de Jesús. Pero la súbita e
impetuosa salida de la hermana menor
alarmó a los presentes, que la siguieron, creyendo que
María se dirigía a la tumba de su
hermano.
»Cuando Maria llegó hasta el Maestro,
se arrojó igualmente a sus pies, exclamando: "¡De
haber estado tú aquí, mi hermano no
hubiera muerto!" El grupo, al ver a Jesús con las dos
hermanas, permaneció a una prudencial
distancia En aquellos momentos, mientras el rabí las
consolaba, muchos de los amigos y
parientes reanudaron sus lamentaciones y gemidos.
»El sol había empezado ya a
desplazarse hacia el oeste cuando Jesús preguntó a Marta y a
María : «¿Dónde está?» La «señora» le
respondió: «Ven y verás.» Y las hermanas le
condujeron hasta la hacienda,
atravesando el huerto. Cuando estuvieron frente a la gran peña,
Marta le señaló la losa que cerraba
el panteón familiar mientras María -presa de un nuevo
ataque- se arrodillaba a los pies del
Galileo, sollozando y hundiendo el rostro en la tierra. Se
hizo un gran silencio y los que
estábamos cerca del rabí vimos cómo sus ojos se humedecían y
varias lágrimas corrieron por sus
mejillas. Uno de los amigos de Jesús, al verle llorar, exclamó:
«Ved cómo le quería. Aquel que ha
abierto los ojos a los ciegos, ¿no podría impedir que este
hombre muera?»
»Pero otros de los allí congregados,
implacables detractores del Maestro, aprovecharon
aquella oportunidad para ridiculizar
a Jesús, diciendo: «Si tenía en tan alta estima a este
hombre, ¿por que no ha salvado a su
amigo? ¿De qué sirve curar en Galilea a extraños si no
puede salvar a los que ama?... »
»Jesús, sin embargo, permaneció en
silencio. Entonces, levantando a María, la estrechó
entre sus brazos, aliviando su
aflicción.
-¿Qué hora era?
-Faltaba muy poco para la nona. En
ese momento, el rabí, dirigiéndose a algunos de sus
discípulos, les ordenó: «¡Levantad la
piedra!» Pero Marta, adelantándose hacia el Maestro, le
preguntó:
«¿Debemos mover la piedra de
costado?»
Interrogué a los amigos de Lázaro
sobre el significado de aquella pregunta de la «señora».
Sinceramente, no terminaba de
comprender. ¿Qué había querido decir?
-Marta, al igual que el resto de los
allí presentes -me explicaron- entendimos que Jesús
deseaba ver a Lázaro por última vez.
Aunque todos creíamos en la resurrección de los muertos,
ninguno (ni siquiera Marta)
imaginamos cuáles eran en realidad las verdaderas intenciones del
rabí. Por eso la «señora» creyó que
sería suficiente con retirar parcialmente la losa. De esta
forma, el Maestro hubiera podido
asomarse a la sepultura y contemplar el cadáver de su amigo.
»La hermana mayor de Lázaro, sin
embargo, intentó persuadir a Jesús, diciéndole: «Mi
hermano ha muerto hace ya cuatro
días... La descomposición del cuerpo se ha iniciado...»
»Los cinco hombres que se disponían a
desplazar la piedra miraron a Marta sin saber qué
hacer. Pero Jesús, que se había
situado frente a ellos, y en un tono que no dejaba lugar a
dudas, reprochó la lógica insinuación
de la «señora»:
»-¿No os he manifestado desde el
principio que esta enfermedad no era mortal? ¿No he
venido a cumplir mi promesa? Y
después de haberos visto, ¿no he dicho que si creéis veréis la
gloria de Dios? ¿Por qué dudáis?
¿Cuánto tiempo necesitáis para creer y obedecer?
»Marta miró fijamente al Maestro y,
en uno de sus típicos arranques, animó a los apóstoles y
vecinos de Betania que se habían
brindado a separar la piedra para que abrieran la caverna.
»El espeso silencio quedó roto por el
gemido de la losa circular al rozar sobre la roca y por
los entrecortados gritos de aliento
que proferían los voluntarios, en su esfuerzo por echar a un
lado el pesado cierre. Al cuarto o
quinto intento, la boca de la tumba quedó al descubierto.
»Nuestro rabí levantó entonces los ojos hacia el azul de
aquel atardecer y exclamó de forma
que todos pudiéramos oírle:
Caballo de Troya
J. J. Benítez
74
»-Padre...1, te agradezco que hayas oído mi
ruego. Sé que siempre me escuchas, pero a
causa de los que están junto a mí, hablo
contigo para que crean que me has enviado al mundo
y sepan que intervienes conmigo en el
acto que nos disponemos a realizar.
»Acto seguido clavó su rodilla
izquierda en tierra y asomándose a la galería que conduce a la
cámara funeraria gritó con fuerza:
«¡Lázaro!... ¡Acércate a mí!»
»EI eco resonó en el interior de la
cueva, mientras las cuarenta o cincuenta personas que allí
estábamos sentimos un escalofrío.
Algunos de los más próximos al
Maestro nos asomamos a la tumba y percibimos, en la
penumbra del foso, la forma de
Lázaro, fuertemente fajado con tiras de lino blanco y reposando
en el nicho inferior derecho del
panteón.
»María, asustada, se abrazó a su
hermana. Nunca un silencio fue tan dramático.
»Durante un corto espacio de tiempo,
todos contuvimos la respiración. Aunque muchos de
nosotros habíamos sido testigos de
otros prodigios del rabí, la palpable y cruda realidad de
aquellos cuatro días de enterramiento
nos hacía dudar.
»¿Qué iba a suceder?
»Aquel desacostumbrado silencio se
había propagado incluso a los alrededores. Las primeras
y familiares golondrinas habían
desaparecido del cielo y hasta el fuerte viento, tan propio de
esta época, se había calmado
inexplicablemente.
»De pronto, el Maestro dio un paso
atrás. Por las escaleras que conducen a la boca de la
cueva apareció un bulto. María lanzó
un grito desgarrador y cayó desmayada. Instintivamente,
todos retrocedimos.
»Un hombre cubierto por un lienzo
pugnaba por salir al exterior. Pero sus manos y pies
estaban atados con vendas y esto
dificultaba su marcha.
»De la sorpresa se pasó al terror y
la mayoría de los hombres y mujeres huyeron por el
jardín, entre alaridos y caídas.
»¡Era Lázaro!
»A duras penas, apoyándose en sus
codos y manos, aquel bulto fue arrastrándose por las
húmedas escalinatas de piedra hasta
alcanzar los últimos peldaños. Allí se detuvo, jadeante,
mientras un sudor frío nos recorría
el rostro.
»Pero nadie -ni siquiera Marta- se
atrevió a dar un solo paso hacia el resucitado.
»Jesús comprendió nuestro pánico y dirigiéndose a la
«señora» ordenó que le quitáramos la
tiras de tela y que le dejáramos
caminar.
»Con los ojos arrasados en lágrimas,
Marta se aproximó valientemente, procediendo a
desatar primero las vendas que
oprimían sus muñecas. A continuación, sin esperar a liberarle
de las ataduras de los tobillos,
rasgó la sábana y dejó al descubierto el rostro de su hermano.
Tenía los ojos muy abiertos y la faz
blanca como la cal.
»Una vez liberado, Lázaro saludó al
Maestro y a sus discípulos, interrogando a su hermana
Marta sobre el significado de
aquellas ropas funerarias y por qué se había despertado en el
jardín. Mientras la «señora» le
refería su muerte, enterramiento y resurrección, Jesús dio media
vuelta y con su habitual serenidad se
inclinó, levantando el cuerpo de María. La muchacha no
había recobrado aún el sentido y el
Maestro, olvidándose por completo de Lázaro y de nosotros,
la condujo entre sus brazos hasta la
casa.
»Poco después, los tres hermanos se
postraron ante el rabí, agradeciéndole cuanto había
hecho. Pero Jesús, tomando a Lázaro
por sus manos, le levantó, diciendo: «Rijo mío, lo que te
ha sucedido, ocurrirá igual a todos
aquellos que crean en el evangelio, pero resucitarán bajo
una forma más gloriosa. Tú serás el
testigo viviente de la verdad que he proclamado: yo soy la
resurrección y la vida. Ahora vayamos
a tomar el alimento para nuestros cuerpos físicos.»
«Esto es todo lo que podemos decirte.
Lázaro me observaba fijamente.
Supongo que con menor curiosidad de la que yo sentía por
él.
-Si me lo permites -intervine
dirigiéndome al resucitado-, quisiera hacerte una última
pregunta.
El amigo de Jesús asintió con la
cabeza.
1 Mis informantes se refirieron siempre al nombre de «Padre»
con la palabra «Abba». Según mis estudios, este
titulo se otorgaba también a muchos
maestros del Talmud, como muestra de veneración y afecto. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
75
-¿Qué recuerdo guardas de esos días
en los que gustaste la muerte?
-Nunca he hablado de ello -repuso
Lázaro-, pero no es mucho lo que puedo decirte.
Aquella pregunta y la insinuación del
propietario de la casa sorprendieron al grupo.
Curiosamente, nadie se había
preocupado de averiguar qué había visto o sentido Lázaro
durante los cuatro días en los que
había permanecido muerto.
-Hubo un momento -supongo que en el
instante de mi muerte- en el que mi cabeza se llenó
de un extraño ruido... Fue algo así
como el zumbido de un enjambre de abejas. Después, no sé
por cuanto tiempo, experimenté una
sensación desconocida: era como si me precipitara por un
estrecho y oscuro pasadizo...
»Cuando volví a abrir los ojos todo
era oscuridad. No sabia dónde estaba ni lo que había
sucedido. Sentí frío en la espalda.
Me di cuenta entonces que yacía sobre un lecho de piedra.
Traté de incorporarme pero noté que
me hallaba maniatado y cubierto por un lienzo Intenté
gritar, pero un pañolón anudado sobre
la cabeza sujetaba fuertemente mi mandíbula.
Inmediatamente comprendí que estaba
en una de las cavidades subterráneas que sirven para
enterrar a nuestros muertos. Sin
embargo, en contra de lo que puedas creer, no sentí miedo. Al
contrario. Una gran paz se apoderó de
mi y, lentamente, como pude, fui arrastrándome hacia la
columna de luz que se distinguía al
fondo de la cámara. El resto ya lo conoces.
No sé cómo pudo venirme a la memoria
pero, de pronto, recordé que en el relato de la
resurrección se habla mencionado una
sábana.
-Abusando de tu hospitalidad -le
expuse- me gustaría saber si aún conservas los lienzos
funerarios.
-Sí, así es.
-¿Podría examinarlos?
Aquel inusitado interés mío por la
mortaja confundió a los presentes. Pero Lázaro accedió,
rogando a uno de los amigos que fuera
por ellos. Minutos más tarde, el hebreo ponía en mis
manos un rollo de tela. Con la ayuda
del propio Lázaro, y a petición mía, extendimos la sábana
de lino sobre la mesa.
Providencialmente, las hermanas habían optado por guardar el lienzo y
las vendas tal y como fueron
retirados del cuerpo de Lázaro. Y aunque la rigurosa ley judía
prohibía todo contacto con cadáveres
o con objetos que, a su vez, hubieran permanecido junto
a los restos de hombres o animales1, la singularidad del suceso -que rompía todos los
esquemas legales- y el talante
liberal de estos fieles seguidores de la doctrina de Jesús, habían
hecho posible que las vestiduras
fúnebres no fueran destruidas y que la familia las manejara sin
escrúpulos de conciencia.
Al pasar una de las lámparas de
aceite sobre el tejido pude observar un desgarro en el
centro mismo de la sábana; justamente
en la parte que debió cubrir la cabeza. Al examinar
detenidamente la tela comprobé la
existencia de unos plastones de color marrón, producto de
las mezclas de ungüentos que habían
sido utilizados en el embalsamamiento.
Como médico, presté especial interés
a la detección de posibles señales o huellas que
pudieran delatar el natural proceso
de putrefacción. Según mis cálculos, y a juzgar por las
informaciones de mis amigos, Lázaro
había fallecido unos 25 días antes, en el atardecer del
domingo, 5 de marzo. A pesar del
aislamiento de la cueva sepulcral, de la baja temperatura de
la misma y de la posible acción
retardadora de los aceites y áloes, la advertencia de Marta a
Jesús sobre el olor del cadáver era,
sin duda, un síntoma claro de que su hermano debía
presentar ya, cuando menos, la
llamada «mancha verde» abdominal, primer signo de
descomposición. (Esta mancha suele
aparecer hacia las 24 horas del fallecimiento y Lázaro, en
el momento de abrir la tumba, debía
llevar alrededor de noventa horas muerto.)
Sin embargo, por más que exploré el
lienzo, no pude encontrar resto alguno de líquidos
procedentes, por ejemplo, de la
ruptura de ampollas en la epidermis. Lo que sí percibí, al oler
algunas de las áreas del tejido, fue
un inconfundible tufo a sulfídrico, emanación muy propia en
la putrefacción de la materia
orgánica. Aunque no se trataba, obviamente, de una prueba
definitiva, aquello me dio cierta
idea sobre la posible causa de la muerte de Lázaro:
1 La Misná, la más rica y antigua tradición oral judía,
establece en su Orden Sexto, dedicado a las «Purezas»,
capítulo primero de «Tiendas» (ohalot),
las diversas leyes concernientes a la transmisión de la impureza de cadáveres.
«Si un hombre tocaba un cadáver
-decía la ley-, contraía impureza por siete días, y si otro hombre toca a éste,
permanece impuro hasta ponerse el
sol.» En el supuesto de que fueran unos objetos -caso de los lienzos- los que
tocasen un cadáver, el hombre que
toca dichos objetos y todos los enseres que pueda tocar, a su vez, dicho hombre
quedan impuros por siete días. (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
76
probablemente un proceso infeccioso
agudo y generalizado. (A título personal, y después del
«gran viaje», me interesé por todos
los textos, apócrifos o no, tradiciones, etc., en los que
pudiera hablarse de la suerte que
corrió Lázaro en años posteriores. Los escasos datos que
encontré apuntaban hacia el hecho de
que el amigo de Jesús fallecería por segunda vez a la
edad de 64 años y, curiosamente, como
consecuencia de la misma dolencia que le condujo al
sepulcro en el año 30. Pero estas
informaciones, lógicamente, no han podido ser comprobadas.)
Lo que sí me llamó poderosamente la
atención fue comprobar cómo el testimonio de Lázaro
y sus amigos encajaba plenamente con
la tradición judía sobre la muerte. En general, los
hebreos creían que «la gota de hiel
en la punta de la espada del ángel de la muerte empezaba
a obrar al final del tercer día». Al
cuarto, por tanto, la descomposición del cadáver era ya un
hecho incuestionable. De acuerdo con
la información de la familia de Lázaro, el Maestro recibió
la noticia de la grave dolencia de su
amigo cuando aquél llevaba ya once horas muerto; es
decir, en la mañana del lunes, 6 de
marzo. Jesús conocía esta creencia judía sobre la muerte y,
sabiamente, esperó hasta el martes
para ponerse en camino, llegando hasta Betania cuando los
restos de Lázaro llevaban ya sin vida
alrededor de 96 horas. Un tiempo más que suficiente
como para que todos los judíos que
sabían del fallecimiento no pudieran dudar sobre el prodigio
que estaba a punto de consumar.
En las horas que siguieron, merced a
éstas y a otras informaciones, alcancé a entender en su
verdadera medida por qué la
aristocracia sacerdotal judía -encabezada en aquellos años por la
saga del ex sumo sacerdote Anás-1 buscaba la muerte de Jesús de Nazaret. A las pocas horas
de la resurrección de Lázaro, los
jefes del templo -y por supuesto, el yerno de Anás- tuvieron
cumplida cuenta de cuanto había
ocurrido en el cementerio de Betania. Mientras la inmensa
mayoría de los amigos del resucitado,
que habían sido testigos excepcionales del suceso, se
hacían lenguas del mismo, pregonando
a los cuatro vientos la portentosa señal del Maestro de
Galilea, otros judíos -muchos menos,
aunque de torcido corazón- se apresuraron a informar a
la casta de los fariseos, que gozaba
entonces de gran primacía sobre el resto de los sacerdotes
y levitas.
Es casi seguro que si el milagro
hubiera tenido lugar en otro momento del año judío -y no en
vísperas de la solemne Pascua- y con
un protagonista menos acaudalado y prestigioso entre los
dignatarios de Jerusalén, la obra del
leví quizá hubiera ido a engrosar, a título de «inventario»,
la ya larga lista de prodigios. Pero
el Nazareno había sacado de entre los muertos -potestad
reservada únicamente al Divino- a
Lázaro de Betania. (Demasiado cerca, demasiado
espectacular y demasiado importante
como para olvidarlo o condenarlo al silencio.)
El hecho adquirió tales proporciones
que -según me contaron Lázaro y sus amigos-,
Jerusalén sufrió una conmoción. La
circunstancia de que entre los testigos de su resurrección se
contaran algunos miembros del templo
y distinguidos judíos, amigos de la familia de Lázaro,
precipitó aún más los
acontecimientos. Y el Sanedrín, inquieto por la noticia, celebró una
asamblea urgente a la una del
mediodía del día siguiente, viernes. El tema único podía
resumirse en la siguiente frase:
«¿Qué hacemos con el impostor?"
Aunque la suprema asamblea de Israel
había discutido ya en otras oportunidades la
posibilidad de detener y juzgar a
Jesús de Nazaret, acusándole de blasfemo y transgresor de las
leyes religiosas, esta vez fue
distinto.
1 Durante el siglo I antes de Cristo y el I de nuestra era
había familias sacerdotales descendientes de la rama
sadoquita legítima. (El primero y el
último de los sumos sacerdotes en funciones entre los años 37 a.C. y el 70 d.C.
fueron de origen sadoquita: el
babilonio Ananel -del 37 al 35 antes de Cristo y a partir del 34, por segunda
vez- y
Pinjás de Jabta, el cantero, que lo
fue del 67 al 70 después de Cristo. Un tercer sumo sacerdote legítimo ocupó
este
cargo en el año 35 a.C.; se trataba
de Aristóbulo.) Los otros veinticinco sumos sacerdotes que cubrieron esos 107
años,
procedían en su totalidad de familias
sacerdotales ordinarias. Casi todas tenían su origen fuera de Israel o de la
provincia de Judea, pero pronto
formaron una nueva jerarquía, sumamente poderosa e influyente. Destacaron
especialmente cuatro «sagas» o
"clanes", que pugnaron encarnizadamente por "colocar" a sus
hombres en el
pontificado. Entre esos 25 sumos
sacerdotes ilegítimos de la época herodiana y romana, no menos de 22
pertenecerían
a esas cuatro familias. Eran las «sagas» de Boetos
(con ocho sumos sacerdotes en su «haber»). Anás (con otros ocho),
Phiabi (con tres) y Kamith (con otros
tres sumos sacerdotes). La más poderosa -al menos en los comienzos- fue la
familia de los Boetos. Era originaria
de Alejandría y su primer representante fue el sacerdote Simón, suegro de
Herodes
el Grande (22-5 a.C.). De la extrema
dureza de este clan procedía la denominación de «betusiano" o
«boetusiano», de
la que ya me habían hablado, los
amigos de Lázaro. Más tarde, la familia de Anás logró la supremacía. Este
permaneció
en el cargo durante nueve años (desde
el 6 al 15 d.C.). Después le sucedieron sus cinco hijos, su yerno Caifás (desde
el
18 al 37 d.C., aproximadamente) y su
nieto Matías (año 65 d.C.). (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
77
Uno de los fariseos llegó a proponer
una resolución por la que se dictase la inmediata
captura del Galileo y su ejecución
sin juicio previo. Esto provocó agrias discusiones entre los 71
miembros del Sanedrín, en especial
entre algunos «ancianos» o representantes de la «nobleza
laica» (caso
de José de Arimatea) y los fariseos. Aquellos consideraban ilegal y abominable
tal
decisión.
Tras dos horas de debate, y en vista
del escaso éxito de los que pretendían que el proceso
contra Jesús se desarrollase bajo la
más estricta ortodoxia, catorce miembros de la gran
asamblea judía se levantaron,
presentando allí mismo su dimisión. Dos semanas después,
cuando el Sanedrín aceptó estas
dimisiones, el consejo relevó de sus cargos a otros cinco
destacados miembros, bajo la
acusación de «reflejar sentimientos de amistad hacia el
Nazareno». Estas circunstancias
despejaron el camino del Sanedrín, que tomó la decisión casi
unánime de prender y ajusticiar al
Maestro.
Lázaro y su familia no se equivocaban
al creer que la suerte de Jesús estaba echada. El odio del
Sanedrín contra el rabí era tal que
aquella misma tarde del viernes, 10 de marzo, los policías
del templo recibieron la orden de
buscar y capturar a Jesús, «allí donde se encontrase». Pero la
inminente entrada del sábado (al
atardecer del viernes) salvaría al Nazareno. Aunque todo
Jerusalén sabía de la presencia de
Jesús en Betania, los levitas decidieron aguardar al domingo
para ejecutar la orden de caza y
captura. Los amigos del Maestro se apresuraron a comunicarle
el grave acuerdo del Sanedrín,
apremiándole para que huyera. Pero Jesús no hizo caso y siguió
en Betfagé hasta la mañana del
domingo, 12 de marzo. Tras despedirse de Lázaro y sus
hermanas, el rabí y su grupo
partieron hacia su campamento de la ciudad de Pella1.
Pocos días después de la marcha del
Maestro, el burlado Sanedrín centró sus iras en el
resucitado. Lázaro y su familia
fueron llamados a declarar a Jerusalén y los sacerdotes tuvieron
que rendirse a la evidencia del
milagroso acto de Jesús. En este sentido, el testimonio del
médico del templo, Ben Ajía, que
había asistido al vecino de Betania durante su fulminante
enfermedad y comprobado con sus
propios ojos el ritual del embalsamamiento, fue decisivo.
Sin embargo, el torcido corazón de
Caifás y de sus partidarios hizo registrar en los archivos del
Sanedrín que «aquel prodigio tenía su
origen en el maléfico poder del príncipe de los demonios,
aliado del rabí de Galilea». Esta
resurrección -insisto en ello-, lejos de abrir el alma de los
representantes religiosos del pueblo
hebreo, envenenó aún más sus sentimientos hacia Jesús.
El sumo sacerdote y los jefes del
templo se encargaron de convencer al resto del tribunal de
que, de seguir por aquel camino, todo
el pueblo de Israel terminaría por acatar la doctrina del
Galileo, pudiendo conducir a la
nación a una catástrofe. En cierto modo, el Sanedrín tenía
razón, ya que muchos hebreos -entre
los que figuraba buena parte de sus propios discípulos-
consideraban al Mesías como un
libertador político, un revolucionario que expulsaría a los
romanos de Israel.
Fue precisamente en una de aquellas
reuniones del Sanedrín -según me informó Nicodemo -
cuando Caifás hizo alusión, por
primera vez, al antiguo adagio judío, repetido con posterioridad,
que rezaba: «Más vale que un hombre
muera, antes de ver perecer a una comunidad.»
Pero los problemas de la suprema
asamblea de Israel no terminaban en Jesús. El Sanedrín
se había dado perfecta cuenta de que
era menester eliminar también a Lázaro2. ¿Qué
conseguían apresando y ajusticiando
al Maestro si continuaba con vida el máximo exponente de
su poder? La popularidad del
resucitado había alcanzado tal grado que Caifás y los fariseos
decretaron igualmente la eliminación
de Lázaro.
1 A pesar de haber solicitado varias aclaraciones a Lázaro,
a sus hermanas y al propio grupo de Jesús sobre la
ciudad a la que se trasladó el
Maestro después de la resurrección de su amigo, todos coincidieron en Pella.
Esto me
desconcertó ya que en el texto
evangélico de Juan (11, 54-55) se habla de otra localidad: Efrem -la actual
et-Taiybe-,
situada a unos diecinueve kilómetros
en línea recta, al nordeste de Jerusalén. El desierto propiamente dicho se
extendía
entre dicha ciudad y el río Jordán.
Esta zona montañosa recibe hoy el nombre de el-barriyeh o desierto. La ciudad
de
Pella o Pela es citada por Flavio
Josefo en su obra Guerras de los judíos (libro III) como una de las poblaciones
situadas
al norte de la región de la Perea, a
orilla del Jordán y relativamente próxima a Filadelfia (más al este), donde
terminó
por refugiarse Lázaro, huyendo de la
persecución de los judíos. (N. del m.)
2 El nombre de Lázaro, para colmo, significaba, etimológicamente,
«Dios ha socorrido». Esto fue tornado entre
muchos judíos como una nueva señal en
Favor de Jesús. (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
78
Los planes del Sanedrín terminaron
por filtrarse y el amigo de Jesús fue puntualmente
informado. Esta dramática situación
había sumido a la familia de Betania en una permanente
angustia. Ahora empezaba a comprender
su natural desconfianza cuando, pocas horas antes,
yo había solicitado entrevistarme con
Lázaro...
Quizá, en mi opinión, otro de los
graves errores del Sanedrín fue no detener primero al
resucitado. Al comprobar que Jesús
había desaparecido, los sacerdotes olvidaron
temporalmente a Lázaro y dieron
órdenes expresas a Yojanán ben Gudgeda, portero jefe, así
como al resto de los levitas o
policías al servicio del templo, para que, en el caso de que el
Nazareno hiciera acto de presencia,
fuera capturado de inmediato. Uno de los comentarios más
extendido en aquellos días previos a
la celebración de la Pascua -y que yo había tenido ocasión
de escuchar desde mi llegada a
Betania- era precisamente si el Nazareno tendría el suficiente
coraje como para acudir a Jerusalén y
celebrar, como cada año, los sagrados ritos. Este rumor
popular había desquiciado a los
sacerdotes, hasta el extremo de trasladar el «problema Lázaro»
a un segundo plano.
Así discurrió mi primer encuentro con
el amigo amado de Jesús, interrumpido finalmente por
la entrada en la sala de Marta. En
una bandeja de madera me ofreció un refrigerio, que
agradecí nuevamente con todo mi
corazón. Después del relato de los hebreos que me
acompañaban, mi admiración por la
«señora» había crecido sensiblemente. Y supongo que ella,
con su gran intuición femenina, debió
notarlo. Al entregarme la comida, Marta bajó los ojos,
sonrojándose.
-Te ruego, hermano Jasón -habló
Lázaro- que tengas a bien aceptar este humilde alimento.
Sabemos que lo necesitas. Y te
suplico igualmente que te consideres en tu casa. Esta noche, y
cuantas precises, éste será tu
techo...
Traté de disuadirle, pero fue inútil.
Lázaro y sus amigos habían descubierto que -en verdad-
mi actitud era limpia y noble.
Las emociones del día me habían
abierto el apetito y, ante la mirada complacida de mis
nuevos amigos, no tardé en dar buena
cuenta del grano tostado, de los higos secos, los dátiles,
miel y del cuenco de leche de cabra
que formaron mi cena.
Bien entrada la noche, el propio
Lázaro me condujo hasta una de las estancias del piso
superior. En ella había sido
dispuesto un catre de los llamados «de tijera», con un lecho de tela
y cuerdas entrelazadas. El armazón de
la cama había sido construido a base de dos largueros
de madera de pino, cada uno
sólidamente amarrado a dos patas que se cruzaban en forma de
aspa y que no levantaban más de
cuarenta centímetros del suelo.
Por todo mobiliario, el reducido
dormitorio rectangular (de 1,80 X 2,50 metros) presentaba
un arcón de sólida madera de acacia
(la misma que debió de servir para construir la legendaria
arca de la alianza) de un metro de
altura. Sobre él, Marta había colocado mis sandalias,
pulcramente lavadas; una jofaina, una
jarra de metal con agua, un lienzo y un pequeño ramo
de romero de fragantes flores
azuladas. Sobre la cabecera del lecho, colgando de la blanca
pared y a corta altura del piso de
ladrillo rojo, alumbraba una sencilla lamparilla de aceite con
forma de concha.
Al cerrar la puerta y quedarme solo
me asomé a la estrecha tronera que hacía las veces de
ventana y mis ojos se humedecieron al
contemplar aquella legión de estrellas, idénticas a las
que yo solía ver en el desierto de
Mojave.
Tras una larga conexión con el
módulo, caí rendido sobre el catre.
En realidad, mi agitada exploración
no había hecho más que empezar...
31 DE MARZO, VIERNES
Al alba, un ruido ronco y monótono me
despertó. Al asomarme por la ventana, comprobé
sorprendido que aquel sonido parecía
salir de la totalidad de la aldea. No lograba explicármelo.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
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Tras un rápido aseo, establecí
contacto con la «cuna», pero Eliseo tampoco supo darme
información al respecto.
Intrigado, descendí las escaleras de
piedra que conducían hasta el patio central de la
hacienda. Al llegar a las pilastras,
aquel irritante ronroneo creció. Noté que partía de la estancia
donde había permanecido buena parte
de la tarde anterior y hacia allí me encaminé. El fuego
del hogar se elevaba vigoroso sobre
unos leños recién depositados en el fondo de la chimenea.
Al pie del murete circular del fogón,
Marta y una de las sirvientas procedían con ímpetu a la
molienda del trigo, sobre una piedra
muy parecida a las que yo había visto la mañana anterior,
en mi descenso por la cara sur del
monte de los Olivos. A diferencia de aquéllas, este triturador
era negro y muy pulimentado. Al acercarme
a las mujeres y saludarías comprobé que se
trataba de una piedra basáltica de
casi medio metro de longitud y treinta centímetros de
anchura muy desgastada por su parte
superior como consecuencia de la diaria y vigorosa
fricción. En un instante, mis dudas
se disiparon. Ya partir de aquel día, aprendí a identificar el
cotidiano despertar de Betania y de
la propia Jerusalén con aquel sonido obligado y
generalizado en todas las casas
-poderosas y humildes- de la molienda del grano. Como me
contaron los ancianos de la aldea de
Lázaro, si algún día se dejaba de oír el rumor de la muela,
convirtiendo el trigo en harina, es
que la ruina y la desolación -como había escrito Jeremías-
habían llegado a Israel.
Por supuesto, no había sido el
primero en levantarme. Desde mucho antes del amanecer, las
mujeres de la casa se afanaban ya en
las tareas domésticas. Mientras Marta se encargaba de la
compra del pan en el horno comunal de
la aldea, María y otras jovencitas acarreaban el agua y
terminaban de adecentar la hacienda.
Los hombres, por su parte, ultimaban los preparativos
para el duro trabajo en los campos.
El padre de Lázaro -rico hacendado- había dejado a sus
hijos la tierra suficiente como para
vivir sin estrecheces, permitiendo holgadamente en cada
cosecha que los pobres pudieran
recoger una de las esquinas de sus campos, tal y como
ordenaban los viejos preceptos1.
Cuando entré en el salón-comedor, la
diligente e incansable Marta preparaba la harina para
cocer unas pequeñas tortas sin
levadura. Al verme se incorporó, rogándome excusase a su
hermano. Lázaro había tenido que
acompañar a sus operarios hasta uno de los campos
próximos, donde se venía trabajando
en lo que llamaban la «siembra tardía»; es decir, el
cultivo de productos como el mijo,
sésamo, lentejas, melones, etc., y que debían plantarse
necesariamente entre enero y marzo.
Antes de que pudiera reaccionar,
Marta me suplicó que me sentara a la mesa. En un abrir y
cerrar de ojos situó ante mí un ancho
cuenco de madera sobre el que vertió leche caliente.
Siempre en silencio, mientras su
compañera seguía triturando el grano, cortó varias rebanadas
de una hogaza de pan moreno que
posiblemente pesaría más de tres libras. Dos generosas
porciones de queso y miel completaron
mi desayuno.
Desde la hora tercia (las nueve de la
mañana, aproximadamente), grupos de peregrinos
procedentes de Galilea, de la Perea,
viejos conocidos de la familia, parientes de Jerusalén y
muchos curiosos, habían ido llegando
hasta las puertas de la casa de Lázaro. Como casi todos
los días, aquellos hebreos habían
aprovechado su obligada presencia en la ciudad santa para
«distraerse» viendo y escuchando al
resucitado. Al verlos sentados en el jardín e invadiendo,
incluso, el atrio y el patio central,
sentí una cierta rabia. ¿Es que Lázaro no se daba cuenta que
la mayoría de aquellos individuos
sólo buscaban un motivo para el comadreo?
Comprendí que el paciente amigo de
Jesús hubiera preferido quitarse de en medio...
Al consultar a Marta sobre el camino
que debía seguir para encontrar a su hermano, la
«señora» abandonó gentilmente sus
quehaceres y me rogó que la siguiera a través del
espacioso huerto situado a espaldas
de la casa y en el que se alineaban numerosos árboles
frutales. Apenas si habíamos caminado
trescientos pasos cuando, al desembocar en una
pequeña explanada, me detuve
sobresaltado. Frente a mí se levantaba una enorme peña de
caliza blanda. Al pie de aquella mole
grisácea, salpicada en algunas de sus grietas superiores
por los nidos de barro de las
primeras golondrinas, distinguí una piedra circular.
Marta comprendió el motivo de mi
sorpresa y, con un gesto de su mano, me invitó a
acercarme al sepulcro familiar.
1 «Santa Claus» confirmaría esta costumbre, en base a los
textos sagrados del Levítico (19,9; 23,22) y del
Deuteronomio (24, 19-21). Un tratado
completo. con ocho capítulos, es recogido par La Misná. (N. del m.)
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En silencio inspeccioné el cierre de
la boca de la cueva. Se trataba de una losa
perfectamente labrada, de un metro
escaso de diámetro y apenas treinta centímetros de
grosor. Aquella piedra, muy semejante
a las muelas de molino, constituía el cierre de una
entrada que, a juzgar por las
dimensiones, era bastante angosta. El frente de la peña, en una
superficie de dos metros -a partir
del suelo- por otros tres de ancho, había sido esculpido a
manera de fachada y revocado en
blanco.
Yo sabía que retirar la losa
constituía una falta de respeto hacia los muertos. Así que, sin
hacer comentario alguno, olvidé aquel
impulso que me llevaba a pedirle a la hermana de Lázaro
que me permitiera desplazar la roca.
Por otra parte, lo más probable es que, aunque Marta
hubiera accedido, ni ella ni yo
juntos hubiéramos sido capaces de mover aquellos trescientos o
quinientos kilos que debía pesar el
cierre.
Minutos después salía del jardín,
tomando una de las veredas que corría en dirección oeste y
que, según la «señora», me llevaría
al encuentro de su hermano.
La temperatura a aquellas horas de la
mañana era todavía fresca: «diez grados centígrados
y un moderado viento del norte de
diez nudos», me confirmaría Eliseo. La noche anterior, el
cilómetro especial de la «cuna» --en
base a un haz de luz láser- había detectado una barrera de
nubes tormentosas (cumulonimbus) de
unos trescientos kilómetros de longitud, que se
levantaba a seis mil pies sobre el
perfil de la costa fenicio-israelita. De momento, estas
amenazantes nubes de desarrollo
vertical parecían frenadas en su avance hacia Jerusalén por
una corriente de aire frío procedente
del norte.
«No hay que descartar, sin embargo
-me anunció mi compañero-, que puedan cambiar las
condiciones y que en 24 o 48 horas se
registren lluvias sobre nuestra área.»
Me arropé en la «chlamys» y
proseguí por el tortuoso camino, entre los ondulantes campos
de cebada. Algunos campesinos habían
iniciado ya la siega. Los segadores tomaban los tallos
con la mano derecha y con la otra los
cortaban a escasa distancia de la base de las espigas. Las
hoces consistían en pequeñas hojas
curvadas de hierro, sólidamente engastadas con remaches
a una empuñadura de madera. La trilla
se realizaba en una era próxima al camino. Las mujeres
cargaban los haces, esparciéndolos
sobre el suelo. Después separaban el grano de la paja, bien
a mano o con la ayuda de los bueyes.
En este último caso -el más frecuente, según pude
comprobar- los animales pisaban la
cebada. Después, los hombres pasaban el trillo por encima,
tirado por estos mismos bueyes. Los
más comunes estaban construidos con una tabla plana en
cuya cara inferior habían sido incrustados
pequeños trozos de pedernal. Otros eran simples
rodillos, también de madera.
En una segunda operación, las mujeres
aventaban la paja, cerniendo el grano y guardándolo
finalmente en sacos. Varios asnos y
algunos carros se encargaban del transporte de los mismos
hasta la aldea, donde era trasvasado
a silos o grandes tinajas de barro como la que había visto
en la casa de Lázaro.
No tardé en encontrar al resucitado y
a sus obreros. Lázaro se alegró al verme pero rechazó
de plano mi idea de ayudarles en las
labores de siembra. Nos encontrábamos en pleno forcejeo
dialéctico cuando algunos de los
servidores llamaron nuestra atención. Procedente de la aldea
se acercaba un jinete.
Lázaro colocó su mano izquierda a
manera de visera y observó atentamente. De pronto, sin
hacer el menor comentario, soltó el
sementero que colgaba de su hombro y salió a la carrera
hacia la vereda. El jinete llegó al
trote hasta mi amigo y, descabalgando, abrazó a Lázaro. Un
instante después volvía a montar,
alejándose hacia Betania. El resucitado hizo señales para que
me acercara. Al llegar junto a él su
rostro aparecía iluminado.
-¡Viene el Maestro! -me soltó a
bocajarro, con una alegría incontenible-. Al fin podrás
conocerlo... Vamos, tenemos mucho qué
hacer.
-Pero, ¿dónde está?… ¿Ha llegado ya?
-comencé a preguntarle atropelladamente, mientras
trataba de seguirle. Pero Lázaro no
me respondió.
Antes de que pudiera reaccionar, me
había sacado medio centenar de metros de ventaja. A
pesar de su aparente debilidad,
corría como un gato salvaje.
Al entrar en la casa me di cuenta de
que la noticia había alterado a la familia y amigos.
Marta, sobre todo, corría de un lado
para otro, sonriente y nerviosa. Al vernos se abrazó a
Lázaro, confirmándole la buena nueva:
-¡Viene!... ¡Viene Jesús!...
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El hermano intentó calmarla,
preguntándole algunos detalles. Dicen que está a unos diez
estadios de Betania -añadió la
«señora».
Rice un rápido cálculo mental. Eso
significaba que el rabí se hallaba a unos 1 860 metros de
la aldea.
Puedo jurar que, a pesar de mi
intensa preparación, de los largos años de entrenamiento y
de mi condición de escéptico, la
familia de Lázaro consiguió contagiarme su nerviosismo. Sin
poder evitarlo, un escalofrío me
sacudió la columna vertebral. Inexplicablemente, mi garganta
se había quedado seca. Pero, en un
esfuerzo por serenarme, lo atribuí a la loca carrera desde
los campos. (Una vez más me
equivocaba...)
Siguiendo los consejos de Lázaro,
permanecí en la casa. Mi primera intención fue salir al
encuentro del Nazareno, pero el
resucitado me sugirió que era mucho mejor aguardarle allí.
-El viene siempre a nuestro hogar...
Además -insinuó-, la noticia habrá llegado ya a
Jerusalén y dentro de poco no se podrá
caminar por las calles de Betania.
-Entonces -comenté con preocupación-
el Maestro ha aceptado el reto y pasará la Pascua en
la ciudad santa...
Mi amigo no quiso responder. Sin
embargo, adiviné en su mirada un velo de pesadumbre.
Ellos presentían que aquélla podía
ser la última Pascua de Jesús de Nazaret... Ni que decir tiene
que el sumó sacerdote y sus secuaces
podían estar ya enterados de la presencia del impostor
en la vecina aldea. Y eso, como sabía
muy bien Lázaro y sus hermanas, era peligroso.
Poco después de la hora nona -quizá
fuesen las cuatro o cuatro y media de la tarde- la
agitación entre las numerosas
personas que se hallaban en el patio porticado de la hacienda se
disparó súbitamente. Marta y María se
precipitaron hacia el atrio y desaparecieron entre los
grupos de hombres y mujeres que
taponaban prácticamente la entrada principal.
Mi corazón se aceleró. Desde el
exterior se oía un rumor de voces, gritos y saludos. Sin
saber por qué, sentí miedo. Retrocedí
unos pasos, ocultándome detrás de una de las columnas
del ala derecha del patio. Las palmas
de mis manos habían empezado a sudar. Presioné
disimuladamente mi oído y, en voz
baja, informé a Eliseo de la inminente llegada de Jesús.
A los pocos minutos, los servidores,
amigos y familiares de Lázaro fueron apartándose y un
nutrido grupo de hombres irrumpió en
el patio.
Entre risas, besos y mantos
multicolores mis ojos quedaron clavados de pronto en un
individuo que sobresalía muy por
encima de los demás... ¡Aquél tenía que ser Jesús!
Su extraordinaria talla -en un primer
momento la calculé en algo más de 1,80 metros- lo
convertía, al lado de la casi
totalidad de los allí reunidos, en un gigante. Vestía un manto color
«burdeos», fajando el tórax y con los
extremos enrollados en torno al cuello y cayendo sobre
unos hombros anchos y poderosos. Una
larga túnica blanca de amplias mangas le cubría casi
hasta los tobillos. No le vi ceñidor
o cinturón alguno. Traía un lienzo blanco arrollado sobre la
frente, que caía sobre el lado
derecho de sus cabellos.
Ni siquiera en el instante de la
inversión de la masa del módulo, en aquella noche del 30 de
enero de 1973, experimenté una
aceleración cardíaca como la que estaba soportando en
aquellos momentos.
El gigante caminó despacio hacia el
centro del patio. Su brazo derecho descansaba sobre el
hombro de Lázaro. A su alrededor,
Marta y María gesticulaban y daban palmas, entre el
alborozo general.
Era, sin duda, un hombre blanco, de
rostro alto y estrecho, propio de los pueblos caucásicos.
El cabello, lacio y de una tonalidad
ligeramente acaramelada, le caía sobre los hombros. Poco
después, al soltarse la banda de tela
que llevaba arrollada sobre la frente y que portaban
también casi todos los hombres de su
grupo, comprobé que se peinaba con raya en medio.
Presentaba un bigote y una fina
barba, partida en dos, de un color oro viejo, similar a los
cabellos. El bigote, aunque
pronunciado, no llegaba a ocultar los labios, relativamente finos. La
nariz me desconcertó. Era larga y ligeramente
prominente.
Desde su entrada en la casa, Jesús no
había dejado de sonreír, mostrando una dentadura
blanca e impecable, muy distinta a la
que padecía la mayoría de los hebreos.
El Maestro fue a sentarse al filo de
la piscina central, sobre uno de los taburetes que alguien
había rescatado del «comedor».
Los hombres, mujeres y niños se arremolinaron a su alrededor.
Los rayos de sol incidieron entonces
sobre su rostro y quedé maravillado. El contraste con
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aquellas caras endurecidas, sembradas
de arrugas y avejentadas de sus amigos y seguidores,
era sencillamente admirable. Su piel
aparecía curtida y bronceada.
Tímidamente fui asomándome por detrás
de la pilastra. Jesús, a poco más de cuatro o cinco
metros, levantó repentinamente su
rostro y me perforó con su mirada. Una especie de fuego
me recorrió las entrañas. Ante la
sorpresa general, el rabí se levantó, abriéndose paso entre las
personas que habían empezado a
sentarse sobre los ladrillos rojos del pavimento. Las rodillas
empezaron a temblarme. Pero ya no era
posible escapar. Aquel gigante estaba frente a mí...
Jamás olvidaré aquella mirada. Los
ojos del Galileo -ligeramente rasgados y de un vivo color
de miel- tenían una virtud singular:
parecían concentrar toda la fuerza del Cosmos. Más que
observar, traspasaba. Unas pestañas
largas y tupidas le proporcionaban un especial atractivo.
La frente, despejada, terminaba en
unas cejas rectas y suficientemente separadas. No
pestañeó. Su faz, apacible y
tibiamente iluminada por el sol, infundía un extraño respeto.
Levantó los brazos y depositando unas
manos largas y velludas sobre mis hombros, sonrió,
al tiempo que me guiñaba un ojo.
Un inesperado calor me inundó de pies
a cabeza. Traté de responder a su gesto, pero no
pude. Estaba confuso y aturdido,
emocionado...
Sé bien venido.
Aquellas palabras, pronunciadas en
griego, terminaron por desarmarme. Había tal seguridad
y afecto en su voz que necesité mucho
tiempo para reaccionar.
El rabí volvió junto a la cisterna,
mientras sus amigos le contemplaban en un mutismo total.
Algunos de los discípulos rompieron
al fin el silencio y preguntaron al resucitado quién era yo.
El joven, con indudable satisfacción,
les explicó que era su invitado: «Un extranjero llegado
expresamente desde Tiro para conocer
a Jesús.»
Yo permanecí inmóvil -como
petrificado- tratando de ordenar mis pensamientos. «No puede
ser -me repetía una y otra vez-. Es
imposible que haya adivinado... ¿Cómo puede?...»
Por más vueltas que le di, siempre
llegaba a la misma encrucijada. Si nadie le había hablado
de mí -por qué iban a hacerlo- ¿cómo
podía saber quién era y por qué estaba allí? En el patio
había medio centenar de personas. A
muchos los conocía -eso estaba claro-, pero a otros no.
Este era mi caso y, sin embargo,
había caminado hasta mí...
Nunca, ni siquiera ahora, cuando
escribo estos recuerdos, estuve seguro, pero sólo un ser
con un poder especial podría haber
actuado así.
Para qué voy a mentir. El resto de la
tarde fue para mí como un relámpago que rasga los
cielos de Oriente a Occidente. Apenas
si me percaté de nada. Sé que Marta, al igual que hiciera
conmigo, lavó los pies del Nazareno y
que los frotó con mirra. Recuerdo vagamente -entre
saludos constantes- cómo Jesús salió
de la casa, acompañado por Lázaro y un nutrido grupo.
Marta me informaría después que las
habitaciones de la hacienda estaban totalmente ocupadas
por los amigos y familiares que
habían ido acudiendo hasta Betania y que -de común acuerdo
con Simón, un anciano incondicional
del Maestro y viejo amigo de la familia- Jesús pernoctaría
en la casa de este antiguo leproso.
Al principio, muchos de los
habitantes de Betania y de los peregrinos llegados hasta la aldea
discutieron entre sí, creyendo que el
rabí entraría esa misma tarde del viernes en Jerusalén,
como desafío al decreto de
prendimiento que había promulgado el Sanedrín. Pero se
equivocaban. Jesús y su gente se
dispusieron a pasar la noche en la casa de Simón, así como
en otros hogares de amigos y
parientes de la familia de Lázaro. Todos -esa es la verdad-
hicieron lo posible para que el
Maestro se sintiera feliz durante su estancia en la pequeña
población.
Según Marta, Simón había querido
agasajar convenientemente a Jesús y había anunciado un
gran banquete para el día siguiente,
sábado. Eso significó un nuevo ajetreo en ambas casas, ya
que -de acuerdo con las estrictas
prescripciones de la ley judía- el día sagrado para los hebreos
comenzaba precisamente con el
crepúsculo del día anterior.
Durante el resto de la jornada, el
Maestro de Galilea recibió a infinidad de amigos y
visitantes, departiendo con todos.
Al anochecer, Jesús regresó a la casa
de Lázaro y allí, en compañía de sus íntimos y de la
familia del resucitado, repuso
fuerzas, mostrándose de un humor excelente.
Lázaro me rogó que les acompañara.
Los hombres tomaron asiento en torno a la gran mesa
rectangular del «comedor» y las
mujeres -dirigidas por Marta- comenzaron a servir. En un
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primer momento me mantuve
prudentemente al amor de la chimenea. Pero Lázaro insistió y
me vi obligado a compartir con ellos
las abundantes viandas: algo de caza, judías, legumbres,
frutos secos y vino. Me sorprendió
comprobar que en ninguna de las comidas se probaba el
agua. Esta era sustituida
habitualmente por vino.
Antes de iniciar la tardía «cena», el
Maestro y las catorce o quince personas que compartían
los alimentos se pusieron en pie,
entonando un breve cántico. Yo hice otro tanto, aunque
permanecí lógicamente en silencio. Al
terminar, Marta -en una de las presurosas idas y venidas-
me explicó que aquel himno, titulado Oye, Israel, era en realidad una oración. Me sorprendió
ver cómo el rabí, a pesar de sus públicas
y acusadas diferencias con los doctores de la ley,
respetaba las viejas costumbres de su
pueblo. No sé si he mencionado que el Maestro había
hecho gala durante toda la tarde de
un contagioso sentido del humor, riendo y haciendo
bromas por cualquier cosa. Aquél iba
a ser -al menos en los días que precedieron al jueves, 6
de abril- otro de los aspectos que me
sorprendieron de Él. ¡Qué lejos estaba de esa imagen
grave, atormentada y lejana que se
deduce al leer muchos de los libros del siglo XX!... Jesús de
Nazaret era una mezcla de niño y
general; de ingenuo pastor y concienzudo analista; de
hombre que vive al día y de prudente
consejero. Pero, sobre todo, se le notaba feliz. Mucho
más alegre y despreocupado que sus
propios discípulos y amigos, visiblemente alterados por
las amenazas del sumo sacerdote.
Acto seguido, Jesús -que presidía la
mesa junto a Lázaro- se hizo cargo de una de las
hogazas de pan y, según su costumbre,
lo troceó y distribuyó entre los comensales.
Apenas si habíamos comenzado cuando,
de pronto, el Maestro se dirigió a uno de los
hombres del grupo. Al llamarlo por su
nombre, el corazón me dio un respingo. ¡Era Judas
Iscariote!
El discípulo se levantó lentamente y,
aproximándose al rabí, le entregó algo. Después
regresó a su puesto. Permanecí como
hipnotizado, contemplando a aquel individuo flaco y
larguirucho, de algo más de 1,70
metros de estatura y cabeza pequeña. Su nariz aguileña
destacaba sobre una piel pálida, casi
macilenta, dándole el clásico «perfil de pájaro» que yo
había estudiado en la clasificación
tipológica de Ernest Kretschmer. (El gran psiquiatra se
hubiera sentido muy satisfecho al
saber que su definición del «tipo leptosomático» coincidía de
lleno, en este caso, con el
temperamento «esquizotímico» de Judas: serio, introvertido,
reservado, poco sociable y hasta
esquinado. La verdad es que conforme fui conociendo el
carácter de este hombre, me percaté
que se trataba en realidad de un gran tímido que no había
tenido oportunidad de desarrollar su
inmenso caudal afectivo.)
Su cabello negro, fino y abundante,
contrastaba con su rostro prácticamente imberbe.
Al aproximarse a Jesús noté que su
túnica, en lugar del simple cordón o ceñidor, iba sujeta
por la cintura con una hagorah o faja oscura, de la que había extraído aquella pequeña
bolsa de
cuero. Al parecer, por lo que pude ir
verificando, la mencionada faja servía, sobre todo, para
guardar el dinero o pequeños objetos,
amén de las armas. Judas portaba una pequeña espada,
sujeta en su costado derecho. En
aquellos instantes, sin embargo, no me percaté de un hecho
singular: al igual que el Iscariote,
otros discípulos ocultaban también sendas espadas bajo sus
mantos y hagorahs.
El rabí rogó a las hermanas de Lázaro
que se aproximaran a Él. María fue la primera en
abandonar los enseres que estaba
manejando junto al fogón, situándose en una de las esquinas
de la mesa, junto al Galileo. Al poco
entraba Marta, secándose las manos en el delantal. La luz
de una de las dos grandes lámparas o
lucernas portátiles que habían sido colocadas sobre la
mesa ponían al descubierto el
atractivo perfil de María. Una espesa mata de pelo negro y
cuidadosamente cardado le caía por la
espalda, casi hasta la cintura. Sobre la frente, María,
sujetando parte de los cabellos,
lucía una cinta celeste que resaltaba sobre su cutis aceitunado.
Tenía las facciones pequeñas y
delicadas, propias de sus dieciséis o diecisiete años.
Ni una sola vez había logrado hablar
con ella y, no obstante, sus interminables ojos negros
revelaban un corazón singularmente
sensible.
Jesús puso la bolsita en las manos de
María y, dirigiéndose a ambas, les pidió que aceptaran
aquel pequeño obsequio. Mientras
María se ruborizaba, Marta, presa de la curiosidad, arrebató
el regalo de entre las manos de su
hermana, abriéndolo con presteza. Desde mi asiento apenas
si llegué a distinguir unos gránulos.
Después supe que se trataba de semillas de bálsamo,
compradas por el propio rabí a su
paso por Jericó.
Caballo de Troya
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Ante el regocijo general, María
-siempre en silencio- se aproximó a Jesús, estampándole dos
sonoros besos en las mejillas.
Poco a poco, sin embargo, el tono
alegre y desenfadado de aquella comida fue decayendo,
por obra y gracia de algunos de los
hombres del Cristo. Saltaba a la vista que estaban
seriamente preocupados por la
dirección que iban a tomar los próximos pasos de su Maestro y
que ellos, sin lugar a dudas,
ignoraban totalmente. No tardó en surgir el asunto de la orden de
captura de Jesús por parte del sumo
sacerdote y las medidas que debían adoptarse para
salvaguardar la seguridad del rabí,
en primer lugar, y del resto del grupo al mismo tiempo.
Uno de los más fogosos y radicales
era un discípulo de barba encanecida y bigote rasurado,
prácticamente calvo y de ojos claros.
Su cabeza redonda destacaba sobre un cuello grueso.
Aquel hombre de rostro acribillado
por las arrugas -yo estimé que era uno de los de más edad
(quizá rondase los 40 o 45 años)- no
era partidario de la entrada en Jerusalén1.
Temía,
lógicamente, por la vida del rabí y
trató, por todos los medios a su alcance, de convencer al
grupo de lo peligroso del empeño.
Jesús asistió impasible y serio a
toda la discusión. Dejaba hablar a unos y otros, sin
pronunciar palabra. Hasta que en un
momento álgido de la controversia, el Maestro dejó oír su
voz grave. Y dirigiéndose al apóstol
de los ojos azules, sentenció:
- Pedro, ¿es que aún no has
comprendido que ningún profeta es recibido en su pueblo y que
ningún médico cura a los que le
conocen?...
Después, fijando aquellos ojos de
halcón en los míos, añadió:
Si la carne ha sido hecha a causa del
espíritu, es una maravilla. Si el espíritu ha sido hecho a
causa del cuerpo, es la maravilla de
las maravillas. Mas yo me maravillo de esto: ¿cómo esta
gran riqueza se ha instalado en esta
pobreza?
Un silencio denso quedó flotando en
la estancia. Y el Maestro, levantándose, se retiró a
descansar.
Aquella noche, y las siguientes, los
discípulos -temerosos de todo y de todos- montaron
guardia por parejas a las puertas de
la casa de Simón, «el leproso». Tanto Judas Iscariote como
Pedro, su hermano Andrés, Simón,
llamado «el Zelotes» y los sorprendentes hermanos gemelos
Judas y Santiago de Alfeo, iban
armados con unas espadas cortas, prácticamente idénticas a los
gladius de los legionarios romanos: la conocida gladius Hispanicus o espada española, como la
definió Polibio. Eran unas armas de
sesenta a setenta centímetros de longitud, de hoja ancha y
doble filo, con una punta que las
hacía temibles
Los discípulos de Jesús procuraban
esconderías bajo los mantos
-generalmente en el costado derecho-
y dentro de una vaina de madera.
Jesús no ignoraba que algunos de sus
más cercanos seguidores llevaban armas. Sin
embargo, salvo en el triste momento
de su captura en la noche del jueves, en la finca de
Getsemaní, jamás les hizo mención o
reproche alguno.
1 DE ABRI, SÁBADO
A diferencia de las restantes
jornadas, aquel amanecer del sábado no fui despertado por el
rumor de la molienda del grano. La
aldea parecía dormida, extrañamente silenciosa. Los
hebreos -amos, sirvientes e, incluso,
sus animales de carga- paralizaban prácticamente la vida,
a partir de lo que ellos denominaban
la vigilia del sábado; es decir, desde el crepúsculo del
viernes. La Ley prohibía todos los
trabajos mayores, los grandes desplazamientos, hacer el
1 Simón Pedro encajaba también en el tipo «pícnico» que cita
Kretschmer: cara ancha, blanda y redondeada. Su
rostro, visto de frente, recordaba un
escudo. Su frente era amplia, conservando algo de pelo en las zonas temporales.
Sin embargo, Pedro no presentaba una
excesiva obesidad. Su caja torácica, así como los hombros y brazos, eran
fuertes y musculosos, muy propios de
una vida consagrada al rudo trabajo de la pesca.
En lo que si coincidía con la
clasificación de Kretschmer era en su temperamento «ciclotímico»: abierto,
espontáneo,
de amistad rápida y con grandes
oscilaciones en su estado de humor. Por su gran capacidad de sintonización
afectiva
era fácil de contagiar de la alegría
o de la tristeza. Y tuve oportunidades sobradas para confirmarlo. En suma:
Pedro era
muy sociable y bien aceptado por el
resto del grupo. (N. del m.)
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amor, sacar agua de los pozos y hasta
encender el fuego... Aquellas abrumadoras normas de
origen religioso trastornaban por
completo el ritmo diario de la vida social de los judíos. Y lo
que en un principio debería haber
sido un motivo de alegría y merecido descanso, había
terminado por deformarse,
convirtiéndose en un enmarañado código de disposiciones, en su
mayoría absurdas y ridículas.
Lázaro y su familia, siguiendo el
ejemplo de Jesús, adoptaban una postura mucho más
liberal. Esa misma tarde tendría
oportunidad de comprobar los muchos disgustos y quebraderos
de cabeza que arrastraban, como consecuencia
de la sincera puesta en práctica de la doctrina
que venía predicando el rabí de
Galilea.
A pesar de todo, quedé francamente
sorprendido al ver -desde primeras horas de la
mañana- un incesante gentío que,
procedente de Jerusalén y del campamento levantado junto
a sus murallas, pretendía saludar a
Lázaro y al hombre que había sido capaz de desafiar al Gran
Sanedrín. Según mis informaciones,
uno de estos preceptos sabáticos especificaba que el
hombre de la casa debía dar tres
órdenes cuando comenzaba a oscurecer (es decir, en la tarde
del viernes): «¿Habéis apartado el
diezmo?»1. «¿Habéis dispuesto el erub»? Por último, el
cabeza de familia debía ordenar que
se prendiera la lámpara.
Pues bien, si la distancia de
Jerusalén a Betania era de unos quince estadios (casi tres
kilómetros), ¿cómo es que aquellos
judíos incumplían una de las normas más severas del
sábado: caminar más de los dos mil
codos fijados por la Ley?2.
Lázaro, con una sonrisa maliciosa,
vino a explicarme que, también en aquellos tiempos,
«hecha la ley, hecha la trampa....»
Los israelitas, para aligerar esta
disposición de los dos mil codos, habían «inventado» el erub.
Si una persona, por ejemplo, colocaba
en la vigilia del sábado (el viernes) alimentos como para
dos comidas dentro de ese límite de
los dos mil codos o mil metros, aquello -el erub- era
considerado como una «residencia
temporal», pudiendo entonces caminar otros dos mil codos
en cualquier dirección3.
Esto explicaba la masiva presencia de
peregrinos y vecinos de Jerusalén en Betania, que -
según mi amigo- podían haber situado
uno o dos erub en el mencionado sendero que une las
tres poblaciones: Jerusalén, Betfagé
y la aldea en la que me encontraba.
Mi condición de extranjero y gentil
me proporcionó, al fin, una oportunidad para ayudar a la
familia que me había acogido bajo su
techo. Hasta la hora tercia (nueve de la mañana), y
después de vencer la resistencia de
Marta, me ocupé del transporte del agua, así como de
alimentar el fuego de la chimenea, recoger
los huevos del gallinero y de la limpieza y puesta a
punto de un ingenioso artilugio que
llamaban antiki y que no era otra cosa que una especie de
calentador metálico, con un
recipiente para las brasas. El descanso sabático prohibía retirar las
cenizas del mismo y, por supuesto,
volver a cargarlo. Aquel utensilio, provisto de un tubo
interior en contacto con el fuego,
era de gran utilidad para calentar agua. Al no ser judío, yo
estaba liberado de aquellas normas y
ello, como digo, me permitió compensar en parte la
gentileza y hospitalidad de mis
amigos.
Pero mi corazón ardía en deseos de
salir al encuentro de Jesús. Marta, con su finísimo
instinto, me sugirió que lo dejara
todo y que fuera en busca del Maestro. Poco antes, en una de
sus visitas a la casa de su vecino,
Simón, con motivo de la preparación del festín que los
1 Las estrechas leyes del descanso sabático llegaban a tal
extremo, que de los alimentos que habían de ser
ingeridos había que apartar el diezmo
antes del sábado. Durante este tiempo no se podía hacer tal operación. (N. del
m.)
2 A diferencia del codo romano (cubitus), de 74 milímetros
(es decir, la longitud de una mano), el codo judío -
también llamado filetérico, por el
apodo de los reyes de Pérgamo (Philetairos)-, estuvo vigente en el oriente del
Imperio
romano desde la constitución de la
provincia de Asia en el año 133 antes de Cristo. Tenía 52,5 centímetros de
longitud.
Esta medida se empleaba
corrientemente en Palestina y Egipto. En una conexión rutinaria con el módulo,
nuestro
ordenador central confirmó que según
Dídimo de Alejandría (final del siglo I antes de nuestra era), el codo egipcio
de la
época romana equivalía a pie y medio
del sistema tolemaico. Es decir, 525 milímetros También los escritos de Josefo
daban esta medida como la descrita en
la literatura rabínica. (N. del m.)
3 El mismo recurso se utilizaba entre varios vecinos,
colocando los alimentos en un patio y creando así la
presunción de que se trataba de una
sola casa. De este modo quedaba permitido el transporte de objetos en su
interior. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
86
habitantes de Betfagé y Betania
querían ofrecer al rabí, había tenido ocasión de verle en el
jardín.
Cuando me disponía a salir de la
casa, la «señora» me recordó que yo también había sido
invitado y que, si así lo
consideraba, ella misma me conduciría hasta el lugar que se me había
asignado. Yo sabía muy bien que en
aquella cena iba a producirse un acontecimiento
«especial». Lo que no podía imaginar
entonces era la gravísima repercusión que entrañaría
para el Maestro...
La hacienda de Simón, el hombre más
rico e importante de Betania desde la muerte del
padre de Lázaro, se levantaba a
escasa distancia y también en el núcleo oriental de la
población. La única diferencia
sustancial con la casa de mi amigo era el frondoso jardín cuajado
de cipreses, algarrobos y palmeras-
perfectamente cercado por un muro de piedra de dos
metros de altura. En Jerusalén,
excepción hecha de la rosaleda, los jardines estaban prohibidos.
Aquella norma, en cambio, no obligaba
a las restantes ciudades. Simón, fervoroso creyente y
seguidor del Cristo, era, además, un
enamorado de las plantas, pasando buena parte de su ya
avanzada ancianidad entre sus rosas,
gálbanos, luminosos y perfumados estoraques de flores
blancas, jaras y los curiosos
tragacantos, de cuyas ramas y troncos fluye una preciada goma
blanquecina, altamente medicinal.
A las puertas de la hacienda se
apiñaba una silenciosa muchedumbre, a la espera de poder
ver al Maestro. Como si se tratase de
un estadista del siglo XX, varios discípulos de Jesús
permanecían apostados junto al
portón, con las espadas ocultas por la faja y el manto
controlando las entradas y salidas de
los amigos, familiares y servidores de la casa: los únicos
autorizados a traspasar el umbral.
No tuve el menor problema para cruzar
ante los hombres del Galileo. Mi amistad para con
Lázaro y el oportuno gesto de Jesús,
saludándome la tarde del día anterior, habían hecho que
me ganara las simpatías y confianza
de los apóstoles. Al verme, uno de los discípulos -Judas de
Santiago, gemelo del otro Alfeo- me
preguntó si buscaba a alguien en particular. Le dije que a
Jesús y se brindó encantado para
acompañarme. Al traspasar la puerta principal me encontré
ante el cuidado y dilatado jardín. Un
estrecho camino, adoquinado con piedras blancas (caliza,
sin duda), nos condujo en línea recta
hasta la explanada abierta al pie mismo de la escalinata
de mármol que daba acceso a la casa.
No fue necesario que Judas me
señalara a su Maestro. El gigante se hallaba rodeado de una
decena de niños, ¡jugando!
Aquel espectáculo me fascinó de tal
forma que, en silencio, casi de puntillas, rodeé la
pequeña explanada, sentándome en los
primeros peldaños de la escalinata. Y allí permanecí,
absorto, disfrutando como los
pequeños.
Jesús se había desembarazado de su
manto. Su espléndida túnica blanca aparecía esta vez
ceñida por un cordón. Entre la
algarabía de los pequeñuelos, destacaba a ratos su risa, limpia y
rotunda como aquella luminosa mañana.
En verdad, lo que más me emocionó fue comprobar
cómo aquel hombre hecho y derecho
-capaz de desafiar a los sumos sacerdotes o de resucitar a
los muertos- saltaba, corría o caía
por los suelos, entregado por completo a las exigencias de
aquella gente menuda.
Algunas mujeres se asomaban
disimuladamente por el atrio, contemplando la escena y
escabulléndose a continuación entre
risas mal contenidas.
Uno de aquellos juegos era
especialmente curioso. El Galileo se situaba de espaldas al grupo
de niños y lanzaba un palitroque hacia
atrás, de forma que cayera lo más cerca posible de la
chiquillería. Los muchachos se
disputaban la posesión del palo hasta que uno de ellos -
generalmente el que más saltaba- se
hacía con él. En ese instante, tanto Jesús como el resto
corrían en todas direcciones mientras
el «propietario» del «testigo» se esforzaba por perseguir
v tocar con el palo a cualquiera de
los jugadores. No era casualidad que todos los niños
pretendieran «cazar» al rabí. Pero
éste, lejos de dar facilidades, los volvía locos, esquivándolos
y burlándolos entre los árboles y
arbustos.
No sé cuánto tiempo duró aquello.
Quizá una o dos horas...
Súbitamente me asaltó un
presentimiento. O mucho me equivocaba o aquellos iban a ser los
últimos juegos de Jesús de Nazaret.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
87
De pronto, cuando más punzante era
aquella inexplicable melancolía, el Maestro detuvo el
juego. Retiró de sus ojos la venda de
tela con la que jugaba a la «gallinita ciega» y acarició a
los pequeños, dando por terminada la
diversión.
Aunque Jesús había tenido múltiples
oportunidades de verme allí, sentado, fue en ese
momento cuando dirigió su mirada
hacia mí. Los niños se desperdigaron por el jardín y el
Maestro avanzó hacia las escalinatas.
Traté de ponerme en pie, pero el rabí extendió su mano,
indicándome que no me moviera.
Se sentó a mi lado, con la
respiración aún agitada y la frente empapada por el sudor.
-Jasón, amigo, ¿qué te sucede?
Aquel descubrimiento volvió a sumirme
en la confusión. El Maestro, sin mirarme siquiera y
sin esperar una respuesta -¿qué clase
de respuesta podía haberle dado?- prosiguió con un tono
de complicidad que adiviné al
instante.
Tú estás aquí para dar testimonio y
no debes desfallecer.
-Entonces sabes quién soy...
Jesús sonrió y pasando su largo brazo
sobre mis hombros, señaló hacia la puerta del jardín,
donde aún montaban guardia sus
discípulos.
-Pasará mucho tiempo hasta que ésos y
las generaciones venideras comprendan quién soy y
por qué fui enviado por mi Padre...
Tú, a pesar de venir de donde vienes, estás más cerca que
ellos de la Verdad.
-No comprendo, Maestro, por qué tus
hombres van armados. Muy pocos lo creerían... en mi
tiempo.
-Los que están conmigo -respondió con
un timbre de tristeza- no me han entendido.
-Señor, ¡hay tantas cosas de las que
desearía hablarte!...
-Aún tenemos tiempo. Bástele a cada
día su afán.
Era irritante. Tanto tiempo
aguardando aquella oportunidad y ahora, mano a mano con El,
no sabía qué decir ni qué
preguntar...
-Antes me has preguntado qué me
ocurría -le comenté intrigado- ¿Cómo has podido darte
cuenta?
-Levanta la piedra y me encontrarás
allí. Corta la madera y yo estoy allí. Donde hay soledad,
allí estoy yo también...
-¿Sabes?, toda mi vida me he sentido
solo.
Jesús replicó de forma fulminante:
-Yo soy la luz que está sobre todos.
Hay muchos que se tienen junto a la puerta, pero, en
verdad, te digo que sólo los
solitarios entrarán en la cámara nupcial.
-Me tranquiliza saber que también los
que dudamos tenemos un rincón en tu corazón...
El gigante sonrió por segunda vez.
Pero esta vez sus ojos brillaron como el bronce pulido.
-El mundo no es digno de aquel que se
encuentra a si mismo...
-Mil veces me he hecho la misma
pregunta: ¿por qué estamos aquí?
-El mundo es un puente. Pasad por él
pero no os instaléis en él.
-Pero -insistí- no has respondido a
mi pregunta...
-Sí, Jasón, silo he hecho. Este mundo
es como la antesala del Reino de mi Padre. Prepárate
en la antesala, a fin de que puedas
ser admitido en la sala del banquete. ¡Sé caminante que no
se detiene!
-Pero, Señor conozco a muchos que se
han «instalado» en su sabiduría y que dicen poseer la
Verdad...
-Dime una cosa, Jasón. ¿Dónde crece
la simiente?
-En la tierra.
-En verdad te digo que la verdadera
sabiduría sólo puede nacer en el corazón que ha llegado
a ser como el polvo... El sabio y el
anciano que no duden en preguntar a un niño de siete días
por el lugar de la Vida, vivirán.
Porque muchos primeros serán últimos y llegarán a ser uno.
-Tú hablas de la Verdad, pero ¿dónde
debo buscarla?
-Si los que os guían os dicen:
«Mirad, el Reino está en el cielo»; entonces, los pájaros del
cielo os precederán. Si os dicen que
está en el mar, entonces los peces del mar os precederán.
Pero yo te digo que el Reino de mi
Padre está dentro y fuera de vosotros. Cuando os conozcáis
seréis conocidos y sabréis que sois
los hijos del Padre viviente. Mas si no os conocéis, estaréis
en la pobreza y vosotros seréis la
pobreza.
El rabí debió notar mi confusión. Y
añadió:
Caballo de Troya
J. J. Benítez
88
-¿Alguna vez has escuchado a tu
propio corazón? Asentí sin saber a dónde quería ir a parar.
-El secreto para poseer la Verdad
sólo está en mi Padre. Y en verdad te digo que mi Padre
siempre ha estado en tu corazón. Sólo
tienes que mirar «hacia adentro»... Bienaventurado el
que busca, aunque muera creyendo que
jamás encontró. Y dichoso aquél que, a fuerza de
buscar, encuentre. Cuando encuentre,
se turbará. Y habiéndose turbado, se maravillará y
reinará sobre todo.
-Señor, yo miro a mi alrededor y me
maravillo y entristezco a un mismo tiempo...
-Yo te aseguro, Jasón, que todo aquel
que sabe ver lo que tiene delante de sus ojos recibirá
la revelación de lo oculto. No hay
nada oculto que no será revelado.
Mi timidez inicial se fue disipando.
El calor y la cordialidad de aquel Hombre terminaban por
quebrar los muros más inexpugnables.
Pero nuestra conversación se vio súbitamente
interrumpida por varios de los
discípulos. La multitud que se agolpaba a las puertas de la casa
de Simón reclamaba al rabí y los
hombres del Nazareno se sentían impotentes para
contenerlos.
Cuando el Maestro se alejó me juré a
mí mismo que buscaría nuevas oportunidades para
conversar con El y exponerle mis
interminables dudas.
Me fui tras Él. La multitud que yo
había visto a las puertas del jardín de la casa de Simón
estalló al ver al Maestro. Pero Jesús
no se movió del portalón. Allí, flanqueado por sus
discípulos, saludó a los peregrinos.
Pero éstos, enterados del milagro que había hecho con
Lázaro, no se contentaron con verle y
empezaron a pedirle una señal. Yo no salía de mi
asombro. A juzgar por sus gritos,
aquellos hebreos -galileos en su mayoría- no pretendían
escuchar al Nazareno. Lo único que
verdaderamente les importaba era asistir a otro prodigio...
Jesús, con evidentes muestras de
desilusión, alzó sus brazos y se hizo el silencio. Un silencio
expectante. Y muchos de los allí
congregados comenzaron a sentarse en el suelo, convencidos
de que su larga caminata no sería
estéril y que pronto contemplarían otro «espectáculo». Pero
el Maestro, en tono enérgico, les
dijo:
« ¡Necios!... Yo aparecí en medio del
mundo y en la carne fui visto Por ellos. Y hallé a todos
los hombres ebrios, y entre ellos no
encontré a ninguno sediento... Mi espíritu se dolió por los
hijos de los hombres, porque son
ciegos de corazón y no ven.»
Y antes de que ninguno de los
presentes pudiera reaccionar dio media vuelta, perdiéndose a
paso ligero en dirección a la mansión
de su anfitrión.
Sinceramente, me alegré. Aquella
turba, sedienta de emociones y prodigios, no se merecía
otra cosa. Poco a poco fui dándome
cuenta que las multitudes apenas si habían asimilado el
mensaje de aquel Hombre. Ni siquiera
los más cercanos -tal y como comprobaría al día
siguiente, con motivo de la entrada
triunfal en Jerusalén- habían distinguido a aquellas alturas
del ministerio de Cristo de qué
«reino» hablaba el Maestro. Empezaba a comprender el
verdadero alcance de aquellas frases
del rabí, pronunciadas poco antes, en las escalinatas:
«Los que están conmigo no me han
entendido...»
Hacia las tres de la tarde, en
compañía de Lázaro y sus hermanas, entraba por primera vez
en el patio porticado de la casa de
Simón. El anciano iba recibiendo en el centro del recinto al
medio centenar largo de comensales.
Todos -conocidos o no del jefe de la casa- eran saludados
con el ósculo o beso de la paz.
Inmediatamente, los familiares y servidores del antiguo leproso,
acompañaban a los invitados hasta los
puestos que se les había asignado, en torno a una mesa
muy baja y en forma de U. A
diferencia del patio de la casa de Lázaro, el de Simón aparecía
cubierto en su totalidad por un toldo
o lona, sujeto por sogas a los capiteles de las columnas
que rodeaban el hermoso lugar. La
cisterna central había sido cubierta con tablas, de tal forma
que en el Centro de la U quedaba un
espacio más que sobrado como para permitir el
movimiento de los servidores.
Al llegar frente a Simón, Lázaro se
encargó de presentarme al anciano. Al besarle comprobé
cómo su mejilla derecha conservaba
aún las profundas cicatrices de su enfermedad. Parte del
ojo, así como esa misma zona del
labio superior se hallaban prácticamente rotas y deformadas.
La barba blanca y abundante no
terminaba de ocultar la huella del terrible mal. La mano
izquierda había quedado mutilada en
las últimas falanges de los tres dedos centrales.
Sin embargo, el venerable anciano
parecía haber olvidado aquellos años difíciles y ahora se
mostraba feliz y satisfecho, luciendo
sus mejores galas: una túnica de lino, teñida en púrpura y
un manto de brillante seda a franjas
azules y escarlatas.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
89
Cuando Lázaro y yo acudimos hasta
nuestros respectivos puestos en la mesa, comprobé con
alivio que el resucitado había sido
asignado a mi lado. Instintivamente miré a Marta, que
permanecía de pie junto al resto de
las mujeres, y sonrió maliciosamente.
Siguiendo la costumbre, tuve que
reclinarme sobre mi costado derecho1. Aunque los judíos
comían habitualmente sentados en
sillas o taburetes, en las grandes ocasiones -y aquélla era
una fiesta en la que ambas aldeas,
Betania y Betfagé, rendían un sincero homenaje al Maestro-
los hebreos habían ido adoptando la
tradición helenística de almorzar reclinados sobre cómodos
cojines y esteras.
La única excepción, en este caso, fue
Jesús. Como invitado de honor ocupaba el centro de la
U, habiendo sido preparado una
especie de diván bajo, que apenas sobresalía de la mesa.
Aunque todos los invitados habían
recibido en la mañana del viernes la correspondiente
invitación, con los nombres, incluso,
de los restantes comensales, de acuerdo con una arraigada
tradición, el dueño de la casa había
enviado aquella misma mañana del sábado otros tantos
mensajeros a los domicilios de sus
amigos, recordándoles el lugar y la hora del banquete.
Respetuosamente, olvidando incluso la
gran amistad que unía a ambas familias, Lázaro había
esperado esta segunda y última
comunicación del mensajero. Sólo en ese momento partimos
de la casa.
Al subir las escalinatas de la
hacienda de Simón me llamó la atención una tela blanca,
colgada a las puertas del atrio.
Lázaro me explicó que aquel lienzo daba a entender que aún era
tiempo de entrar en la cena. El
«aviso» sólo era retirado después de haber servido el tercer
plato.
Jesús y sus discípulos -los doce-
estaban ya en el patio cuando mi amigo y yo fuimos
recibidos por el anfitrión. Por lo
que pude apreciar, el rabí parecía haber olvidado el
desagradable percance con la multitud
que le había pedido un milagro, y reía abiertamente,
demostrando un humor envidiable. Sus
hombres, en cambio, a pesar de haber prescindido de
sus espadas, no reflejaban demasiada
alegría. Les noté nerviosos y adustos. En seguida
comprendí la razón. Entre los
invitados se hallaban cuatro o cinco sacerdotes, de una de las
comunidades de fariseos: mortales
enemigos del Maestro. A las puertas permanecían algunos
de los policías del templo -levitas
en su mayoría- que habían acudido hasta Betania con la
sospechosa misión de escoltar a los
altos dignatarios del sacerdocio de Jerusalén. Lázaro me
comentó por lo bajo que había una
cierta incertidumbre sobre los auténticos propósitos de
aquellos fariseos. Era muy posible
que -siguiendo las órdenes de Caifás- aquel mismo
atardecer, una vez finalizado el sábado,
los hombres del Sanedrín prendieran a Jesús. Pero los
«separados» o los «santos» -como se
conocía también a los fariseos- no hicieron ademán
alguno que pudiera alertar a los
seguidores de Cristo. Al contrario: aunque en ningún momento
se acercaron al grupo en el que
dialogaba Jesús, tras recogerse las amplias mangas de sus
túnicas, dejaron que las mujeres
procedieran al obligado lavatorio de manos y pies,
reclinándose en sus puestos con vivas
muestras de satisfacción. Supongo que su cordialidad
podía obedecer a las magníficas
viandas que habían empezado a circular ya sobre la mesa. Los
servidores de Simón habían dispuesto
una especie de tazones de fina cerámica (hoy conocida
como terra sigillata), compactos y de cuidada forma, fabricados en barro rojo y
-según me
señaló Lázaro- procedentes de Italia.
Al levantar mi tazón pude ver en la base del mismo el
sello del fabricante: un tal
Camurius, conocido alfarero de Arezzo. (Memoricé aquel nombre y
en la tarde del lunes cuando, al fin,
pude regresar al módulo, Santa Claus confirmó que el
citado artesano italiano había vivido
y trabajado en tiempos de Tiberio y Claudio, desde los años
14 al 54 después de Cristo.)
Simón, siguiendo las costumbres,
había contratado a un cocinero de Jerusalén.
Curiosamente, si las cosas salían mal
y los invitados se mostraban disgustados con el menú, el
«jefe» de cocina debía reparar la
afrenta, pagando de su bolsillo los gastos, en una proporción
que siempre dependía de la categoría
social del anfitrión y de sus comensales.
No fue éste el caso. La verdad es que
todo resultó exquisito. (Al menos para los hebreos.)
Tras el caldo, a base de verduras y
hierbas aromáticas, único plato en el que se utilizó la
cuchara, los invitados disfrutaron lo
suyo con las bandejas de bronce y plata. repletas de
pescado cocido y cordero asado,
hábilmente condimentados a base de cebollas, puerros y ajos.
1 Los israelitas se desenvolvían mejor con la mano izquierda
que con la derecha.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
90
El cuarto o quinto «plato» consistió
en frutos secos, especialmente uvas pasas, dátiles y miel
silvestre. Todo ello, naturalmente,
generosamente rociado -desde el principio al fin- por un vino
del Hebrón, servido en altos vasos de
cristal primorosamente tallados. Al costado de cada
comensal había sido dispuesta una
jofaina de metal, con el fin de ir lavando las manos. (La
costumbre judía establecía que los
alimentos debían ser tomados con los dedos.)
Al llegar a los postres, el alborozo
general aumentó sensiblemente. Algunos de los servidores
y músicos contratados por Simón
comenzaron a tañer sus instrumentos -fundamentalmente
flautas y citaras- y las mujeres, que
habían permanecido de pie o sentadas en un grupo aparte,
pendientes de los invitados, se
unieron a la música, batiendo palmas por encima de sus
cabezas y siguiendo el ritmo con su
cuerpo.
Jesús -que había comido con gran
apetito- apuró su tercera copa de vino y sonrió al grupo,
en el que destacaba María. La hermana
menor de Lázaro, al igual que el resto de sus
compañeras, había cambiado su
indumentaria de diario y lucía una llamativa túnica, teñida con
la célebre púrpura de Tiro y Sidón.
(Nuestras informaciones apuntaban hacia el hecho de que el
célebre molusco de las playas de
Fenicia -el «murex»- era la materia prima del que se obtenía
la púrpura. Este gasterópodo segrega
una tinta que, al contacto con el aire, se torna de color
rojo oscuro. Los fenicios lo
descubrieron y supieron comercializarlo.)
María -tal y como ordenaban las
normas sabáticas- había prescindido de su habitual cinta
sobre la frente y dejaba flotar su
negra y larga cabellera.
En aquel momento, mientras los
servidores retiraban las bandejas, daba comienzo en
realidad lo que nosotros conocemos
por la «sobremesa». Los comensales, eufóricos por los
vapores del vino, se enzarzaban en
las más dispares e interminables polémicas. Jesús y Simón,
al frente de la mesa, dialogaban
sobre el mítico Josué y de cómo fueron derribadas las murallas
de Jericó. Los discípulos, por su
parte, permanecían extrañamente sobrios y callados,
pendientes tan sólo del grupo de
fariseos, que no dejaban de apurar copa tras copa.
Ante mi sorpresa, algunos de los
comensales comenzaron a eructar sin el menor pudor.
Aquello se convirtió pronto en algo
colectivo. Nadie parecía dar excesiva importancia al hecho, a
excepción del anfitrión y de mí
mismo. Pero las razones de Simón -que correspondía a cada uno
de los groseros gestos con una leve
inclinación de su cabeza- obedecían a otra escala de
valores. Aquellos eructos venían a
demostrar públicamente la satisfacción de cada uno de los
invitados por la espléndida comida y
el trato recibidos. Por supuesto, tuve que esforzarme en
eructar, «agradeciendo» a mi nuevo
amigo su sabiduría y delicadeza gastronómicas.
Cuando terminaron de servirse los
postres, varias doncellas fueron pasando junto a cada uno
de los comensales, ofreciendo unas
minúsculas bolitas o cápsulas transparentes y
blancoamarillentas. Ante mi duda,
Lázaro me animó a coger una o dos de aquellas «lágrimas»
e
introducirlas en la boca. Se trataba
de una especie de «goma de mascar», muy refrescante y
aromática. Según mi amigo, eran
extraídas de los lentiscos que poblaban a millares toda
Palestina. Para los hebreos, aquellas
bolitas reforzaban los dientes y la garganta,
proporcionando. además, un aliento
más fresco y agradable.
En los días siguientes -y gracias a
las «lágrimas» de lentisco que me proporcionaría Lázaro-
mi falta de aseo dental se vio
notablemente aliviado.
Pero, aunque todo parecía transcurrir
dentro de la más sana e intensa alegría, no iba a
tardar en estallar el «escándalo»...
Creo que todos, o casi todos los
presentes -distraídos con la música y la agradable tertulia-
tardamos algunos minutos en reparar
en aquella doncella que, salida sigilosamente del corro de
las mujeres, se había arrodillado a
espaldas de Jesús. Era María.
Un latigazo interno me puso sobre
aviso. Estaba a punto de asistir a la escena de la unción.
Sin poder remediarlo me incorporé y,
ante el desconcierto de Lázaro, me deslicé por detrás de
la mesa, hasta situarme en una de las
«esquinas» de la U, a pocos metros de los invitados de
honor.
Progresivamente, los comensales
fueron guardando silencio, atónitos ante lo que estaba
sucediendo. La hermana menor, con su
habitual mutismo, había abierto una «botella» de unos
treinta centímetros de altura y de
forma ahusada. Parecía hecha de un material sumamente
translúcido (después supe que se
trataba de alabastro oriental).
Y ante la mirada complacida de Jesús,
la adolescente vertió buena parte del contenido sobre
los cabellos del Maestro. Un líquido
color «coñac» fue impregnando lenta y dulcemente el pelo
Caballo de Troya
J. J. Benítez
91
acastañado del rabí, mientras un
penetrante aroma fue llenando el recinto. María cerró el
recipiente y, tras depositarlo entre
sus piernas, procedió a extender el perfume entre los
sedosos cabellos del Galileo. Aquella
unción fue hecha con tanta sencillez y amor que los ojos
del gigante se humedecieron.
Una vez concluida la operación, María
volvió a abrir la jarra, vaciando la esencia de nardo sobre
los desnudos pies del Maestro. Untó
el líquido a lo largo de sus tobillos, calcañares y dedos,
proporcionando a Jesús unos suaves y
prolongados masajes hasta que el líquido quedó
perfectamente extendido1.
A esas alturas de la unción, algunos
de los comensales habían empezado a murmurar entre
sí, lamentando aquel despilfarro. En
uno de los extremos de la mesa, varios de los discípulos -
entre los que destacaba Judas
Iscariote por sus aparatosos ademanes y palabras subidas de
tono- apoyaban con sus comadreos a
los invitados que se mostraban abiertamente molestos
por el gesto de la joven.
Ni María ni Jesús se alteraron ante
aquellos cuchicheos. Al contrario: la bellísima hermana de
Lázaro -que había adornado las uñas
de sus manos y pies con un polvo rojo-amarillento2-
echó
atrás su cabeza y pasando las manos
sobre la nuca se inclinó sobre los pies del rabí, arrojando
por delante su espesa cabellera.
Después, sin prisas, fue enjugando con su pelo los pies del
Maestro, hasta que quedaron secos y
brillantes.
Los comentarios, desgraciadamente,
habían ido agriándose. Judas, incluso, con una
manifiesta indignación, acudió hasta
Andrés -el hermano de Pedro- preguntándole de forma que
todos pudieron oírle:
-¿Por qué no se vendió este perfume y
se donó el dinero para alimentar a los pobres?... Debes
hablar al Maestro para que la
reprenda por esta pérdida...3.
María, asustada por el cariz que
habían tomado los acontecimientos, intentó levantarse, pero
Jesús la detuvo. Y poniendo su mano
izquierda sobre la cabeza de la joven, se dirigió a los
asistentes con voz reposada pero
firme:
-¡Dejadle en paz todos vosotros!...
¿por qué le molestáis por esto, si ella ha hecho lo que le
salía del corazón? A vosotros, que
murmuráis y decís que este ungüento debería haber sido
vendido y el dinero dado a los
pobres, dejadme deciros que siempre tenéis a los pobres con
vosotros para que podáis atenderles
en cualquier momento en que os parezca bien... Pero yo
no siempre estaré con vosotros.
¡Pronto voy a mi Padre!
A continuación, centrando aquella
mirada -a la que no parecía escapar ni el cimbreo de las
llamas de las lámparas- en los ojos
de Judas Iscariote, arreció, con un timbre mucho más
enérgico:
-Esta mujer ha guardado mucho tiempo
este ungüento para mi cuerpo en su enterramiento.
Y ahora que le ha parecido bien hacer
esta unción como anticipación a mi muerte, no se le debe
negar tal satisfacción. Al hacer
esto, María os ha reprobado a todos, en cuanto que con este
hecho evidencia fe en lo que he dicho
sobre mi muerte y la ascensión a mi Padre del cielo. Esta
mujer no debe ser condenada por esto
que ha hecho esta noche. Más bien os digo que en los
tiempos venideros, dondequiera que se
predique este evangelio por todo el mundo, lo que ella
ha hecho será dicho en memoria suya.
María desapareció del patio y yo me
retiré a mi lugar. Lázaro parecía entristecido. Tanto él
como Marta sabían que su hermana
había ahorrado durante mucho tiempo para comprar aquel
costoso perfume: La familia, al
contrario de lo que venía observando entre sus propios
1 Esa noche, una vez en la casa de Lázaro, María me mostró
el recipiente: era, en electo, una especie de jarrita,
bellamente trabajada con una
capacidad superior a los trescientos gramos. (Algo más grande que una
tradicional
botella de coca-cola.) Le rogué que
me permitiera mojar un pequeño lienzo en los restos del perfume y a los pocos
días, en mi obligada entrada en el
modulo -con el fin de preparar la segunda fase de mi exploración- los sistemas
de a
bordo analizaron la esencia,
confirmando su origen como una planta herbácea, cultivada en jardines, de la
familia de
las valerianáceas. Se presentaba (hoy
apenas si es trabajada como esencia pura) en fragmentos de raíz, cortos,
gruesos, como el dedo meñique y de
color gris negruzco. Terminan en un paquete de fibras rojizas de forma de
espiga.
Es de olor fuerte y agradable y de
sabor amargo y aromático. También es conocido como nardo Indico, del Ganges,
Estaquide y Espicanardo. Su densidad
era ligeramente superior a la normal. (N. del m.)
2 Los israelitas fabricaban este cosmético con la corteza y
hojas del arbusto llamado juncia (henna para los árabes).
(N. del m.)
3 El contenido del jarrito era de unos trescientos gramos de
esencia de nardo índico. Su valor oscilaba alrededor de
los trescientos denarios. (Con
doscientos se podía dar de comer a unas cinco mil personas.) (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
92
discípulos, si habían entendido el
fondo del problema e intuían que aquélla podía ser la última
Pascua de Jesús.
Los murmullos decrecieron, pero
algunos de los apóstoles siguieron comentando el suceso,
moviendo negativamente la cabeza, en
señal de desacuerdo con el rabí. Judas Iscariote había
caído en un impenetrable silencio.
Sus ojos me asustaron. Destilaban un odio sordo y
contenido. Saltaba a la vista que
había tomado aquellas palabras de Jesús como un reproche
personal e, indudablemente, se había
sentido ridiculizado ante los demás. En mi opinión, debió
ser a raíz de aquel incidente cuando
el traidor comenzó a tramar su venganza contra el Galileo.
Dudo mucho que Judas pensase en
aquellos momentos en la entrega del Maestro a los
miembros del Sanedrín. No tenía
sentido, ya que la propia policía del templo había recibido
órdenes concretas de apresarle. Sin
embargo, su espíritu vengativo vio abierto así un camino
para tratar de humillar a Cristo y
resarcirse.
Estaba ya próxima la vigilia del
domingo cuando algunos de los fariseos, que habían
permanecido en un prudente silencio,
se dirigieron a Jesús y, prescindiendo de la valiosa
naturaleza del perfume, le
recriminaron por haber consentido que aquella mujer hubiera violado
las sagradas leyes del descanso
sabático. Según acerté a entender, una de las normas
establecía que una mujer «no podía
salir de su casa con una aguja que tuviera agujero (es
decir, apta para coser), ni con un
anillo que tuviera sello, ni con un gorro en forma de caracol,
ni con un frasco de perfume». Si
infringía este código, estaba obligada a pagar y ofrecer un
sacrificio, en compensación por su
pecado.
Jesús observó divertido a los
sacerdotes.
-Decidme -les preguntó- ¿de dónde
venís?
-De Jerusalén -afirmaron.
-¿Y cómo es posible que condenéis a
una mujer que ha caminado menos de un estadio,
habiendo recorrido vosotros más de
quince?
Recordé entonces que los hebreos
hacían una trampa para poder salvar los dos mil codos o
un kilómetro, que era el trayecto máximo
permitido en sábado. Jesús sabia que, aunque el
pueblo sencillo ponía en práctica el erub, los «santos» o «separados» presumían públicamente
de su extrema pureza, no dudando en
cambio en infringir estas leyes cuando estaba en juego
una buena comilona.
Los fariseos se revolvieron
inquietos. Pero el Cristo no estaba dispuesto a concederles
cuartel. La casi totalidad de los
5000 miembros de las comunidades o hermandades de fariseos
de Israel eran comerciantes,
artesanos o campesinos, carentes de la sólida formación de los
escribas y que, en base a sus
estrictas normas para con la pureza y el pago del diezmo, se
habían elevado por encima de los ammê ha' -ares o gran masa del pueblo de Israel. Este
engreimiento y dureza de corazón era
algo que no soportaba el rabí de Galilea. Y no tardó en
proclamarlo en sus propias narices,
para regocijo de unos y nerviosismo de otros; en especial
de sus más allegados, que temían la
ira de los que se autoproclamaban como el «partido del
pueblo».
-¡Ay de vosotros, fariseos! -lanzó
Jesús valientemente-. Sois como un perro acostado en el
pesebre de los bueyes: ni come él, ni
deja comer a los bueyes.
-¿Quién eres tú -esgrimieron los
representantes de Caifás con aire de suficiencia- para
enseñarnos dónde está la Verdad?
-¿Para qué salisteis al campo?
-arremetió el Nazareno-. ¿Para ver quizá una caña agitada por
el viento?... ¿Para ver a un hombre
con vestidos delicados? Vuestros reyes y vuestros grandes
personajes -vosotros mismos- os
cubrís de vestidos de seda y púrpura, pero yo os digo que no
podrán conocer la Verdad...
-Veinticuatro profetas han hablado en
Israel y nosotros seguimos su ejemplo...
Los comensales volvieron sus rostros
hacia Jesús. Pero el Galileo seguía imperturbable. Su
dominio de la situación había
crispado los ánimos de los fariseos.
-¿Vosotros habláis de los que están
muertos y estáis rechazando al que vive entre vosotros?
-Dinos quién eres para que creamos en
ti contestaron.
-Escrutáis la superficie del cielo y
de la tierra y no habéis conocido a aquel que está entre
vosotros...
Y volviendo su mirada hacia mi,
añadió:
No sabéis escrutar este tiempo...
Una oleada de sangre ascendió desde
mi vientre.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
93
Los fariseos optaron por levantarse,
renunciando a seguir con aquella batalla dialéctica.
Entre expresivas muestras de
indignación, lavaron sus manos en sendas jofainas. Pero Jesús no
había terminado. Y antes de que
pudieran abandonar el recinto les espetó:
-¡Ay de vosotros, fariseos!. Laváis
el exterior de la copa sin comprender que quien ha hecho
el exterior hizo también el
interior...
Empezaba a estar muy claro para mí
por qué las castas de sacerdotes, escribas y fariseos se
habían conjurado para prender y dar
muerte a aquel Hombre.
La borrascosa cena culminó
prácticamente con la salida de los sacerdotes. Cuando los
invitados se despedían ya de Simón,
Pedro se aproximó a su Maestro y, con aire conciliador, le
propuso que María fuera apartada del
grupo, «ya que las mujeres comentó- no son dignas de la
Vida». El Nazareno debió de quedar
tan perplejo como yo. Y en el mismo tono, respondió al
impulsivo discípulo:
-Yo la guiaré para hacerla hombre,
para que ella se transforme también en espíritu viviente
semejante a vosotros, los hombres. Porque
toda mujer que se haga hombre entrará en el Reino
de los Cielos.
Esa noche, al retirarme a mi
habitación y establecer la conexión con el módulo, Eliseo me
anunció que el frente frío había
penetrado ya por el Oeste y que, muy probablemente, la
entrada de Jesús en Jerusalén
-prevista para el día siguiente, domingo- se vería amenazada por
la lluvia.
2 DE ABRIL, DOMINGO
Aquella noche del sábado necesité
tiempo para conciliar el sueño. Habían sido demasiadas
emociones... Pero, sobre todo, había
algo que me preocupaba. ¿Por qué Jesús había hecho
aquella manifestación sobre las
mujeres? Después de mucho cavilar sólo pude llegar a una
conclusión: el Nazareno era
consciente de la deprimente situación social de la mujer y se había
propuesto reivindicaría. En los
estudios que habían precedido a la Operación Caballo de Troya,
yo había tenido la oportunidad de
comprobar que, en la casi totalidad del Oriente e Israel no
era una excepción- el papel de la
mujer en la vida pública y social era nulo. Pero los textos y
documentos que yo había manejado en
mi preparación distaban mucho de la realidad. Por lo
poco que llevaba observado, el
desprecio de los hombres por sus compañeras era algo que
clamaba al cielo. Cuando la mujer
judía, por ejemplo, salía de su casa -no importaba para qué-
tenía que llevar la cara cubierta con
un tocado que comprendía dos velos sobre la cabeza, una
diadema sobre la frente con cintas
colgantes hasta la barbilla- y una malla de cordones y
nudos. De este modo no se podían
conocer los rasgos de su rostro. Entre los hebreos se
contaba el sucedido de un sacerdote
importante de Jerusalén que no llegó a conocer a su propia
esposa al aplicarle el procedimiento
prescrito para la mujer sospechosa de adulterio. (Pocos
días después tendría la magnífica
ocasión de asistir a una triste y fanática tradición que los
judíos denominaban «las aguas
amargas», comprendiendo un poco mejor la revolucionaria
postura de Jesús para con las
hebreas.)
La mujer que salía de su hogar sin
llevar la cabeza cubierta ofendía hasta tal punto las
buenas costumbres que su marido tenía
el derecho y -según los doctores de la ley- hasta el
deber de despedirla, sin estar
obligado a pagarle la suma estipulada para el caso de divorcio.
Pude advertir que, en este aspecto,
había mujeres tan estrictas que tampoco se descubrían en
su propia casa. Este fue el caso de
una tal Qimjit que -según se cuenta- vio a siete hijos llegar
a sumos sacerdotes, lo que se
consideró una recompensa divina por su austeridad. «Que venga
sobre mí esto y aquello -decía la
púdica--si las vigas de mi casa han visto jamás mi cabellera.»
Sólo el día de la boda, si la mujer
era virgen y no viuda, aparecía en el cortejo con la cabeza
al descubierto.
Ni qué decir tiene que las israelitas
-especialmente las de la ciudad- debían pasar
inadvertidas en público. Uno de los
escribas
Caballo de Troya
J. J. Benítez
94
-Yosé ben Yojanán- había llegado a
decir hacia el año 150 antes de Cristo: «No hables
mucho con una mujer. Esto vale de tu
propia mujer, pero mucho más de la mujer de tu
prójimo.»
Las reglas de la buena educación
prohibían, incluso, encontrarse a solas con una hebrea,
mirar a una casada o saludarla. Era
un deshonor para un alumno de los escribas hablar con una
mujer en la calle. Aquella rigidez
llegaba a tal extremo que la judía que se entretenía con todo
el mundo en la calle o que hilaba a
la puerta de SU casa podía ser repudiada, sin recibir el pago
estipulado en el contrato
matrimonial.
La situación de la mujer en la casa
no se veía modificada, en relación a esta conducta
pública. Las hijas, por ejemplo,
debían ceder siempre los primeros puestos -e incluso el paso
por las puertas- a los muchachos. Su
formación se limitaba estrictamente a las labores
domésticas, así como a coser y tejer.
Cuidaban de los hermanos más pequeños y, respecto al
padre, tenían la obligación de
alimentarlo, darle de beber, vestirlo, cubrirlo, sacarlo y meterlo
cuando era anciano, y lavarle la
cara, las manos y los pies. Sus derechos, en lo que se refiere a
la herencia, no era el mismo que el
de los varones. Los hijos y sus descendientes precedían a
las hijas. La patria potestad era
extraordinariamente grande respecto a las hijas menores antes
de su boda. Se hallaban en poder de
su padre. La sociedad judía de aquel tiempo distinguía tres
categorías: la menor (hasta la edad
de «doce años y un día»), la joven (entre los doce y los
doce años y medio), y la mayor
(después de los doce años y medio). Hasta esa edad de los
doce años y medio, el cabeza de
familia tenía toda la potestad, a no ser que la joven -aunque
menor- estuviese ya prometida o
separada. Según este código social, las hijas no tenían
derecho a poseer absolutamente nada:
ni el fruto de su trabajo ni lo que pudiese encontrar, por
ejemplo, en la calle. Todo era del
padre. La hija -hasta la edad de doce años y medio- no podía
rechazar un matrimonio impuesto por
su padre. Se llegó a dar el caso de ser casadas con
hombres deformes. El escrito rabínico
Ketubot hablaba, incluso, de algunos padres atolondrados
que llegaron a olvidar a quién habían
prometido sus hijas...
El padre podía vender a su hija como
esclava, siempre que no hubiera cumplido los doce
años. Los esponsales solían
celebrarse a una edad muy temprana. Al año, generalmente, la hija
celebraba la boda propiamente dicha,
pasando entonces de la potestad del padre a la del
marido. (Y realmente, no se sabía qué
podía ser peor.) Después del «contrato de compraventa
», porque eso era en el fondo la
ceremonia de esponsales y matrimonio, la mujer pasaba
a vivir a la casa del esposo. Esto,
generalmente, significaba una nueva carga, amén del
enfrentamiento con otra familia
extraña a ella que casi siempre manifestaba una abierta
hostilidad hacia la recién llegada. A
decir verdad, la diferencia entre la esposa y una esclava o
una concubina era que aquélla
disponía de un contrato matrimonial y la última no. A cambio de
muy pocos derechos, la esposa se
encontraba cargada de deberes: tenía que moler, coser,
lavar, cocinar, amamantar a los
hijos, hacer la cama de su marido y, en compensación por su
sustento, hilar y tejer. Otros
añadían incluso a estas obligaciones las de lavar la cara, manos y
pies y preparar la copa del marido.
El poder del marido y del padre llegaba al extremo de que,
en caso de peligro de muerte, había
que salvar antes al marido.
Al estar permitida la poligamia, la
esposa tenía que soportar la presencia y las constantes
afrentas de la o las concubinas.
En cuanto al divorcio, el derecho
estaba única y exclusivamente de parte del marido. Esto
daba lugar, lógicamente, a constantes
abusos.
Por supuesto, desde el punto de vista
religioso, la mujer israelita tampoco estaba equiparada
al hombre. Se veía sometida a todas
las prescripciones de la Torá y al rigor de las leyes civiles
y penales -incluida la pena de
muerte- no teniendo acceso, en cambio, a ningún tipo de
enseñanza religiosa. Es más: una
sentencia de R. Eliezer decía que «quien enseña la Torá (la
ley) a su hija, le enseña el
libertinaje». Este «eminente» doctor -que vivió hacia el año 90
después de Cristo- decía también:
«Vale más quemar la Torá que transmitirla a las mujeres.»
En la casa, la mujer no era contada
en el número de las personas invitadas -tal y como había
tenido oportunidad de comprobar en el
banquete ofrecido por Simón, «el leproso»- y tampoco
tenía el derecho a prestar testimonio
en un juicio. Sencillamente, «era considerada como
mentirosa... por naturaleza».
Era muy significativo que el
nacimiento de un varón era motivo de alegría, y el de una niña
se veía acompañado de la
indiferencia, incluso de la tristeza. Los escritos rabínicos Qiddushin
(82 b) y hasta el Nidda (31 b) afirmaban: «¡Desdichado de aquel cuyos hijos son
niñas!»
Caballo de Troya
J. J. Benítez
95
Sólo conociendo este deplorable
entorno social en el que malvivía la mujer judía, uno podía
alcanzar a entender en su justa
medida el valor de Jesús al rodearse de mujeres, conversar con
ellas e instruirías y tratarlas como
a los hombres. Quedé muy sorprendido al comprobar que el
rabí de Galilea no sólo había
escogido a doce varones, sino que también había procurado
rodearse de otro grupo de mujeres
(llegué a contar hasta diez), que seguían al Maestro allí
donde iba. Este hecho, como otros que
poco a poco iría descubriendo, no había sido incluido
con claridad en los Evangelios
canónicos que conocemos.
Tal y como me había anunciado Eliseo
en la última conexión auditiva, aquella mañana del
domingo, 2 de abril, amaneció
nublada. Una fina lluvia refrescó sensiblemente la temperatura,
sacando un brillo especial a las
campiñas y perfumando Betania con un agradable olor a tierra
mojada.
En cuanto me fue posible me trasladé
a la casa de Simón. El Maestro, madrugador, había
llamado a sus hombres y mujeres,
reuniéndose con ellos en el jardín. Allí, el gigante -que
presentaba un semblante más serio que
en la jornada anterior- les dio instrucciones concretas,
de cara a la próxima celebración de
la Pascua. Insistió especialmente en que no llevaran a cabo
manifestación pública alguna mientras
permaneciesen en el interior de la ciudad santa y que,
sobre todo, no se movieran de su
lado.
Una vez más, los discípulos asociaron
aquellas medidas precautorias con la orden de captura
dictada por el Sanedrín. Jesús, como
creo que ya he mencionado, sabía que algunos de sus
hombres iban permanentemente armados.
Sin embargo, no hizo alusión alguna a sus espadas.
Cuando Jesucristo comenzó a hacer un
repaso de lo que había sido su ministerio, desde su
ordenación en Cafarnaúm, hasta ese
día, observé cómo Judas el Iscariote haciendo oídos
sordos, dedicaba toda su atención al
recuento de la bolsa común. Poco después abandonó el
grupo, entrando en la casa. Esa misma
mañana, muy de madrugada, David Zebedeo le había
entregado los fondos conseguidos por
la venta del campamento que habían instalado semanas
antes en la ciudad de Pella, en la
orilla oriental del Jordán y como a unas cuarenta millas del
mar Muerto.
La bolsa común debía ser lo
suficientemente importante como para que Judas la depositase
aquella misma mañana en poder del
anciano anfitrión. Al parecer, la inminente entrada de
Jesús en Jerusalén no hacía
aconsejable que el «administrador» del grupo llevara encima tanto
dinero. Era en realidad en aquellas
fechas de la Pascua cuando los israelitas venían obligados
por una antiquísima ley a satisfacer
lo que llamaban el «segundo diezmo». En otras palabras:
una vez apartados el importe de la
ofrenda que se hacía en el templo y el primer diezmo1,
cada
hebreo tenía la obligación de
consumir o gastar dentro de Jerusalén -esto era imprescindible- el
citado «segundo diezmo» de acuerdo
con sus posibilidades económicas. Si el judío, como digo,
vivía lejos de la ciudad santa podía
convertir el «segundo diezmo» en dinero y llevarlo hasta
Jerusalén, donde tenía la obligación
de gastarlo en alimentos y bebidas, precisamente durante
la fiesta de la Pascua. (La Misná dedica cinco capítulos a lo que se puede y lo que no se
puede
hacer con dicho «impuesto».)
Judas conocía perfectamente esta
obligación y, presumiblemente, al hacer el «balance» de
los fondos generales, había separado
ya el dinero que debía ser consumido en Jerusalén, en
concepto de «segundo diezmo». El
hecho, sin embargo, de que lo dejara en manos de Simón
daba a entender que Jesús y sus
hombres tardarían aún unos días en acudir a Jerusalén para
celebrar la tradicional cena pascual.
Aunque sólo se trata de una presunción muy personal -ya
que nunca traté de averiguarlo- cabe
la posibilidad de que Cristo hubiera cambiado ya
impresiones con Judas, como
responsable del dinero, fijando, incluso, el día para dicho rito.
1 Una vez que se apartaba y se entregaba al sacerdote la
ofrenda (teruma gedola) que, según la disposición
rabínica, debía ser por término medio
el uno por cincuenta de la producción obtenida en el campo, del resto había que
separar un diezmo que era destinado a
los levitas (policías del templo), y que era llamado «primer diezmo» o
«diezmo
de los levitas». El Pentateuco lo
refiere en varios pasajes: «Toda décima parte de la tierra, tanto de las
semillas de la
tierra como de los frutos de los
árboles, es del Señor, es cosa sagrada al Señor« (Levítico, 27.30). «Y doy como
heredad a los hijos de Leví todos los
diezmos, por el servicio que prestan, por el servicio al tabernáculo de la
reunión.»
(Números, 18,21). La Misná dedica
otros cinco capítulos a los pormenores de este «primer diezmo»: «Qué frutos
están
sujetos al diezmo; en qué momento ha
de hacerse; en qué casos pueden comerse frutos sin haber separado el diezmo
y aplicación del diezmo en casos de
replantación, venta, aprovechamiento de subproducto y plantas libres de la
obligación del pago del diezmo.» (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
96
Al visitar en los días sucesivos
Jerusalén pude darme cuenta de la gran importancia que
tenía para los residentes habituales
de la ciudad santa la presencia de aquellos miles de
peregrinos -llegados de todas las
provincias y del extranjero- y, sobre todo, el beneficio
económico que les representaba el
hecho de que cada hebreo tuviera que gastar durante la
Pascua una parte de sus ingresos
anuales. Un dinero que siempre resultaba considerable, si
tenemos en consideración que ese
«segundo diezmo» era extraído de las ganancias globales de
las ventas del ganado, de los
frutales y de los viñedos de cuatro años, amén de los trabajos
artesanales.
El Nazareno terminó su plática,
adelantándoles que «aún les dejaría muchas consignas y
lecciones..., antes de volver al
Padre». Pero los discípulos no terminaron de comprender a qué
se refería.
Al final, ninguno se atrevió a hacer
una sola pregunta.
Una vez concluida la «conferencia»,
Cristo tomó aparte a Lázaro, que me había acompañado
hasta la casa de Simón, y le
recomendó que hiciera los preparativos precisos para dejar
Betania. Jesús, el propio resucitado
y todos nosotros sabíamos que -después del milagro- el
Sanedrín había discutido y llegado a
la conclusión de que Lázaro debía ser también eliminado.
«¿De qué servía prender y ajusticiar
al Galileo si quedaba con vida su amigo, testigo de
excepción del milagroso suceso?» Este
planteamiento -no carente de lógica- había movido a los
sacerdotes a planear una acción
paralela, que culminase con el arresto de Lázaro.
Mi amigo obedeció y pocos días más
tarde huía a la población de Filadelfia, en la zona más
oriental de la fértil Perea. Cuando
los policías del Sanedrín acudieron a prenderle, sólo Marta,
María y sus sirvientes permanecían en
la casa.
El resto de la mañana -hasta la una y
media de la tarde, en que el gigante dio la orden de
partida hacia Jerusalén- el rabí
prefirió retirarse a lo más frondoso del jardín de Simón.
Esa misma noche, de regreso a
Betania, tuve el valor de preguntarle por qué había elegido
aquella forma de entrada en la ciudad
santa. El Maestro, perfecto conocedor de las Escrituras,
me respondió escuetamente:
«Así convenía, para que se cumplieran
las profecías...»
Efectivamente, tanto en el Génesis (49,11) como en Zacarías (9,9) se
dice que el Mesías
liberador de Jerusalén vendría desde
el monte de los Olivos, montado en un jumentillo.
Zacarías, concretamente, dice:
«¡Alegraos, grandemente, oh hija de Sión! ¡Gritad, oh hija de
Jerusalén! Mirad, vuestro rey ha
venido a vosotros. Es justo y trae la salvación. Viene como el
más bajo, montado en un asno, en un
pollino, la cría de un asno.»
Hacia la hora sexta (las doce del
mediodía), tras un frugal almuerzo, Jesús -que había
recobrado el excelente buen humor del
día anterior- pidió a Pedro y a Juan que se adelantaran
hasta el poblado de Betfagé.
-Cuando lleguéis al cruce de los
caminos -les dijo- encontraréis atada a la cría de un asno.
Soltad el pollino y traedlo.
-Pero, Señor -argumentó Pedro con
razón-, ¿y qué debemos decirle al propietario?
-Si alguien os pregunta por qué lo
hacéis, decid simplemente:
«El Maestro tiene necesidad de él.»
Pedro, muy acostumbrado ya a estas
situaciones desconcertantes, se encogió de hombros y
salió hacia Betfagé. El joven Juan
-un muchachito silencioso, casi taciturno (debería andar por
los 16 o 17 años), enjuto como una
caña y de ojos negros como el carbón- permaneció aún
unos instantes contemplando a su
ídolo. En su mirada se adivinaba la sorpresa y un cierto
temor. ¿Qué estaba tramando el
Maestro?
De pronto cayó en la cuenta de que
Pedro se encaminaba ya hacia la puerta de salida y,
dando un brinco, salió a la carrera
en Persecución de su amigo.
Para entonces, David Zebedeo -uno de
los más activos seguidores de Cristo- sin contar para
nada con el Maestro ni con los doce,
había tenido la genial intuición de echarse al camino de
Jerusalén y, en compañía de otros
creyentes, comenzó a alertar a los peregrinos de la
inminente llegada de Jesús de
Nazaret. Aquella iniciativa -como quedó demostrado después-
iba a contribuir decisivamente a la
masiva y triunfal entrada del Maestro en la ciudad santa.
Además de los cientos de hebreos que,
como cada día, habían acudido hasta Betania, otros
miles de habitantes de Jerusalén y de
los recién llegados a la Pascua, tuvieron cumplida noticia
Caballo de Troya
J. J. Benítez
97
de la presencia de aquel galileo
-hacedor de maravillas- y con los suficientes arrestos como
para plantar cara a los sumos
sacerdotes.
No fue preciso esperar mucho tiempo.
A eso de la una y media de la tarde, Pedro y Juan se
reunieron con el resto de la
comitiva, que les esperaba ya a las afueras de la aldea de Lázaro.
Tal y como había pronosticado el
Maestro, cuando el voluntarioso Pedro llegó a Betfagé, allí
estaban los animales: un asno y su
cría.
La verdad es que, conociendo el
poblado y a sus gentes -todas ellas fervientes seguidores de
Jesús-, encontrar en sus calles a los
mencionados jumentos y convencer a su dueño para que
prestara uno de ellos al rabí tampoco
debía ser considerado como un hecho milagroso. Ésa, al
menos, fue mi impresión. Si en algo
se distinguían Betania y Betfagé del resto de las
poblaciones de Israel era
precisamente en eso: en el profundo afecto y en la férrea fe de sus
habitantes por el Cristo. Lázaro me
confesó que estaba convencido de que aquel milagro del
Nazareno -posiblemente uno de los más
extraordinarios de cuantos llevó a cabo durante su vida
pública- había tenido por escenario
Betania, no para que las gentes de ambas aldeas creyesen,
sino más bien porque ya creían. La
teoría no era mala. Ciudades y pueblos mucho más
importantes -caso de Nazaret,
Cafarnaúm, Jerusalén, etc.- habían rechazado a Jesús...
El caso es que, según contó Pedro,
cuando éste se disponía a soltar el jumento, se presentó
el propietario. Al preguntarle por
qué hacían aquello, el discípulo le explicó para quién era y el
hebreo, sin más, respondió:
-Si vuestro Maestro es Jesús de
Galilea, llevadle el pollino.
Al ver el asnillo -de pelo pardo,
apenas de un metro de alzada y posiblemente de la llamada
raza «silvestre» (muy común en Africa
y en Oriente)- casi todos los presentes nos hicimos la
misma pregunta: ¿Para qué podía
necesitar el Maestro aquella dócil cría de asno? Jesús siempre
había trillado los caminos con la
única ayuda de sus fuertes piernas, que hoy serian envidiadas
por muchos corredores de maratón...
Poco después, al verle desfilar entre la muchedumbre que
se agolpaba en el camino y en las
calles de Jerusalén -a lomos del jumentillo- empecé a
sospechar cuáles podían ser las
verdaderas razones que habían impulsado a Jesús a buscar el
concurso de aquel pequeño animal.
El Maestro, sin más demoras, dio la
orden de salir hacia Jerusalén. Los gemelos, en un gesto
que Jesús agradeció con una sonrisa,
dispusieron sus mantos sobre el burro, sujetándolo por el
ronzal mientras aquel gigante montaba
a horcajadas. El Nazareno tomó la cuerda que hacia las
veces de riendas y golpeó suavemente
al asno con sus rodillas, invitándole a avanzar.
La considerable estatura del rabí le
obligaba a flexionar sus largas piernas hacia atrás, a fin
de no arrastrar los pies por el polvo
del camino. Con todos mis respetos hacia el Señor, su
figura, cabalgando de semejante guisa
sobre el jumento, era todo un espectáculo, mitad
ridículo, mitad cómico. Poco a poco,
como digo, me fui dando cuenta que aquél, precisamente,
era uno de los efectos que parecía
buscar el Maestro. La tradición -tanto oriental como romana-
fijaba que los reyes y héroes
entrasen siempre en las ciudades a lomos de briosos corceles o
engalanados carros. Algunas de las
profecías judías hablaban, incluso, de un rey -un Mesías-
que entraría en Jerusalén como un
aguerrido libertador, sacudiendo de Israel el yugo de la
dominación extranjera.
Pero, ¿qué clase de sentimientos
podía provocar en el pueblo un hombre de semejante
estatura, a lomos de un burrito?
Indudablemente, una de las razones para entrar así en la
ciudad santa había que buscarla en
una intencionada idea de ridiculizar el poder puramente
temporal. Y Jesús iba a lograrlo....
Al principio, tanto los hombres de su
grupo, como las diez o doce mujeres elegidas por Jesús
-y que se habían unido a la comitiva-
quedaron desconcertados. Pero el Maestro era así,
imprevisible, y ellos le amaban por
encima de todo. Así que encajaron el hecho con resignación.
El propio Jesús, con sus constantes
bromas, contribuyó
-y no poco- a descargar los recelos
de sus fieles seguidores. Yo mismo me vi sorprendido al
observar cómo el Nazareno se reía de
su propia sombra.
Aquel ambiente festivo fue
intensificándose conforme nos alejamos de Betania. Una
muchedumbre que no sabría calcular se
había ido agrupando a ambos lados del camino,
saludando, vitoreando y reconociendo
al Cristo como el «profeta de Galilea».
Los doce, que rodeaban al rabí
estrechamente (tanto Pedro como Simón, el Zelotes, Judas
Iscariote e incluso el propio Andrés,
habían adoptado precauciones y sus espadas habían vuelto
Caballo de Troya
J. J. Benítez
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a las fajas), estaban estupefactos.
Su miedo inicial por la seguridad de su jefe y del resto del
grupo fue disipándose conforme
avanzábamos.
Cientos -quizá miles- de peregrinos
de toda Judea, de la Perea y hasta de Galilea parecían
haberse vuelto repentinamente locos.
Muchos hombres se despojaban de sus ropones y los
extendían sobre el polvo del sendero,
sonriendo y mostrándose encantados ante el paso del
jumentillo. Como un solo individuo,
las mujeres, niños, ancianos y adultos gritaban y repetían
sin cesar «¡Bendito el que viene en
nombre del Divino!...» «¡Bendito sea el reino que viene del
cielo!...»
Tal y como suponía, las gentes no
gritaron los conocidos hosanna, por la sencilla
razón de que
esta exclamación era una señal o
petición de auxilio, según la etimología original de la palabra
judía1.
Quiero creer que aquel mismo
escalofrío que me recorrió la espalda y que me hizo temblar,
fue experimentado también por los
apóstoles cuando, espontáneamente, muchos de aquellos
hebreos cortaron ramas de olivos,
saludando al Maestro, lanzando a su paso las flores violetas
de los cinamomos y quemando, incluso,
las ramas de este árbol, de forma que un fragante
aroma se esparció por el ambiente.
Sinceramente, ninguno de los
seguidores del Cristo podía esperar un recibimiento como
aquel. ¿Dónde estaban las amenazas y
la orden de captura del Sanedrín?
Algunas mujeres levantaban en vilo a
sus niños, poniéndolos en brazos del Nazareno, que los
acariciaba sin cesar. El corazón de
Jesús, sin ningún género de dudas, estaba alegre.
Pero, ante mi sorpresa, cuando todo
hacía suponer que la comitiva seguiría por el camino
habitual -el que yo había tomado para
dirigirme a Betania- Jesús y los doce giraron a la
derecha, iniciando el ascenso de la
ladera oriental del Olivete. Yo no había reparado en aquella
empinada y pedregosa trocha que,
efectivamente, servía para atajar. A los pocos metros, Jesús
saltaba ágilmente del voluntarioso
jumentillo, prosiguiendo a pie el ascenso hacia la cumbre de
la «montaña de las aceitunas». La
lluvia hacía rato que había cesado, aunque el cielo seguía
con unas negras y amenazantes nubes.
Mientras el grupo se estiraba,
caminando prácticamente en fila de a uno entre las
plantaciones de olivos, el corazón me
dio un vuelco. Aunque el módulo se hallaba en la cota
más alta del Olivete y sobre unos
peñascos donde no habíamos advertido sendero alguno,
siempre cabía la posibilidad de que
los participantes en aquella agitada manifestación de júbilo
pudieran penetrar en la franja de
seguridad de la «cuna».
Instintivamente me aparté del camino
y advertí a Eliseo de la aproximación de la comitiva.
Al alcanzar la cumbre, el Maestro se
detuvo. Respiré aliviado al comprobar que el «punto de
contacto» del módulo se hallaba mucho
más a la derecha y como a unos trescientos pies de
donde nos habíamos detenido.
Jerusalén, desde aquella posición
privilegiada, aparecía en todo su esplendor. Las torres de
la fortaleza Antonia, del palacio de
Herodes y, sobre todo, la cúpula y las murallas del Templo
se habían teñido de amarillo con la
caída de la tarde, destacando sobre un mosaico de casas y
callejuelas blanco-cenicientas.
Un repentino silencio planeó sobre la
comitiva, apenas roto por el rumor de abigarrados
grupos de israelitas que corrían
desde las puertas de la Fuente y de las Tejoletas -al sur de las
murallas- advertidos de la llegada
del profeta.
El semblante de Cristo cambió
súbitamente. De aquel abierto y contagioso buen humor había
pasado a una extrema gravedad. Los
discípulos se percataron de ello pero, sencillamente, no
entendían las razones del rabí. Todo
estaba saliendo a pedir de boca...
El silencio se hizo definitivamente
total, casi angustioso, cuando los allí reunidos
comprobamos cómo Jesús de Nazaret,
adelantándose hasta el filo de la ladera occidental del
Olivete, comenzaba a llorar. Fue un
llanto suave, sin estridencia alguna. Las lágrimas corrieron
mansamente por las mejillas y barba
del Nazareno. Yo sentí un estremecimiento y en mi
garganta se formó un nudo áspero.
Con los brazos desmayados a lo largo
de su túnica, el Cristo, sin poder evitar su emoción y
con voz entrecortada, exclamó:
1 La inclusión de los familiares «¡Hosanna al hijo de
David!», que aparecen en los evangelios canónicos, parece ser
una concesión posterior de la Iglesia
primitiva, en base al salmo 118, 25, y que servia como profesión de fe, tal y
como
apuntó muy acertadamente Leonardo
Boff. (N. del m.)
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-¡Oh Jerusalén!, si tan sólo hubieras
sabido, incluso tú, al menos en este tu día, las cosas
pertenecientes a tu paz y que
hubieras podido tener tan libremente... Pero ahora, estas glorias
están a punto de ser escondidas de
tus ojos... Tú estás a punto de rechazar al Hijo de la Paz y
volver la espalda al evangelio de
salvación... Pronto vendrán los días en que tus enemigos
harán una trinchera a tu alrededor y
te asediarán por todas partes Te destruirán
completamente, hasta tal punto que no
quedará piedra sobre piedra. Y todo esto acontecerá
porque no conocías el tiempo de tu
divina visita... Estás a punto de rechazar el regalo de Dios y
todos los hombres te rechazarán.
Obviamente, ninguno de los que
escucharon aquellas frases podía intuir siquiera el trágico
fin que acababa de profetizar el
rabí. Treinta y tres años más tarde, desde el 66 al 70, el
general romano Tito Flavio Vespasiano
primero caería sobre Israel con tres legiones escogidas y
numerosas tropas auxiliares del
Norte. Su hijo Tito remataría la destrucción del Templo y de
buena parte de Jerusalén, en medio de
un baño de sangre. Más de ochenta mil hombres,
integrantes de las legiones 5.ª, 10.ª
12.ª y 15.ª, reforzadas por la caballería, llegarían poco
antes de la luna llena de la
primavera del año 70 ante la murallas de la ciudad santa. En agosto
de ese mismo año, y después de
encarnizados combates, los romanos plantaban sus insignias
en el recinto sagrado de los judíos.
En septiembre, tal y como había advertido Jesús, no
quedaba piedra sobre piedra de la que
había sido la ciudad «ombligo del mundo». Según los
cálculos de Tácito, en aquellas
fechas se habían reunido en Jerusalén -con el fin de celebrar la
tradicional Pascua- alrededor de
seiscientos mil judíos. Pues bien, el historiador Flavio Josefo
afirma que, durante el sitio, el
número de prisioneros -sin contar a los crucificados y a los que
lograron huir- se elevó a 97000. Y
añade que, en el transcurso de tres meses, sólo por una de
las puertas de la ciudad pasaron
115000 cadáveres de israelitas. Los que sobrevivieron fueron
vendidos como esclavos y dispersados.
Las lágrimas y los lamentos del
Nazareno estaban más que justificados...
El joven Juan, uno de los discípulos
más queridos por Jesús -sin duda por su inocencia y
generosidad- se aproximó hasta el
Maestro y con el alma conmovida le tendió un pañolón, de
los usados habitualmente para quitar
el sudor del rostro y que solían guardar anudado en
cualquiera de los brazos. Cristo, sin
pronunciar una sola palabra más, se enjugó las lágrimas y
volvió a montar en el jumento,
iniciando el descenso hacia la ciudad.
La riada de gente que habíamos visto
desde la cima subía ya por la ladera, arreciando en sus
vítores.
Jesús, fuertemente escoltado por sus
hombres, correspondía a aquellas manifestaciones de
afecto, avanzando cada vez con
mayores dificultades. El gentío que salía a raudales por las
murallas de Jerusalén no se
contentaba sólo con aclamarle a ambas orillas del camino. Muchos
de ellos, especialmente los niños y
adolescentes, se arremolinaban en torno al borriquillo,
obligando a los discípulos a abrir
paso entre empujones y gritos. ¡Era el delirio!
El bullicio había conmovido de tal
forma a los hebreos de la ciudad y de los campamentos
levantados en su entorno que, al
poco, cuando la comitiva pujaba por cruzar bajo el arco de la
puerta de la Fuente, en el vértice
sur de Jerusalén, un grupo de fariseos y levitas -alertados por
el tumulto y que, según los indicios,
salía precipitadamente con idea de prender al impostor-
hizo su aparición entre la
muchedumbre. Los policías del templo, armados con espadas y
mazas, permanecieron a la
expectativa, esperando la orden de los sacerdotes. Pero el
entusiasmo y el clamor de aquellos
miles de judíos eran tales que debieron pensarlo con más
calma y, prudentemente, dejaron pasar
a Jesús y a sus seguidores. El rabí, con una envidiable
astucia, había evitado su tumultuosa
entrada por la zona nororiental de Jerusalén. Desde la
cumbre del Olivete, el ingreso en la
ciudad santa hubiera resultado mucho más rápido,
salvando el cauce seco del Cedrón y
penetrando por la llamada Puerta Probática o por la del
Oriente, en el costado oriental de
las murallas. Aquella maniobra, sin embargo, entrañaba un
riesgo latente: pasar muy cerca de la
fortaleza Antonia, sede y cuartel general de las fuerzas
romanas de ocupación. Por otra parte,
al planear la entrada triunfal por la zona más meridional,
Jesús se veía obligado a cruzar por
algunas de las calles más populosas de la parte baja y vieja
de la capital. Aunque tampoco llegué
a preguntárselo jamás, al contemplar aquella imponente
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manifestación del pueblo judío,
volcado con y por Jesús1, tuve la certidumbre de que el Maestro
quiso dirigir sus pasos a través de
aquel sector de Jerusalén, precisamente con una doble
intención: permitir así un más
prolongado y caluroso recibimiento que -de paso- le protegiera a
El y a sus hombres contra la orden de
caza y captura dictada por el Sanedrín. Aquel estallido
fue tan sincero y clamoroso que, como
ya he mencionado, los sacerdotes no se atrevieron a
consumar el prendimiento.
Al entrar en las calles de Jerusalén,
la multitud se volvió tan expresiva que muchos de los
jóvenes y mujeres, al alcanzar la
rosaleda (único jardín permitido en la ciudad santa),
arrancaron decenas de flores,
arrojándolas al paso de Cristo.
Aquel gesto desbordó los perturbados
ánimos de los fariseos y escribas que habían ido
saliendo al encuentro del «impostor»
y algunos de ellos -los más audaces- se abrieron camino a
codazos y empellones, cerrando la
marcha del Nazareno.
Alzando sus voces por encima del
tumulto, los sacerdotes le gritaron a Jesús:
-¡Maestro, deberías reprender a tus
discípulos y exhortarles a que se comporten con más
decoro!
Pero el rabí, sin perder la calma,
les contestó:
-Es conveniente que estos niños
acojan al Rijo de la Paz, a quien los sacerdotes principales
han rechazado. Sería inútil hacerles
callar... Si así lo hiciera, en su lugar podrían hablar las
piedras del camino.
Los fariseos, desalentados y
rabiosos, dieron media vuelta y con la misma violencia, se
perdieron en la cabeza de la
manifestación, camino sin duda del templo, donde -según pude
verificar poco después- el Sanedrín
celebraba uno de sus habituales consejos. Estos sacerdotes
dieron cuenta a sus colegas de lo que
estaba sucediendo en las calles del barrio viejo de
Jerusalén. José de Arimatea, miembro
de este Sanedrín y buen amigo de Jesús, relataría a la
mañana siguiente a Andrés y al resto
de los apóstoles cómo los fariseos irrumpieron con los
rostros desencajados en la sala de
las «piedras talladas» (lugar de sesiones del Sanedrín),
exclamando:
«¡Mirad, todo lo que hacemos es
inútil! Remos sido confundidos por ese galileo. La gente se
ha vuelto loca con él... Si no
paramos a esos ignorantes, todo el mundo le seguirá.»
La triunfal comitiva prosiguió su
marcha por las estrechas y empinadas callejas de la ciudad.
Las gentes se asomaban a las ventanas
o le saludaban desde los terrados y muchos -que veían
en realidad al Nazareno por primera
vez- preguntaban: «¿Quién es este hombre?» La propia
multitud y los discípulos se
encargaban de responder a voz en grito: «¡Este es el profeta de
Galilea! ¡Jesús de Nazaret!»
A eso de las tres y media o cuatro de
la tarde, llegamos al largo muro oeste del hipódromo.
Una vez allí, al sur del gran recinto
del templo, Jesús descendió definitivamente del jumento,
pidiendo a los gemelos Alfeo que
regresaran a Betfagé y devolvieran el burrito a su dueño.
Atraídos por el incesante griterío de
los judíos, algunos de los miembros del Sanedrín se
asomaron por entre los altos arcos
del acueducto que unía el vértice suroccidental de templo
con la zona alta de la ciudad,
contemplando atónitos cómo la multitud solicitaba a gritos que
Jesús hablase y que fuese proclamado
rey. En el ánimo general -incluyendo a los más íntimos
del Nazareno- flotaba la creencia de
que aquél era el libertador esperado. Por un momento me
dejé llevar por la fantasía e imaginé
qué hubiera podido ocurrir si el rabí hubiera accedido a las
incesantes peticiones del pueblo...
Pero no eran esas -ni mucho menos-
las intenciones del Galileo. Muy al contrario. Haciendo
caso omiso de las sugerencias de sus
propios discípulos, que le suplicaban que se dirigiera a la
1 Nuestro ordenador central, en base a los cálculos
estimados en la Misná, nos había prevenido sobre la afluencia de
hebreos que podríamos encontrar en
aquellos días en la Pascua en Jerusalén. De acuerdo con las medidas de los
diferentes atrios del templo, Santa
Claus fijaba en unos dieciocho mil los israelitas que podían tener acceso al
recinto
sagrado, en tres turnos y que
representaba el sacrificio de otros tantos corderos pascuales. Teniendo en
cuenta que
cada víctima podía ser consumida por
un promedio aproximado de diez personas, ello significaba un volumen de unos
ciento ochenta mil asistentes a la
fiesta. De éstos, unos veinte mil eran vecinos de la propia ciudad de Jerusalén
y quizá
otros cinco o diez mil más acampaban
fuera de las murallas. En suma, los peregrinos llegados en aquellos días hasta
la
ciudad santa podían oscilar alrededor
de los cien mil o ciento veinticinco mil. Esto nos da una idea bastante
aproximada
de lo que realmente constituyó la
aglomeración al paso de Jesús y de sus discípulos en aquella tarde del domingo,
2 de
abril. (N. del m.)
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muchedumbre, Jesús de Nazaret, en
silencio y con su peculiar paso rápido, dejó a la gente
plantada, entrando a la gran
explanada del templo por la llamada puerta Doble.
Los diez apóstoles y las mujeres
recordaron las órdenes de Cristo de no dirigirse
públicamente a los hebreos y, a
regañadientes y malhumorados, siguieron al Maestro hasta el
interior del recinto. Yo permanecí
unos instantes al pie del imponente muro sur del templo,
observando cómo parte de los que le
habían venido aclamando se dispersaba, mientras otros
cientos se decidían finalmente por
acompañar al Mesías.
Al penetrar en la gran explanada que
rodeaba el santuario -y a pesar de haber visto aquel
formidable «rectángulo» desde el
aire- quedé sobrecogido por la magnificencia de la obra.
Herodes se había jugado el todo por
el todo en la construcción de aquel templo. Enormes
bloques de piedra -meticulosamente
escuadrados y encajados (los mayores de 4,80 x 3,90
metros)- constituían las hiladas
inferiores de los sillares. El inmenso patio de los Gentiles, que
rodeaba totalmente el santuario
propiamente dicho, había sido cercado con una soberbia
columnata. Una balaustrada aislaba el
templo de la zona destinada a los no judíos (el
mencionado atrio de los Gentiles).
Sobre dos de sus trece puertas de acceso al interior, y en las
que montaban guardia los levitas o
policías al mando de siete guardianes permanentes, pude
leer sendas advertencias -en griego-
que, naturalmente, respeté en todo momento. Decían
textualmente: «Ningún extranjero
puede penetrar dentro de la cerca y muralla en torno al
santuario. Todo el que sea
sorprendido violando esta orden será responsable de la pena de
muerte que de ahí se seguirá.»
Realmente, los historiadores como
Josefo o Tácito no habían exagerado al describir aquella
maravilla. Al ingresar en el
gigantesco «rectángulo» -daba igual el acceso que se utilizase para
ello- uno quedaba deslumbrado por el
lujo. Todas las puertas -tanto la Probática como la
Dorada o los pórticos Doble, Triple y
el Real- habían sido recubiertas con planchas de oro y
plata. (Sólo había una excepción,
aunque no me fue posible verificarlo ya que se hallaba en el
centro mismo del templo. Era la
denominada Puerta de Nicanor. Según Josefo y la Misná,
«todas las puertas que allí había
estaban doradas, exceptuada la puerta de Nicanor, pues en
ella había sucedido un milagro; según
otros, porque su bronce relucía como el oro».)1
A aquellas horas del atardecer, con
la luz solar incidiendo oblicuamente sobre Jerusalén, las
agudas puntas que sobresalían en el
tejado -enteramente bañadas en oro- relucían y
destelleaban, proporcionando al
conjunto un halo casi mágico y fascinante.
El patio de los Gentiles -en especial
toda la zona próxima a las columnatas del llamado
Pórtico Regio- presentaba un
movimiento inusitado. Buena parte de esta área sur del gran
«rectángulo» del templo se encontraba
atestada de tenderetes, mesas y jaulas con palomas.
Teniendo en cuenta que dicha
explanada media en su parte más estrecha justamente al pie de
la columnata del Pórtico Regio) 735
pies2, es fácil hacerse una idea del volumen de puestos de
venta que -en tres o cuatro hileras-
habían sido montados en la mencionada explanada. No
1 El archivo contenido en el ordenador central del módulo
ponía de manifiesto -según el escrito rabínico Middot,
II,3- que la citada puerta de
Nicanor, situada entre el atrio de las mujeres y el de los israelitas (todo en
el interior del
templo), era de bronce de Corinto.
Según datos escritos por Josefo, «nueve puertas del templo, junto con dinteles y
jambas, estaban completamente
revestidas de oro y plata. Una sola era de bronce de Corinto, la cual superaba
con
mucho a las otras en valor». Al
incendiar las puertas para tomar el templo, se fundió el revestimiento y las
llamas
alcanzaron así las partes de madera.
Siguiendo con esta suntuosidad, Flavio Josefo aseguraba que el vestíbulo estaba
enteramente recubierto de placas de
oro «de cien codos cuadrados y del grosor de un denario de oro». De las vigas
del
vestíbulo colgaban cadenas de oro.
Allí mismo había dos mesas; una de mármol y otra de oro; esta última era de oro
macizo. Sobre la entrada que conducía
del vestíbulo al Santo se extendía una parra también de oro, la cual crecía
continuamente con las donaciones de
sarmientos de oro que los sacerdotes se encargaban de colgar. Además, sobre
esta entrada pendía un espejo de oro
que reflejaba los rayos del sol naciente a través de la puerta principal (que
no
tenía hojas). Había sido una donación
de la reina Helena de Adiabene. En el Santo, situado detrás del vestíbulo, se
hallaban singulares obras de arte,
que constituyeron los trofeos de Tito a su entrada triunfal en Roma: el
candelabro
macizo de siete brazos, dedos
talentos de peso (cada talento equivalía a 34 kilos y 272 gramos) y la mesa
maciza de
los panes de la proposición, también
de varios talentos de peso. El «sanctasanctórum», finalmente debía de hallarse
vacío y sus paredes totalmente
recubiertas de oro.
Una vez dentro del atrio de las
mujeres, el oro resplandecía también por doquier. Había candelabros de oro, con
cuatro copas en sus vértices. Las
tesorerías del templo estaban abarrotadas de objetos de plata y oro. Según
cuenta
Josefo, al registrarse la destrucción
del templo por los romanos, la Provincia de Siria se vio inundada por una
gigantesca oferta de oro que trajo
Como consecuencia la caída de la «libra de oro». (N. del m.)
2 Unos 245 metros, aproximadamente (N. del t.)
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llegué a sumarías en su totalidad,
pero dudo mucho que las mesas de los vendedores bajasen
de trescientas o cuatrocientas.
En su mayoría se trataba de
«intermediarios», que comerciaban con los animales que debían
ser sacrificados en la Pascua. Allí
se vendían corderos, palomas y hasta bueyes. En muchos de
los tenderetes, que no eran otra cosa
que simples tableros de madera montados sobre las
propias jaulas o, cuando mucho,
provistos de patas o soportes plegables, se ofrecían y
«cantaban» al público muchos de los
productos necesarios para el rito del sacrificio pascual:
aceite, vino, sal, hierbas amargas,
nueces, almendras tostadas y hasta mermelada. Y en
mitad de aquel mercado al aire libre
pude distinguir también una larga hilera de mesas de los
llamados «cambistas» -griegos y
fenicios en su mayoría- que se dedicaban al cambio de
monedas. La circunstancia de que
muchos miles de peregrinos fueran judíos residentes en el
extranjero había hecho poco menos que
obligada la presencia de tales «banqueros». Allí vi
monedas griegas (tetradracmas de
plata, didracmas áticos, dracmas, óbolos, calcos y leptones
o «calderilla» de bronce), romanas
(denarios de plata, sextercios de latón, dispondios, ases o
«assarius», semis y cuadrantes) y,
naturalmente, todas las variantes de la moneda judía
(denarios, maas y pondios -todos
ellos en plata- y ases, musmis, kutruns y perutás, en bronce,
entre otras).
Estos «cambistas» ofrecían, además,
un importante servicio a los hebreos, ya que les
proporcionaban -«in situ»- el cambio
necesario para poder satisfacer el obligado tributo o
contribución al tesoro del templo. Su
presencia en el lugar, por tanto, era tan antigua como
tolerada. Y hago estas
puntualizaciones previas porque, al día siguiente, lunes -3 de abril-, yo
iba a ser testigo de excepción de un
hecho histórico -la mal llamada «expulsión de los
mercaderes del templo por Jesús»-
que, a juzgar por lo que pude ver, no había sido descrita
correctamente por los evangelistas.
Mientras el Maestro y sus discípulos
paseaban por entre los puestos de venta, contemplando
los preparativos para la Pascua, yo
aproveché para cambiar algunas de mis pepitas de oro por
moneda romana y hebrea, a partes
iguales. En total, y después de no pocos regateos con uno
de aquellos malditos especuladores
fenicios, obtuve cuatrocientos denarios de plata y varios
cientos de ases o moneda fraccionaria
por casi la mitad de mi bolsa.
Al contemplar al rabí de Galilea,
rodeado de sus amigos, departiendo pacíficamente con
aquellos cientos de mercaderes, me
asaltó una inquietante duda: ¿cómo podía mostrarse Jesús
tan tranquilo y natural con aquellos
«cambistas» e «intermediarios», cuando el evangelio
afirma que, en una de sus múltiples
visitas al templo, la emprendió a latigazos con ellos,
haciendo saltar por los aires las
mesas? La explicación -lógica y sencilla- llegaría, como digo, al
día siguiente...
Poco a poco, la multitud que le había
seguido, incluso, hasta la gran explanada que rodea el
Santuario, fue olvidando al Nazareno,
y el Maestro, en compañía de sus discípulos, penetró en
el templo por el Pórtico Corintio,
perdiéndose en su interior. Yo no tuve más remedio que
esperar en el atrio de los Gentiles.
Esta circunstancia me impediría estar presente en el
conocido suceso de la viuda que, en
aquellos momentos, debió acudir hasta uno de los
«cepillos» donde los judíos
depositaban su contribución para el sostenimiento del templo. A la
salida del grupo, Andrés me refirió
la lección que acababa de darles Jesús y que, en esencia, ha
sido correctamente narrada por los
evangelistas. Lo que yo no sabia es que esos «cepillos», en
número de trece, estaban estratégicamente
situados en una sala que rodeaba el atrio de las
mujeres. (Las hebreas no podían salir
de ese recinto y entrar en los patios de los hombres o de
los sacerdotes.) Eran recipientes en
forma de trompeta -estrechos por su boca y anchos en el
fondo- para protegerlos de los
ladrones. El tercero de estos «cepillos» estaba al cargo de un tal
Petajia, responsable de los
sacrificios de las aves y que controlaba el dinero que se depositaba
en dicho tercer «cepillo». (En lugar
de realizar la ofrenda de los animales, el judío podía
entregar el equivalente en dinero.)
Pues bien, este Petajía -cuyo verdadero nombre era
Mardoqueo- había recibido este mote a
causa de su extraordinaria facilidad como políglota:
¡sabía setenta lenguas! (La palabra pataj significa «abría»; es decir, «abría» las palabras al
interpretarlas.) Aquella alusión de
Andrés iba a resultar altamente provechosa para mí, ya que -
días después- el tal Petajía iba a
jugar un papel destacado en una de las negaciones de Pedro...
Mientras aguardaba la salida del
grupo del interior del Santuario, me senté muy cerca de los
mercaderes y pude asistir a un
fenómeno que, al parecer, era frecuente en la compra-venta.
Muchos de los «intermediarios»
abusaban cruelmente de los hebreos más humildes, llegando a
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venderles una tórtola por nueve y
diez ases. (Si tenemos en cuenta que el precio normal de
estas aves en Jerusalén era de 1/8 de
denario o 3 ases, las ganancias de estos usureros
resultaban desproporcionadas.)1.
Pero lo más irritante es que aquel
saneado negocio era propiedad de la poderosa familia de
Anás, ex sumo sacerdote. Esto sí
explicaba la tolerancia del comercio de animales para el
sacrificio en aquel lugar, a pesar de
la santidad del mismo. (También aquella observación iba a
resultar importante para comprender
lo que sucedería al día siguiente.)
Indignado con aquellas miserables
actitudes de los «intermediarios», procuré distraerme,
lijando un máximo de detalles de
cuanto tenía a mi alrededor. Conté, incluso, el número de
columnas del Pórtico Regio: 162
esbeltas pilastras de estilo corintio. Las balaustradas habían
sido trabajadas en piedra. Una de
ellas -de tres codos de altura (157,5 centímetros)- separaban
el atrio interior y el exterior,
accesible a nosotros, los paganos. En algunas zonas de esta
balaustrada exterior habían sido
grabadas también las mismas advertencias que yo había leído
sobre varias de las puertas de acceso
al templo. Los pórticos que rodeaban esta inmensa
explanada -cuidadosamente enlosada
con piedras de diferentes colores- estaban cubiertos con
artesonados de madera de cedro,
traída posiblemente de los bosques del Líbano.
Cuando vi aparecer a los primeros
discípulos, un grupo de griegos que había llegado en
aquellos días a Jerusalén y que, por
supuesto, habían oído hablar de Jesús, se acercaron a
Felipe y le expusieron su deseo de
conocer al Maestro. Jesús no había salido aún del templo y el
discípulo fue a consultar al apóstol
que, hasta después de la resurrección del Galileo, ostentaría
la autoridad moral del grupo: Andrés,
el hermano de Pedro. Este pescador me había llamado la
atención desde un primer momento por
su seriedad. Casi siempre aparecía silencioso, como
preocupado y distante. Quizá esa
introversión se debiera a su cultura rudimentaria o a su
acentuada timidez. Era algo más
delgado que su hermano, más o menos de la misma estatura
(1,60 metros, aproximadamente),
cabeza pequeña y cabello fino y abundante, a diferencia de
Pedro, que sufría una extrema
calvicie. Aparecía siempre pulcramente afeitado. Es de suponer
que fuera algo mayor que Pedro,
aunque la calvicie de aquél le hacia parecer más viejo.
Andrés escuchó en silencio el mensaje
de su compañero y, tras observar al grupo de griegos,
regresó con Felipe al interior del
Santuario. Al poco aparecía Jesús quien, gustosamente,
departió con aquellos gentiles.
Algunos de los griegos sabían del
misterioso anuncio del rabí sobre su muerte y le
interrogaron sobre ello. Jesús les
respondió:
-En verdad, en verdad os digo que si
el grano de trigo arrojado a la tierra no muere, se
queda solo; pero si muere, produce
mucho fruto...
-¿Es que es preciso morir para vivir?
-preguntó uno de los gentiles visiblemente extrañado
ante las palabras del Maestro.
-Quien ama su vida -le contestó
Jesús-, la pierde. Quien la odia en este mundo, la
conservará para la vida eterna.
-¿Y qué nos ocurrirá a nosotros
-preguntaron nuevamente los griegos- si te seguimos?
-El que se acerca a mí, se acerca al
fuego. Quien se aleja de mí, se aleja de la vida.
Uno de los que escuchaban interrumpió
al Galileo, replicándole que aquellas palabras eran
similares a las de un viejo refrán
griego, atribuido a Esopo: «Quien está cerca de Zeus, está
cerca del rayo.»
-A diferencia de Zeus -comentó el
Maestro- yo sí puedo daros lo que ningún ojo vio, lo que
ningún oído escuchó, lo que ninguna
mano tocó y lo que nunca ha entrado en el corazón del
hombre. Si alguno de vosotros quiere
servirme -concluyó- que me siga. Donde yo esté, allí
estará también mi servidor. Si
alguien me sirve, mi Padre lo honrará...
Pero los griegos no parecían muy
dispuestos a ponerse a las órdenes del rabí y terminaron
por alejarse.
Jesús, sin poder disimular su
tristeza, comentó entre sus discípulos: «Ahora, mi alma está
turbada... ¿Qué diré? Padre, ¡líbrame
de esta hora!...»
1 Cuando interrogué a Andrés sobre la cantidad de dinero que
había depositado la viuda en el cepillo del templo,
éste me señaló que creyó ver un total
de dos lepta o 1/4 de as. En otras palabras, pura calderilla. (Una nación
diaria de
pan venía costando en Jerusalén un
par de ases. Lo normal es que con un as pudieran comprarse dos pájaros.) (N.
del
m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
104
Sin embargo, el Cristo pareció
arrepentirse al momento de aquellos pensamientos en voz
alta y añadió, de forma que todos sus
seguidores pudieran oírle:
-Pero para esto he venido a esta
hora...
Y levantando su rostro hacia el
encapotado cielo de Jerusalén, gritó:
-¡Padre, glorifica tu nombre!
Lo que aconteció inmediatamente es
algo que no sabría explicar con exactitud. Nada más
pronunciar aquellas desgarradoras
palabras, en la base -o en el interior- de los cumulonimbus
que cubrían la ciudad (y cuya altura
media, según me confirmó Eliseo, era de unos seis mil
pies) se produjo una especie de
relámpago o fogonazo. De no haber sido por la potente y
metálica voz que se dejó oír a
continuación, yo lo habría atribuido a una posible chispa
eléctrica, tan comunes en este tipo
de nubes tormentosas. Pero, como digo, casi al unísono de
aquel «fogonazo», los cientos de
personas que permanecíamos en la gran explanada pudimos
escuchar una voz que, en arameo,
decía:
-Ya he glorificado y glorificaré de nuevo.
La multitud, los discípulos y yo
mismo quedamos sobrecogidos. Al fin, la gente comenzó a
reaccionar y la mayoría trató de
tranquilizarse, asegurando que «aquello» sólo había sido un
trueno. Pero todos, en el fondo de
nuestros corazones, sabíamos que un trueno no habla...
Los hebreos volvieron a agolparse en
torno al Maestro y éste les anunció:
-Esta voz ha venido, no por mi, sino
por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo: ahora
va a ser expulsado el príncipe de
este mundo. Y yo, levantado de la tierra, atraeré a todos los
hombres hacia mí...
Pero, tal y como me temía, aquella
turba no entendió una sola palabra. Los propios
discípulos se miraban entre sí, como
diciendo:
«¿de qué está hablando?»
Algunos de los sacerdotes que habían
salido del santuario al escuchar aquella enigmática
voz, le replicaron «que ellos sabían
por la Ley que el Mesías viviría siempre». Jesús, sin
inmutarse, se volvió hacia los recién
llegados y les contestó:
-Todavía un poco más de tiempo estará
la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz
y que no os sorprenda la oscuridad:
el que camina en la oscuridad no sabe
a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz,
para que seáis hijos de la luz...
-Somos nosotros, los sacerdotes
-arremetieron los representantes del templo, tratando de
ridiculizar a Jesús-, quienes tenemos
la potestad de enseñar la luz y la verdad a éstos...
El rabí, señalando con su mano
derecha a la muchedumbre, replicó:
-¡Ciegos!... Veis la mota en el ojo
de vuestro hermano, pero no veis la viga en el vuestro.
Cuando hayáis logrado quitar la viga
de vuestro ojo, entonces veréis con claridad y podréis
quitar la mota del ojo de éstos...
Jesús, entonces, cruzó las murallas
del templo, seguido por sus más allegados.
La noche no tardaría en caer y el
Maestro, tal y como tenía por costumbre, cruzó el barrio
viejo de Jerusalén, en dirección a la
puerta de la Fuente, con el fin de descansar en Betania.
Durante la entrada triunfal del
Nazareno en la ciudad la aglomeración había sido tal que,
francamente, apenas si tuve
oportunidad de fijarme en las calles y edificaciones. Ahora, en
cambio, fue distinto. Al dejar atrás
los 195 metros del muro exterior del hipódromo, el grupo se
deslizó por las estrechísimas
callejas -casi todas en declive- de la ciudad vieja. Jerusalén se
dividía entonces en dos grandes
núcleos: este sector por el que ahora circulábamos (conocido
también como sûq-ha-tajtôn o Akra) y la zona alta o sûq-haelyon, ubicada al noroeste. Ambas
«ciudades» estaban separadas por una
depresión o valle: el Tiropeón. Aquella raíz -sûq-
designaba la naturaleza de ambos
lugares. Esta palabra significa «bazar». Y eso es lo que pude
ver en este y en sucesivos recorridos
por Jerusalén: un sinfín de «bazares» en los que se
vendía de todo.
Cada uno de los sectores de la ciudad
estaba cruzado por sendas calles principales,
adornadas con columnatas: la gran
calle del mercado, en la zona alta. Y la pequeña calle del
mercado, en la ciudad vieja1. Estas dos «arterias» comerciales estaban unidas por un
enjambre
de calles transversales que
constituían un laberinto. En esa red de callejuelas -la mayoría sin
1 Ésta corresponde a la actual calle el-Wad. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
105
empedrar y sumidas en un pestilente
olor, mezcla de aceite quemado, guisotes y orines
arrojados al centro de las vías- se
hacinaban miles de viviendas, casi todas de una sola planta y
con las paredes desconchadas.
Pero el grupo, encabezado siempre por
Jesús, evitó aquellas incómodas y oscuras callejas,
dirigiendo sus pasos por una de las
calzadas más anchas de esta parte baja de Jerusalén. Ante
mi sorpresa, entramos de pronto en
una calle de casi ocho metros de ancho, perfectamente
empedrada, que desembocaba junto a la
piscina de Sibé.
Las antorchas y lucernas
-estratégicamente situadas sobre los muros de las casas-
empezaban ya a alumbrar la noche de
la ciudad santa. Sin embargo, y a pesar de las súbitas
tinieblas, el tráfico de peatones era
incesante. A las puertas de los edificios de aquella calle, de
más de doscientos metros de longitud,
observé numerosos artesanos, enfrascados por entero
en sus labores o en interminables
regateos con los posibles compradores. En aquella zona baja
o vieja se habían afincado las
profesiones más nobles y consideradas de Jerusalén. Los
paganos, prosélitos e «impuros», en
cambio, tenían sus dominios en la parte alta. El fanatismo
de los judíos en este sentido había
llegado a tal extremo que, por ejemplo, el esputo de un
habitante de la ciudad alta era
considerado como impuro; cosa que no ocurría con las
expectoraciones de los residentes en
esta área de la ciudad. Andrés me explicó que, en el
fondo, todo había arrancado a raíz de
la instalación de los «bataneros» o blanqueadores de
tejidos en dicha zona alta. Estos
aparecían entre las profesiones «despreciables» de
la
comunidad israelita.
Junto a las más variadas tiendas o janûyôt se alineaban -siempre en la calle- sastres,
barberos, médicos o sangradores,
fabricantes de sandalias carpinteros, zapateros, vendedores
de lámparas y de utensilios propios
de cocina, artesanos del cobre y hasta fabricantes de
vestidos de Tarso, sin olvidar a los
solicitados vendedores de perfumes y de ungüentos.
Aquello, en definitiva, constituía un
espectáculo único, en el que los pregones de las
mercancías, gritos infantiles, risas
y el aroma de las frituras terminaban por envolverle a uno,
cautivándole.
Fue en uno de aquellos puestos al
aire libre donde, súbitamente, decidí adquirir un hermoso
frasco de esencia de nardo. Sin
ocultar su extrañeza, el bueno de Andrés -que me sirvió de
oportuno mediador- consiguió una
sustancial rebaja, pagando un total de 250 denarios por la
preciada jarra. La vasija en cuestión
había sido primorosamente labrada, por el antiquísimo
procedimiento que los hebreos
llamaban del «decantado de líquidos», de pulimento circular. El
engobe y el bruñido habían reducido
la porosidad de los vasos, con un pulimento tan brillante
que, a primera vista, daba la
impresión de un proceso de vidriado.
Alcanzamos al Maestro y a los
restantes discípulos cuando pasaban bajo el arco de la puerta
de la Fuente, en el extremo
meridional de Jerusalén. Yo sabia que la ciudad, en especial en
aquellos días previos a la Pascua,
era un «nido» de mendigos, pero, al cruzar las murallas
quedé impresionado. Decenas de
leprosos se disponían a pasar la noche, envueltos en sus
mantos y harapos, mientras una legión
de cojos, lisiados, hinchados, contrahechos y ciegos nos
salían al paso, suplicándonos una
limosna. De no haber sido por Andrés, que tiró de mi sin
contemplaciones, lo más probable es
que mis 150 denarios restantes hubieran ido a parar a
manos de aquellos supuestos
desdichados. Y digo «supuestos» porque -según el hermano de
Pedro- la inmensa mayoría eran
simuladores «profesionales», que aprovechaban la fiesta para
conmover los corazones de los
forasteros y «no dar golpe...».
Creo que no me percaté bien del
desconcierto general de los discípulos de Cristo hasta que
hubimos caminado algo más de un
kilómetro, rumbo a Betania. El Maestro, silencioso,
encabezaba el grupo, tirando de los
diez con sus características zancadas.
Ni uno solo abrió la boca en todo el
trayecto. Aquellos galileos parecían confusos, deprimidos
y hasta malhumorados. Pronto deduje
cuál era la razón. Después de la apoteósica e inesperada
recepción tributada al Maestro, 105
apóstoles no habían comprendido por qué Jesús no había
aprovechado aquella magnífica
oportunidad para proclamarse rey e instalar, definitivamente, su
«reino» en Judea, extendiéndolo
después a las restantes provincias. Al ver sus rostros no era
difícil imaginar cuáles eran sus
pensamientos.
Andrés, preocupado por su
responsabilidad como jefe del grupo, era quizá el que menos
valoraba aquel estallido popular en torno
al Maestro.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
106
La verdad es que, en los días
sucesivos, algunos de los íntimos -en especial Pedro, Santiago,
Juan y Simón Zelotes- tuvieron que
hacer considerables esfuerzos para asimilar tantas
emociones...
Simón Pedro fue posiblemente uno de
los más afectados por la manifestación popular. Y,
más que por el excitante
recibimiento, por el incomprensible hecho de que el Maestro no se
hubiera dirigido a la multitud o,
cuando menos, que les hubiera permitido hacerlo a ellos. Para
Pedro, aquélla había sido una
magnífica oportunidad... perdida.
Mientras caminaba hacia Betania le
noté afligido y triste. Sin embargo, su pasión por Cristo
era tal que supo encajar el extraño
comportamiento del Nazareno sin el menor reproche o signo
de disgusto.
Los sentimientos de Santiago, el
Zebedeo, eran muy parecidos a los de Simón Pedro. Su
miedo inicial había ido esfumándose
conforme bajaban por la ladera del Olivete. La vista de
aquella multitud que aclamaba a su
Maestro le había hecho concebir esperanzas de poder e
influencia. Pero todo se había venido
abajo cuando Jesús descendió del jumentillo, perdiéndose
en el templo. ¿Cómo podía renunciar
así, tan graciosamente, a una oportunidad de oro como
aquélla?
Por su parte, Juan Zebedeo había sido
el único que había intuido las intenciones de Jesús. El
recordaba que el Maestro les había
hablado en alguna ocasión de la profecía de Zacarías y, no
sin dificultades, asoció aquella
entrada triunfal con las verdaderas intenciones de Jesús. Aquello
le salvó en buena medida de la
depresión general que ocasionó el traumatizante final. Su
juventud y ciego amor por el Nazareno
le impedían, además, sospechar o imaginar siquiera que
el Maestro se hubiera equivocado...
Felipe, el «intendente» y hombre
«práctico» del grupo, había sufrido otro tipo de
preocupación. Al ver aquella riada
humana pensó por un momento que Jesús podía pedirle -
como ya había hecho en otras
oportunidades- que les diera de comer. Por eso, al verle
abandonar la procesión y pasear
tranquilamente por el recinto del templo, sintió un profundo
alivio.
Cuando aquellos temores
desaparecieron de su mente, Felipe se unió a los sentimientos de
Pedro, compartiendo el criterio de
que había sido una lástima que Jesús no hubiera
aprovechado aquella ocasión para
instalar definitivamente el reino. Aquella noche, sumido en
las dudas, se preguntó una y otra vez
qué podían querer decir todas aquellas cosas. Pero su fe
en el Galileo era sólida y pronto
olvidaría sus incertidumbres.
Mateo, hombre cauto, aunque de una
fidelidad extrema, quedó maravillado ante aquel
estallido multicolor en torno al
rabí. Sin embargo, su natural escepticismo se sobrepuso y no
tardaría en olvidar aquellas
emociones de la tarde del domingo. Sólo hubo un momento en el
que Mateo estuvo a punto de perder su
habitual calma. Ocurrió en plena explosión popular,
cuando uno de los fariseos se burló
públicamente de Jesús, diciendo: «Mirad todos. Ved quién
viene: el rey de los judíos sobre un
asno.» Aquello estuvo a punto de sacarle de sus casillas y
poco faltó -según me confesó días
después- para que saltara sobre el sacerdote.
A la mañana siguiente, como digo,
Mateo había superado la crisis general, mostrándose tan
alegre como siempre. Después de todo,
era un perdedor que sabía tomarse la vida con
filosofía...
Tomás, como Pedro, caminaba aturdido.
Su profundo corazón no terminaba de encontrar la
razón de aquel festejo, absolutamente
infantil, según su criterio. Jamás había visto a Jesús en
un enredo como aquél y eso le había
desorientado. Por un momento, el práctico y frío Tomás
llegó a suponer que todo aquel
alboroto sólo podía obedecer a un motivo: confundir a los
miembros del Sanedrín, que como todo
el mundo sabía- intentaban prender al Maestro. Y no le
faltaba razón...
Otro de los grandes confundidos por
aquel acontecimiento fue Simón el Zelotes. Su sentido
del patriotismo le había hecho
concebir todo tipo de sueños respecto al futuro político de su
país. El acariciaba la idea de
liberar a Israel del yugo romano y devolver al pueblo su soberanía.
Y Jesús, por supuesto, debía ocupar
el derrocado trono de David. Al asistir a la entrada triunfal
en Jerusalén, su corazón tembló de
emoción y se vio ya al mando de las fuerzas militares del
nuevo reino. Al descender por el
monte de los Olivos imaginó, incluso, a los sacerdotes y
simpatizantes del Sanedrín
ajusticiados o desterrados. Fue, sin lugar a dudas, el apóstol que
gritó con más fuerza y que animó
constantemente a la multitud. Por eso, a la caída de la tarde,
Caballo de Troya
J. J. Benítez
107
era también el hombre más humillado,
silencioso y desilusionado. Tristemente, no se
recuperaría de aquel «golpe» hasta
mucho después de la resurrección del Maestro.
Con los gemelos Alfeos no existió
problema alguno. Para ellos, despreocupados y bromistas,
fue un día perfecto. Disfrutaron
intensamente y guardaron aquella experiencia «como el día que
más cerca estuvieron del cielo». Su
superficialidad evitó que germinara en ellos la tristeza.
Sencillamente, aquella tarde
culminaron todas sus aspiraciones.
En cuanto a Judas Iscariote, nunca
llegué a saber con exactitud cuáles fueron sus verdaderos
sentimientos. En algunos momentos me
pareció notar en su rostro signos evidentes de
desacuerdo y repulsión. Es posible
que todo aquello le pareciese infantil y ridículo. Como los
griegos y romanos, consideraba
grotesco y despreciable a todo aquel que consintiese cabalgar
sobre un asno. No creo equivocarme si
deduzco que Judas estuvo a punto de abandonar allí ~
al grupo. Pero posiblemente le frenó
el hecho de ser el «administrador» de los bienes. Eso
significaba una permanente
posibilidad de disponer de dinero y Judas sentía una especial
inclinación por el oro.
Quizá uno de los momentos más
dramáticos para el vengativo Judas fue poco antes de llegar
a las murallas de Jerusalén. De
pronto, un importante saduceo -amigo de la familia de Jesús-
se acercó a él y, dándole una
palmadita en la espalda, le, dijo: «¿Por qué ese aspecto de
desconcierto, mi querido amigo?
Anímate y únete a nosotros, mientras aclamamos a este Jesús
de Nazaret, el rey de los judíos,
mientras entra por las puertas de la ciudad a lomos de un
burro.»
Aquella burla debió de herirle en lo
más profundo. Judas no podía soportar aquel sentimiento
de vergüenza. Esa pudo ser otra razón
de peso para acelerar su plan de venganza contra el
Maestro. El apóstol tenía tan
incrustado el sentido del ridículo que allí mismo se convirtió en un
desertor.
Salvo muy contadas excepciones, los
discípulos de Cristo demostraron en aquel histórico
acontecimiento -a pesar de sus tres
largos años de aprendizaje y convivencia con el Mesías-
que no habían entendido nada de nada.
Comprendí y respeté el duro silencio
de Jesús, a la cabeza de aquellos hombres hundidos y
perplejos. Se hallaba a un paso de la
muerte y ninguno parecía captar su mensaje...
3 DE ABRIL, LUNES
Según mis noticias, fueron muy pocos
los discípulos que lograron conciliar el sueño en
aquella noche del domingo al lunes, 3
de abril. Salvo los gemelos, el resto permaneció
rumiando sus pensamientos. Aquellos
galileos se hallaban tan fuera de sí que ni siquiera
establecieron los habituales turnos
de guardia a las puertas de la casa de Simón, donde se
alojaban Jesús, Pedro y Juan.
Al despedirse, cada uno siguió en
silencio hacia sus respectivos refugios.
El rabí tampoco despegó los labios.
Por supuesto, debía conocer el estado de ánimo de sus
amigos y, posiblemente, con el objeto
de evitar mayores tensiones, prefirió cenar en la casa de
Lázaro. A pesar de lo avanzado de la
hora, Marta y María se desvivieron nuevamente por
atendernos. Lavaron nuestras manos y
pies y, en compañía de su hermano, comimos algo de
queso y fruta. Ni el Maestro ni yo sentíamos
demasiado apetito. Durante un buen rato, Jesús
permaneció encerrado en un hermético
mutismo, con sus ojos fijos en las rojizas y ondulantes
llamas de la chimenea.
Antes de que se retirara a descansar,
le rogué a María que aceptara el frasco de esencia de
nardo que había comprado aquella
misma tarde en compañía de Andrés. Me costó trabajo pero,
finalmente, lo aceptó. Aquel gesto
pareció animar al Maestro, que salió de su enigmático
aislamiento, uniéndose plenamente a
la sosegada tertulia que sosteníamos Lázaro y yo.
Durante el frugal refrigerio había
ido explicando al resucitado y a sus hermanas el espléndido
acontecimiento que hablamos vivido
pocas horas antes. Lázaro, al contrario de los apóstoles,
sise percató de inmediato de la
trascendencia del acto de Jesús. Sin olvidar la simbología,
aquella multitud no había hecho otra
cosa que «proteger» al rabí de las garras del Sanedrín. No
Caballo de Troya
J. J. Benítez
108
me cansaré de repetir este aspecto de
la cuestión. En los Evangelios que yo había estudiado, en
ningún momento se habla de ello y,
sinceramente, a cualquiera con sentido común y un mínimo
de información sobre lo que estaba
sucediendo en aquellas últimas semanas, no se le hubiera
podido pasar por alto que dicha «maniobra»
fue una jugada maestra por parte del Galileo.
Como se dice en nuestro tiempo, «mató
varios pájaros de un solo tiro».
Al comprobar que Jesús de Nazaret se
ofrecía gustosamente al diálogo, aproveché la ocasión
y le pregunté su opinión sobre
aquella tarde.
-He estado en medio del mundo y me he
revelado a ellos en la carne. Les he encontrado a
todos borrachos. No he encontrado a
ninguno sediento. Mi alma sufre por los hijos de los
hombres, porque están ciegos en su
corazón; no ven que han venido vacíos al mundo e
intentan salir vacíos del mundo.
Ahora están borrachos. Cuando vomiten su vino, se
arrepentirán...
-Esas son palabras muy duras -le
dije-. Tan duras como las que pronunciaste sobre el
Olivete, a la vista de Jerusalén...
-Tal vez los hombres piensan que he
venido para traer la paz al mundo. No saben que estoy
aquí para echar en la tierra
división, fuego, espada y guerra... Pues habrá cinco en una casa:
tres contra dos y dos contra tres; el
padre contra el hijo y el hijo contra el padre. Y ellos
estarán solos.
-Muchos, en mi mundo -añadí
procurando que mis palabras no resultaran excesivamente
extrañas para Lázaro- podrían asociar
esas frases tuyas sobre el fin de Jerusalén como el fin de
los tiempos. ¿Qué dices a eso?
-Las generaciones futuras
comprenderán que la vuelta del Hijo del Hombre no llegará de la
mano del guerrero. Ese día será
inolvidable: después de la gran tribulación -como no la hubo
desde el principio del mundo- mi
estandarte será visto en los cielos por todas las tribus de la
tierra. Esa será mi verdadera y
definitiva vuelta: sobre las nubes del cielo, como el relámpago
que sale por el oriente y brilla
hasta el occidente...
-¿Qué será la gran tribulación?
-Vosotros podríais llamarlo un «parto
de toda la Humanidad...»
Jesús no parecía muy dispuesto a revelarme
detalles.
-Al menos, dinos cuándo tendrá lugar.
-De aquel día y de aquella hora,
nadie sabe. Ni los ángeles ni el Hijo. Sólo el Padre.
Únicamente puedo decirte que será tan
inesperado que a muchos les pillará en mitad de su
ceguera e iniquidad.
-Mi mundo, del que vengo -traté de
presionarle-, se distingue precisamente por la confusión
y la injusticia...
-Tu mundo no es mejor ni peor que
éste. A ambos sólo les falta el principio que rige el
universo: el Amor.
-Dame, al menos, una señal para que
sepamos cuándo te revelarás a los hombres por
segunda vez...
-Cuando os desnudéis sin tener
vergüenza, toméis vuestros vestidos, los pongáis bajo los
pies como los niños y los pateéis,
entonces veréis al hijo del Viviente y no temeréis.
Lázaro, afortunadamente, seguía
identificando «mi mundo» con Grecia. Eso me permitió
seguir preguntando al Maestro con un
cierto margen de amplitud.
-Entonces -repuse- mi mundo está aún
muy lejos de ese día. Allí, los hombres son enemigos
de los hombres y hasta del propio
Dios...
Jesús no me dejó seguir.
-Estáis entonces equivocados. Dios no
tiene enemigos.
Aquella rotunda frase del Nazareno me
trajo a la memoria muchas de las creencias sobre un
Dios justiciero, que condena al fuego
del infierno a quienes mueren en pecado. Y así se lo
expuse.
Cristo sonrió, moviendo la cabeza
negativamente.
-Los hombres son hábiles
manipuladores de la Verdad. Un padre puede sentirse afligido ante
las locuras de un hijo, pero nunca
condenaría a los suyos a un mal permanente. El infierno -tal
y como creen en tu mundo-
significaría que una parte de la Creación se le ha ido de las manos
al Padre... Y puedo asegurarte que
creer eso es no conocer al Padre.
-¿Por qué hablaste entonces en cierta
ocasión del fuego eterno y del rechinar de dientes?
Caballo de Troya
J. J. Benítez
109
-Si hablando en parábolas no me
comprendéis, ¿cómo puedo enseñaros entonces los
misterios del Reino? En verdad, en
verdad os digo que aquel que apueste fuerte, y se
equivoque, sentirá cómo rechinan sus
dientes.
-¿Es que la vida es una apuesta?
-Tú lo has dicho, Jasón. Una apuesta
por el Amor. Es el único bien en juego desde que se
nace.
Permanecí pensativo. Aquellas
palabras eran nuevas para mí.
-¿Qué te preocupa? -preguntó Jesús.
-Según esto, ¿qué podemos pensar de
los que nunca han amado?
-No hay tales.
-¿Qué me dices de los sanguinarios,
de los tiranos?...
-También esos aman a su manera.
Cuando pasen al otro lado recibirán un buen susto...
-No entiendo.
-Se darán cuenta que -al dejar este
mundo- nadie les preguntará por sus crímenes, riquezas,
poder o belleza. Ellos mismos y sólo
ellos caerán en la cuenta de que la única medida válida en
el «otro lado» es la del Amor. Si no
has amado aquí, en tu tiempo, tú solo te sentirás
responsable.
-¿Y qué ocurrirá con los que no hemos
sabido amar?
-Querrás decir, con los que no habéis
querido amar.
Me sentí nuevamente confuso.
-…Esos, amigo -prosiguió el rabí
captando mis dudas-, serán los grandes estafados y, en
consecuencia, los últimos en el Reino
de mi Padre.
-Entonces, tu Dios es un Dios de
amor...
Jesús pareció enojarse.
-¡Tú eres Dios!
-¿Yo, Señor?...
-En verdad te digo que todos los
nacidos llevan el sello de la Divinidad.
--Pero, no has respondido a mi
pregunta. ¿Es Dios un Dios de amor?
-De no ser así, no sería Dios.
-En ese caso, ¿debemos excluir de su
mente cualquier tipo de castigo o premio?
-Es nuestra propia injusticia la que
se revela contra nosotros mismos.
-Empiezo a intuir, Maestro, que tu
misión es muy simple. ¿Me equivoco si te digo que todo tu
trabajo consiste en dejar un mensaje?
El Nazareno sonrió satisfecho. Puso
su mano sobre mi hombro y replicó:
-No podías resumirlo mejor...
Lázaro, sin hacer el menor
comentario, asintió con la cabeza.
-Tú sabes que mi corazón es duro
-añadí-. ¿Podrías repetirme ese mensaje?
-Dile a tu mundo que el Hijo del
Hombre sólo ha venido para transmitir la voluntad del
Padre: ¡que sois sus hijos!
-Eso ya lo sabemos...
-¿Estás seguro? Dime, Jasón, ¿qué
significa para ti ser hijo de Dios?
Me sentí nuevamente atrapado.
Sinceramente, no tenía una respuesta válida. Ni siquiera
estaba seguro de la existencia de ese
Dios.
-Yo te lo diré -intervino el Maestro
con una gran dulzura-. Haber sido creado por el Padre
supone la máxima manifestación de
amor. Se os ha dado todo, sin pedir nada a cambio. Yo he
recibido el encargo de recordároslo.
Ese es mi mensaje.
-Déjame pensar... Entonces, hagamos
lo que hagamos, ¿estamos condenados a ser felices?
-Es cuestión de tiempo. El necesario
para que el mundo entienda y ponga en práctica que el
único medio para ello es el Amor.
Tuve que meditar muy bien mi
siguiente pregunta. En aquellos instantes, la presencia del
resucitado podía constituir un cierto
problema.
-Si tu presencia en el mundo obedece
a una razón tan elemental como la de depositar un
mensaje para toda la humanidad, ¿no
crees que «tu iglesia» está de más?
-¿Mi iglesia? -preguntó a su vez
Jesús que, en mi opinión, había comprendido
perfectamente-. Yo no he tenido, ni
tengo, la menor intención de fundar una iglesia, tal y como
tú pareces entenderla.
Aquella respuesta me dejó
estupefacto.
Caballo de Troya
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110
-Pero tú has dicho que la palabra del
Padre deberá ser extendida hasta los confines de la
tierra...
-Y en verdad te digo que así será.
Pero eso no implica condicionar o doblegar mi mensaje a
la voluntad del poder o de las leyes
humanas. No es posible que un hombre monte dos caballos
ni que dos arcos. Y no es posible que
un criado sirva a dos señores. él honrará a uno y ofenderá
al otro. Nadie que bebe un vino viejo
desea al momento beber vino nuevo. No se vierte vino
nuevo en odres viejos, para que no se
rasguen, ni se trasvasa vino viejo a odres nuevos para
que no se estropee. Ni se cose un
remiendo viejo a un vestido nuevo porque se haría un
rasgón. De la misma forma te digo: mi
mensaje sólo necesita de corazones sinceros que lo
transmitan; no de palacios o falsas
dignidades y púrpuras que lo cobijen.
-Tú sabes, que no será así...
-¡Ay de los que antepongan su
permanencia a mi voluntad!
-¿Y cuál es tu voluntad?
-Que los hombres se amen como yo les
he amado. Eso es todo.
-Tienes razón -insinué-, para eso no
hace falta montar nuevas burocracias, ni códigos ni
jefaturas... Sin embargo, muchos de
los hombres de mi mundo desearíamos hacerte una
pregunta...
-Adelante -me animó el Galileo.
-¿Podríamos llegar a Dios sin pasar
por la iglesia?
El rabí suspiró.
-¿Es que tú necesitas de esa iglesia
para asomarte a tu corazón? Una confusión extrema me
bloqueó la garganta. Y Jesús lo
percibió.
-Mucho antes de que existiera la
tribu de Leví, hermano Jasón, mucho antes de que el
hombre fuera capaz de erguirse sobre
sí mismo, mi Padre había sembrado la belleza y la
sabiduría en la Tierra. ¿Quién es
antes, por tanto: Dios o esa iglesia?
-Muchos sacerdotes de mi mundo -le
repliqué- consideran a esa iglesia como santa.
-Santo es mi Padre. Santos seréis
vosotros el día que améis.
-Entonces -y te ruego que me perdones
por lo que voy a decirte- esa iglesia está de sobra...
-El Amor no necesita de templos o
legiones. Un hombre saca el bien o el mal de su propio
corazón. Un solo mandamiento os he
dado y tú sabes cuál es... El día que mis discípulos hagan
saber a toda la humanidad que el
Padre existe, su misión habrá concluido.
-Es curioso: ese Padre parece no
tener prisa.
El gigante me miró complacido.
-En verdad te digo que El sabe que
terminará triunfando. El hombre sufre de ceguera pero
yo he venido a abrirle los ojos.
Otros seres han descubierto ya que es más rentable vivir en el
Amor.
-¿Qué ocurre entonces con nosotros?
¿Por qué no terminamos de encontrar esa paz?
-Yo he dicho que a los tibios los
vomitaré de mi boca, pero no trates de consumir a tus
hermanos en la molicie o en la prisa.
Deja que cada espíritu encuentre el camino. El mismo, al
final, será su juez y defensor.
-Entonces, todo eso del juicio
final...
-¿Por qué os preocupa tanto el final,
si ni siquiera conocéis el Principio? Ya te he dicho que al
otro lado os espera la sorpresa...
Tengo la impresión de que Tú
resultarías excesivamente liberal para las iglesias de mi
mundo.
-Dios es tan liberal, como tú dices,
que permite, incluso, que te equivoques. ¡Ay de aquellos
que se arroguen el papel de
salvadores, respondiendo al error con el error y a la maldad con la
maldad! ¡Ay de aquellos que
monopolicen a Dios!
-Dios... Tú siempre estás hablando de
Dios. ¿Podrías explicarme quién o qué es?
El fuego de aquella mirada volvió a
traspasarme. Dudo que exista muro, corazón o distancia
que no pudiera ser alcanzado por
semejante fuerza.
-¿Puedes tú explicarles a éstos de
dónde vienes y cómo? ¿Puede el hombre apresar los
colores entre sus manos? ¿Puede un
niño guardar el océano entre los pliegues de tu túnica?
¿Pueden cambiar los doctores de la
Ley el curso de las estrellas? ¿Quién tiene potestad para
devolver la fragancia a la flor que
ha sido pisoteada por el buey? No me pidas que te hable de
Dios: siéntelo. Eso es suficiente...
-¿Voy bien si te digo que lo siento
como una... energía?
Caballo de Troya
J. J. Benítez
111
No me daba por vencido y Jesús lo
sabía.
-Vas muy bien.
-¿Y qué hay por debajo de esa
«energía»?
-Es que no hay arriba y abajo -atajó
el Nazareno, saliendo al paso de mis atropellados
pensamientos-. El Amor, es decir, el
Padre, lo es Todo.
-¿Por qué es tan importante el Amor?
-Es la vela del navío.
-Déjame que insista: ¿qué es el Amor?
-Dar.
-¿Dar? Pero, ¿qué?
-Dar. Desde una mirada hasta tu vida.
-¿Qué podemos dar los angustiados?
-La angustia.
-¿A quién?
-A la persona que te quiere...
-¿Y si no tienes a nadie?
El Maestro hizo un gesto negativo.
-Eso es imposible... Incluso los que
no te conocen pueden amarte.
-¿Y qué me dices de tus enemigos?
¿También debes amarles?
-Sobre todo a ésos... El que ama a
los que le aman, ya ha recibido su recompensa.
La conversación se prolongaría aún
hasta bien entrada la madrugada. Ahora sé que mi
escepticismo hacia aquel hombre había
empezado a resquebrajarse...
Cuatro horas más tarde, con el alba,
Eliseo me despertó. La víspera, el Maestro había dado
órdenes precisas a sus discípulos
para salir temprano hacia Jerusalén. Hacia las siete (dos horas
antes de la tercia), me personé en la
casa de Simón, «el leproso». Jesús y los doce se hallaban
reunidos en el jardín. Esta vez, las
indicaciones del rabí fueron mucho más concisas: nada de
ostentaciones y manifestaciones en
público. Los apóstoles salvo los gemelos Alfeo, no se habían
recuperado de la experiencia del día
anterior. Permanecían mudos, como abstraídos. Para ser
sinceros> ninguno conocía las
intenciones de Jesús y éste, por otra parte, tampoco se mostraba
excesivamente explícito. Acudir a la
ciudad santa constituía en aquellos momentos una caja de
sorpresas. El Sanedrín seguía
acechante y los íntimos del Galileo no sabían qué podía
reservarles el destino.
Hacía las ocho de la mañana nos
pusimos en camino. Jesús, como siempre, marchaba a la
cabeza.
Mientras ascendíamos por la ladera
del Olivete, traté de sonsacar a los discípulos. ¡Qué
distinta fue aquella caminata! La
alegría y entusiasmo del domingo anterior se habían
transformado en temor, expectación y
confusionismo. Había un pensamiento común en aquellos
hombres: «¿Qué debían hacer: seguir
con el Maestro o renunciar y retirarse?» Pero ninguno
tenía el valor suficiente como para
enfrentarse a Jesús y exponerle sus inquietudes.
A eso de las nueve, el grupo entraba
en Jerusalén. A juzgar por el trasiego de peatones, el
número de peregrinos había aumentado
considerablemente. El Maestro, sin pérdida de tiempo,
se encaminó hacia el templo.
La proximidad de la Pascua mantenía
la explanada de los Gentiles en plena ebullición. Los
puestos y tenderetes aparecían mucho
más concurridos que en la tarde del domingo. Cientos
de judíos, de todas las clases
sociales, se afanaban en comprar o cambiar sus monedas,
preparándose así para las obligadas
ofrendas, para el pago del tributo al tesoro del santuario o,
simplemente, disponiendo la elección
de una víctima sin mancha para la cena pascual.
Gradualmente, a causa de los abusos
de los sacerdotes, la gente común había terminado por
acudir hasta aquellos
«intermediarios», comprando allí sus corderos y aves. La astucia y
avaricia de aquellos servidores del
templo habían llegado a tales extremos que cualquier animal
comprado fuera de aquel recinto podía
ser rechazado, por causas «técnicas». En otras palabras,
los encargados de los sacrificios
-que tenían la obligación de revisar previamente cada una de
las víctimas- podían echar atrás un
cordero o una pareja de tórtolas, por el simple hecho de
estimar que el color del animal no
era el adecuado. Esto representaba la vergüenza pública y, lo
que era peor, tener que adquirir una
nueva víctima. Curándose en salud, los hebreos acudían
hasta este mercado, procurándose así
unos animales de «total garantía». Como ya apunté
Caballo de Troya
J. J. Benítez
112
anteriormente, esta argucia iba
siempre acompañada de un sobreprecio que resultaba tan
deshonesto como ruinoso para las
familias más humildes.
Para colmo, el «impuesto» o tributo
que cada hebreo debía satisfacer al templo había sido
fijado en una moneda común: el siclo
(una pieza del tamaño de diez centavos, pero de un
grosor doble). Un mes antes de la
Pascua, los «cambistas» oficiales instalaban sus mesas en las
diferentes ciudades de Palestina,
suministrando así a los peregrinos el dinero necesario para tal
menester. Ni que decir tiene que, en
cada operación, estos «banqueros» se quedaban con una
comisión, que oscilaba entre un cinco
y un quince por ciento del valor de lo cambiado. Si la
moneda objeto del cambio era más
alta, estos usureros podían quedarse con una comisión
doble. Finalmente, cuando la fiesta
era ya inminente, los «cambistas» se dirigían a Jerusalén,
estableciendo su «cuartel general» en
la mencionada explanada de los Gentiles.
Este negocio venía reportando grandes
beneficios a los verdaderos propietarios del ganado,
de las mesas de cambio y de la
multitud de ingredientes y enseres que debían ser utilizados en
el sacrificio pascual. Esos
«propietarios», como dije, no eran otros que los sacerdotes y, muy
especialmente, los hijos de Anás.
Jesús conocía esta situación y
también el resto del pueblo. Pero el poder y la tiranía de estos
individuos era tal que nadie osaba
levantar su voz contra aquella profanación de la Casa de
Dios.
En este ambiente, entre gritos,
discusiones, regateos y el incesante ir y venir de cientos de
hebreos, el Nazareno -tal y como
tenía por costumbre- se dispuso aquella mañana del lunes, 3
de abril, a dirigir su palabra a los
numerosos creyentes y seguidores que habían ido
congregándose junto a los puestos de
los vendedores y «cambistas».
El Maestro inició su predicación
pero, al poco, su potente voz se vio sofocada por dos hechos
que iban a precipitar los
acontecimientos. En una de las mesas de cambio, muy próxima a la
escalinata sobre la que se había
sentado el rabí, un judío de Alejandría comenzó a discutir
acaloradamente con el responsable del
cambio. El peregrino, con razón, protestaba por la
abusiva comisión que pretendía
cobrarle el «cambista». La cosa subió de tono y la gente fue
arremolinándose en torno a los
vociferantes hebreos.
Por si no fuera suficiente con aquel
tumulto, en esos momentos irrumpió en la explanada
una manada de bueyes -algo más de un
centenar- que era conducida, a través del atrio, hasta
los corrales situados en el ala norte,
junto a la Puerta Probática. Aquellos animales, propiedad
del templo, estaban destinados a ser
quemados en los próximos sacrificios y, en consecuencia,
eran encerrados habitualmente en unos
establos, anexos al atrio de los Gentiles. Jesús, a la
vista de aquellos bramidos y de la
cada vez más exaltada conducta del «cambista», del judío y
de cuantos apoyaban a éste, optó por
hacer una pausa y esperar. Sus discípulos permanecían
retirados, como a unos 15 o 20 pasos,
y en silencio. Pero aquella violenta situación, lejos de
amainar, fue a más. El apretado
gentío hacia poco menos que imposible que el joven pastor
pudiera hacerse con el dominio de los
bueyes, que se habían desperdigado por entre las mesas.
En eso, mientras el Nazareno esperaba
impasible, un tercer suceso vino a provocar la chispa
final. Entre los judíos que
pretendían oír a Jesús se hallaba un galileo, antiguo amigo del
Maestro. (Después supe que se había
entrevistado con el rabí durante su estancia en Iron.)
Este humilde granjero había empezado
a ser molestado por un grupo de peregrinos
procedentes de la Judea. Entre
empujones y codazos, los engreídos individuos se burlaban de él
por su credulidad. Cuando el gigante
se percató de esta última escena, ante el asombro de sus
discípulos y de cuantos nos
encontrábamos presentes, soltó su manto y, dejándolo caer sobre
la escalinata, salió al encuentro del
pastor, arrebatándole el látigo de cuerdas. Con una
seguridad inaudita, el Galileo fue
reuniendo a los astados, sacándolos del templo entre sonoros
gritos y secos y potentes golpes de
látigo sobre el embaldosado de la explanada. Cuando la
muchedumbre vio al Maestro dirigir al
ganado quedó electrizada. Pero eso no fue todo. Una vez
concluida la operación de «
limpieza», Jesús de Nazaret, en silencio, se abrió paso
majestuosamente entre la multitud,
dirigiéndose a grandes zancadas y con el látigo en la mano
izquierda hacia los corrales situados
al otro lado del atrio de los Gentiles, al pie de la fortaleza
Antonia.
Aquello era nuevo para mi y corrí
tras Él. Al llegar a los establos, el Maestro con una frialdad
que me dejó sin habla- fue abriendo,
uno tras otro, todos los portalones, animando a los
bueyes, machos cabríos y corderos a
salir de sus recintos. En un instante, cientos de animales
irrumpieron en el atrio. Y el rabí,
con la misma decisión y destreza con que había sacado del
Caballo de Troya
J. J. Benítez
113
templo a la primera manada, dirigió
aquellos asustados animales en dirección a las mesas y
puestos de venta de los «cambistas» e
«intermediarios». Como era de suponer, la estampida
provocó el pánico de los hebreos que,
en su atropellada huida hacia los pórticos de salida,
derribaron un sinfín de tenderetes.
Los bueyes, por su parte, terminaron por pisotear el género,
derramando numerosos cántaros de
aceite y de sal.
La confusión fue aprovechada por un
nutrido grupo de peregrinos que se desquitó> volcando
las pocas mesas que aún quedaban en
pie. En cuestión de minutos, aquel comercio había sido
materialmente barrido, con el
consiguiente regocijo de los miles de judíos que odiaban aquella
permanente profanación. Para cuando
los soldados romanos hicieron acto de presencia, todo
aparecía tranquilo y en silencio.
Jesús de Nazaret, que no había tocado
con el látigo a un solo hebreo ni había derribado
mesa alguna -de ello puedo dar fe,
puesto que permanecí muy cerca del Maestro- volvió
entonces a lo alto de las escalinatas
y, dirigiéndose a la multitud, gritó:
-Vosotros habéis sido testigos este
día de lo que está escrito en las Escrituras: «Mi casa será
llamada una casa de oración para
todas las naciones, pero habéis hecho de ella una madriguera
de ladrones. »
Mi sorpresa llegó al máximo cuando,
antes de que el rabí concluyera sus palabras, un tropel
de jóvenes judíos se destacó de entre
la muchedumbre, aplaudiendo a Jesús y entonando
himnos de agradecimiento por la
audacia y coraje del Galileo.
Aquel suceso, por supuesto, no tenía
nada que ver con lo que se cuenta en los Evangelios y
en los que -dicho sea de paso- el
Mesías aparece como un colérico individuo, capaz de golpear
y azotar a las gentes. Como ya he
mencionado, Jesús había predicado otras muchas veces en
aquella misma explanada del templo y
jamás se había comportado de aquel modo. El conocía
perfectamente el cambalache y el robo
que se registraban a diario en el atrio de los Gentiles y,
no obstante, jamás se manifestó
violentamente contra tal situación. Si en la mañana de aquel
lunes provocó la estampida del ganado
fue, en mi opinión, como consecuencia de una situación
concretísima e insostenible.
Quienes no podían faltar, obviamente,
eran los responsables del templo. Cuando los
sacerdotes tuvieron conocimiento del
incidente acudieron presurosos hasta donde se hallaba
Jesús, interrogándole con severidad:
-¿No has oído lo que dicen los hijos
de los levitas?
Pero Jesús les contestó:
-En las bocas de los niños y
criaturas se perfeccionan las alabanzas.
Los jóvenes arreciaron entonces en
sus cánticos y aplausos, obligando a los fariseos a
retirarse del lugar. A partir de ese
momento, grupos de peregrinos se situaron a las puertas de
acceso al templo, impidiendo que
pudiera restablecerse el cambio de monedas y la venta
normal de los «intermediarios». Los
jóvenes no consintieron siquiera que fuera transportada
una sola vasija por la explanada.
Quizá lo más triste y desconsolador
de aquel suceso fue la actitud de los doce. Durante la
fogosa intervención de su Maestro, el
grupo permaneció poco menos que acurrucado en un
rincón, sin levantar una mano para
ayudar o proteger a Jesús. Esta nueva y sorprendente
acción del Galileo les había sumido
en un total desconcierto.
Pero, si notable era la confusión de
los discípulos de Cristo, la de los jefes del templo,
escribas y fariseos no era menor.
Aquello había sido la gota de agua que colmaba su paciencia.
Aprovechando que José de Arimatea,
Nicodemo y otros amigos de Jesús no se hallaban
presentes, el Sanedrín celebró una
reunión de emergencia, analizando la situación. Había que
detener al impostor sin pérdida de
tiempo. Pero, ¿cómo y dónde? Los escribas y el resto de los
sacerdotes, se daban cuenta que la
multitud estaba de parte del Galileo. Había, además, otro
factor que no podían perder de vista:
la presencia del procurador romano Poncio Pilato en
Jerusalén. Si el prendimiento de
Jesús se materializaba a la luz del día y a la vista de los miles
de peregrinos llegados desde todos
los rincones de Palestina y del extranjero, la captura podía
dar lugar a una revuelta
generalizada. Eso hubiera significado, con toda seguridad, una violenta
represión por parte de las fuerzas
romanas acuarteladas en la Torre Antonia y en el
campamento temporal levantado por los
soldados en la zona noroeste de la ciudad, en las
inmediaciones de las piscinas de
Bezatá. ¿Qué podían hacer entonces?
Durante horas, los miembros del
Sanedrín discutieron sobre la fórmula ideal para capturar a
Jesús. Pero al final, no llegaron a
un acuerdo. La única resolución válida fue crear cinco grupos
Caballo de Troya
J. J. Benítez
114
de «expertos» -especialmente escribas1 y fariseos- que siguieran los pasos del Galileo y
trataran de confundirle y
ridiculizarle en público, diezmando así su prestigio e influencia entre
las gentes sencillas.
Siguiendo esta consigna, hacia las
dos de la tarde, uno de estos grupos se abrió paso hasta
el lugar donde Jesús había seguido su
plática. Y con su característico estilo -soberbio y
autontario- le preguntaron al
Maestro:
-¿Con qué autoridad haces estas
cosas? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?
Ellos sabían que el Nazareno no había
pasado por las obligadas escuelas rabínicas y que, por
tanto, sus enseñanzas y el propio
título de «rabí» que muchos le atribuían no eran correctos,
desde la más estricta pureza legal y
jurídica.
Pero Jesús -con aquella brillantez de
reflejos que le caracterizaba- les respondió con otra
interrogante:
-También me gustaría a mí haceros
otra pregunta. Si me contestáis, yo os diré igualmente
con qué autoridad hago estos
trabajos. Decidme: el bautismo de Juan, ¿de dónde era?
¿Consiguió Juan esta autoridad del
cielo o de los hombres?
Los escribas y fariseos formaron un
corro entre ellos y comenzaron a deliberar en voz baja,
mientras Jesús y la multitud
esperaban en silencio.
Habían pretendido acorralar al
Galileo y ahora eran ellos los que se veían en una embarazosa
situación. Por fin, volviéndose hacia
Jesús, replicaron:
-Respecto al bautismo de Juan, no
podemos contestar. No sabemos...
La razón de aquella negativa estaba
bien clara. Si afirmaban que «del cielo», Jesús podía
responderles: «¿Por qué no le
creísteis entonces?» Además, en este caso, el Maestro podía
haber añadido que su autoridad
procedía de Juan. Si, por el contrario, los escribas respondían
que «de los hombres», aquella
muchedumbre -que había considerado a Juan como un profeta-
podía echarse encima de los
sacerdotes...
La estrategia de Cristo, una vez más,
había sido brillante y rotunda. Y el rabí, mirándoles
fijamente, añadió:
-Pues yo tampoco os diré con qué
autoridad hago estas cosas... Los hebreos estallaron en
ruidosas carcajadas, ante la
impotencia de los «máximos maestros» de Israel, rojos de ira y de
vergüenza.
Jesús dirigió entonces su mirada
hacia los que habían tratado de perderle y les dijo:
-Puesto que estáis en duda sobre la
misión de Juan y en enemistad con la enseñanza y
hechos del Hijo del Hombre, prestad
atención mientras os digo una parábola. Cierto gran y
respetado terrateniente -comenzó el
Galileo su relato- tenía dos hijos. Deseando que le
ayudaran en la dirección de sus
tierras, acudió a uno de ellos y le dijo: «Hijo, ve a trabajar hoy
1 La gran diferencia entre los escribas y el resto del
sacerdocio -fariseos, levitas, jefes del templo, etc.- se basaba en el
saber. Los escribas venían a ser los
depositarios de la ciencia y de la iniciación. Para llegar a formar parte de
las
llamadas «corporaciones de escribas»,
el aspirante se veía obligado a cursar numerosos estudios que empezaban en
sus años de juventud. Cuando el talmîd o alumno había llegado a dominar la materia tradicional y
el me todo de la
halaja (determinadas secciones de la literatura rabínica de
argumento legal), hasta el punto de ser considerado como
persona capacitada para tomar
decisiones personales en las cuestiones de legislación religiosa y de derecho
penal,
entonces, y sólo entonces, era
designado como «doctor no ordenado» o talmîd hakam. Después,
cuando había llegado
a los cuarenta años -edad canónica
para la ordenación- el aspirante a escriba podía entrar en la «corporación»
como
miembro de pleno derecho o «hakam».
Desde ese momento, el nuevo escriba estaba autorizado a zanjar por si mismo
las cuestiones de legislación
religiosa o ritual, a ser juez en los procesos criminales y a tomar decisiones
en los juicios
de carácter civil, bien como miembro
de una corte de justicia o bien individualmente. Tenía derecho a ser llamado
«rabí». Sus decisiones tenían el
poder de «atar» y «desatar» para siempre a los judíos del mundo entero.
Nicodemo,
por ejemplo, amigo de Jesús, era uno
de estos prestigiosos escribas, a cuyo paso debían levantarse todos los hijos
de
Israel, excepción hecha de
determinadas profesiones artesanales. Pero lo que más poder e influencia les
proporcionó
entre sus paisanos fue el hecho de
ser portadores de la «ciencia secreta»: la tradición esotérica. Uno de sus
textos
decía: «No se deben
explicar públicamente las leyes sobre el incesto delante de tres oyentes, ni la
historia de la
creación del mundo delante de dos, ni
la visión del carro de fuego delante de uno solo, a no ser que éste sea
prudente
y de buen sentido. A quien considere
cuatro cosas, más le valiera no haber venido al mundo, a saber: (en primer
lugar)
lo que está arriba. (en segundo
lugar) lo que está abajo, (en tercer lugar) lo que era antes, (en cuarto lugar)
lo que
será después». (Escrito rabínico Hagiga II, 1 y 7.) Es fácil comprender la audacia de Jesús
cuando, en muchas de sus
predicaciones públicas, arremetió
contra los escribas, acusándoles de haber tomado para si las llaves de la
ciencia,
cerrando a los hombres el acceso al
reino de Dios. Aquello fue mortal. Los escribas jamás le perdonarían semejante
ridiculización. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
115
en mi viña.» Y este hijo, sin pensar,
contestó a su padre: «No voy a ir.» Pero luego se
arrepintió y fue. Cuando el padre
encontró al segundo le dijo: «Hijo, ve a trabajar a mi viña.» Y
este hijo, hipócrita y desleal, le
dijo: «Sí, padre, ya voy.» Pero, cuando hubo marchado su
padre, no fue. Dejadme preguntaros:
¿cuál de estos hijos hizo realmente la voluntad de su
padre?
La gente, como un solo hombre,
contestó:
-El primer hijo.
Jesús replicó entonces mirando a los
sacerdotes:
-Pues así, yo declaro que los
taberneros y prostitutas, aunque parezcan rehusar la llamada
del arrepentimiento, verán el error
de su camino y entrarán en el reino de Dios antes que
vosotros, que hacéis grandes
pretensiones de servir al Padre del Cielo pero que rechazáis los
trabajos del Padre. No fuisteis
vosotros, escribas y fariseos, quienes creísteis en Juan, sino los
taberneros y pecadores. Tampoco
creéis en mis enseñanzas, pero la gente sencilla escucha mis
palabras a gusto.
Aquella segunda ridiculización pública
obligó a los escribas y fariseos a dar media vuelta,
entrando en el santuario. Y el
Maestro siguió predicando en paz, haciendo las delicias de la
multitud.
Por José de Arimatea supimos que la
cólera de los sacerdotes había llegado a tal paroxismo
que poco faltó para que los levitas
rodearan aquella misma mañana a Jesús, procediendo a su
captura. Pero la entrada en juego de
los saduceos1 -que constituían mayoría en el Sanedrín -
retrasó nuevamente los planes de los
enemigos de Cristo. Esta casta sacerdotal había encajado
pésimamente el desmantelamiento de
los «cambistas» e «intermediarios» y, por primera vez,
apoyaron los planes de los fariseos y
escribas para eliminar a Jesús. Eso significó mayoría
absoluta a la hora de decidir y
condenar al rabí de Galilea.
Mientras tanto, Jesús había
desarrollado una segunda parábola -la del rico propietario que
llegó a enviar a su propio hijo para
convencer a los rebeldes trabajadores de su viña de que le
entregaran su renta- preguntando a
los asistentes qué debería hacer el dueño de la viña con
aquellos malvados arrendatarios.
-Destruir a esos hombres miserables
-contestó la multitud- y arrendar su viñedo a otros
granjeros honestos que le den sus
frutos en cada estación.
Muchos de los presentes comprendieron
el sentido de la parábola de Jesús y expresaron en
voz alta:
-¡Dios perdone a quienes continúen
haciendo estas cosas!
Pero algunos fariseos no se daban por
vencidos y regresaron hasta el lugar donde predicaba
Jesús. El Maestro, al verlos, les
dijo:
-Vosotros sabéis cómo rechazaron
vuestros hermanos a los profetas y sabéis bien que estáis
decididos a rechazar al Hijo del
Hombre. -Tras unos instantes de silencio, su mirada se hizo
más intensa y añadió-: ¿Nunca
leísteis en la Escritura sobre la piedra que los constructores
rechazaron y que, cuando la gente la
descubrió, hicieron de ella la piedra angular?... Una vez
más os aviso. Si continuáis
rechazando el Evangelio, el reino de Dios será llevado lejos de
vosotros y entregado a otra gente,
deseosa de recibir buenas nuevas y llevar adelante los
frutos del espíritu. Yo os digo que
existe un misterio sobre esa piedra: quien caiga sobre ella,
aunque quede roto en pedazos, se
salvará. Pero, sobre quien caiga dicha piedra angular, será
molido hasta quedar hecho polvo y sus
cenizas serán desperdigadas a los cuatro vientos.
En esta ocasión, los escribas y jefes
ni siquiera intentaron replicar. Y el Maestro prosiguió sus
enseñanzas, refiriendo una tercera
parábola: la del festín de bodas.
Cuando hubo terminado, Jesús se puso
en pie y se dispuso a despedir a la multitud. En ese
instante, uno de los creyentes alzó
su voz e interrogó al rabí:
-Pero, Maestro, ¿cómo sabremos estas
cosas? ¿Qué signo nos darás por el que sepamos que
tú eres el Hijo de Dios?
1 En aquellos tiempos, el Sanedrín se hallaba básicamente
dividido en dos grandes grupos: los fariseos y saduceos.
Estos últimos formaban un partido
organizado, integrado fundamentalmente por la nobleza laica y sacerdotal, por
los
«ancianos» o notables del pueblo y
por los sacerdotes-jefes. (El sumo sacerdote en funciones en aquellos días,
José,
apodado Caifás, era saduceo.) Su
«teología» era distinta a la de los fariseos. Se atenía estrictamente al texto
de la
Torá, en especial en lo que se
refería a las prescripciones relativas al culto y al sacerdocio. Su oposición a
los fariseos y
a su halaká o tradición oral era
total y hasta enconada. Disponían, además, de su propio código penal, de una
extrema
severidad. Por supuesto, hubo muchos
escribas que «practicaban» la doctrina saducea. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
116
Se hizo un nuevo y espeso silencio.
Los fariseos aguzaron sus oídos y, cuando consideraban
que el impostor había caído en su
propia trampa, el Galileo -con voz sonora y señalando con su
dedo índice izquierdo hacia su propio
pecho- afirmó:
-Destruid este templo y en tres días
lo levantaré.
Jesús dio por terminada su plática y
descendió por las escalinatas, invitando a los discípulos
a que le siguieran.
La muchedumbre comenzó a dispersarse,
sumida en multitud de comentarios.
Evidentemente -por lo que pude
escuchar- no habían comprendido el verdadero significado de
aquella última y lapidaria frase de
Cristo.
-¿Casi cincuenta años ha estado este
templo en construcción -se decían unos a otros- y aún
dice que lo destruirá y levantará en
tres días?
Por supuesto, tampoco sus apóstoles
captaron la intención del rabí. Sólo después -mucho
después de su resurrección- se hizo
la luz en sus corazones.
Hacia las cuatro de la tarde, el
grupo salía nuevamente de Jerusalén, rumbo a Betania.
Mientras ascendíamos por la falda
occidental del monte de los Olivos, haciendo así más corto
el camino hacia la aldea de Lázaro,
Jesús dio instrucciones a Andrés, Tomás y Felipe para que,
a partir del día siguiente, martes,
los discípulos preparasen un campamento en las cercanías de
la ciudad santa.
Aquello significaba que el Nazareno
tenía la intención de instalar su lugar habitual de reposo
-hasta ese momento en Betania- en los
aledaños de Jerusalén. Pero, ¿por qué? ¿Qué nos
reservaba el destino en aquellos dos
días -martes y miércoles-, tan escasamente conocidos en
lo que a las actividades del Maestro
se refiere?
La inesperada decisión de Jesús -no
prevista, lógicamente, en nuestro programa de trabajo,
ya que los textos evangélicos
canónicos y apócrifos no hacen mención de este «campamento»-,
iba a precipitar mi retorno al
módulo, fijado por Caballo de Troya para el atardecer del martes,
4 de abril.
Pocas horas después, precisamente en
el anochecer de dicho martes, y a la vista de lo que
aconteció, empecé a comprender por
qué el rabí de Galilea había dado aquella orden...
Por segunda vez, mientras caminábamos
hacia Betania, tuve oportunidad de comprobar
cómo la casi totalidad de los doce
hombres de confianza de Jesús no había entendido el
mensaje ni las intenciones del
Nazareno. Sus comentarios y, sobre todo, sus silencios
reflejaban una profunda confusión. La
majestuosa acción de su Maestro a lo largo de esa
mañana del lunes, arruinando el
sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios del
templo, les había devuelto las
esperanzas en un Jesús poderoso, capaz de instaurar un «reino
terrenal y político» en Israel. Pero,
al llegar la tarde, el rechazo por parte de los sacerdotes
judíos de sus enseñanzas les hizo
caer de nuevo en la incertidumbre. Aquellos hombres
presentían algo. A pesar de su escaso
nivel cultural, el permanente contacto con la tensa
realidad de aquellos días y las
repetidas advertencias de Jesús de Nazaret sobre su próximo
final les hacía intuir una catástrofe.
Agarrotados por el miedo y las dudas,
los discípulos se dirigieron a sus respectivos lugares
de descanso, aunque -según comprobé a
la mañana siguiente- muy pocos fueron los que
lograron conciliar el sueño.
Y aquella noche del lunes, 3 de abril
del año 30, tras despedirme temporalmente de Lázaro y
su familia, abordé la «cuna»,
iniciando los preparativos de la segunda fase de la exploración.
Sin duda, la más trágica y
apasionante de cuantas haya emprendido hombre alguno.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
117
La oscuridad era total cuando inicié
el ascenso del Olivete por su cara oriental. Yo había
advertido ya a Eliseo de mi inminente
retorno al módulo, como consecuencia del cambio de
planes por parte del Maestro de
Galilea. Tentado estuve de hacerme con una antorcha, a fin de
caminar con mayor seguridad por la
trocha que discurría entre los olivares. Pero un elemental
sentido de la prudencia me hizo
desistir.
El eco del microtransmisor instalado
en la hebilla de mi manto llegaba nítidamente hasta la
«cuna».
Eso me tranquilizó. Mi objetivo en aquellos momentos era alcanzar la cota
superior del
monte de «las aceitunas», situada a
la derecha de la vereda. Una vez localizado el calvero
pedregoso donde se hallaba posado el
módulo, Eliseo se encargaría de conducirme mediante la
«conexión auditiva». Una hora antes,
cuando regresábamos hacia Betania, yo había procurado
quedarme rezagado, anudando en una de
las ramas de un acebuche -justamente en la cumbre
del Olivete- el pequeño lienzo blanco
que me servía para secar el sudor y que, como el resto de
los hebreos, llevaba permanentemente
arrollado en la muñeca derecha.
Tal y como presumía, y con el
consiguiente respiro por mi parte, no llegué a cruzarme con
un solo caminante. Al distinguir la
tela, ondeando suavemente al viento, aceleré el paso. Y tras
retirarla del olivo silvestre,
abandoné el camino, internándome entre la maleza en dirección
norte. A mi izquierda, en la lejanía,
se divisaban las luces amarillentas y parpadeantes de
Jerusalén. Una media luna surgía a
intervalos entre las compactas bandas de nubes, facilitando
considerablemente mi aproximación a
la nave. A los pocos minutos me asomaba al calvero,
localizando el suave promontorio
pedregoso sobre el que debía encontrarse posado el módulo.
Eliseo, en permanente conexión, había
ido supervisando mis pasos, corrigiendo a través de la
pantalla de radar algunas de mis
inevitables desviaciones en el rumbo. Al penetrar en la zona
de seguridad del módulo -a unos 150
pies del «punto de contacto»-, mi compañero me anunció
que procedía a la desconexión parcial
del apantallamiento infrarrojo, con el fin de hacer visibles
los pies de sustentación de la
«cuna», haciendo así más rápido mi ingreso en la nave.
De pronto, en mitad de la oscuridad y
como clavados en las rocas, aparecieron cuatro largos
tubos, apuntando como fantasmas
azulados hacia la inmensidad del cielo. Simultáneamente, y
con un suave resoplido, el sistema
hidráulico hizo descender la escalerilla de aluminio. Sin
pérdida de tiempo me introduje entre
el tren de aterrizaje de la «cuna», subiendo al interior del
módulo. Supongo que si alguien
hubiera podido verme en aquellos momentos, ascendiendo por
una escalerilla que, aparentemente,
no conducía a ninguna parte, y desapareciendo
progresivamente -primero la cabeza,
hombros y brazos y a continuación el resto del tronco,
vientre, piernas, etc.-, el susto
hubiera sido considerable, creyendo quizá que había
presenciado una visión divina...
Mi encuentro con Eliseo fue
especialmente intenso y emotivo.
Una vez en la «cuna», mi compañero
apantalló de nuevo el tren de sustentación y, tras
verificar que todo seguía en calma en
torno a la nave, nos dispusimos a la revisión y ejecución
de la segunda fase de la operación.
Mi ingreso en el módulo se había
registrado a las 20 horas y 5 minutos. Eso significaba que
disponía de unas nueve horas antes de
mi incorporación al grupo de Jesús, prevista según
Caballo de Troya para las 6,30 horas
de la mañana del día siguiente, martes, 4 de abril.
Después de asearme y cambiar mis
ropas -no así el calzado-, Eliseo me hizo entrega de lo
que, familiarmente, conocíamos como
la «vara de Moisés»: el único instrumental autorizado
fuera de la «cuna» y que iba a jugar
un papel fundamental en mi siguiente exploración; en
especial a partir del prendimiento
del Nazareno en la noche del jueves, 6 de abril. Obviamente,
en un «viaje» de aquella naturaleza,
los hombres del general Curtiss habían previsto -al menos
para las horas de máxima tensión- la
filmación de los principales sucesos: noche del llamado
Jueves Santo, Viernes y Domingo de
Resurrección.
Además de la citada filmación,
Caballo de Troya tenía especial interés en el exhaustivo
seguimiento -minuto a minuto- de las
torturas que iba a sufrir el Nazareno, así como de sus
horas en la cruz. El seguimiento
sería mantenido desde una doble vertiente: por un lado, mi
propio testimonio personal y, de
otro, sin duda más importante, a través de un sofisticado
equipo técnico, capaz de filmar y
chequear, desde un ángulo estrictamente médico, a un mismo
tiempo.
Como es natural, estas delicadas
operaciones no podían efectuarse abiertamente. Ello habría
ido en contra de los principios
básicos del proyecto. Era inviable, por tanto, que yo hubiera
cargado con una cámara de cine o con
los complejos aparatos de «rastreo» de las constantes
Caballo de Troya
J. J. Benítez
118
vitales de Jesús de Nazaret. Y como,
naturalmente, tampoco era posible la implantación de
cables o dispositivos electrónicos en
el cuerpo del Maestro de Galilea que nos permitieran un
control de sus funciones orgánicas,
ritmos arterial, cardíaco, etc., Caballo de Troya diseñó y
fabricó un complejo sistema,
minuciosamente camuflado en lo que llamábamos la «vara de
Moisés».
Este ingenio -que iré detallando de
una forma progresiva- consistía en un simple cayado de
madera de pinsapo de 1,80 metros de
longitud por tres centímetros de diámetro, con el
correspondiente remate superior, en
forma de arco1. Para un observador cualquiera, ajeno a
nuestras intenciones, no debería
presentar mayor interés que el de cualquier vara común y
corriente, como las utilizadas
habitualmente por los caminantes y peregrinos.
En su interior, sin embargo, había
sido dispuesto un delicadísimo equipo. A 1,60 metros
rotando siempre desde la base del
bastón-, se hallaban cuatro «canales» de filmación
simultánea, con los objetivos
distribuidos en «cruz», de forma que pudiera rodarse a un mismo
tiempo cuanto sucedía en los 360
grados de nuestro entorno. Las cuatro «bocas» de filmación -
de 15 milímetros de diámetro cada
una- habían sido disimuladas mediante un «anillo» de tres
centímetros de anchura, formado por
un cristal semirreflectante, de forma que sólo permitía la
visión de dentro hacia afuera. Esta
especie de abrazadera, primorosamente trabajada por
nuestros técnicos, de forma que
aparentase una sencilla banda de pintura negra sobre la blanca
madera, había sido reforzada y
adornada con dos hileras de clavos de cobre que la sujetaban
firmemente. Estos clavos, de ancha
cabeza, habían sido trabajados, de acuerdo con las
antiquísimas técnicas de la industria
metalúrgica descubiertas por Nelson Glueck en el valle de
la Arabá, al sur del mar Muerto, y en
Esyón-Guéber, el legendario puerto marítimo de Salomón
en el mar Rojo. En evitación de
hipotéticos problemas, los hombres de Curtiss habían seguido al
pie de la letra las normas de la Misná o tradición oral judaica que, en su Orden Sexto -dedicado
a las prescripciones sobre purezas e
impurezas- específica que un bastón puede ser susceptible
de impureza «si ha sido adornado con
tres hileras de clavos». Uno de estos clavos, de un color
verdoso más intenso que el resto, y
ligeramente separado de la superficie del cayado, podía ser
pulsado manualmente, iniciándose así
-de manera automática- la filmación simultánea. Bastaba
una nueva presión para que el «clavo»
volviera a su posición inicial, interrumpiéndose la
grabación.
También con ocasión del «gran viaje»,
Caballo de Troya prescindió de los objetivos
comúnmente utilizados en las cámaras
de filmación, ajustando en las «bocas» de cine un
sistema revolucionario que, estoy
seguro, algún día se impondrá en la actual técnica
lotográfíca. Dada la extrema
miniaturización de los sistemas, resultaba muy difícil el cambio de
objetivos en las cámaras, que hubiera
permitido la toma de diferentes planos. Mediante una
técnica sumamente compleja, las
lentes de vidrio fueron reemplazadas por lo que podríamos
denominar «lentes gaseosas»,
susceptibles de transformarse (sin necesidad de cambio de
objetivos) en grandes angulares,
teleobjetivos, lentes de aproximación, etc.2.
1 El remate del cayado O «vara de Moisés» -en forma de asa
curvada- había sido estudiado meticulosamente por el
proyecto Caballo de Troya, en base a
una de mis misiones, en la que tenía que desempeñar el papel de «augur» o
«adivino». Estos «astrólogos» se
distinguían precisamente por su lituus: una
pequeña. vara con la parte superior
«enroscada» o doblada, en forma de
asa curvada o menguada espiral, tal y como habíamos observado en un famoso
bajorrelieve existente en el museo de
Florencia, en Italia.
El hecho de haber elegido
precisamente la madera de pinsapo para la fabricación de la «vara de Moisés»
tuvo una
justificación puramente sentimental:
de esta madera -reza la leyenda- se construyó precisamente el «caballo de
Troya»
que el ejército heleno situó frente a
las puertas de Troya. (N. del m.)
2 Aunque intentaré no extenderme en la legión de factores
técnicos que formaban el novísimo sistema de las
«lentes gaseosas», sí quiero ofrecer
algunas de sus características más generales, consciente de que quizá pueda
servir
de «pista» a los investigadores y
profesionales del mundo de la fotografía ya que, como temo, este magnífico
procedimiento no será dado a conocer
al mundo de forma inmediata. La clave o fundamento se encuentra en el
fenómeno de refracción de la luz.
Todo el mundo sabe que, cuando un rayo de luz pasa de un medio transparente a
otro de distinta naturaleza o
densidad sufre un cambio de dirección. Toda la teoría óptica geométrica tiende
al análisis
de estos cambios en el caso de
«dióptricos» y lentes o distintos tipos de superficies reflectantes o espejos.
En otras
palabras: los técnicos consiguen
integrar la imagen visual de un objeto luminoso cualquiera, refractando los
rayos de
luz por medio de un objeto de perfil
estudiado cuidadosamente y composición química definida, al que llaman «lente»,
aunque de estructura rígida. Sin
embargo, el fenómeno de refracción se provoca también en un medio elástico,
como
es el caso de un gas. Las «lentes
gaseosas» parten, en suma, de este principio, que recuerda en parte al
mecanismo
fisiológico del ojo, en el que la
«lente» -el cristalino- no es rígida, sino elástica. Pues bien, nuestras
cámaras
sustituyeron estos medios -rígido
(vidrio) o semielástico (gelatina)- por un medio gaseoso de refringencia
variable.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
119
Como digo, este dispositivo de lentes
gaseosas iba a resultar de suma utilidad. A lo largo de
los intensos y dramáticos jueves y
viernes, el cambio instantáneo de un gran angular a
teleobjetivo, por ejemplo, me
permitiría filmar detalles de extrema importancia, especialmente
durante las horas que duró la
crucifixión. Aunque prefiero referirme a ello más adelante, el
proceso de filmación se hallaba
íntimamente ligado a otro sistema de «exploración» médica: la
emisión infrarroja, igualmente
dispuesta en la «vara de Moisés», aunque en un mecanismo
alojado en la zona superior del
cayado, a 1,70 metros de la base.
Tanto el equipo de filmación como el
de infrarrojos, así como otro de ultrasonidos, eran
sostenidos por el ya mencionado
microcomputador nuclear, estratégicamente encerrado en la
base de la vara. Su complejidad era
tal que, además de las funciones de control automático de
la filmación, acumulación de película
(capaz para 150 horas de filmación), regulación de las
emisiones, recepción y proceso de las
ondas ultrasónicas y radiación infrarroja,
«traduciéndolas» a imágenes y
sonidos, alimentador de los generadores de ultrafrecuencia,
etc., su memoria de titanio1 le capacitaba incluso para controlar en cada instante
hasta los
movimientos de turbulencia en cada
uno de los puntos de las cuatro cámaras gaseosas de cine,
corrigiéndolos y consiguiendo una
perfecta estabilidad óptica.
Comentemos otro ejemplo: en un
recipiente lleno de aire, calentado por su parte inferior y refrigerado por la
superior,
las capas inferiores serán menos
densas que las superiores. En este caso, y debido a la dilatación térmica del
gas, un
rayo de luz sufrirá sucesivas
refracciones, curvándose hacia arriba. Si invertimos el proceso, el rayo se
curvará hacia
abajo. Caballo de Troya, en base a
estos principios, consiguió un control de temperaturas muy exacto en los
diversos
puntos de una masa sólida, líquida,
gaseosa o de transición. Ello se logró emitiendo dos haces de ondas
ultracortas,
que vaciaron el gradiente de
temperatura en un punto concreto «P» de una masa de gas; es decir, se obtuvo el
calentamiento de un pequeño entorno
de gas en esa zona. Por este procedimiento se pudo caldear, por ejemplo, la
totalidad de un recipiente, dejando
en el interior una masa de gas frío que adopta una forma lenticular y que, a su
vez,
puede ser alterada, lográndose un
cambio en su espesor y forma óptica. La luz que atraviesa esa masa previamente
«trabajada» de gas frío seguirá
direcciones definidas, de acuerdo con las leyes ópticas universales. Esta fue
la clave
para sustituir definitivamente las
lentes tradicionales de vidrio por las de naturaleza gaseosa. Estas lentes
revolucionarias son creadas en el
interior de un cilindro transparente de paredes muy delgadas, lleno de gas
nitrógeno.
Una serie de radiadores de
ultrafrecuencia (en número de 1200), distribuidos periférica-mente, calientan a
voluntad y a
distintas temperaturas los diversos
puntos de la masa gaseosa, consiguiéndose así desde un simple menisco
lenticular
de luminosidad f:32 hasta un complejo
sistema equivalente, por ejemplo, a un teleobjetivo o un gran angular de 180
grados. Estas «cámaras» no disponen
de diafragma, puesto que la luminosidad de la «óptica» varía a voluntad. El
film,
de selenio, cargado
electrostáticamente, fija en él una imagen eléctrica que sustituye a la imagen
química. Esta película
está formada por cinco láminas
superpuestas transparentes, cuya sensitometría está calculada para fijar otras
tantas
imágenes de distintas longitudes de
onda. Además de una segunda cámara de gas xenón para un nuevo y complicado
tratamiento óptico de las imágenes
(creando instantáneamente una especie de prisma de reflexión), nuestras cámaras
de lentes gaseosas son alimentadas
por un minúsculo computador nuclear, que constituye el «cerebro» del aparato.
Este microordenador, provisto también
de memoria de titanio, rige el funcionamiento de todas sus partes, programando
los diversos tipos de sistemas
ópticos en el cilindro de gas y teniendo en cuenta todos los factores físicos
que
intervienen: intensidad y brillo de
la imagen, distancias focales, distancia del objeto para su correspondiente
enfoque,
profundidad del campo, filtraje
cromático, ángulo del campo visual, etc. (N. del m.)
1 Es posible que muchas personas se pregunten cómo puede
lograrse un microcomputador nuclear de dimensiones
tan reducidas como para situarlo en
el interior de una vara de pinsapo de treinta milímetros de diámetro. Aunque no
estoy autorizado a describirlos
íntegramente, trataré de esbozar algunas de sus características esenciales. En
general,
los dispositivos amplificadores de
voltaje o de intensidad de los ordenadores actuales están basados en las
propiedades
de la emisión catódica en el vacío,
controlada por un electrón auxiliar o en las características del estado sólido,
como en
el caso de los diodos y transistores
de germanio y silicio. Pero dichos circuitos no amplifican la energía. Es más:
la
potencia de salida es siempre menor
que la de entrada (rendimiento menor que la unidad). Tan sólo amplifican la
tensión a costa de energía generada
en una fuente energética auxiliar: pila o rectificador de corriente alterna.
Por el
contrario, los elementos de los
ordenadores de Caballo de Troya (amplificadores nucleicos) tienen unas
características
distintas. En primer lugar, la base
no es electrónica -tampoco de vacío o de estado sólido (cristal)- sino
nucleica. Una
débil energía de entrada (neutrones o
protones unitarios incidiendo sobre unos pocos átomos) provocan, por fisión del
núcleo, una gran energía. El
rendimiento, por tanto, es mucho mayor que la unidad. A la salida del
amplificador
elemental obtenemos esta energía en
forma no eléctrica sino térmica, aunque en un proceso posterior, este calor se
transforme en energía eléctrica. Y
siendo la base de estos elementos puramente atómica -y entrando en juego, no
trillones de átomos, sino unas pocas
unidades-el grado de miniaturización es extraordinario, consiguiendo almacenar
complejísimos circuitos en volúmenes
reducidísimos. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
120
4 DE ABRIL, MARTES
A las 5.42 horas de aquel martes, con
el alba, descendí del módulo, iniciando el camino de
regreso a Betania. El cielo había
recobrado su hermoso azul celeste y la temperatura, aunque
ligeramente más baja que en días
anteriores (la «cuna» registró once grados centígrados en el
momento de mi despedida de Eliseo),
resultaba soportable.
Aquel breve período en el módulo,
además de permitirme un corto pero profundo descanso y
un aseo completo, había servido para
satisfacer un pequeño capricho, intensamente añorado en
aquellos cinco primeros días de
exploración: poder desayunar «a la antigua usanza» (aunque
en este caso tan especial quizá
habría que decir «a la futura usanza»...), tal y como tenía por
costumbre en los Estados Unidos. Así
que bajo la mirada divertida de mi compañero, yo mismo
preparé los huevos revueltos, el
bacon, las tostadas con mantequilla y dos generosas tazas de
café humeante.
Y con el ánimo dispuesto, tomé mi
nuevo e inseparable «compañero» -la «vara de Moisés»-,
guardando en la bolsa de hule un
diminuto micrófono, las lentes de contacto «crótalos», dos
esmeraldas, una cuerda de colores y
la «carta» de un supuesto amigo de Tesalónica. Todo ello,
como iremos viendo, de suma
importancia para el desarrollo de mi misión.
Conforme me aproximaba a Betania,
siguiendo la misma vereda que había tomado la noche
anterior para mi regreso a la «cuna»,
una creciente curiosidad fue apoderándose de mí. ¿Qué
me depararía el destino en aquellos
dos días -martes y miércoles- de los que apenas si se habla
en las crónicas evangélicas? ¿Qué
haría Jesús de Nazaret durante las horas que precedieron a
su prendimiento?
Aquella inquietud me hizo acelerar el
paso.
Cuando me hallaba a un tiro de piedra
del camino que conduce de Jerusalén a Jericó, y que
atravesaba Betania, un espeso
matorral me llamó la atención. Se trataba de bellos racimos de
juncias -de la especie «sultán»-, muy
apreciadas por las mujeres judías. Yo sabía que las
hebreas gustaban de adornar sus
cabellos con manojos de estas olorosas flores, extrayendo
también de sus pequeños tubérculos
ovoideos (algo menores que las avellanas) una especie de
refrescante licor, de un sabor muy
similar a la horchata.
Contento por mi descubrimiento,
arranqué un copioso ramo y proseguí la marcha.
Al llegar a la aldea, el familiar
ruido de la molienda del grano me puso sobre aviso: los
habitantes de Betania hacía tiempo
que se afanaban en sus quehaceres y, presumiblemente, el
Maestro de Galilea -consumado
madrugador- habría iniciado ya su jornada. No tenía tiempo
que perder.
Al entrar en la casa de Lázaro, la
familia me saludó con vivas muestras de alegría,
ofreciéndome el tradicional beso en
la mejilla. Marta, en especial, parecía mucho más nerviosa
y feliz que el resto por mi nueva
visita. Pero su turbación llegó al límite cuando,
inesperadamente, puse en sus manos el
racimo de juncias. Sus profundos ojos negros se
clavaron en los míos. Y al instante,
en uno de sus peculiares arranques, se separó del grupo,
refugiándose a la carrera en una de
las estancias del patio central. María y Lázaro no pudieron
contener las risas.
Pero mis pensamientos estaban
centrados en Jesús e interrogué de inmediato a Lázaro sobre
el paradero del Maestro. Aquel
interés mío por el Galileo debió llenarle de satisfacción y
atendiendo mi ruego se brindó a
acompañarme hasta la mansión de Simón, «el leproso».
Por la posición del sol debían ser la
siete de la mañana cuando, tras cruzar el jardín, me
reincorporé al grupo de discípulos
que conversaba con el rabí al pie de las escalinatas donde yo
había sostenido mi primera
conversación con el Maestro.
Prudentemente me mantuve al fondo de
la nutrida reunión, observando que, además de los
doce hombres de confianza, asistían
una decena de mujeres -elegidas igualmente por Jesús al
principio de su ministerio-, así como
veinte o veinticinco discípulos, todos ellos muy amigos del
Galileo, amén del propietario de la
casa: el anciano Simón.
Por el tono de su voz, más grave de
lo habitual, comprendí que aquella reunión encerraba un
sentido muy especial. No me
equivoqué. Jesús, ante los atónitos ojos de sus amigos, fue
diciéndoles adiós. En aquel instante
pulsé disimuladamente el clavo de cobre, activando la
filmación simultánea. Nadie se
percató de la maniobra. Sin embargo, y así creo que debo
registrarlo en honor a la verdad, en
el momento en que inicié la grabación, el gigante -que se
Caballo de Troya
J. J. Benítez
121
hallaba de espaldas y conversando con
el grupo de mujeres- giró súbitamente la cabeza,
fijando primero su mirada en mí y,
acto seguido, en la vara que yo sujetaba con mi mano
derecha. Una oleada de sangre
ascendió desde mi vientre. Pero el Maestro, en cuestión de
segundos, terminó por esbozar una
ancha sonrisa a la que creo que correspondí, aunque no
estoy muy seguro... Por un momento
creí que todo se venía abajo.
Los apóstoles y discípulos, que
seguían todos y cada uno de los movimientos del Maestro,
asociaron aquella mirada y la
inmediata sonrisa con mi presencia, no concediéndole más
trascendencia que la de un cálido
saludo hacia un gentil que venía demostrando un abierto y
sincero interés por la doctrina del
rabí.
Acto seguido, Jesús se dirigió a sus
doce íntimos, dedicando a cada uno de ellos unas cálidas
palabras de despedida.
Y empezó por Andrés, el verdadero
responsable y jefe del grupo de los apóstoles.
En uno de sus gestos favoritos,
colocó sus manos sobre los hombros del hermano de Pedro,
diciéndole:
-No te desanimes por los
acontecimientos que están a punto de llegar. Mantén tu mano
fuerte entre tus hermanos y cuida de
que no te vean caer en el desánimo.
Después, dirigiéndose a Pedro,
exclamó:
-No pongas tu confianza en el brazo
de la carne, ni en las armas de metal. Fundamenta tu
persona en los cimientos espirituales
de las rocas eternas.
Aquellas frases me dejaron perplejo.
Casi inconscientemente asocié las palabras de Jesús
con aquellas otras, vertidas por el
evangelista Mateo en su capítulo 16, en las que, tras la
confesión de Pedro sobre el origen
divino del Maestro, éste afirma textualmente:
«...Bienaventurado tú, Simón Bar
Jona..., y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré yo mi Iglesia...»
Al estudiar los Evangelios canónicos,
durante mi preparación para la operación Caballo de
Troya, había detectado un dato
-repetido en diferentes pasajes- que me produjo una cierta
confusión. Algunos parlamentos del
Nazareno o sucesos relacionados con su nacimiento y vida
pública sólo eran recogidos por uno
de los evangelistas, mientras que los otros tres no se daban
por enterados. Este era el caso del
citado párrafo de San Mateo que sostiene la creencia entre
los católicos de que Jesús de Nazaret
quiso fundar una Iglesia, tal y como hoy la entendemos. Y
desde el primer momento nació en mi
una duda: ¿cómo era posible que una afirmación tan
decisiva por parte de Jesús no fuera
igualmente registrada por Marcos, Lucas y Juan? ¿Es que
el Maestro de Galilea no pronunció
jamás aquellas palabras sobre Pedro y la Iglesia? ¿Pudo ser
esta parte de la llamada «confesión
de Pedro» una deficiente información por parte del
evangelista? ¿O me encontraba ante
una manipulación muy posterior a la muerte de Cristo,
cuando las enseñanzas del rabí habían
empezado a «canalizarse» dentro de unas estructuras
colegiales y burocráticas que exigían
la justificación -al más «alto nivel»- de su propia
existencia?
Los acontecimientos que iba a tener
ocasión de presenciar en la tarde y noche de ese mismo
martes, 4 de abril, confirmarían mis
sospechas sobre la pésima recepción, por parte de los
apóstoles, de muchas de las cosas que
hizo y que, sobre todo, dijo Jesús. Y aunque nunca
negaré la posibilidad de que el
Galileo pudiera haber pronunciado esas palabras sobre Pedro y
su Iglesia, al escuchar aquella
despedida personal del Maestro a Pedro, en el jardín de Simón,
«el leproso», mi duda sobre una
posible confusión por parte de san Mateo creció sensiblemente.
Pedro, al escuchar aquellas
emocionadas palabras -y en un movimiento reflejo que le
traicionó- trató de ocultar con su
ropón la empuñadura de la espada que escondía entre la
túnica y la faja. Pero Jesús,
simulando no haber visto dicho gesto, se colocó frente a Santiago,
diciéndole:
-No desfallezcas por apariencias
exteriores. Permanece firme en tu fe y pronto conocerás la
realidad de lo que crees.
Siguió con Nathaniel y en el mismo
tono de dulzura afirmó:
-No juzgues por las apariencias. Vive
tu fe cuando todo parezca desvanecerse. Sé fiel a tu
misión de embajador del reino.
Al imperturbable Felipe -el hombre
«práctico» del grupo- le despidió con estas palabras:
-No te sobrecojas por los
acontecimientos que se van a producir. Permanece tranquilo, aun
cuando no puedas ver el camino. Sé
leal a tu voto de consagración.
A Mateo, seguidamente, le habló así:
Caballo de Troya
J. J. Benítez
122
-No olvides la gracia que recibiste
del reino. No permitas que nadie te estafe en tu
recompensa eterna. Así como has
resistido tus inclinaciones de la naturaleza mortal, desea
permanecer resuelto.
En cuanto a Tomás, su despedida fue
así:
-No importa lo difícil que pueda ser:
ahora debes caminar sobre la fe y no sobre la vista. No
dudes que yo puedo terminar el
trabajo que he comenzado.
Aquellas palabras a Tomás -el gran
escéptico- fueron especialmente proféticas.
-No permitáis que lo que no podéis
comprender os aplaste -les dijo a los gemelos-. Sed fieles
a los afectos de vuestros corazones y
no pongáis vuestra fe en grandes hombres o en la actitud
cambiante de la gente. Permaneced
entre vuestros hermanos.
Después, llegando frente a Simón
Zelotes -el discípulo más politizado-, prosiguió:
-Simón, puede que te aplaste el
desconcierto, pero tu espíritu se levantará sobre todos los
que vayan contra ti. Lo que no has
sabido aprender de mí, mi espíritu te lo enseñará. Busca las
verdaderas realidades del espíritu y
deja de sentirte atraído por las sombras irreales y
materiales.
El penúltimo apóstol era el joven
Juan. El Maestro tomó sus manos entre las suyas,
diciéndole:
-Sé suave. Ama incluso a tus
enemigos. Sé tolerante. Y recuerda que yo he creído en ti...
Juan, con los ojos humedecidos,
retuvo las manos de Jesús, al tiempo que exclamaba con un
hilo de voz:
-Pero, Señor, ¿es que te marchas?
A juzgar por las expresiones de sus
rostros, estoy seguro que todos se habían formulado
aquella misma pregunta. Sin embargo,
sus ánimos estaban tan maltrechos y confusos que
ninguno, excepto el sincero y
valiente Juan, se atrevió a expresarla en voz alta.
Por último, el Maestro se aproximó al
larguirucho Judas Iscariote. Desde el primer momento,
la compleja y atormentada
personalidad de aquel hombre me habían atraído de forma especial.
En la medida de mis posibilidades,
procuré no perderle de vista. Y puedo adelantar ya que las
motivaciones que le empujaron a
traicionar a Jesús no fueron -como se insinúa en los
Evangelios- las del dinero. Para un
hombre como él, la consideración de los demás y la
vanagloria personal estaban muy por
encima de la avaricia...
-Judas -le dijo el Galileo-, te he
amado y he rezado para que ames a tus hermanos. No te
sientas cansado de hacer el bien. Te
aviso para que tengas cuidado con los resbaladizos
caminos de la adulación y con los
dardos venenosos del ridículo.
Jesús, evidentemente, conocía muy
bien el carácter del traidor.
Cuando hubo terminado de despedirse,
el Maestro, con una cierta sombra de tristeza en su
rostro, tomó a Lázaro por el brazo y se
alejó del grupo, adentrándose en el jardín. Sólo después
de su muerte, cuando faltaban escasas
horas para mi regreso al módulo, Marta me confesaría
cuál había sido el tema de aquella
conversación privada entre Jesús de Nazaret y su hermano.
Jesús recobró con presteza su
habitual buen humor. Y después de ordenar a los discípulos
que dispusieran aquella misma mañana
el campamento en el Olivete, rogó a Pedro, Andrés,
Juan y Santiago que se adelantaran
con él a Jerusalén.
Mi elección no ofrecía duda y en compañía
de un reducido grupo de discípulos seguí los
pasos de aquellos cinco hombres.
Como era ya costumbre, el Nazareno,
con una envidiable forma física, cubrió la empinada
vertiente oriental del Monte de los
Olivos en poco más de media hora. Cuando, al fin,
alcanzamos la cima, Jesús y los
apóstoles -lejos de detenerse a descansar- se alejaban ya,
colina abajo, en dirección al
torrente seco del Cedrón.
Pero, contra lo que imaginaba, el
Maestro no parecía tener excesiva prisa por entrar en la
ciudad santa. Y se detuvo en la
citada falda occidental del Olivete, en una explanada en la que
se apretaban decenas de tiendas, la
mayoría ocupadas por peregrinos procedentes de Galilea,
así como por comerciantes de lanas y
vendedores de animales para los sacrificios rituales.
Por lo que pude comprobar, algunas de
aquellas familias conocían de antiguo al Galileo y le
rogaron que se sentara junto a ellos.
El Maestro aceptó con gusto,
acariciando a los niños y mostrándose encantado cuando una de
las hebreas le presentó un cuenco de
barro con leche de cabra recién ordeñada, según dijo. Al
instante, otra mujer colocaba sobre
la estera de paja sobre la que había tomado asiento el rabí
Caballo de Troya
J. J. Benítez
123
una bandeja de madera con un puñado
de dátiles y una especie de torta de color blancoamarillento
y que, según uno de mis acompañantes,
era conocida por el nombre de «pan de
higos»1.
Sonriente, el Nazareno apartó con su
mano izquierda las numerosas moscas que trataban de
posarse en la leche y, tomando el
recipiente con ambas manos, se lo llevó a la boca, bebiendo
lenta y placenteramente. Poco
después, tras despedirse de sus anfitriones, realizó otras dos
visitas.
Hacia la hora tercia (las nueve de la
mañana), el grupo prosiguió su camino hacia Jerusalén.
Fue entonces cuando Pedro y Santiago,
que llevaban varios días enzarzados en una polémica
sobre las enseñanzas de su Maestro en
relación con el perdón de los pecados, decidieron salir
de dudas. Y Pedro tomó la palabra:
-Maestro, Santiago y yo no estamos de
acuerdo respecto a tus enseñanzas sobre la
redención del pecado. Santiago afirma
que tú enseñas que el Padre nos perdona, incluso, antes
de que se lo pidamos. Yo mantengo que
el arrepentimiento y la confesión deben ir por delante
del perdón. ¿Quién de los dos está en
lo cierto?
Algo sorprendido por la pregunta,
Jesús se detuvo frente a la muralla oriental del templo y,
mirando intensamente a los cuatro,
respondió:
-Hermanos míos, erráis en vuestras
opiniones porque no comprendéis la naturaleza de las
íntimas y amantes relaciones entre la
criatura y el Creador, entre los hombres y Dios. No
alcanzáis a conocer la simpatía
comprensiva que los padres sabios tienen para con sus hijos
inmaduros y a veces equivocados.
»Es verdaderamente dudoso que un
padre inteligente y amante se ponga alguna vez a
perdonar a un hijo normal. Relaciones
de comprensión, asociadas con el amor impiden,
efectivamente, esas desavenencias que
más tarde necesitan el reajuste y arrepentimiento por
el hijo, con perdón por parte del padre.
»Yo os digo que una parte de cada
padre vive en el hijo. Y el padre disfruta de prioridad y
superioridad de comprensión en todos
los asuntos relacionados con su hijo. El padre puede ver
la inmadurez del hijo por medio de su
propia madurez: la experiencia más madura del viejo.
»Pues bien, con los hijos pequeños,
el Padre celestial posee una infinita y divina simpatía y
comprensión amorosa. El perdón
divino, por tanto, es inevitable. Es inherente e inalienable a la
infinita comprensión de Dios y a su
perfecto conocimiento de todo lo concerniente a los juicios
erróneos y elecciones equivocadas del
hijo. La divina justicia es tan eternamente justa que
incluye, inevitablemente, el perdón
comprensivo.
»Cuando un hombre sabio entiende los
impulsos internos de sus semejantes, los amará. Y
cuando ames a tu hermano, ya le
habrás perdonado. Esta capacidad para comprender la
naturaleza del hombre y de perdonar
sus aparentes equivocaciones es divina. En verdad, en
verdad os digo que si sois padres
sabios, ésta deberá ser la forma en que améis y comprendáis
a vuestros hijos; incluso les
perdonaréis cuando una falta de comprensión momentánea os haya
separado.
»El hijo, siendo inmaduro y falto de
plena comprensión sobre la profunda relación padre-hijo,
sentirá frecuentemente una sensación
de separación respecto a su padre. Pero el verdadero
padre nunca estará consciente de esta
separación.
»EI pecado es la experiencia de la
conciencia de la criatura; no es parte de la conciencia de
Dios.
»Vuestra falta de capacidad y de
deseo de perdonar a vuestros semejantes es la medida de
vuestra inmadurez y la razón de los
fracasos a la hora de alcanzar el amor.
»Mantenéis rencores y alimentáis
venganzas en proporción directa a vuestra ignorancia
sobre la naturaleza interna y los
verdaderos deseos de vuestros hijos y prójimo. El amor es el
resultado de la divina e interna
necesidad de la vida. Se funda en la comprensión, se nutre en
el servicio generoso y se perfecciona
en la sabiduría.
1 En una posterior conexión con Eliseo, nuestro ordenador
central confirmó que los higos, juntamente con los
dátiles, proporcionaban al pueblo
judío el mayor índice de azúcar. Generalmente se ponían a secar, siendo
almacenados
en forma de tortas Este «pan de
higos» se utilizaba, incluso, como fármaco para sanar úlceras. Santa Claus
amplió mi
información, exponiendo que aquella
torta de higos que había sido ofrecida a Jesús podía estar formada por la
variedad
llamada «higo del sicómoro», muy
frecuente en la Palestina del siglo I. Este alimento, de bajísima calidad,
sufría una
punción cuando todavía se hallaba en
el árbol, logrando así una más rápida maduración. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
124
Los cuatro amigos de Jesús guardaron
silencio. Posiblemente, Santiago y Juan sí
comprendieron parte de las
explicaciones del Maestro. No así los hermanos pescadores. Pedro,
rascándose nerviosamente la bronceada
calva, siguió los pasos del Galileo, sumido en un sinfín
de cavilaciones.
Hacia las nueve y media de la mañana,
Cristo y sus discípulos cruzaron bajo la llamada
Puerta Oriental, en la muralla este
del templo, dirigiéndose hacia las escalinatas del atrio de los
Gentiles, lugar habitual de sus
discursos y enseñanzas.
Los cambistas y vendedores de
corderos y demás productos propios de la Pascua habían
vuelto a instalar sus mesas y
tenderetes, aprovechando las primeras luces del alba. Todo
aparecía tranquilo. Ninguno de
aquellos intermediarios hizo el menor gesto de desaprobación
cuando vieron entrar al rabí de
Galilea y al reducido grupo de seguidores. Jesús, por su parte,
se dio perfecta cuenta de que aquel
comercio sacrílego había vuelto por sus fueros. Pero, tal y
como ocurriese en otras muchas
ocasiones, no prestó mayor atención. Aquella postura por
parte del Maestro confirmó mi
convencimiento de que lo sucedido en la mañana del día anterior
se había debido fundamentalmente a
una situación límite.
Muchos de los habitantes de
Jerusalén, así como de los peregrinos que iban engrosando día
a día la población de la ciudad santa
y alrededores, esperaban ya impacientes la aparición del
rabí de Galilea. La mayor parte,
movida por una morbosa curiosidad, a la vista de los graves
acontecimientos registrados en la
mañana del lunes en la explanada del templo y expectante
por la actuación que pudiera seguir
el Sanedrín. Era un secreto a voces que Caifás y el resto del
gran consejo de justicia judío habían
tomado la decisión de prender y ajusticiar a Jesús. Pero,
¿se atreverían a hacerlo en público?
El propio rabí, a través de algunos de los «ancianos»
y
fariseos que habían presentado su
dimisión en el Sanedrín, estaba al corriente de estas intrigas
y de la oscura amenaza que se cernía
sobre él. Por ello, muchos de los hebreos aplaudían en
secreto el valor del Nazareno, que no
manifestaba temor o nerviosismo, mostrándose y
avanzando serena y majestuosamente
entre los levitas o policías del templo y, sobre todo, a la
vista de los sacerdotes.
Sin más preámbulos, y en mitad de
aquella expectación, Jesús comenzó sus palabras. Pero,
apenas si había empezado cuando, un
grupo de alumnos de las escuelas de escribas,
destacándose entre el gentío,
interrumpió al Maestro, preguntándole:
-Rabí, sabemos que eres un enseñante
que está en lo cierto y sabemos que proclamas los
caminos de la verdad y que sólo
sirves a Dios, pues no temes a ningún hombre. Sabemos
también que no te importa quiénes
sean las personas. Señor, sólo somos estudiantes y
quisiéramos conocer la verdad sobre
un asunto que nos preocupa. ¿Es justo para nosotros dar
tributo al César? ¿Debemos dar o no
debemos dar?
En aquel instante, uno de los
sirvientes de Nicodemo -que profesaba desde hacía tiempo la
doctrina de Jesús- hizo un comentario
en voz baja, recordándonos que aquella impertinente
interrupción formaba parte del plan,
trazado en la fatídica reunión del Sanedrín del día anterior.
Los fariseos, escribas y saduceos, en
efecto, habían unido sus votos para, en principio, formar
grupos «especializados» que tratasen
de ridiculizar y desprestigiar públicamente al Galileo.
Aquel típico silencio -propio de los
momentos de gran tensión- fue roto por el Nazareno
quien, en un tono irónico -como si
conociese a la perfección la falsa ignorancia de aquellos
muchachos, entre los que se hallaba
una especial representación de los «herodianos»1 les
preguntó a su vez:
-¿Por qué venís así, a provocarme?
Y acto seguido, extendiendo su mano
izquierda hacia los estudiantes, les ordenó con voz
firme:
-Mostradme la moneda del tributo y os
contestaré.
El portavoz de los alumnos le entregó
un denario de plata2 y el Maestro, después de mirar
ambas caras, repuso:
1 Aquel grupo era partidario de la dinastía de Herodes y,
entre otras misiones, tenían la de denunciar a la autoridad
romana cualquier movimiento o ataque
-incluso verbal- contra el César. (N. del m.)
2 El denario de plata era una moneda de curso legal en aquel
tiempo. Según Santa Claus, equivalía a algo menos
del sueldo de dos días de un
legionario romano. En tiempos de César, el estipendio anual de un soldado
romano
(legionario) era de 150 denarios.
Augusto le añadiría un nuevo sobresueldo, alcanzando la cifra de 225 denarios
de
Caballo de Troya
J. J. Benítez
125
-¿Qué imagen e inscripción lleva esta
moneda?
Los jóvenes se miraron con extrañeza
y respondieron, dando por sentado que el rabí conocía
perfectamente la respuesta:
-La del César.
-Entonces -contestó Jesús,
devolviéndoles la moneda-, dad al César lo que es del César, a
Dios lo que es de Dios y a mí, lo que
es mío...
La multitud, maravillada ante la
astucia y sagacidad de Jesús, prorrumpió en aplausos,
mientras los aspirantes a escribas y
sus cómplices, los «herodianos», se retiraban
avergonzados.
Instintivamente, mientras Jesús
contemplaba aquel denario, extraje de mi bolsa una moneda
similar y la examiné detenidamente.
En una de sus caras se apreciaba la imagen del César,
sentado de perfil en una silla. A su
alrededor podía leerse la siguiente inscripción: Pontif Maxim.
En la otra cara la efigie de Tiberio,
coronado de laurel, con otra leyenda a su alrededor: Ave
Augustus Ti Caesar Divi1.
Aquella nueva trampa pública había
sido muy bien planeada. Todo el mundo sabía que el
denario era el máximo tributo que la
nación judía debía pagar inexorablemente a Roma, como
señal de sumisión y vasallaje. Si el
Maestro hubiera negado el tributo, los miembros del
Sanedrín habrían acudido rápidamente
ante el procurador romano, acusando a Jesús de
sedición. Si, por el contrario, se
hubiese mostrado partidario de acatar las órdenes del Imperio,
la mayoría del pueblo judío hubiera
sentido herido su orgullo patriótico, excepción hecha de los
saduceos, que pagaban el tributo con
gusto.
Fueron estos últimos precisamente
quienes, pocos minutos después de este incidente, y
siguiendo la estrategia programada
por el Sanedrín, avanzaron hacia Jesús -que intentaba
proseguir con sus enseñanzas-
tendiéndole una segunda trampa:
-Maestro -le dijo el portavoz del
grupo-, Moisés dijo que si un hombre casado muriese sin
dejar hijos, su hermano debería tomar
a su esposa y sembrar semilla por el hermano muerto.
Entonces ocurrió un caso: cierto
hombre que tenía seis hermanos murió sin descendencia. Su
siguiente hermano tomó a su esposa,
pero también murió pronto sin dejar hijos. Y lo mismo
hizo el segundo hermano, muriendo
igualmente sin prole. Y así hasta que los seis hermanos
tuvieron a la esposa y todos pasaron
sin dejar hijos. Entonces, después de todos ellos, la propia
esposa falleció. Lo que te queríamos
preguntar es lo siguiente: cuando resuciten, ¿de quién
será la esposa?
Al escuchar la disertación del
saduceo, varios de los discípulos de Jesús movieron
negativamente la cabeza, en señal de
desaprobación. Según me explicaron, las leyes judías
sobre este particular hacía tiempo que
eran «letra muerta» para el pueblo. Amén de que aquel
caso tan concreto era muy difícil de
que se produjera en realidad, sólo algunas comunidades de
fariseos -los más puristas- seguían
considerando y practicando el llamado matrimonio de
levirato2.
plata o 3600 ases. Esta cantidad fue
confirmada por Tácito en tiempos de Tiberio (Ann. 1, 17: denis in diem assibus
animan et corpus aestimari). Los
centuriones, por su parte, cobraban 2500 denarios-año y los llamados primi
ordines,
5000. (N. del m.)
1 «Sumo Pontífice» y «¡Salve, Divino Tiberio César
Augusto!», respectivamente. Las inscripciones aparecían
abreviadas. En realidad deberían
decir: Pontifex Maximus y Ave Augustos Tiberius Caesar Divinus. (N. del m.)
2 El ordenador central del módulo me proporcionó aquella
misma noche una extensa y exhaustiva información sobre
este curioso tipo de matrimonio. La
tradición oral hebrea -recogida en la Misná (Orden Tercero),
dedicado a las
yebamot o cuñadas, y según las leyes contenidas en el Deuteronomio (25, 5-10)- establecía que, cuando dos hermanos
habitaban uno junto al otro y uno de
ellos muere sin dejar hijos, la mujer del muerto no se casará con un extraño:
«Su
cuñado irá a ella y la tomará por
mujer.» El primogénito que de ella tenga llevará el nombre del hermano muerto,
«para que su nombre no desaparezca de
Israel». Pero, si el hermano se negase a tomar por mujer a 50 cuñada, subirá
ésta a la puerta, a los ancianos, y
les dirá: «Mi cuñado se niega a suscitar en Israel el nombre de su hermano; no
quiere cumplir su obligación de
cuñado, tomándome por mujer.» Los ancianos de la ciudad le harán venir y le
hablarán.
Si persiste en la negativa, su cuñada
se acercará a él en presencia de los ancianos, le quitará del pie un zapato y
le
escupirá en la cara, diciendo: «Esto
se hace con el hombre que no sostiene a la casa de su hermano.» Y su caía será
llamada en Israel la casa del
descalzado. Este matrimonio, que es obligatorio, se denomina yibbum; es decir, de
levirato (de levir: cuñado). Cuando
la cuñada quedaba con sucesión, este matrimonio estaba prohibido. A partir de
la
llamada «ceremonia del zapato», la
cuñada quedaba libre para contraer matrimonio con cualquiera.
Con el paso de los siglos, esta norma
fue perdiéndose y en tiempos de Jesús apenas si era practicada, encerrando,
en el mejor de los casos, un carácter
puramente simbólico o de trámite legal. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
126
El rabí, aun sabiendo la falta de
sinceridad de aquellos saduceos, accedió a contestar. Y les
dijo:
-Todos erráis al hacer tales
preguntas porque no conocéis las Escrituras ni el poder viviente
de Dios. Sabéis que los hijos de este
mundo pueden casarse y ser dados en matrimonio, pero
no parecéis comprender que los que se
hacen merecedores de los mundos venideros a través
de la resurrección de los justos, ni
se casan ni son dados en matrimonio. Los que experimentan
la resurrección de entre los muertos
son más como los ángeles del cielo y nunca mueren. Estos
resucitados son eternamente hijos de
Dios. Son los hijos de la luz. Incluso vuestro padre,
Moisés, comprendió esto. Ante la
zarza ardiente oyó al Padre decir: «Soy el Dios de Abraham,
el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.»
Y así, junto a Moisés, yo declaro que mi Padre no es el
Dios de los muertos, sino de los
vivos. En él, todos vosotros os reproducís y poseéis vuestra
existencia mortal.
Los saduceos se retiraron, presa de
una gran confusión, mientras sus seculares enemigos,
los fariseos, llegaban a exclamar a
voz en grito: «¡Verdad, verdad, verdad Maestro! Has
contestado bien a estos incrédulos.»
Quedé nuevamente sorprendido, al
igual que aquella multitud, por la sagacidad y reflejos
mentales de aquel gigante. Jesús
conocía la doctrina de esta secta, que sólo aceptaba como
válidos los cinco textos llamados los
Libros de Moisés. Y recurrió precisamente a Moisés en su
respuesta, desarmando a los saduceos.
Pero, desde mi punto de vista, los fariseos que
aplaudieron las palabras del Maestro,
no entendieron tampoco la profundidad del mensaje del
Nazareno, cuando aludió con voz
rotunda « a los que experimentan la resurrección de entre los
muertos». Los «santos» o «separados»
-como se les llamaba popularmente a los fariseos-
creían que, en la resurrección, los
cuerpos se levantaban físicamente. Y Jesús, en sus
afirmaciones, no se refirió a este
tipo de resurrección...
El Maestro parecía resignado a
suspender temporalmente su predicación y esperó en silencio
una nueva pregunta. La verdad es que
llegó a los pocos momentos, de labios de aquel mismo
grupo de fariseos que había simulado
tan cálidos elogios hacia el rabí. Uno de ellos, señalando a
Jesús, expuso un tema que conmovió de
nuevo al gentío:
-Maestro -le dijo-, soy abogado y me
gustaría preguntarte cuál es, en tu opinión, el mayor
mandamiento.
Sin conceder un segundo siquiera a la
reflexión -y elevando aún más su potente voz-, el
gigante repuso:
-No hay más que un mandamiento y ése
es el mayor de todos. Es éste: ¡Oye, oh Israel! El
Señor, nuestro Dios, el Señor es uno.
Y lo amarás con todo tu corazón y con toda tu alma, con
toda tu mente y con toda tu fuerza.
Este es el primero y el gran mandamiento. Y el segundo es
como este primero. En realidad, sale
directamente de él y es: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. No hay otro mandamiento mayor
que éstos. En ellos se basa toda la Ley y los profetas.
Aquel hombre de leyes, consternado
por la sabiduría de la respuesta de Jesús, se inclinó a
alabar abiertamente al rabí:
-Verdaderamente, Maestro, has dicho
bien. Dios, ¡bendito sea!, es uno y nada más hay tras
él. Amarle con todo el corazón,
entendimiento y fuerza y amar al prójimo como a uno mismo es
el primero y el gran mandamiento.
Estamos de acuerdo en que este gran mandamiento ha de
ser tenido mucho más en cuenta que
todas las ofrendas y sacrificios que se queman.
Ante semejante respuesta, el Nazareno
se sintió satisfecho y sentenció, ante el estupor de
los fariseos:
-Amigo mío, me doy cuenta de que no
estás lejos del reino de Dios...
Jesús no se equivocaba. Aquella misma
noche, en secreto, aquel fariseo acudió hasta el
campamento situado en el huerto de
Getsemaní, siendo instruido por Jesús y pidiendo ser
bautizado.
Aquella sucesión de descalabros
dialécticos terminó por disuadir a los restantes grupos de
escribas, saduceos y fariseos, que
comenzaron a retirarse disimuladamente.
Al observar que no había más
preguntas, el Galileo se puso en pie y, antes de que los
venenosos sacerdotes desaparecieran,
les lanzó esta interrogante:
-Puesto que no hacéis más preguntas,
me gustaría haceros una:
¿Qué pensáis del Libertador? Es
decir, ¿de quién es hijo?
Los fariseos y sus compinches
quedaron como electrizados mientras un murmullo recorría
aquella zona de la explanada.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
127
Los miembros del Templo deliberaron
durante algunos minutos y, finalmente, uno de los
escribas, señalando uno de los
papiros que llevaba anudado a su brazo derecho y que contenía
la Ley, respondió:
-El Mesías es el hijo de David.
Pero el Nazareno no se contentó con
esta respuesta. Él sabía que existía una agria polémica
sobre si él era o no hijo de David
-incluso entre sus propios seguidores- y remachó:
-Sí el Libertador es en verdad el
hijo de David, cómo es que en el salmo que atribuís a
David, él mismo, hablando con el
espíritu, dice: «El Señor dijo a mi señor: siéntate a mi
derecha hasta que haga de tus
enemigos el escabel de tus pies.» Si David le llama Señor,
¿cómo puede ser su hijo?
Los fariseos y principales del templo
quedaron tan confusos que no se atrevieron a
responder.
Hacia la hora quinta (las once de la
mañana, aproximadamente), Jesús dio por concluida su
estancia en el Templo y, puesto que
era el tiempo de la comida, se encaminó con sus discípulos
hacia la Puerta Triple con el fin
-según me comentó el propio Pedro- de dirigirse a la casa de
José de Arimatea, en la ciudad baja.
Al descubrir cómo me quedaba atrás, dispuesto a no
alterar, en la medida de lo posible,
la intimidad del grupo, Andrés retrocedió y me invitó a
compartir con ellos la segunda comida
del día. Mientras tanto, Jesús y los demás habían
cruzado ya entre las mesas de los
cambistas y mercaderes, perdiéndose por la soberbia puerta
del muro sur del Templo.
Estaba a punto de aceptar,
naturalmente, cuando un tumulto procedente de la cara más
oriental del Santuario nos hizo
volver la mirada. Entre gritos desgarradores, una mujer estaba
siendo prácticamente arrastrada por
las escalinatas de acceso al Pórtico Corintio. Una patrulla
de la policía del Templo (los
levitas), posiblemente de los destacados en el atrio de las Mujeres,
se dirigía a través de la explanada
donde nos encontrábamos, en dirección al Pórtico de
Salomón y, más concretamente, hacia
la Puerta Oriental. Dos de los levitas de esta «guardia de
día» sujetaban a la hebrea por las
axilas, mientras un tercero había hecho presa en sus pies,
soportando a duras penas los
violentos movimientos de la muchacha. Detrás, medio ocultos
entre un enjambre de curiosos,
marchaban uno de los guardianes de turno del Templo y varios
sacerdotes.
La multitud que se hallaba entre los
puestos de los vendedores corrió al instante hacía la
patrulla, lanzando gritos de
«¡adúltera!... adúltera!», como si aquel suceso fuera algo común y
hasta festejado por la turba.
Interrogué a Andrés con la mirada y
el jefe del grupo, con expresión grave, lamentó aquella
sombría coincidencia, resumiendo el
lamentable espectáculo con la siguiente frase:
-Son las «aguas amargas».
Recordé al instante que en una de mis
investigaciones en los textos bíblicos Números (5,11-
31)1,
Yavé especificaba el procedimiento a seguir con la mujer sospechosa de
adulterio. Cuando
1 Dice así el citado texto bíblico: «Habló Yavé a Moisés,
diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Si la mujer de
uno fornicara y le fuese infiel,
durmiendo con otro en concúbito de semen, sin que haya podido verlo el marido
ni haya
testigos, por no haber sido hallada
en el lecho, y se apoderase del marido el espíritu de los celos y tuviese celos
de ella,
háyase ella manchada en realidad o no
se haya manchado, la llevará al sacerdote, y ofrecerá por ella una oblación de
la
décima parte de un efá de harina de
cebada, sin derramar aceite sobre ella ni poner encima incienso, porque es
minjá
de celos, minjá de memoria para traer
el pecado a la memoria. El sacerdote hará que se acerque y se esté ante Yavé;
tomará del agua santa en una vasija
de barro, y cogiendo un poco de la tierra del suelo del tabernáculo, lo echará
en el
agua. Luego, el sacerdote, haciendo
estar a la mujer ante Yavé, le descubrirá la cabeza y le pondrá en las manos la
minjá de memoria, la minjá de los
celos, teniendo él en la mano el agua amarga de la maldición, y la conjurará,
diciendo: «Si no ha dormido contigo
ninguno, y si no te has descarriado, contaminándote y siendo infiel a tu
marido,
indemne seas del agua amarga de la
maldición; pero si te descarriaste y fornicaste infiel a tu marido,
contaminándote y
durmiendo con otro (aquí el sacerdote
la conjurará con el juramento de execración, diciendo): Hágate Yavé maldición y
execración en medio de tu pueblo, y
séquense tus muslos e hínchese tu vientre, entre esta agua de maldición en tus
entrañas para hacer que tu vientre se
hinche y se pudran tus músculos.» La mujer contestará: «Amén, amén.» El
sacerdote escribirá estas maldiciones
en una hoja, y las diluirá en el agua amarga, y hará beber a la mujer el agua
amarga de la maldición. Luego tomará
de la mano de la mujer la minjá de los celos y la agitará ante Yavé, y la
llevará
al altar; y tomando un puñado de la
ofrenda de la memoria, lo quemará en el altar, haciendo después beber el agua a
la mujer. Dárale a beber el agua; y
sí se hubiese contaminado, siendo infiel a su marido, el agua de maldición
entrará
en ella con su amargura, se le
hinchará el vientre, se le secarán los muslos, y será maldición en medio de su
pueblo. Sí,
por el contrario, no se contaminó y
es pura, quedará ilesa y será fecunda... Así el marido quedará libre de culpa,
y la
mujer llevará sobre si su pecado.»
(N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
128
el marido creía que su esposa le era
infiel, llevaba a ésta hasta el sacerdote, obligándola a
confesar. Si se negaba a reconocer su
culpa, la desdichada tenía que pasar por la prueba (una
especie de «juicio de Dios») de las
«aguas amargas». El sacerdote preparaba un brebaje
especial -compuesto, según reza en la
Biblia, por tierra del Tabernáculo y la tinta con la que
escribía el ritual de las
maldiciones, previamente diluida en agua- y, entre ceremonias
religiosas, daba a beber dicha poción
a la sospechosa. La creencia judía enseñaba que, si la
mujer era realmente culpable, el
misterioso liquido atacaba sus entrañas, matándola. Por el
contrario, si era inocente, las
«aguas amargas» no alteraban su organismo1.
Para una mente racional, aquella
prueba dejaba mucho que desear en cuanto a su posible
objetividad. Pero, a decir verdad, lo
que avivó mi curiosidad fue la «fórmula» de aquella
pócima. ¿Qué podía contener?
Estaba ante una oportunidad única y
supliqué a Andrés que me acompañara. Quería
presenciar la ejecución de la
sentencia y, si fuera posible, hacerme con una muestra de la tinta
utilizada para la fabricación de las
«aguas amargas». Andrés comprendió a medias mi
aparentemente morboso deseo y a
regañadientes consintió en concederme unos minutos.
Cruzamos bajo el arco de piedra de la
Puerta Oriental, abriéndonos paso entre el gentío que
rodeaba ya a la patrulla. Varios
levitas habían formado un círculo o cordón de seguridad de
unos diez metros de diámetro. En el
centro, la mujer, siempre sujeta por los policías del
Templo, permanecía en pie,
sollozando. Había sido vestida con una túnica negra y despojada de
todos sus adornos.
Mi compañero me explicó que aquélla
era la última fase de un proceso que se había iniciado
en la mañana del pasado lunes. (Los
jueces del Gran o Pequeño Sanedrín se reunían
precisamente los lunes y jueves de
cada semana, para despachar los asuntos pendientes.) Este
caso de supuesto adulterio había sido
llevado por el Pequeño Sanedrín, formado por 23 jueces.
A petición de su marido, la sospechosa
-una joven que no rebasaría los 20 años- había sido
conducida aquella mañana del lunes, 3
de abril, ante el tribunal de Justicia y allí, interrogada y
atemorizada con fórmulas como la
siguiente: «Hija mía, mucho pecado aporta el vino, mucho la
risa, mucho la juventud, mucho los
malos vecinos; hazlo (reconoce la verdad) por el nombre de
Dios, que está escrito con santidad
para que no sea borrado con el agua.»
Pero, a juzgar por lo que estaba
sucediendo, la infeliz se había declarado inocente y el
Pequeño Sanedrín dictaminó que debía
someterse a la prueba de las «aguas amargas». Cuando
interrogué a Andrés sobre la suerte
de aquella hebrea, en el caso de que se hubiera declarado
culpable, el apóstol me insinuó que
no sabía qué podía ser peor. Si la mujer judía decía ante el
Tribunal «soy impura», se le obligaba
a firmar la renuncia a su dote, procediéndose entonces a
la consumación del libelo de
divorcio. Como bien apuntaba Andrés, en estas circunstancias, la
esposa quedaba en la más absoluta
miseria, tenía que abandonar el hogar y a sus hijos, siendo
despreciada de por vida. Aquellas
leyes establecían el derecho al divorcio, única y
exclusivamente de parte del hombre2. Esto se prestaba a constantes abusos, caprichos e
injusticias. Si el marido deseaba
quedarse con la dote que la mujer aportaba al matrimonio y, al
mismo tiempo, recobrar su soltería,
sólo tenía que acusar a la esposa de infidelidad. Una de
dos: o la mujer fallecía a causa de
las «aguas amargas» o cargaba con la supuesta culpa, con
las consecuencias ya mencionadas.
Tal y como sospechaba, era sumamente
raro que la víctima sobreviviera a la ingestión de
aquel brebaje.
En suma, que aquella desgraciada,
tras declarar que «era pura», había sido conducida a
través de la Puerta de Nicanor -tal y
como marcaba la tradición- hasta la estrecha explanada
existente al pie de la muralla
oriental del Templo, al mismo lugar donde se llevaban a cabo las
ceremonias de purificación de
leprosos y parturientas.
1 Santa Claus, nuestro ordenador, completó mi información
sobre las aguas amargas», añadiendo que ya en el
Código de Hammurabi existía un
precedente similar. Sí una mujer resultaba sospechosa de adulterio, era
arrojada a la
corriente del Éufrates. Sí salía con
vida era considerada inocente. Sí perecía, su culpabilidad era manifiesta. (N.
del m.)
2 La mujer judía sólo tenía derecho a pedir el divorcio si
su marido ejercía una de estas tres profesiones: recogedor
de inmundicias de perro (basurero),
fundidor de cobre o curtidor. (Lista recogida en el escrito rabínico Ketubot VII.
108.) Y ello se
debía, únicamente, al mal olor producido por dichas actividades. La Ley
estipulaba también que la esposa
podía solicitar el divorcio si, a
partir de los 13 años, el marido la obligaba a hacer votos, abusando de su
dignidad, o si
aquél padecía de lepra o pólipos. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
129
Uno de los sacerdotes se destacó
entonces de entre la muchedumbre y con paso decidido se
situó frente a la joven, asiendo su
túnica con la mano izquierda y a la altura del vientre.
Después, de un fuerte tirón, desgarró
la vestidura, dejando al descubierto unos pechos blancos
y pequeños. El grito de la esposa fue
ahogado prácticamente por el bramido de la multitud,
excitada ante la contemplación de
aquellos hermosos senos. Inmediatamente, el mismo
sacerdote se colocó a espaldas de la
mujer, procediendo a soltar su larga cabellera negra.
Andrés, nervioso y disgustado, hizo
ademán de retirarse. Tratando entonces de ganar tiempo
y de aprovechar aquel lógico deseo de
mi amigo de evitar tan lamentable suceso, tomé mi
bolsa de hule y puse en su mano dos
denarios de plata. Andrés me miró sin comprender.
-Deseo pedirte un nuevo favor -le
dije-. Es importante para mí adquirir una muestra de la
tinta con la que ha sido escrita esa
maldición...
El galileo quedó perplejo. Y
adelantándome a sus pensamientos, añadí:
Confía en mi. Sabes que no puedo
entrar en el Santuario y tratar de comprarla personalmente.
Bastará con una pequeña cantidad:
quizá sea suficiente con una décima de log1.
Seguí mirando fijamente a Andrés,
intentando trasmitirle un mínimo de confianza. La fortuna
volvió a sonreírme y el discípulo
encogiéndose de hombros, accedió, rogándome que no me
moviera del lugar.
Mientras Andrés volvía a penetrar en
el recinto del Templo, me reincorporé a la marcha de
los acontecimientos. El sacerdote que
había desgarrado la túnica de la mujer se hallaba ahora
deliberando con el resto de los
miembros del Templo. De vez en cuando volvían la cabeza hacia
aquella infeliz, enzarzándose en
nuevas y encendidas polémicas. Uno de ellos dejó el corrillo y
caminó unos pasos, situándose a un
palmo de la sospechosa de adulterio. Sin inmutarse ante
las lágrimas de la mujer, se inclinó
ligeramente, inspeccionando de cerca los pequeños y
oscuros pezones. Al cabo de unos
minutos retornó al centro de la reunión, iniciándose una
nueva y aún más áspera controversia.
Al final, y tras llegar a un acuerdo,
otro de los sacerdotes tomó un cinturón egipcio -formado
por cuerdas entrelazadas- y se
dirigió hacia la muchacha. Cubrió su torso ciñendo la tela por
encima de sus pechos, de forma que la
túnica no pudiera bajarse.
A una orden del guardián del Templo y
jefe de la patrulla de levitas, uno de los hebreos que
permanecía junto a los sacerdotes, y
que resultó ser el marido, avanzó hasta el centro del
círculo, depositando a los pies de su
mujer un cesto de paja con unos tres o cuatro kilos de
harina de cebada2. Después, con la misma frialdad, se retiró. Por un
momento creí que el
querellante iba a situar el pequeño
cesto en las manos de la condenada pero, por indicación de
uno de los levitas que sujetaba a la
mujer, terminó por colocarlo en tierra. A mi regreso al
módulo, en la mañana del domingo, la
computadora me aclararía este extremo: La tradición
bíblica especificaba que la ofrenda
del marido -la «efá» de harina de cebada- debía ser colocada
sobre las manos de la víctima. El
sacerdote, entonces, ponía su mano bajo las de la mujer,
agitando el recipiente de forma
ritual. A continuación, lo acercaba al altar, cogía un puñado y lo
quemaba. El resto era destinado a la
alimentación de los sacerdotes del Templo.
La peligrosa resistencia de la infeliz
-que no podía ser liberada del firme control de los
policías- hizo aconsejable en este
caso que el sacerdote pasase por alto aquella parte del ritual.
De pronto, y por la zona más próxima
a la muralla, los judíos fueron abriendo un pasillo,
dando paso a otro sacerdote,
estrechamente escoltado por seis levitas. Un murmullo se levantó
entre el gentío al descubrir que
aquel sacerdote transportaba algo entre sus manos. El objeto
en cuestión -bastante liviano, a
juzgar por el escaso esfuerzo desarrollado por el hebreo-
aparecía cubierto por un lienzo
blanco. Imaginé al instante que podía tratarse del recipiente que
contenía las «aguas amargas».
Desgraciadamente no tuve que aguardar mucho tiempo para
despejar mis dudas. La recién llegada
escolta se situó en torno a la mujer y a los policías que la
sujetaban, formando un segundo cordón
de seguridad.
El sacerdote retiró el lienzo y
apareció a la vista de los presentes un pequeño cuenco de
arcilla rojiza, con una capacidad
aproximada de un litro. Al verlo, la esposa sufrió un nuevo
1 Un «log» -medida utilizada para líquidos y áridos-
equivalía a medio litro, aproximadamente. (N. del m.)
2 Una «efá» -medida judía de capacidad- equivalía a 72
«log». En este caso, la Biblia estimaba que debía
ofrendarse una décima de «efá»; es decir,
7,2 «log» o, lo que es lo mismo, unos 3 kilos y 600 gramos,
aproximadamente. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
130
ataque de desesperación,
convulsionándose violentamente y profiriendo unos alaridos que
hicieron levantar el vuelo de las
numerosas palomas que se hallaban posadas sobre los
torreones y cúpula del Templo.
Un silencio total -roto únicamente
por los aullidos de la prisionera- cayó poco a poco sobre el
lugar. El sacerdote que portaba la
vasija de barro levantó entonces su voz, conminando a la
mujer a que, por última vez, se
declarara culpable o inocente.
El gentío aguardó expectante. Pero la
hebrea entre gemidos cada vez más apagados, sólo
acertó a pronunciar dos palabras
fatídicas: «Soy pura.»
El miembro del Templo, que parecía
tener una incomprensible prisa, volvió la cabeza hacia
uno de los levitas, musitándole algo
al oído. El policía dejó entonces su puesto, uniéndose a los
tres compañeros que retenían a la
joven. Y situándose a espaldas de la víctima la sujetó por la
espesa mata de pelo, tirando de los
cabellos hacia abajo y obligándola a mantener el rostro
cara al cielo. Los gritos arreciaron.
Mientras la patrulla afianzaba sus pies sobre el áspero
terreno, sujetando con nuevos bríos
los brazos y piernas de la mujer, otros dos policías se
situaron a escasos centímetros de
ella, cada uno frente a un costado. Y como si aquella
operación hubiera sido largamente
estudiada o practicada, mientras el levita del flanco
izquierdo cerraba con sus dedos la
nariz de la «adúltera», el del costado derecho situó sus
manos a escasa altura de la cara,
esperando a que el peligro de asfixia obligara a abrir la boca
a la judía. Entre sollozos y
resoplidos mal contenidos, la muchacha terminó por aspirar aire.
Como movidas por un resorte, las
manos del policía se hundieron en el interior de la boca,
separando violentamente la mandíbula
inferior. En décimas de segundo, el sacerdote que
portaba el cuenco dio un paso hacia
adelante, vertiendo su contenido en la boca de la víctima.
A pesar de los seis policías que
tomaban parte en la inmovilización de la hebrea, ésta consiguió
ladear levemente la cabeza, haciendo
que parte de aquel líquido negruzco se derramara por sus
mejillas, cuello y túnica.
Una vez apurado el brebaje, el
sacerdote retrocedió, al tiempo que los levitas de los costados
dejaban libres nariz y boca. El que
tiraba del cabello, sin embargo, al igual que los tres que
aprisionaban sus brazos y piernas,
siguió en su puesto.
A pesar de mi preparación para esta
misión, una oleada de indignación me conmovió de pies
a cabeza. Sin embargo, tal y como
estaba establecido por Caballo de Troya, yo no podía hacer
otra cosa que asistir impasible a
aquel trágico suceso. Ahora reconozco que fue una prueba
decisiva para asimilar mi misión y
poder asistir -con toda frialdad- a las no menos dramáticas
horas del Viernes Santo...
No habrían transcurrido ni cinco
minutos cuando la mujer comenzó a sufrir una serie de
espasmos. Sus rodillas se doblaron,
mientras los levitas trataban de mantenerla erguida.
(Después, al analizar la muestra de
tinta, comprendí que aquella actitud de los policías tenía un
único y bien estudiado objetivo:
evitar que, al caer al suelo y flexionar el abdomen, la
condenada pudiera vomitar las «aguas
amargas», anulando así sus efectos.)
Lentamente, la joven esposa fue
perdiendo fuerza. Su rostro adquirió un tinte amarillento y
sus ojos -muy abiertos y fijos en
aquel azul infinito del cielo de Jerusalén- se abultaron, al
tiempo que las grandes arterias del
cuello se hinchaban de forma alarmante.
Evidentemente, el veneno había
surtido efecto. Los sacerdotes lo sabían y, al apreciar
aquellos síntomas, ordenaron a la
patrulla que soltara a la mujer. Al liberarla, ésta cayó
desplomada a tierra, mientras las decenas
de curiosos comenzaban a desfilar en silencio,
cruzando de nuevo la muralla o
alejándose ladera abajo, hacia el Cedrón.
Fue la voz de Andrés, llamándome
desde el arco de la Puerta Oriental, la que me sacó de la
triste contemplación de aquel cuerpo
desmayado, o quizá sin vida, rodeado por la policía del
Templo. Mi amigo debió advertir en
seguida mi desolación y, tomándome por el brazo, me
condujo a través del Atrio de los
Gentiles, en dirección a la ciudad baja. Una vez fuera del
Templo, el discípulo sacó
disimuladamente de entre sus ropas un pequeño jarrito (de unos 17
centímetros de altura), provisto de
una sola asa y con la reducida boca circular perfectamente
cerrada por un «tapón» de tela. Sin
más explicaciones, puso el recipiente de barro rojo en mis
manos, al igual que uno de los dos
denarios que yo le había entregado. Andrés no hizo una sola
pregunta y yo agradecí doblemente su
eficacia y discreción.
Días más tarde, cuando fue posible
analizar el contenido de aquel recipiente, mis sospechas se
vieron confirmadas. La tinta en
cuestión contenía cuatro sustancias principales: añil, carbonato
potásico, ácido arsenioso y cal viva.
Todo ello, diluido en agua común. La circunstancia clave de
Caballo de Troya
J. J. Benítez
131
que -según rezaba el Antiguo
Testamento-, la tinta debía ser susceptible de disolverse en agua,
redujo considerablemente el panel de
tintas utilizadas presumiblemente en el siglo I en Israel.
Este importante requisito de la
disolución de la tinta en agua, y el no menos decisivo hecho de
que provocara en el ser humano los ya
referidos efectos, nos condujo casi irremisiblemente a la
llamada «tinta azul». Nuestros
técnicos descubrieron igualmente que uno de sus ingredientes -
el ácido arsenioso- no formaba parte
en realidad de las sustancias primigenias y necesarias
para la composición de la tinta.
Junto al añil, al carbonato potásico y a la cal viva aparecía el
sulfuro de arsénico, pero nunca el
ácido arsenioso. ¿Cómo podía ser esto? La explicación era
elemental: los israelitas utilizaban
el tipo denominado «sulfuro amarillo de arsénico», que se
daba espontáneamente en la
Naturaleza, en masas compuestas de láminas semitransparentes,
de color amarillo-oro, inodoras,
insípidas, insolubles en agua y volátiles al fuego1. Este
«sulfuro
amarillo de arsénico» no es tóxico.
Ello explicaba que pudiera ser manipulado sin problemas.
Sin embargo, en su interior se
albergaba un veneno muy activo: el ácido arsenioso puro, de
efectos muy enérgicos. Los judíos
conseguían la disolución de este veneno (insoluble en agua,
como ya comenté anteriormente),
merced a otras sustancias que sí aparecían en la
composición de la «tinta azul»: el
carbonato potásico y la cal viva, ambos de fuerte poder
alcalino2.
Probablemente, el sacerdote encargado
de la «fabricación» de las «aguas amargas» hervía
las cuatro primeras sustancias -añil,
carbonato potásico, sulfuro amarillo de arsénico y cal viva-
, consiguiendo una disolución total.
A continuación, tras filtrar el líquido resultante, le añadía
una pequeña porción de goma arábiga
pulverizada -hallada por nuestros especialistas en la
«tinta azul» y en una proporción
idéntica a la cal viva-, resultando un brebaje doblemente útil:
como tinta y como veneno.
En cuanto al sabor amargo, que dio
nombre a la pócima, podría deberse a la presencia del
carbonato potásico, de fuerte sabor
acre3.
Dado el carácter «sagrado» de esta
«tinta», lo más lógico es que no fuera compuesta hasta
poco antes de su empleo. La Misná, en su Orden Tercero (dedicado a las mujeres), explica que
el sacerdote llenaba un cuenco nuevo
de barro con una cantidad que oscilaba entre un cuarto y
medio «log» de agua del pilón (es
decir, entre 125 y 250 gramos de agua común). A
continuación «entraba en el Santuario
y se dirigía hacia la derecha, donde había un lugar de un
codo cuadrado (unos 45 centímetros
cuadrados) con una mesa de mármol y un anillo fijado a
ella. Después de alzaría cogía la
ceniza que había bajo ella y la ponía en el cuenco, de tal modo
que se hiciese perceptible en el
agua, tal como está escrito: «de la ceniza que haya en el
pavimento del santuario tomará el
sacerdote y la pondrá en el agua».
Por último, el sacerdote se hacía con
la «tinta» y escribía las fórmulas rituales. Yavé -tal y
como especifica el libro sagrado (Números 5,23) ordenaba que se escribiera sobre «un libro».
En otras palabras, en un rollo.
Tampoco debía utilizar goma, vitriolo ni ninguna otra sustancia
que quedase fija. Lógicamente, silo
que se perseguía era que la acusada bebiese el veneno
contenido en la «tinta», ésta debía
ser perfectamente soluble en el agua.
Después de aquellas verificaciones,
una serie de dudas -más intensas y fascinantes, si cabe -
quedaron flotando en el espíritu de
los hombres del proyecto Caballo de Troya.
En primer lugar, si la salida de los
judíos de Egipto se registró hacia el año 1290 antes de
Cristo, ¿cómo es posible que el
pueblo hebreo conociese el ácido arsenioso y su funesta acción
sobre el organismo humano, si las
primeras noticias sobre dicho ácido empezaron a difundirse
1 Este sulfuro -a diferencia del llamado «sulfuro rojo de
arsénico», que se halla en abundancia en Bohemia- es fácil
de encontrar en Persia. De ahí que
los israelitas pudieran tener un mejor acceso al «amarillo». Ambos, sin embargo,
reúnen características parecidas en
cuanto al hecho de que son solubles en soluciones alcalinas. El «amarillo», no
obstante, al contener el citado ácido
arsenioso, resulta mucho más tóxico que el «rojo». Era también mucho más
abundante en el comercio de aquella
época, siendo conocido incluso por Theophrasto, que vivió 300 años antes de
Cristo. (N. del m.)
2 El carbonato potásico, en especial, es fuertemente
alcalino al contacto con el agua, gozando, además, de un fuerte
poder cáustico o corrosivo que podría
contribuir a una mejor desintegración de las láminas de sulfuro de arsénico y a
la
disolución de la tinta. (N. del m.)
3 En contra de la creencia popular, el ácido arsenioso no
tiene un sabor amargo, sino ligeramente azucarado. (N del
m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
132
por el mundo en el siglo IX de
nuestra Era?1. Y si ellos no fueron los descubridores o creadores
de semejante fórmula, ¿quién lo hizo?
La conclusión inmediata sólo puede ser una: Yavé. Pero,
aceptando esta hipótesis, ¿quién era
este Yavé, capaz de transmitir unas fórmulas químicas tan
precisas, adelantándose, además, a
los tiempos? Y, sobre todo, ¿por qué un ser que se
autodefinía como Dios establecía
procedimientos tan injustos y horrendos a la hora de dilucidar
la culpabilidad de una persona? Según
los especialistas en toxicología y medicina legal, la mujer
que ingería una sustancia de las
características citadas en las aguas amargas» sufría un cuadro
gastroenterítico. En realidad, con
una dosis de 120 miligramos de este ácido arsenioso podía
provocarse la muerte de la mujer. A
los pocos minutos se presentaban los signos típicos: sed
muy intensa, vómitos, deposiciones,
calambres y facciones alteradas, provocando una muerte
«asfíctica». Otros expertos en
venenos opinaron que quizá las «aguas amargas» podían
contener, en lugar del ácido
arsenioso, otro potente tóxico, extraído de la víbora del desierto
conocida por «Gariba». En este caso,
y para hacer efectivo tan mortífero veneno, los sacerdotes
introducían en la pócima la cal viva,
que quemaba y desgarraba las mucosas internas de la
desdichada, haciendo activo el veneno
de la víbora, inocuo por vía oral2.
Si las «aguas amargas» eran
preparadas con este último veneno, siempre existía la
posibilidad de «obrar el milagro».
Bastaba con suprimir el tóxico producido por la «Gariba» o
Echis Carinatus -muy frecuente en los desiertos de la península del Sinaí-
para que la supuesta
adúltera no sufriera daño alguno.
Naturalmente, este «truco» -enseñado también por el
sospechoso «Yavé»- se prestaba a
numerosas manipulaciones de la ignorante multitud y -
¡cómo no!-, a posibles chantajes por
parte de los responsables de las mencionadas «aguas
amargas».
Un asunto digno de un estudio en
profundidad...
Con ciertas prisas, justificadísimas
por supuesto, Andrés me fue conduciendo por las
estrechas callejuelas de la parte
baja de Jerusalén, hasta llegar a una casa situada entre la
Sinagoga de los Libertos y la Piscina
de Siloé, en el extremo meridional de la ciudad santa. La
fachada, enteramente de piedra
labrada, ostentaba sobre el pétreo dintel un escudo circular
con una estrella de cinco puntas. En
el hermoso altorrelieve, desgastado por el paso del tiempo,
pude leer la palabra «Jerusalén»,
formada por las cinco letras hebreas, cada una de ellas
situada entre las puntas de la no
menos famosa estrella de David.
José, el de Arimatea, noble decurión
(una especie de asesor del Sanedrín, en virtud de su
riqueza y estirpe noble: su familia
procedía, como la de Jesús, del mítico rey David), era un
personaje de gran prestigio en la
ciudad santa. Su talante liberal, fruto, sin duda, de sus viajes
por Grecia y el imperio romano, le
había arrastrado desde un principio hacia las enseñanzas de
Jesús de Nazaret. Y aunque él había
nacido en la aldea de Arimatea (hoy Rantís, al nordeste de
Lidda), su infancia y juventud habían
transcurrido casi por completo en Jerusalén. Aquella casa
-según me contó a lo largo de aquel
almuerzo- había sido levantada por sus antepasados,
justamente sobre los restos de la antigua
«Ciudad de David», en el promontorio llamado Ofel.
Su considerable fortuna -amasada
principalmente con los negocios de la construcción- le
había permitido acondicionar aquella
mansión con los más refinados lujos, notándose en toda
su decoración una clara influencia
helenística. Aquella profesión suya -y este fue uno de los
aspectos que más me atrajo de José-
le había permitido, además, un estrecho contacto con el
procurador romano, Poncio Pilato. A
su llegada a Judea, por orden del emperador romano
Tiberio, Pilato desplegó una gran
actividad. Una de sus primeras obras fue la construcción de un
1 Aunque los griegos y los romanos conocían los sulfuros de
arsénico nativos, parece ser que no se tuvo
conocimiento del ácido arsenioso -al
menos en Europa- antes de la época de Geber (siglo IX). El mismo metal, aunque
citado ya por Paracelso, no fue bien
definido en sus propiedades y naturaleza hasta 1732 por el famoso alquimista
Brand. (N. del m.)
2 El profesor E. Kochva, del Departamento de Zoología de la
Universidad de Tel-Aviv (Israel), se manifestó también
de acuerdo con esta última hipótesis.
Si las mucosas que protegen las paredes internas del paquete intestinal son
rasgadas, las «aguas amargas» pueden
convertirse en un veneno activo. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
133
acueducto de unos 300 estadios (casi
50 kilómetros)1. Pues bien, José de Arimatea fue uno de
los principales suministradores de
plomo y argamasa.
Andrés conocía bien la casa y me guió
directamente al espacioso patio -a cielo abierto-
donde se hallaban el Maestro, sus
discípulos, una treintena de griegos (los mismos que
abordaron a Jesús en las primeras
horas de la tarde del domingo y que, al parecer, habían
recapacitado, buscando de nuevo al
Maestro) y José, el de Arimatea, con los 19 miembros del
Sanedrín que habían presentado su
dimisión ante las graves irregularidades del supremo
tribunal para con Jesús. La comida,
consistente fundamentalmente en caza y legumbres,
transcurría ya por el tercer plato
cuando tomé asiento en un extremo de la mesa.
El Nazareno, en tono cansino, parecía
dirigirse a aquellos extranjeros de Alejandría, Roma y
Atenas:
-… Sé que mi hora se está acercando y
estoy afligido. Percibo que mi gente está decidida a
desdeñar el reino, pero me alegro al
recibir a estos gentiles, buscadores de la verdad, que
vienen hoy aquí preguntando por el
camino de la luz. Sin embargo -prosiguió Jesús-, el corazón
me duele por mi gente y mi alma se
turba por lo que está ante mi...
El Maestro hizo una pausa y los
comensales se miraron entre sí, desconcertados ante aquella
idea obsesiva que el rabí venía
manifestando día tras día.
Al entrar en el patio, yo había
procurado apoyar mi vara sobre una de las paredes de
mármol blanco, pulsando el clavo que
ponía en marcha la filmación. Y a decir verdad, el tiempo
que permanecí en la casa de José, mi
atención estuvo más pendiente del cayado -y de que no
fuera derribado por el sin fin de
siervos que entraban y salían con los manjares- que de mi
anfitrión y sus invitados.
-… ¿Qué puedo decir -continuó Jesús-
cuando miro hacia adelante y veo lo que va a
ocurrirme?
Pedro clavó sus ojos azules en su
hermano Andrés, pero, a juzgar por el gesto de sus
rostros, ninguno terminaba de
comprender.
-… ¿Debo decir: sálvame de esa hora
horrorosa? ¡No! Para este propósito he venido al
mundo e, incluso, a esta hora. Más
bien diré y rogaré para que os unáis a mí: Padre, glorificad
su nombre. Tu voluntad será cumplida.
Al terminar la comida, algunos de los
griegos y discípulos se levantaron, rogando al Maestro
que les explicase más claramente qué
significaba y cuándo tendría lugar la «hora horrorosa».
Pero Jesús eludió toda respuesta.
Mientras recogía mi vara, me llamó la
atención un espléndido vaso de cristal, encerrado
junto a una reducida colección de
pequeñas piedras ovoides y esféricas en una vitrina de vidrio.
José debió percatarse de mi interés
por aquellas piezas y, aproximándose, me explicó que se
trataba de un valioso vaso de
diatreta, recubierto con filigranas de plata. Había sido hallado en
la Germania y constituía un ejemplar
único en el difícil arte del vidrio, tan magistralmente
practicado por los romanos. En cuanto
a las piedras -de unos cinco centímetros cada una-,
formaban parte de otra colección singular.
Eran antiguos proyectiles de honda, de pedernal y
caliza, utilizados -según los
antepasados de José- por la tropa «especial» de 700 soldados
benjaministas zurdos, «capaces de
disparar contra un cabello sin errar el golpe», tal y como
cita el libro de los Jueces (20,16).
-Es muy posible -insinuó José- que
David utilizase una piedra similar en su lucha contra
Goliat.
Aquel breve encuentro con el
venerable José -que debería rondar ya los sesenta años- fue de
gran utilidad para los planes que
Caballo de Troya había dispuesto para mi. Uno de mis
objetivos, antes del anochecer del
jueves, era justamente entablar contacto con el procurador
romano en Jerusalén. Cuando le expuse
mi deseo de celebrar una entrevista con Poncio Pilato,
José se mostró dubitativo. Traté
entonces de ganarme su confianza, explicándole que había
trabajado como astrólogo al servicio
de Tiberio y que, aprovechando mi corta estancia en
1 En su obra Guerras de los Judíos, Flavio Josefo,
efectivamente, habla de este acueducto que constituyó otro de los
graves errores de Pilato. Sin el
menor tacto político, el procurador mandó utilizar el tesoro que los judíos
llamaban
«Corbonan» para traer el agua.
Aquello provocó una revuelta, pero Pilato actuó con energía, ordenando que sus
soldados golpearan a los
manifestantes con porras y palos, dando lugar a una gran mortandad. Recientes
descubrimientos arqueológicos han
demostrado que el acueducto en cuestión iba hasta el monte de los Francos, en
las
cercanías de Belén, sobre el que se asentaba
la fortaleza del Herodium. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
134
Israel, sería de sumo interés para
Pilato que pudiera conocer los graves acontecimientos
señalados en los astros.
José, tal y como yo esperaba,
manifestó una aguda curiosidad y prometió concertar la
entrevista para la mañana del día
siguiente, miércoles, siempre y cuando él pudiera estar
presente. Accedí encantado.
Hacia las dos de la tarde, Jesús se
despidió de José, el de Arimatea, subiendo por las
empedradas calles hacia el muro sur
del templo. En el camino advirtió a sus amigos que aquél
iba a ser su último discurso público.
Pero sus hombres de confianza no hicieron comentario
alguno. En realidad, sus corazones se
hallaban sumidos en una profunda confusión. ¿Es que el
Maestro, que había escapado siempre
de las garras del Sanedrín, iba a dejar que lo capturasen?
Una vez en la explanada de los
Gentiles, el rabí se acomodó en su lugar habitual -las
escalinatas que rodeaban el
Santuario- y en un tono sumamente cariñoso comenzó a hablar:
-Durante todo este tiempo he estado
con vosotros, yendo y viniendo por estas tierras,
proclamando el amor del Padre para
con los hijos de los hombres. Muchos han visto la luz y,
por medio de la fe, han entrado en el
reino del cielo. En relación con esta enseñanza y
predicación, el Padre ha hecho cosas
maravillosas, incluida la resurrección de los muertos.
Muchos enfermos y afligidos han sido
curados porque han creído. Pero toda esa proclamación
de la verdad y curación de
enfermedades no ha servido para abrir los ojos de los que rehúsan
ver la luz y de los que están
decididos a rechazar el evangelio del reino.
»Yo y todos mis discípulos hemos
hecho lo posible para vivir en paz con nuestros hermanos,
para cumplir los mandatos razonables
de las leyes de Moisés y las tradiciones de Israel. Hemos
buscado persistentemente la paz, pero
los dirigentes de esta nación no la tendrán. Rechazando
la verdad de Dios y la luz del cielo
se colocan del lado del error y de la oscuridad. No puede
haber paz entre la luz y las
tinieblas, entre la vida y la muerte, entre la verdad y el error.
»Muchos de vosotros os habéis
atrevido a creer en mis enseñanzas y ya habéis entrado en la
alegría y libertad de la consciencia
de ser hijos de Dios. Seréis mis testigos de que he ofrecido
la misma filiación con Dios a todo
Israel. Incluso, a estos mismos hombres que hoy buscan mi
destrucción. Pero os digo más:
incluso ahora recibiría mi Padre a estos maestros ciegos, a estos
dirigentes hipócritas si volviesen su
cara hacia él y aceptasen su misericordia...
Jesús había ido señalando con la mano
a los diferentes grupos de escribas, saduceos y
fariseos que, poco a poco, fueron
incorporándose a los cientos de judíos que deseaban escuchar
al rabí de Galilea. Algunos de los
discípulos, especialmente Pedro y Andrés, se quedaron pálidos
al escuchar los audaces ataques de su
Maestro.
-… Incluso ahora no es demasiado
tarde -continuó Jesús- para que esta gente reciba la
palabra del cielo y dé la bienvenida
al Hijo del Hombre.
Uno de los miembros del Sanedrín, al
escuchar estas expresiones, se alteró visiblemente,
arrastrando al resto de su grupo para
que abandonara la explanada. Jesús se dio perfecta
cuenta del hecho y levantando el tono
de la voz, arremetió contra ellos:
-… Mi Padre ha tratado con clemencia
a esta gente. Generación tras generación hemos
enviado a nuestros profetas para que
les enseñasen y advirtiesen. Y generación tras
generación, ellos han matado a
nuestros enviados. Ahora, vuestros voluntariosos altos
sacerdotes y testarudos dirigentes
siguen haciendo lo mismo. Así como Herodes asesinó a Juan,
vosotros igualmente os preparáis para
destruir al Hijo del Hombre.
»Mientras haya una posibilidad para
que los judíos vuelvan su rostro hacia mi Padre y
busquen la salvación, el Dios de
Abraham, Isaac y Jacob mantendrá sus manos extendidas
hacía vosotros. Pero, una vez que
hayáis rebasado la copa de vuestra impertinencia, esta
nación será abandonada a sus propios
consejos e irá rápidamente a un final poco glorioso...
El arraigado sentido del patriotismo
de los hebreos quedó visiblemente conmovido por
aquellas sentencias de Jesús. Y la
multitud, que escuchaba sentada sobre las losas del Atrio de
los Gentiles, se removió inquieta,
entre murmullos de desaprobación.
Pero el Nazareno no se alteró.
Verdaderamente, aquel hombre era valiente.
-… Esta gente había sido llamada a
ser la luz del mundo y a mostrar la gloria espiritual de
una raza conocedora de Dios... Pero,
hasta hoy, os habéis apartado del cumplimiento de
vuestros privilegios divinos y
vuestros líderes están a punto de cometer la locura suprema de
todos los tiempos...
Jesús hizo una brevísima pausa,
manteniendo al auditorio en ascuas.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
135
-… Yo os digo que están a punto de
rechazar el gran regalo de Dios a todos los hombres y a
todas las épocas: la revelación de su
amor.
»En verdad, en verdad os digo que, una vez que hayáis
rechazado esta revelación, el reino
del cielo será entregado a otras
gentes. En el nombre del Padre que me envió, yo os aviso:
estáis a un paso de perder vuestro
puesto en el mundo como sustentadores de la eterna verdad
y como custodios de la ley divina.
Justo ahora os estoy ofreciendo vuestra última oportunidad
para que entréis, como los niños, por
la fe sincera, en la seguridad de la salvación del reino del
cielo.
»Mi Padre ha trabajado durante mucho tiempo por vuestra
salvación, y yo he bajado a vivir
entre vosotros para mostraros
personalmente el camino. Muchos de los judíos y samaritanos e,
incluso, de los gentiles han creído
en el evangelio del reino. Y vosotros, los que deberíais ser los
primeros en aceptar la luz del cielo,
habéis rehusado la revelación de la verdad de Dios
revelado en el hombre y del hombre
elevado a Dios.
»Esta tarde, mis apóstoles están ante vosotros en silencio.
Pero pronto escucharéis sus
voces, clamando por la salvación.
Ahora os pido que seáis testigos, discípulos míos y creyentes
en el evangelio del reino, de que,
una vez más, he ofrecido a Israel y a sus dirigentes la
libertad y la salvación. De todas
formas, os advierto que estos escribas y fariseos se sientan
aún en la silla de Moisés y, por
tanto, hasta que las potencias mayores que dirigen los reinos de
los hombres no los destierren y
destruyan, yo os ordeno que cooperéis con estos mayores de
Israel. No se os pide que os unáis a
ellos en sus planes para destruir al Hijo del Hombre, sino
en cualquier otra cosa relacionada
con la paz de Israel. En estos asuntos, haced lo que os
ordenen y observad la esencia de las leyes,
pero no toméis ejemplo de sus malas acciones.
Recordad que éste es su pecado: dicen
lo que es bueno, pero no lo hacen. Vosotros sabéis bien
cómo estos dirigentes os hacen llevar
pesadas cargas y que no levantan un dedo para
ayudaros. Os han oprimido con
ceremonias y esclavizado con las tradiciones.
»Y aún os diré más: estos sacerdotes, centrados en sí
mismos, se deleitan haciendo buenas
obras, de forma que sean vistas por
los hombres. Hacen vastas sus filacterias y ensanchan los
bordes de sus vestidos oficiales.
Solicitan los lugares principales en los festines y piden los
primeros asientos en las sinagogas.
Codician los saludos y alabanzas en los mercados y desean
ser llamados rabís por todos los
hombres. E, incluso, mientras buscan todos estos honores,
toman secretamente posesión de las
viudas y se benefician de los servicios del templo sagrado.
Por ostentación, estos hipócritas
hacen largas oraciones en público y dan limosna para llamar la
atención de sus semejantes.
En aquellos momentos, cuando Jesús
lanzaba sus primeros y mortales ataques contra los
sacerdotes y miembros del Sanedrín,
los apóstoles que se habían encargado de la instalación
del campamento en la ladera del monte
Olivete hicieron acto de presencia en la explanada,
uniéndose al grupo de los discípulos.
Fue una lástima que no hubieran escuchado la primera
parte del discurso de Jesús. En
especial, Judas Iscariote. A título personal creo que si el traidor
hubiera sido testigo de aquellas
primeras frases, ofreciendo misericordia, quizá hubiese
cambiado de parecer. Pero, por lo que
pude deducir en la tarde del miércoles, la última mitad
de la plática del Maestro en el
templo fue decisiva para que aquél desertara del grupo. Su
sentido del ridículo y su negativo
condicionamiento al «qué dirán» estaban mucho más
acentuados en su alma de lo que yo
creía.
-… Y así como debéis hacer honor a
vuestros jefes y reverencias a vuestros maestros -
continuó el rabí-, no debéis llamar a
ningún hombre «padre» en el sentido espiritual. Sólo Dios
es vuestro Padre. Tampoco debéis
buscar dominar a vuestros hermanos del reino. Recordad: yo
os he enseñado que el que sea más
grande entre vosotros debe ser sirviente de todos. Si
pretendéis exaltaros a vosotros
mismos ante Dios, ciertamente seréis humillados; pero, el que
se humille sinceramente, con
seguridad será exaltado. Buscad en vuestra vida diaria, no la
propia gloria, sino la de Dios.
Subordinad inteligentemente vuestra propia voluntad a la del
Padre del cielo.
»No confundáis mis palabras. No tengo
malicia para con estos sacerdotes principales que,
incluso, buscan mi destrucción. No
tengo malos deseos contra estos escribas y fariseos que
rechazan mis enseñanzas. Sé que
muchos de vosotros creéis en secreto y sé que profesaréis
abiertamente vuestra lealtad al reino
cuando llegue la hora. Pero, ¿cómo se justificarán a sí
mismos vuestros rabís si dicen hablar
con Dios y pretenden rechazarle y destruir al que viene a
los mundos a revelar al Padre?
Caballo de Troya
J. J. Benítez
136
»¡Ay de vosotros, escribas y
fariseos! ¡Hipócritas...! Cerráis las puertas del reino del cielo a
los hombres sinceros porque son
incultos en las formas. Rehusáis entrar en el reino y, al mismo
tiempo, hacéis todo lo que está en
vuestra mano para evitar que entren los demás.
Permanecéis de espaldas a las puertas
de la salvación y os pegáis con todos los que quieren
entrar.
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Sois hipócritas!
Abarcáis el cielo y la tierra para hacer
prosélitos y, cuando lo habéis
conseguido, no estáis contentos hasta que les hacéis dos veces
más malos que lo que eran como hijos
de los gentiles.
»¡Ay de vosotros, sacerdotes y jefes principales! Domináis
la propiedad de los pobres y
exigís pesados tributos a los que
quieren servir a Dios. Vosotros, que no tenéis misericordia,
¿podéis esperarla de los mundos
venideros?
»¡Ay de vosotros, falsos maestros! ¡Guías ciegos! ¿Qué
puede esperarse de una nación en la
que los ciegos dirigen a los ciegos?
Ambos caerán en el abismo de la destrucción.
»¡Ay de vosotros, que disimuláis cuando prestáis juramento!
¡Sois estafadores! Enseñáis que
un hombre puede jurar ante el templo
y romper su juramento, pero el que jura ante el oro del
templo permanecerá ligado. ¡Sois
todos ciegos y locos...!
Jesús se había puesto en pie. El
ambiente, cargado por aquellas verdades como puños que
todo el mundo conocía pero que nadie
se atrevía a proclamar en voz alta y mucho menos en
presencia de los dignatarios del
templo, se hacía cada vez más tenso. Nadie osaba respirar
siquiera. Los discípulos, cada vez
más acobardados, bajaban el rostro o miraban con temor a
los grupos de sacerdotes.
Pero el Nazareno parecía dispuesto a
todo...
-… Ni siquiera sois consecuentes con
vuestra deshonestidad. ¿Quién es mayor: el oro o el
templo?
»Enseñáis que si un hombre jura ante
el altar, no significa nada. Pero si uno jura ante el
regalo que está ante el altar,
entonces permanece como deudor. ¡Sois ciegos a la verdad!
¿Quién es mayor: el regalo o el altar
que santifica al regalo? ¿Cómo podéis justificar tanta
hipocresía y deshonestidad?
»¡Ay de vosotros, escribas y
fariseos! Os aseguráis de que traigan diezmos, menta y comino
y, al mismo tiempo, no os preocupáis
de los asuntos más pesados de la fe, misericordia y
justicia. Con razón debéis hacer lo
uno, pero sin olvidar lo otro. ¡Sois ciertamente maestros
ciegos y sordos! Rechazáis al
mosquito y os tragáis el camello...
»¡Ay de vosotros, escribas, fariseos
e hipócritas! Sois escrupulosos para limpiar la parte
exterior de la taza y de las fuentes,
pero dentro permanece la mugre de la extorsión, de los
excesos y de la decepción. Sois
espiritualmente ciegos. Reconoced conmigo que sería mejor
limpiar primero el interior de la
taza. Entonces, lo que desbordase de ella limpiaría el exterior.
¡Malvados réprobos! Hacéis que los
actos exteriores de vuestra religión sean conformes a la
letra mientras vuestras almas están
empapadas de iniquidad y asesinatos.
»¡Ay de vosotros, todos los que
rechazáis la verdad y desdeñáis la misericordia! Muchos de
vosotros sois como sepulcros
blanqueados. Por fuera parecen hermosos pero, por dentro, están
llenos de huesos de hombres y de toda
clase de falta de limpieza. Aún así, vosotros, los que
rechazáis a sabiendas el consejo de
Dios, aparecéis ante los hombres como santos y rectos,
pero, por dentro, vuestros corazones
están inflamados por la hipocresía.
»¡Ay de vosotros, falsos guías de la
nación! A lo lejos habéis construido un monumento a los
profetas martirizados por los
antiguos, mientras que vosotros conspiráis para destruir a aquél
de quien ellos hablaron. Adornáis las
tumbas de los rectos y os halagáis a vosotros mismos
diciendo que, de haber vivido en
tiempos de vuestros padres, no hubierais matado a los
profetas. Y con este pensamiento tan
recto os preparáis para asesinar a aquel de quien
hablaron los profetas: el Hijo del
Hombre. ¡Adelante, pues, y llenad hasta el borde la copa de
vuestra condena!
»¡Ay de vosotros, hijos del pecado!
Juan os llamó en verdad los vástagos de las víboras. Y yo
me pregunto: ¿cómo podéis escapar al
juicio que Juan pronunció sobre vosotros?
El Nazareno guardó unos segundos de
silencio, mientras los miembros del Sanedrín -rojos de
ira- iban tomando notas en los rollos
o «libros» que solían portar en sus brazos. Aquel hecho
me trajo a la mente otra realidad
que, tal y como venía comprobando, resultaría lamentable.
Ninguno de los apóstoles o seguidores
de Jesús tornaba jamás una sola nota de cuanto hacía y,
sobre todo, de cuanto decía su
Maestro. Dadas las múltiples enseñanzas del rabí de Galilea y su
Caballo de Troya
J. J. Benítez
137
considerable extensión -como el
discurso que pronunciaba en aquellos momentos-, iba a
resultar poco menos que imposible que
sus palabras pudieran ser recogidas en el futuro con
integridad y total fidelidad. Era una
lástima que ninguno de aquellos hombres se hubiera
propuesto la importantísima misión de
ir recogiendo las pláticas y hechos que protagonizó el
Nazareno. Aquella misma noche, en el
campamento del Olivete, tendría ocasión de comprobar
que no estaba equivocado en mis
apreciaciones personales...
-… Pero yo os ofrezco en nombre de mi
Padre misericordia y perdón. Incluso ahora -añadió
Jesús en un tono más suave y
conciliador- os ofrezco mi mano. Mi Padre os envió a los profetas
y a los sabios. A los primeros los
matasteis y a los segundos los perseguís. Entonces apareció
Juan, proclamando la venida del Hijo
del Hombre y a él le destruisteis, a pesar de que muchos
habían creído en sus enseñanzas. Y
ahora os preparáis para derramar más sangre inocente.
¿Comprendéis que llegará un día
terrible en el que el Juez de toda la tierra os pedirá cuentas
por la forma en que habéis rechazado,
perseguido y destruido a estos mensajeros del cielo?
¿Comprendéis que debéis rendir cuenta
de toda esta sangre honrada, desde el primer profeta,
asesinado en los tiempos de Zechariah
entre el Santuario y el altar? Y yo os digo más: si
proseguís con esta conducta malvada,
esa cuenta puede ser exigida, incluso, a esta misma
generación.
»¡Oh, Jerusalén e hijos de Abraham!
Vosotros, que habéis apedreado a los profetas y
asesinado a los maestros, incluso
ahora reuniría a vuestros hijos como la gallina reúne a sus
polluelos bajo sus alas... ¡Pero no
queréis!
»Ahora os voy a dejar. Habéis oído mi
mensaje y tomado vuestra decisión. Los que han
creído en mi evangelio están
salvados. Los que habéis elegido rechazar el regalo de Dios no me
veréis más enseñar en el templo. Mi
trabajo está hecho.
»¡Tened cuidado ahora! Yo sigo con
mis hijos y vuestra casa queda desolada...
Las crudas denuncias de Jesús de
Nazaret habían cerrado toda posibilidad de reconciliación
con los dirigentes del Sanedrín y de
la clase sacerdotal de Jerusalén. Al terminar sus palabras,
el Maestro ordenó a sus discípulos
que le siguieran y todos salimos del templo, en dirección al
campamento del Olivete. Pero en el
ambiente de la ciudad santa quedó flotando una pregunta:
«¿Qué suerte le aguardaba al rabí de
Galilea?»
Cuando nos disponíamos a salir, uno
de los doce -Mateo, que recordaba la profecía de su
Maestro en la cima del monte de las
Aceitunas- se aproximó a Jesús y señalándole los pesados
sillares de la muralla del Templo, le
comentó con evidente incredulidad:
-Maestro, observa de qué forma está
construido esto. Mira las piedras macizas y los
hermosos adornos. ¿Cómo puede ser que
estas edificaciones vayan a ser destruidas?
El rabí, sin aminorar su marcha por
las calles de la ciudad, rumbo a la puerta de la Fuente, le
dijo:
-¿Habéis visto esas piedras y ese
templo macizo? Pues en verdad, en verdad os digo que
llegarán días muy próximos en los que
no quedará piedra sobre piedra. Todas serán echadas
abajo.
Y el gigante guardó silencio. El
resto del grupo se enzarzó entonces en interminables
polémicas, considerando que era muy
difícil que aquella fortaleza pudiera ser demolida. «Ni
siquiera el fin del mundo -llegaron a
insinuar algunos de los apóstoles- podría ocasionar la
destrucción del Templo.»
El día apuntaba ya hacia el ocaso y
Jesús, tratando de evitar a la muchedumbre de
peregrinos que iban y venían por el
valle de Kidrón, sugirió a sus discípulos que dejaran el
camino que conducía a Betania,
tomando uno de los senderos que discurre por la ladera sur del
Olivete, en dirección norte.
Al alcanzar una de las cimas,
Jerusalén surgió de pronto a nuestra izquierda, majestuoso y
bañado en oro por los últimos rayos
solares. En el santuario y en las callejas habían empezado
a encenderse las primeras lámparas de
aceite. Aquel espectáculo hizo detenerse al grupo,
mientras uno de los discípulos
-señalando a la ciudad santa- preguntaba a Jesús:
-Dinos, Maestro, ¿cómo sabremos que
estos acontecimientos están a punto de ocurrir?
El grupo terminó por sentarse sobre
la hierba y el rabí, de pie y sin prisa, les fue diciendo:
-Sí, os contaré algo sobre los tiempos
en que esta gente habrá llenado la copa de su
iniquidad y la justicia caerá sobre
esta ciudad de nuestros padres...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
138
»Estoy a punto de dejaros. Voy a mi
Padre. Cuando os deje, tened cuidado de que ningún
hombre os engañe. Muchos vendrán como
libertadores y llevarán a muchos por el mal camino.
Cuando oigáis rumores sobre guerras,
no os consternéis. Aunque todo eso ocurra, el fin de
Jerusalén no habrá llegado aún.
Tampoco debéis preocuparos cuando seáis entregados a las
autoridades civiles y seáis
perseguidos por el evangelio...
Los apóstoles se miraron con el miedo
reflejado en los semblantes.
-… Seréis despedidos de la sinagoga y
hechos prisioneros por mi causa. Y algunos de
vosotros morirán. Cuando seáis
llevados ante gobernadores y dirigentes será como testimonio
de vuestra fe y para que mostréis
firmeza en el evangelio del reino. Y cuando estéis ante
jueces, no tengáis angustia de
antemano sobre lo que debáis decir: el espíritu os enseñará en
ese mismo momento lo que debéis
contestar a vuestros adversarios. En esos días de dolor,
incluso vuestros parientes, bajo la
dirección de aquellos que han rechazado al Hijo del Hombre,
os entregarán a la prisión y a la
muerte. Por cierto tiempo seréis odiados por mi causa pero,
incluso en esas persecuciones, no os
abandonaré. Mí espíritu no os dejará desamparados. ¡Sed
pacientes! No dudéis que el evangelio
del reino triunfará sobre todos los enemigos y, a su
tiempo, será proclamado por todas las
naciones.
El Maestro guardó silencio mientras
miraba a la ciudad. Y yo, sentado con los demás, quedé
maravillado ante la precisión de
aquellas frases. Ciertamente, cuarenta años más tarde, cuando
las legiones de Tito cercaron y
asolaron Jerusalén, ninguno de los apóstoles se hallaba en la
ciudad. De no haber sido advertidos
por el Maestro. hubiera sido más que probable que
algunos, quizá, hubieran perecido o
hechos prisioneros.
El silencio fue roto por Andrés:
-Pero Maestro, si la ciudad santa y
el templo van a ser destruidos y si tú no estás aquí para
dirigirnos, ¿cuándo deberemos
abandonar Jerusalén?
Jesús, entonces, procuró ser
extremadamente claro y preciso:
-Podéis quedaros en la ciudad después
de que yo me haya ido, incluso en esos tiempos de
dolor y amarga persecución. Pero,
cuando finalmente veáis a Jerusalén rodeada por los
ejércitos romanos tras la revuelta de
los falsos profetas, entonces sabréis que su desolación
está en puertas. Entonces debéis huir
a las montañas. No dejéis que nadie os detenga ni
permitáis que otros entren. Habrá una
gran tribulación. Serán los días de la venganza de los
gentiles. Cuando hayáis huido de la
ciudad, esa gente desobediente caerá bajo el filo de las
espadas de los gentiles. Entretando
os aviso: no os dejéis engañar. Si algún hombre viene a
deciros: «Mira, éste es el
Libertador» o «Mira, aquí está él», no le creáis. Saldrán muchos falsos
maestros y otros serán llevados por
el mal camino. No os dejéis engañar. Ya veis que os lo he
advertido de antemano.
¡Qué rotundas y proféticas sonaron
aquellas palabras en mis oídos! Los apóstoles y
discípulos no podían sospechar
siquiera la sublime realidad de aquella profecía. Para cualquiera
que haya estudiado, aunque sólo sea
someramente, la aproximación de los ejércitos romanos a
Jerusalén poco antes de la luna llena
de la primavera del año 70, la advertencia del Maestro
tiene que resultar lapidaria. Tal y
como acababa de anunciar el Galileo, Israel se convertiría en
un infierno entre los años 66 y 70.
En aquel tiempo, el partido de los zelotes o «fanáticos»,
armados hasta los dientes, terminaron
por sublevar a toda la comunidad judía. En mayo del
año 66, la guarnición romana es
arrollada, como consecuencia de la petición del procurador
Floro, que exigió 17 talentos del
tesoro del Templo. Los judíos toman Jerusalén y prohíben el
sacrificio diario en honor al
Emperador. Aquello colma la paciencia de Roma, que envía una
legión, a las órdenes del gobernador
de Siria, Cestio Gallo. Pero las revueltas han encendido el
país y los romanos se ven obligados a
retirarse.
La nación judía se prepara para la
guerra v fortifica sus ciudades, siendo nombrado
generalísimo de sus ejércitos el que
después sería historiador, Flavio Josefo.
Y, en efecto, Nerón confía tres
legiones a Tito Flavio Vespasiano quien, acompañado de su
hijo Tito, cae sobre Galilea,
machacándola. Pero Nerón se suicida y Tito Flavio tiene que
regresar precipitadamente a Roma. Su
hijo se encargaría de ultimar la gran venganza de Roma.
Los hebreos quedan sobrecogidos al
ver pasar hacia Jerusalén miles de soldados,
pertenecientes a las legiones 5.ª,
10.ª, 12.ª y 15.ª, a acompañados de fuerzas de caballería y
tropas auxiliares, así como un pesado
equipo de asalto y demolición. En total: 80000 hombres
que -tal y como profetizó Jesús en el
año 30- fueron tomando Posiciones y cercando la ciudad
santa. Jerusalén, repleta de
peregrinos, se ve sometida a fuertes tensiones internas, a la locura
Caballo de Troya
J. J. Benítez
139
de súbitas apariciones de
«libertadores» que tratan de arrastrar a las masas y al miedo. Pero,
para cuando los hombres de Tito
comienzan los ataques, los apóstoles de Jesús, que recordaron
aquellas palabras pronunciadas en la
tarde del martes, 4 de abril del año 30, frente a Jerusalén,
ya habían escapado de la ciudad.
Pocos meses después, la artillería romana -capaz de arrojar
piedras de un quintal de peso a 185
metros de distancia- arrasaría Jerusalén, no dejando piedra
sobre piedra.
Pedro, a pesar de su buena voluntad,
no parecía comprender lo que Jesús les estaba
anunciando. Por sus comentarios
deduje que asociaba aquella destrucción con el «fin del
mundo» y no con la caída de
Jerusalén. Al formular su pregunta al rabí me convencí
plenamente:
-Pero Maestro -apuntó Pedro-, todos
sabemos que estas cosas pasarán cuando los nuevos
cielos y la nueva tierra aparezcan.
¿Cómo sabremos entonces que tú vienes para traer todo
esto?
El gigante le miró con infinita
compasión, comprendiendo que su fogoso amigo no había
captado su mensaje. Y le dijo:
-Pedro, siempre yerras porque siempre
tratas de relacionar la nueva enseñanza con la vieja.
Estás decidido a malinterpretar mi
enseñanza. Insistís en interpretar el evangelio, de acuerdo
con vuestras creencias establecidas.
Sin embargo, trataré de explicaros.
»¿Por qué sigues buscando que el Hijo
del Hombre se siente en el trono de David y esperas
que se cumplan los sueños materiales
de los judíos? Las cosas que ahora aprecias van a
finalizar y será un nuevo comienzo, a
partir del cual el evangelio del reino llegará a todo el
mundo. Cuando el reino llegue a su
pleno cumplimiento, estad seguros de que el Padre del cielo
no dejará de visitaros. Y así seguirá
mi Padre manifestando su misericordia y mostrando su
amor, incluso a este oscuro y malvado
mundo. Y así, después de que mi Padre me haya
investido de todo poder y autoridad,
yo también seguiré vuestros destinos, guiándoos en los
asuntos del reino con la presencia de
mi espíritu, que pronto será vertido sobre toda la carne.
Estaré por tanto presente entre
vosotros en espíritu y prometo que alguna vez volveré a este
mundo, en el que he vivido esta vida
de la carne y tenido la experiencia de revelar
simultáneamente Dios al hombre y
llevar al hombre a Dios. Muy pronto he de dejaros y realizar
la obra que el Padre ha confiado en
mis manos, pero tened coraje: volveré alguna vez.
Entretanto, mi espíritu de verdad os
confortará y guiará.
Sin esperarlo, Jesús había pasado de
la profecía sobre la destrucción de Jerusalén a un
extremo que me interesaba
profundamente y que yo había tratado ya con él: su anunciada y
confusa segunda venida a la Tierra.
Así que todos mis sentidos se centraron en aquellas
palabras, tan mal interpretadas y
peor transmitidas en el futuro por sus seguidores.
-… Ahora me veis en la debilidad y en
la carne. Pero, cuando vuelva -remachó el rabí
desviando su mirada hacia mí-, será
con poder y espíritu. El ojo de la carne ve al Hijo del
Hombre en carne, pero sólo el ojo del
espíritu contemplará al Hijo del Hombre glorificado por el
Padre y apareciendo en la tierra con
su propio nombre.
»Pero los tiempos de la reaparición
del Hijo del Hombre sólo son conocidos por los "consejos
del paraíso". Ni siquiera los
ángeles saben cuándo ocurrirá esto. Sin embargo, debéis
comprender que, cuando este evangelio
del reino haya sido proclamado por todo el mundo para
la salvación de los hombres y cuando
la plenitud de la época haya llegado, el Padre os enviará
otro otorgamiento de designación
divina, o el Hijo del Hombre volverá para cerrar la época
Al escuchar aquellas revelaciones
quedé perplejo. Y tentado estuve de tomar la palabra e
interrogar a Jesús sobre ese
misterioso «cierre» de una época. Sin embargo, mí condición de
estricto observador me mantuvo al
margen de la conversación.
Y ahora, en relación con el dolor de
Jerusalén, en verdad os digo que ni esta generación
transcurrirá sin que se cumplan mis
palabras. En cuanto a la nueva venida del Hijo del Hombre,
nadie en la tierra ni en el cielo
puede pretender hablar.
Como si el rabí hubiera leído mis
pensamientos, prosiguió con estas palabras:
-… Debéis ser sabios en relación con
la madurez de una época Debéis estar alerta para
discernir los signos de los tiempos.
Sabéis que cuando la higuera muestra sus tiernas ramas y
adelanta sus hojas, el verano está
cerca. De igual forma, cuando el mundo haya pasado el largo
invierno de la mentalidad material y
veáis la venida de la primavera espiritual, entonces debéis
saber que ha llegado el verano para
mi nueva visita.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
140
De todas las enseñanzas del Nazareno,
ninguna, en mi opinión, resultó tan confusa como
aquélla para las mentes de sus
apóstoles y simpatizantes. Cuando uno lee lo que fue escrito
lustros después de su muerte respecto
a esta segunda venida y a la destrucción de Jerusalén, y
conoce, como yo, el verdadero sentido
del discurso de Jesús en aquel atardecer del martes, no
puede por menos que sentir una gran
desolación. Al menos en esta parte, los evangelios
canónicos fueron pésimamente
construidos. Pero, desgraciadamente, no iba a ser éste el único
pasaje ignorado o mal interpretado
por los evangelistas...
Una luna casi llena se levantaba ya
por el este cuando el grupo reemprendió el camino.
Jesús, a la cabeza, continuó por la
accidentada cima del Olivete, siempre en dirección norte. Al
llegar a las proximidades del
campamento público, donde se habían instalado los peregrinos
procedentes de Galilea, el Maestro se
desvió hacia la derecha, procurando rodear las tiendas y
el sinfín de hogueras que se
distinguían a corta distancia, en la ladera occidental del monte.
Evidentemente, el rabí no deseaba un
nuevo encuentro con sus paisanos y amigos. Minutos
más tarde, cuando nos hallábamos
frente al santuario del templo, comenzamos a descender
hacia el Cedrón, cruzando una de las
veredas que lleva desde Jerusalén a Betania. La oscuridad
no me permitía distinguir con
claridad el entorno pero deduje que no debía encontrarme muy
lejos del «punto de contacto», donde
reposaba el módulo. (Quizá fueran 1000 o 1500 pies lo
que nos separaba de Eliseo.)
El grupo penetró entonces en una de
las plataformas naturales que tanto abundaban en la
falda Oeste del monte de las
Aceitunas. Aunque a la mañana siguiente pude explorar el terreno
con mayor comodidad, observé que se
trataba de una explanada de unos sesenta a ochenta
metros de largo, por otros treinta a
cuarenta de lado, perfectamente cercada por un murete de
piedra de un metro escaso de altura.
En uno de los lados del rectángulo, y muy próxima a la
cancela de entrada, distinguí una
enorme cuba de piedra de metro y medio de altura. Al fondo,
confundidos en la oscuridad, se
alineaban unos olivos de gruesos y torturados troncos.
Jesús y los discípulos se dirigieron
directamente hacia la derecha del olivar. A muy pocos
pasos, y aprovechando el muro, los
hombres del Nazareno habían montado dos rudimentarias
tiendas o albergues. Varias piezas de
tela embreadas y ensambladas a base de cuerdas
constituían la techumbre. Las lonas,
de unos cuatro metros de profundidad por otros tres de
anchura, aparecían apuntaladas por
dos rugosas ramas de conífera en su parte frontal y por
una tercera, situada en el centro de
la tienda. La techumbre terminaba en el cercado de piedra.
Allí, las telas habían sido tensadas
y aseguradas mediante gruesas piedras. Los laterales, a su
vez, estaban formados por otras dos
bandas de paño y pieles de cabra, pésimamente cosidas
entre sí. La entrada, de unos dos
metros de altura sobre el terreno rojizo y polvoriento, carecía
de protección.
A la luz de la fogata que se
levantaba frente a los dos refugios pude observar que el suelo de
las tiendas había sido cubierto con
mantos y esteras. Al fondo de las mismas percibí algunos
bultos que supuse se trataba de
enseres y útiles para cocinar. Pero, como digo, la oscuridad era
tan densa que preferí posponer para
el día siguiente un más exhaustivo reconocimiento del
terreno y de cuanto formaba aquel
huerto, propiedad del viejo Simón, «el leproso».
El reencuentro con el resto de los
discípulos levantó los decaídos ánimos de los hombres que
acompañaban a Jesús. Y muy pronto nos
vimos sentados en torno al fuego. La temperatura
había descendido notablemente y los
apóstoles, apretados los unos contra los otros, se habían
envuelto en sus pesados ropones.
Allí, entre los reflejos rojizos de las ramas de nogal e higuera
(de las que Felipe, el encargado de
los suministros, había hecho abundante acopio),
chisporroteando bajo un cielo
estrellado, conocí por primera vez a un muchachito de unos doce
o trece años, de cabeza rapada y
acusadas ojeras, que no pronunció una sola palabra y que
seguía las enseñanzas y gestos del
Maestro con un interés y devoción como no había visto
hasta ese momento. Su nombre era Juan
Marcos e iba a jugar un importante papel en las ya
próximas horas del jueves.
La conversación de Jesús con sus
apóstoles mientras regresábamos al campamento de
Getsemaní trascendió de inmediato
entre los discípulos y, muy a pesar del rabí, el asunto de su
partida no tardó en aparecer en mitad
de aquellos hombres rudos y lentos de pensamiento.
Tomás, tomando la palabra, se dirigió
al Maestro, preguntándole:
-Puesto que vas a volver para
terminar el trabajo del reino, ¿cuál debe ser nuestra actitud
mientras estés fuera, en los asuntos
del Padre?
Caballo de Troya
J. J. Benítez
141
Jesús, sentado al otro lado de la
hoguera, jugueteaba con un palo, removiendo la candela.
Aquellas altas llamas daban a su
rostro una extraña majestad. Con una paciencia envidiable, el
Nazareno miró a Tomás por encima del
fuego, respondiéndole:
-Ni siquiera tú, Tomás, aciertas a
comprender lo que he estado diciendo. ¿No os he
enseñado que vuestra relación con el
reino es espiritual e individual? ¿Qué más debo deciros?
La caída de las naciones, la rotura
de los imperios, la destrucción de los judíos no creyentes, el
fin de una época e, incluso, el fin
del mundo, ¿qué tienen que ver con alguien que cree en este
evangelio y que ha cobijado su vida
en la seguridad del reino eterno? Vosotros, que conocéis a
Dios y creéis en el evangelio, habéis
recibido ya la seguridad de la vida eterna. Puesto que
vuestras vidas están en manos del
Padre, nada os debe preocupar. Los ciudadanos de los
mundos celestiales, los constructores
del reino, no deben preocuparse Por las sacudidas
temporales o perturbarse por los
cataclismos terrestres. ¿Qué os importa a vosotros si las
naciones se hunden, las épocas
finalizan o todas las cosas visibles caen, si sabéis que vuestra
vida es un regalo del Hijo y que está
eternamente segura en el Padre? Habiendo vivido la vida
temporal con fe y habiendo entregado
los frutos del espíritu como prueba de servicio por
vuestros semejantes, podéis mirar
adelante con confianza.
»Cada generación de creyentes debe
llevar adelante su obra, con vistas al posible retorno
del Hijo del Hombre, exactamente
igual a como cada creyente particular lleva adelante su vida,
con vistas a la inevitable y siempre
pronta muerte natural. Cuando os hayáis establecido como
hijos de Dios, nada más debe
preocuparos. ¡Pero no os equivoquéis. Esta fe viva pone de
manifiesto -cada vez más- los frutos
de aquel divino espíritu que fue inspirado por primera vez
en el corazón humano. El que hayáis
aceptado ser hijos del reino celestial no os salvará de
conocer el rechazo persistente de
esas verdades que tienen que ver con los frutos progresivos
espirituales de los hijos encarnados
de Dios. Vosotros, que habéis estado conmigo en los
asuntos del Padre en la tierra,
podéis, incluso, abandonar ahora ese reino. Si veis que no os
gusta la forma del servicio de la
humanidad al Padre, como individuos y como creyentes, oídme
mientras os digo una parábola...
Sin querer, al escuchar aquellas
últimas frases de Jesús, desvié mi mirada hacia Judas
Iscariote. El hombre que ya había
desertado en su corazón seguía las palabras de su Maestro
con una frialdad que me produjo
escalofríos.
-… Hubo cierto hombre -prosiguió el
Nazareno- que, antes de marchar para un largo viaje a
otro país, llamó a todos sus
sirvientes de confianza y les entregó todos sus bienes. A uno le dio
cinco talentos1, a otro dos y al tercero, uno. A todos les confió sus
bienes, según sus distintas
habilidades. Cuando el señor hubo
marchado, sus sirvientes se pusieron a trabajar para sacar
beneficios de la fortuna que les
había sido confiada. Inmediatamente, el que había recibido
cinco talentos comenzó a comerciar
con ellos y muy pronto hizo un beneficio de otros cinco
talentos. De igual modo, el que había
recibido dos talentos pronto ganó otros dos. Y así lo
hicieron todos los sirvientes,
acumulando nuevas ganancias para su amo, excepto el tercero.
Este se marchó e hizo un agujero en
la tierra, escondiendo el dinero. Pero el señor volvió
inesperadamente y llamó a sus
criados. El que había recibido cinco talentos se adelantó hasta
su señor y, entregándole los diez le
dijo: "Señor me distes cinco talentos y me complace
presentarte otros cinco."
Entonces, el señor le dijo: "Bien hecho, buen y fiel sirviente. Te haré
mayordomo de muchos." Entonces,
el que había recibido dos talentos, avanzó diciendo: "Señor,
entregastes en mis manos dos
talentos. Mira, he ganado otros dos." Y su señor le dijo: "Bien
hecho, buen y fiel sirviente. Tú
también has sido fiel y ahora te pondré por encima de otros."
Por último, llegó al recuento el que
había recibido un solo talento. "Señor -le dijo-, te conocía y
me di cuenta de que eres un hombre
astuto porque esperabas ganancias cuando tú,
personalmente, no habías trabajado.
Por tanto yo temía arriesgar lo que me habías confiado..
Yo guardé tu talento a salvo en la
tierra y aquí está. Ahora tienes lo que te pertenece." Pero su
señor contestó:
"Eres un criado indolente y
perezoso. Por tus propias palabras has confesado que sabías que
te iba a pedir cuentas con beneficio
razonable, como tus compañeros lo han hecho. Sabiendo
esto deberías, al menos, haber
colocado mi dinero en manos de los banqueros para que, a mi
vuelta, yo pudiera recibir mi dinero
con interés."
1 Un talento equivalía a 6.000 denarios. Los ocho talentos,
por tanto, eran una considerable fortuna. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
142
"Entonces, el señor dijo al jefe
de los criados: "Quitad el talento a este sirviente y dádselo al
que tiene diez."
»A todo el que tiene, le será dado
mucho más y tendrá abundancia. Pero, al que no tiene,
incluso, lo poco que tenga le será
quitado. No os podéis quedar quietos en los asuntos del reino
eterno. Mi Padre exige que todos sus
hijos crezcan en gracia y en conocimiento de la verdad.
Vosotros, que conocéis estas
verdades, debéis producir el incremento de los frutos del espíritu
y manifestar una devoción creciente
en el generoso servicio a vuestros compañeros sirvientes.
Y recordad que lo que deis al más
pequeño de mis hermanos lo habréis hecho en servicio mío.
"Y así debéis hacer la obra del
Padre, ahora y más adelante. Continuad hasta que yo venga.
»La verdad es la vida. El espíritu de
la verdad siempre dirige a los hijos de la luz a nuevos
reinos de realidad espiritual y
divino servicio. No se os da la verdad para que la cristalicéis en
formas hechas, seguras y honorables.
»¿Qué pensarán las generaciones
futuras de aquellos depositarios de la verdad, si les oyen
decir?: "Aquí, Maestro, está la
verdad que nos confiaste hace cientos o miles de años. No
hemos perdido nada. Hemos preservado
fielmente todo lo que nos diste. No hemos permitido
cambios en lo que nos enseñaste. Aquí
está la verdad que nos diste."
»Libremente habéis recibido. Por
tanto, libremente debéis dar la verdad del cielo. En verdad,
en verdad os digo que entonces, esa
verdad se multiplicará e irradiará nueva luz. Incluso,
cuando la administréis vosotros.
Bien entrada ya la noche, el grupo se
levantó, repartiéndose entre las tiendas. Jesús, sin
embargo, siguió solo, frente a la
hoguera, sumido en sus pensamientos. Yo me instalé al pie de
uno de los añosos olivos,
envolviéndome en el manto. Y antes de que el Nazareno se retirara a
descansar a una de las tiendas, el
sueño terminó por doblegarme.
5 DE ABRIL, MIÉRCOLES
Poco antes que las madrugadoras
golondrinas despertaran al campamento con sus negros v
tumultuosos vuelos, Eliseo me había
alertado ya, mediante la «conexión auditiva», de la
proximidad del amanecer.
-… La «cuna» registra 9 grados
centígrados. Ligero descenso de la humedad relativa...
Parece que el viento se ha
incrementado. Se prevén algunas rachas de 20 a 40 nudos,
especialmente durante la tarde...
Suerte!
Elíseo no se equivocaba. Aquellos
primeros momentos del día se me antojaron especialmente
fríos. El celeste de mi manto
aparecía salpicado por un sinfín de gotitas de rocío. Otro tanto
sucedía con la escasa hierba que
lograba despuntar al pie de algunos olivos.
Conforme fue clareando, un lejano y
misterioso castañeteo comenzó a intrigarme. Parecía
nacer en alguna parte, al fondo del
campo donde me encontraba. Me incorporé y tras echar una
ojeada al campamento comprobé que
todo se hallaba en calma. Los discípulos dormían en el
interior de las tiendas. Otros,
envueltos en sus ropones, descansaban al pie del muro de piedra
o, como yo, bajo la primera hilera de
olivos. Frente a los albergues, en el pequeño claro
existente en la entrada del huerto,
se distinguían las cenizas de la hoguera. El Maestro -supuse-
debía estar durmiendo.
Pero aquel castañeteo seguía llenando
la cada vez más luminosa mañana, rompiendo el
profundo silencio de Getsemaní. No lo
dudé más. Tomé la «vara de Moisés» y me dirigí hacia el
interior de la finca, siguiendo el
cercado de piedra. Aquella propiedad de Simón, el vecino de
Betania, estaba dedicada
exclusivamente al cultivo del olivar. Desde el lugar donde habían sido
plantadas las tiendas, el terreno iba
elevándose ligeramente. Al llegar al fondo del huerto había
contabilizado medio centenar de
viejos olivos, alineados de cuatro en fondo. Algunos de
aquellos árboles me impresionaron por
su envergadura. Uno de ellos, en especial, debía
alcanzar los ocho metros de
circunferencia. De sus nudosos y torturados troncos fluía una
sustancia de color pardo-rojiza,
formando reguerillos brillantes al incipiente sol que avanzaba
ya por detrás de la cima del Olivete.
Los últimos metros del rectángulo que
constituía el huerto de Los Olivos -donde iba a tener
lugar la famosa oración de Jesús-
experimentaban una elevación más acusada. El misterioso
Caballo de Troya
J. J. Benítez
143
ruido se había hecho más claro e
intenso. Dejé atrás el olivar y a poco más de diez metros
apareció ante mí una masa pétrea de
unos cinco metros de altura, con una entrada más ancha
que alta (tuve que inclinarme para
penetrar en ella), que conducía al interior de una gruta
natural. Frente a la cueva se
derramaban otras formaciones de caliza blanca, muy erosionadas
por la lluvia y el viento. La
presencia de la mole rocosa y de las piedras -de escasamente 30 o
40 centímetros de altura- que
ocupaban aquel extremo del huerto explicaban por qué Simón no
había podido aprovechar el lindero
norte en el cultivo del olivar. A la derecha de la cueva, y casi
pegado a la roca, crecía un
corpulento árbol. Al levantar la vista, el insólito castañeteo quedó
explicado. Se trataba de un
cañafístula. Aquel hermoso ejemplar -muy parecido al nogal-
estaba siendo mecido sin cesar por el
viento y sus largos frutos, al chocar entre sí, emitían
aquel penetrante castañeteo. Entre el
árbol y el murete de piedra, adosado en aquel punto a la
cara este de la cueva, descubrí una
pequeña plantación de gálbano y tragacanto, ambos de
reconocidas virtudes medicinales.
La gruta, prácticamente sumida en la
oscuridad, tenía unos 19 metros de profundidad por
otros 10 de anchura. Su techo, muy
bajo en los primeros metros de la entrada, se hacia
bastante más alto en el interior. Las
paredes habían sido encaladas. En uno de sus laterales -el
que quedaba orientado hacia el este-
aparecían dos prolongaciones o grutas más pequeñas. En
una de ellas había una prensa de
madera, destinada, sin duda, a la trituración de la aceituna, a
juzgar por el olor y los restos de
aceite que, medio reseco, impregnaban aún el interior de la
prensa. Una larga viga, que hacía las
veces de brazo de la prensa, se incrustaba en una
pequeña cavidad situada a poco más de
un metro, en la pared meridional de la gruta.
Al fondo, en la cara norte, sobre una
estera, descansaban varios sacos. Dos de ellos
contenían trigo y los tres restantes,
higos secos, legumbres de diferentes tipos, cebollas,
puerros, ajos, etc. (Después supe que
se trataba del suministro que Felipe había comprado en
la mañana del día anterior y que
constituía la dieta básica de los hombres que formaban el
campamento.)
Inspeccioné también la parte exterior
de la gruta, comprobando cómo por su cara norte -en
el extremo opuesto a la entrada-
había sido practicado un canalillo que descendía hasta una
especie de pila de depuración. Simón
había excavado la cima de la enorme roca, aprovechando
así las aguas de lluvia que
descenderían por el citado canalillo hasta la pila. De allí, una vez
filtrada, el agua era acumulada en
una concavidad inferior, practicada también en la roca.
Una vez satisfecha mi curiosidad,
retorné al campamento, siguiendo esta vez el muro
occidental. Al llegar a la entrada
del huerto, algunas de las mujeres del grupo de Jesús se
afanaban ya en torno a un incipiente
fuego. Mientras dos de ellas molían el grano, preparando
la harina de trigo, otras acarreaban
agua, llenando varios lebrillos. A la derecha de la cancela, y
pegada al muro, se hallaba la gran
cuba de piedra que yo había visto la noche anterior. Se
trataba de una vieja almazara o
molino de aceite de unos cuatro metros de diámetro,
perfectamente circular y con un
parapeto de 80 o 90 centímetros de altura. Estaba vacía. Un
pesado tronco, totalmente ennegrecido
e insertado por uno de sus extremos en un nicho
abierto en el muro de piedra,
descansaba en el centro geométrico de la cuba. Aquella viga
había sido provista de grandes losas
circulares y planas, sujetas al segundo extremo mediante
gruesas sogas que las atravesaban por
sendos orificios centrales. Por lo que pude deducir,
cuando la almazara se llenaba de
aceituna, este enorme peso en la punta del madero debía
actuar como prensa, machacando el
fruto. En el fondo de la cuba se amontonaban también
grandes capazos de esparto,
utilizados posiblemente para el transporte de la aceituna.
Me encontraba aún inspeccionando la
cuba cuando, a eso de las siete, vi aparecer en el claro
a Jesús de Nazaret. Era el primero en
abandonar la tienda destinada a los hombres. Me quedé
quieto. El gigante, que se había
desembarazado del manto, estaba descalzo. Caminó unos
pasos hacia la fogata y, tras saludar
a las mujeres, aproximó las palmas de sus largas manos al
fuego, procurando entrar en calor.
Después, levantando el rostro hacia el azul del cielo, cerró
sus ojos, llevando a cabo una
profunda inspiración. Su piel bronceada se iluminó con la caricia
de aquellos tibios rayos solares.
Una de las mujeres sacó al Maestro de
aquellos placenteros momentos, indicándole que tenía
listo el lebrillo de barro con el
agua para su aseo. Jesús correspondió a la discípula con una
sonrisa y, con toda naturalidad, tomó
su túnica blanca por el amplio cuello, sacándola por la
cabeza. Bajo aquella vestidura, el
rabí cubría sus nalgas y bajo vientre con una especie de
taparrabo, también de color blanco.
La pieza consistía en una sencilla banda de tela -
Caballo de Troya
J. J. Benítez
144
posiblemente de algodón-, de unos 30
centímetros de anchura y cosida en uno de sus extremos
a un cordón que se anudaba alrededor
de la cintura. Esta parte (la que se hallaba cosida al
delgado cinto) caía cubriendo las
nalgas y pasaba después entre las piernas para terminar en
otros dos cordones más cortos, cada
uno situado en una esquina de la tela. Esta última franja
del taparrabo era anudada al
cordoncillo de la cintura, tapando así los genitales y parte del
vientre de Jesús.
Una vez desnudo, el Galileo se
arrodilló junto a la ancha vasija. Introdujo sus manos en el
agua y comenzó a bañar su rostro,
pecho, axilas y brazos. En cuestión de segundos, aquel
cuerpo musculoso -sin un gramo de
grasa- quedó cubierto por el agua. Acto seguido, el gigante
echó mano de una pastilla
cuadrangular de color hueso y comenzó a frotarse con energía. No
tardó en aparecer una débil espuma
blanca.
Cuando el Maestro consideró que había
quedado suficientemente enjabonado, se inclinó de
nuevo sobre el lebrillo, procediendo
al aclarado. Minutos más tarde, el Galileo se incorporaba y
la misma mujer que le había preparado
el agua le entregaba un lienzo muy similar al que yo
había visto en la casa de Lázaro y
con el que Marta había enjugado mis manos y pies. Jesús
tomó aquella especie de toalla y fue
secando su cuerpo. Al concluir echó la cabeza hacia atrás,
sacudiendo sus cabellos. Pero, antes
de enfundarse nuevamente su túnica, el rabí extendió sus
manos. Y la mujer vertió sobre sus
palmas unas gotas de un líquido aceitoso1.
Tal y como era
costumbre en aquella época, el
Nazareno extendió la esencia por sus axilas, cuello, torso y
cabellos, cubriéndose seguidamente.
Por último, arremangando el filo de la túnica, entró en el
recipiente, lavando sus pies.
Mientras Jesús terminaba de calzarse
las sandalias con cintas de cuero, Felipe, Andrés y
otros discípulos comenzaron a salir
de la tienda. En ese instante vi aparecer en el campamento
al pequeño Juan Marcos, cargando una
cesta. Sin mediar palabra se la entregó a una de las
mujeres, sentándose después junto a
la hoguera. Sus ojos no perdieron ya de vista a Jesús.
Algunos de los apóstoles imitaron al
Maestro y, tras las abluciones, ocuparon también un
lugar alrededor de las llamas,
dispuestos a desayunar.
Las mujeres comenzaron a distribuir
leche caliente. Una de ellas retiró el paño que cubría la
cesta de Juan Marcos y, con vivas
muestras de alegría, enseñó a los discípulos dos enormes
hogazas de pan. Felipe se hizo cargo
de ellas y, tras cortarlas en rebanadas, fue repartiéndolas.
Yo aproveché aquellos momentos para
aproximarme al lebrillo donde se había aseado el Señor
y sus hombres y examiné la pastilla
cuadrangular de jabón. Al olerlo percibí de inmediato un
gratísimo perfume a romero. Una de
las mujeres, al verme tan ensimismado con el jabón, se
adelantó hasta donde yo estaba y,
soltando una carcajada, me advirtió:
-Jasón, eso no se come...
La buena mujer no tuvo inconveniente
en detallarme cómo confeccionaban aquel jabón.
Cuando no tenían a mano sebo,
utilizaban tuétano de vaca. Una vez fundido en agua caliente lo
mezclaban con aceite, añadiéndole
esencia de romero -como en este caso- o diferentes
perfumes, tales como tomillo, azahar
o zumo de limones. Después, todo era cuestión de vertir
el líquido en unos rudimentarios
moldes de madera o de hierro y esperar. Cuando el grupo
tenía tiempo y dinero, las mujeres
preferían perfumar el jabón con láudano. Algunos pastores
se dedicaban a su venta. Al parecer
les resultaba bastante fácil de obtener: bastaba con que
tuvieran paciencia para peinar las
barbas de las cabras que pastaban en los jarales. La resma
en cuestión impregnaba los mechones
de pelo de los animales y los pastores, como digo, sólo
tenían que retirarla.
Atento a las explicaciones de la
mujer no caí en la cuenta de que alguien se hallaba a mi
espalda. Al volverme recibí una nueva
sorpresa. Era Jesús. Traía un humeante cuenco de leche
en su mano izquierda y una rebanada
de pan en la derecha. Al ver mi cara de asombro, sonrió
maliciosamente, haciéndome un nuevo
guiño e invitándome a que aceptara la colación. Al
tomar el pan y el recipiente, mis
dedos rozaron su piel y noté alarmado cómo mi corazón
multiplicaba su bombeo. ¡Qué difícil
era conservar la objetividad ante aquel extraordinario
ejemplar humano...!
1 Aquel líquido aceitoso, según me explicó una de las
discípulas, era fabricado en Jerusalén, partiendo precisamente
de aquella sustancia pardorojiza que
yo había visto exudar a los olivos. Santa Claus confirmaría que dicha materia -
denominada «goma leca»- está formada
por una sustancia blanca y cristalina que se distingue con el nombre de
«Olivila». (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
145
No podía entenderlo muy bien. ¿Por
qué los discípulos de Jesús de Nazaret se hallaban tan
silenciosos? Aquel desayuno fue
tenso. Nadie parecía dispuesto a abrir la boca. Ciertamente, los
acontecimientos de los últimos días
y, sobre todo, el fantasma del decreto del Sanedrín contra
la persona del Maestro, planeaban
sobre los corazones de aquellos hombres. Sin embargo,
resultaba chocante que el Nazareno
fuera el menos atormentado del grupo. Las espadas
seguían al cinto de algunos de los
doce y aquella noche, como en la anterior, se establecería el
rutinario servicio de guardia a las
puertas del campamento.
Judas Iscariote fue el último en
salir de la tienda. Por sus ojos enrojecidos y su semblante
demacrado tuve la impresión de que no
había dormido gran cosa. Apuró su ración y, como sus
compañeros, permaneció sentado, como
distraído.
El Maestro, al fin, rompió el
silencio, diciendo:
-Hoy quiero que descanséis. Tomaros
tiempo para meditar sobre todo lo que ha ocurrido
desde que vinimos a Jerusalén.
Reflexionad sobre lo que está a punto de llegar...
La decisión de Jesús sorprendió un
poco a los asistentes. Todos creían que el rabí entraría
nuevamente en el templo y que se
dirigiría a las masas. Sin embargo, el Galileo -puesto en pie-
, confirmó su decisión, haciendo
saber al jefe del grupo que pensaba retirarse durante toda la
jornada y que, bajo ningún pretexto,
deberían traspasar las puertas de la ciudad santa. Andrés
asintió con la cabeza y Jesús se
retiró al interior de la tienda.
Aquello -lo confieso- me desconcertó
tanto o más que a los discípulos aunque por razones
bien distintas. ¿Qué pretendía el
Nazareno? ¿A dónde pensaba dirigirse? Mi misión era seguir
los pasos de Jesús de Nazaret, allí
donde fuera o estuviera y siempre y cuando mi presencia no
motivara una alteración de los hechos
históricos. Por otro lado, Caballo de Troya me había
asignado la difícil e inaplazable
tarea de conectar con el procurador romano. Era vital que
Poncio Pilato supiera de mi; que me
conociera personalmente. Ello facilitaría mi ingreso en la
Torre Antonia en la mañana del
próximo viernes. Además, esa cita -en manos de José, el de
Arimatea- estaba prevista
inicialmente para esta misma mañana del miércoles. ¿Qué debía
hacer?
Para colmo, un pensamiento comenzó a hostigarme:
«¿Qué maquinaba el cerebro de
Judas?»
Algo en lo más profundo de mi ser me
decía que aquella jornada iba a ser decisiva en los
planes y decisiones del traidor. Y yo
debía estar al corriente. Judas, como ya he dicho en otras
ocasiones, me atraía especialmente.
En el fondo era el único que se rebelaba contra todo
aquello.
Me hallaba sumido en estas graves
dudas cuando Jesús se presentó a la puerta de la tienda.
Había tomado su manto y anudado en
torno a su cabeza un pañolón o «sudario». Aquello
significaba que se proponía caminar y
bastante.
En ese momento, David Zebedeo -uno de
los discípulos más corpulentos y rápido de
pensamiento y que jugaría un papel
extraordinariamente práctico y eficaz durante las terribles
jornadas del viernes, sábado y domingo-,
salió al paso del gigante, exponiéndole lo siguiente:
-Bien sabes, Maestro, que los
fariseos y dirigentes del templo buscan destruirte. A pesar de
ello, te preparas para ir solo a las
colinas. Esto es una locura. Por tanto, mandaré contigo tres
hombres armados para que te protejan.
El Galileo miró primero a David
Zebedeo y, a continuación, observó a los tres fornidos
sirvientes del impulsivo discípulo,
que esperaban a cierta distancia.
Y en un tono que no admitía réplica o
discusión alguna contestó, de forma que todos
pudiéramos oírle:
-Tienes razón, David. Pero te
equivocas también en algo: el Hijo del Hombre no necesita que
nadie le defienda. Ningún hombre me
pondrá las manos encima hasta esa hora en la que deba
dar mi vida, tal y como desea mi Padre.
Estos hombres no van a acompañarme. Quiero ir y
estar solo para que pueda comunicarme
con mi Padre.
Al escuchar a Jesús, David Zebedeo y
sus guardianes se retiraron y yo, sintiendo que algo se
quebraba en mi interior, comprendí
también que no podía seguir al protagonista de mi
exploración. Por alguna razón que no
había querido detallar, el Maestro tenía que permanecer
solo. Pero, cuando ya daba por
perdida aquella parte de la misión, ocurrió algo que me hizo
recobrar las esperanzas y que, por
suerte, me permitiría reconstruir parte de lo que hizo Jesús
en aquel miércoles.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
146
Cuando el rabí se dirigía ya hacia la
entrada del huerto, dispuesto a perderse Dios sabe en
qué dirección, el muchacho que había
traído la cesta con las hogazas de pan surgió de entre los
discípulos y corrió tras el Maestro.
Al verle, el rabí se detuvo. Juan Marcos había llenado aquella
misma cesta con agua y comida y le
sugirió que, si pensaba pasar el día en el monte, se llevara
al menos unas provisiones.
Jesús le sonrió y se agachó, en
ademán de tomar la cesta. Pero el niño, adelantándose al
Galileo, agarró el canasto con todas
sus fuerzas, al tiempo que insinuaba ron timidez:
-Pero, Señor, ¿y si te olvidas de la
cesta cuando vayas a rezar... Yo iré contigo y cargaré la
comida. Así estarás más libre para tu
devoción.
Antes de que Jesús pudiera replicar,
el muchachito intentó tranquilizarle:
-Estaré callado... No haré
preguntas... Me quedaré sentado junto a la cesta cuando te
apartes para orar...
Los discípulos que presenciaban la
escena quedaron atónitos ante la audacia de Juan.
Y el Maestro volvió a sonreír.
Acarició la cabeza del niño y le dijo:
-Ya que lo ansías con todo tu
corazón, no te será negado. Nos marcharemos solos y haremos
un buen viaje. Puedes preguntarme
cuanto salga de tu alma. Nos confortaremos y
consolaremos juntos. Puedes llevar el
cesto. Cuando te sientas fatigado, yo te ayudaré.
Sígueme…
Y ambos desaparecieron ladera arriba.
Nadie hizo el menor comentario. Los
rostros de los apóstoles reflejaban una total
consternación. Era doloroso que un
simple niño les hubiera ganado la partida. Supongo que
todos los allí presentes -exceptuando
al Iscariote- ardían en deseos de acompañar a su
Maestro. Sin embargo, ninguno había
sido capaz de abrir su corazón y hablarle a Jesús con la
sinceridad de Juan Marcos. Y de la
sorpresa fueron pasando a un mal disimulado disgusto. A los
pocos minutos, varios de los íntimos
se habían enzarzado ya en una agria disputa sobre la
conveniencia de que el rabí se
dedicara a caminar por los montes de Judea sin escolta y con un
chico de «los recados» por toda
compañía.
Aquella discusión empezaba a
fascinarme. Todos aportaban argumentos más o menos
válidos pero ninguno parecía
dispuesto a reconocer públicamente la verdadera causa por la que
se habían quedado solos.
La discusión iba caldeándose poco a
poco cuando, de pronto, vi salir de la tienda a Judas.
Sigilosamente se encaminó hacia la
entrada del huerto, alejándose en dirección a la barranca
del Cedrón. No lo dudé. Tras recordar
a Andrés mi cita con José de Arimatea, anunciándole que
regresaría en cuanto pudiera, crucé
el recinto de piedra, procurando no perder de vista al
Iscariote. Este había descendido por
una de las estrechas pistas que conducía a un puentecillo
sobre el cauce seco del Cedrón y que
unía la explanada este del templo con el monte de los
Olivos. Judas, con paso decidido,
atravesó el lugar donde yo había asistido a la prueba de las
«aguas amargas», deteniéndose bajo el
transitado arco de la Puerta Oriental del templo.
Confundido entre los numerosos
peregrinos que iban y venían pude ver cómo el traidor besaba
a otro hebreo. Y ambos entraron en el
Atrio de los Gentiles.
Adoptando toda clase de precauciones
me adentré también en el Templo. Llegué justo a
tiempo de comprobar cómo Judas y su
acompañante subían las escalinatas del santuario,
desapareciendo por la puerta del
Pórtico Corintio.
Maldije mi mala estrella. Aquél,
justamente, era uno de los pocos lugares de Jerusalén donde
no podía entrar un gentil. El
santuario era sagrado. Allí no cabía estratagema alguna. Y mucho
menos con mi aspecto de mercader
extranjero...
¿Qué podía hacer para seguir los
pasos de Judas?
Me dejé caer en las escalinatas donde
habitualmente se sentaba el Maestro e intentaba
buscar una fórmula para descubrir la
razón que había llevado al apóstol al interior del santuario,
cuando uno de los saduceos, amigo de
José de Arimatea, y que había participado en el
almuerzo ofrecido por aquél a Jesús
en la mañana del martes, vino a simplificar mis problemas.
El hombre me reconoció, interesándose
por mi salud y preguntándome a qué obedecía
aquella mirada mía tan apesadumbrada.
Después de medir las posibles consecuencias de la
idea que acababa de nacer en mi
cerebro, me decidí a hablarle. Tras rogarle que mantuviera
cuanto iba a contarle en el más
estricto secreto -a lo cual accedió el saduceo en un tono que
parecía sincero-, le expliqué que
tenía fundadas sospechas sobre la falta de lealtad de uno de
Caballo de Troya
J. J. Benítez
147
los discípulos del rabí de Galilea.
Añadí que acababa de ver entrar a Judas en el santuario y que
temía por la seguridad de Jesús. El
ex miembro del Sanedrín (aquel saduceo era uno de los 19
que habían presentado la dimisión
ante Caifás) procuró tranquilizarme, asegurándome que
aquello no era nuevo. «Somos muchos
-repuso- los que sabemos que Judas, el Iscariote, no
comparte la forma de ser y de actuar
del Maestro.»
A pesar de sus palabras, simulé que
no quedaba satisfecho y le supliqué que entrara en el
Templo y tratara de informarse sobre
los planes de Judas. Pero, antes de contestar a mi
petición, el sacerdote -que compartía
en secreto la doctrina de Jesús- me interrogó a su vez,
buscando una explicación a mi extraña
conducta.
-Yo también creo en el Maestro -le
mentí- y no deseo que sea destruido.
Mis palabras debieron sonar con tal
firmeza que el saduceo sonrió y, dándome una palmadita
en la espalda, accedió a mis deseos.
Antes de separarnos le anuncié que
estaba citado aquella misma mañana con José y que, si
le parecía oportuno, podríamos volver
a vernos antes de la puesta del sol, en el hogar de su
amigo, el de Arimatea.
-Sobre todo -insistí con vehemencia-,
y por elementales razones de seguridad, esto debe
quedar entre nosotros.
Mi nuevo amigo quedó conforme y yo,
algo más descargado, reanudé mi camino hacia la
ciudad baja. Pero, mientras me
aproximaba a la casa de José, me asaltó una incómoda duda:
¿le había mentido en verdad al
saduceo al afirmar que yo también creía en Jesús de Nazaret?
José, el de Arimatea, me recibió con
cierta inquietud. Las incidencias en el campamento de
Getsemaní y el seguimiento de Judas
retrasaron un poco mi llegada a la casa del anciano. Sin
pérdida de tiempo, el enjuto amigo de
Jesús se envolvió en un lujoso manto de lana, teñido en
rojo fuego, cargando un ánfora de
mediano tamaño (aproximadamente 1/8 de «efa» o 5,6
litros). La cita con el procurador
romano había sido concertada para la hora quinta (alrededor
de las once de la mañana) y, al igual
que a mí, a José no le gustaba esperar ni hacer esperar.
Al salir de la mansión rogué al
venerable miembro del Sanedrín que me permitiera cargar
aquella jarra. José consintió gustoso
y. aunque sentía curiosidad por saber el contenido de la
misma, el mutismo de mi acompañante me
inclinó a no formular pregunta alguna sobre el
particular.
El camino hasta la fortaleza Antonia,
situada al noroeste de la ciudad, era relativamente
largo. Aunque el cuartel general
romano disponía de una entrada por el ángulo más occidental
del Templo (como creo que ya cité en
su momento, esta fortificación se hallaba adosada al
inmenso rectángulo que constituía el
Santuario y su atrio), José de Arimatea -supongo que por
mera prudencia- evitó en todo momento
el recinto del Templo.
Dejamos atrás el intrincado laberinto
de las callejuelas de la ciudad baja, salvando después
la breve depresión del valle del
Tiropeón, separación natural de los dos grandes y bien
diferenciados barrios de Jerusalén:
el bajo y el alto.
El gran teatro apareció a nuestra
izquierda y, poco después, desembocamos en la calle principal
de aquella zona alta de Jerusalén. Al
igual que la que yo había visto en la ciudad baja, esta
calzada -que discurría desde el
palacio de Herodes, en el extremo más occidental de la urbe,
hasta el muro oeste del templo, en
las proximidades de la explanada de Sixto- aparecía
adornada con gruesas columnas1.
En sus pórticos se alineaban los
bazares de los vendedores considerados impuros: desde
fabricantes de todo tipo de objetos
artísticos (alfareros, herreros, perfumistas, etc.), hasta
sastres, comerciantes de lana, etc.
El griterío, confusión y «sinfonía» de olores eran idénticos a
los del barrio bajo o Akra.
José aceleró el paso al cruzar bajo
la puerta del Pez, en la intersección de la segunda muralla
septentrional con la depresión o
valle del Tiropeón. Nunca supe si aquellas prisas del anciano se
debían a la presencia junto a la
citada puerta de un grupo de mercaderes tirios que vendían
todo tipo de pescado o a la
proximidad de la fortaleza Antonia.
1 Durante mi preparación para esta misión, Caballo de Troya
me había proporcionado una réplica del plano de
Madaba: un mosaico del siglo VI de
nuestra Era y que aún se conserva en la iglesia griega del mismo nombre. En
dicho
mapa aparecían estas dos calles
principales y provistas de columnatas, auténticas «columnas vertebrales» de los
dos
barrios ozonas de Jerusalén. (N. del
m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
148
El caso es que, al fin, ambos nos
encontramos ante el muro de piedra de metro y medio de
altura que cercaba íntegramente el
impresionante «castillo», sede de Poncio Pilato mientras
durasen las fiestas de la Pascua.
Aunque ya había tenido la oportunidad
de contemplar a una cierta distancia a los legionarios
que fueron enviados precisamente
desde la Torre Antonia para poner orden en la explanada de
los Gentiles, cuando Jesús de Nazaret
provocó la estampida de los bueyes, la presencia de los
centinelas romanos a las puertas de
aquel muro me conmovió.
José se dirigió en arameo a uno de
ellos. Pero el soldado no comprendía la lengua del
israelita. Un tanto contrariado, el
del Arimatea le habló entonces en griego. Sin embargo, el
legionario siguió sin entender. En
vista de lo penoso de la situación, el joven romano -supongo
que no tendría más de 20 o 25 años-
nos hizo una señal para que esperásemos y, dando media
vuelta, se encaminó hacia el
interior. El segundo centinela permaneció mudo e impasible,
cerrando el paso con su largo pilum o
lanza. Bajo su brillante y verdoso casco de hierro y
bronce, los ojos del legionario no
nos perdían de vista. El soldado vestía el habitual traje de
campaña: una cota trenzada por mallas
de hierro y enfundada como si fuera una túnica corta
(hasta la mitad del muslo) y que
protegía la totalidad del tronco, vientre y arranque de las
extremidades inferiores. Esta coraza,
de gran flexibilidad y solidez, se hallaba en contacto
directo con un jubón de cuero de
idénticas dimensiones y forma que la cota de mallas. Por
último, el pesado atuendo descansaba
a su vez sobre una túnica de color rojo, provista de
mangas cortas y sobresaliendo unos
diez o quince centímetros por debajo de la armadura,
justamente por encima de las
rodillas.
Unas sandalias, de gruesas suelas de
cuero, protegían los pies con un engorroso sistema de
tiras -también de cuero-
perfectamente cosidas a todo el perímetro del calzado. (En una
oportunidad posterior, al examinar
una de aquellas concienzudas sandalias, conté hasta 50 tiras
de piel de vaca curtida.) El soldado
cerraba estos cordones por la parte superior del pie y a la
altura de los tobillos. Pero fue
después, ya en el patio de la fortaleza, cuando tendría la ocasión,
como digo, de descubrir una de las
temidas características de esta prenda.
Completaba su atuendo un cinturón de
cuero, de unos cinco centímetros de anchura,
revestido de un sinfín de cabezas de
clavo. Desde el centro caían ocho franjas, igualmente de
cuero, cubiertas por pequeños
círculos metálicos. Este adorno tenía, sobre todo, la misión de
proteger el bajo vientre del
legionario. En su costado derecho colgaba la famosa espada, tipo
«Hispanicus», de 50 centímetros,
perfectamente envainada en una funda de madera con
refuerzos de bronce. En el costado
opuesto, la «semispatha» o puñal, de una longitud
aproximada a la mitad del «gladius
Hispanicus».
Apoyados sobre una de las esquinas de
la puerta del muro observé los escudos de ambos
centinelas. Eran rectangulares y de
unos 80 centímetros de altura. Presentaban una ligera
convexidad y en el centro, un «umbón»
o protuberancia circular de metal, decorado con una
águila amarilla que resaltaba sobre
el fondo rojo del resto del escudo. Aparecían orlados con un
borde metálico y primorosamente
pintados en su zona central por cuatro cuadrados
concéntricos (de menor a mayor:
negro, amarillo, negro y amarillo). Los ángulos del más
grande habían sido sustituidos por
sendas esvásticas o cruces gamadas, también en negro. Las
empuñaduras las formaban dos correas:
una para el brazo y la otra para la mano.
Pero, lo que sin duda me fascinó de
aquel equipo de combate fue la lanza. Aquel pilum debía
medir algo más de dos metros, de los
cuales, al menos la mitad correspondía al hierro y el
resto al fuste. Este, de una madera
muy liviana, no tenía un diámetro superior a los 30
milímetros. El asta había sido
empotrada en el hierro. En la zona media del arma observé un
refuerzo cilíndrico, muy breve, que
servía de empuñadura y, posiblemente, para regular el
centro de gravedad de la jabalina.
Conforme fui conociendo la vida y organización de aquel
ejército comprendí cómo y por qué
había llegado tan lejos en sus conquistas...
El legionario captó mi mirada
-absorta en el acero reluciente de la punta de flecha en que
terminaba su lanza- y, con una
sonrisa maliciosa, inclinó el pilum hasta que el afilado extremo
quedó a un palmo de mi pecho. José se
asustó. Por un instante traté de imaginar qué habría
sucedido si el soldado hubiera
intentado clavarme el arma. Probablemente, el susto del
centinela, al ver que su pilum se
quebraba o que no penetraba en mi torso, hubiera sido mayor
que el mío. La «piel de serpiente»
que cubría mi cuerpo estaba perfectamente diseñada para
resistir un embate de ese tipo.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
149
Lejos de echarme atrás o de mostrar
inquietud, correspondí a la sonrisa del legionario con
otra más intensa, dándole a entender
que sabia que se trataba de una broma.
Aquel gesto, que el soldado
interpretó como un rasgo de valor, y que me valió su respeto,
iba a resultarme -sin yo
proponérmelo- de suma utilidad durante el prendimiento del Galileo en
la noche del día siguiente.
En ese momento, el centinela que
había acudido al interior de la fortaleza, reclamó nuestra
presencia desde el portalón de la torre.
José y yo salvamos los diez o quince metros de terreno
baldío que separaba el muro o
parapeto exterior de piedra de un profundo foso, de 50 codos
(22,50 metros), excavado por Herodes
cuando mandó reedificar una antigua fortaleza de los
macabeos y a la que dio el mencionado
título de Antonia, en honor de Marco Antonio. Este foso,
seco en aquella época, rodeaba la
residencia del procurador romano en todo su perímetro,
excepción hecha de la cara sur que,
como ya expliqué, se hallaba adosada al muro norte del
Templo. Sus cimientos eran una
gigantesca peña, alisada íntegramente en su cima y costados.
Herodes, en previsión de posibles
ataques, había cubierto estos últimos con enormes planchas
de hierro, de forma que el acceso por
los mismos resultase impracticable. Y sobre esta sólida
base se levantaba un magnifico
baluarte, construido con grandes piedras rectangulares. Allí
tendrían lugar los sucesivos
interrogatorios de Pilato a Jesús, así como el salvaje castigo de la
flagelación.
Al cruzar el puente levadizo -de unos
cinco metros de longitud y construido a base de
gruesos troncos sobre los que se
había fijado una espesa cubierta de metal- no pude resistir la
tentación de levantar la mirada. La
pétrea fachada gris-azulada, de cuarenta codos de altura,
se hallaba dividida en dos secciones
simétricas y perfectamente almenadas. Cada uno de estos
bloques, de unos cincuenta metros de
longitud, presentaba tres hileras de ventanas (las
correspondientes a la primera planta
en forma de troneras). Y en el centro, entre las dos alas
que formaban la fachada, una especie
de terraza o mirador, de unos veinte metros, con los
prismas de la almena algo más
pequeños que los de las zonas superiores. Los cuatro ángulos
del «castillo» habían sido reforzados
por otras tantas torres, igualmente fortificadas. Yo conocía
por Flavio Josefo las dimensiones de
las mismas1, pero, al contemplarlas a tan corta distancia,
se me antojaron mucho más airosas.
En la boca del túnel que constituía
la entrada principal a la fortaleza nos aguardaban el
centinela que habíamos encontrado
junto al muro exterior y un oficial.
Al descubrir en su mano derecha un
bastón de madera de vid comprendí que me hallaba
ante un centurión. Su estatura era
algo superior a la media normal de los legionarios, pero
quizá se debía al penacho de plumas
rojas que adornaba su casco.
Tras saludarle, José se identificó
ante el jefe de centuria, manifestándole que era amigo del
procurador y que había sido
concertada una audiencia para aquella mañana. El centurión -
también en griego- correspondió al
saludo y me rogó que me identificara. Después, dirigiéndose
a uno de los soldados que montaba
guardia a la puerta de una estancia situada a la derecha del
túnel, le pidió algo. El legionario
se apresuró a entrar en lo que debía ser el «cuarto de guardia»
y regresó al momento con una tablilla
encerada. En aquella especie de «pizarra» habían sido
escritos algunos nombres. Del ángulo
superior izquierdo del marco de la tablilla colgaba una
corta y manoseada cuerda a la que
había sido atado un clavo de bronce de unos ocho
centímetros de longitud y que, a
juzgar por los trazos de la superficie encerada, hacía las veces
de buril o «stylo».
El centurión leyó el contenido y
devolvió la tablilla al legionario, que desapareció
nuevamente en el interior de la sala.
Para entonces, varios de los soldados que formaban la
«excubiae» o guardia de día en aquel
sector de la fortaleza -y que descansaban en uno de los
bancos de madera del interior del
cuarto- se habían asomado a la puerta, observándonos con
curiosidad.
-¿Qué contiene esa jarra? -preguntó
de improviso el centurión.
Gracias al cielo, José se adelantó:
-Es vino de las bodegas subterráneas
de Gabaón... Sé que al procurador le gusta...
1 En su obra Guerra de los Judíos (libro Sexto), Josefo
asegura que tres de las torres tenían 50 codos (22,50
metros), y la cuarta -la que se
hallaba adosada al templo- 70 codos (31,50 metros). Estos datos se aproximan
bastante
a nuestras mediciones desde el
módulo. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
150
-Tendrán que abrirla -repuso el
oficial, al tiempo que hacía una señal a uno de los soldados
que contemplaba la escena.
Crucé una rápida mirada con José y
éste, sin inmutarse, tomó el ánfora, retirando la tapa de
barro que la cerraba. El legionario
se hizo cargo del recipiente, llenando un cacillo de latón.
Después de oler el contenido se llevó
el rosado liquido a los labios, bebiendo.
El centurión dio por buena la
comprobación y nos rogó que entregáramos las armas. El de
Arimatea le explicó que éramos
hombres de paz y que no portábamos espada. Pero el oficial,
sin prestar demasiada atención a las
palabras del anciano, ordenó a dos de los centinelas que
registraran nuestro atuendo. Después
de palpar costados, cintura, pecho y brazos, los
legionarios movieron negativamente
sus cabezas. En ese instante, el concienzudo oficial se fijó
en mi vara.
-Deberás dejarla al cuidado de la
guardia -me dijo.
Y antes de que pudiera reaccionar,
otro de los romanos me arrebató la «vara de Moisés». El
corazón me dio un vuelco. Aquello no
estaba previsto. Y aunque el cilindro de madera había
sido acondicionado para soportar los
más violentos vaivenes y encontronazos, el solo
pensamiento de que pudiera ser dañado
o extraviado me sumió en una profunda inquietud.
Aquello, además, significaba no poder
filmar la entrevista con Poncio Pilato.
Por otra parte, saltaba a la vista
que el centurión no estaba dispuesto a dejarme pasar con el
cayado. Si verdaderamente quería
llevar adelante el proyecto de Caballo de Troya tenía que
resignarme y confiar en la fortuna.
Guardé silencio, tratando de no conceder demasiada
importancia a mi vara. Lo contrario
hubiera despertado recelos y suspicacias nada deseables en
aquella irrepetible oportunidad.
El centurión hizo entonces una señal
con su mano, indicándonos que le siguiéramos.
Salimos del túnel abovedado y nos
encontramos en un espacioso patio cuadrangular -a cielo
abierto- de unos cincuenta metros de
lado y pavimentado con losas de caliza dura de un metro
cuadrado cada una. Un sinfín de
puertas, coronadas por dinteles de madera -formando arcos de
medio punto- se alineaban en los
laterales, bajo otros tantos pórticos sustentados por
columnatas. Aquella fortaleza, como
pude verificar conforme fui adentrándome en ella, había
sido edificada con todo esmero.
Por aquel gran patio, al que
desembocaban los dormitorios, las caballerizas y algunos
almacenes, iban y venían numerosos
legionarios. Muchos de ellos -libres de servicio- vestían
tan sólo la corta túnica granate de
lana, ceñida por un cinturón muy liviano.
El centurión que nos guiaba cruzó por
el centro del patio, rodeando una fuente circular sobre
cuyo centro se erigía una hermosa
representación, también en piedra y a tamaño natural, de la
diosa Roma. La estatua vestía una
túnica con múltiples pliegues, dejando al descubierto el
pecho derecho de la diosa. En la
diestra sujetaba una lanza y sobre la mano izquierda sostenía
una esfera de la qué brotaba un
chorro de agua. Esta iba almacenándose en el estanque
circular que constituía la parte baja
de la fuente. Varios soldados de la caballería romana se
hallaban lavando y cepillando media
docena de caballos. A diferencia de los infantes, los jinetes
vestían una chaquetilla morada de
manga larga y un pantalón rojo, muy ajustado, que se
prolongaba hasta la espinilla.
Al contrario de lo que ocurre, por
ejemplo, con nuestros ejércitos occidentales, ninguno de
aquellos soldados se cuadró o saludó
al paso del centurión. Este, siempre, con su «uitis» o vara
de sarmiento en su mano derecha y
recogiéndose la holgada toga o capa de color púrpura
sobre el brazo izquierdo, proseguía
su camino hacia el fondo del patio.
A derecha e izquierda, y
especialmente bajo los pórticos, otros legionarios atendían a la
limpieza de sus armas o sandalias. En
una de las esquinas, un concurrido grupo de soldados
formaba corro en torno a algo que
ocurría sobre el pavimento. A pesar de mi curiosidad no
pude aproximarme. El oficial, que no
volvió la cabeza ni una sola vez, seguía a buen paso hacia
las escalinatas que se divisaban ya
en la zona este del patio.
Antes de abandonar aquel recinto me
llamó la atención otra escena. A nuestra derecha, e
inmóvil sobre el enlosado, uno de los
legionarios cargaba sobre su nuca y hombros un pesado
saco. La carga obligaba al infante a
mantener el tronco y la cabeza ligeramente inclinados hacia
el suelo. Junto a él, otro legionario
-con su vestimenta y armas reglamentarias- no perdía de
vista al compañero. A mi regreso de
la entrevista con el procurador romano iba a tener
cumplida explicación de todo
aquello...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
151
Nada más pisar la pulida escalinata
de mármol blanco, que arrancaba del filo mismo del
patio, intuí que nos adentrábamos en
la parte noble del edificio. Aquellas escaleras -de escasa
pendiente- nos situaron en una
especie de vestíbulo rectangular, todo él revestido de finísimos
mármoles que -a juzgar por los
sutiles veteados grises y azulados- debían haber sido
importados por Herodes el Grande
desde Chipre y Carrara.
Frente a la escalinata que conducía a
aquella primera planta de la torre Antonia se abría una
puerta doble de casi cinco metros de
anchura, primorosamente labrada con palmeras, flores y
querubines de entalladura. Allí se
veía, una vez más, la mano de los artesanos y constructores
fenicios que, posiblemente, se
encargaron de la construcción de la fortaleza.
A ambos lados de la puerta montaban
guardia sendos infantes, cruzando sus pilum en forma
de aspa. El centurión se dirigió a
uno de ellos, advirtiéndole -supongo- que estábamos en la
lista de las audiencias de Poncio
Pilato. Segundos después daba media vuelta, y tras levantar su
brazo en señal de saludo, desapareció
escalinatas abajo.
Evidentemente teníamos que esperar.
José se dirigió entonces a uno de los
laterales del hall, sentándose en una de las sillas en
forma de X, sin respaldo y con
asiento de cuero, situada sobre una esponjosa alfombra
babilónica. A su espalda, por dos
espigadas y desnudas ventanas, entraba la claridad y la fría
brisa del norte.
Procuré imitar a mi acompañante,
mientras intentaba fijar en mi memoria los detalles más
sobresalientes de aquella estancia. A
ambos lados de la puerta se alineaban cuatro grandes
esculturas (dos en cada uno de los
paños). Las más próximas a los centinelas eran sendos
bustos, en mármol igualmente blanco.
Las otras sí pude reconocerlas: se trataba de una réplica
de las amazonas que se guardan
actualmente en el Museo Capitolino de Roma.
Los bustos, en cambio, me resultaron
irreconocibles. Y sin poder contener mi curiosidad,
pregunté a José por el significado de
aquellas cabezas, sostenidas sobre magníficos pedestales
cilíndricos.
El de Arimatea hizo un gesto de
disgusto. Y casi a regañadientes me explicó que eran los
bustos del César. Uno, situado a la
izquierda de la puerta, representaba a Tiberio adolescente.
El otro, al Emperador en la actualidad.
-… Esas estatuas -continuó José-
fueron motivo, hace ya algunos años, de grandes lamentos
y dolor para mi pueblo.
Nada más llegar a Judea, Poncio
Pilato -según el testimonio del anciano- situó dichas
imágenes en Jerusalén, aprovechando
la oscuridad de la noche. El pueblo judío no aceptaba la
presencia de imágenes -ni siquiera
las del Emperador romano- y aquello provocó una revuelta.
Miles de hebreos acudieron a Cesarea,
la capital de los invasores, suplicándole al procurador
que retirara las estatuas y que
respetase así la tradición y las creencias de la nación judía. Pero
Pilato no prestó atención, negándose
a quitar las imágenes de Tiberio. Durante cinco días y
cinco noches, los judíos
permanecieron en torno a la casa del procurador. En vista de la
situación, Poncio convocó a la
multitud y, cuando todos creían que el gobernador romano se
disponía a ceder, las tropas rodearon
a los hebreos. El procurador les advirtió entonces que, si
no recibían las imágenes, aquellos
tres escuadrones les despedazarían. Y a una orden de Pilato,
los legionarios desenvainaron sus
espadas. La muchedumbre, desconcertada, se echó rostro en
tierra, gimiendo y gritando que
preferían morir a ver profanada su ciudad santa. Pilato,
conmovido y maravillado por esa
actitud, terminó por consentir, ordenando que los bustos del
César fueran retirados de Jerusalén y
trasladados al interior del cuartel general romano: la
torre Antonia.
Sin poder evitarlo, me levanté del
asiento y, pausadamente, me acerqué al primer busto.
Pero aquel rostro aniñado, con un
flequillo perfectamente recortado sobre la frente, no me dijo
nada. Y me dirigí entonces a la
segunda efigie. Al pasar frente a los legionarios, ambos me
siguieron con la mirada.
Aquel segundo busto representaba a un
Tiberio adulto, de unos cincuenta años (el
Emperador fue designado César en el
año 14 de nuestra Era, cuando contaba 55 años de
edad), pero sumamente favorecido. En
mi adiestramiento previo a esta misión, y de cara, sobre
todo, a la entrevista que estaba a
punto de celebrar con Poncio Pilato, yo había recibido una
Caballo de Troya
J. J. Benítez
152
exhaustiva información sobre la
figura y la personalidad de Tiberio1. Allí -siguiendo lógicamente
las pautas de los artistas de la
época, que ocultaban los defectos de las personas a quienes
inmortalizaban en piedra o bronce- no
aparecían las múltiples úlceras que cubrían su rostro, ni
su calvicie, ni tampoco la ligera
desviación hacia la derecha de su nariz o el defecto de su oreja
izquierda, más despegada que la del otro
lado. (Estos dos últimos defectos aparecen con
claridad en el llamado busto de
Mahón, realizado cuando Tiberio no era aún Emperador.)
Sí se observaba, en cambio, una boca
caída, consecuencia de la pérdida de los dientes.
Excepción hecha de estas «concesiones»,
el artista sí había plasmado con exactitud la
cabeza de aquel polémico e
introvertido César: un rostro triangular, de frente ancha y barbilla
puntiaguda y breve. En su conjunto,
aquel busto emanaba el aire filántropo, resentido y huidizo
que caracterizó a Tiberio y que iba a
jugar un papel decisivo en la voluntad de su procurador en
la Judea a la hora de salvar o
condenar a Jesús de Nazaret. (Pero dejemos que sean los propios
acontecimientos los que hablen por sí
mismos.)
De pronto se abrió la gran puerta.
José, como yo, acudió presuroso hasta el umbral. Como si
hubiera actuado sobre ellos un
resorte mecánico, los soldados retiraron sus lanzas, dejando
paso a un individuo que vestía la
toga romana de los plebeyos. Apenas si tuve tiempo de
fijarme en él. Al otro lado, un
centurión sostenía la hoja de la puerta. En su mano izquierda
sostenía una tablilla encerada,
idéntica a la que había visto en el puesto de guardia. Pronunció
nuestros nombres y, con una sonrisa,
nos invitó a entrar.
Aquel salón, más amplio que el
vestíbulo, me dejó perplejo. Era ovalado y con las paredes
totalmente forradas de cedro. El
piso, de madera de ciprés, crujió bajo nuestros pies mientras
nos aproximábamos -siempre en
compañía del oficial- al extremo de la sala donde aguardaba
un hombre de baja estatura: Poncio
Pilato.
Al vernos, el procurador se levantó
de su asiento, saludándonos con el brazo en alto, tal y
como siglos más tarde lo harían los
alemanes de Hitler. Al llegar junto a la mesa, José hizo una
ligera inclinación de cabeza,
procediendo después a presentarme. Instintivamente repetí
aquella ligera reverencia, sintiendo
cómo el gobernador de la Judea me perforaba con sus ojos
azules y «saltones»2. Poncio volvió a sentarse y nos invitó a que hiciéramos
lo mismo. El
centurión, en cambio, permaneció en
pie y a un lado de aquella sencilla pero costosa mesa de
tablero de cedro y pies de marfil. No
llevaba casco, pero si portaba sus armas reglamentarias:
espada en su costado izquierdo (al
revés que la tropa), un puñal y, por supuesto, la cota de
mallas. Su atuendo era muy similar al
de los legionarios, a excepción de su capa y del casco.
Mientras el anciano de Arimatea le
hablaba en griego, ofreciéndole el ánfora de vino, Pilato -
que no me quitaba ojo de encima- tuvo
que notar que la curiosidad era mutua. Sinceramente,
la imagen que yo había podido
concebir de aquel hombre distaba mucho de la realidad. Su
escasa talla -quizá 1,50 metros- me
desconcertó. Era grueso, con un vientre prominente, que el
procurador intentaba disimular bajo
los pliegues de una toga de seda de un difuminado color
violáceo y que caía desde su hombro
izquierdo, envolviendo y fajando el abdomen y parte del
tórax. Bajo este manto, Poncio lucía
una túnica blanca hasta los tobillos, igualmente de seda y
con delicados brocados de oro a todo
lo largo de un cuello corto y grueso.
Desde el primer momento me sorprendió
su cabello. No podría asegurarlo pero casi estoy
seguro que había recurrido a un
postizo para ocultar su calvicie. La disposición del pelo -
cayendo exagerada y estudiadamente
sobre la frente- y el claro contraste con los largos
cabellos que colgaban sobre la nuca
en forma de «crines», delataban la existencia de una
peluca rubia. Poco a poco, conforme
fui conociendo al procurador, observé un afán casi
enfermizo por imitar en todo a su
Emperador. Y el postizo parecía ser otra prueba. La calvicie -
1 Mi documentación sobre Tiberio se basó fundamentalmente en
cuatro fuentes básicas: los «Anales» de Tácito, el
libro de «Los Doce Césares» de
Suetonio y las «Historias de Roma» de Dión Casio y Veleio Patérculo. A esta
bibliografía
sobre la vida pública y privada de
Tiberio hubo que añadir un sinfín de documentos, datos y libros de F. Josefo,
Filón,
Juvenal, Ovidio, de los Plinios,
Séneca, Henting, Bernouilli, Barbagallo, Baring-Gould, Ferrero, Marsh, Ciaceri,
Mommsen, Marañón, Homo. Pippidt, Axel
Munthe, Ramsay, Tarber, Tuxen y un largo etc. (N. del m.)
2 Para cualquier médico, aquellos ojos «saltones», así como
el conjunto de las restantes características de Pilato -
obesidad, escasa estatura, hinchazón
de la cara, etc.- le hubieran hecho sospechar una alteración de la glándula
tiroides (posiblemente un
hipertiroidismo). (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
153
según todos los historiadores- era
una de las características de los «claudios». Tiberio había
perdido el cabello desde su lejana
juventud, utilizando al parecer pelucas rubias,
confeccionadas -según Ovidio- con las
matas de pelo de las esclavas y prisioneras de los
pueblos bárbaros. Otros emperadores,
como Julio César y Calígula, presentaban esta
enfermedad. Séneca describe
magistralmente el grave complejo de Calígula como consecuencia
de su calvicie: «Mirarle a la cabeza
-dice el español- era un crimen...»
Por supuesto, y curándome en salud,
procuré mirar lo menos posible hacia el postizo de
Pilato...
Una caries galopante había diezmado
su dentadura, salpicándola de puntos negros que hacían
aún más desagradable aquel rostro
blanco, hinchado y redondo como un escudo. Poncio,
consciente de este problema, había
tratado de remediar su malparada dentadura, haciéndose
colocar dos dientes de oro en la
mandíbula superior y otro en la inferior. Aquellas prótesis,
además, denunciaban su privilegiada
situación económica. Pilato lo sabía y observé que -
aunque no hubiera motivo para ello-
le encantaba sonreír y enseñar «sus poderes»1.
A pesar de su apuradísimo rasurado y
del perfume que utilizaba, su aspecto, en general,
resultaba poco agradable. También
-creo yo- la descripción física de Poncio Pilato encajaba con
la clasificación tipológica que había
hecho Ernest Kretschmer. Al menos, desde un punto de
vista externo, coincidía con el
llamado tipo «pícnico». Pero lo que realmente me interesaba era
su forma de ser. Era vital poder
bucear en su espíritu, a fin de entender mejor sus motivaciones
y sacar algún tipo de conclusión
sobre su comportamiento en aquella mañana del viernes, 7 de
abril.
El procurador agradeció el obsequio
de José y, cayendo sobre mí, me preguntó entre risitas:
-¿Y cómo sigue el «viejecito»?
Yo sabía que el carácter áspero y la
extrema seriedad de Tiberio -ya desde su juventud- le
habían valido este apelativo. Y traté
de responder sin perder la calma:
-En mi viaje hacia esta provincia
oriental he tenido el honor de verle en su retiro de la isla de
Capri. Su salud sigue deteriorándose
tan rápidamente como su humor...
-¡Ah! -exclamó el procurador,
simulando no conocer la noticia-. Pero, ¿es que ha vuelto a
Capri?
Aquello terminó de alertarme. Pilato,
con aquellas y las siguientes preguntas, trataba de
averiguar si yo formaba parte del
grupo de astrólogos que rodeaba a Tiberio y que Juvenal
(años más tarde) calificaría
irónicamente como «rebaño caldeo». La suerte estaba echada. Así
que procuré seguirle la corriente...
1 En contra de lo que han llegado a opinar algunos
investigadores, el procurador Poncio Pilato no fue jamás un
esclavo liberto. Procedía de una
familia nobilísima y muy antigua, entroncada desde cuatro siglos antes de Cristo
con el
«orden ecuestre» romano. Un
antepasado suyo, Poncio Cominio, tomó parte en la guerra de Camilo contra los
galos.
Con gran arrojo, este antepasado de
Pilato consiguió penetrar en Roma escondido en una barquichuela de cortezas de
árbol. El origen de Cominio, como nos
señala su propio nombre, era samnita. Doscientos años más tarde surgen en la
Historia de Roma otros dos «Poncios»
famosos: Cayo Poncio Telesino y su padre, Cayo Poncio Herenio, amigo de
Platón. La familia de Poncio Pilato,
según todos los historiadores, se dividía en cuatro grandes «ramas»: los
telesinos,
los cominianos, los fregelanos y los
anfidianos. Todos ellos tomaban el nombre del lugar de procedencia de su
familia.
La «rama» más distinguida y noble
fue, sin duda, la de los telesinos, de la que procedía Cayo Herenio,
lugarteniente de
Mario en la guerra de España, en
tiempos de Sila. Pero más famoso fue aún Poncio Telesino, que puso a Sila en
grandísimo aprieto y cuya muerte fue,
para Mario, la señal de su derrota. Desde entonces, los Poncio Telesinos
desaparecen de la historia de Roma,
aunque dos importantes poetas -Marcial y Juvenal- hablan de ellos. Uno para mal
y el segundo, que los tenía en gran
aprecio, para bien. Es difícil precisar a cuáles de las dos «ramas» importantes
pudo
pertenecer Poncio Pilato aunque todo
hace suponer -dado su rango y cargo- que a la de los «telesinos». «Pilato» no
era
otra cosa que un sobrenombre o apodo,
como ocurría con otros personajes ilustres: Cicerón, Torcuato, Corvino, etc.
Significaba «hombre de lanza», y
presumiblemente tenía relación con algún importante hecho de armas ocurrido en
la
familia de los Poncio. En la guerra
civil de César y Pompeyo, por ejemplo, los Poncio fueron partidarios del
primero,
contándose de ellos algunos rasgos
heroicos que les valieron una gran amistad con César. Otros miembros de la
familia, sin embargo, permanecieron
fieles a la República, como fue el caso de Lucio Poncio Aquila, amigo de
Cicerón.
En tiempos de Tiberio aparecen los «
fasces « consulares en manos de un tal Cayo Poncio Nigrino y en los bancos del
Senado tenemos a otro Poncio
Fregelano, caído más tarde en desgracia al unirse al temido general Sejano.
Pero
ninguna de estas circunstancias hizo
perder prestigio a la familia de los Poncio. Y bajo el imperio de Nerón
encontramos
a otro Poncio Telesino ejerciendo el
Consulado con Suetonio Paulino.
Poncio «Pilato» pertenecía, en
resumen, al «orden ecuestre» romano; es decir, a la nobleza de segundo grado. (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
154
Como medida precautoria, Caballo de
Troya habla establecido que, mientras durase mi
reunión con Pilato, la conexión
auditiva con el módulo fuera prácticamente permanente. La
información auxiliar de Santa Claus,
nuestro ordenador, podía resultar de gran utilidad. De ahí
que, durante toda la entrevista, yo
permaneciese con la mano derecha pegada a mi oreja,
simulando dificultad para oír a mi
interlocutor. En realidad, como ya expliqué, esta argucia
permitía que las voces de los allí
reunidos pudieran llegar con nitidez hasta Eliseo...
-Comprendo que las noticias te
lleguen con demora -fingí-, y que aún no estés informado del
retiro voluntario del Emperador en
Capri. Allí permanece en la actualidad en compañía de su
amigo y maestro de astrólogos, el
gran Trasilo.
Poncio no se daba por vencido.
Aquella delicada situación parecía divertirle.
-Entonces -repuso el procurador sin
abandonar aquella falsa sonrisa- habrá llevado consigo a
su médico personal, Musa...
La nueva trampa de Pilato tampoco dio
fruto. Yo sabía que Antonio Musa había sido el galeno
de su antecesor, Augusto. Pero, ¿cómo
podía rectificar al supremo jefe de las fuerzas romanas
en la Judea sin herir su retorcido
ánimo?
-No, procurador. Sé que Tiberio
admiró los cuidados de Musa para con su padrastro, pero el
Emperador ha preferido llevarse al no
menos prudente y eminente Charicles. Según mis
noticias, Tiberio le llama de vez en
cuando a cualquiera de las doce villas de Capri donde
habita.
Pilato empezó a juguetear con el
pequeño falo de marfil que colgaba de su cuello. Aquel adorno
-tan corriente en la Roma imperial-
vino a demostrarme algo que ya sospechaba: aquel romano
era profundamente supersticioso. La
presencia de falos eh todo tipo de adornos, collares,
anillos, muebles, pinturas, etc.
estaba motivada por el afán de los ciudadanos romanos de
atraer a la fortuna y evitar la
desgracia1.
-Sí -murmuró con un cierto desprecio
en sus palabra-, Tiberio siempre ha sido un hombre
enfermizo... Y todos padecemos a
veces su irritabilidad. Supongo, Jasón, que su debilidad será
cada vez mayor...
En aquellos comentarios había parte
de verdad. Pero, entre esas verdades a medias,
también se ocultaban nuevos ataques a
mi profesionalidad como supuesto astrólogo y, en
definitiva, a mi conocimiento del
César.
-Puedo asegurarte -repuse- que
Tiberio conserva toda su fuerza. Es capaz, como tú muy
bien sabes, de perforar una manzana
verde con el dedo. Su senectud (Tiberio contaba en el año
30 unos 73 años) no ha disminuido su
fuerza, aunque sí su vista... Y en algo sí estoy de
acuerdo con tu sabia opinión. El
Emperador es un hombre atormentado por su destino. No supo
elevarse por encima de las adversas
circunstancias del divorcio que le impuso Augusto. Jamás
olvidará a su gran amor: Vipsania.
Esto, el carácter posesivo y la ambición de su madre, Livia,
y esas repulsivas úlceras que afean
su rostro han terminado por transformarle en un hombre
tímido, resentido y huidizo.
(En ese instante intervino Eliseo,
comunicándome que, según Plinio el Viejo, en su Historia
Natural específica que Tiberio era uno de los hombres con mejor
vista del mundo. Era capaz de
ver en las tinieblas -como las
lechuzas-, aunque durante el día sufría de miopía. Esta fue -
según Dión (Historia de Roma)- una de las razones que alegó para no aceptar el imperio.)
-… Tímido, resentido, huidizo y cruel
-remató Pilato con gesto grave, al tiempo que cruzaba
una mirada con su centurión.
En mi opinión, el procurador se daba
por satisfecho con mi «representación». Desde ese
momento, sus preguntas y comentarios
no fueron ya tan venenosos. Sin embargo, aquellas
afirmaciones habían empezado a
arrojar luz sobre el comportamiento de Poncio respecto al
1 La profusión de falos en aquellos tiempos llegó a tales
extremos que podían encontrarse en las puertas de las
casas o de los dormitorios. Cuando
eran situados en los jardines y en los campos debían proteger contra las
sombras
nocivas. Si los situaban en las
encrucijadas, el falo señalaba al caminante el rumbo adecuado. También pendían
de los
carros victoriosos de los emperadores
(«fascinus») y de los cuellos de las mujeres embarazadas que deseaban un parto
fácil. Los romanos llegaron a creer
que su poder aumentaba si daban al falo una forma de animal dotado de garras o
alas. También han sido encontrados
badajos con forma fálica. La superstición romana creía que, de esta forma, el
sonido de las campanas ahuyentaba los
embrujos y todo tipo de seres fantasmales. Sólo cuando el Imperio decayó,
degradándose sus costumbres, el falo
se convertiría en un símbolo de placer. Mientras en los primeros tiempos de
Roma, las jóvenes desposadas ofrecían
su virginidad al Hermes príapo. como muestra de sus devotas intenciones, más
tarde, el falo del dios sirvió de
consolador a muchas mujeres viciosas. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
155
Emperador y, especialmente, a su
criterio personal en relación con Tiberio y sus acciones. Por
un lado, como tuve oportunidad de
verificar, Poncio Pilato gustaba de imitar a su César. Por
otro, le odiaba y temía con la misma
intensidad. Aquellos últimos años de Tiberio, desde poco
antes de su retiro a Capri, fueron de
auténtico terror. Suetonio lo describe, asegurando que «el
furor de las denuncias que se
desencadenó bajo Tiberio, más que todas las guerras civiles,
agotó al país en plena paz».
Se espiaban todos y todo podía ser
motivo de secreta delación al César. El carácter
desconfiado de Tiberio alimentó -y no
poco- esta oleada de denuncias. Y cuando algún hombre
valeroso -como fue Calpurnio Pisón-
levantaba su voz, protestando por esta situación, el César
se encargaba de aniquilarlo. Tiberio
veía traidores y traiciones hasta en sus más íntimos amigos
y colaboradores. El terror tiberiano
llegó a tales extremos que, según cuenta Suetonio, «se
espiaba hasta una palabra escapada en
un momento de embriaguez y hasta la broma más
inocente podía constituir un pretexto
para denunciar».
Esta gravísima situación -de enorme
trascendencia, en mi opinión, a la hora de juzgar el
comportamiento de Pilato con Jesús de
Nazaret- queda perfectamente dibujada con el suceso
protagonizado por Paulo, un pretor
que asistía a una comida. Séneca lo cuenta en su obra La
Beneficencia: El tal Paulo llevaba una sortija con un camafeo en el que
estaba grabado el
retrato de Tiberio César. Pues bien,
el bueno de Paulo, apremiado por una necesidad fisiológica,
cometió la imprudencia de coger un
orinal con dicha mano. El hecho fue observado por un tal
Maro, uno de los más conocidos
delatores del momento. Pero un esclavo de Paulo advirtió que
el delator espiaba a su amo y,
rápidamente, aprovechándose de la embriaguez de éste, le quitó
el anillo del dedo en el momento
mismo en que Maro tomaba a los comensales como testigos
de la injuria que iba a hacerse al
emperador, acercando su efigie al orinal. En ese instante, el
esclavo abrió su mano y enseñó el
anillo. Aquello salvó al descuidado Paulo de una muerte
segura y de la pérdida total de sus
bienes que -según la «ley» de Tiberio- iban a parar siempre
a manos del delator. Esto y los
viejos odios eran las causas más comunes en todas las
delaciones.
Poncio Pilato, naturalmente, conocía
estos hechos y temía -como cualquier otro ciudadano de
Roma- ser el blanco de los muchos
delatores profesionales o aficionados que pululaban
entonces. En el escaso tiempo que
permanecí cerca de él intuí que Pilato no era exactamente
un cobarde. El hecho de representar
al César en una provincia tan difícil y levantisca como
Israel le presuponía ya, al menos
teóricamente, como un hombre de cierto temple1. Y,
aunque
fue un error político, bien que lo
demostró negándose a retirar las imágenes del César situadas
en Jerusalén, u apropiándose del
tesoro del templo para la construcción de un acueducto. Creo,
en honor a la verdad, que aquel
procurador podía sentir -y así ocurriría el viernes- miedo de la
situación que padecía en aquellos
años el imperio, no de la verdad, cuando ésta surge limpia y
directamente entre dos hombres.
Pilato se presentaba ante mí como un hombre inestable
emocionalmente, pero no como un
cobarde, tal y como se ha pretendido siempre. (Este, como
veremos, más adelante, debería ser
otro concepto a revisar, en especial por la Iglesia Católica.)
-Tímido, resentido, huidizo y cruel
-repitió el procurador, sumido en pensamientos
inescrutables.
El silencio cayó como un fardo sobre
la estancia. José, que parecía no dar crédito a cuanto
llevaba escuchado, se removió
nervioso en su silla de cuero.
Aquel mismo y violento silencio debió
sacar a Pilato de las profundidades de su mente y,
adoptando un tono más conciliador,
preguntó de nuevo:
-Pero, cuéntame, Jasón: ¿a qué se
dedica ahora el emperador...? ¿Qué hace...?
Como ya te he comentado, entiendo que
Tiberio ha escapado de Roma..., huyendo de sí
mismo.
Intencionadamente hice una pausa. Los
ojos de Poncio chispearon. Y asintió con la cabeza...
-… Su mortal enemigo -proseguí- es su
resentimiento o su falta de generosidad. Y los astros
-deslicé con toda intención-,
anuncian hechos que conmoverán al Imperio. Ahora se dedica a
pasear en solitario, como siempre,
por los abruptos acantilados de Capri. No habla con nadie, a
1 Filón escribe sobre Pilato: «De carácter inflexible y
duro, sin ninguna consideración.» Según el escritor de
Alejandría, la procuraduría de Poncio
se caracterizaba por su «corruptibilidad, robos, violencias, ofensas,
brutalidades,
condenas continuas sin proceso previo
y una crueldad sin limites». (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
156
excepción de sus astrólogos y puedo
asegurarte que su desconfianza e inestabilidad senil son
tales que, incluso, está asesinando a
mis compañeros.
-¿Está matando a sus astrólogos? -me
interrumpió el gobernador con un rictus de
incredulidad. Aquella noticia, al
parecer, no había llegado aún a la remota Palestina. Y procuré
aprovecharlo.
-Así es, procurador. Su demencia está
comprometiendo a cuantos le conocen. Cada tarde,
Tiberio recibe a un astrólogo. Lo
hace en la más alta de las doce villas que mandó construir en
la isla y que, como sabes, están
dedicadas a otros doce dioses. Pues bien, si el emperador cree
que el astrólogo de turno no le ha
dicho la verdad en sus presagios, ordena al robusto esclavo
que le acompaña que, a su regreso del
palacio, arroje al caldeo por los acantilados...
Pilato sonrió maliciosamente y,
señalándome con su dedo índice, preguntó sin rodeos:
-¿Y tú...? ¿Cómo es que sigues con
vida?
-Procuré seguir los consejos de mi
maestro, Trasilo, y los que me dictó mi propio corazón. Es
decir, la dije la verdad al
Emperador...
(Eliseo me transmitió entonces el
texto de una leyenda que circuló en aquella época y que -
de ser cierta- pone de manifiesto la
ya citada dureza de carácter de Tiberio. «Cuando Trasilo
fue llamado por el César para que le
anunciara su porvenir, aquél, palideciendo, le advirtió
valerosamente que le amenazaba un
gran peligro. Tiberio, confortado con su lealtad, le besó,
tomándole como el primero de sus
astrólogos.»)
Pilato no pudo contener su curiosidad
y estalló:
-¿Y cuáles son esos hechos que -según
tú- conmoverán a todo el Imperio?
-Hemos leído en los astros y éstos
auguran un gravísimo suceso, que afectará, sobre todo, al
Emperador...
Yo gozaba en aquellos momentos de la
enorme ventaja de conocer la Historia. Estábamos en
el año 30 y procuré centrar mis «predicciones»
en el futuro inmediato.
-¡Sigue!, ¡sigue...! -me apremió
Poncio, empujándome simbólicamente con sus manos cortas
y regordetas, entre cuyos dedos
sonrosados destacaba el sello de ónice de su procuraduría.
-Sejano...
Al oír aquel nombre, pronunciado por
mí con una bien estudiada teatralidad, del procurador
palideció. En aquel tiempo -y
especialmente desde que el César se había retirado a Capri (año
26 d. J. C.)-, Aelio Sejano,
comandante en jefe de las fuerzas pretorianas de Roma y hombre
de confianza de Tiberio, era el
auténtico «emperador». La mal disimulada ambición de este
general y su influencia sobre Tiberio
le habían convertido en un segundo horror para los
ciudadanos del Imperio. Su poder era
tal que su imagen llegó a figurar, junto a la del César, en
los puestos de honor de la ciudad, en
las insignias de las legiones y hasta en las monedas1.
Sus
verdaderas intenciones -llegar a
sustituir a Tiberio en el Imperio- le condujeron a todo tipo de
desmanes, intrigas y asesinatos.
Intentó, incluso, casarse con una de las nietas de Tiberio
(posiblemente con Julia Livila, hija
de Germánico), pero el César le dio largas, truncando así las
esperanzas de Sejano de borrar el
origen oscuro y humilde de su cuna. Hombre frío y
calculador, el lugarteniente de
Tiberio fue eliminando a los posibles sucesores del Emperador,
iniciando una brutal ofensiva contra
Agripina (nieta de Augusto) y sus hijos (Nerón I, Druso III,
Caio -más conocido por Calígula-,
Agripina II, Drusila y Julia Livila). Estos ataques de Sejano
empezaron por dos prestigiosos
representantes del partido de Agripina: Silio y Sabino. El
suicidio del primero, gran militar,
en el año 24 después de Cristo para no ser ejecutado, y el
proceso y posterior asesinato del
segundo (año 28 d. J.C.), sumieron a Roma y a sus provincias
en la angustia. Tácito confirma estos
hechos: «Jamás -dice- la consternación y el miedo
reinaron como entonces en Roma.»
Poncio Pilato y el centurión que nos
acompañaba sabían muy bien quién era Sejano y cuál su
poder. La Historia, como ya cité, y
muy especialmente la Iglesia Católica, deberían haber
explicado al mundo -o, cuando menos,
a los que se dicen creyentes- el funesto influjo que
ejercía sobre todo el Imperio
(precisamente en aquellos cruciales años) el primer ministro de
Tiberio.
1 Caballo de Troya comprobó este extremo, encontrando, en
electo, la imagen de Sejano en monedas aparecidas en
la ciudad española de Bilbilis
(actual Calatayud, en la provincia de Zaragoza). Según Suetonio, algunas
legiones
estacionadas en Siria, no aceptaron
esta glorificación de Sejano. Cuando cayó el «hombre fuerte», Tiberio las
recompensó, a pesar de haber sido él
mismo quien había ordenado esta glorificación de su lugarteniente. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
157
Sólo así -conociendo el férreo y
despótico gobierno de Sejano y la no menos cruel actitud del
César- puede empezar a intuirse por
qué Pilato iba a «lavarse las manos» en el proceso contra
el Maestro de Galilea. Todos los
gobernadores romanos de provincias -y no digamos Poncio-
sabían que sus cargos y vidas pendían
de un simple hilo. El menor escándalo, murmuración o
denuncia les llevaba irremisiblemente
a la destitución, destierro o ejecución. Como veremos en
su momento, el procurador romano en
Israel -ante la amenaza de los judíos de acusarle ante el
César de permitir que uno de aquellos
hebreos se proclamase «rey»- prefirió doblegarse,
evitando así un enfrentamiento con el
implacable Sejano o con Tiberio, a cual más
intransigente...
Estimo, por tanto, que dadas las
circunstancias sociales, políticas y de gobierno de aquel año
30 en el Imperio, el acto de Pilato
no fue de cobardía, sino de «diplomática prevención». Entre
ambos términos, creo, hay una clara
diferencia que -aunque no justifica la determinación del
representante del César (o de Sejano
en este caso)- sí ayuda a comprenderle mejor.
-¿Qué tiene que ver ése -preguntó
Pilato en tono despectivo- con tus augurios?
Caballo de Troya había sopesado
minuciosamente aquella entrevista mía con el procurador
romano. Y aunque estaba previsto que
intentara ganarme su confianza y amistad -de cara,
sobre todo, a obtener una mayor
facilidad de movimientos por el interior de la Torre Antonia en
la mañana del viernes-, los hombres
del general Curtiss habían estimado que no era
recomendable advertir a Poncio Pilato
de la trágica caída de Sejano en el año 31. Si el
procurador llegaba a creer a pie
juntillas esta «profecía» (que se cumpliría, en efecto, el 18 de
octubre de dicho año), su miedo a
Sejano podía desaparecer en parte, pudiendo cambiar así su
decisión de ejecutar a Jesús. Esto,
lógicamente, iba en contra de la más elemental ética del
proyecto. Éramos simples observadores
y cualquier maniobra que pudiese provocar una
alteración de la Historia nos estaba
rigurosamente prohibida.
Así que me limité a exponerle una
parte de la verdad.
-Los astros se han mostrado propicios
-le dije, adoptando un aire solemne- a Sejano. Su poder
se verá incrementado por el
nombramiento de cónsul...1.
Pilato, tal y como suponía, concedió
crédito a mis augurios. Al escuchar el «vaticinio»
abandonó la mesa, situándose de cara
al extenso ventanal que cerraba aquel arco del salón. Así
permaneció durante algunos minutos,
con las manos a la espalda y la cabeza ligeramente
inclinada hacia adelante.
-Así que cónsul... -murmuró de
pronto. Y sin volverse, me rogó que prosiguiera.
-Pero eso no es lo más grave -añadí,
fijando mi mirada en la del centurión-. Los astros
señalan una grave conjura contra el
Emperador...
No pude seguir. Pilato se volvió,
fulminándome con la vista.
-¿Lo sabe Tiberio?
-Mi maestro, Trasilo, se encargó de
anunciárselo poco antes de mi partida de Capri.
-Bueno -recapacitó el procurador-,
las cohortes de Siria están inquietas por culpa de
Sejano... Pero no hace falta ser
astrólogo para esperar que un día u otro...
-Es que los astros -le interrumpí
utilizando toda mi capacidad de persuasión- han señalado
un nombre...
Pilato no dijo nada. Recogió su larga
túnica y se sentó muy lentamente, sin dejar de
observarme.
Yo miré al centurión, simulando una
cierta desconfianza por la presencia de aquel oficial pero
Poncio -captando mi actitud- se
apresuró a tranquilizarme:
-No temas. Civilis es mi primipilus2. Toda la legión está bajo su mando. Habla con entera
libertad... Aquí -argumentó Poncio
señalando el salón donde nos encontrábamos- no hay
agujeros artificiosamente preparados,
como ocurrió con el ingenuo Sabino...3
1 Tiberio, en efecto, anunció el nombramiento de Sejano como
cónsul en aquel mismo año 30. Pero, al parecer, las
noticias necesitaban más de tres
meses para llegar desde Roma hasta Palestina. La designación había sido
prevista
para el año siguiente (31), aunque el
hombre «duro» del César moriría antes de ostentar dicho puesto. En aquellos
momentos, Pilato ignoraba todo esto.
De ahí su sorpresa. (N.
de! m.)
2 Aquel centurión, según la definición utilizada por Pilato,
era el «primero» de los 60 de que constaba una legión. En
esta perfecta jerarquización del
ejército romano, los llamados primorum ordinum centuriones o, abreviadamente,
primi
ordines, eran los centuriones de más
alta categoría de una legión. El primipi!us, o elegido en primer lugar de entre
las
sesenta centurias, participaba,
incluso, en los consejos de guerra. (N. de! m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
158
Sejano...
-¿Ese bastardo? -prorrumpió el
procurador, soltando una sonora carcajada1.
Y en uno de aquellos bruscos cambios
de carácter, Pilato golpeó la mesa con su puño,
haciendo saltar algunos de los
pergaminos y papiros, perfectamente enrollados y apilados sobre
una bandeja de madera. Algunos de
aquellos documentos o cartas de piel de cabra, ternero o
cordero -que los romanos llamaban
«membrana»- rodaron por el tablero, cayendo a los pies del
oficial. Éste se apresuro a
recogerlos, mientras el procurador, nervioso y evidentemente
confundido, se aferraba a su
marfileño amuleto fálico.
-¿Estás seguro? -balbuceó Poncio.
Pero antes de que tuviera oportunidad
de responderle, miró al centurión, interrogándole a su
vez:
-¿Qué sabes tú?
El oficial negó con la cabeza, sin
despegar siquiera los labios.
-Una conjura contra Tiberio...
Pilato hablaba en realidad consigo
mismo. Se llevó los dedos a la cara, acariciándose el
mentón en actitud reflexiva y, al
fin, levantando los ojos hacia el techo, me preguntó como si
acabara de pillarme en un error:
-A ver silo he comprendido... La
astrología dice que los dioses están de parte de Sejano...
Pero tú acabas de anunciar también
que prepara una conjura contra el César... Si eso fuera así,
y puesto que dices que Tiberio está
informado, ¿cómo es posible que el jefe de los pretorianos
siga gozando de la confianza del
Emperador? ¡Responde!
Pilato había vuelto a mirarme de
frente. Y con una fiereza que hizo temblar a José de
Arimatea.
Pero yo sostuve su mirada. Tal y como
habíamos previsto, el procurador romano había
mordido el anzuelo.
Con toda la calma de que fui capaz
entré directamente en busca de lo que realmente me
había llevado hasta allí.
-Existe un plan...
Poncio se apaciguó. Ahora estoy
seguro que mi imperturbable serenidad le desarmó.
-¡Habla...!
-Pero antes -repuse-, quisiera
solicitar de ti un pequeño favor...
-¡Concedido!, pero habla. ¡Habla...!
-Sabes que, además de mis estudios
como astrólogo, me dedico al comercio de maderas.
Pues bien, un rico ciudadano romano
de Tesalónica ha sabido del maravilloso sistema de
calefacción subterránea que Augusto
mandó construir bajo el suelo de su triclinium (comedor
imperial). Toda Roma está enterada de
tu exquisito gusto y de que has mandado colocar bajo
tu triclinium otro sistema parecido. He recibido el encargo expreso y
encarecido de este amigo
mío de Grecia de consultarte -si lo
estimas prudente- algunos detalles técnicos sobre su
3 El procurador estaba al tanto de las argucias empleadas
por los colaboradores del temido Sejano para acusar a
Tito Sabino, hombre leal a Agripina y
ejecutado, como ya dije, en el año 28. Cuatro pretores que aspiraban al
consulado planearon, con el fin de
congraciarse ante Sejano, cómo capturar in fraganti a Sabino. Se trataba de
Latino
Laciano, Forcio Cato, Petelio Rufo y
Opsio. El primero de ellos se fingió amigo y confidente del infeliz Sabino y
excitó
con sus críticas a Sejano y a Tiberio
la profunda aversión que sentía el amigo de Germánico (marido de Agripina)
hacia
el César y hacia su ministro. Y el
día convenido. Laciano llevó a la víctima a su casa, provocando su locuacidad
contra el
César y su favorito. Sabino ignoraba
que los otros tres cómplices le estaban escuchando desde el desván, a través de
unos agujeros practicados en el
suelo. Poco después, las violentas manifestaciones de Sabino estaban en poder
de
Tiberio y Sejano, que ordenaron su
ejecución. (N. del m.)
1 Reconozco que aquella exclamación, y la actitud en general
del procurador respecto a Sejano, nos confundió.
Tanto Eliseo como yo sabíamos que
Poncio Pilato había sido designado posiblemente por el general y favorito de
Tiberio, con la intención premeditada
de provocar al pueblo judío. Sejano había sido uno de los hombres que más se
había distinguido por su odio contra
los hebreos que habitaban en Roma. Poco tiempo antes de la muerte de Cristo, el
emperador ordenó la expulsión de 4000
judíos, que fueron conducidos a la isla de Cerdeña, con la misión de eliminar
las bandas de bandidos que tenían
allí sus cuarteles generales. Este destierro masivo estuvo propiciado en buena
medida por consejo de Sejano y a raíz
de una malversación de fondos por parte de cuatro hebreos que habían sido
encargados por Fulvia, esposa del
senador Saturnino y recién convertida al judaísmo, del traslado de valiosos
regalos al
templo de Jerusalén. Pero estos
judíos se quedaron con los regalos y el comandante de la guardia pretoriana,
Sejano,
aprovechó este suceso informando a
Tiberio. Este se enfureció y, como digo, ordenó que todos los judíos y
prosélitos
fueran expulsados de Roma. Esta fue,
precisamente, la primera persecución de los judíos en Occidente. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
159
instalación. Soy portador de una
carta, en la que te ruega me permitas hacer algunas consultas
al respecto...
Y acto seguido rescaté de mi bolsa de
hule el pequeño rollo de pergamino, meticulosamente
lacrado y confeccionado por los
hombres de Caballo de Troya1. Se lo extendí a Pilato que, a
decir verdad, no salía de su asombro.
Después de leer el mensaje de mi
inexistente amigo lo dejó caer sobre la mesa, visiblemente
satisfecho por tanta adulación.
-No sabía que en Roma conocieran...
Asentí con una sonrisa.
-Bien, concedido. Mañana mismo podrás
hacer todas las preguntas que creas conveniente...
-Mañana, estimado procurador -le
interrumpí- no podré acudir a la fortaleza Antonia. Pero sí
el viernes.
-No se hable más: el viernes.
-No deseo abusar de tu consideración
-forcé-, pero, tú sabes lo difícil que resulta el acceso a
tu residencia. ¿Podrías
proporcionarme una orden o un salvoconducto, que facilitara mi trabajo?
Poncio empezaba a perder la
paciencia. Y con un gesto de desgana indicó al centurión que le
acercase uno de los rollos que se
alineaban en un amplia estantería, empotrada a espaldas del
oficial y que, a simple vista, debía
reunir un centenar largo de rollos. El procurador enderezó el
papiro y, tomando una pluma de ganso,
garrapateó una serie de frases con una letra casi
cuadrada y en latín.
-Aquí tienes -comentó un tanto
molesto, mientras me hacía entrega de la orden-. El viernes,
cuando presentes esta autorización,
deberás preguntar por Civilis... Y ahora, por todos los
dioses!, habla de una vez.
«¡Bravo!» La exclamación de mi
compañero Eliseo desde el módulo me hizo recobrar el
ánimo.
-Cuanto voy a relatarte -repuse
bajando un poco el tono de la voz- es sumamente secreto.
Sólo el Emperador y algunos de sus
íntimos en Capri, entre los que se encuentra mi maestro,
Trasilo, lo saben. Espero que tu
proverbial prudencia sepa guardar y administrar cuanto voy a
revelarte.
»Tiberio, como te dije, no es ajeno a
esa conjura. Él sabe, como tú, de las intrigas de Sejano
y de su responsabilidad en las
muertes y destierro de Agripina y de sus hijos. Pero ha dado
órdenes secretas para que Antonia2 y su nieto Calígula viajen hasta Capri y se pongan bajo su
protección...
Poncio Pilato permaneció
boquiabierto, como si estuviera viendo a un fantasma. Al fin, casi
tartamudeando, acertó a expresar:
-¡Calígula...! Claro, el bisnieto de
Tiberio... ¡El «Botita»!...3
1 Caballo de Troya había fabricado aquel pergamino,
siguiendo las antiguas técnicas de los especialistas de
Pérgamo, en el noroeste de Asia
Menor. Se utilizó una porción de piel de cordero. Después de eliminar el pelo
fue
raspada y macerada en agua de cal
para eliminar la grasa. Después del secado y sin ulterior curtido se frotó con
polvo
de yeso, puliéndola a base de piedra
pómez. La escritura, en latín, fue realizada siguiendo la técnica llamada
capitalis
rustica, a base de letras esbeltas y
elegantes. (N. del m.)
2 Para poder comprender mejor estas luchas intestinas, que
azotaron, sobre todo, aquellos últimos años del imperio
de Tiberio, quiero recordar a los principales
componentes de la llamada familia de los Claudios:
Primera generación: Tiberio Claudio
Nerón, casado con Livia, de la que tuvo a Tiberio (emperador) y a Druso I,
sospechoso de ser hijo de Livia y el
emperador Augusto.
Segunda generación: hijos de Tiberio
Claudio Nerón y Livia (hijastros de Augusto): Tiberio (emperador), que se casó
con Vipsania y de la que tuvo a Druso
II. Después se casaría con Julia I que le dio un hijo muerto. Druso I: se casó
con
Antonia II, de la que tuvo a
Germánico, Claudio (que fue emperador) y a Livila.
Tercera generación (hijos de Tiberio
y Vipsania): Druso II: se casó con Livila, de la que tuvo a Julia III,
Germánico
Gemelo y Tiberio Gemelo.
Tercera generación (II) (hijos de
Druso I y Antonia II y, por tanto, sobrinos de Tiberio y sobrinos-nietos de
Augusto): Germánico, Claudio
(emperador) y Livila.
Cuarta generación (hijos de Druso II
y Livila y, por tanto, nietos de Tiberio y sobrinos-bisnietos de Augusto):
Julia
III, Germánico Gemelo y Tiberio
Gemelo.
Cuarta generación (II) (hijos de
Germánico y Agripina I y, por tanto, sobrinos-nietos de Tiberio y bisnietos de
Augusto): Nerón I, Druso III, Caio
(más conocido por Calígula), Agripina II, Drusila y Julia Livila.
(Antonia II, en consecuencia, era
madre de Germánico y abuela de Calígula.) (N. del m.)
3 Así llamaban familiarmente a Calígula los soldados con los
que se crió en la Germania, por el calzado que usaba,
de tipo militar. (N. del ni.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
160
Entonces, silos planes del César se
cumplen -comentó dirigiéndose a su jefe de centuriones-,
ya podemos imaginar quién será su
sucesor...
Después, como si todo aquello
resultase sumamente confuso para su mente, volvió a
interrogarme:
-Pero, ¿qué dicen los astros sobre la
vida de Tiberio? ¿Durará mucho?
Mi respuesta -tal y como yo
pretendía- desarboló el incipiente entusiasmo del procurador,
que parecía soñar con la desaparición
del rígido y cruel Tiberio.
-Lo suficiente como para que aún
corra mucha sangre...
(Yo sabía, obviamente, que la muerte
del César no se produciría hasta el año 37.)
La súbita irrupción de uno de los
sirvientes del procurador en el salón oval -anunciándole que
el almuerzo se hallaba a punto- vino
a interrumpir aquella conversación. Yo, sinceramente,
respiré aliviado.
Pero Pilato, entusiasmado y
agradecido por mis revelaciones, nos rogó que le
acompañásemos. José y yo nos miramos
y el de Arimatea -que no había abierto la boca en toda
la entrevista- accedió con gusto.
(Yo no podía sospechar que, esa misma
tarde, tendría la ocasión de presenciar un hecho que
resultaría sumamente ilustrativo para
comprender mejor el oscuro suceso de la huida de los
guardianes de la tumba donde iba a
ser sepultado Jesús de Nazaret.)
Algo más relajados, los cuatro nos
dirigimos hacia el extremo opuesto donde habíamos
mantenido la entrevista. El
procurador, adelantándose ligeramente, nos fue conduciendo hacia
un recogido triclinium, separado del «despacho» oficial por unas cortinas de
muselina
semitransparente.
La rapidez con que habíamos sido
introducidos en aquel salón oval y la circunstancia de
haber permanecido todo el tiempo en
el sector norte, de espaldas al resto, me habían impedido
observarlo con detenimiento. Mi
misión en la mañana del próximo viernes me obligaba a
conocer lo más exactamente posible la
distribución del mismo. Así que aproveché aquellos
instantes para -simulando un interés
especial por un busto alojado en un amplio nicho
practicado en el centro de la pared
que albergaba también la biblioteca de Pilato- «fotografiar»
mentalmente cuantos detalles pude.
Poncio se detuvo al ver que me
quedaba rezagado. Me incliné ligeramente sobre aquel
pequeño busto de bronce, reconociendo
con sorpresa que se trataba de una efigie idéntica
(quizá fuera la misma) a la que yo
había contemplado durante mi entrenamiento en el Gabinete
de Medallas de la Biblioteca de
París. En este busto del emperador Tiberio se apreciaba en su
boca el característico rictus de
amargura del César.
-¡Hermoso! exclamé.
Y el romano, con una irónica sonrisa,
preguntó:
-¿Quién? ¿El César o el busto?
-La escultura, por supuesto. En mi
opinión -añadí señalando el gesto de la boca- es uno de
los pocos que le hacen cierta
justicia...
-Me gusta tu sinceridad, Jasón
-repuso el procurador, acercándose hasta mí y golpeando mi
espalda con una palmadita.
-¿Sabes? Me gustaría adivinar qué
dirá la Historia de este tirano...
-Eso -le respondí-, precisamente eso:
«Aquí yace un déspota cruel y un tirano
sanguinario...»
Poncio Pilato no podía sospechar
siquiera que yo le estaba anunciando el epitafio que sus
biógrafos escribirían sobre su tumba
en el año 37. Aunque también es cierto -y en esto
comparto la opinión del gran
historiador Wiedermeister- que si Tiberio hubiera nacido en el año
6 antes de Cristo, la Historia le
hubiera dedicado una frase muy distinta: «Aquí yace un gran
estratega.»
-Yo, en cambio, haría cincelar su
frase favorita: «¡Después de mi, que el fuego haga
desaparecer la tierra!»
Pilato llevaba razón. Tal y como
recogen Séneca y Dión, ésa era la frase más repetida por
Tiberio.
A derecha e izquierda del busto del
César, clavadas en sendos pies de madera, habían sido
situadas la enseña de la legión y el
signo zodiacal de Tiberio, respectivamente. La primera: un
Caballo de Troya
J. J. Benítez
161
águila metálica (probablemente en
bronce dorado), con las alas extendidas y un haz de rayos
entre las garras. El segundo, un
escorpión, igualmente metálico y con un intenso brillo dorado.
Estas sagradas insignias romanas
aparecían montadas sobre sendas astas de más de dos
metros de longitud y provistas de
conteras metálicas, con el fin de que pudieran ser clavadas
en tierra o, como en este caso, en
una base cuadrangular de madera rojiza.
Siguiendo esa misma pared, el salón
presentaba una puerta mucho más sobria y reducida
que la del acceso por el vestíbulo.
Por allí había hecho su aparición el sirviente y por allí -
supuse- podría llegarse hasta las
habitaciones privadas del procurador.
El resto del salón se hallaba
prácticamente vacío. En total, contabilizando el reducido
comedor que cerraba aquella estancia
elipsoidal, el lugar debía medir alrededor de los 18
metros de diámetro superior, por
otros 9 de diámetro inferior o máxima anchura. El techo, de
unos 13 metros, y totalmente abovedado,
me pareció una muestra más del alarde y
concienzudo trabajo llevado a cabo
por Herodes en aquella fortaleza.
Pero mi sorpresa fue aún mayor
cuando, al separar las cortinas que dividían el triclinium del
«despacho», una cascada de luz nos
inundó a todos. En lugar de un ventanal gemelo al
existente en el otro extremo del
salón, los arquitectos habían abierto en el techo un tragaluz
rectangular de más de tres metros de
lado, cerrado con una única lámina de vidrio. El sol, en su
cenit, entraba a raudales,
proporcionando a la acogedora estancia una luminosidad y un tibio
calor que agradecí profundamente. En
el centro se hallaba dispuesta una mesa circular -de
apenas 40 centímetros de
alzada-cubierta con un mantel de lino blanco, y presidida por un
centro de fragantes flores de azahar,
casi todas de cidro y limonero. Alrededor de la mesa, y
esparcidos por el suelo, se
amontonaban un buen número de cojines o almohadones, repletos
de plumas, que servían habitualmente
de asiento o reclinatorio.
El ábside que constituía la pared del
triclinium -igualmente forrada con madera de cedro-
presentaba media docena de lucernas o
lámparas de aceite (ahora apagadas). Y en la zona que
no era otra cosa que la prolongación
de la pared donde yo había contemplado el busto del
César descubrí una estrecha puerta,
magistralmente disimulada entre las vetas de los paneles
de cedro. Por allí, precisamente,
fueron apareciendo cuatro o cinco esclavos, todos ellos
ataviados con cortas túnicas de color
marfileño. Al parecer, procedían de Siria, excepción hecha
de un galo de larga melena rubia. En
el transcurso de la comida, Pilato me confesaría que aquel
bello mancebo era una «joya». Después
de no pocos regateos había conseguido comprarlo en
el mercado de esclavos de Jerusalén
por la nada despreciable suma de mil sestercios (unos 250
denarios de plata).
Cada uno de aquellos sirvientes era
portador de un barreño o lavapiés de cobre, con un
pequeño apoyo de madera en el
interior, que servía para situar la planta del pie, haciendo así
más cómodo el lavado.
Después del obligado ritual, Poncio
me sugirió que no calzara mis sandalias. El y el centurión
habían hecho otro tanto. Al principio
no comprendí, pero Pilato, sonriendo y señalando el
entarimado del piso, aclaró el por
qué de aquella sugerencia:
-Así tendrás la oportunidad de
experimentar por ti mismo las excelencias de mi sistema
subterráneo de calefacción, que tanto
te preocupa...
Al posar mis pies sobre la madera de
ciprés empecé a sentir, en efecto, un calor muy sutil y
reconfortante. Sinceramente, quedé
maravillado. El circuito de agua caliente que discurría bajo
el piso transmitía al suelo la
suficiente energía calorífica como para templar la estancia, sin
necesidad de chimeneas o incómodas
estufas.
Naturalmente, y conociendo un poco la
especial psicología de mi anfitrión, no dudé en hacer
grandes elogios de aquel
«revolucionario» e ingenioso artilugio, prometiéndole hablar de ello a
cuantos dignatarios y cortesanos
tuviera la oportunidad de conocer.
Y mientras los esclavos iban situando
sobre la mesa las diferentes viandas, yo aproveché
aquellos primeros instantes del
almuerzo para -tal y como tenían por costumbre los ciudadanos
romanos- obsequiar a Pilato y a
Civilis con sendas pequeñas esmeraldas, obtenidas por Caballo
de Troya de las minas de Muzo1. El proyecto, como ya expuse en su momento, había
planeado
1 Debo dejar constancia que los hombres de Caballo de Troya
trataron por todos los medios de conseguir las
esmeraldas en los yacimientos de los
Urales, en territorio soviético. Estas minas fueron citadas ya por el
historiador
Plinio el Viejo (que vivió del año 23
al 79 de nuestra Era) en su obra Tratado sobre las piedras preciosas. Ello hubiera
proporcionado a la acción un carácter
más puro y objetivo. Pero los obstáculos levantados por los rusos fueron tales
que el general Curtiss decidió
cambiar el origen de las esmeraldas, recurriendo entonces a las no menos
famosas minas
Caballo de Troya
J. J. Benítez
162
simplificar mi acceso hasta el
procurador romano, mediante este regalo. En principio, la misión
me había hecho entrega de dos únicas
piedras de «fulgor verde» -como las definió Plinio- que
deberían ser obsequiadas a Pilato.
Pero, sospechando que mi libertad de movimientos en la
jornada del viernes por la Torre
Antonia se vería muy condicionada por la voluntad del jefe de
los centuriones, decidí sobre la
marcha ganarme igualmente su aprecio. Y nada mejor que
hacerle entrega de una de aquellas
bellísimas esmeraldas, las piedras más cotizadas por el
mundo romano después de los diamantes
y las perlas1.
Fue la primera -y la única- vez que
vi dibujarse una fugaz sonrisa en el rostro casi pétreo de
Civilis. Pilato, en cambio, se mostró
generoso en aspavientos, jurándome por sus antepasados
que no olvidaría mi rostro ni mi
nombre. (En realidad me contentaba con que aquel espíritu
voluble me recordara, al menos, hasta
el viernes...)
Y aunque el procurador trataba de
imitar al César en muchas de sus formas y actuaciones -
especialmente en aquellas que tenían
una resonancia pública-, a la hora de comer, en cambio,
distaba mucho de la extrema sobriedad
de Tiberio.
El «refrigerio» que habían empezado a
servir los esclavos constaba, entre otras «minucias»,
de erizos de mar y ostras traídas
expresamente desde los criaderos artificiales del lago Lucrina;
de pollas cebadas y engrasadas sobre
empanadas de ostras y otros mariscos como los llamados
por Poncio «bellotas de mar» (negras
y blancas). Y todo esto, como «entrada».
El cuarto, quinto y sexto platos
fueron aún más sofisticados: solomillo de corzo, pájaros
rebozados en harina y algo que no
había visto jamás: ubre y empanadas de ubre de cerda. Y,
como final, morena procedente del
Estrecho de Gades (Cádiz) y dátiles sumergidos en un negro
y dulce caldo de las viñas
sicilianas.
Aquel banquete estuvo permanentemente
regado con el vino que habla traído José, así como
por otros no menos estimables de
Lesbos y Chios.
Dada la época del año y el largo
viaje que habían soportado las ostras y el resto de los
mariscos, procuré no probarlos,
excusándome ante Poncio con una supuesta y aguda dolencia
estomacal. Como contrapartida, me vi
en la penosa obligación de degustar aquellas ubres de
cerda...
Entre risas y bromas, Pilato me
preguntó si había tenido ocasión de paladear manjares como
aquellos en la mesa de Tiberio, en
Capri. Naturalmente -y con gran regocijo por su parte- le
comenté que la frugalidad del César
estaba matando de hambre a sus amigos y astrólogos.
(En una oportuna y rápida
intervención del módulo, mi hermano completó mi información,
recordándome algunos de los platos
favoritos de Tiberio y que Santa Claus había extraído de la
Historia Natural de Plinio el Viejo (XIX, 23 y 28): «Casi exclusivamente
vegetales y en especial,
unos espárragos y pepinos que su
jardinero cultivaba en cajones con ruedas para trasladarlos al
sol o a la sombra, según el tiempo.
También comía unos rábanos que hacía transportar desde la
Germania. Estos vegetales fueron
motivo de frecuentes disputas con su hijo Druso II porque
éste se negaba a probarlos. El
Emperador era igualmente un fanático de la fruta. Las peras
eran sus favoritas. Tiberio se
vanagloriaba de tener en su villa del Tíber el árbol más alto del
mundo. Su sobriedad llegaba al
extremo de beber -ya en su vejez- un vino agrio de Sorrento,
parecido al chacolí vasco.»)
Cuando fui exponiéndole estos
pormenores de la dieta diaria del César, Poncio Pilato --que
no estaba muy bien informado sobre
este particular- exclamó tras soltar un largo y cavernoso
eructo:
-¡Por Júpiter...! Tiberio bebe
vinagre. Ahora comprendo por qué no necesita de médicos. Yo
había oído hablar de su sentido del
humor, pero no imaginaba que, además, le gustara sufrir...
colombianas de Muzo, a unos 150
kilómetros al norte de la ciudad de Santa Fe de Bogotá. El color de estas
esmeraldas
es más sedoso, graso y aterciopelado
que las rusas, con una birrefrigencia (0,0006) y una densidad (2,71) menores
que las de los Urales. Caballo de
Troya adquirió por tanto dos piezas en forma de prisma hexagonal, de 27 gramos
de
peso cada una y de un bellísimo color
verde. El proyecto estimó que, aunque las piedras procedían de un continente no
des cubierto aún en el año 30, las
personas a las que iban dirigidas no disponían de los medios técnicos precisos
para
averiguarlo. (N. del m.)
1 Sospechando el alto grado de superstición del pueblo
romano, Caballo de Troya quiso regalar precisamente
esmeraldas, ya que esta gema gozaba
en la antigüedad de un carisma especial. Se le atribuían propiedades curativas
contra las fiebres perniciosas y las
picaduras de animales venenosos, tan comunes en los bosques y desiertos de
Palestina en aquellas fechas. (N. del
m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
163
Y soltando una de aquellas grasientas
empanadas de ubre de cerda, comenzó a reír a
carcajadas, al tiempo que hacía una
señal al esclavo galo para que le acercara un aguamanil. El
mancebo esperó a que su amo hubiera
lavado sus manos y, como si se tratase de una
costumbre habitual, se inclinó sobre
el procurador, ofreciéndole su larga y sedosa cabellera.
Pilato, sin mirarle siquiera, fue
secándose con el pelo del esclavo.
José y yo cruzamos una mirada de
repugnancia.
Pero Poncio había centrado el tema de
la conversación en el conocido sentido del humor de
su Emperador y me rogó que le contara
algunos de los últimos chistes y anécdotas
protagonizados por Tiberio.
Aquello me pilló tan de improviso que
a punto estuvo de costarme un serio percance con el
procurador. Y aún sabiendo que lo que
iba a relatarle se debe más a la leyenda e invención
popular que al rigor histórico, eché
mano de una anécdota que circuló por Capri en aquellos
años de destierro voluntario del
César.
-Se cuenta -comencé, esperando que
Eliseo me ofreciera nueva documentación- que no hace
mucho, el Emperador fue asustado por
un pescador de la isla, cuando éste se le aproximó para
regalarle un pez. Tiberio, con la
crueldad que le caracteriza, mandó que le refregaran la cara
con el pescado. Y, entre ayes de
dolor, el pescador -que debía tener un humor tan especial
como el del César- se felicitó por no
haberle ofrecido una langosta...
»Al oír esto, el Emperador -siguiendo
el humorístico comentario de su súbdito- hizo que
trajeran una langosta con un caparazón
erizado de púas, refregándoselo por la cara.
Pilato asintió con la cabeza,
exclamando:
-Ese es Tiberio...
Para ese momento, Santa Claus había
memorizado ya otros sucesos; algunos, fiel reflejo del
profundo desprecio que sentía Tiberio
César por sus semejantes.
Y aún a riesgo de que Poncio los
conociera, procedí a relatárselos:
-Se cuenta también, admirado
procurador, que, en cierta ocasión, el Emperador recibió a
unos embajadores de Troya, que habían
acudido a expresarle su pésame por la muerte del hijo
del César. Como estos troyanos
llegaron con bastante retraso, Tiberio les respondió: «Yo, a mi
vez, os doy el pésame a vosotros por
la muerte de vuestro gloriosísimo ciudadano Héctor... »
Pilato apuró su enésima copa de vino,
reclinándose aún más en los mullidos almohadones de
plumas y haciéndome una señal para
que prosiguiera.
-En Roma circula también otra
anécdota. Tiberio dio una vez un banquete y los invitados, al
entrar en el triclinium observaron que sobre la mesa sólo había medio jabalí. El
César,
entonces, les hizo ver «que medio
tenía el mismo sabor que un jabalí entero»...
Tal y como empezaba a suponer, los
vapores del vino y la comilona no tardaron en hacer
efecto. Y Poncio, que intentaba
sostener su cabeza sobre la palma de la mano derecha,
comenzó a dar súbitas cabezadas.
En un tono algo más bajo conté el que
sería el último suceso:
-Hubo veces en que ese humorismo
disfrazaba una terrible crueldad. Este fue el caso de un
acontecimiento ocurrido al poco de
ser nombrado Emperador. Como sabéis -proseguí sin perder
de vista los cabeceos del
gobernador-, cuando Augusto murió dejó en su testamento un
importante legado económico, que
Tiberio fue repartiendo poco a poco. Pues bien, cierto día
acertó a pasar un entierro por
delante del Capitolio. Y uno de los presentes se acercó al
cadáver, simulando que le hablaba al
oído. Tiberio se extrañó y le preguntó por qué había
hecho aquello. El bromista le dijo
que le había pedido al muerto que le transmitiera a Augusto
que él no había cobrado todavía.
Tiberio enrojeció de ira y dio orden de que lo matasen, «para
que fuera él mismo quien llevase el
recado al fallecido emperador Augusto»1.
Al concluir mi exposición, Poncio
Pilato yacía ya -boca arriba-, sumido en un profundo sueño.
Y sigilosamente, por consejo del
centurión, abandonamos el comedor, mientras uno de los
sirvientes -siguiendo, al parecer,
otra rutinaria obligación- iniciaba una más que penosa tarea:
hurgar con una pluma en las fauces de
su señor, a fin de provocarle el vómito... y pudiera
disfrutar de las delicias de la
siguiente comida.
1 Algunas de estas anécdotas fueron introducidas en el
ordenador del módulo siguiendo los textos de Suetonio (Los
doce Césares), Tácito (Tibére ou les
six premiers livres des Annales. París, 1768), y Casio Dión (Historia de Roma,
LVI,
14) (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
164
Ya en el vestíbulo, y cuando nos
disponíamos a despedirnos de Civilis, otro centurión nos
salió al paso. En latín y casi al
oído le comunicó algo. El jefe de los centuriones no respondió a
las palabras de su compañero. Dudó un
instante y, por fin, volviéndose hacia nosotros, trató de
excusarse, informándonos que el
tribuno de la legión -destacado también con él y sus hombres
desde Cesárea- le aguardaba para
proceder a la ejecución de una sentencia.
Aquello era igualmente nuevo para mí
y experimenté una gran curiosidad. Pero, aunque no
llegué a despegar los labios, Civilis
-que parecía leer los pensamientos de cuantos le rodeaban-
debió captar mis deseos y,
dirigiéndose a José, le hizo saber con un aire de ironía y desprecio
hacia su condición de judío:
-Si así lo deseáis, ahora podéis
presenciar una prueba más de la justicia del pueblo
romano...
Ni el anciano ni yo teníamos idea del
asunto. Pero la voz del centurión había sonado casi
como una orden y nos apresuramos a
seguirle. En compañía del otro oficial, Civilis descendió
por las escaleras, de mármol,
dirigiéndose hacia la derecha del patio porticado. Este se hallaba
desierto, con la excepción de aquel
legionario que seguía cargando un pesado saco sobre su
cuello y hombros y la del centinela
que permanecía a su lado. ¿Dónde estaba el resto de la
tropa?
Pronto iba a salir de dudas.
Al cruzar una de las puertas del ala
norte del patio nos encontramos de pronto en una
explanada, también al aire libre, de
algo más de 300 pies de longitud por otros 150 de anchura.
Aquel lugar, totalmente cubierto por
arena blanca y muy fina, se hallaba dentro del recinto de
la fortaleza, ocupando buena parte de
su cara norte. El recinto aparecía perfectamente cercado
por el muro exterior de la Torre
Antonia y por el complejo de edificios de la sede romana en sus
restantes alas. En el extremo más
oriental se alineaban una decena de tiendas de campaña,
ocupando la totalidad de aquel lado
del rectángulo al que nos había conducido el oficial y que -
según me fue explicando- no era otra
cosa que un campo de entrenamiento. Las tiendas,
confeccionadas con pieles de cabra y
teñidas en un amarillo terroso, presentaban un techo con
dos vertientes1. Por debajo de estas cubiertas traslucía una serie de
listones que constituían el
armazón de cada una de estas
barracas, capaz para diez hombres. Según Civilis, la afluencia de
aquellos miles de hebreos a la fiesta
anual de la Pascua les obligaba a reforzar la guarnición de
Antonia. Aquellas tiendas de campaña
cubrían perfectamente las necesidades de los legionarios
que se trasladaban con él desde
Cesárea.
Frente a los «papilio» (nombre que le
daban a estas tiendas por la semejanza de sus
cortinas, recogidas en la puerta de
entrada, con las alas de las mariposas), el ejército romano
había plantado media docena de postes
de algo más de metro y medio de altura. Todos ellos
cargados de muescas, consecuencia de
los mandobles que llovían sobre los citados troncos en
los entrenamientos. Algunas de las
espadas y lanzas, con un peso que doblaba el de los pilum y
gladius normales, se hallaban clavadas en la arena. Los escudos y
cascos reposaban apoyados
sobre aquéllas.
Varios cientos de legionarios -todos
ellos libres de servicio a juzgar por su indumentaria- se
habían ido congregando en la
explanada, formando corrillos y cambiando impresiones en voz
baja.
Al ver a Civilis, los soldados se
apresuraron a abrirle paso, adoptando un respetuoso silencio.
El jefe de los centuriones se detuvo
frente a los postes de entrenamientos, saludando al
tribuno y a los centuriones allí
reunidos. El primero, mucho más joven que Civilis y que el resto
de los oficiales, constituía un mando
intermedio, responsable, más que del mando táctico de la
legión (que era potestad del jefe de
los centuriones), de la jefatura del régimen interior de la
misma. En aquella época, sin embargo,
su importancia había decrecido notablemente. Una de
sus funciones, precisamente, era la
de iniciar la ejecución de una pena capital. Su vestimenta
era prácticamente la misma que la de
los centuriones, si bien su toga o capa era violácea y,
generalmente, no portaba armas.
Los oficiales sostuvieron un
brevísimo consejo y, acto seguido, uno de ellos dio la orden para
que el reo fuera conducido a la
arena. De pronto los legionarios comenzaron a arremolinarse
alrededor de otros dos soldados que
acababan de entrar en el campo de adiestramiento. Cada
1 En el argot popular, el hecho de vivir o permanecer en un
campamento de estas características -con tiendas de
piel de cabra- era conocido entre los
soldados romanos como sub pellibus esse: «estar bajo las pieles». (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
165
uno cargaba sobre sus brazos un buen
número de palos de un metro de longitud. Entre
empujones, protestas y todo tipo de
imprecaciones, medio centenar de romanos se hizo al fin
con los bastones. Y el silencio cayó
de nuevo sobre aquella masa de energúmenos.
Al poco, y por la misma puerta por
donde habíamos penetrado en la explanada, vimos
aparecer a un hombre joven, cubierto
con la típica túnica roja de los legionarios, escoltado por
dos centinelas.
Al llegar frente a los centuriones,
Civilis le saludó con el brazo en alto. El condenado
respondió al saludo y, sin más
preámbulos, el jefe de las centurias ordenó a la custodia que le
despojaran de su vestimenta. Desde mi
posición, a espaldas de los oficiales observé cómo
Civilis entregaba su bastón al
tribuno.
Mientras uno de los centinelas
sostenía la lanza de su compañero, éste, haciendo presa en el
escote de la túnica, dio un fuerte
tirón, desgarrándola hasta la cintura. Inmediatamente, el
soldado tomó la prenda por la parte
baja del desgarrón, abriéndola en su totalidad con otro
certero golpe. Arrojó la túnica a la
arena, procediendo después a despojar al desdichado de su
taparrabo. Una vez desnudo, la
guardia y los centuriones retrocedieron unos pasos, dejando al
reo en mitad del círculo que habían
ido formando los 40 o 50 legionarios que habían conseguido
una de aquellas varas. Ante mi
sorpresa, aquel infeliz no se movió siquiera. Su rostro había
palidecido y sus ojos, desencajados
por un creciente terror, parecían ausentes.
El tribuno se acercó entonces al
sirio, tocándole suavemente con el sarmiento que le había
cedido Civilis. Y al instante, como
impulsados por un odio salvaje e irracional, los legionarios
saltaron sobre la víctima,
golpeándole entre alaridos e insultos. El joven se llevó
instintivamente los brazos a la
cabeza, pero la lluvia de golpes era tal que no tardó en doblar
las rodillas, con la frente, rostro y
orejas materialmente machacados y cubiertos de sangre. Una
vez caído, aquellas bestias humanas,
sudorosas y jadeantes, arreciaron en sus bastonazos
hasta que el legionario terminó por
hacerse un ovillo, hundiendo el rostro en la arena. En ese
instante, Civilis hizo una señal a
uno de los centuriones. Y aquel coloso -de casi dos metros de
altura y la envergadura de un oso- se
abrió paso a empellones entre la enloquecida chusma. Al
verle, los legionarios cesaron en sus
acometidas. Y el silencio, apenas roto por las agitadas
respiraciones de los apaleadores,
reinó nuevamente en el lugar. Aquel centurión -llamado
Lucilio y a quien las legiones de
Pannonia habían bautizado con el apodo de «cedo alteram»1,
porque apenas rompía una verga en las
espaldas de un soldado pedía otra y otra, diciendo
siempre «cedo alteram»-, cuya imagen
resultaría ya difícil de borrar de mi mente, jugaría un
destacado papel en la flagelación del
Maestro de Galilea...
Lucilio se situó a un metro del reo.
Le arrebató el palo a uno de los soldados y levantándolo
por encima de su cabeza, descargó un
golpe seco y preciso en la nuca del condenado. Al recibir
aquel impacto, la cabeza del
legionario se dobló y el cuerpo, sin vida ya, se desplomó sobre uno
de sus costados.
El «apaleamiento» -fórmula habitual
de ejecución en las legiones romanas- había concluido.
Mientras los soldados devolvían los
bastones y se retiraban lentamente del campo de
entrenamiento, uno de los médicos se
arrodilló ante la víctima, procediendo a tomar su pulso.
Pero el golpe de gracia del
gigantesco «cedo alteram» había sido decisivo, acortando sin duda
los sufrimientos de aquel desertor.
Civilis, que no parecía alterado en
lo más mínimo por aquel sangriento espectáculo,
respondió a mi pregunta sobre la
causa de aquella ejecución, explicándome que aquel
legionario había cometido uno de los
peores delitos en que puede incurrir un soldado: el
abandono de su puesto de guardia2. Después de un consejo sumarísimo, los tribunos y
oficiales
habían decretado su muerte.
Aquel trágico suceso -como ya referí
anteriormente- me hizo meditar sobre lo que yo había
leído, en relación con el supuesto
abandono de la guardia por parte de los legionarios que
vigilaban la tumba de Jesús. Y un
presentimiento empezó a flotar en mi cerebro...
1 La expresión cedo alteram viene
a significar «paso a la otra».
2 El apaleamiento o castigatio era una ejecución solemne, que se aplicaba, incluso, a los
oficiales. Incurrían en ella
todos aquellos que abandonaban su
puesto de guardia, los que se daban al pillaje en las casas y pueblos por donde
pasaba la legión, los que se
rebelaban contra sus jefes, los homicidas, ladrones, los que perdían sus armas,
los que
reincidían por tercera vez en la misma
falta, los que atentaban contra el pudor o los que eran responsables de
negligencia en las imaginarias de la
noche. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
166
Si los centinelas romanos sabían qué
clase de suerte les aguardaba, en el supuesto que
desertaran de la misión que se les
encomendaba, ¿cómo encajar entonces aquellos comentarios
de numerosos exégetas católicos que
afirman «que los centinelas que guardaban el sepulcro
huyeron aterrorizados»? (Una vez más,
los hechos registrados en aquel amanecer del domingo
no iban a coincidir con estas
«justificaciones teológicas», tan apresuradas como faltas de rigor.)
Al pasar nuevamente por el patio
porticado y ver a aquel legionario, con el pesado fardo a
cuestas, no pude resistir la
tentación e interrogué al centurión, que nos acompañaba ya hacia el
túnel de salida de la Torre Antonia.
Civilis me aclaró que se trataba de la «ignominia» o castigo
menor. A causa de alguna falta -que
el oficial no me detalló-, aquel soldado había sido
castigado a permanecer durante todo
un día con una carga de tierra sobre sus espaldas. (Elíseo
me confirmaría que aquel tipo de
penalizaciones había sido «inventado» por el anterior
emperador Augusto.)
La soldadesca había vuelto a sus
faenas habituales. Algunos, sentados en bancos de madera
de pino, se afanaban bajo los
pórticos en la limpieza de sus cinturones y espadas o repasaban
sus sandalias. Recuerdo que al ver el
calzado de uno de aquellos soldados me llamó la atención
la suela. Tomé una de las sandalias
y, ante la atónita mirada de su propietario, conté los clavos
que habían sido incrustados en la
cara externa de la misma. ¡Catorce! Formaban una «S»,
arrancando desde el tacón y llenando
prácticamente la totalidad de dicha suela. (Como también
apunté, aquel mortífero calzado iba a
ocasionar dolorosas lesiones en el cuerpo de Jesús de
Nazaret.)
Debían ser las tres de la tarde
cuando, tras recuperar mi «vara de Moisés» y saludar a
Civilis, José y yo cruzamos el puente
levadizo, dando por concluida aquella agitada e instructiva
visita a la sede de Poncio Pilato.
Al vernos entrar en la mansión de
José, el saduceo a quien yo había rogado que siguiera los
pasos de Judas, el Iscariote, y que
nos esperaba desde poco después de la hora sexta (las doce
del mediodía), nos besó en la mejilla
en señal de bienvenida.
Ismael ben Phiabi I, descendiente del
que fuera sumo sacerdote Simón v también saduceo1 -
y al que nunca podré agradecer lo
suficiente su lealtad e información- se acomodó en el patio
donde había tenido lugar el almuerzo
con Jesús y los griegos y, tras poner a José en
antecedentes de la misión que le
había encomendado, pasó a relatarnos lo sucedido en el
templo. (El de Arimatea -tal y como
me había referido Ismael en la explanada de los Gentiles-
era otro de los amigos y discípulos
de Jesús que, por supuesto, conocía las «irregularidades» de
Judas como administrador del grupo,
así como su cada vez más abierta oposición a las ideas
sobre la naturaleza del reino que
predicaba el Maestro.)
En el fondo, Ismael reconoció que
aquel encuentro conmigo había sido cosa de la
Providencia. Mientras se dirigía al
interior del templo, en busca de información, el saduceo fue
madurando un plan que, al exponérselo
a José, éste aprobó al instante. La dimisión de aquellos
19 miembros del Sanedrín -entre los
que se encontraba- había sido, quizá, una medida muy
precipitada. Los seguidores del
Maestro conocían el decreto de «caza y captura» de Jesús y no
tardaron en lamentar aquel masivo
abandono del supremo órgano de Justicia. Sin un hombre
de confianza que pudiera seguir desde
dentro los pasos del Sanedrín, la seguridad del rabí de
Galilea y de todo el grupo se veía
gravemente comprometida. Era menester que alguien
simulara el reingreso en el consejo
de los 71, actuando como confidente. Y aquélla -meditó
Ismael- podía ser la ocasión de oro
para estrechar la vigilancia de José, alias «Caifás», y de sus
partidarios.
-Así que, armándome de valor
-prosiguió Ismael-, me dirigí a los aposentos del sumo
sacerdote, solicitando una entrevista
con él. Pero antes, y conociendo como conozco la extrema
vanidad y codicia de Caifás, me
procuré una copa de oro y plata2.
1 Simón, hijo de Boetos, fue sumo sacerdote en Jerusalén
entre los años 22 al 5 antes de Cristo. Un hermano de
Ismael -también del poderoso y
acaudalado grupo de los saduceos- seria sumo sacerdote hacia el año 61 después
de
Cristo. (N. del m.)
2 Yo sabía por la documentación de Flavio Josefo (Antigüedades, XIII) que los saduceos utilizaban y comían en
utensilios de oro y plata, ya que
negaban la resurrección de los muertos, procurando gozar al máximo de la vida
terrena. En esta postura se notaba
una clara influencia helenística. Por su parte, Caifás era o compartía las
ideas de los
saduceos. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
167
»No fue muy difícil -sobre todo
después de poner en sus manos aquel rico presente-
convencer a Caifás de mis «honestas
intenciones» de volver al seno del Sanedrín. «Después de
profundas reflexiones -le dije- he
terminado por comprender que la razón te asiste: resulta
blasfemo que este galileo vaya
pregonando la resurrección de los muertos...» El sumo
sacerdote se alegró de esta decisión
mía, encomendándome que abogara cerca del resto de los
disidentes para que siguieran mi
ejemplo.
»Gracias a esta argucia, queridos
amigos, pude tener acceso esta misma mañana a una
reunión informal de Caifás con el
Sanedrín y en la que, sin yo imaginarlo, Judas iba a ser uno
de los protagonistas...
Ismael hizo una pausa y tomando mis
manos entre las suyas añadió:
-Y todo te lo debemos a ti, hermano
Jasón. Que Dios, bendito sea su nombre, te bendiga.
En lo más profundo de mi ser empezó a
brotar, sin embargo, una incómoda incertidumbre:
¿Qué era lo que había ocurrido
aquella mañana en el templo? ¿Por qué Ismael agradecía tan
efusivamente mi idea de seguir a
Judas?
-Una hora después de la tercia (hacia
las diez de la mañana), como os decía, la casi totalidad
del Sanedrín se reunió en la sala de
las piedras talladas. Durante un buen rato, los allí
congregados discutieron la naturaleza
de los cargos contra Jesús y, especialmente, la forma del
prendimiento y la fórmula a seguir
para conducirle hasta la autoridad romana y garantizar la
ejecución de la sentencia de muerte,
Este último punto es el que todavía preocupa a Caifás y a
los escribas y fariseos. Saben que el
procurador no es hombre fácil y no han terminado por
ponerse de acuerdo sobre los
argumentos jurídicos que deben plantearle.
Según averiguó Ismael, la noche
anterior -la del martes y mientras Jesús y sus discípulos
regresaban al campamento de
Getsemaní-, el Sanedrín había vuelto a reunirse, analizando
aquel último discurso del Galileo en
la explanada del templo. Todos -por unos u otros motivos-
ratificaron las anteriores decisiones
del Consejo, apremiando a Caifás para que procediera de
inmediato y sin más demoras al
arresto de Jesús de Nazaret. Sospechando que el rabí de
Galilea no haría acto de presencia en
el templo al día siguiente, miércoles, el sumo sacerdote y
los consejeros cursaron una nueva y
más precisa orden a los levitas para que la captura tuviera
lugar antes del viernes. Sin embargo,
una pregunta quedó flotando en el aire: ¿cómo prender al
impostor sin alterar a las masas y,
sobre todo, sin provocar a la guarnición romana,
responsable del orden en Jerusalén?
El grupo de los saduceos se mostró mucho más radical que
el de los escribas y fariseos:
votaron por el asesinato del rabí. Sin embargo, los fariseos
rechazaron la propuesta por
considerarla muy arriesgada.
-Dices que en la asamblea de esta
mañana -interrumpí al saduceo- se han vuelto a exponer
los cargos contra el Maestro...
-Así es.
-¿Podrías concretármelos?
-Para los fariseos, los motivos son
distintos a los de los saduceos. Aquellos se basan en lo
siguiente:
»Primero: temen a Jesús porque son
muy conservadores y no desean que la gente les retire
su viejo prestigio como' maestros en
religión".
»Segundo: sostienen que Jesús es un
infractor de la Ley. Aseguran que ha violado el sábado
y otras muchas ceremonias sagradas.
»Tercero: consideran una blasfemia
que se autoproclame como Hijo del Divino.
»Y cuarto y último: se sienten
ofendidos por esa última denuncia del rabí en el templo.
»En cuanto a los saduceos, sus deseos
de ver muerto a nuestro Maestro se basan en esto:
»Primero: temen que la creciente
simpatía del pueblo por Jesús ponga en grave peligro la
existencia de la nación. Los romanos,
dicen, no aceptarán jamás un movimiento revolucionario
como el que parece predicar Jesús.
»Segundo: esa extraña doctrina del
rabí de Galilea, pregonando la hermandad entre todos
los hombres, les parece un insulto.
Son ellos los únicos responsables del orden social y tiemblan
ante semejante corriente filosófica.
»Y tercero: la "limpieza"
del templo por parte del Maestro, provocando el derribo de las
mesas de los cambistas y su retirada
del atrio, ha colmado su paciencia. Según mis noticias,
sus pérdidas económicas han sido muy
cuantiosas... Como supongo que sabes, tanto Caifás
como su suegro, Anás, tienen parte en
el negocio de los intermediarios y cambistas de
Caballo de Troya
J. J. Benítez
168
monedas... Aunque el Maestro fuera el
auténtico libertador de Israel, el sumo sacerdote tiene
su corazón ahogado por el odio y el
resentimiento y no cejará hasta eliminarlo.
Ismael miró a José con una profunda
tristeza y añadió:
-Su suerte está echada.
Traté de no desviar más la
conversación y supliqué al saduceo que nos informara sobre lo
registrado aquella misma mañana.
-Pues veréis: Según mis averiguaciones,
durante el martes, Judas celebró una reunión con
algunos de sus amigos y parientes.
Entre los primeros se hallaban saduceos, íntimos de la
familia de su padre. Y fueron éstos
los que le animaron a dar el paso que, fatídicamente, acaba
de dar. El Iscariote les había dicho
que, después de mucho meditar, había llegado a la
conclusión de que su permanencia en
el grupo de Jesús había sido un error.
-¿Por qué? -volví a interrumpirle,
ardiendo en deseos de conocer las verdaderas razones que
habían empujado a Judas.
-Según dijo, el Maestro era sólo un
idealista; un soñador bienintencionado, pero no el
esperado libertador de Israel. Y
añadió que su obsesión era encontrar el modo de retirarse de
aquel movimiento de una forma
satisfactoria. Esta confesión de Judas fue hábilmente
aprovechada por los saduceos, que
envolvieron su corazón, asegurándole que su renuncia sería
muy bien acogida por los dignatarios
sacerdotales. Y llegaron a prometerle, incluso, grandes
honores y un reconocimiento público,
suficiente como para elevar su prestigio entre los hebreos
y borrar esa «desafortunada
asociación con los poco ilustrados galileos»...
(Aquella trampa fue la perdición de
Judas. Conociendo su agudo sentido del ridículo y su
irrefrenable ambición, las promesas
de honores, dignidades y reconocimiento públicos
desencadenaron irreversiblemente su
ya antigua decisión de desertar del grupo de Jesús.
Curiosamente -y creo que este punto
es de suma importancia-, Judas no pensó en el oro a la
hora de vender a su Maestro. Eso fue
una mera consecuencia. Puestos a pensar con
objetividad, ¿qué podían importarle
las 30 monedas de plata cuando él, justamente, era el
tesorero del grupo y venía manejando
y disponiendo desde hacía tres años del dinero de todos?
Debo recordar a este respecto que,
antes de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, en la
mañana del domingo, el Iscariote -en
un rasgo de indudable honradez- puso la bolsa común en
manos de Simón, «el leproso». Si
Judas hubiera acariciado la idea del dinero como única razón
de su traición, lo más lógico es que,
con su huida, se hubiese apoderado de todo -o parte- del
fondo económico del movimiento del
que era administrador. Como iremos viendo, las
motivaciones del apóstol eran muy
distintas y mucho más profundas.)
Judas confesó a sus parientes y
amigos que estaba convencido que la misión de su Maestro
no podía prosperar. Enfrentarse así a
los poderosos miembros del Sanedrin sólo podía
ocurrírsele a un loco y él, según sus
propias palabras, no quería perecer con el resto a manos
de la justicia judía o romana.
»En el fondo -comentó Ismael, que
conocía muy bien la tortuosa personalidad del traidor-, lo
que Judas no parece soportar es que
se le identifique algún día con un movimiento fracasado...
A estas manifestaciones del saduceo
me atreví a añadir un hecho -ya comentado por mí
anteriormente- que, también, en
opinión de mis amigos, había sido fulminante a la hora de
entender el comportamiento de Judas.
Me referí al incidente del frasco de perfume que derramó
María sobre Jesús y a la dura crítica
de que fue objeto el Iscariote por parte del Maestro, y
tanto José como Ismael -repito- se
mostraron de acuerdo en que, ya en esos momentos, la
mente del susceptible discípulo
empezó a maquinar la forma de vengarse.
Sí -repuso José-, Judas es un hombre
resentido. En mi opinión, jamás perdonó al Maestro
que no le distinguiera del resto, tal
y como ha hecho con Juan, Pedro y Santiago. Es probable -
lamentó el anciano- que los torcidos
ánimos de Judas vayan tanto en contra de Jesús como de
esos tres compañeros.
-El caso es que, después de la
reunión del Sanedrín -continuó el saduceo-, Caifás ordenó la
entrada en la sala de Judas y de uno
de sus familiares. Según entendí, se trataba de un primo
suyo. Este, a petición del Consejo,
fue el primero en hablar. Presentó a Judas, aburriéndonos a
todos con una larga perorata, en la
que quiso justificar la decisión de su primo de abandonar el
grupo del Galileo. Afirmó que Judas
había descubierto su error y que deseaba hacer pública
renuncia de su asociación con Jesús.
A cambio, solicitaba el perdón, la confianza y la amistad
de los altos dignatarios allí
congregados. Y como prueba de su sinceridad, el portavoz de Judas
explicó que su pariente estaba
dispuesto a facilitar el arresto silencioso y secreto del Nazareno,
Caballo de Troya
J. J. Benítez
169
evitando así el peligro del
levantamiento de la multitud y un nuevo y posible retraso en su
captura, como consecuencia de la
inminente fiesta de la Pascua.
»Aquellas últimas afirmaciones del
primo de Judas animaron extraordinariamente a los
miembros del Sanedrín, que veían así
una nueva luz para proceder al apresamiento del
impostor.
»Caifás, entonces, invitó a Judas
para que se ratificase en lo que acabábamos de oír. Y el
traidor, dando unos pasos hacia la
presidencia, respondió con tanta firmeza como frialdad:
"Haré todo cuanto ha prometido
mi primo. Quiero que Jesús quede bajo vuestra custodia. A
cambio, os pido un reconocimiento
público..."
(Aquella palabra -«custodia»-,
repetida varias veces por Ismael, iba a resultar de suma
trascendencia para Judas. Su
reiteración a la hora de exigir la «custodia» del Maestro no era
gratuita. Como veremos en su momento,
amén de la profunda desilusión del traidor respecto a
los sacerdotes, Judas no pensó jamás
que su Maestro fuera ejecutado, sino simplemente
encarcelado o custodiado.)
Creo que el traidor -prosiguió Ismael
visiblemente decepcionado- no captó la mirada de
desprecio de Caifás. Si Judas hubiera
caído en la cuenta de la trampa que le estaban tendiendo,
probablemente no hubiera aceptado
aquella situación...
»Pero el ladino Caifás no dejó
traslucir sus verdaderas intenciones y evitando los
planteamientos de Judas, le
respondió: "Tú deberás acordar con el jefe de los levitas la forma
de traernos a ese galileo esta misma
noche o, a lo sumo, mañana jueves, después de la puesta
de sol. Cuando nos haya sido
entregado, recibirás tu recompensa.
»Al escuchar las palabras del sumo
sacerdote, los ojos de Judas brillaron con una luz
especial. Se sentía satisfecho y así
lo manifestó públicamente. Después salió de la sala,
celebrando una larga entrevista con
el jefe de la policía del Templo. Yo no pude retirarme del
consejo del Sanedrín, pero, al rato,
supe que los levitas, siguiendo las instrucciones del traidor,
habían fijado la detención del
Maestro para la noche de mañana, jueves, una vez que los
peregrinos y vecinos de Jerusalén se
hayan retirado a sus hogares. Por el propio Judas, los
levitas habían sabido que el Nazareno
se hallaba ausente del campamento de Getsemaní y que,
en consecuencia, al no poder conocer
con exactitud el momento del regreso del Maestro, su
captura había sido aplazada hasta la
noche siguiente. Con el fin de concretar aún más los
detalles sobre el lugar y momento
adecuados del apresamiento, el jefe de la policía judía había
pedido a Judas que se personase en el
Templo durante la mañana del día siguiente.
Ultimada la secreta captura de Jesús,
los sacerdotes allí reunidos respiraron aliviados,
felicitándose mutuamente por la inesperada
y providencial presencia de aquel renegado. Y allí
mismo, después de una corta
discusión, Caifás fijó ya el precio de la «compra» de Jesús:
treinta «seqel» de plata1. Algunos de los saduceos, creyendo que el Sanedrín iba a
cumplir su
promesa de glorificar a Judas,
estimaron que aquel dinero era excesivo. Pero el sumo sacerdote
les hizo ver y comprender que no eran
esas sus intenciones...
Un desolador silencio puso punto
final a aquella reunión en casa de José, el de Arimatea.
Como muy bien había señalado Ismael,
la suerte del Maestro estaba echada..., a no ser,
claro, que aquellos dos hombres
actuaran de inmediato.
Antes de partir hacia el campamento
de Getsemani, José e Ismael se enzarzaron en una
discusión que me hizo temblar. Por
primera vez en el transcurso de mi misión, mi intervención -
a pesar de todas las precauciones-
estaba a punto de provocar algo irremediable. Tanto el de
Arimatea como el saduceo estimaban
que había que denunciar a Judas y alertar a la totalidad
del grupo. Su afán era totalmente
comprensible. Sin embargo, y en un último esfuerzo por no
alterar los acontecimientos, traté de
hacerles comprender que aquélla no era la actitud más
inteligente.
-Estoy conforme -les dije- con
vuestro recto deseo de advertir al Maestro, pero ¿qué ganáis
con hacer pública la traición del
Iscariote?
Ni el anciano ni Ismael parecían
comprenderme. Y me vi obligado a recurrir a un argumento
que terminó por ser aceptado por
ambos.
1 Quiero llamar la atención sobre esa palabra -«compra»-
porque, tal y como veremos más adelante, su significado
pudo haber abierto una vía de
solución al problema de la captura de Jesús y a la desesperación de Judas. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
170
-Sabéis de la vieja enemistad y de
los celos de Judas hacia hombres como Juan, Pedro y
Santiago. Si éstos llegasen a
sospechar siquiera lo que acaba de planear su compañero, ¿que
creéis que ocurriría...?
Mis amigos asintieron con su
silencio.
-Hablad en secreto con el Maestro
-proseguí-, si así lo estimáis, pero no carguéis el ya
enrarecido ambiente del grupo. Dejad
que sea Jesús -remaché- quien hable con Judas, si lo
considera prudente. El rabí ama
también al Iscariote y sabrá lo que debe hacerse...
Tras una encendida discusión, Ismael
y José aceptaron mi propuesta y los tres,
aprovechando las últimas luces del
día, nos encaminamos hacia la falda del monte de los
Olivos. El anciano y el saduceo, con
la única y exclusiva finalidad de hablar con Jesús de
Nazaret, y yo, con el alma encogida
ante la posibilidad de que mi exceso de celo por seguir los
pasos de Judas pudiera provocar una
catástrofe.
Cuando entramos en el campamento, las
mujeres habían preparado una reconfortante
hoguera. Jesús no había regresado aún
y los discípulos, inquietos y malhumorados, iban y
venían, reprochándose mutuamente su
falta de decisión por no haber escoltado al Maestro.
Pedro, más alterado que el resto,
llegó a proponer que un grupo de hombres armados saliera
en su búsqueda. Pero Andrés -con su
habitual serenidad- les recordó las palabras del rabí,
haciéndoles ver que si él había dicho
que «ningún hombre le pondría sus manos encima antes
de que hubiera llegado su hora», así
debería ser.
Mientras aguardábamos el retorno de
Jesús y Juan Marcos, David Zebedeo se unió al grupo
que formábamos José, el de Arimatea,
Ismael ben Phiabi y yo, y con gran sigilo nos comunicó
que sus «agentes» en Jerusalén le
habían informado ya del complot que se estaba fraguando
para acabar con la vida del Maestro.
Nos miramos sin saber qué hacer. Pero José conocía de
antiguo la especial discreción que
distinguía a aquel astuto discípulo y nos tranquilizó. Con gran
alivio por mi parte, la reunión de
Judas con el Sanedrín había ido filtrándose poco a poco y los
hombres que trabajaban para el
Zebedeo no tardaron en informarle. Desde hacía años, el grupo
de Jesús disponía de una curiosa red
de «correos» o emisarios -organizados y dirigidos por
David Zebedeo- cuyo trabajo era la
transmisión de noticias. De esta forma, los numerosos
amigos, familiares y simpatizantes
del movimiento estaban al tanto de los mensajes y
consignas que emanaban de Jesús o de
sus hombres. David había ido viendo cómo las
relaciones de su Maestro con los
miembros del Sanedrín se deterioraban paso a paso y, por
propia iniciativa, aquel miércoles
había decidido montar en el campamento de Getsemaní un
«cuerpo» especial de mensajeros. Al
igual que Lázaro y sus hermanas, aquel judío de mente
clara y gran valentía, parecía haber
entendido mucho mejor que los apóstoles cuál iba a ser el
fin de Jesús. Sin embargo, jamás le
vi exponer estos temores ante el resto de los íntimos del
Nazareno. Y siguiendo esta misma y
sigilosa conducta, David nos comunicó sus pesimistas
impresiones, haciéndonos saber
igualmente que en previsión de males mayores- uno de sus
«correos», enviado por él varios días
antes a la población de Beth-Saida (al norte del lago de
Genazaret), había llevado recado a su
madre y a María, la madre de Jesús, para que viajasen
de inmediato a Jerusalén. Ese
mensajero había regresado hacia las cuatro de la tarde de aquel
miércoles, comunicándole a Zebedeo
que las mujeres y parte de la familia del Galileo estaban
ya en camino y que quizá entrasen en
el campamento esta misma noche o, a lo más tardar, por
la mañana del jueves. José agradeció
en nombre de todos la confianza que había demostrado
David al ponernos al corriente de
estos pormenores y, en compensación y suplicándole que
mantuviera la boca cerrada, confirmó
las noticias del Zebedeo sobre la traición de Judas.
Pero nuestra conversación se vio
súbitamente interrumpida por una creciente agitación entre
los discípulos que deambulaban por el
huerto. Andrés se precipitó sobre nosotros, soltándonos
a bocajarro:
-Ha corrido la noticia de que Lázaro
ha huido de Betania.
David sonrió irónicamente. Y cuando
Andrés se hubo alejado, comentó con pesadumbre:
-No os alarméis. Ha sido uno de mis
mensajeros quien ha llevado a Lázaro la noticia de que
el Sanedrín se disponía a prenderle
hoy mismo. Tiene órdenes de dirigirse a Filadelfia y
refugiarse en la casa de Abner.
No consideré oportuno preguntar quién
era el tal Abner, aunque imaginé que se trataba de
uno de los seguidores de Jesús en la
Perea, al otro lado del Jordán.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
171
José quedó muy impresionado. Estimaba
mucho al resucitado y al conocer lo sucedido
empezó a valorar -en toda su
dimensión- la gravísima resolución de Caifás y de sus sacerdotes
de arrestar al Maestro. Pero,
sobreponiéndose, aguardó pacientemente a que llegara Jesús.
Muy cerrada ya la noche, el gigante y
Marcos irrumpieron en el campamento, tan solos como
habían marchado. Jesús soltó el
lienzo que había anudado en torno a sus cabellos y,
mostrándose de un humor excelente,
saludó a sus amigos, sentándose junto al fuego, tal y
como tenía por costumbre.
Pero la acogida no fue muy calurosa.
Aquellos hombres estaban demasiado asustados y
confusos como para seguir las bromas
de su Maestro. En el fondo se habían acostumbrado a su
presencia y aquella jornada, sin él,
les había resultado extremadamente larga y vacía. Jesús
notó en seguida el ambiente tenso y
las caras largas. Sin embargo, nadie se atrevió a
preguntarle. Ni uno solo tuvo valor
para contarle el rumor sobre la precipitada huida de
Lázaro...
A pesar de ello, el Galileo trató por
todos los medios de borrar aquella atmósfera cargada y,
durante un buen rato, se interesó por
las familias de los discípulos. Al llegar a David Zebedeo,
Jesús fue mucho más concreto,
interrogándole sobre su madre y hermana menor. Pero David,
bajando los ojos hacia el suelo, no
respondió. Estaba claro que el jefe de los «correos» -que no
cesaban de entrar y salir del
campamento- había preferido no lastimar a Jesús, anunciándole
que había dado órdenes para que María
y el resto de su familia se personaran en Jerusalén. En
aquel instante al observar la suma
delicadeza del discípulo, sentí una gran simpatía hacia él.
Aquel sentimiento terminaría por
transformarse en admiración, a la vista de su comportamiento
en las duras horas que siguieron al
prendimiento de Jesús. Aquel hombre, precisamente, y su
cuerpo de mensajeros, iban a
constituir durante las negras jornadas que se avecinaban el
«corazón» y el «cerebro» del
maltrecho grupo...
En vista de que aquellas últimas
horas no estaban resultando tan íntimas y familiares como
deseaba el Maestro, éste, tomando la
palabra, les dijo:
-No debéis permitir que las grandes
muchedumbres os engañen. Las que nos oyeron en el
Templo y que parecían creer nuestras
enseñanzas, ésas, precisamente, escuchan la verdad
superficialmente. Muy pocos permiten
que la palabra de la verdad les golpee fuerte en su
corazón, echando raíces de vida. Los
que sólo conocen el evangelio con la mente y no lo
experimentan en su corazón no pueden
ser de confianza cuando llegan los malos momentos y
los verdaderos problemas.
"Cuando los dirigentes de los
judíos lleguen a un acuerdo para destruir al Hijo del Hombre, y
cuando tomen una única consigna,
entonces veréis a esas multitudes como escapan
consternadas o se apartan a un lado
en silencio.
»Entonces, cuando la adversidad y la
persecución desciendan sobre vosotros, llegaréis a ver
cómo otros (que pensábais que aman la
verdad) os abandonan y renuncian al evangelio. Habéis
descansado hoy como preparación para
estos tiempos que se avecinan. Vigilad, por tanto, y
rogad para que, por la mañana, podáis
estar fortalecidos para lo que se avecina.
Al oír aquellas últimas palabras,
Judas -que había regresado al campamento poco antes que
nosotros- levantó la vista, mirando
fijamente a Jesús. Pero, a excepción de David Zebedeo y de
nosotros tres, ninguno de los
discípulos asoció aquella advertencia con la inminente deserción
del Iscariote.
Y hacia la medianoche, el Galileo
invitó a sus amigos para que se retiraran a descansar.
-Id a dormir, hermanos míos -les dijo
con una especial dulzura- y conservad la paz hasta que
nos levantemos mañana... Un día más
para hacer la voluntad del Padre y experimentar la
alegría de saber que somos sus hijos.
6 DE ABRIL, JUEVES
Avanzada ya la medianoche, uno a uno,
los discípulos fueron levantándose y abandonando el
fuego. Mientras buscaban refugio en
las tiendas o se arropaban con sus mantos al socaire del
muro de piedra, Andrés procedió a
designar el primer turno de guardia: dos hombres armados
Caballo de Troya
J. J. Benítez
172
con espadas. Uno se situó al sur, en
la entrada del huerto y el otro, al norte, en las
proximidades de la gruta. El relevo
se efectuaría cada hora.
Pero Jesús no se movió. Sentado a
metro y medio de la hoguera -y de espaldas al olivar-,
permaneció unos minutos con la mirada
fija en las ondulantes y encarnadas lenguas de fuego,
que chisporroteaban a ratos a causa
de algunos de los troncos, algo más húmedos que el resto.
Pronto me quedé solo, frente a él y
con la fogata como único testigo, casi mudo, de la que
iba a ser mi tercera y última
conversación con el Maestro. Sus brazos descansaban sobre las
piernas, cruzadas una sobre otra. El
Nazareno había abierto sus manos, recogiendo el calor
sobre las palmas. Tenía la cabeza
ligeramente inclinada hacia adelante y sus cabellos y rostro
se iluminaban y apagaban, a capricho
del jugueteo de las llamas. Su expresión, acogedora y
apacible durante toda la noche, se
había vuelto grave.
De pronto, el corazón me dio un
vuelco. Brillante, tímida y sin prisas, una lágrima había
hecho aparición en su mejilla
derecha. Era la segunda vez que veía llorar a aquel extraño
hombre...
No respiré siquiera, conmovido e
intrigado por aquel sereno y súbito llanto del Galileo. Pero
Jesús parecía totalmente ausente. Y a
los pocos minutos, echando la cabeza hacia atrás, inspiró
profundamente, incorporándose. En mi
mente bullían y se cruzaban un sinfín de hipótesis sobre
el estado de ánimo del Galileo, pero
no me atreví a moverme.
Le vi alejarse hacia el interior del
olivar y detenerse a cosa de treinta o cuarenta pasos de
donde me encontraba. Y así permaneció
en pie y con la cabeza baja- por espacio de una hora.
La luna, casi llena, solitaria entre
miles de estrellas, se encargó de bañarlo con una luz
plateada, oscilante a veces por una
brisa que entraba de puntillas entre las hojas verdiblancas
de los olivos.
Sin saber exactamente por qué,
esperé. La temperatura había descendido notablemente,
haciendo tiritar a los astros con
escalofríos blancos, azules y rojos. Durante un tiempo que no
sabría precisar me quedé con el
rostro perdido en aquel negro y soberbio firmamento. Venus,
en conjunción con el sol en aquellas
fechas, no era visible. Por su parte, Júpiter, con un brillo
cada vez más débil (magnitud 1,6
aproximadamente), se levantaba a duras penas sobre el
oeste, a escasa distancia del hermoso
racimo estelar de Las Pléyades. Y en lo más alto,
disputándose la primacía, las
refulgentes estrellas Regulus, Capella, Aldebarán, Betelgeuse y
Arcturus, arropadas por las
constelaciones de Leo, Auriga, Taurus, Orión y Bootes,
respectivamente.
Jesús me sorprendió cuando alimentaba
la hoguera con una nueva carga de leña.
-Jasón -me dijo-, ¿no duermes? Sabes
de la dureza de las próximas horas. Deberías
descansar como todos los demás...
Sentado junto al fuego le miré con
curiosidad, al tiempo que le invitaba a responder a una
pregunta que llevaba dentro desde que
le había visto alejarse hacia el olivar:
-Maestro, ¿por qué un hombre como tú
necesita de la oración...? Porque, si no estoy
equivocado, eso es lo que has hecho
durante este tiempo...
El Galileo dudó. Y antes de
responder, volvió a sentarse, pero esta vez junto a mi.
-Dices bien, Jasón. El hombre,
mientras padece su condición de mortal, busca y necesita
respuestas. Y en verdad te digo que
esa sed de verdad sólo puede aplacarla mi Padre. Ni el
poder, ni la fama, ni siquiera la
sabiduría, conducen al hombre al verdadero contacto con el
reino del Espíritu. Es por la oración
cómo el humano trata de acercarse al infinito. Mi espíritu
empieza a estar afligido y yo también
necesito del consuelo de mi Padre.
-¿Es que la verdadera sabiduría está
en el reino de tu Padre?
-No... Mi Padre es la sabiduría.
Jesús recalcó la palabra «es» con una
fuerza que no admitía discusión.
-Entonces, si yo rezo, ¿puedo saciar
mi curiosidad e iluminar mi espíritu?
-Siempre que esa oración nazca
realmente de tu espíritu. Ninguna súplica recibe respuesta,
a no ser que proceda del espíritu. En
verdad, en verdad te digo que el hombre se equivoca
cuando intenta canalizar su oración y
sus peticiones hacia el beneficio material propio o ajeno.
Esa comunicación con el reino divino
de los seres de mi Padre sólo obtiene cumplida respuesta
cuando obedece a una ansia de
conocimiento o consuelo espirituales. Lo demás -las
necesidades materiales que tanto os
preocupan- no son consecuencia de la oración, sino del
amor de mi Padre.
-¿Por eso has insistido tanto en
aquello de «buscar el reino de Dios y su justicia...»?
Caballo de Troya
J. J. Benítez
173
-Si, Jasón. El resto siempre se os da
por añadidura...
-¿Y cómo debemos pedir?
-Como si ya se os hubiera concedido.
Recuerda que la fe es el verdadero soporte de esa
súplica espiritual.
-Dices que la oración -así formulada-
siempre obtiene respuesta. Pero yo sé que eso no
siempre es así...
El Galileo sonrió con benevolencia.
-Cuando las oraciones provienen en
verdad del espíritu humano, a veces son tan profundas
que no pueden recibir contestación
hasta que el alma no entra en el reino de mi Padre.
-No comprendo...
-Las respuestas, no lo olvides,
siempre consisten en realidades espirituales. Si el hombre no
ha alcanzado el grado espiritual
necesario y aconsejable para asimilar ese conocimiento
emanado del reino, deberá esperar -en
este mundo o en otros- hasta que esa evolución le
permita reconocer y comprender las
respuestas que, aparentemente, no recibió en el momento
de la petición.
-¿Esto explicaría ese angustioso
silencio que parece constituir en ocasiones la única
respuesta a la oración?
-Sí. Pero no te confundas. El
silencio no significa olvido. Como te he dicho, todas las súplicas
que nacen del espíritu obtienen
respuesta. Todas... Déjame que te lo explique con un ejemplo:
el hijo está siempre en el derecho de
preguntar a sus padres, pero éstos pueden demorar las
respuestas, a la espera de que el
infante adquiera la suficiente madurez como para
comprenderlas.
»La gran diferencia entre los padres
humanos y nuestro Padre verdadero está en que
aquellos olvidan a veces que están
obligados a contestar, aunque sea al cabo de los años.
-Según esto, cuando muramos, todos
seremos sabios...
-Insisto que la única sabiduría
válida en el reino de mi Padre es la que brota del amor.
Después de gustar la muerte, nadie
será sabio si no lo ha sido antes en vida...
-¿Debo pensar entonces que la demora
en la respuesta a mis súplicas es señal de mi
progresivo avance en el mundo del
espíritu?
Jesús me miró con complacencia.
-Hay infinidad de respuestas
indirectas, de acuerdo con capacidad mental y espiritual del
que pide. Pero, cuando una súplica
queda temporalmente en blanco, es frecuente presagio de
una contestación que llenará, en su
día, a un espíritu enriquecido por la evolución.
-¿Por qué resulta todo tan complejo?
-No, querido amigo. El amor no es
complicado. Es vuestra natural ignorancia la que os
precipita a la oscuridad y la que os
inclina a una permanente justificación de vuestros errores.
Guardé silencio. Aquel hombre llevaba
razón. Sólo los hombres tratan desesperadamente de
justificarse y justificar sus
fracasos...
Levanté la vista hacia las estrellas
y señalándole aquella maravilla, le dije:
-¿Qué sientes ante esta belleza?
El Galileo elevó también sus ojos
hacia el Firmamento y respondió con melancolía:
-Tristeza...
-¿Por qué?
-Si el hombre no es capaz de recibir
en su alma la grandeza de esta obra, ¿cómo podrá
captar la belleza de Aquél que la ha
creado?
-¿Es Dios tan inmenso como dices?
-Más que pensar en la inmensidad de
mi Padre, debes creer en la inmensidad de su promesa
divina. Rebasa el espíritu del hombre
y llega a producir vértigo en las legiones celestiales...
-Ya me lo explicaste, pero, ¿de
verdad el acceso al reino de tu Padre está al alcance de todos
los mortales?
-El reino de nuestro Padre -me
corrigió Jesús- está en el corazón de todos y cada uno de los
seres humanos. Sólo los que
despiertan a la luz del evangelio lo descubren y penetran en él.
-Entonces, ¿todas las religiones,
credos o creencias pueden llevarnos a la verdad?
-La verdad es una y nuestro Padre la
reparte gratuitamente. Es posible que el gusto y la
belleza puedan ser tan caros como la
vulgaridad y la fealdad, pero no sucede lo mismo con la
verdad: ésta sí es un don gratuito
que duerme en casi todos los humanos, sean o no gentiles,
sean o no poderosos, sean o no
instruidos, sean o no malvados...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
174
-¿A quién aborreces más?
-En el corazón de mi Padre no hay
lugar para el odio... Deberías saberlo. Guárdate sólo de
los hipócritas, pero no viertas jamás
en ellos el veneno de la venganza.
-¿Quién es hipócrita?
-Aquel que predica la vía del reino
celestial y, en cambio, se instala en el mundo. En verdad
te digo que los hipócritas engañan a
los simples de corazón y no satisfacen más que a los
mediocres.
-¿A quién estimas más: a un hombre
espiritual o a un revolucionario?
El Maestro sonrió, un tanto
sorprendido por mi pregunta. Y posando su mano izquierda sobre
mi hombro, repuso con firmeza:
-Prefiero al hombre que actúa con
amor...
-Pero, ¿quién puede llegar a amar
más?
-Pregunta mejor, ¿quién puede llegar
a comprender más?
-¿Quién?
-Aquel que es capaz de amarlo todo.
Pero, ¡ojo! Jasón, aquel que ama de verdad no coloca la
palabra «amor» sobre su puerta,
tratando de justificarse ante el mundo. Y el que da, tampoco
escribe la palabra «caridad» para que
todos le reconozcan. Cuando alguna vez veas esas
palabras, desvergonzadamente
ostentadas en el mundo, no dudes que tienen la única finalidad
de enriquecer y ensalzar a cuantos
las esgrimen y airean.
»EI reino de mi Padre es semejante a
una mujer que llevaba un cántaro lleno de harina.
Mientras marchaba por un camino
apartado se le rompió el asa y la harina se derramó detrás
de ella por el camino. La mujer no se
dio cuenta y no supo su desgracia. Cuando llegué a su
casa depositó el cántaro en tierra y
lo encontró vacío.
-¡Aquel que es capaz de amarlo
todo!... -repetí con un ligero movimiento de cabeza-. ¡Qué
difícil es eso...!
-Nada hay difícil para el que ha
aprendido a ceder.
-Pero, ¿qué me dices de las
injusticias? ¿También debemos aprender a amar a los que nos
humillan o tiranizan?
-Cuando llegue el caso, pide
explicaciones a tu hermano, pero nunca le odies. Sólo cuando
miréis a vuestros hermanos con
caridad podréis sentiros contentos.
-Ahora empiezo a comprender -comenté
casi para mí mismo- por qué mi mundo se siente
infeliz...
-El mayor error de tu mundo -repuso
Jesús- es su falta de generosidad. El que conoce y
practica el amor no suele tener
necesidad de perdonar: siempre está dispuesto a comprenderlo
todo.
-Puede que estés en lo cierto, pero
siempre pensé que el gran error de nuestro mundo era
su «empacho» tecnológico...
El Nazareno me miró con una
inagotable afabilidad.
-Debéis tener paciencia y confiar. La
humanidad, a veces, se emborracha y embota con sus
propios hallazgos y triunfos,
olvidando que su auténtico estado natural reside en la serenidad
de su espíritu. El día que despierte
de tan pesado letargo volverá sus ojos al sendero del amor:
el único que conduce a la verdadera
sabiduría.
El cansancio empezaba a apoderarse de
ambos y, de mutuo acuerdo, decidimos descansar
las escasas horas que restaban ya
para el alba. Mientras me envolvía en el manto,
acomodándome lo mejor que pude bajo
uno de los olivos, una estrella fugaz -una «lírida»-
cruzó frente a las estrellas Kappa
Lyrae y Nu Herculis, rasgando el velo del firmamento y el de
mi profunda melancolía.
Sin proponérmelo, había empezado a
amar a aquel hombre...
A las 05.42 horas de aquel jueves, 6
de abril del año 30, el sol empezó a abrirse paso sin
especiales dificultades. Eliseo
procedió a despertarme, facilitándome el habitual parte
meteorológico. El día prometía ser
magnífico. Temperatura media estimada de unos 17 grados
centígrados, baja humedad relativa y
cielo despejado.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
175
Sin embargo -añadió mi compañero-, el
«rawin»1 del módulo está captando una alteración
en los altos niveles de la atmósfera.
Localización: vertical de la frontera de Irak con la Arabia
Saudí. Los sistemas electrónicos
confirman que se trata de una corriente «en chorro» del Este
(tipo ecuatorial), con una velocidad
máxima aproximada de 70 nudos y entre niveles de 100 y
150 milibares (entre los 14 y 17
kilómetros de altura)...
»¡Atención, Jasón! Santa Claus está
verificando los datos meteorológicos y todo parece
señalar que, en el transcurso de las
próximas 24 o 48 horas, esta alteración puede provocar
intensos vientos del Este, con
arrastre de bancos de arena procedentes de los desiertos
arábigos de Nafud y Dahna.
»La posibilidad de esta tormenta de arena
o siroco sobre Palestina está empezando a
confirmarse igualmente por la loca
subida de los barómetros de Tonnelot y del "aneroide". Es
posible que, si todo sigue igual,
mañana tengas que quitarte el manto...
Aquella información resultaba
especialmente interesante. En la mañana del día siguiente,
viernes, debería tener lugar un
extraño fenómeno -así lo había leído al menos en las Sagradas
Escrituras (Lucas 23,44-46, Marcos 15, 33-34, y Mateo 27, 45-46)-,
desde la hora sexta a la
nona (desde las 12 del mediodía a las
tres de la tarde, aproximadamente), «cubriendo las
tinieblas la totalidad de la tierra»,
según palabras textuales de los evangelistas. Y aunque no
quise sacar conclusiones a priori, la advertencia de Eliseo sobre aquellos vientos alisios
del ESE,
con la posibilidad de un fuerte
arrastre de arena del cercano desierto arábigo, me dio ya
una ligera idea sobre la verdadera
naturaleza del suceso narrado en el Nuevo Testamento...
Poco a poco, algunas mujeres fueron
saliendo de la tienda y preparando el fuego.
Hacia las seis, y cuando daba un
pequeño paseo por los alrededores del campamento,
tratando de desentumecer mis
músculos, vi salir por el cercado de piedra a Judas. Iba solo y, a
juzgar por sus andares, con una
cierta prisa. Tomó la misma vereda del día anterior,
perdiéndose colina abajo, en
dirección al Templo o quizá hacia las puertas de la zona sur de la
ciudad. Por un instante pensé en
seguirle. Pero terminé por desistir. Los planes de Caballo de
Troya eran otros. Lo más probable es
que el Iscariote fuera a entrevistarse con el jefe de la
policía del Sanedrín, tal y como le
había sido encomendado el pasado miércoles. Por otra parte,
Ismael, el saduceo que había logrado
infiltrarse en el consejo de los sacerdotes, había
prometido informarnos puntualmente de
todos y cada uno de los pasos del traidor, así como de
los movimientos de los levitas
encargados del prendimiento del Maestro. Esto me tranquilizó y
regresé de inmediato al interior del
huerto. Jesús y sus hombres seguían durmiendo.
En la medida que me lo permitieron,
ayudé a las mujeres a avivar la fogata y a transportar
los cuencos de leche, suministrada en
el momento por dos cabras que Felipe, al parecer, había
conseguido el miércoles y que habían
amarrado en el interior de la cueva.
Mientras preparábamos el desayuno, y
casi a la misma hora que el día anterior, irrumpió en
el campamento el joven Juan Marcos.
Llegó con una cesta algo mayor que la de la víspera y,
también sin pronunciar palabra
alguna, se la entregó a las mujeres, sentándose después junto
al fuego. Y allí permaneció, con la
barbilla pegada a las rodillas, como hipnotizado por el frágil
baile de las llamas.
Algunos de los discípulos empezaron a
dar señales de vida, desperezándose sin el menor
pudor. Dos de ellos, al descubrir al
niño, se aproximaron e intentaron que Marcos les contase
qué habían hecho durante aquel largo
paseo del miércoles. Pero el muchachito, con los ojos
bajos y fruncido el entrecejo, no
despegaba los labios. A lo sumo, y cuando las presiones de los
hombres de Jesús se elevaban de tono,
Juan negaba con la cabeza, con una visible y creciente
irritación. Algunas de las mujeres
protestaron por este interrogatorio y pidieron a los discípulos
que dejaran en paz al chico. Otros
miembros del grupo se habían unido a los curiosos
inquisidores, rogando y suplicándole
que les dijese, al menos, dónde habían estado y si podían
haber sido espiados por la policía
del Sanedrín. Al final -supongo que aburrido ya por tanta
pregunta-, Marcos abrió la boca y dio
por zanjado el asunto con una explicación que conocían
muy bien los seguidores del Maestro:
-El rabí me pidió que no dijese nada
a nadie...
1 Caballo de Troya había dotado nuestro módulo, entre otros
aparatos de tipo meteorológico, con un «raw¡n» (tipo
láser de baja energía) -con retomo
«interno»-, y de tan alta sensibilidad que puede medir la fuerza y dirección
del
viento con escasos metros por segundo
de error. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
176
Y allí, como digo, terminó el interrogatorio.
En diversas ocasiones, Jesús había hecho
partícipes a sus hombres de
diferentes confidencias, rogándoles que no dijesen nada. Y todos,
en líneas generales, habían sabido
respetarle.
Los discípulos no quedaron muy
conformes, en especial Simón, el Zelotes, que había
cubierto el último turno de
vigilancia en la puerta del huerto y que temía más que ninguno por
la seguridad del Maestro y del resto
del grupo. En cuanto a mí, aquel obstinado hermetismo de
Juan Marcos sólo sirvió para
despertar aún más mi curiosidad. Tenía que averiguar algo de lo
sucedido aquel miércoles y que, en
los textos de los evangelistas, aparece igualmente en
«blanco» respecto a las actividades
del Nazareno. Pero, ¿cómo podía hacer hablar al fiel
acompañante de Jesús? Esa misma tarde
del jueves se presentaría la gran oportunidad...
Jesús no tardó en aparecer. Su rostro
presentaba unas ligeras ojeras, resultado
probablemente de las escasas horas de
sueño. Al verle me sentí responsable. Si yo no le
hubiera envuelto con mi conversación,
seguramente habría descansado algo más. Y al pensar
en lo que le aguardaba, me eché a
temblar. Aquélla, en realidad, había sido su última noche en
paz.
Pero mis preocupaciones se
desvanecieron al instante. El Galileo estaba de un humor
envidiable. Saludó a todos y,
siguiendo su costumbre, se dirigió hacia el ancho lebrillo de barro,
con el fin de asearse. Pero, a mitad
de camino, Juan Marcos -que acababa de verle- salió
corriendo, abrazándose a su cintura.
El Maestro, sorprendido por aquel cálido recibimiento,
tomó el rostro del niño entre sus
grandes manos e inclinándose levemente hacia él le preguntó
en un tono de complicidad:
-¿Te has acordado de las pasas de
Corinto?
El pequeño sonrió y asintió con la
cabeza. Y Jesús, frotándose las manos en señal de
satisfacción, comenzó a desnudarse.
«¿Pasas de Corinto?», pensé. «¿A qué
puede referirse?» Y de pronto recordé una de las
explicaciones de Lázaro. Al Maestro
le encantaban las uvas sin grano, como las que brotaban en
la parra que había plantado el padre
del resucitado en el patio central de su casa.
Y me dispuse a llevar a cabo otra de
las misiones encomendadas por la Operación Caballo de
Troya. «Aquél -me dije a mí mismo
tratando de tranquilizarme- parecía un buen momento...»
El gigante terminó sus abluciones y,
cuando recibía de manos de una de las mujeres el lienzo
con el que debía secarse, me aproximé
hasta él, rogándole que me permitiera ayudarle. El
Nazareno se resistió pero, ante mi
insistencia, puso parte del paño en mis manos, mientras él -
divertido con lo que parecía un juego
y una delicadeza- se frotaba con el otro extremo del
lienzo.
Aquella maniobra tenía en verdad una
doble finalidad: de un lado, proceder a una
exploración manual y directa del
cuerpo de Jesús -hecho éste que no hubiera resultado lógico ni
fácil de no haber aprovechado una de
aquellas ocasiones- y, en segundo lugar, intentar una
medición de sus principales partes
anatómicas. Este segundo objetivo, sobre todo, era de vital
importancia para un mejor análisis de
su organismo durante las horas de la crucifixión.
A través de aquella suave tela, mis
manos fueron palpando su cuello, hombros y espalda.
Aquel Galileo -tal y como se
desprendía de una simple observación visual- era un ejemplar
fornido. Los músculos de la parte
posterior y superior del tronco En especial los trapecios-
estaban muy desarrollados. Esta
sensación de fortaleza -fruto, sin duda, de un duro y
continuado trabajo manual durante
muchos años- se extendía igualmente a los músculos
deltoides, en la zona de los hombros.
Aquellos y los también sólidos paquetes musculares que
se distribuían a cada lado de la
columna (los grandes dorsales e infraespinosos) me inclinaron a
pensar que Jesús gozaba de una
perfecta sincronización en la elevación y descenso de su caja
torácica.
Los brazos, de acuerdo con la
configuración y estimable volumen de los músculos de los
hombros y parte superior y posterior
del tronco, eran igualmente macizos. En mi opinión, sus
bíceps braquiales eran especialmente
gruesos y potentes. También los grandes pectorales (lo
que conocemos familiarmente como el
pecho) se hallaban fuertemente consolidados, como si el
Galileo hubiera practicado la
natación. Su capacidad respiratoria tenía que ser excelente.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
177
Tanto la cintura como la parte
inferior de la espalda aparecían sin un gramo de grasa1. Y
lo
mismo aprecié en la cara frontal del
abdomen: la pared muscular del gran recto era lisa, sin
indicio alguno de tejido adiposo.
En cuanto a sus muslos y piernas,
tanto los sartorios como los músculos aductores, bíceps
crural, semitendinosos y gemelos
surgieron al tacto firmes y duros como piedras. Aquellas
extremidades inferiores, en mi
opinión, hubieran sido la envidia de un corredor de la maratón...
Esta armónica y musculosa
constitución -unida a la gran estatura del Maestro- le convertían,
sin ningún género de dudas, en un
ejemplar especialmente atractivo. Era como si la Naturaleza
se hubiera esmerado muy especialmente
a la hora de configurar a aquel hombre. A su evidente
perfección natural había que añadir
también aquellos tres últimos años de incansable actividad,
recorriendo todos los caminos de
Israel, que le habían proporcionado una envidiable forma
física.
Una vez concluida mi exploración -y
ante el desconcierto de cuantos me observaban- extraje
el pequeño cordel del fondo de mi
bolsa de hule y, antes de que Jesús se enfundara en su
túnica, le supliqué que aguardase
unos instantes. El Maestro, sin perder su sonrisa, me dejó
hacer con una docilidad que sólo
sirvió para aturdirme más. De mutuo acuerdo con mi
compañero en el módulo, se había
previsto que -una vez terminada cada medición-, yo
presionaría mi oído derecho,
transmitiéndole la cifra correspondiente.
De esta forma, Eliseo podría registrar
las medidas, sometiéndolas posteriormente a un
estudio más complejo.
Como ya señalé, aquella cuerda
-totalmente blanca- había sido dividida en centímetros. Pero,
en lugar de numerarlos, cada
separación era en realidad una marca de color negro (una
circunferencia, para ser más exactos,
que rodeaba totalmente el perímetro del cordel). Para
poder efectuar los cálculos con
exactitud, y con el fin de soslayar cualquier tipo de sospecha,
Caballo de Troya había ingeniado un
sistema de «numeración», basado en colores y letras.
(Cada 10 centímetros, la separación
correspondiente, en lugar de ser de color negro, había sido
pintada de acuerdo con los seis
colores básicos del espectro. A partir del centímetro número 70
y hasta el 100, los colores volvían a
repetirse.) El orden establecido para dichos colores básicos
era el siguiente, de menor a mayor:
violeta, azul, verde, amarillo, naranja y rojo. Y a partir del
centímetro número 70, como digo, de
nuevo el violeta, azul, verde y amarillo. Los centímetros
existentes entre estas diez
numeraciones fueron «convertidos» en letras, siguiendo el alfabeto
griego. Así, por ejemplo, cuando la
medición arrojaba 30 centímetros, yo debía anunciar a
Eliseo: «verde». Si se trataba de 80
centímetros, «azul-doble». Si, por el contrario, eran 41
centímetros, la clave era «amarillo y
alfa» (primera letra del alfabeto griego)2.
Sin pérdida de tiempo, empecé por las
extremidades superiores. Desde el hombro a la punta
del dedo medio, la medición arrojó 82
centímetros. La clave para transmitir aquella cifra fue,
por tanto, «azul-doble» y «beta». A
estas medidas siguieron las de las extremidades inferiores,
perímetros, altura de cabeza, cuello,
etc.3
1 En esta exploración me llamó poderosamente la atención la
gran superficie que debía ocupar la lámina
aponeurótica romboidal (en toda la
región lumbar) y que marcaba igualmente la tremenda fortaleza de aquel hombre.
(N. del m.)
2 Los nueve primeros números -correspondientes a cada uno de
los centímetros- fueron asociados a las nueve
primeras letras del alfabeto griego:
alfa para el 1, beta para el 2, gamma para el 3, delta para el 4, epsilón para
el 5,
dseta para el 6, eta para el 7, zeta
para el 8 e iota para el 9. (N. del m.)
3 Las lógicas dificultades para proceder a una medición
antropológica rigurosa -que hubiera exigido la utilización de
un instrumental más idóneo- fueron
subsanadas en parte en el módulo, mediante un estudio computarizado de las
cifras que fueron transmitidas por
mi, de acuerdo con patrones estándar. Estas mediciones anatómicas -una vez
procesadas- arrojaron los siguientes
resultados:
Extremidades superiores (total): 82
centímetros (brazo: 37 cm y antebrazo: 45 cm. De estos últimos, 20
correspondían a la mano).
Longitud de las extremidades
inferiores (total): 94 cm (medidas desde el talón a la articulación de la
cadera).
Muslo: 55 cm, y pierna, 39 cm.
Anchura de los hombros (medida entre
los puntos acromiales): 45 cm.
Tronco (desde el manubrio ozona
superior del esternón al punto trocantéreo o saliente del fémur a nivel de
articulación): 62 cm.
Diámetro torácico (por la espalda):
41 cm.
Perímetro de la caja torácica (medida
a la altura del gran pectoral):
99 cm.
Longitud máxima de la cabeza (desde
el punto opisto-craneano a la gabela): 19,9 cm.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
178
Como salta a la vista, el Maestro era
un hombre de complexión atlética, con un poderoso
desarrollo del esqueleto y de su
musculatura. Sus extremidades eran largas y el tórax
realmente imponente, con unos hombros
anchos y sólidos como rocas. La grasa o panículo
adiposo era muy escaso; prácticamente
inexistente.
La cabeza se presentaba firme y
alargada, con un rostro igualmente alargado en su parte
media y un mentón y relieve óseos
acentuados. El cráneo, como ya dije, alto y estrecho.
Estas características le hacían
destacar sobre la media normal de la raza judía de aquella
época. Según los estudios de Von
Luschan y Renan, entre los judíos de la Rusia del Sur, la
altura media oscilaba alrededor de
1,60 metros, llegando a 1,70 entre los hebreos de Londres y
los judíos españoles de Salónica. El
tipo mesocéfalo de Cristo tampoco era frecuente. Entre los
hebreos de la Rusia del Sur, por
ejemplo, el porcentaje de individuos braquicéfalos (de cráneos
cortos) era de un 81%, alcanzando los
mesocéfalos un 18% y los dolicocéfalos un 1%. Entre los
judíos de Salónica -expulsados de
España-, los dolicocéfalos suponían un 14,6% y los
braquicéfalos un 25%.
Además de por su considerable
estatura -1,81 metros-, Jesús de Nazaret llamaba la atención
por su perímetro torácico, más grande
que la media de sus compatriotas.
Esta tipología «atlética» encajaba
además considerablemente con el temperamento
«enequético», descrito por Mauz:
escasa reacción ante los estímulos, movimientos seguros y
vigorosos, aunque escasamente
pródigos. De mayor fuerza que precisión.
Fue sin duda esa fortaleza física la
que pudo contribuir a soportar en parte el brutal castigo
que le aguardaba. A pesar de todo
-como veremos muy pronto-, los médicos y especialistas de
Caballo de Troya jamás pudieron
entender cómo aquel Hombre logró resistir hasta el final la
cadena de horribles torturas a que
fue sometido.
Debo confesarlo. Aquella parte de la
misión fue posiblemente la más ingrata. Durante mucho
tiempo, y a pesar de la mansedumbre
demostrada por Jesús, tuve la sensación de que,
sometiéndole a las citadas mediciones
antropométricas, había abusado de aquel hombre. Y aún
hoy mismo sigo creyéndolo...
Anchura máxima de la cabeza (entre
parietales): 15 cm.
Anchura bicigomática (desde la
apófisis cigomática: de pómulo a pómulo): 14 cm.
Altura total de la cara (desde el
gonion hasta el punto alveolar o prostion): 18,9 cm.
Perímetro de la cabeza: 58 cm.
Perímetro máximo de los brazos: 35
cm. Perímetro máximo de antebrazos: 31 cm.
Perímetro máximo de muslos: 57 cm.
Perímetro máximo de piernas:
46 cm.
Rodillas (perímetro máximo): 42 cm.
Estatura total: 1,81 metros.
La línea media o axial (desde la nuca
al canal interglúteo ten: punto superior del pliegue interglúteo) aparecía
recta,
sin desviación.
Longitud máxima del pie: 31 cm
(planos de primer grado).
Según los índices de Decourt y Pende,
el morfotipo somático de Jesucristo resultó fundamentalmente macrosómico,
participando del tipo «atlético» y,
en cierta medida, del «pícnico». Los índices -resultantes de la multiplicación
de sus
medidas reales por los factores
hallados por los mencionados científicos para el caso de los hombres- fueron
los
siguientes:
Talla: 181 centímetros x factor 0,470
= 85,07; altura trocánter: 94 cm x 0,457 = 42,96; bitrocantéreo: 37 cm X
1,250 = 46,25; bi-humeral: 45 cm X
1,052 = 47,34; occipito mentón: 22 cm x 0,870 = 19,14; perímetro torácico: 99
cm x 0,470 = 46,53 y bi-maxilar: 14
cm x 1,820 = 25,48.
En cuanto al índice de Pignet,
Caballo de Troya comprobó que el Maestro correspondía a la descripción de «MUY
FUERTE» (índice de Pignet = altura en
centímetros - perímetro torácico en espiración máxima más su peso, en kilos =
181 - 97 más 80 = 4). Naturalmente,
las últimas dos cifras -perímetro torácico en máxima espiración y peso- son
aproximativas. (El referido índice de
Pignet establece la siguiente clasificación medía: IP 10 = persona muy fuerte;
IP
15 a 20 = persona fuerte; IP 20 a 25
= persona mediana; IP 25 a 30 = persona débil e IP 30 = persona muy débil.)
En relación con el índice craneal o
cefálico, los expertos de Caballo de Troya -siempre de acuerdo con las medidas
obtenidas-, dedujeron que Jesús de
Nazaret era mesocéfalo, con una ligerísima dolicocefalia. Este índice -75 %- se
obtuvo de acuerdo con la fórmula
convencional:
I.C.: DT (medido entre
ambos eurión) x 100 = 15 x 100 = 75
DAP (medido entre opistión y gabela)
19,9
En la valoración lateral, el índice
craneal arrojó 100,5 %. Es decir, hipsocéfalo. En otras palabras, con una
altura
craneal claramente superior al
diámetro longitudinal.
Por último, al examinar el cráneo
frontalmente, el índice del Galileo resultó de 75 %. Es decir, con una ligera
tendencia a la estenocefalia (cráneo
estrecho). (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
179
Por fortuna para mi, ninguno de los
presentes acertó a preguntar por qué me había
empeñado en aquella insólita -casi
ridícula- operación. La verdad es que, desde un principio,
gozaba entre los seguidores del rabí
de fama de hombre extraño y esto -no lo sé muy bien-
pudo justificar quizá mi
comportamiento singular en aquella espléndida mañana del jueves, 6
de abril.
El Maestro terminó de vestirse y
siguiendo con aquel buen humor se incorporó al grupo de
amigos que le esperaban para
desayunar.
Felipe volvió a repartir el pan -aún
caliente- que nos había proporcionado el muchacho y las
mujeres distribuyeron sendos tazones
de leche. En el cesto había también abundante grano
tostado, higos secos y una jarra de
barro, repleta de las famosas pasas de Corinto. Todo ello,
obsequio de la familia de Juan Marcos
al Maestro y a su grupo.
El propio Juan se encargó de abrir la
jarra y, radiante de satisfacción, derramó un buen
puñado de aquel fruto negro y
brillante en las palmas de Jesús. Después, siguiendo las
instrucciones del Galileo, fue
repartiendo el resto de las pasas a cuantos nos hallábamos en el
huerto.
Aquella colación matutina transcurrió
en un ambiente distendido. Los apóstoles parecían algo
más calmados que en la noche
anterior, aunque algunos como Pedro, Tomas y el Zelotes- no
tardaron en descubrir que faltaba
Judas. Sin embargo, por los comentarios que pude captar, los
discípulos lo atribuyeron a las
obligaciones habituales del Iscariote como administrador general
del grupo y, más concretamente, a los
detalles de la preparación de la inminente fiesta de la
Pascua. Ninguno de los ahí reunidos,
por cierto, sabía dónde y cómo pensaba celebrarla el
Maestro. En mi opinión, y a la vista
de los graves acontecimientos que venían produciéndose,
en relación con la determinación del
Sanedrín de apresar a Jesús, aquel asunto de la Pascua
tampoco les preocupaba excesivamente.
Hacia las diez de la mañana hizo acto
de presencia en el campamento José de Arimatea. Le
acompañaba uno de sus sirvientes. Al
verle, el Nazareno le invitó a sentarse junto al grupo.
Pero José rehusó amablemente,
indicándole que necesitaba conversar a solas con él.
El Maestro se levantó y ambos se
alejaron unos pasos, hasta situarse junto al muro de la
cuba de piedra destinada a almazara.
El de Arimatea, con el semblante
serio, gesticulaba, exponiéndole al Galileo lo que yo ya
sabía sobre los planes de Judas. Por
fortuna, ninguno de los discípulos alcanzó a escuchar el
tema de la conversación del anciano y
su Maestro. Este le escuchó sin inmutarse. Y una vez que
José hubo hablado, le tomó por el
brazo, iniciando un corto paseo a lo largo del parapeto de
piedra.
Durante cosa de quince o veinte
minutos, Jesús dialogó con el dimitido miembro del
Sanedrín. Esa misma noche -ya
madrugada- del jueves, José me revelaría las palabras que le
había dirigido el Maestro durante
aquel breve encuentro en el campamento.
La súbita llegada de José de Arimatea
y el misterioso cambio de impresiones con el rabí no
pasaron inadvertidos para los
discípulos. Todos se hicieron lenguas sobre la razón de aquella
visita. Y la mayoría acertó..., a
medias. Cuchicheando entre si, los apóstoles se inclinaban a
pensar que algo grave estaba
sucediendo y que ese «algo» tenía mucho que ver con la captura
del Maestro y con la posible
desintegración del movimiento que llevaban entre manos. Y sus
ánimos volvieron a tensarse.
Finalizada la conversación, José se
dirigió a una de las tiendas, intercambiando unas
palabras con David Zebedeo. Por último,
y tras despedirse de todos, se alejó en dirección a
Jerusalén.
Jesús, que había retornado hasta el
grupo que esperaba en torno a la hoguera, parecía algo
más serio. Y antes de que nadie
acertara a preguntarle, pidió a sus hombres y mujeres que le
acompañasen.
Hacia las diez y medía, el grupo
completo -integrado por unas cincuenta personas- comenzó
a ascender por la ladera del Olivete.
Yo, algo rezagado, advertí a Eliseo de la dirección que
seguía el grupo, en previsión de
cualquier aproximación a la zona de seguridad del módulo.
Al llegar a la cima del monte, el
Nazareno rogó a sus amigos que tomaran asiento y que
escucharan sus palabras. Por suerte,
la nave se hallaba mucho más al norte.
Había tanta inquietud como expectación
en las miradas de aquellos galileos. En el fondo, los
allí reunidos sólo deseaban
asegurarse de algo: que el Maestro había tomado la decisión -como
ya hiciera en otras ocasiones- de
retirarse de la jurisdicción de la ciudad santa, evitando así a
Caballo de Troya
J. J. Benítez
180
las amenazantes castas sacerdotales.
Pero no fue esto lo que escucharon, aunque el rabí hizo
algunas alusiones al poder
terrenal...
-Los reinos de este mundo -dijo entre
otras cosas-, siendo como son materiales, pueden
estimar a menudo que es necesario
emplear la fuerza física para la ejecución y desarrollo de las
leyes y del mantenimiento del orden.
En el reino de los cielos los creyentes no recurren al
empleo de la fuerza física. El reino
del cielo, siendo como es una hermandad espiritual entre los
hijos de Dios, puede promulgarse
únicamente por el poder del espíritu. Esta distinción de
procedimiento no anula, sin embargo,
el derecho de los grupos sociales de creyentes a
mantener el orden en sus filas y
administrar disciplina entre los miembros ingobernables e
indignos. No es incompatible ser hijo
del reino espiritual y ciudadano del gobierno secular y
civil. Es deber del creyente dar al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios...
»No puede haber desacuerdo entre
estos dos requisitos. A no ser -aclaró Jesús- que resulte
que un César intenta usurpar las
prerrogativas de Dios y pida homenaje espiritual y se le rinda
culto supremo. En tal caso sólo
debéis adorar a Dios, mientras intentáis iluminar a esos
dirigentes mal guiados. No debéis
rendir culto espiritual a los gobernantes de la tierra. Ni
tampoco debéis emplear la fuerza
física de los gobiernos terrenales.
»Ser hijos del reino, desde el punto
de vista de una civilización avanzada -prosiguió Jesús,
dirigiéndome una significativa
mirada- debe convertiros en ciudadanos ideales en los reinos
terrenales. La hermandad y el
servicio -no lo olvidéis- son las piedras angulares del evangelio.
La llamada del amor del reino
espiritual debe probar que es efectiva a la hora de destruir el
instinto del odio entre los
ciudadanos no creyentes y guerreros del mundo terreno. Pero estos
hijos de las tinieblas, con
mentalidad material, nunca sabrán de vuestra luz espiritual, a no ser
que os acerquéis a ellos. Por ello
debéis ser honorables y respetados entre los ciudadanos y
entre los dirigentes de este mundo.
Ese servicio social generoso sólo es la consecuencia natural
de un espíritu que vive en la luz.
»Como hombres mortales sois en verdad
ciudadanos de los reinos terrenales y debéis ser
buenos ciudadanos y mucho más cuando
habéis vuelto a nacer en el espíritu. Tenéis, por tanto,
una triple obligación: servir a Dios,
servir al hombre y servir a la hermandad de creyentes en
Dios.
»No adoréis a los jefes temporales ni
empleéis la fuerza para el fomento del reino espiritual.
Pero manifestaros en un honrado
ministerio de servicio amoroso, tanto a los creyentes como a
los no creyentes. Es en el evangelio
del reino donde reside el poderoso Espíritu de la Verdad. Yo
verteré sobre vosotros ese Espíritu
de Verdad y sus frutos serán poderosas palancas sociales
que elevarán a las razas de las
tinieblas. En verdad os digo que este Espíritu llegará a ser
vuestro fulcro, con un poder
multiplicador.
»Desplegad sabiduría y mostrad
sagacidad en vuestros tratos con los dirigentes civiles no
creyentes. Por medio de la
discreción, mostraros expertos a la hora de allanar desacuerdos
poco importantes y arreglar fútiles
faltas de entendimiento. Buscad, por todos los
procedimientos leales, el vivir apaciblemente
con todos los hombres. Sed siempre sabios como
las serpientes y tan inofensivos como
las palomas...
»Seréis mejores ciudadanos si sabéis
iluminar vuestro espíritu con la verdad del evangelio. Y
los dirigentes en los asuntos civiles
mejorarán corno resultado de esta creencia en el reino
celestial.
»Mientras los jefes de los gobiernos
terrenales busquen ejercitar la autoridad, como
dictadores religiosos, vosotros -los
que creéis en este evangelio- sólo podéis esperar
problemas, persecuciones e, incluso,
la muerte...
Jesús hizo una pausa, dejando que
aquellas últimas palabras flotasen como un negro
presagio.
Pero yo os digo -prosiguió el Maestro
en un tono firme y esperanzador- que esa misma luz
que llevéis al mundo, y hasta la
forma en que padezcáis por ella, iluminará finalmente por sí
misma a toda la humanidad y dará,
como resultado, la separación gradual de la política y la
religión.
El Galileo volvió a fijar sus ojos en
mi. Y continuó:
La persistente predicación de este
evangelio del reino llevará algún día a las naciones a una
nueva e increíble liberación, a una
libertad intelectual y a la libertad religiosa.
»Yo os anuncio ahora que, bajo las
próximas persecuciones de los que odian este evangelio
de la alegría y de la libertad,
vosotros floreceréis y el reino de mi Padre prosperará. Pero no os
Caballo de Troya
J. J. Benítez
181
engañéis. Correréis grave peligro
cuando, en los tiempos posteriores, la mayoría de los
hombres hablen bien de los creyentes
en el reino y muchos, incluso, ocupando altos cargos,
acepten el evangelio. Aprended a ser
leales al reino, incluso en tiempos de paz y prosperidad.
No tentéis a los ángeles que os
vigilan. No les tentéis a llevaros por caminos sembrados de
dificultades, como amante disciplina,
cuando os dejéis arrastrar por la molicie y la vanagloria.
Recordad que estáis encargados de
predicar este evangelio cl supremo deseo de hacer la
voluntad del Padre, junto con la
alegría suprema de la realización de la fe de ser hijos de Dios-
y no debéis dejar que nada desvíe
vuestra atención. Haced que toda la humanidad se beneficie
del desbordamiento de vuestro amante
ministerio espiritual, iluminando la comunión intelectual
e inspirando el servicio social. Pero
ninguna de estas humanitarias labores deben ocupar el
verdadero objetivo de vuestros
corazones: proclamar el evangelio.
»No debéis buscar la promulgación de
la Verdad, ni establecer la honradez, por medio del
poder de los gobiernos civiles ni
tampoco por la promulgación de leyes seculares.
»Podéis trabajar para persuadir a las
mentes humanas, pero nunca -nunca- debéis atreveros
a imponeros. No olvidéis la gran ley
de la justicia humana que os he enseñado: lo que deseéis
que otros os hagan, hacédselo
vosotros a ellos...
«Cuando un creyente sea llamado a
servir al gobierno terrenal, dejad que rinda ese servicio
como ciudadano temporal de dicho
gobierno, aunque tenga que mostrar todos los rasgos y
señales ordinarios en la ciudadanía.
Éstos han sido realzados por la ilustración espiritual de la
ennoblecedora asociación de la mente
del hombre mortal con el espíritu divino que habita en él.
Si el no creyente llega a
cualificarse como un sirviente civil superior, debéis preguntaros
seriamente si las raíces de la Verdad
de vuestro corazón no han muerto por falta de las aguas
vivientes de la comunión espiritual
con el servicio social. La conciencia de ser hijos de Dios debe
acelerar toda la vida de servicio a
vuestros semejantes.
«No debéis ser místicos pasivos o
desvaídos ascetas. No debéis volveros soñadores o
veletas, cayendo en el cómodo letargo
de creer que una ficticia Providencia os va a proveer,
incluso, de lo necesario para vivir.
»En verdad, debéis ser suaves en
vuestros tratos con los mortales que se equivocan. Y
pacientes en vuestras conversaciones
con los hombres ignorantes. Y contenidos ante la
provocación... Pero también debéis
ser valientes a la hora de defender la honradez y fuertes en
la promulgación de la verdad y hasta
audaces para predicar este evangelio del reino. Y deberéis
llegar hasta los confines del
mundo...
»Este evangelio es una Verdad
viviente. Os he dicho que es como la levadura en el pan y
como el grano de mostaza. Y ahora os
declaro que es como la semilla del ser viviente que, de
generación en generación, mientras
siga siendo la misma semilla viviente, se despliega
indefectiblemente en nuevas
manifestaciones y crece de forma aceptable, adaptándose a las
necesidades peculiares y condiciones
de cada generación. La revelación que os he hecho es una
revelación viva...
El Galileo recalcó estas dos últimas
palabras con una fuerza indescriptible.
-… Una revelación viva -dijo-, y es
mi deseo que lleve frutos apropiados a cada individuo y a
cada generación, de acuerdo con las
leyes del crecimiento espiritual. Es mi deseo que se
incremente y que tenga un desarrollo.
De generación en generación, este evangelio debe
mostrar vitalidad creciente y mayor
hondura de poder espiritual. No se debe permitir que llegue
a ser un simple recuerdo sagrado, una
mera tradición sobre mí o sobre los tiempos en los que
ahora vivimos...
Aquella mirada profunda y afilada
como un puñal se paseó por todos y cada uno de los
oyentes. Y al llegar a mi, Jesús
volvió a repetirlas:
-… No se debe permitir que llegue a
ser un simple recuerdo sagrado, una mera tradición
sobre mi o sobre los tiempos en los
que ahora vivimos.
Después, descendiendo a un tono más
calmado, prosiguió:
-Y no olvidéis que no hemos dirigido
un ataque personal a los individuos ni a la autoridad de
los que se sientan en la silla de
Moisés. Tan sólo les hemos ofrecido la nueva luz, que ellos han
rechazado con tanto vigor. Hemos
arremetido contra ellos sólo por su deslealtad espiritual para
con las mismas verdades que confiesan
enseñar y salvaguardar. Hemos chocado con estos
establecidos dirigentes y reconocidos
jefes sólo cuando se han opuesto directamente a la
predicación del evangelio. E incluso
ahora no somos nosotros los que arremetemos contra ellos,
sino ellos los que buscan nuestra
destrucción. No estáis para atacar las antiguas formas. Debéis
Caballo de Troya
J. J. Benítez
182
poner diestramente la levadura de la
nueva Verdad en medio. de las viejas creencias. Y dejad
que el Espíritu haga su propio
trabajo. Dejad que venga la controversia, sólo cuando aquellos
que os desprecian os fuercen a ella.
Pero, cuando los no creyentes os ataquen
intencionadamente, no dudéis en
manteneros en una vigorosa defensa de la Verdad que os ha
salvado y santificado.
»Recordad siempre amaros el uno al
otro. No luchéis con los hombres, ni siquiera con los no
creyentes. Mostrad misericordia,
incluso, con los que, despreciativamente, abusen de vosotros.
Mostraros ciudadanos leales, honrados
artesanos, vecinos merecedores de alabanza, parientes
devotos, padres comprensivos y
sinceros creyentes en la hermandad del reino del Espíritu. Y yo
os aseguro que mi espíritu estará
sobre vosotros ahora y siempre, hasta el final del mundo...
Entre las horas sexta y nona (en
nuestro sistema horario actual podrían ser las 13 horas),
Jesús dio por finalizada su
alocución. Y fueron los griegos que asistían a la reunión los que más
preguntas formularon. Desde mi punto
de vista, aquellos gentiles habían asimilado mejor que
los propios apóstoles las intenciones
y enseñanzas del Maestro. Los once casi no abrieron la
boca. Y si debo juzgar por sus
comentarios mientras descendíamos hacia el campamento, no
terminaban de entender qué relación
podía existir entre sus martirios, persecuciones y muerte -
anunciadas por el rabí- y la
inevitable propagación del evangelio por todo el mundo.
Persuadidos como estaban, con la
excepción del joven Juan, de que aquel «reino» del que
hablaba Jesús tenía mucho que ver con
un sistema político que liberase a Israel de la
dominación extranjera, tampoco
acertaban a comprender que la difusión de la «Verdad»
pudiera llevarse a efecto «sin la
promulgación de leyes seculares», como había pedido el
Maestro.
Sus mentes, una vez más, habían
naufragado en un sinfín de especulaciones y dudas. Para
la mayoría, las últimas frases del
rabí, sobre la destrucción que buscaban los dirigentes judíos,
fueron interpretadas como una gran
tragedia que estaba a punto de asolar el mundo. Y aunque
conocían la orden concretísima del
Sanedrín de dar caza a Jesús, su fe en los poderes del
Galileo era tal que se resistían a
admitir que los sacerdotes pudieran tocarle siquiera. «En otras
oportunidades -se decían unos a otros
en un simple afán de tranquilizarse-, el Maestro les ha
burlado. ¿Por qué no iba a hacerlo
ahora...? Es casi seguro que esa "destrucción" a la que se
refiere Jesús tiene que ver con un
cataclismo o con el fin del mundo...»
Estas impresiones de los discípulos
se vieron alimentadas por la actitud personal de Jesús en
aquella mañana. Salvo en el breve
parlamento con José de Arimatea, el Nazareno había
demostrado un humor excelente... «Si
el Maestro temiera por su seguridad -argumentaban en
buena lógica- no adoptaría una
postura tan alegre e inconsciente...»
(Deseo insistir en este momento de mi
relato en una circunstancia a la que ya he hecho
alusión pero que, dada su
importancia, estimo que debe ser considerada nuevamente. Aquel
discurso de Jesús de Nazaret había
tenido una duración aproximada de algo más de dos horas.
Yo he referido únicamente los pasajes
que he considerado más interesantes. Pues bien, tal y
como se refleja en el Nuevo
Testamento, ninguno de los evangelistas llegó a recogerlo con un
mínimo de rigor y amplitud. A lo
sumo, en los textos evangélicos aparecen algunas frases o
sentencias, perdidas aquí y allá y
desvinculadas de lo que era en realidad todo un contexto
uniforme y perfectamente
estructurado. Para mí, estas graves deficiencias -repetidas, como
digo, en otros capítulos- no son la
consecuencia de una acción negligente por parte de los
escritores sagrados. La única razón
por la que los Evangelios Canónicos no se hacen eco de
estas enseñanzas está en una realidad
mucho más sencilla pero, no por ello, menos
lamentable: desde mi personal punto
de vista, cuando los evangelistas trataron de poner por
escrito la vida, obras y parlamentos
de Jesús había pasado el tiempo suficiente como para que
la inmensa mayoría de sus enseñanzas
no pudieran ser recordadas textualmente. De no ser por
mi sistema de filmación-grabación, yo
tampoco hubiera sido capaz de memorizar todo lo que
llevaba oído. Y debo insistir en algo
que no puedo terminar de comprender: ¿por qué ninguno
de aquellos discípulos se preocupó de
ir tomando notas de cuanto veía y escuchaba? De esta
forma tan elemental, hoy hubiéramos
dispuesto de una visión mucho más amplia y acertada de
lo que dijo e hizo el Maestro de
Galilea.)
Para mi, a nivel personal, algunas de
las afirmaciones de Jesús en aquella inolvidable
mañana en la cima del Olivete han
revestido una gran importancia. Por ejemplo, jamás he
Caballo de Troya
J. J. Benítez
183
podido olvidar sus alusiones a la
esperanza: «...La persistente predicación de este evangelio -
había prometido- llevará algún día a
las naciones a una nueva e increíble liberación...»
¡Cuánto he ansiado ver cumplida tal
afirmación! Sin embargo, hoy por hoy, esa maravillosa
realidad parece aún lejana... «Si
Jesús fue capaz de pronosticar -¡40 años antes!- la total
destrucción de Jerusalén por las
legiones de Tito, ¿por qué iba a equivocarse en aquella otra
profecía?»
También me desconcertó su
recomendación sobre la forma en que debía ser promulgada la
Verdad. «No debéis buscar -aseguró-
la propagación de esta Verdad por medio de leyes
seculares.» Y una punzante duda quedó
en mi corazón: ¿hubiera aprobado el Hijo del Hombre
la intrincada maraña de leyes, normas
y códigos que han regido y siguen rigiendo los destinos
de las iglesias y que, en el fondo,
no son otra cosa que una asfixiante burocracia secular,
agazapada bajo pretextos espirituales
y sagrados más o menos claros?
Pero mi misión no era enjuiciar, sino
observar y dar testimonio. Ruego a quien pueda leer
este diario me disculpe...
Cuando entramos en el campamento,
David Zebedeo tenía lista la comida. Le noté nervioso
y malhumorado. En un primer momento,
lo atribuí a nuestro retraso. Normalmente, aquel
almuerzo -a mitad de jornada- solía
celebrarse alrededor de las doce. «El disgusto del Zebedeo
-pensé- está más que justificado...»
Pero, una vez más, me equivocaba La desazón del jefe de
los emisarios no se debía a la demora
del grupo...
Nos fuimos acomodando en torno al
fuego y las mujeres comenzaron a servir: guiso a base
de lentejas, aromatizado con sendos
«pellizcos» de comino negro y cilantro1, espigas frescas
pasadas ligeramente por la lumbre o
grano tostado (proporcionado por Juan Marcos) y una
pequeña ración de requesón, elaborado
por las mujeres con la leche de cabra. Y como
complemento, amén del vino, unas
tortas de harina, amasadas esa misma mañana a base de
agua y sal. El procedimiento
utilizado por las mujeres del campamento en la cocción de
aquellas tortas de unos 12
centímetros de diámetro era muy singular. Al menos para mí.
Empleaban un «horno» -si es que se le
puede llamar así- consistente en un gran jarro,
perfectamente recubierto de barro en
su exterior. Se aseguraba en el suelo y en su interior se
encendía un fuego. Una vez que la
candela había calentado suficientemente las paredes del
jarro, las mujeres procedían a apagar
las llamas, pegando entonces las tortas a la superficie
interior del «horno». En general, se
comían calientes. Pero, cuando Jesús y los restantes
discípulos llegaron al huerto, las
tortas hacía tiempo que se habían enfriado. Algunos de los
comensales subsanaron, sin embargo, aquel
contratiempo rociándolas con miel.
Jesús apenas probó el guisado de
lentejas, dedicando su atención al requesón y a su
obligada ración de pasas sin grano...
A mitad del almuerzo, Judas apareció
en el campamento. Nadie se sorprendió. Sólo Jesús,
David Zebedeo y yo le seguimos con la
mirada. El Iscariote, con la vista baja, tomó una de las
escudillas de madera, sirviéndose una
generosa ración de lentejas. Y en el mismo silencio con
que había entrado en el huerto, así
se retiró y aisló, sentándose entre las raíces de uno de los
olivos más cercanos. Durante un buen
rato, el traidor centró su atención en la comida. Una vez
concluida, y mientras procedía a
escarbarse los dientes con una brizna de hierba, levantó los
ojos hacia el cielo, en dirección al
sol. (Supongo que tratando de averiguar lo que restaba de
luz.) Y allí siguió, atento a todos y
cada uno de los movimientos del Galileo y de sus allegados.
Debía faltar una hora para las tres
de la tarde, cuando David Zebedeo -cada vez más
inquieto- se levantó y tiró
prácticamente de Jesús, caminando con él en dirección a las tiendas.
Hablaron unos minutos y observé cómo
el Maestro le respondía, al tiempo que levantaba su
mano izquierda, como tratando de
apaciguarle. Judas, impasible, seguía la escena sin moverse
de su sitio.
Cuando David regresó hasta el grupo,
traté de sonsacarle:
1 El cilantro o Coriandrum sativum, de
las umbelíferas, es el fruto más conocido en Occidente por coriandro, a causa
del fuerte olor a chinches que
desprende cuando está recién cogido. Una vez desecado, se vuelve muy aromático.
El
utilizado por las israelitas era
amarillento y del tamaño de un grano de pimienta. Es menos excitante y
afrodisíaco que
el comino. Según pude comprobar,
muchos hebreos mezclaban este último con miel y pimienta, tomándolo dos veces
al
día. Esto, según me dijeron, les
excitaba sexualmente. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
184
-¿Qué te ocurre? -le pregunté bajando
el tono de mi voz, de forma que no pudiera ser oído
por el resto.
-Mis hombres en Jerusalén -me explicó
con desesperación- han traído malas nuevas...
Empezaba a intuir de qué se trataba y
cuál era en verdad la razón de la progresiva agitación
del discípulo.
Han seguido a Judas y, tal y como
vosotros me adelantasteis, los planes para apresar al
Maestro están casi ultimados. Será
hoy. Es posible que después de la puesta de sol. El capitán
de la policía del Templo está furioso
por la fuga de Lázaro y ha apremiado al Iscariote para que
se consume el arresto.
-¿Sabéis dónde tendrá lugar?
-No. Lo único que sé es que no
podemos perder de vista a ese bastardo... -masculló David
clavando su mirada en Judas.
-¿Y qué ha dicho Jesús?
El Zebedeo se encogió de hombros y
rezumando aún la evidente sorpresa que le habla
causado la contestación del Galileo,
comentó:
-Me ha pedido que no hable de esto
con nadie, pero a ti sí puedo decírtelo, puesto que ya lo
sabes... «Sí, David -me ha
respondido-, lo sé todo. Y sé que tú sabes, pero cuida de no
decírselo a nadie.» Y, cuando trataba
de persuadirle para que huyera, añadió: «No dudes de
que la voluntad de Dios prevalecerá
al final.» Te juro, Jasón, que no acierto a comprenderle. Si
él quisiera, ahora mismo pondríamos a
su servicio más de un centenar de hombres armados
que le escoltarían y guardarían hasta
llegar a la Perea...
Coloqué mis manos sobre sus hombros,
tal y como había visto hacer a Jesús, e intenté
animarle con la mirada. Pero la
tristeza de aquel hombre era mucho más profunda de lo que yo
podía suponer.
La súbita llegada de uno de los
«correos» sacó a David de sus sombríos pensamientos. Le
acompañé hasta la tienda de los
hombres y allí, en presencia del Zebedeo, el emisario -que
procedía de Filadelfia- leyó un
mensaje de Abner. Hasta aquella remota ciudad oriental habían
llegado también los insistentes
rumores sobre un complot para matar al Maestro y pedía
instrucciones. «¿Debía movilizarse
con toda su gente y dirigirse a Jerusalén?»
El Zebedeo leyó la misiva y acudió de
inmediato al Galileo. Éste, una vez conocida la nota del
hombre que daba protección a Lázaro,
transmitió a David: «Dile a Abner que siga adelante con
su labor. Si marcho de vosotros en
carne es porque puedo volver en espíritu. No os
abandonaré. Estaré con vosotros hasta
el final.»
Otro de los mensajeros partió a la
carrera hacia Filadelfia y yo aproveché aquella
oportunidad para preguntar al Zebedeo
por la madre de Jesús. Era casi la hora nona (las tres) y
María y sus familiares no habían dado
señales de vida. Como dije, la posibilidad de encontrarme
cara a cara con la madre del Galileo
había ido excitando mi espíritu, llenándome de curiosidad.
¿Cómo era realmente aquella mujer?
¿Podía tener el aspecto que nos muestra la tradición
pictórica universal? ¿Qué había de
cierto en todas esas cualidades y virtudes que han
remachado sin cesar los
investigadores y estudiosos mariológicos?
David no pudo satisfacer mi duda. El
camino desde Beth-Saida, en Galilea, a unos 600
estadios de Jerusalén (alrededor de
110 kilómetros), suponía un considerable esfuerzo, sobre
todo para un grupo en el que viajaban
varias mujeres1. Había que esperar.
Apenas se hubo retirado David de la
presencia de Jesús cuando el jefe de la intendencia,
Felipe, se aproximó al Maestro y le
preguntó:
-Dado que se aproxima la hora de la
Pascua, ¿dónde quieres que preparemos la cena?
El Galileo le respondió:
-Vete a buscar a Pedro y a Juan y os
daré las instrucciones para la cena que comeremos
juntos esta noche. En cuanto a la
Pascua, os hablaré de ello después de la cena...
Este asunto sí interesaba sobremanera
a Judas. E incorporándose, comenzó a caminar hacia
Jesús, con el propósito -supongo- de
averiguar dónde y a qué hora iba a celebrarse la cena de
1 La ruta utilizada habitualmente en aquella época, desde la
localidad de Beth-Saida (Bethsaïde Julias) hasta
Jerusalén, obligaba a pasar por las
poblaciones de Kursi e Hippos, en la orilla oriental del lago de Génésareth;
Gadara y
Pella y, desde allí, siguiendo la
margen del río Jordán, se alcanzaba Bethabara en la región de la Perea y, por
último,
Jericó, Betania y Jerusalén. La otra
ruta -la que cruzaba por el centro de Samaria- no era muy recomendable, dados
los
continuos choques entre los
habitantes de Judea y Galilea y los samaritanos. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
185
aquel jueves. Pero el Zebedeo -que no
le perdía de vista- comprendió las oscuras intenciones
del Iscariote y, con unos reflejos
admirables, se interpuso en el camino del traidor,
entreteniéndole.
Judas, nervioso, vio cómo Felipe,
Pedro, Juan y el Maestro se separaban del grupo, entrando
en una de las solitarias tiendas. A
los pocos minutos, los tres apóstoles salieron del albergue y,
sin hacer el menor comentario,
abandonaron el huerto, ladera abajo.
Por un momento dudé. ¿Qué debía
hacer? ¿Me unía al grupo de los apóstoles que acababa
de salir del campamento o permanecía
junto al Maestro? David seguía entreteniendo al
Iscariote quien, con el rostro
desolado pero sin perder su sangre fría, parecía resignado a su
suerte.
Me dejé llevar por el instinto y,
disimuladamente, me lancé en pos de Felipe y sus compañeros.
Los alcancé cuando cruzaban al otro
lado del Cedrón, bordeando la muralla suroriental de la
ciudad santa, en dirección a la
puerta de los Esenios. Al verme, los discípulos se mostraron un
tanto sorprendidos. Pero intenté
disipar sus recelos, comentándoles que -puesto que se
avecinaba la fiesta pascual- tenía
intención de agradecer la hospitalidad del Maestro,
entregándole un obsequio1.
-Os he visto partir hacia Jerusalén
-les dije- y he creído que ésta era una buena oportunidad
para pediros consejo...
Sólo Juan -mejor observador y más
sensible que sus amigos- se emocionó por aquel gesto
mío. Y tomándome por el brazo, me
preguntó:
-¿Y qué has pensado regalarle?
-Quizá una nueva túnica -improvisé.
-No es mala idea -meditó en voz,
alta-, pero, quizá fuese más práctico que compraras un
manto... El tiene en alta estima su
túnica. Te habrás fijado que fue confeccionada a mano y sin
costuras...
Le hice saber que me parecía una
excelente idea y que, si disponían de unos minutos, me
acompañaran y recomendaran un buen
mercader en telas.
Pedro intervino y en un tono brusco
-como si arrastrara un cierto malhumor- me desveló lo
que, precisamente, deseaba saber:
-Atiende, Jasón. Ahora no puede ser.
El Maestro nos ha encomendado un asunto un tanto
raro...
En su voz adiviné aquella casi
genética incapacidad para comprender muchas de las acciones
de Jesús.
-… Tenemos que llegar hasta las
puertas de la ciudad y buscar a un hombre -exclamó con
«retintín»- con un cántaro de agua...
¡Imagínate!, con miles de peregrinos en Jerusalén...
Juan le reprochó su poca fe.
-Si el Maestro nos ha dicho que al
franquear las puertas encontraremos a ese hombre con el
cántaro, no hay más que hablar.
-Pero, reconoce -trató de razonar
Felipe- que Pedro lleva razón. ¿No hubiera sido más fácil y
práctico que Jesús nos hubiera dado
la dirección de la casa donde desea cenar esta noche o el
nombre de su propietario? ¿Por qué
tanto misterio? ¿Qué necesidad hay de tanto laberinto?
Sonreí para mis adentros, recordando
el texto evangélico donde se narra este suceso. No
habría estado de más que los
escritores sagrados hubieran hecho mención de aquella polémica
entre los discípulos y que retrataba
maravillosamente la fe ciega de uno y las lógicas dudas del
resto. (Cabe la posibilidad de que,
con el paso de los años, ni Pedro ni Felipe desearan
descubrir a la incipiente comunidad
cristiana su flaqueza de espíritu. Y es del todo humano y
comprensible.)
Los tres hombres siguieron enzarzados
en aquella disputa, hasta que llegamos al umbral de
la gran puerta de los Esenios, frente
al valle del Hinnom. A aquellas horas de la tarde el gentío
que entraba y salía sin cesar de
Jerusalén era lo suficientemente grande como para desalentar
a cualquiera que intentara localizar
a un «hombre con un cántaro de agua».
1 La costumbre judía de aquella época establecía que, para
cumplir plenamente con el precepto de estar alegres en
la Pascua, era aconsejable hacer
regalos, tanto a los amigos como a los familiares y, sobre todo, a las mujeres.
Y
aunque éste no era mi caso, dada mi
condición de gentil, consideré aquel pretexto muy adecuado para mis fines. (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
186
De pronto, en aquel confuso trasiego
de gentes, Juan nos llamó la atención sobre un grupo
de mujeres que salía de la ciudad.
Dos de ellas cargaban sobre sus cabezas sendos cántaros. El
resto -posiblemente lavanderas-
mantenía sobre sus cráneos, con gran destreza, cestos de
mimbre repletos de ropa.
Pero Pedro, cada vez más desalentado,
hizo ver al joven discípulo que se trataba de mujeres
y que, además, seguían una dirección
opuesta a la que les había anunciado el rabí.
Al traspasar el arco de piedra de la
gigantesca puerta, los tres apóstoles se detuvieron frente
a las primeras casas del barrio bajo.
Y, durante algunos minutos, se dedicaron a inspeccionar a
cuantos deambulaban por el lugar. No
necesitaron mucho tiempo para descubrir, a la derecha
del portalón de los Esenios, a un
hombre que se hallaba sentado y con la espalda apoyada en la
muralla. A su lado había una cántara
de casi medio metro de alzada, de las usadas
comúnmente para recoger el agua de
las fuentes situadas delante de Jerusalén.
Los discípulos se miraron en silencio
y Juan, sonriente y decidido, se adelantó hasta situarse
a dos metros de aquel individuo.
Felipe le siguió y Pedro, vacilante aún, terminó por unirse a
sus amigos, negando sistemáticamente
con la cabeza.
Ni Juan ni el resto llegaron a
despegar sus labios. Cuando aquel hombre -que parecía
aburrido de esperar- les vio
inmóviles y con los ojos fijos en él, dibujó una leve sonrisa y, sin
más, se levantó, tomando la pesada
cántara. Acto seguido, y con el recipiente bien sujeto sobre
su cadera izquierda, inició una
apresurada caminata.
Pedro, en silencio y con los ojos
bajos, había enrojecido de vergüenza.
En cuestión de minutos, el misterioso
personaje nos condujo por las empinadas y angostas
callejas de aquella zona meridional
de Jerusalén hasta una casa de dos plantas, situada muy
cerca de la residencia de Anás, el ex
sumo sacerdote y suegro de Caifás.
A la puerta de aquella mansión, tan
lujosa casi como la de José de Arimatea, esperaba un
conocido de todos: el pequeño Juan
Marcos!
Al parecer no fui el único
sorprendido. Los tres discípulos, al ver al adolescente,
intercambiaron una mirada, adivinando
entonces las intenciones de Jesús. Por mi parte, el
supuesto hecho milagroso del
encuentro con el hombre del cántaro empezaba a tener una
explicación más racional. Aunque en
aquellos instantes no disponía de pruebas suficientes, un
presentimiento comenzó a rondarme:
¿Había dado instrucciones el Maestro
a Juan Marcos, durante el largo paseo del miércoles,
para que un miembro de su familia
-quizá un sirviente- acudiera a una hora determinada hasta
las puertas de Jerusalén y portando
un cántaro de agua? De no haber sido así, ¿cómo explicar
la presencia del muchacho, justamente
en el escalón de la puerta de la casa donde debería
celebrarse la llamada «última cena»?
Aquella hipótesis fue ganando terreno en mi
subsconsciente. En el fondo, todo
encajaba: el férreo mutismo del joven ante las preguntas de
los discípulos y la extrema prudencia
del Maestro a la hora de indicar el lugar donde deseaba
reunirse con sus íntimos...
Jesús de Nazaret estaba al corriente
del complot que protagonizaba Judas, así como de sus
manejos para facilitar su captura.
Era lógico que, si el Galileo deseaba no ser molestado en el
transcurso de aquella cena, adoptase
las necesarias medidas de precaución. Y aquella
«maniobra», evidentemente, formaba
parte del plan.
El joven Marcos nos condujo hasta el
interior de la casa, presentándonos a sus padres, Elías
y María. Aquella familia -según pude
averiguar- estaba emparentada con la de Jesús,
comulgando plenamente con sus
enseñanzas.
Felipe, como responsable de la
preparación de la cena, rogó a Elías Marcos que le mostrase
el lugar elegido y que le pusiese al
corriente del menú y de los restantes preparativos.
Prudentemente, y puesto que el
muchacho se hallaba presente, me abstuve de formular
preguntas a los dueños de la casa.
Sin embargo, después de comprobar que la cena tendría por
escenario el piso superior de la
mansión de los Marcos, mis dudas sobre el acuerdo secreto
entre Jesús y el hijo de aquellos
quedaron prácticamente disueltas. Sólo restaba que el
muchacho o sus padres me lo
confirmaran. Pero eso sucedería pocas horas más tarde...
Me disponía ya a seguir a Felipe y a
Pedro hasta la primera planta, iniciando así otra de las
delicadas misiones encomendadas por
Caballo de Troya cuando, inesperadamente, Juan el
Evangelista- me propuso aprovechar
aquellos minutos para visitar el cercano barrio de los
tintoreros, satisfaciendo así mi
deseo de adquirir el manto para el Maestro. Me vi atrapado en
Caballo de Troya
J. J. Benítez
187
mi propio engaño y no tuve más
remedio que aceptar, simulando -además- gran contento por
aquella gentileza del discípulo.
El gremio de los tintoreros, tal y
como me había anunciado Juan al salir de la casa, se
encontraba muy cerca. Descendimos por
un estrecho callejón, tan mal empedrado como
pestilente, hasta desembocar en un
corro de pequeñas casas de una planta, situado a la
sombra de la muralla exterior y en el
ángulo suroccidental de la ciudad. Aquella treintena de
casas eran en realidad otras tantas
tintorerías. Juan me condujo al interior de una de ellas,
propiedad de un viejo amigo: un tal
Malkiyías, experto artesano y digno sucesor de una antigua
familia de tintoreros.
Y sin proponérmelo me vi en el interior
de una habitación de unos seis por tres metros, casi
ahogada por la oscuridad, en uno de
cuyos extremos divisé dos grandes cubas de casi un metro
de diámetro por otro de altura. A su
lado habían sido situadas varias pilas de escaso fondo y un
banco de mampostería. En las cubas se
había introducido potasa y cal apagada, así como una
pequeña cantidad de índigo1 en una de ellas y el doble en la siguiente. Cada cuba,
cerrada por
una cubierta de piedra, presentaba un
pequeño orificio o boca central (de unos 15 centímetros)
en la citada tapa. Por allí, el amigo
Malkiyías iba introduciendo los hilos de los diferentes
tejidos, procediendo a su tinte. En
otra de las pilas, varios obreros manipulaban grandes paños
de tela, sumergiéndolos en baños de
púrpura y escarlata.
Juan le expuso mi deseo de hacer un
regalo a un amigo, rogándole que nos enseñara
algunos de los mantos mejor
trabajados y listos ya para su traslado al gremio de los
vendedores de telas. El jefe de la
tintorería aceptó con gusto, mostrándonos un abundante
surtido de ropones, túnicas de lana y
algodón, mantos para mujeres (muy parecidos al actual
chal) y finas vestiduras de hilo de
Egipto, teñidos todos ellos en los más variados y sugestivos
colores.
Y, de pronto, al revisar aquellas
prendas, tuve una idea. Busqué entre los tejidos más
delicados y señalándole a Juan un
manto de lino blanco, le dije..
-Este... Desearía llevarme éste...
El discípulo me miró con asombro y
comentó:
-Pero, Jasón, éste es un manto de
mujer...
-Lo sé -repuse-, pero acabo de tener
una idea mejor.
Juan respetó mi silencio, y sin
hacerme una sola pregunta sobre aquel repentino cambio,
acordó con el maestro artesano el
precio del rico manto. Aunque aquel tipo de operaciones
comerciales estaba prohibido -ya que
los tintoreros no podían vender sus productos
directamente al público-, la amistad
entre Juan y Malkiyías sirvió para soslayar el problema.
Y a eso de las cuatro de la tarde,
después de recoger a Felipe y a Pedro y en compañía del
joven Juan Marcos, que quiso unirse a
nosotros, reemprendimos el camino de regreso al
campamento de Getsemaní. En la casa
de la familia Marcos, todo estaba listo para la cena. Las
circunstancias me habían impedido
tener acceso al piso superior y ello empezaba a
preocuparme. Era vital para el
completo desarrollo de mi misión que pudiera entrar en dicha
sala, antes de que fuera ocupada por
Jesús y los doce...
Al vernos llegar, David Zebedeo se
apresuró a interrogarme, mientras Pedro, Felipe y Juan
comunicaban a Jesús que todo estaba
ultimado para la cena.
El astuto David me explicó que, dadas
las circunstancias, había sugerido a Judas que le
entregara algo de dinero, con el fin
de ir cubriendo las necesidades del grupo.
-Ante mi sorpresa -añadió-, este
malnacido no sólo no ofreció resistencia, sino que,
entregándome la totalidad de los
fondos líquidos y los recibos del dinero en depósito, me
anunció sin titubear: «Tienes razón.
Creo que es lo más adecuado... Se está tramando algo
contra el Maestro y, en el caso de
que me ocurriera algo, no serias molestado por nadie.» ¿Te
das cuenta, Jasón? -comentó con
desaliento-. Este cínico acaba de confesarme que teme por la
vida de Jesús...
Aquel gesto de Judas -desprendiéndose
de todo el dinero del movimiento- apuntaló aún más
mi sospecha de que el traidor no
actuaba precisamente por avaricia.
1 A juzgar por su color azul y por su Forma, en panes
cuadrados de unos 125 gramos de peso cada uno, aquella
pasta tintórea debía ser una de las
especies de «índigo de la India», muy apreciada en el arte del tinte. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
188
Hacia las cinco de la tarde, cuando
apenas faltaba una hora para el ocaso, noté un
movimiento inusitado en el
campamento. Felipe me informó que el Maestro tenía prisa por salir
hacia Jerusalén. Los apóstoles no
terminaban de entender por qué el Maestro había organizado
aquella reducida e inusual cena, a la
que sólo podían asistir sus doce hombres de confianza. Los
comentarios eran de lo más diverso.
La costumbre judía establecía con gran rigor que el
almuerzo pascual debía celebrarse
-una vez sacrificado el obligado cordero o cabrito en el
Templo- en la víspera de la Pascua
propiamente dicha1. En esta ocasión, la fiesta pascual caía
en sábado por lo que era doblemente
solemne, como creo que ya comenté. Si la tradicional
cena religiosa debía efectuarse al
día siguiente, viernes, 7 de abril y una vez oscurecido, era
lógico que los discípulos se hicieran
preguntas sobre el misterioso banquete organizado por el
Galileo para esa noche del jueves.
Sólo unos pocos -Juan, Judas Iscariote, por supuesto, y
David Zebedeo- intuían que aquella
cena iba a ser un acto muy especial, previo a la inmediata y
fulminante captura de su Maestro.
Para mí, aquellas prisas de Jesús por
abandonar el huerto fueron la señal que me impulsó a
retirarme, adelantándome al grupo.
Dadas las especialísimas
características de la «última cena» -a la que, insisto, sólo podían
asistir Jesús y sus doce apóstoles-,
Caballo de Troya había estimado que mi presencia en la
misma hubiera podido quebrar el
carácter íntimo que el Maestro pretendía. Era poco ético, por
tanto, que yo me hubiera sentado
junto a los trece. Pero la misión no podía pasar por alto un
hecho tan trascendental y
significativo como aquél. Yo debería recoger un máximo de
información sobre lo verdaderamente
ocurrido en el piso superior de la casa de los Marcos. Y
para ello, el general Curtiss había
dispuesto una solución «intermedia»: además de mis
indagaciones cerca de los
protagonistas, la totalidad de las palabras de Jesús y de los doce
serían recogidas mediante un sensible
y diminuto micrófono, que yo debería ocultar en un lugar
estratégico del cenáculo.
(Difícilmente podía suponer entonces que aquella minúscula maravilla
de la electrónica -construida con
gran mimo por los especialistas de la ATT (American
Telephone and Telegraph), empresa
norteamericana de explotación telefónica, para nuestro
proyecto- iba a constituir una de las
razones que aconsejaron a Caballo de Troya un segundo
«gran viaje» a la época de Cristo...)
Después de depositar el manto que
había comprado en la tintorería de Malkiyías en manos
del Zebedeo, me apresuré a arrancar
algunos manojos de espliego y lirios morados y blancos,
que crecían en las proximidades del
olivar. Y a la carrera, tomé la senda más corta hacía
Jerusalén, advirtiendo al módulo que
me disponía a situar el micro y la «vara de Moisés» en la
casa de Elías Marcos.
El gentil y apacible cabeza de
familia no se sorprendió lo más mínimo cuando le anuncié que
Jesús y los doce no tardarían en
llegar y que, como muestra de mi amistad y afecto hacia el
Maestro, deseaba contribuir,
adornando la mesa con aquel humilde pero oloroso presente. Mi
plan surtió efecto y uno de los
sirvientes -por indicación de Elías- me acompañó hasta el piso
superior.
Ascendimos por una estrecha escalera
de piedra y, al abrir una puerta de doble hoja, el
improvisado «guía» me invitó a que le
precediera. Así lo hice, penetrando en una espaciosa sala
rectangular de algo más de 20 metros
de longitud, por 6 o 7 de anchura. En el centro había
sido dispuesta una mesa baja, en
forma de « U » y de características muy parecidas a la que
había visto en la casa de Simón, «el
leproso».
Alrededor se hallaban trece divanes,
orientados casi perpendicularmente a la mesa. El que
ocupaba el centro, ola base de la
«U», era algo más alto que los demás. Deduje de inmediato
que aquél era el puesto destinado al
invitado de honor; es decir, a Jesús. Uno de los divanes -
muy similares a bancos de cuatro
patas, pero sin brazos ni respaldo alguno- era más bajo que
el resto. Se encontraba situado en
uno de los extremos de la mesa y, al verlo, deduje que el
anfitrión había tenido problemas para
conseguir tantas tumbonas.
1 La fiesta de la Pascua judía -también llamada hag ha-massot o «fiesta de los ácimos»- se celebraba anualmente el
15 de Nisán, correspondiendo con el
plenilunio o luna llena de la primavera. En aquel año 30, esta fecha -15 de
Nisán-
cayó en sábado, 8 de abril. El
cordero pascual se sacrificaba la víspera (14 de Nisán) y se comía en familia,
una vez
oscurecido; es decir, en esta
ocasión, el viernes, 7 de abril. El Galileo celebró, por tanto, la «última
cena» el 13 de
Nisán o jueves, 6 de abril. El mes de
Nisán era el primero del año judío, correspondiendo a nuestros marzo o abril. (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
189
A la izquierda del comedor (tomando
siempre como referencia la única puerta de entrada), y
pegados prácticamente al muro de
ladrillo -cuidadosamente reforzado a base de caliza- conté
tres lavabos de bronce, elevados
sobre el entarimado mediante sendos pies de madera. Todos
ellos, curiosamente, provistos de
ruedas. De esta forma, aquellos recipientes de unos cuarenta
centímetros de diámetro y de escasa
profundidad- podían ser trasladados cómodamente de una
parte a otra del aposento. Junto a
los lavabos, el
dueño de la casa había preparado
varías jarras con agua, así como algunas jofainas y lienzos
para el secado.
La escasa luz que penetraba por las
espigadas ventanas -casi «troneras»-, que se repartían
a lo largo de los muros, había
obligado ya a los sirvientes a encender las lámparas de aceite. En
una rápida exploración observé que
las seis o siete lucernas adosadas en las paredes, y a cosa
de metro y medio del suelo, no daban
una llama lo suficientemente grande como para iluminar
la estancia con amplitud. El defecto
había sido subsanado con un farol cuadrado, en cuyo
interior ardía otra carga de aceite,
con una triple mecha de cáñamo. Este refuerzo, plantado en
el interior de la «U» y sostenido a
poco más de un metro del piso por un pie de hierro forjado
bellamente trabajado, sí
proporcionaba a la mesa y a sus inmediaciones una generosa claridad.
A través de las paredes de vidrio
-sutilmente teñidas de color oro-, la luz del farol inundaba y
bañaba de amarillo los divanes
rojizos y el blanco e inmaculado mantel.
En uno de los extremos de la mesa (el
más distante al lugar donde se encontraban los
lavabos «rodantes»), la servidumbre
habla situado el pan, el vino, el agua y varios platos con
legumbres. Y sobre la mesa, en el
punto correspondiente a cada uno de los invitados, trece
platos de fina cerámica, decorados
con estrechas bandas rojas y blancas, posiblemente
trazadas a pincel por el artesano.
Junto a la vajilla, cuatro copas de cristal de Sidón por
comensal. La presencia de tan
numerosa cristalería me hizo suponer que Jesús pensaba
celebrar aquella cena, según el rito
pascual.
Y por toda decoración, la sala lucía
algunos tapices rojos, colgados estratégicamente en las
paredes. A la derecha de la puerta,
en el ángulo del cenáculo, la madre del joven Marcos había
puesto un discreto toque femenino, a
base de brillantes ramas de olivo y hojas de palma,
firmemente sujetas en un barreño con
tierra.
Tras aquella vertiginosa ojeada a la
estancia, comprendí que el lugar ideal para ocultar el
micrófono multidireccional era la
base del farol. Desde aquel punto, equidistante de casi todos
los discípulos, las voces podrían
llegar con nitidez hasta el sensible receptor. Pero, al volverme
hacia la puerta, la presencia del
servicial acompañante me hizo desistir de mis propósitos. Tenía
que quedarme solo, aunque fuera
únicamente durante un par de minutos...
De pronto advertí que aún tenía las
flores en mi mano izquierda y entregándoselas al
sirviente le rogué que buscara algún
jarrón. El buen hombre no entendía bien el griego y tuve
que expresarme por señas. Por fin
pareció comprenderme y se alejó, escaleras abajo, con el fin
de satisfacer mi súplica.
Sin perder un segundo me hice con el
micrófono, arrodillándome junto al farol. Por suerte, la
base era igualmente de hierro y el
dispositivo magnético se «pegó» de inmediato. Los flecos
que colgaban del fanal formaron un excelente
camuflaje. Retrocedí, saliendo del centro de la
mesa y, dirigiéndome rápidamente al
diván que presumiblemente debía ocupar el Galileo, me
recosté sobre él, accionando la
conexión auditiva con la nave. Eliseo respondió de inmediato.
Por espacio de varios segundos dirigí
mi voz -en diferentes niveles de intensidad- hacia el farol,
situado a poco más de tres metros de
la curvatura de la «U». Después repetí las pruebas de
sonido desde los dos extremos de la
mesa.
Eliseo verificó las recepciones,
anunciándome que el sonido llegaba «cinco por cinco»1.
Algo más sereno, me situé entonces en
el rincón donde María Marcos había dispuesto el
adorno floral. En mi opinión, aquél
era el único ángulo desde el que habría sido posible una
completa filmación de la escena.
Pero, al examinar la posición de la única lente capaz -en este
caso- de registrar los
acontecimientos, comprobé que existían dos obstáculos que dificultaban
la filmación: por un lado, las hojas
de palma ocupaban la mayor parte del campo visual. Por
otro, y aunque no se hubiera dado
aquel inconveniente, el lugar que tenía que ocupar el
Maestro quedaba oculto en parte por
el farol central.
1 Esta expresión es frecuentemente utilizada en el argot
aeronáutico para comunicar que se recibe el sonido de
forma nítida. (N. del t.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
190
Traté de tranquilizarme y, tomando de
nuevo la vara, escudriñé hasta el último rincón de la
sala. Pronto desistí. No había una
sola zona donde apoyar el cayado sin que levantase
sospechas y con garantías de una
filmación correcta.
Desalentado, me dirigí entonces hacia
el punto que había elegido en un principio, con el fin
de depositar la «vara de Moisés» por
detrás de las ramas y palmas. «Al menos -me dije a mí
mismo-, quedará constancia del lugar
y de algunos de los personajes.» Mi misión, en este caso,
era sencilla: bastaba con que dejara
pulsado el clavo que activaba el rodaje. Una vez concluida
la cena, y si no surgían
inconvenientes, todo era cuestión de subir nuevamente y recogerla.
Pero, cuando me faltaban unos pasos
para alcanzar el rincón, el sirviente se presentó en la
estancia, arruinando mis intenciones.
Traía en las manos un pequeño jarrón de barro y, en su
interior, mis flores.
Tuve que forzar una sonrisa. Después,
casi como un autómata, lo situé sobre la mesa, frente
al plato y a las copas asignados al
Nazareno.
Y profundamente contrariado, abandoné
aquel histórico lugar.
Me disponía ya a despedirme de la
familia Marcos cuando el bronco y áspero sonido de los
cuernos de carnero del Templo
anunciaron el final del día. Mi intención era ocultarme en las
proximidades de la casa y esperar la
llegada de Jesús y de sus hombres. De esta forma podría
controlarles y, sobre todo, estar al
tanto de los movimientos de Judas. Pero la hospitalaria
familia no me dejó partir. Elías me
rogó que aceptase un vaso de vino y que, si no alteraba mis
planes, permaneciese en su compañía
hasta el regreso del grupo a Getsemaní. El padre de
Marcos conocía la disposición del
rabí sobre la cena: nadie -excepto los trece- debería participar
en la comida pascual. Ni siquiera
habría sirvientes. Y aunque yo me apresuré a recordarle este
deseo del Maestro, el buen hombre
insistió en que no era necesario que yo estuviera presente
en el piso superior. Podía satisfacer
mi apetito y, de paso, resguardarme en la planta baja o en
el pequeño jardín contiguo a la
vivienda.
Reflexioné y acepté. Quizá aquél
fuera el emplazamiento ideal para mi misión. Después de
todo, desde el piso inferior e,
incluso desde el patio, era posible seguir los movimientos de
cuantos subieran o bajaran al
cenáculo. Aquella amable invitación me permitió, además,
averiguar otro dato curioso: el menú
de la «última cena».
De acuerdo con las costumbres judías,
esta comida se sustentaba en un plato único -el
cordero o cabrito-, aderezado y
acompañado con una serie de verduras, igualmente
obligatorias.
María Marcos había preparado varios
platos con lechuga, perifollos olorosos (con un suave
aroma parecido al anís), un cardo
llamado «eringe» o «eringio» y las imprescindibles yerbas
amargas. Todo ello, sin hervir ni
cocer, tal y como marcaba la ley.
Cuando le pregunté sobre la forma de
preparar el cordero, la matrona me condujo hasta el
jardín, mostrándome unas brasas de
madera de pino, perfectamente circunscritas en un hogar
a base de grandes cantos de río. Uno
de los sirvientes velaba para que la candela no se
extinguiera mientras otros dos se
ocupaban de un cordero que no pesaría más allá de los ocho
o diez kilos. Con una destreza
admirable, los sirvientes había cortado las extremidades y
extraído la totalidad de las
entrañas. Después, tanto éstas como las patas -todo ello
perfectamente desollado y purificado
a base de agua- fue introducido en el interior del cordero.
Uno de los hombres tomó varios brotes
de alhova, así como laurel y pimienta, rellenando con
ello los huecos. A continuación, el
vientre fue cerrado mediante largas y escogidas ramas de
romero, dispuestas alrededor de la
pieza.
El segundo sirviente introdujo
entonces un largo y sólido palo de granado por la boca del
cordero, atravesando todo el cuerpo y
haciéndolo aparecer por el ano.
Una vez dispuesto de esta guisa, los
extremos de la vara de granado fueron depositados
sobre sendas horquillas de hierro,
firmemente clavadas en la tierra. Y dio comienzo un lento y
meticuloso asado. Siguiendo un
antiguo ritual, antes de que los servidores situaran el cordero
sobre las brasas, el padre de familia
dirigió su mirada al cielo, comprobando que nos
hallábamos «entre dos luces», tal y
como específica el Éxodo
(12,6).
El banquete había sido redondeado con
puerros, guisantes, pan ácimo y, como postre,
nueces y almendras tostadas y una
pasta -sin levadura- a base de higos secos.
Con el fin de aliviar el sabor de las
obligadas yerbas amargas, la madre del pequeño Juan
Marcos tenía dispuesta una deliciosa
compota o mermelada -llamada «jarôset»-, preparada a
Caballo de Troya
J. J. Benítez
191
base de vino, vinagre y frutas
machacadas. El vino (los comensales debían beber, como
mínimo, cuatro copas previamente
mezcladas con agua) procedía del Monte de Simeón, de
gran prestigio en Israel.
A eso de las seis y media, el
benjamín de los Marcos irrumpió en la casa como una
exhalación. Jadeante y sudoroso
comunicó a su padre que el Maestro se acercaba ya a la
mansión...
Los nervios y la alegría de la
familia al recibir al Galileo y a sus hombres no tuvo límites. Y
durante varios minutos, la confusión
fue total. María Marcos subía y bajaba sin cesar, mientras
la servidumbre procedía a ultimar los
detalles de la cena.
Los discípulos -por consejo de Jesús-
fueron ascendiendo las escaleras, camino de la estancia
superior. Según pude apreciar, no
faltaba ninguno. Judas, encerrado en un mutismo total,
siguió a sus compañeros, mientras el
rabí departía con la familia. A juzgar por sus jocosos
comentarios sobre el cordero, su
humor seguía siendo excelente. Nada parecía perturbarle. Sin
embargo, y a partir de aquel momento,
yo debía mantenerme en alerta total. El Iscariote, al
fin, había averiguado el lugar donde
iba a celebrarse la misteriosa cena y sus pensamientos
sólo podían ocuparse ya de algo
básico para él y para los policías que esperaban, sin duda, su
información: salir de la casa de los
Marcos y acudir al Templo para poner en marcha la
operación de arresto del Nazareno.
Hacia las siete, Jesús se retiró,
dirigiéndose hacia el cenáculo. Su semblante seguía
reflejando una gran jovialidad.
A partir de ese instante me situé en
el quicio de la puerta que daba acceso al jardín,
montando guardia a escasos metros de
la escalera que conducía al primer piso.
Al poco, el servicial Juan Marcos
-por indicación de su padre- me trajo un pequeño taburete.
Me senté y él hizo otro tanto,
observándome en silencio. Apuré lentamente el plato de pescado
cocido que me había servido la señora
de la casa y, sin demasiadas esperanzas de éxito,
comencé a interrogar al muchacho.
Pero Juan, a pesar de su corta edad, poseía un profundo
sentido de la lealtad y, sobre todas
las cosas de este mundo, amaba a Jesús. Así que mis
preguntas fueron estrellándose, una
detrás de otra, contra el celoso silencio del jovencito.
Cuando, por último, me atreví a
exponerle mi teoría sobre su acuerdo secreto con el rabí, en
relación al hombre del cántaro de
agua y a los demás planes sobre la cena, Juan Marcos se
puso pálido. Y en un arranque, se
levantó, escapando hacia el fondo del jardín.
Sin querer, su actitud le había
delatado. Pero no quise forzar la situación.
A la hora, aproximadamente, de
iniciada la cena, Santiago y Judas de Alfeo -los gemelos-
aparecieron por las escaleras. Me
puse en pie. Pero, al verlos entrar en el patio y recoger la
bandeja de madera sobre la que había
sido dispuesto el cordero -previamente troceado-, me
tranquilicé. Tenían la mirada grave.
Y la curiosidad volvió a asaltarme. ¿Qué estaba sucediendo
allí arriba? ¿A qué se debía aquella
sombra de angustia en los rostros de los hermanos,
habitualmente risueños? La constante
presencia de la familia Marcos me impidió consultar al
módulo. Y opté por serenarme. Tiempo
habría de averiguarlo.
Juan Marcos, algo más calmado y
sonriente, recogió mi plato. Procuré mostrarme amistoso,
cambiando mi anterior tema de
conversación por otro más cálido. De esta forma -haciendo de
Jesús el centro de mis palabras-, el muchacho
olvidó sus recelos, demostrándome lo que yo ya
sabía; que su pasión por el Maestro
no tenía límites y que, si fuera preciso, «él sería el primero
en ofrecer su vida por el rabí»,
según dijo.
Conforme avanzaba la noche, sin poder
remediarlo, mi nerviosismo fue también en aumento.
Hasta que, finalmente, hacia las
nueve, vi bajar a Judas. Evidentemente, llevaba prisa. Y sin
mirarnos siquiera, abrió el portalón
de entrada, saliendo de la casa.
De un salto me situé en la puerta y
observé cómo se alejaba precipitadamente. Juan Marcos,
alarmado por mi súbita actitud,
preguntó si ocurría algo. Si mis suposiciones eran correctas, el
Iscariote se dirigía hacia el Templo.
Aquello significaba que yo perdería su pista de inmediato.
Era preciso actuar con rapidez e
inteligencia. Y, de pronto, fijándome en el muchacho, se me
ocurrió una solución.
-¿Conoces la casa de José, el de
Arimatea? -le pregunté, tratando de no alarmarle.
Juan Marcos asintió.
-Pues bien, corre hacía allí y dile a
José que acuda de inmediato al Templo. Es importante
que él o Ismael se reúnan con
Judas...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
192
Sin preguntar ni hacer el menor
comentario, el muchacho -que había captado mi
preocupación- salió calle abajo, en
dirección a la piscina de Sibé.
Por mi parte, procurando que el
Iscariote no advirtiera mi presencia, inicié una tenaz
persecución del traidor. A aquellas
horas de la noche, el número de transeúntes había decrecido
sensiblemente. A duras penas, ayudado
más por la luz de la luna que por los míseros y
mortecinos candiles de aceite de las
calles, pude seguir los presurosos andares del judío hasta
una casucha de una planta, en los
límites casi del barrio bajo con la ciudad alta. Allí, Judas
penetró en la casa, saliendo a los
pocos minutos en compañía de otro individuo. Y ambos se
dirigieron entonces hacia el muro
occidental del Templo.
Cuando alcancé el atrio de los
Gentiles, vi cómo el Iscariote y su acompañante se alejaban
por la solitaria explanada, camino de
las escalinatas que rodeaban el Santuario. Algunos de los
21 guardianes que montaban el
habitual servicio de vigilancia en torno al Templo les salieron al
paso. Dialogaron unos segundos y, de
inmediato, dos de los levitas les acompañaron al interior.
Obviamente, allí terminó mi trabajo.
Y confiando en que, bien el de Arimatea o Ismael, el
saduceo, supieran interpretar mi
mensaje, acudiendo lo antes posible al Templo para poder
espiar los movimientos de Judas, di
media vuelta, tratando de orientarme para retornar a la
casa de Marcos.
Preocupado por el asunto del
Iscariote no me percaté que entraba en una solitaria callejuela,
sin ningún tipo de iluminación. De
pronto, por mi izquierda surgió un bulto que se interpuso en
mi camino. Quedé paralizado por el
susto. La luna iluminó entonces a un individuo de baja
estatura y poblada barba que avanzó
lentamente hacia a mí. Un reflejo azulado en una de sus
manos me heló la sangre. Aquel
salteador se abalanzó sobre mí y, sin mediar palabra alguna,
me asestó un duro golpe en el
vientre. Pero la curvada daga se quebró por su base, cayendo
sobre los adoquines con un eco
metálico. La «piel de serpiente» me había librado de un serio
percance.
El individuo, desconcertado, miró la
hoja rota y soltando la empuñadura del arma, retrocedió
a trompicones, sin poder dar crédito
a lo que estaba ocurriendo. Segundos más tarde
desaparecía por el estrecho callejón,
aullando como un loco.
Por fortuna, el desgarro en la túnica
no era demasiado escandaloso. Y a toda prisa salí de la
zona.
Pocos minutos después de la diez
llamaba a la puerta de los Marcos. La posibilidad de que
Jesús y los once hubieran salido ya
del cenáculo me preocupaba. No quise alarmar a Eliseo,
dándole cuenta del penoso incidente
con el ladrón. Después de todo, me encontraba
perfectamente. Sí el asaltante, en
lugar de atacar, me hubiese exigido, por ejemplo, la bolsa
con el dinero, quizá la situación
hubiera sido radicalmente distinta. Mis posibilidades de defensa
eran casi nulas y lo más probable es
que aquel inoportuno bandolero se hubiera hecho con el
dinero de Caballo de Troya y, lo que
habría sido mucho más lamentable, con el pequeño
estuche que contenía las «lentillas
de visión infrarroja».
Al verme, Juan Marcos corrió a mi
encuentro. El Maestro y los suyos seguían aún en el piso
superior. Respiré aliviado. José, el
de Arimatea, había recibido mi recado y -según me explicó el
muchacho- salió al instante hacia el
Templo. Le di las gracias y, un poco a regañadientes,
obedeció a su madre, retirándose a
descansar. Pero su sueño no iba a ser muy prolongado...
Hacia las diez y media, poco más o
menos, escuché un himno. Elías me ofreció un vaso de
vino con miel y, señalando hacia el
lugar de donde procedía aquel cántico, me advirtió que
Jesús y los discípulos estaban a
punto de terminar.
La verdad es que nunca había
necesitado tanto una copa de vino como en aquellos
momentos. La apuré de un trago y,
efectivamente, a los pocos segundos -una vez finalizado el
himno religioso-, los apóstoles
empezaron a bajar. Jesús fue el último.
Los once, al menos en aquellos
instantes, se hallaban mucho más relajados que durante la
mañana. Se despidieron de la familia
y emprendimos el camino de regreso al campamento.
Mientras cruzábamos las solitarias
calles del barrio bajo, en dirección a la Puerta de la
Fuente, en la esquina sur de
Jerusalén, me las ingenié para descolgar a Andrés del resto del
grupo. Y un poco rezagados, me
interesé por el desarrollo de la cena. El jefe de los apóstoles
empezó diciéndome que, tanto él como
sus compañeros, estaban intrigados por la súbita
desaparición de Judas y, muy
especialmente, por el hecho de que no hubiera vuelto al
cenáculo. «Al principio, cuando le
vimos salir, todos pensamos que se dirigía al piso de abajo,
Caballo de Troya
J. J. Benítez
193
quizá en busca de alguno de los
víveres para la cena. Otros creyeron que el Maestro le había
encomendado algún encargo...»
Los pensamientos de los discípulos
eran correctos, ya que ninguno disponía de información
veraz sobre el complot. Por otra
parte, con la excepción de David Zebedeo -que no había
asistido al convite pascual-, ni
Andrés ni el resto sabía aún que el Iscariote había cesado como
administrador y que el dinero común
estaba desde esa misma tarde en poder del jefe de los
emisarios.
Y Andrés continuó con su relato, haciendo
hincapié en un hecho, acaecido nada más entrar
en el piso superior de la casa de los
Marcos, que -desde mi punto de vista- aclaraba
perfectamente por qué el Nazareno se
decidió a lavar los pies de sus discípulos. Los
evangelistas habían ofrecido una versión
acertada: Jesús llevó a cabo este gesto, poniendo de
manifiesto la honrosísima virtud de
la humildad. Sin embargo, ¿cuál había sido la «chispa» o la
causa final que obligó al Maestro a.
poner en marcha el citado lavatorio de los pies? ¿Es que
todo aquello se debía a una simple y
pura iniciativa de Jesús? Sí y no...
Al visitar la estancia donde iba a
celebrarse la cena pascual, yo había reparado en los
lavabos, jofainas y «toallas»,
dispuestos para las obligadas abluciones de pies y manos. La
costumbre judía señalaba que, antes
de sentarse a la mesa, los comensales debían ser aseados
por los sirvientes o por los propios
anfitriones. Esa, repito, era la tradición. Sin embargo, las
órdenes del Maestro habían sido
tajantes: no habría servidumbre en el piso superior. Y la
prueba es que -según pude comprobar-,
los gemelos descendieron en una ocasión con el fin de
recoger el cordero asado. Pues bien,
ahí surgió la polémica entre los doce...
-Cuando entramos en el cenáculo
-continuó Andrés-, todos nos dimos cuenta de la presencia
de las jofainas y del agua para el
lavado de los pies y manos. Pero, si el rabí había ordenado
que no hubiera sirvientes en la
estancia, ¿quién se encargaría del obligado lavatorio? Debo
confesarte humildemente que, tanto yo
como el resto, tuvimos los mismos pensamientos.
«Desde luego, yo no caería tan bajo
de prestarme a lavar los pies de los demás. Esa era una
misión de la servidumbre...»
»Y todos, en silencio, nos dedicamos
a disimular, evitando cualquier comentario sobre el
asunto del aseo.
»La atmósfera empezó a cargarse
peligrosamente y, para colmo, el enojoso asunto del aseo
personal se vio envenenado por otro
hecho que nos hizo estallar> enredándonos en una agria
polémica. El Maestro no terminaba de
subir y, mientras tanto, cada cual se dedicó a
inspeccionar los divanes. Saltaba a
la vista que el puesto de honor correspondía al diván más
alto -el situado en el centro- y
nuevamente caímos en la tentación: ¿Quién ocuparía los lugares
próximos a Jesús? Supongo que casi
todos volvimos a pensar lo mismo: «Será el Maestro quien
escoja a los discípulos predilectos.»
Y en esos pensamientos estábamos cuando,
inesperadamente, Judas se fue hacia
el asiento colocado a la izquierda del que había sido
reservado para el rabí, manifestando
su intención de acomodarse en él, «como invitado
preferido». Esta actitud por parte
del Iscariote nos sublevó a todos, produciéndose una
desagradable discusión. Pero Judas se
había instalado ya en el diván y Juan, en uno de sus
arranques, hizo otro tanto, apoderándose
del puesto de la derecha.
»Como podrás imaginar, la irritación
fue general. Pero las amenazas y protestas no sirvieron
de nada. Judas y Juan no estaban
dispuestos a ceder. Quizá el más enojado fue mi hermano
Simón. Se sentía herido y defraudado
por lo que llamó «orgullo indecente» de sus compañeros.
Y visiblemente alterado, dio una
vuelta a la mesa, eligiendo entonces el último puesto,
justamente, en el diván más bajo. A
partir de ese momento, el resto se fue instalando donde
buenamente pudo. Tú sabes que Pedro
es bueno y que ama intensamente al Maestro pero, en
esa ocasión, su debilidad fue grande.
Conozco a mi hermano y sé por qué hizo aquello...
-¿Por qué? -le animé a que se
sincerara conmigo.
Andrés necesitaba contárselo a
alguien y descargó sobre mí:
-Aturdido por los celos y por la
impertinente iniciativa de Judas y Juan, Simón no dudó en
acomodarse en el último rincón de la
mesa con una secreta esperanza: que, cuando entrase el
Maestro, le pidiera públicamente que
abandonara aquel diván, desplazando así a Judas o,
incluso, al joven Juan. De esta
forma, ocupando un lugar de honor, se honraría a sí mismo y
dejaría en evidencia a sus
«orgullosos» compañeros.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
194
»Cuando el rabí apareció bajo el
marco de la puerta, los doce nos hallábamos aún en plena
acometida dialéctica, recriminándonos
mutuamente lo sucedido. Al verle se hizo un brusco
silencio.
»Jesús permaneció unos instantes en
el umbral. Su rostro se había ido volviendo
paulatinamente serio. Evidentemente
había captado la situación. Pero, sin hacer comentario
alguno, se dirigió a su lugar, ante
la desolada mirada de mi hermano Pedro.
»Fueron uno minutos tensos. Sin
embargo, Jesús fue recobrando su habitual y característica
dulzura y todos nos sentimos un poco
más distendidos. Al poco, la conversación volvió a surgir,
aunque algunos de mis compañeros
siguieron empeñados en echarse en cara el incidente de la
elección de los divanes, así como la
aparente falta de consideración de la familia Marcos al no
haber previsto uno o varios
sirvientes que lavaran sus pies.
»Jesús desvió entonces su mirada
hacia los lavabos, comprobando que, en efecto, no habían
sido utilizados. Pero tampoco dijo
nada.
»Tadeo procedió a servir la primera
copa de vino, mientras el rabí escuchaba y observaba en
silencio.
»Como sabes, una vez apurada esta
primera copa, la tradición fija que los huéspedes deben
levantarse y lavar sus manos.
Nosotros sabíamos que el Maestro no era muy amante de estos
formulismos y aguardamos con
expectación.
»Y ante la sorpresa general, el rabí
se incorporó, caminando silenciosamente hacia las jarras
de agua. Nos miramos extrañados
cuando, sin más, se quitó la túnica, ciñéndose uno de los
lienzos alrededor de la cintura. Después,
cargando con una jofaina y el agua, dio la vuelta
completa a la mesa, llegando hasta el
puesto menos honorífico: el que ocupaba mi hermano. Y
arrodillándose con gran humildad y
mansedumbre, se dispuso a lavar los pies de Pedro. Al
verle, los doce nos levantamos como
un solo hombre. Y del estupor pasamos a la vergüenza.
Jesús había cargado con el trabajo de
un criado cualquiera, recriminándonos así nuestra mutua
falta de consideración y caridad.
Judas y Juan bajaron sus ojos, aparentemente más doloridos
que el resto...
-¿También Judas? -le interrumpí con
cierta incredulidad.
-Sí...
Andrés detuvo sus pasos y, mirándome
fijamente, preguntó a su vez:
-Jasón, tú sabes algo... ¿Qué sucede
con Judas?
Me encogí de hombros, tratando de
esquivar el problema. Pero el jefe de los apóstoles
insistió y -dado lo inminente del
prendimiento- le expuse que, efectivamente, yo también
dudaba de la lealtad del Iscariote.
Proseguimos y, al cruzar el Cedrón,
mi acompañante salió de su sombrío mutismo. Le
supliqué que continuara con su relato
y Andrés terminó por aceptar.
-Cuando Simón vio a Jesús arrodillado
ante él, su corazón se encendió de nuevo y protestó
enérgicamente. Como te he dicho, mi
hermano ama al Maestro por encima de todo y de todos.
Supongo que al verle así, como un
insignificante sirviente y dispuesto a hacer lo que ni él ni
nosotros habíamos aceptado,
comprendió su error y quiso disuadirle. Pero la decisión del rabí
era irrevocable y Pedro se dejó
hacer. Uno a uno, como te decía, Jesús fue lavando nuestros
pies. Después de las palabras de
Pedro, ninguno se atrevió a protestar. Y en un silencio
dramático, el Maestro fue rodeando la
mesa, hasta llegar al último de los comensales.
Después se vistió la túnica y retornó
a su puesto.
-¿Juan y Judas seguían a derecha e
izquierda del Maestro, respectivamente?
-Si, nadie se movió de sus asientos,
a excepción de Judas, que salió de la estancia poco
antes de que fuera servida la tercera
copa:
la de las bendiciones...
La proximidad del campamento me
obligó a suspender aquel esclarecedor relato. Sin
embargo, en mi mente se acumulaban
aún muchas interrogantes. ¿Cómo había sido la
revelación de Jesús a Juan sobre la
identidad del traidor? ¿Cómo era posible que el resto de los
apóstoles no lo hubiera oído?
Indudablemente, así era ya que ninguno estaba al tanto de los
manejos del Iscariote. Sólo había
sospechas... Era vital que buscase un hueco en las horas
siguientes para interrogar a Juan.
En esos momentos no me preocupaba
excesivamente el no conocer las extensas enseñanzas
del Maestro durante la cena. Eliseo
me había adelantado que la transmisión y grabación habían
sido impecables. A mi regreso al
módulo, en la mañana del domingo, iba a tener la oportunidad
Caballo de Troya
J. J. Benítez
195
de escucharlas en su totalidad. Y debo
señalar -por enésima vez- que la transcripción de tales
palabras por parte de los
evangelistas es sólo un pobre reflejo de lo que se habló aquella noche
del llamado «jueves santo». Cuando
uno conoce esas enseñanzas y mensajes en su totalidad se
da cuenta que las Iglesias, con el
paso de los siglos, han reducido el inmenso caudal espiritual
de aquella reunión con Jesús a casi
una única fórmula matemática1.
Hacia las once de la noche, cuando
entrábamos en el huerto, Andrés respondió a una última
cuestión que, aunque para él no
revestía interés, para mi, en cambio, resultó de suma
importancia.
A mi pregunta de si Jesús había
cenado abundantemente, el discípulo, visiblemente
extrañado, contestó que más bien
poco. Y añadió que, tal y como tenía por costumbre, el
Maestro tampoco probó el delicioso
asado de cordero.
Según esto, el Galileo sólo pudo
degustar algunas de las verduras y legumbres -incluyendo
las yerbas amargas-, así como algo de
pan ázimo, vino con agua y, presumiblemente, un poco
de postre. Este dato era de indudable
valor, sobre todo de cara a las posibles reacciones del
organismo del Nazareno en las
terribles y prolongadas horas que tenía por delante. A las
torturas, pérdida de sangre,
agotamiento y lacerante dolor habría que sumar también una
notable falta de recursos
energéticos, como consecuencia de una cena tan escasa y del
consiguiente y total ayuno, a partir
de las diez de la noche de ese jueves.
En la primera oportunidad que tuve,
transmití al módulo las características y volumen
aproximado de los alimentos que había
ingerido Jesús en la cena, así como los tiempos de
iniciación y remate de la misma.
(Según mis cálculos, la comida pascual propiamente dicha
pudo dar comienzo alrededor de las
ocho u ocho y media de la noche, concluyendo una hora y
media después, más o menos.)
El computador central de la «cuna» nos proporcionó la siguiente tabla de calorías -siempre
de una forma estimativa-, en base a
los alimentos mencionados y que constituyeron la dieta de
Jesús en aquella noche: teniendo en
cuenta que cada una de las cuatro copas de vino había
sido mezclada con agua, ello arrojaba
un total aproximado de 300 calorías2. En cuanto a los
puñados de nueces y almendras
-alimentos de máximo poder energético de cuantos había
ingerido el Maestro-, el ordenador
calculó el número de calorías entre 500 y 600. Considerando,
por último, que cada gramo de grasa
proporciona nueve calorías, la llamada «última cena» de
Jesús de Nazaret pudo significar un
total aproximado de 750 calorías. Un aporte energético -
teniendo en cuenta las
características físicas del gigante- más bien bajo. (El «metabolismo
basal» de Jesús -es decir, lo que su
cuerpo necesitaba diariamente para mantenerse con vida,
sin hacer ejercicio- fue igualmente
calculado por Santa Claus en 1728 calorías3. En
el caso de
que el Maestro desarrollase un mínimo
de actividad física -aminar, etc.- la cifra se elevaba ya a
3 000 o 3 500 calorías, como consumo
medio diario.)
Las mujeres y los cuarenta o
cincuenta discípulos que aguardaban en el campamento
recibieron al Maestro y a sus
apóstoles con gran alegría. Pero aquel entusiasmo no tardaría en
venirse abajo. La causa, una vez más,
fue Judas.
Al cerciorarse de que el Iscariote
tampoco había hecho acto de presencia en Getsemaní,
algunos de los hombres del Nazareno
empezaron a sospechar que la alusión del Maestro
durante la cena, sobre una inminente
traición, tenía mucho que ver con el desaparecido
administrador. David Zabedeo, al
escuchar el rumor, olvidó momentáneamente a sus
mensajeros, aproximándose a los
corrillos. Pero su actitud siguió siendo prudente. Escuchó a
unos y a otros sin revelar lo que
sabía.
1 El interesante contenido de las palabras y enseñanzas de
Jesús de Nazaret durante la última cena aparecerán en
un siguiente volumen, en el que se
relatan las vivencias del mayor norteamericano durante su segundo «gran viaje»
al
año 30. (N. de J. J. Benítez.)
2 El volumen de cada copa fue calculado en 200 centímetros
cúbicos, de los cuales, 100 correspondían a agua (un
litro de vino representa un aporte de
700 calorías, aproximadamente). (N. del m.)
3 "Metabolismo basal» de Jesús: 40 x 1,8 metros
cuadrados de superficie total x 24 horas: 1728 calorías (cuando
me refiero a «calorías» se
sobreentiende la expresión «kilocalorías»). (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
196
Simón, el Zelotes, más nervioso que
el resto, encabezó un grupo y acudiendo hasta Andrés,
comenzó a acosarle a preguntas. El
responsable del grupo, que en realidad carecía de
información, se limitó a contestar:
-No sé dónde está Judas... Pero temo
que nos haya abandonado.
El desaliento cundió rápidamente. Y
Pedro, el Zelotes, Tomás y Santiago, entre otros, se
reunieron en la tienda, con la
intención de examinar la situación y adoptar las medidas de
seguridad que creyeran oportunas.
En eso, el joven Marcos apareció en
el recinto. Se cubría con una sábana blanca y, al verme,
corrió a mi encuentro, rogándome que
no le delatara.
Cuando le pregunté por qué, me
confesó que se había escapado de su casa. Al oír cómo
Jesús y los once abandonaban la
mansión, se levantó del lecho, cubriéndose a toda prisa con lo
primero que encontró: el lienzo de
lino que le cobijaba. Y así había llegado hasta el
campamento. La fidelidad de aquel
muchacho por el Galileo me llenó de admiración.
Es muy posible que el Maestro se
diera cuenta enseguida del tenso ambiente que reinaba
entre sus hombres, y llamándoles, les
dijo:
-Amigos y hermanos. No me queda mucho
tiempo para estar entre vosotros. Desearía que
nos aisláramos con el fin de pedirle
a nuestro Padre Celestial la fuerza necesaria en esta hora y
seguir así la obra que, en su nombre,
debemos realizar.
Los discípulos y los griegos le
siguieron entonces ladera arriba, hasta una plataforma rocosa,
en plena cima del Olivete. Una vez
allí, pidió que nos arrodilláramos a su alrededor. Yo continué
de pie, al tiempo que filmaba aquella
impresionante escena. El gigante, bañado por la luz de la
luna, levantó los ojos hacia las
estrellas y con su voz de trueno exclamó:
-¡Padre, ha llegado mi hora!...
Glorifica a tu Hijo para que el Hijo pueda glorificarte. Sé que
me has dado plena autoridad sobre
todas las criaturas vivientes de mi reino y daré la vida
eterna a todos aquellos que, por la
fe, sean hijos de Dios. La vida eterna es que mis criaturas te
reconozcan como el único y verdadero
Dios y Padre de todos. Que crean en Aquel a quien has
enviado a este mundo. Padre, te he
exaltado en esta tierra y cumplido la obra que me
encomendaste. Casi he terminado mi
efusión sobre los hijos de nuestra propia creación.
Solamente me resta sacrificar mi vida
carnal.
»Ahora, Padre, glorifícame con la
gloria que tenía antes de que este mundo existiera y
recíbeme una vez más a tu derecha.
Jesús hizo una breve pausa, mientras
sus cabellos comenzaron a agitarse por una brisa cada
vez más intensa.
Te he puesto de manifiesto ante los
hombres que has escogido en el mundo y que me has
dado -prosiguió-. Son tuyos, como
toda la vida entre tus manos. He vivido con ellos
enseñándoles las normas de la vida, y
ellos han creído. Estos hombres saben que todo lo que
tengo proviene de ti y que la
encarnación de mi vida está destinada a dar a conocer a mi Padre
en el mundo. Les he revelado la
verdad que me has dado y ellos -mis amigos y mis
embajadores- han querido sinceramente
recibir tu palabra. Les he dicho que soy descendiente
tuyo, que me has enviado a esta
tierra y que estoy dispuesto a volver hacia ti... Padre, ruego
por todos estos hombres escogidos.
Ruego por ellos, no como lo haría por el mundo, sino como
hombres a los que he elegido para
representarme después que haya vuelto junto a ti. Estos
hombres son míos. Tú me los has dado.
»No puedo permanecer más tiempo en
este mundo. Voy a volver a la obra que m has
encargado. Es preciso que deje a
estos compañeros tras de mí para que nos representen y
representen nuestro reino entre los
hombres. Padre, preserva su fidelidad mientras me preparo
para abandonar esta vida encarnada.
Ayúdales a estar unidos en espíritu como tú y yo lo
estamos. Son mis amigos.
«Durante mi estancia entre ellos
podía velar y guiarles, pero ahora voy a partir. Padre,
permanece junto a ellos hasta que
podamos enviar un nuevo instructor que les consuele y
reconforte. Me has dado a doce
hombres y he guardado a todos menos a uno, que no ha
querido mantener su comunión con
nosotros. Estos hombres son débiles y frágiles, pero sé que
puedo contar con ellos. Los he
probado y sé que me quieren. Pese a que tengan que padecer
mucho por mi culpa, deseo que estén
ilusionados.
«El mundo puede odiarles como me ha
odiado a mí. Pero no pido que les retires del mundo;
solamente que les libres del mal que
existe en este mundo. Santifícales en la verdad. Tu
palabra es la verdad. Lo mismo que me
has enviado a este mundo, así voy a enviarles a ellos
Caballo de Troya
J. J. Benítez
197
por el mundo. Por ellos he vivido
entre los hombres y consagrado mi vida a tu servicio, con el
fin de inspirarles para que se
purifiquen en la verdad y en el amor que les he mostrado. Bien
sé, Padre mío, que no necesito
rogarte que veles por ellos después de mi marcha. Y también sé
que les amas tanto como yo. Hago esto
para que comprendan mejor que el Padre ama a los
mortales lo mismo que el Hijo.
»Deseo demostrar fervientemente a mis
hermanos terrestres la gloria que disfrutaba a tu
lado antes de la creación de este
mundo que se conoce tan poco...
»¡Oh, Padre justo!, pero yo te
conozco y te he dado a conocer a estos creyentes, que
divulgarán tu nombre a otras
generaciones.
»De momento les prometo que estarás
cerca de ellos en el mundo, de la misma manera que
has estado conmigo.
Y levantando sus largos brazos hacia
el cielo, concluyó:
Yo soy el pan de la vida... Yo soy el
agua viva... Yo soy la luz del mundo... Yo soy el deseo
de todas las edades... Yo soy la
puerta abierta a la salvación eterna... Yo soy la realidad de la
vida sin fin... Yo soy el buen
pastor... Yo soy el sendero de la perfección infinita... Yo soy la
resurrección y la vida... Yo soy el
secreto de la vida eterna... Yo soy el camino, la verdad y la
vida... Yo soy el Padre infinito de
mis hijos limitados... Yo soy la verdadera cepa y vosotros, los
sarmientos... Yo soy la esperanza de
todos aquellos que conocen la verdad viviente... Yo soy el
puente vivo que une un mundo con
otro... Yo soy la unión viva entre el tiempo y la eternidad...
Tras unos minutos de silencio, el
Galileo pidió a sus hombres que se alzaran y -uno por uno-
fue abrazándoles. Cuando llegó hasta
mi, sus ojos se hallaban arrasados por las lágrimas.
Poco después, el grupo regresó al
campamento.
David Zebedeo y Juan Marcos se
aproximaron a Jesús y trataron inútilmente de convencerle
para que se alejara de Jerusalén. A
partir de aquellos instantes -casi medianoche-, el habitual
buen humor del rabí desapareció. Y
con palabras entrecortadas por una profunda emoción, el
Maestro rogó a sus discípulos que se
retirasen a dormir. A regañadientes, los apóstoles fueron
acomodándose en la tienda y en sus
lugares habituales de descanso. Pero antes, y mientras el
Nazareno pedía a Juan, a Santiago y a
Pedro que «permanecieran un poco más con él», Simón
el Zelotes se dirigió con gran sigilo
hacia uno de los laterales de la tienda de los hombres,
abriendo un gran fardo. ¡Eran
espadas!
Los ocho apóstoles restantes
acudieron a la llamada del Zelotes y se enfundaron las armas.
Todos menos uno: Bartolomé. Este,
rechazando el equipo de combate, exclamó:
-Hermanos míos, el Maestro nos ha
dicho muchas veces que su reino no es de este mundo y
que sus discípulos no deben combatir
con la espada para establecerlo. A mi juicio, creo y pienso
que el Maestro no precisa que
empleemos las armas para defenderlo. Todos hemos sido
testigos de su poder y sabemos que
puede defenderse de sus enemigos si lo desea. Si no
quiere resistir es porque esta línea
de conducta representa su intento por cumplir la voluntad
de su Padre. Por mi parte rezaré,
pero no sacaré mi espada.
Al escuchar a Bartolomé, Andrés
devolvió su espada. Si no me equivocaba, en total eran
nueve los apóstoles que ceñían un
arma en aquellos momentos. Todos menos Bartolomé,
Andrés y Juan (aunque de este último
no estaba muy seguro).
Por fin, francamente agotados, los
apóstoles y discípulos se retiraron, estableciendo un
riguroso turno de vigilancia,
consistente en dos hombres armados a las puertas del
campamento. Por lo que pude deducir,
el grupo estaba persuadido de que la detención del
Maestro por parte de los jefes de los
sacerdotes no se llevaría a cabo hasta la mañana
siguiente. Y se durmieron con la
intención de levantarse muy de mañana, dispuestos a lo peor.
Juan, Pedro y Santiago se habían
sentado en torno a la hoguera y esperaban a Jesús. Este
había llamado a David Zebedeo,
pidiéndole el mensajero más veloz. Al poco regresó con un tal
Jacobo, que había desempeñado la
función de «correo» nocturno entre Jerusalén y Beth-Saida.
Y el Nazareno le dijo:
-Vete enseguida a casa de Abner, en
Filadelfia, y dile lo siguiente: el Maestro te envía sus
deseos de paz. Dile también que ha
llegado la hora en que seré entregado a mis enemigos y
que seré muerto...
El emisario palideció, pero Jesús
prosiguió sin inmutarse:
Dile igualmente que resucitaré de
entre los muertos y que me apareceré a él antes de
regresar junto a mi Padre. Entonces
le daré instrucciones sobre el momento en que el nuevo
instructor vendrá a morar en vuestros
corazones.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
198
David y yo nos miramos. Jesús rogó
entonces a Jacobo que repitiera el mensaje y, una vez
satisfecho, le despidió con estas
palabras:
-No temas. Esta noche, un mensajero
invisible correrá a tu lado.
Mientras el Zebedeo ultimaba la
partida del «correo», Jesús se dirigió a los griegos que
acampaban junto a la cuba de piedra
de la almazara y se despidió de ellos.
Yo permanecí sentado muy cerca de
Pedro, Juan y Santiago. Los apóstoles, a pesar de sus
esfuerzos, comenzaron a bajar los
párpados y a dar algunas cabezadas. El Maestro regresó
hasta la fogata y, cuando se disponía
a alejarse con sus íntimos hacia el interior del olivar,
David le retuvo unos instantes. Con
la voz trémula y los ojos húmedos acertó al fin a decirle:
-Maestro, he tenido una gran
satisfacción al trabajar para ti. Mis hermanos son tus
apóstoles, pero me alegro de haberte
servido en las cosas más pequeñas. Lamentaré de todo
corazón tu partida...
Las lágrimas terminaron por rodar por
sus curtidas mejillas. Y el Galileo, sin poder contener
su amor hacia aquel hombre prudente y
eficaz, le tomó por los hombros, diciéndole:
-David, hijo mío, los otros han hecho
lo que les ordené. Pero, en tu caso, ha sido tu propio
corazón el que ha respondido y
servido con devoción. Tú también vendrás un día a servir a mi
lado en el reino eterno.
Y antes de separarse definitivamente
del Maestro, David le confesó que había dado órdenes
para que su madre y su familia se
trasladasen a Jerusalén. Jesús no pareció muy sorprendido.
-Un mensajero me ha comunicado
-concluyó- que esta misma noche han llegado a Jericó y
que mañana temprano estarán aquí.
El Nazareno le miró y respondió:
-David, que así sea.
Y uniéndose a los tres apóstoles, que
esperaban al pie del olivar, se perdió en la oscuridad
de la noche.
La gran tragedia estaba a punto de
comenzar...
7 DE ABRIL, VIERNES
Un silencio extraño había caído sobre
el campamento. Yo sabía que aquélla no iba a ser una
noche como las anteriores pero, a
pesar de ello, noté en el ambiente una especie de pesada
turbulencia. Como si miles de
fantasmas -quizá esos «mensajeros invisibles» a los que se había
referido Jesús- planeasen sobre las
copas de los olivos, agitando, incluso, las menguadas
lenguas de fuego frente a las que yo
permanecía. Y un escalofrío agitó mi espalda.
El campamento dormía cuando, al filo
de las doce de la noche, y una vez que Jesús y sus
tres discípulos se. perdieron entre
las hileras del olivar, me levanté, advirtiendo a Eliseo que me
dirigía al extremo norte del huerto.
Con una rápida mirada recorrí las tiendas, la almazara y los
cuerpos dormidos de los griegos y,
una vez seguro de que todo se hallaba en calma, encaminé
mis pasos hacia el muro que bordeaba
el huerto por la cara Este y que yo había explorado ya
en mi primera visita a la finca de
Getsemaní. Antes de desaparecer monte arriba, David
Zebedeo me había anunciado que, de
mutuo acuerdo con Juan Marcos, llevarían a cabo una
vigilancia extra. El, en las
proximidades de la cima del Olivete -cubriendo así el flanco oriental
del campamento- y el muchacho, en el
sendero que serpenteaba junto a la puerta de entrada al
huerto y que moría en el puente sobre
el barranco del Cedrón. De esta forma, si la policía del
Templo intentaba asaltar el refugio
del Nazareno -bien por el camino más corto: el del Cedrón o
por la cumbre del Olivete-, Marcos o
el Zebedeo podrían dar la alerta, respectivamente. Pero
los acontecimientos iban a
desarrollarse de otra forma...
Lentamente, procurando ocultarme
entre la masa de árboles, fui avanzando hacia la gruta,
sin perder contacto en ningún momento
con el parapeto de piedra. De acuerdo con las
consignas de Caballo de Troya, mi
observación de la llamada por los cristianos «la oración del
huerto» debía efectuarse sin que los
protagonistas de la misma tuvieran conocimiento o
sospecha de mi presencia. Para ello
debía saber con precisión en qué lugar permanecerían los
tres apóstoles y dónde pensaba orar
el Maestro. Si Jesús, como suponía, elegía las
Caballo de Troya
J. J. Benítez
199
proximidades de la cueva, mi
escondite sería precisamente aquella pared que cercaba la
propiedad de Simón, «el leproso».
Elíseo llevaba razón. Tal y como me
había advertido horas antes, la fuerte perturbación en
los altos niveles de la atmósfera -al
este de Palestina- empezaba a notarse sobre Jerusalén. Un
viento cada vez más insistente y
bochornoso agitaba los árboles, silbando como un lúgubre
presagio por entre las tortuosas
ramas y raíces de los olivos. El cañafístula que crecía junto a la
caverna castañeteaba cada vez con más
fuerza, ayudándome a orientarme.
Al alcanzar el fondo del huerto
descubrí enseguida la figura del Galileo, en pie y con la
cabeza baja, casi clavada sobre el
pecho. Se encontraba, en efecto, a cuatro o cinco metros de
la entrada de la gruta, en mitad del
reducido calvero existente entre el olivar y la peña. A los
pies del Maestro se extendía una de
aquellas costras de caliza, blanqueada por la luna llena.
Sin perder un minuto salté al otro
lado del muro y, arrastrándome sobre la maleza, rodeé la
caverna, apostándome a espaldas del
corpulento cañafístula. Desde allí -perfectamente oculto-,
pude seguir, paso a paso, todos los
movimientos y palabras de Jesús de Nazaret.
La claridad derramada por la luna me
permitía ver la figura del Maestro con comodidad. Sin
embargo, necesité acostumbrar mis
ojos a la oscuridad que dominaba la masa de los olivos
para descubrir, al fin, las siluetas
de Pedro, Juan y Santiago. Los discípulos se habían sentado
en tierra, acomodándose con sus
mantos entre los últimos árboles, a poco más de una
treintena de pasos del punto donde
permanecía el Nazareno. Desde aquella distancia, y a pesar
de mis esfuerzos, no pude confirmar
si se hallaban dormidos o no. A los quince o treinta
minutos, deduje que, al menos dos
ellos, debían haber caído en un profundo sueño, a juzgar
por sus posturas -totalmente echados
sobre el suelo- y por los inconfundibles ronquidos de
Pedro. Un tercero, sin embargo,
aparecía reclinado contra el tronco de uno de los olivos,
aunque no podría jurar que estuviese
dormido.
De pronto, cuando me encontraba
atareado preparando la «vara de Moisés», un crujido de
ramas me sobresaltó. Me volví y, a
cosa de diez o quince metros, mis ojos quedaron fijos en un
bulto blanco que se deslizaba entre
las jaras, aproximándose. Tomé el cayado en actitud
defensiva y, con las rodillas en
tierra, me dispuse a rechazar el ataque de lo que, en un primer
momento, identifiqué como un extraño
animal. Pero, cuando aquella «cosa» estaba casi al
alcance de mi vara, se detuvo. ¡Era
el joven Juan Marcos!
Respiré profundamente haciéndole una
señal para que continuara agachado. El muchacho
llegó hasta mí, explicándome al oído
que había abandonado su guardia porque quería estar
cerca del Maestro. No me atreví a
sugerirle que regresara al camino pero, dadas las
circunstancias, le pedí que se
mantuviera conmigo y en el más absoluto silencio. Al ver a Jesús
en actitud orante, Marcos lo
comprendió y me hizo un gesto de aprobación. A partir de esos
momentos, y aunque procuré no perder
de vista al impetuoso adolescente, mi atención quedó
absorbida ya por el gigante de
Galilea.
Y en ello estaba cuando, súbitamente,
Eliseo -con gran excitación- abrió la conexión auditiva,
informándome de algo que me dejó
atónito ¡El radar del módulo estaba recibiendo información
de un objeto que «volaba» sobre la
zona!
-Pero, ¡no es posible! -le contesté,
metiendo prácticamente la cabeza entre mis rodillas, de
forma que el muchacho no pudiera
oírme.
Jasón, te juro que he maniobrado la
antena y la pantalla de aproximación del radar1 está
codificando un eco metálico. Ahí
arriba, a unos 6 000 pies, se está moviendo algo... ¡Sí!, ahora
lo veo mejor... Se encuentra en
360-30 millas...2 ¡Dios santo! ¡Se ha parado!...
Levanté los ojos hacia el firmamento
y en la dirección que había transmitido Eliseo, pero no
observé nada anormal. La fuerte
luminosidad de la Luna, cada vez más alta, dificultaba la visión
de la estrellas.
1 Caballo de Troya, gracias a un espléndido servicio de la
Inteligencia norteamericana, había obtenido a finales de
1972 los planos del radar «Gun Dish»,
que sería utilizado meses después por los egipcios en la guerra del «Yom
Kippur» (octubre de 1973), y cuya
frecuencia era de unos 16GHz. Es decir, 16000 Mc/s. Este complejo radar había
sido
dispuesto a bordo del módulo.
2 La situación del «objeto» era de 360 grados (al Norte) y a
30 millas de distancia del punto donde se hallaba
posado el módulo. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
200
Mi compañero en la «cuna», tan
confundido y perplejo como yo, permaneció con los cinco
sentidos sobre aquel insólito
«visitante». Pero el objeto se había inmovilizado y así
permanecería durante un buen rato.
Aún no me había recuperado de la
sorpresa producida por la aproximación de aquel
misterioso objeto volante cuando vi
cómo Jesús se desplomaba, clavando sus rodillas en tierra.
El golpe seco contra el suelo hizo
estremecer a Juan Marcos. Ni el muchacho ni yo habíamos
visto jamás al Galileo con un
semblante tan pálido y abatido.
Durante varios minutos, permaneció
con la barbilla enterrada entre los pliegues del manto
que cubría sus hombros y pecho.
Aquella profunda inclinación de su cabeza no me dejaba ver
con claridad su rostro, aunque casi
estoy seguro que mantenía los ojos cerrados.
Sus brazos, inmóviles y derrotados a
lo largo del cuerpo, acentuaban aún más aquel
repentino decaimiento.
Después, muy lentamente, fue elevando
la cabeza, hasta dejar sus ojos fijos en el cielo. El
viento había empezado a enredar sus
cabellos. Y levantando los brazos por encima del rostro,
exclamó con voz apagada y suplicante:
« Abbá!»... « ¡Abbá!»
Quedé desconcertado. Aquella palabra
aramea -que yo había escuchado en más de una
ocasión, cuando los niños se dirigían
a sus padre- venía a significar «papá». Era el familiar y
conocido apelativo cariñoso que, por
cierto, los judíos no empleaban jamás cuando se dirigían a
Dios. ¿Por qué lo utilizaba Jesús?
Sus ojos me impresionaron igualmente:
aquel brillo habitual se había difuminado. Ahora
aparecían hundidos y sombreados por
una tristeza que, de no haber conocido el probado
temple de aquel Hombre, hubiera
jurado que se hallaba muy cerca del miedo.
-¡Abbá! -murmuró de nuevo-. He venido
a este mundo para cumplir tu voluntad y así lo he
hecho... Sé que ha llegado la hora de
sacrificar mi vida carnal... No lo rehuyo, pero desearía
saber si es tu voluntad que beba esta
copa...
Sus palabras retumbaron en el huerto
como un timbal fúnebre. No podía dar crédito a lo que
estaba oyendo: ¿Es que Jesús estaba
atemorizado?
-... Dame la seguridad -prosiguió- de
que con mi muerte te satisfago como lo he hecho en
vida.
Sus manos, abiertas, tensas e
implorantes, fueron descendiendo poco a poco. Pero su rostro
-tenuemente iluminado por la Luna- no
se movió. Y sin saber por qué, yo también miré hacia la
legión de estrellas y luceros,
esperando que se produjera alguna señal.
En ese instante, y como si Eliseo
hubiera leído mis pensamientos, abrió la conexión,
gritándome:
-¡Jasón, Jasón!... Se mueve otra vez.
Ese objeto se está desplazando... ¡No puedo creerlo!...
Ha cambiado el rumbo: ahora está
siguiendo el radial 2401... ¡Jasón, viene hacia aquí!... ¿Me
oyes, Jasón?
-Te escucho «5 x 5» -le respondí como
pude-. Pero, ¿no será algún meteoro?
Eliseo casi me manda al infierno por
aquella pregunta, evidentemente estúpida.
-Esa «cosa», Jasón, ha hecho
estacionario2 durante más de veinte minutos... Ahora se
mueve muy despacio.
Si aquel inexplicable objeto se
hallaba aún a unas 30 millas de nuestra posición, era ridículo
que siguiera escudriñando el espacio.
Traté, pues, de calmar a mi hermano en el módulo,
rogándole que me mantuviera
puntualmente informado de las evoluciones del eco en el radar.
Mientras tanto, el Maestro se había
levantado y, dando media vuelta, caminó hacia los
discípulos. Dada la distancia no pude
registrar sus palabras, pero sí observé cómo se inclinaba
sobre sus hombres, tocándoles con la
mano izquierda. Los dos que yacían se despertaron y vi
cómo se incorporaban parcialmente.
Al poco, Jesús retornó hasta el
calvero. Los tres apóstoles le observaron durante breves
minutos, terminando por recostarse
nuevamente.
1 El objeto, que había seguido una trayectoria Norte,
empezaba a desplazarse en dirección Oeste-Suroeste.
Justamente hacia el área de
Jerusalén.
2 Es decir, había permanecido estático o inmóvil. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
201
Conforme fue aproximándose aprecié
algo extraño. El gigante se tambaleaba. Sus pasos
eran indecisos, como si estuviera a
punto de desplomarse
Nada más llegar junto a la laja de
piedra, cayó de bruces. Por un momento pensé que se
había desmayado. Parte de su cuerpo
había quedado sobre la plancha rocosa, boca abajo e
inmóvil. Juan Marcos se incorporó,
dispuesto a socorrerle. Pero, sujetándole por el brazo, le
hice ver que no era conveniente
molestarle. Supongo que si el Galileo no llega a moverse, el
fogoso Marcos no habría seguido mis
consejos y hubiera saltado en auxilio de su Maestro. Pero
Jesús estaba plenamente consciente y
el joven se tranquilizó.
Como si una fuerza invisible hubiera
descargado sobre él un fardo de cien kilos, así fue
incorporándose el Maestro. Muy
lentamente, siempre con la cabeza hundida, el Galileo terminó
por sentarse sobre sus talones. Y así
permaneció un buen rato, de rodillas, en un angustioso
silencio y sin levantar el rostro.
Inconscientemente, Juan Marcos y yo cruzamos una mirada.
¿Qué estaba pasando? ¿A qué se debía
aquel súbito hundimiento?
Jesús levantó el rostro hacia las
estrellas y, gimiendo, llamó de nuevo a su Padre. Sus
pómulos y nariz aparecían afilados.
La expresión de su rostro me impresionó. Había una mezcla
de angustia y pavor. Sus labios,
entreabiertos, comenzaron a temblar y, casi inmediatamente,
todo su cuerpo empezó a estremecerse.
Eran convulsiones cortas. Muy rápidas y casi
imperceptibles. Como si un viento
helado estuviera azotando cada una de sus células.
El Nazareno cruzó sus brazos sobre el
tórax, haciendo fuerza con sus manos sobre los
costados, como tratando de dominar
aquellas convulsiones.
Y, de pronto, su frente, cuello y
sienes se humedecieron con un sudor frío. Los
estremecimientos se hicieron entonces
más intensos y continuados y Jesús se dobló
materialmente por su cintura, tocando
la superficie de piedra con la frente.
-¡Abbá!... ¡Abbá!...
Aquélla fue la única palabra que
acertó a pronunciar. Pero, más que una llamada, era un
grito contenido de angustia y terror.
Ahora estoy seguro que, en aquellos
duros y cruciales momentos, el Galileo debió
experimentar una punzante e
indescriptible sensación de soledad, de aflicción y quizá, ¿por qué
no?, de miedo ante lo que ¡e
reservaba el destino.
Su cuerpo siguió tiritando y, de
pronto, en un arranque, el Maestro se echó atrás, elevando
sus manos y rostro.
Al verle quedé petrificado...
Toda su cara, frente, cuello así como
las palmas de las manos, habían enrojecido. La fina
película inicial de sudor se había
convertido en sangre... Juan Marcos ocultó el rostro entre sus
manos.
Desde el cuero cabelludo, unas
gruesas gotas sanguinolentas fueron resbalando sobre
aquella extravasación, deslizándose
por los ángulos internos de los ojos y rodando después por
las mejillas, hasta perderse en el
bigote y la barba. Algunos goterones permanecían segundos
en las comisuras de la boca,
convirtiéndose después en hilos de sangre que caían
aparatosamente sobre los haces
musculares del cuello.
En uno de aquellos temblores, Jesús
inclinó un poco su cabeza y la luna arrancó varios
destellos de su pelo. La sangre había
inundado también sus cabellos.
Medio hipnotizado por aquella súbita
reacción del organismo de Jesús, casi olvidé utilizar la
«vara de Moisés».
Y, precipitadamente, la situé de
forma que pudiera filmar la escena y, al mismo tiempo, iniciar
una exploración de la piel y de
algunos de los órganos internos de Jesús, mediante el rastreo
ultrasónico. (Como ya comenté
anteriormente, el «cayado» encerraba, entre otros dispositivos,
un equipo miniaturizado, capaz de
emitir este tipo de ondas mecánicas o ultrasonidos. La
«cabeza emisora» dispuesta en la
parte superior de la vara -a 1,70 metros de la base- había
sido acondicionada para captar las
ondas reflejadas, ampliándolas proporcionalmente y
acumulando la información en la
memoria de titanio del computador nuclear. Una vez en el
módulo, los ultrasonidos -previamente
codificados- podían ser convertidos en imágenes,
analizando los órganos y las reacciones
fisiológicas del Maestro, tratando así de encontrar
explicaciones1.
1 ) Dado que no podíamos tocar a Jesús, Caballo de Troya
situó en el interior de la «vara de Moisés» un complejo
entramado de equipos miniaturizados,
destinados a explorar el cuerpo del Maestro, tanto en el singular fenómeno del
sudor sanguinolento del huerto de
Getsemaní como en la flagelación y en las largas horas de la crucifixión. Estos
Caballo de Troya
J. J. Benítez
202
El orificio común de salida y
proyección de estos delicados sistemas había sido igualmente
camuflado con una banda de pintura
negra. Y en el filo de dicha banda, Caballo de Troya había
dispuesto otros dos clavos de cabeza
de cobre. Al pulsar cada uno de ellos quedaba activado
automáticamente el mecanismo
correspondiente: bien el de ultrasonidos o el de «teletermografía
». Con el fin de orientar con
precisión cada uno de estos flujos, la misión me había
dotado de unas lentes de contacto a
las que llamábamos «crótalos»1 Estas «lentillas»
especiales -del tipo duro- fueron
fabricadas con un producto de una calidad muy superior al que
normalmente utilizan los laboratorios
de óptica y que, dado su carácter secreto, no puedo
revelar2. Lo
ideal, por supuesto, hubiera sido el uso de unas gafas de «visión nocturna»,
con las
que poder seguir la trayectoria del
láser infrarrojo, así como los cambios de colores en el cuerpo
del Nazareno3,
capaces de permitir una aceptable circulación de la lágrima en el ojo y una
excelente oxigenación de la córnea,
el general Curtiss me había advertido encarecidamente que
no abusase de las mismas, limitando
su uso a períodos máximos de 30 o 40 minutos4.
Y rápidamente pulsé el clavo que
accionaba la emisión de ultrasonidos5.
sistemas -que iré detallando
paulatinamente- consistían fundamentalmente en un equipo de «tele-termografía»
y en el
ya referido de ultrasonidos.
Este último fue seleccionado por los
expertos de Caballo de Troya por su naturaleza inofensiva y por sus
características, que les hacían
idóneo para la exploración, y posterior conversión en imágenes, de órganos
internos tan
importantes como páncreas, vejiga,
hígado y abdomen en general, así como en el control del torrente sanguíneo a
través de las grandes arterias y
vasos intermedios, corazón, ojos y tejidos blandos en general. Caballo de
Troya, en
base al llamado «efecto
piezoeléctrico», descrito ya por los hermanos Curie y según el cual la
compresión de la
superficie de un cristal de cuarzo
crea en él una corriente (ultrasonidos), dispuso en la cabeza emisora una placa
de
cristal piezoeléctrico, formada por
titanato de bario. Un generador de alta frecuencia alimentaba dicha placa,
produciendo así las ondas
ultrasónicas (en una frecuencia que oscilaba entre los 16000 y los 1010 Herz). Estos
ultrasonidos -con una velocidad de
propagación en el cuerpo humano de 1000 a 1600 metros por segundo, con
excepción de los huesos- permiten,
como digo, una excelente exploración y posterior visualización de los órganos
deseados, lográndose, incluso, la
captación del sonido cardiaco y del flujo sanguíneo, a través de un sistema de
adaptación denominado «efecto
Doppler». Con intensidades que oscilan entre los 2,5 y los 2,8 miliwatios por
centímetro cuadrado y con frecuencias
aproximadas a los 2,25 megaciclos, el dispositivo de ultrasonidos transforma
las
ondas iniciales en otras audibles,
mediante una compleja red de amplificadores, controles de sensibilidad,
moduladores
y filtros de bandas.
Con el fin de solventar el arduo
problema del aire -enemigo vital de los ultrasonidos- y ya que las mediciones y
rastreos sólo podían efectuarse a una
cierta distancia de Jesús, los especialistas del proyecto idearon un
revolucionario
sistema, capaz de «encarcelar» y
guiar los citados ultrasonidos a través de un finísimo «cilindro» de luz láser
de baja
energía, cuyo flujo de electrones
libres quedaba «congelado» en el mismísimo instante de su emisión. El
procedimiento
para «congelar» el láser, dando lugar
a lo que podríamos calificar como «luz sólida» -cuyas aplicaciones en el futuro
serán inimaginables- no me está
permitido desvelar. Por supuesto, al conservar una longitud de onda superior a
8000
armstrong (0,8 micras), el «tubo»
láser seguía disfrutando de la propiedad esencial del infrarrojo, con lo que
sólo podía
ser visto mediante las lentes
especiales de contacto que me había suministrado Caballo de Troya. De esta
forma, las
ondas ultrasónicas podían deslizarse
por el interior de la «tubería» formada por la «luz sólida o coherente»,
pudiendo
ser lanzadas a distancias que oscilaban
entre los cinco y veinticinco metros. (N. del m.)
1 Precisamente por su relativa semejanza con las fosas
«infrarrojas» de estas serpientes, que les permiten la caza
de sus presas a través de las
emisiones de radiación infrarroja de los cuerpos de las víctimas.
2 Generalmente, las lentes de contacto, del tipo duro, se
basan en un producto llamado polimetil-metacrilato
(PMMA) que constituye en realidad la
base fundamental de la «lentilla».
3 Como es sabido, cualquier cuerpo cuya temperatura sea
superior al cero absoluto (menos 273 grados
centígrados), emite energía IR o
infrarroja. Esta emisión de rayos infrarrojos -invisibles para el ojo humano-
está
provocada por las oscilaciones
atómicas en el interior de las moléculas y, en consecuencia, se halla estrechamente
ligada a la temperatura de cada
cuerpo. Pues bien, el ojo del hombre, como está demostrado, sólo ve una pequeña
parcela del espectro electromagnético
de la luz: la que se extiende desde los 400 a los 700 nanómetros. Por encima de
esta última aparecen las gamas del
infrarrojo. Pero, mediante el uso de «gafas» especiales, adecuadas a la emisión
del
infrarrojo, el hombre puede «ver»
también en esa frecuencia. (A su vez, esta región del infrarrojo está
subdividida en
infrarrojo próximo, medio, lejano y
extremo.) Los sensores IR o infrarrojos de las serpientes americanas -crótalos-
están formados precisamente por una
membrana dotada de abundantes terminaciones nerviosas, que le permiten
detectar variaciones de temperatura
del orden de una milésima de grado. (N. del m.)
4 Aunque resultaba remota, la posibilidad de tropezar con
una fuente energética natural de gran intensidad (caso de
haber mirado al sol), podría haber
provocado graves lesiones en mis ojos. Y aunque nada de esto sucediera, el
contacto
directo de la córnea con las
«crótalos» no hacia aconsejable un uso excesivo.
5 En el caso de los ultrasonidos, la cabeza de cobre -de
color blanco- podía adoptar dos posiciones perfectamente
diferenciadas: la primera, para
activar el lanzamiento de ondas con una frecuencia de 3,5 MHZ (suficiente para
explorar
órganos internos) y la segunda, de
7,5 a 10 MHZ (para el rastreo de superficie y tejidos blandos). (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
203
El espectáculo que se ofreció a mis
ojos (aunque en realidad debería decir «a mi cerebro»)
fue casi dantesco: el rostro, cuello
y manos de Jesús se volvieron de un color azul verdoso,
consecuencia del descenso de su temperatura
corporal en dichas zonas (probablemente por el
efecto refrigerante del sudor y de la
sangre que manaban por sus poros).
La túnica emitía un blanco mucho más
intenso, mientras el manto lucía una tonalidad más
oscura, casi negra. El follaje verde
del olivar estalló en un rojo indescriptible...
Al pulsar la cabeza del clavo a su
segunda posición -la más profunda-, de la parte superior
de la « vara de Moisés » surgió un
finísimo rayo de luz rojiza: era el láser infrarrojo. Y sin
perder un segundo lo dirigí hacia el
rostro, cuello, cabellos y manos del Nazareno. Por
supuesto, ni Juan Marcos ni nadie que
hubiera podido presenciar aquella escena habría visto ni
oído nada. Como ya dije, el láser
trabajaba en la frecuencia del infrarrojo y, por tanto,
resultaba invisible al ojo humano.
Después de un minucioso recorrido
sobre las áreas ensangrentadas, cambié la frecuencia de
los ultrasonidos (haciendo retornar
el clavo a su primera posición), centrando el haz de luz en
la parte superior del vientre del
rabí. De esta forma, explorando el páncreas, quizá
obtuviésemos una explicación
satisfactoria sobre el origen de aquel sudor en forma de sangre.
(Cuando, a nuestro regreso de este
primer «gran viaje», Caballo de Troya pudo analizar el
cúmulo de imágenes obtenidas por
estos procedimientos, los especialistas en bioquímica y
hematología llegaron a varias e
interesantes conclusiones. Aquel sudor sanguinolento o
«hematohidrosis» había sido provocado
por un agudo stress. El Nazareno -tal y como yo había
podido apreciar- se vio sometido a un
profundo decaimiento, motivado, a su vez, por una
explosiva mezcla de angustia,
soledad, tristeza y, quizá, temor ante las durísimas pruebas que
le aguardaban. Esta violenta tensión
emocional, según los especialistas, había conducido a la
liberación de determinados
«elementos» existentes en el páncreas1, que forzaron la ruptura de
los capilares, encharcando las
glándulas sudoríparas. Una vez rotos los poros subcutáneos, la
sangre fluyó al exterior, mezclada
con el sudor.
El fenómeno -tan aparatoso como raro-
es, sin embargo, perfectamente posible desde el
punto de vista médico. El evangelista
Lucas, en este caso, sí había acertado. (Pierre Benoit
cuenta en una de sus obras cómo en
1914, un soldado que estaba a punto de ser conducido
ante un pelotón alemán de
fusilamiento, sudó sangre, como consecuencia del pavor insuperable
que le produjo aquella angustiosa
situación.)
Y aunque esta expulsión sanguinolenta
o extravasación -que no hemorragia- en el Hijo del
Hombre no representó una pérdida
importante de sangre, los informes de Caballo de Troya sí
estimaron en cambio que dejó la piel
de Jesús en un alarmante estado de fragilidad. Esta
circunstancia resultaría
determinante, de cara a la «carnicería», más que suplicio, a que sería
sometido pocas horas después. Me
refiero, naturalmente, al castigo de los azotes. Aquella
ruptura generalizada de la red de
capilares o finísimos vasos por los que circula la sangre bajo
la piel convertiría la flagelación en
un trágico baño de sangre...
Una de mis preocupaciones en aquellos
primeros momentos del fuerte stress sufrido en el
huerto fue el seguimiento del ritmo
cardíaco y arterial de Jesús. Al dirigir los ultrasonidos sobre
el corazón, el «efecto Doppler»
arrojó un ritmo de 135 pulsaciones por minuto. En cuanto a la
tensión arterial, la cifra se había
elevado a 210 de máxima. (El ritmo cardíaco normal del
Nazareno fue calculado en 60 latidos
por minuto y su tensión arterial media en 130 máxima y
80 mínima. Aquello significaba,
evidentemente, una profunda alteración orgánica. Los
especialistas de Caballo de Troya
estimaron asimismo que la descarga previa de adrenalina en
el torrente sanguíneo de aquel Hombre
-a la vista de la resistencia arterial periférica- pudo ser
del orden de 10 microgramos por kilo
y minuto.)
Poco a poco, al cabo de diez o quince
minutos, conforme el rabí fue serenando su espíritu, el
ritmo cardíaco y arterial fueron
recobrando la normalidad. Sin embargo, aquella dura prueba -
en opinión de los expertos en
nutrición- significó, además, el total agotamiento de las 750
calorías suministradas al organismo
en la reciente cena. El stress debió suponer un consumo de
1 Aunque en un principio se pensó que quizá la
«hematohidrosis» había sido provocada por un exceso de histamina,
liberada por el sistema nervioso como
consecuencia de la gran tensión emocional, y lanzada al torrente sanguíneo,
quebrando así los capilares, las
investigaciones sobre el páncreas inclinaron a los expertos hacia la hipótesis
de la
llamada fibrinolisis, consistente en
la activación patológica de un mecanismo normal. Un súbito aumento de plasmina
(lisoquinasas) pudo originar un
derramamiento generalizado en sangre, diluyendo el «cemento endotelial», que
daría
como resultado el paso de la sangre
al exterior. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
204
calorías sensiblemente superior a esa
cantidad por lo que el Nazareno, en opinión de los
médicos de Caballo de Troya, tuvo que
empezar a tirar de sus reservas naturales posiblemente
a partir de la una o las dos de la
madrugada de este viernes. (Con aquel aporte energético, y
suponiendo que Jesús se hubiera
retirado a descansar inmediatamente, el organismo hubiera
podido aguantar hasta las ocho de la
mañana, aproximadamente. Pero, con la crisis iniciada en
el huerto de Getsemaní, los
especialistas, como digo, estimaron que el organismo del Hijo del
Hombre tuvo que iniciar una
«lipolisis» o disolución de la grasa del tejido adiposo, con el único
fin de suministrar ácido graso y
sobrevivir. Las reservas de glucógeno o azúcar concentrada se
agotarían en cuestión de horas, y la
naturaleza del Galileo no tendría otra alternativa que
«echar mano», repito, de sus grasas.)
La situación del Maestro, desde un
punto de vista puramente médico, empezaba a ser
delicada.
A los quince o veinte minutos de
iniciado aquel primer «chequeo» -a base de ultrasonidos-,
desconecté el láser, deshaciéndome de
las «crótalos». Juan Marcos seguía con el rostro oculto
por las manos, negándose a mirar a su
Maestro. Pasé mi brazo por sus hombros y acaricié su
cabeza. Poco a poco, fue descubriendo
su cara. Estaba llorando.
En el calvero, el Galileo había ido
bajando sus manos. Las convulsiones habían cesado y
también el flujo de sangre. Algunos
de los chorreones, más caudalosos que el resto de los
reguerillos, habían coagulado ya. Muy
pronto, si el Maestro no tenía la precaución de lavarse, la
sangre seca convertiría su hermoso
rostro en una máscara... Jesús levantó de nuevo los ojos
hacia el firmamento y, con una voz
algo más serena, repitió prácticamente su primera oración:
-Padre..., muy bien sé que es posible
evitar esta copa. Todo es posible para ti... Pero he
venido para cumplir tu voluntad y, no
obstante ser tan amarga, la beberé si es tu deseo...
Entre esta segunda oración (no sé si
debería calificarla así) y la primera, observé un notable
cambio, tanto en el estado emocional
del Maestro como en su postura frente a los ya
inminentes acontecimientos. Mientras
en sus primeras palabras flotaba la duda, en esta
ocasión, el Galileo parecía haber
superado parte de su inquietud, mostrándose definitivamente
decidido a asumir su suerte. Es
posible que este cambio mental fuera responsable, en buena
medida, de su progresiva
tranquilización. Pero todo esto, naturalmente, sólo son apreciaciones
muy subjetivas.
El caso es que, enfrascado en mis
primeras verificaciones médicas y pendiente de las
palabras de Jesús, casi me había
olvidado de Eliseo y de la aproximación de aquel enigmático
objeto. Pero mi compañero no tardó en
recordármelo:
-¡Atención, Jasón...! Esa «cosa»
abandona el estacionario y se mueve de nuevo... ¡Por todos
los...!
La transmisión de mi compañero se
interrumpió breves segundos. Al fin, Eliseo -muy
alterado- continuó:
-...¡Ha caído como un cubo...!
¡Jasón, ese chisme ha descendido a nivel 30 en un segundo!1
¡No puede ser...! Si continúa bajando
lo perderé... ¡No! De momento se mantiene... Pero se
dirige hacia nosotros...
Pegando materialmente mis labios al
tronco del cañafístula le pregunté:
-Entendí 30...
-Afirmativo -respondió Eliseo-. Es
30... Y sigue aproximándose en radial 1002...
El radar
estima su posición en 10 millas. Si
no varía el rumbo pronto lo tendrás a la vista...
Pero, por más que miré no logré
distinguirlo. Fue entonces, al levantar la vista hacia las
estrellas cuando caí en la cuenta de
otro extraño fenómeno: el ramaje del corpulento árbol tras
el que me ocultaba había quedado
súbitamente inmóvil. El viento había cesado. Tampoco
aprecié movimiento alguno en las
copas de los olivos ni en la maleza que nos rodeaba. Los
cabellos de Jesús se hallaban
igualmente en reposo.
Un tanto alarmado interrogué a Eliseo
sobre la velocidad y dirección del viento...
-A 40000 pies, 120 grados 503 -respondió mi hermano-. Pero, espera... ¡A nivel 10 ha
desaparecido...! No lo entiendo...
1 Nivel 30: 3000 pies (unos mil metros).
2 Radial 100: el objeto se aproximaba con rumbo 100 grados
(aproximadamente, dirección Este-Sureste).
Caballo de Troya
J. J. Benítez
205
De pronto, por mi izquierda
(aproximadamente con rumbo Este), distinguí un punto de luz
que se desplazaba por encima de la
cumbre del Olivete. Venía derecho hacia nuestra posición y
con una trayectoria que, en
principio, me pareció totalmente horizontal al suelo.
Atónito y medio tartamudeando
presioné mi oído derecho:
-¡Eliseo...! ¡Lo estoy viendo...!
¡Hacia las nueve de mi posición!1... Trae rumbo Este... Pero,
por todos los diablos, ¿qué es eso?
La respuesta del módulo serviría para
confirmar que no era víctima de una alucinación...
-Afirmativo -exclamó Eliseo, tan
desconcertado como yo-. La pantalla de altura sigue
detectándolo a nivel 10... ¡Ahora
acaba de sobrevolar la «cuna»!... Lo tengo «colimado»2...
¿Velocidad? ¡Es increíble!: no llega
a las 60 millas por hora... Pero, ¿qué pasa?
La comunicación volvió a
interrumpirse. Fueron segundos eternos...
Entretanto aquella «luz» había
alcanzado nuestra vertical. ¡Y se detuvo!
¡Jasón! -apareció al fin mi
compañero-. Jasón, ¿me recibes?
-Afirmativo -me apresuré a
responderle-. Y lo tenemos sobre nuestras cabezas...
-Jasón, algo está ocurriendo en el
radar. ¡Esa «cosa» está «blocándome»3... ¿ Se aprecia
descenso de nivel?
-Negativo -contesté sin perder de
vista la «luz»-. Parece que sigue en estacionario.
Apenas si había terminado de
transmitir estas palabras a Eliseo cuando, en décimas de
segundo, la «luz» efectuó una «caída»
libre, inmovilizándose quizá a cincuenta o cien metros
sobre el calvero. Todo fue tan
vertiginoso que no tuve tiempo de nada. Quedé paralizado. Y,
como yo, Juan Marcos y -supongo- todo
cuanto se hallaba en derredor nuestro. Yo seguía
absolutamente consciente: veía y
escuchaba, pero no acertaba a mover mis músculos. Mi
aparato locomotor no obedecía los
impulsos de mi cerebro y de mi voluntad. Era inútil que
tratase de forzarlos. La proximidad
de aquella «luz» circular, de un blanco superior al de la
soldadura autógena y potentísima, nos
había inmovilizado. Durante los segundos que duró
aquello, sí pude oír la voz de mi
compañero en el módulo que -sumamente preocupado- no
hacía otra cosa que llamarme... Pero,
como digo, a pesar de mis esfuerzos, no podía articular
palabra alguna.
Casi al mismo tiempo que aquella masa
luminosa -de más de cincuenta metros de diámetro-
hacía estacionario sobre el lugar,
una especie de «cilindro» luminoso partió del centro del
«disco», iluminando a Jesús, las
lastras de piedra y el terreno, en un radio aproximado de cinco
o seis metros. El Maestro, con la
cara levantada, no parecía alarmado. Y siguió de rodillas...
Mi confusión no tenía límites. ¿Cómo
era posible que el Nazareno no se sintiera tan aturdido
y atemorizado como yo?
Aquel miedo que me había invadido era
compartido plenamente por mi joven compañero, a
juzgar por la postura en que había
quedado. El fulminante descenso de la «luz» le había hecho
llevar sus brazos sobre la cabeza, en
un movimiento reflejo de protección. Y así seguía, con el
cuerpo encogido y el rostro apuntando
hacia la silenciosa masa luminosa...
No acierto a entender cómo llegó
hasta allí, pero, casi en el instante mismo que el «cilindro»
de luz blanca tocó el calvero, una
figura humana -eso me pareció al menos- surgió sobre la laja
de piedra, aproximándose
inmediatamente al rabí. Estaba de espaldas a mí y, por supuesto, a
pesar de la cegadora luz que inundaba
la zona, su estructura física tenía que ser sólida y
consistente. Una prueba de ello es
que, al llegar a la altura del Maestro, lo ocultó con su
cuerpo.
El pavor, posiblemente, agudizó aún
más los escasos sentidos que seguía controlando. Y
toda mi atención quedó polarizada en
la figura de aquel ser. Era muy alto. Mucho más que
Jesús. Posiblemente alcanzase los dos
metros y pico. No vestía como nosotros. Al contrario, su
3 A esa altura, el viento llevaba dirección 120 grados
(Sureste) y unos 50 nudos de velocidad (alrededor de 100
kilómetros por hora) (N. del m.)
1 En el argot aeronáutico, a la izquierda del observador,
tomando siempre las 12 horas de un reloj como el punto
frontal de observación. A las «tres»
sería, por ejemplo, a la derecha.
2 Colimado»: Eliseo habla localizado y centrado el objeto en
su panel de instrumentos.
3 El radar del módulo estaba siendo «silenciado» o
inutilizado por otra posible emisión de radar o por alguna
interferencia electrónica procedente
del objeto. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
206
indumentaria me recordó la de los
pilotos de combate de la USAF, aunque con un buzo mucho
más ajustado y de un brillo
intensamente metalizado. (Aunque esta sensación bien podría
haber estado mediatizada por la aguda
claridad reinante.)
El «mono» parecía de una sola pieza,
con un cinto relativamente ancho y de la misma
tonalidad -similar a la del aluminio-
que el resto del traje. Los pantalones (eso me llamó mucho
la atención) se hallaban recogidos en
el interior de unas botas de media caña y de un color
dorado. En cuanto a su cabeza, sólo
pude ver la zona occipital y la nuca. Tenía un cabello
blanco, lacio y abundante, que caía
hasta los hombros. Indudablemente se trataba de un
individuo musculoso y ancho de
hombros.
Aunque el silencio reinante era
total, no alcancé a oír palabra alguna. Ignoro si hubo
conversación. Lo único que pude
percibir fue el movimiento del brazo derecho de aquel ser,
dirigido hacia Jesús que,
presumiblemente, debía continuar de rodillas...
De no haber sido por Eliseo, tampoco
hubiera ido capaz de contabilizar el tiempo
transcurrido. Según mi compañero,
aquel «lapsus» -en el que la conexión auditiva con el
módulo quedó «en blanco»- duró entre
cuatro y cinco minutos, aproximadamente.
Al cabo de este «tiempo», la figura
de aquel ser y el «cilindro» luminoso se extinguieron
instantáneamente. Y he dicho bien:
¡instantáneamente! No hubo -o, al menos, yo no pude
apreciarlo- elevación de aquel ser
hacia el disco luminoso. Y tampoco lo vi alejarse o
desaparecer por el olivar...
Sencillamente, no tengo explicación. Acto seguido, la «luz»
experimentó unos suaves balanceos,
elevándose en vertical con una aceleración que me dio
vértigo. En un abrir y cerrar de ojos
(suponiendo que hubiera podido realizar dicho pestañeo),
el objeto se convirtió en un punto
insignificante, perdiéndose en el infinito. Casi al momento,
tanto Juan Marcos como yo recuperamos
nuestra movilidad. Y el viento volvió a soplar con
fuerza entre las ramas de los
árboles, mientras las cabras encerradas en la gruta balaban
lastimeramente.
-… ¡Jasón...! ¿Me recibes...?
¡Jasón!, ¡por Dios!, ¡contesta...! La voz de Eliseo seguía
repicando en mi oído.
Inspiré con todas mis fuerzas,
tratando de calmar mis nervios.
-A-fir-ma-ti-vo. . .- le respondí con
lo poco que me quedaba de voz.
-¡Roger...! ¡Al fin...! Jasón, ¿estás
bien...? ¿Qué ha pasado...?
Como pude tranquilicé a mi compañero,
indicándole que procuraría explicárselo más
adelante. La verdad es que mi
confusión había aumentado. Por un instante pensé que todo
había sido una pesadilla. Pero no. Al
dirigir la vista hacia el Maestro mi perplejidad aumentó: ¡la
película sanguinolenta y los
reguerillos que cubrían su faz, cuello y manos habían desaparecido!
Su semblante, todavía pálido y
demacrado, no presentaba, sin embargo, señal alguna del
reciente fenómeno de
«hematohidrosis». Era imposible que Jesús hubiera tenido tiempo de
acudir hasta algunos de los
recipientes del campamento que contenían agua y proceder al
lavado de su cara, cuello y manos.
Además, aceptando este supuesto, yo le habría visto
alejarse y, por supuesto, regresar
junto a la roca. Por el contrario, estoy seguro -absolutamente
seguro- que el Maestro no había
abandonado en ningún momento su postura: arrodillado sobre
el calvero.
Juan Marcos, incomprensiblemente,
seguía agazapado detrás del muro de piedra, como si
nada hubiera ocurrido. Más adelante,
cuando le interrogué sobre lo sucedido aquella noche en
el huerto, el muchacho respondió
afirmativamente:
«Sí -me dijo sin darle excesiva
importancia y como si hubiera sido testigo de otros sucesos
similares-, el Padre hizo descender
un ángel... Claro que lo vi...»
El Galileo, mucho más sereno, levantó
nuevamente su vista hacia los cielos y sonrió.
Después, con paso firme, se
incorporó, dirigiéndose hacia el filo del olivar. No sé cómo pero la
súbita presencia de aquel «ángel»,
«astronauta», «fantasma», o lo que fuera, había influido
decisivamente en el ánimo del Hijo
del Hombre. La expresión del evangelista- «y el ángel le
reconfortó»- no podía ser más
apropiada.
El Nazareno debió encontrar a sus
discípulos nuevamente dormidos. Y tras gesticular con
ellos, volvió sobre sus pasos,
arrodillándose por tercera vez al borde de la piedra. Era
asombroso. Ninguno de los discípulos
parecía haberse dado cuenta de lo ocurrido.
Probablemente, se hallaban dormidos.
Una vez allí, ya con su habitual tono
de voz, el Maestro habló así, siempre con la mirada fija
en lo alto:
Caballo de Troya
J. J. Benítez
207
-Padre, ves a mis apóstoles
dormidos... Extiende sobre ellos tu misericordia. En verdad, el
espíritu está presto, pero la carne
es débil...
Jesús guardó silencio e inclinó su
cabeza, cerrando los ojos. Después, a los pocos segundos,
dirigió su rostro nuevamente a los
cielos, exclamando:
-Y ahora, Padre mío, si esta copa no
se puede apartar... la beberé. Que se haga tu voluntad
y no la mía...
Debían ser casi la una de la
madrugada de aquel viernes, 7 de abril, cuando el gigante -
después de permanecer unos minutos en
total recogimiento-- se alzó por última vez, acudiendo
al punto donde sus tres íntimos, por
enésima vez, habían caído bajo un profundo sueño.
Pero, en esta ocasión, el Galileo no
retornó al calvero. Despertó a sus hombres y, poco
después, los cuatro se internaban en
el olivar, perdiéndose de vista.
He meditado mucho sobre aquellas
extrañas palabras de Jesús. ¿Qué pudo querer decir
cuando habló de «apartar la copa»?
¿Se refería a la posibilidad de evitar los suplicios y su
propia muerte? Durante algún tiempo
así lo creí. Pero, después de ser testigo de su horrenda
Pasión y de su increíble
comportamiento, otra interpretación -más sutil si cabe- ha venido a
sustituir a mi anterior hipótesis.
Ahora he empezado a intuir la gran «tragedia» del Maestro en
aquellos críticos momentos de la
llamada «oración del huerto». No fue el miedo lo que
posiblemente provocó su honda
angustia y el posterior sudor sanguinolento. El sabía lo que le
reservaba el destino y, como demostró
sobradamente, se enfrentó al dolor abierta y
valientemente. Pero, de la ruano de
esas torturas, el Galileo sabía que llegarían también las
humillaciones. Tuvo que ser la
«contemplación» de esas ya inminentes vejaciones por parte de
las criaturas que Él mismo había
creado lo que, quizá, le sumió en un agudo estado de
postración. Sí realmente era el Hijo
de Dios, la simple observación -y mucho más el
padecimiento- de la barbarie y
primitivismo de «sus hombres» para con Él mismo tenía que
resultar insoportable. Salvando las distancias,
imagino el brutal sufrimiento moral que podría
significar para un padre el ver cómo
sus hijos le abofetean, insultan, hieren e injurian...
Juan Marcos y yo nos apresuramos a
salvar el muro que nos separaba del calvero donde
había tenido lugar la triple oración
del huerto y, con idéntica prudencia, penetramos en el
olivar, siguiendo los pasos de Jesús
y sus hombres. Conforme nos acercábamos a la explanada
del campamento, un pensamiento -quizá
tan absurdo como inoportuno- seguía martilleando en
mi cerebro. No podía borrar de mi
mente las imágenes de aquel ser de más de dos metros y del
objeto porque «aquello» tenía que ser
un vehículo tripulado- que había sido capaz de desafiar
tan elocuentemente las leyes de la
gravedad. ¿Qué clase de artefacto era aquél? ¿Qué
tecnología podía soslayar semejantes
aceleraciones y deceleraciones?1. Y, sobre todo, ¿qué
relación guardaba todo aquello con
Jesús y con la Divinidad?
Hubiera dado diez años de mi vida por
haber registrado la conversación entre el Maestro y
aquel misterioso ser y maldije mi
mala estrella, que no me permitió contemplar los rostros de
ambos personajes e interpretar al
menos lo ocurrido entre los dos. Desde entonces, una afilada
incertidumbre anida en mi corazón:
¿podía ser aquél un ángel? Si realmente era así, ¡qué lejos
están los teólogos de la verdad...!
Cuando, al fin, nos asomamos al
campamento, todo seguía más o menos igual. Los
discípulos del Maestro, profundamente
dormidos, permanecían ajenos a cuanto acababa de
suceder a pocos metros de las carpas.
Y digo que todo seguía más o menos igual porque,
coincidiendo con nuestro retorno, dos
de los agentes secretos de David Zebedeo entraban
también en el huerto. Jadeantes y
excitados preguntaron por su «jefe». Fue Juan Marcos quien
les señaló el lugar donde montaba
guardia.
El Maestro, entre tanto, había
aconsejado a Pedro, Juan y Santiago que se retiraran a
dormir. Pero los apóstoles,
suficientemente despejados quizá con los cortos pero profundos
sueños que habían disfrutado en las
proximidades de la gruta, y cada vez más nerviosos ante la
súbita llegada de los mensajeros, se
resistieron. El fogoso Pedro, sin poder resistir la tentación,
1 Como miembro de las Fuerzas Aéreas sé hasta dónde llega
hoy la resistencia humana frente a la gravedad.
Algunos astronautas, y con trajes muy
especiales, han soportado hasta 11 «g« (el valor normal de la «aceleración de
la
gravedad» es decir, de una «g»- es de
9,80665 metros por segundo cada segundo). Y según mi estimación, aquel
objeto practicó una «caída» y un posterior
«despegue« que debió someter a los posibles «pilotos» a 20 o 30 «g». (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
208
interrogó a uno de los agentes del
Zebedeo. Y el hombre, acorralado por las preguntas de
Simón, terminó por declararle que una
partida de sicarios del Sanedrín y una escolta romana se
dirigían hacia allí. Pedro retrocedió
con el rostro descompuesto. Y, cuando intentó dirigirse a las
tiendas, con ánimo de despertar a sus
compañeros, Jesús se interpuso en su camino,
ordenándole que guardara silencio. La
recomendación del Galileo fue tan rotunda que los
discípulos, desconcertados, quedaron
clavados en el suelo.
Los griegos, que acampaban al aire
libre, fueron despertados también por la precipitada
irrupción de los agentes del Zebedeo
y no tardaron en rodear a Jesús y a los tres apóstoles,
interrogándoles. Pero el Maestro, que
había recobrado su habitual calma, les rogó que se
tranquilizaran y que volvieran junto
al molino de aceite. Fue inútil. Ninguno de los presentes se
movió de donde estaba.
El Nazareno comprendió al instante la
actitud de sus hombres y, sin mediar palabra, se alejó
del grupo, abandonando el campamento
a grandes zancadas.
Durante algunos segundos, los griegos
y los apóstoles dudaron. Y una vez más fue el joven
Juan Marcos quien tomó la iniciativa.
En un santiamén escapó del huerto, perdiéndose colina
abajo.
Aquella inesperada reacción de Jesús,
saliendo de la finca de Getsemaní, me desconcertó.
Según los evangelios canónicos,
fuente informativa primordial, el llamado prendimiento debería
llevarse a cabo en el referido
huerto. Sin embargo, el Nazareno acababa de abandonarlo... Sin
pensarlo dos veces seguí los pasos
del muchacho, sin preocuparme de los tres apóstoles y de
los griegos, que permanecían
inmóviles en mitad del campamento.
Tanto Jesús como Juan Marcos habían
tomado el conocido camino que discurría por la falda
occidental del Olivete y que me había
llevado en varias ocasiones hasta el puentecillo sobre la
depresión del entonces seco torrente
del Cedrón.
En ese momento, y justamente al otro
lado del puente, me llamó la atención el movimiento
de un nutrido grupo de antorchas. Al
observar más detenidamente comprobé que se dirigía
hacia este lado del monte. Aquellos
debían ser los hombres armados de los que había hablado
el mensajero del Zebedeo.
Desconcertado, continué bajando por la vereda hasta que, en uno
de los recodos del camino, vi a
Marcos -mejor debería decir que sólo distinguí su lienzo blanco-
refugiándose a toda prisa en una pequeña
barraca de madera que se levantaba al pie mismo
del sendero. Me detuve sin saber qué
hacer. Pero mis sorpresas en aquella madrugada del
viernes no habían hecho más que
empezar.
Junto a la mencionada casamata
distinguí otra cuba -similar a la construida a la entrada del
campamento de Getsemaní- que debía
formar parte de uno de los lagares de aceite que tanto
abundaban en el monte de las
Aceitunas. El Maestro se había sentado sobre el murete de
piedra de la prensa, a unos dos pasos
de la pista y de cara a la dirección que traía el cada vez
más cercano y oscilante enjambre de
luces amarillentas.
En un primer momento pensé en
ocultarme también en la barraca. Pero deseché la idea.
Ignoraba absolutamente el curso que
podían tomar los acontecimientos y preferí mantenerme
en un lugar más abierto. A ambos
lados del sendero se extendían sendas plantaciones de
olivos. Aquél podía ser un buen
observatorio. Y rápidamente abandoné la pista, internándome
en el oscuro olivar situado a la
izquierda del camino. Elegí uno de los árboles más gruesos,
trepando a lo alto y camuflándome
entre su ramaje. Desde allí, Jesús quedaba a poco más de
cinco o seis metros. Pero, de pronto,
me vi asaltado por una duda que casi me hizo descender
del olivo: ¿Y si el Galileo regresaba
al campamento? En ese caso no tendría más remedio que
arriesgarme y seguir a la tropa...
Si no me equivocaba, la distancia
recorrida por Jesús desde la puerta de entrada al huerto
de Simón, «el leproso», hasta aquella
curva del serpenteante camino de herradura, había sido
de unos cien o ciento cincuenta
pasos. Y al verle allí, tan extrañamente sereno, empecé a
comprender. No hacía falta ser muy
despierto para suponer que su rápido alejamiento de la
zona donde permanecían sus hombres
sólo podía estar motivado por el deseo de que su
encuentro con Judas y la policía del
Sanedrín no afectase a los discípulos. El sabia que muchos
de los discípulos y de los griegos
disponían dé armas y probablemente quiso evitar el más que
seguro riesgo de un choque armado. Si
la memoria no me fallaba, en el campamento debía
haber en aquellos momentos alrededor
de sesenta hombres. Habría sido suficiente que
cualquiera de ellos -Pedro o Simón,
el Zelotes, por ejemplo- hubieran sacado sus espadas para
provocar un sangriento combate. Si la
versión del agente secreto de Zebedeo era correcta, a
Caballo de Troya
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209
los levitas del Templo había que
añadir la patrulla romana. Y esto, indudablemente, complicaba
las cosas. Los legionarios de la
Fortaleza Antonia no se distinguían precisamente por sus dulces
modales... Yo había sido testigo de
su ferocidad en el apaleamiento de un compañero. ¿Qué
podía esperarse entonces de aquellos
aguerridos infantes, en el caso de que se llegara a un
enfrentamiento? Lo más probable es
que muchos de los discípulos del Maestro habrían
resultado heridos o muertos y, en el
mejor de los casos, hechos prisioneros. Y Jesús, a juzgar
por sus oraciones en el olivar,
quería evitarlo a toda costa. ¿Qué hubiera sido de su misión y de
la futura propagación del evangelio
del reino silos directamente encargados de esa predicación
hubieran caído esa noche en
Getsemaní?
Las antorchas aparecían y
desaparecían entre la espesura, acercándose cada vez más. Pedí
información a Eliseo sobre la hora
exacta. Era la una y quince minutos de la madrugada.
La luna seguía brillando con todo su
esplendor, proporcionándome una más que aceptable
visibilidad.
De pronto, y cuando el racimo de
antorchas se hallaba aún a cierta distancia de la almazara
sobre la que aguardaba el Maestro, vi
aparecer por la vereda a un individuo. Subía a la carrera,
siguiendo la dirección del
campamento. Jesús, al verle, se puso en pie, saliendo al centro del
camino. El presuroso caminante -a
quien en un primer momento no acerté a identificar-
descubrió enseguida la alta figura
del Galileo, con su blanca túnica bañada por la luna. La
inesperada presencia del Maestro,
cortándole el paso, debió desconcertarle porque se detuvo al
momento. Pero, tras unos segundos de
indecisión, prosiguió su avance, esta vez sin
demasiadas prisas. El misterioso
personaje, envuelto en un manto oscuro, debía hallarse a unos
treinta o cuarenta metros del rabí
cuando, por el fondo del sendero, irrumpió en escena el
pelotón que portaba las antorchas.
Venia en desorden, aunque formando una larga hilera de
gente. A primera vista, el número de
individuos rebasaba el medio centenar.
Conforme fueron acercándose pude
distinguir, entre los hombres de cabeza, alrededor de
treinta soldados romanos. Vestían la
misma indumentaria que yo había visto entre los
legionarios de la Torre Antonia e
iban armados con espadas, algunas lanzas y escudos.
Inmediatamente detrás casi mezclados
con los primeros-, un tropel de 40 o 50 levitas o policías
del templo, armados en su mayoría con
bastones y mazas con clavos.
Mi desconcierto llegó al máximo
cuando, por mi derecha, surgieron otras antorchas,
diseminadas entre los olivos. No eran
muchas: quizá una decena. Pero zigzagueaban a gran
velocidad, descendiendo hacia el
punto donde se hallaba Jesús. Por la dirección que traían
supuse que se trataba de los
discípulos. Y un escalofrío volvió a recorrerme el cuerpo. Si ambos
bandos llegaban a enfrentarse quién
sabe lo que podía ocurrir.
El grupo de mi izquierda -el que
procedía de Jerusalén- siguió avanzando en silencio hasta
detenerse a un tiro de piedra del
Galileo.
Por su parte, los que acababan de
aparecer por la derecha terminaron por concentrarse en el
sendero. Una vez reagrupados, continuaron
bajando, pero con gran lentitud.
Cuando el tropel que llegaba con
ánimo de prender al Nazareno se detuvo, los seguidores de
Jesús hicieron otro tanto. Estos
últimos quedaron bastante más cerca del Maestro. Quizá a
veinte o veinticinco pasos.
A la luz de las teas distinguí en
primera línea a Pedro. Y con él, Juan, Santiago y una
veintena de griegos. Sin embargo, por
más que forcé la vista, no vi a Simón, el Zelotes, ni
tampoco al resto de los apóstoles y
discípulos. Aquello significaba que no habían sido
despertados.
Durante unos minutos que se me
antojaron interminables, sólo el viento silbó entre los
olivos, agitando las llamaradas de
las hachas de ambos grupos.
Jesús -en medio- seguía pendiente de
aquel hombre que se había destacado de la turba
procedente de la ciudad santa.
Cuando faltaban apenas unos metros
para que dicho personaje llegase a la altura del rabí, la
luna hizo resaltar la palidez de su
rostro: ¡Era Judas!
Pero, ¿por qué se había adelantado a
la tropa?
Aquella incógnita seria resuelta a la
mañana siguiente, poco antes del fatal e inesperado
suceso que provocaría la muerte del
Iscariote...
(Una vez más, Judas había maquinado
sus planes con tanta astucia como ruindad.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
210
Y al fin, Jesús reaccionó. Con gran
aplomo arrancó hacia Judas pero, al llegar a su altura, se
desvió hacia la linde izquierda del
camino, esquivando al traidor. El Iscariote, perplejo, se
revolvió al momento. El Maestro había
continuado en dirección a la soldadesca, deteniendo sus
pasos a pocos metros del grupo. Y
desde allí, con gran voz, interpeló al que parecía el jefe:
-¿Qué buscas aquí?
El soldado romano, que a juzgar por
su casco con un penacho de plumas rojas y su espada
(situada en el costado izquierdo),
debía ser un oficial, se adelantó a su vez y, en griego,
respondió:
-¡A Jesús de Nazaret!
El Maestro avanzó entonces hacia el
posible centurión y con gran solemnidad exclamó:
-Soy yo...
Al escuchar las serenas y majestuosas
palabras de aquel gigante, los cinco o seis legionarios
que ocupaban la primera línea
retrocedieron bruscamente. Este súbito movimiento hizo que
algunos de ellos tropezaran con los
compañeros situados inmediatamente detrás, provocando
una serie de grotescas caídas. Entre
los que dieron con sus huesos en tierra había también
varios que portaban antorchas. Y
éstas, al desparramarse sobre los caídos, contribuyeron a
multiplicar la confusión. El oficial,
indignado, retrocedió hasta el grupo de cabeza y comenzó a
golpear a los torpes y vacilantes
soldados con el bastón que llevaba en su mano derecha.
(Aquella escena me trajo a la memoria
el relato evangélico de Juan: el único que habla de
esta caída generalizada de parte de
la tropa que había llegado para prender al Maestro. Pero,
lejos del carácter milagroso que
algunos teólogos y exégetas han querido ver en dicho suceso,
la única verdad es que aquellos
hombres rodaron por el suelo como consecuencia de un
movimiento mal calculado. Otro asunto
es por qué retrocedieron. En mi opinión, es posible que
sintieran miedo. Casi todos habían
visto a Jesús cuando predicaba en la explanada del templo y
también era muy probable que hubieran
sabido de sus prodigios y de su poder. Si unimos esto
a la valentía con que el Galileo se
presentó ante ellos, quizá ahí tengamos la respuesta...)
Mientras los infantes romanos se
incorporaban y recomponían su maltrecha dignidad, Judas -
cuyos planes no estaban saliendo tal
y como él había previsto, según pude averiguar horas más
tarde- se acercó al Nazareno, abrazándole.
E inmediata y ostensiblemente -de forma que todos
pudiéramos verle- se alzó sobre las
puntas de sus sandalias, estampando un beso en la frente
de Jesús, al tiempo que le decía:
-¡Salud, Maestro e Instructor!
Y el Galileo, sin perder la calma, le
respondió:
-¡Amigo...!. no basta con hacer esto.
¿Es que, además, quieres traicionar al Hijo del Hombre
con un beso?
Antes de que Judas pudiera
reaccionar, el Maestro se zafó del abrazo del traidor,
encarándose nuevamente con el oficial
romano y con el resto de ¡a tropa.
-¿Qué buscan?
-¡A Jesús de Nazaret! -repitió el
oficial.
-Ya te he dicho que soy yo... Por
tanto -prosiguió Jesús-, si al que buscas es a mí, deja a los
demás que sigan su camino... Estoy
dispuesto a seguirte...
El oficial encontró razonable la
petición del Nazareno. Se situó a su lado y, cuando se
disponía a regresar a Jerusalén, uno
de los guardianes del Sanedrín salió del pelotón
abalanzándose sobre Jesús. Llevaba en
sus manos una cuerda. Y a pesar de que el jefe de la
patrulla romana no había dado tal
orden, aquel sirio, que respondía al nombre de Malchus o
Malco, se apresuró a sujetar los
brazos del rabí, tratando de atarlos por la espalda.
Al verlo, el oficial levantó su
bastón, dispuesto sin duda a espantar a aquel intruso, Pero la
fulminante entrada en acción de Pedro
y sus compañeros arruinaría los propósitos del
responsable del prendimiento.
Efectivamente, con una rapidez
vertiginosa, Pedro y el resto -indignados por la acción de
Malco- se precipitaron sobre él.
Simón, Santiago y algunos de los griegos habían desenfundado
sus espadas y, lanzando todo tipo de
imprecaciones, se dispusieron al ataque.
Antes de que la escolta romana
tuviera tiempo de proteger a Malco, Pedro -espada en alto-
cayó sobre el aterrorizado siervo del
sumo sacerdote, lanzando un violento mandoble sobre su
cráneo. En el último segundo, Malco
logró echarse a un lado, evitando así que la potente
izquierda de Simón le abriera la
cabeza. El filo de la espada, sin embargo, rozó la parte derecha
de su cara, rebañándole la oreja e
hiriéndole en el hombro.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
211
Jesús levantó entonces su brazo hacia
Pedro y con gran severidad recriminó su acción:
-¡Pedro, envaina tu espada...!
Quienquiera que desenvaine la espada, morirá por la espada.
¿No comprendéis que es voluntad de mi
Padre que beba esta copa? ¿No sabéis que ahora
mismo podría mandar a docenas de
legiones de ángeles y sus compañeros me librarían de las
manos de los hombres?
Los discípulos -y especialmente
Pedro- quedaron aturdidos. No entendían las palabras del
Maestro y, mucho menos, su docilidad
ante aquellos enemigos.
Malco seguía retorciéndose y aullando
de dolor cuando Jesús se inclinó sobre él. Con una
gran firmeza retiró la mano del sirio
del ensangrentado oído, colocando la palma de su diestra
sobre la herida. En cuestión de
segundos, los quejidos disminuyeron, haciéndose cada vez más
espaciados y débiles. Después, el
rabí repitió la operación, depositando su mano sobre el
hombro.
Desde lo alto del árbol no pude
verificar qué clase de curación efectuó el Galileo. Sin
embargo, lo que sí estaba claro es
que había detenido la copiosa hemorragia y «congelado»
prácticamente el dolor de aquel
desdichado. (En el transcurso de las dos siguientes e intensas
jornadas, antes de mi definitivo
regreso al módulo, traté por todos los medios de localizar al
mencionado sirio e inspeccionar el
tajo que le había propinado Pedro. Sin embargo, mis
esfuerzos resultaron baldíos.)
La belicosa actitud de Pedro y de sus
compañeros sólo sirvió para empeorar las cosas. El
oficial romano ignoró las pacíficas
palabras y el gesto humanitario de Jesús para con Malco y
ordenó a sus legionarios que
sujetaran al Nazareno, amarrando sus muñecas a la espalda.
Mientras le maniataban, el Maestro,
profundamente dolorido por aquella humillación, se
dirigió a los levitas y soldados
quienes, con las espadas y bastones dispuestos para repeler
cualquier otro ataque, contemplaban
la escena:
-¿Para qué sacan sus espadas y palos
contra mí, como si fuera un ladrón? Todos los días he
estado con vosotros en el templo,
educando y enseñando públicamente al pueblo, sin que
hicierais nada para detenerme...
Pero nadie respondió.
Una vez inmovilizado con gruesas
cuerdas, el oficial se dirigió a sus hombres, ordenando que
prendiesen también a aquel «grupo de
fanáticos», según sus propias palabras. Pero la patrulla
no reaccionó a tiempo y Pedro y sus
compañeros huyeron del lugar, arrojando las antorchas
contra los romanos. Este nuevo lapsus
de la escolta fue más que suficiente como para que la
veintena de seguidores del Maestro se
desperdigara ladera arriba, entre los olivares. La casi
totalidad de los legionarios salió en
su persecución. Sin embargo, los discípulos -mejores
conocedores del terreno y con un
pánico lo suficientemente grande como para volar, más que
correr- no tardaron en desaparecer.
La prueba es que, a los cinco o diez minutos, la tropa
regresó al camino, iniciando el
retorno a Jerusalén. El Maestro, fuertemente escoltado, no tardó
en desaparecer con el grupo en uno de
los recodos del sendero.
Eran las dos menos diez de la
madrugada...
El vocerío de los legionarios fue
disipándose. Y allí quedé yo, con el corazón encogido y
sumido en un silencio de muerte. Pero
debía seguir mi misión. Así que, procurando no hacer
excesivo ruido, descendí de la copa
del olivo. Mis ideas -lo reconozco- no se hallaban muy
claras. Durante varios segundos, y
todavía al pie del árbol, dudé. ¿Qué camino debía tomar?
Tratar de volver al campamento e
incorporarme a lo que quedase del grupo de griegos y
discípulos no me pareció lo mejor.
Además, ¿quién sabe dónde podían haber ido a parar? Era
mucho más lógico seguirlas huellas
del pelotón de soldados y policías del Templo. Pero, ¿cómo
llegar hasta ellos sin levantar
sospechas y, lo que era peor, sin que me detuviesen?
Cuando me disponía a dejar el olivar
y encaminarme hacia la ciudad santa, las siluetas de
dos legionarios rezagados aparecieron
de improviso entre los olivos que se levantaban al otro
lado del sendero. Me pegué como pude
a uno de los troncos y esperé a que pasasen. Si
descubrían mi presencia me hubiera
visto en una delicada situación. Pero, en el momento en
que los soldados entraban en la
vereda, Juan Marcos -que había permanecido oculto durante
todo el prendimiento- se asomó con
gran sigilo a la puerta de la barraca. Aquello fue su
perdición. Los romanos vieron al
instante su escandalosa sábana blanca, precipitándose hacia el
muchacho. Esta vez, la reacción de
los infantes fue tan rápida que Marcos no tuvo tiempo de
escapar.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
212
Y uno de los legionarios hizo presa
en el lienzo mientras el segundo, también a la carrera,
cubría las espaldas de su compañero.
Pero el ágil Marcos no se dio por vencido. Y sin pensarlo
dos veces se desembarazó de la sábana,
huyendo desnudo hacia la masa de olivos por donde
habían irrumpido los inoportunos
extranjeros. Aquella maniobra del joven pilló desprevenidos a
los romanos que, para cuando salieron
tras él, habían perdido unos segundos preciosos.
El que había logrado sujetarle arrojó
el lienzo al suelo y, maldiciendo, desenvainó su espada,
iniciando una atropellada carrera. El
compañero hizo lo mismo, internándose de nuevo en el
bosque. Pero la mala suerte parecía
cebarse aquella noche sobre la tropa romana y el segundo
legionario tropezó en una de las
raíces del olivar, cayendo de bruces. Como consecuencia del
golpe, el casco del romano salió
despedido, rodando por la pendiente. Pero el enfurecido infante
-cegado por el afán de capturar al
emboscado- se olvidó de su yelmo.
Sabía que podía ser arriesgado pero,
dejándome llevar por la intuición, abandoné mi
escondrijo, aproximándome al lugar
donde había quedado el casco. Lo recogí y, tratando de
tranquilizarme, esperé. Era, en
efecto, un yelmo de cuero, sin ningún tipo de adorno o
distintivo.
No tuve que esperar mucho. A los
pocos minutos, los legionarios regresaron a la linde del
olivar. Sin embargo, enfrascados en
la búsqueda del yelmo, no se percataron de mi presencia.
Entonces, levantando la voz y el
casco, me dirigí a ellos en griego.
Al verme, los soldados no
reaccionaron. Y, poco a poco, fueron aproximándose. Un sudor frío
empezó a empapar mi túnica. Si
aquella estratagema no resultaba, mi seguridad podía verse
seriamente amenazada.
El que había extraviado el yelmo
llegó hasta mí y, deteniéndose a un par de metros, me
inspeccionó de pies a cabeza. Se
hallaba sudoroso y sin aliento. El segundo legionario no tardó
en situarse a su lado.
Intenté sonreír pero, francamente, no
sé silo logré. El caso es que, procurando disimular el
agudo temblor de mis manos, le tendí
el casco. El romano se apresuró a tomarlo,
arrebatándomelo con violencia. Y acto
seguido se lo encasquetó.
-¿Quién eres? -habló al fin el
segundo soldado.
-Me llamo Jasón -respondí con el
corazón en un puño-. Soy griego y me dirijo a Jerusalén...
Y, de pronto, recordé la autorización
que me había extendido el procurador romano, con el
fin de facilitar mi ingreso en la
fortaleza Antonia. Sin dudarlo, eché mano de la bolsa de hule y
les mostré el salvoconducto
explicándoles que esa misma mañana del viernes debería visitar a
Poncio Pilato.
Los legionarios desviaron la mirada
hacia el rollo, aunque dudo que supieran leer. Sin
embargo, sí debieron identificar la
firma de Poncio porque su actitud se hizo más asequible y
condescendiente.
-¿De dónde vienes?
-De Betania...
-Entonces -repuso el legionario que
hablaba griego-, ¿no sabes lo que ha ocurrido aquí?
-¿Aquí? -pregunté adoptando un tono
de total ignorancia-... No, ¿qué ha ocurrido?
-Es igual -concluyó el legionario-.
Nosotros también vamos hacia Jerusalén. Si lo deseas
podemos escoltarte...
Me sentí encantado con semejante
proposición pero, cuando todo parecía solucionado, el
soldado que había perdido el casco
tomó la lanza del compañero y, sin más, la inclinó sobre mi
pecho. Quedé paralizado. Y al mirar
de nuevo al infante, aquel rostro se me hizo familiar. El
soldado terminó por sonreír. «¡Claro!
-recordé de pronto-. Aquel romano era el centinela de la
Torre Antonia... El que me había
apuntado con su pilum
mientras José, el de Arimatea, y yo
esperábamos a que regresara su
compañero...»
Le devolví la sonrisa y el legionario
-satisfecho al ver que le había reconocido- retiró la
jabalina, explicándole al segundo e
intrigado soldado que, en efecto, me había visto a las
puertas de la Torre Antonia y que no
mentía.
Aquel fortuito encuentro con mi
«amigo», el legionario, iba a servirme de mucho...
Los soldados tenían prisa por
alcanzar el pelotón que conducía al Nazareno y, al poco,
divisamos las antorchas. Pero, ante
mi sorpresa, el grupo se hallaba detenido en mitad del
camino. Cuando la pareja de rezagados
se reincorporó a la patrulla romana, yo insinué que
quizá fuese más prudente que
permaneciera en la cola o que siguiera mi camino hacia
Caballo de Troya
J. J. Benítez
213
Jerusalén. Pero el centinela, que
parecía muy honrado con mi amistad, me aconsejó que
siguiera junto a él. Y así lo hice.
De esta forma, al aproximarme al
oficial que mandaba el pelotón, comprendí por qué se
habían detenido. El jefe de los
levitas pugnaba por llevar al Nazareno a la residencia de Caifás.
Sin embargo, el optio romano, una especie de lugarteniente de los centuriones1, responsable de
la captura y custodia del prisionero,
se oponía a esta decisión, estimando que sus órdenes eran
precisas: Jesús de Nazaret debía ser
conducido a la presencia del ex sumo sacerdote Anás. (Al
parecer, las relaciones entre el
procurador romano y las castas sacerdotales judías seguían
manteniéndose a través del poderoso e
influyente suegro de Caifás.)
La policía levítica tuvo que ceder y
Arsenius -el optio o suboficial romano- ordenó que la
patrulla reanudara su camino hacia el
barrio bajo de Jerusalén.
Durante la discusión, Jesús
permaneció en silencio, con los ojos bajos y prácticamente
ausente.
Judas, por su parte, se había situado
entre los dos jefes -el romano y el levita- pero, por
más que intentaba el diálogo con
ellos, éstos evitaban sus preguntas, permaneciendo en un
total y violento silencio. Cuando
pregunté al legionario el por qué de aquella actitud del optio y
del capitán de los policías del
Templo hacia el Iscariote, mi amigo respondió con una afirmación
contundente:
-Es un traidor...
Estábamos ya a pocos metros del
puente que enlazaba la falda del Olivete con la explanada
situada al pie de la muralla oriental
del Templo cuando ocurrió algo desconcertante e
imprevisto.
A la cabeza del cortejo marchaban
ambos «capitanes». En medio de ambos, Judas, e
inmediatamente detrás, la patrulla
romana, rodeando estrechamente a Jesús. Por último, el
tropel de levitas y siervos del
Sanedrín, envueltos en sus mantos y rabiosos por la tajante
decisión del suboficial romano de
entregar al Galileo al ex sumo sacerdote. Yo caminaba a la
izquierda del grupo, junto a los
últimos legionarios.
Y, súbitamente, Juan, el Evangelista,
apareció por la derecha, adelantándose hasta llegar a
la altura del Maestro. Quedé
estupefacto ante la valiente decisión del joven discípulo. Por lo que
pude observar, Juan debía haber
perdido el manto en la anárquica dispersión de los seguidores
del rabí. Vestía únicamente su túnica
corta -hasta las rodillas- y, en la faja, una espada.
Al verlo, los policías del Templo se
alarmaron y advirtieron a su jefe la presencia del galileo.
El pelotón se detuvo nuevamente y el
capitán de los levitas ordenó a sus hombres que
prendieran y ataran también a Juan.
Pero, cuando los sicarios de Caifás se disponían a
amarrarle, Arsenius intervino de
nuevo. Aquel veterano suboficial, sagaz y de condición noble,
se interpuso entre el apóstol y los
levitas, exclamando:
-¡Alto! Este hombre no es un traidor,
ni tampoco un cobarde... Los hebreos no parecían muy
dispuestos a perder también aquella
oportunidad y protestaron enérgicamente. Los ojos del
ayudante del centurión se clavaron en
los del capitán de la guardia del Sanedrín. Bajo su rostro,
pésimamente afeitado, sus mandíbulas
crujieron y levantando el bastón hasta situarlo a un
palmo de la frente del jefe de los
levitas, repitió en tono amenazante:
-Te digo que este hombre no es un
traidor ni un cobarde. Pude verle antes y no sacó su
espada para resistir. Ahora ha tenido
la valentía de llegar hasta aquí para estar con su Maestro.
Y haciendo silbar su vara con una
serie de cortos y bruscos golpes de su muñeca, añadió, al
tiempo que el responsable de los
judíos retrocedía espantado:
-¡Que nadie ponga sus manos sobre
él...! La ley romana concede a todos los prisioneros el
privilegio de un amigo que le
acompañe ante el tribunal. Nadie impedirá, por tanto, que este
galileo permanezca al lado del reo.
El odio y el desprecio del optio romano por los judíos en general, y por aquellos en
particular, debían ser tan
considerables que, en el fondo, la insólita decisión del suboficial pudo
estar motivada, en mi opinión, no
sólo por la admiración hacia el audaz gesto de Juan, sino
1 La figura del optio representaba a
un suboficial, directamente bajo el mando de un centurión. Generalmente
mandaba pequeños grupos de tropa,
descargando al oficial de sus funciones administrativas, disposición de las
guardias, instrucción militar, etc.
Se les dio el nombre de optiones, según
Festo, porque, «desde el tiempo en que se
permitió a los centuriones elegir u optare al que deseaban, se les aplicó también el nombre de optio, por cl hecho de la
elección.» (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
214
también por el mero hecho de humillar
y contradecir a aquellos «cobardes, incapaces de
enfrentarse por sí mismos al
Nazareno». (Al llegar al palacio de Anás, José de Arimatea me
explicaría con todo lujo de detalles las
tortuosas maniobras del Iscariote y de los levitas que
llegaron, incluso, a solicitar de la
guarnición romana que les acompañasen para prender al
Maestro.)
Y debo añadir que, a mi regreso de
este primer «gran viaje», consulté a destacados expertos
en Derecho y Jurisprudencia romanos,
tratando de averiguar si, efectivamente, había existido
esa ley, invocada por el optio. Pero, hasta el momento, mis indagaciones han resultado
infructuosas. Los antiguos romanos,
como hoy los ingleses tradicionales, no eran muy amantes
de leyes, tal y como nosotros las
interpretamos. Su «derecho», afortunadamente para ellos, no
se basaba precisamente en «leyes»1. Según los especialistas a quienes pregunté, esa
disposición del suboficial Arsenius
no se hallaba reñida con las costumbres de la época y, sobre
todo, de las autoridades que ocupaban
aquella provincia romana. La discrecionalidad existente
a la hora de impartir justicia o de
tratar a un prisionero era tal que, al menos para los
estudiosos del Derecho Romano, la
conducta del suboficial resultaba perfectamente posible. No
podemos olvidar que los dueños y
señores de vidas y haciendas de aquel revolucionario país
seguían siendo los romanos.
Esta providencial orden del optio de la Torre Antonia vino a despejar otra de mis
interrogantes. ¿Cómo era posible que
Juan Zebedeo fuera el único apóstol que declara en sus
escritos haber sido «testigo
presencial» de muchos de los sucesos que acontecieron a lo largo
de aquel viernes? Por lógica, de no
haber sido por esta inapreciable «ayuda» del suboficial
Arsenius, el seguidor de Jesús habría
tenido muchos problemas para poder asistir a los
interrogatorios y a la crucifixión.
Tal y como estaban las cosas, hubiera sido casi imposible que
las castas sacerdotales -que odiaban
al Maestro y a sus discípulos- cedieran y aceptasen la libre
presencia de ninguno de los amigos
del prisionero. Sólo una imposición superior, emanada en
este caso de la autoridad romana,
pudo permitir a Juan la asistencia a los restringidos
prolegómenos de la muerte de Cristo.
Como medida precautoria, el
suboficial romano ordenó a uno de sus hombres que desarmara
a Juan. Y el pelotón continuó su
camino.
El público reconocimiento de la
valentía de Juan por parte del suboficial romano representó
un duro golpe para la dignidad de
Judas. Avergonzado, con la cabeza baja y el ceño contraído,
fue aminorando el paso hasta quedarse
solo y rezagado. Y así llegó a la casa de Anás.
Juan, prudentemente, no habló en
ningún momento con su Maestro, ni éste hizo tampoco
intención alguna de dirigirse al
joven. Las circunstancias, además, no lo hacían aconsejable. Sin
embargo, cuando enfilamos las
desiertas calles de Jerusalén, me las ingenié para situarme al
lado del Zebedeo y preguntarle por el
resto de los hombres y, muy especialmente, por qué
había tomado aquella arriesgada
decisión de unirse a Jesús. El apóstol, con los ojos enrojecidos
por el ininterrumpido llanto, pareció
alegrarse un poco al comprobar que no se hallaba del todo
solo y me confesó que, una vez que
lograron despistar a los legionarios, Pedro y él habían
decidido seguir a Jesús. Del resto
sólo sabia que había huido en dirección al campamento.
Durante el sigiloso seguimiento, Juan
recordó las instrucciones que le diera el Maestro, en el
sentido de que permaneciera a su
lado, y se apresuró a alcanzarle. Mientras tanto, Pedro -si es
que no había cambiado de parecer-
debía encontrarse a cierta distancia, siguiéndonos y
camuflado entre la maleza.
Hacia las dos y cuarto de la
madrugada, la comitiva se detuvo ante la residencia de Anás,
muy cerca de la Puerta de Sión. en el
extremo oeste de la ciudad y a corta distancia, según mis
cálculos, de la casa de Juan Marcos.
Allí, frente a la cancela del espacioso jardín que se abría
frente al palacete, el suboficial
romano cedió oficialmente al prisionero al jefe de los levitas.
Pero antes, dirigiéndose a uno de los
legionarios y de forma que todos pudiéramos oírle,
ordenó:
1 Algunos especialistas apuntaron la posibilidad de que
dicha «ley» se tratara en realidad de una «adaptación» muy
particular del régimen de la garantía
de presentación ante el juez, mediante los llamados praedes vades, que servia
precisamente para evitar la prisión
preventiva del reo, tal y como se hace en la actualidad con la abusivamente
llamada
«fianza» (ésta no es una garantía
personal, sino un depósito de dinero). (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
215
-Acompaña al preso y vela para que
estos miserables no le maten sin el consentimiento de
Poncio. Evita que lo asesinen y
guarda de que a este galileo -dijo refiriéndose a Juan- le esté
permitido acompañarle en todo
momento. Observa bien cuanto suceda...
Y dando media vuelta se alejó del
lugar, en compañía del pelotón de legionarios. Al
despedirme del soldado deposité
disimuladamente una moneda de plata entre sus dedos,
agradeciéndole su ayuda y rogándole
que, antes de regresar a la fortaleza, le hablase al
compañero que había sido designado
por Arsenius para proteger a Jesús y a Juan y le suplicase
que me permitiera hacerles compañía.
El infante sonrió y, sin formular pregunta alguna, se
entendió con el legionario para que
mis deseos fuesen cumplidos. Otro discreto y oportuno
denario de plata en el puño de este
último terminó por disipar todas las suspicacias y recelos.
De momento, mi presencia en la sede
de Anás estaba garantizada.
Una vez en el patio, parte de la
guardia del Templo se despidió, alejándose de la suntuosa
residencia del ex sumo sacerdote. Y
varios servidores de Anás acudieron precipitadamente
hasta el jefe de los levitas. Este
les ordenó que avisaran a su amo:
«El prisionero ha llegado», les dijo,
señalando al Nazareno, que seguía con las manos atadas
a la espalda e inmóvil en mitad de
aquel enlosado cuadrangular. Juan continuaba al lado del
Maestro y el legionario, a su vez,
procuraba no perder de vista a ninguno de los dos, así como a
un reducido grupo de policías y
sirvientes del Templo que se afanaban en la preparación de una
fogata. Apilaron varios troncos en
una de las esquinas del oscuro patio y después de rociarlos
con aceite, inclinaron una de las
teas sobre la leña, prendiéndole fuego. La temperatura había
descendido algunos grados y casi
todos los allí presentes fueron aproximándose a la
improvisada hoguera. A los pocos
minutos, en el centro del patio sólo quedábamos Jesús, el
jefe de los levitas -que seguía
sosteniendo la gruesa maroma con la que habían maniatado al
Hijo del Hombre-, el joven discípulo,
el soldado romano y yo. Frente a nosotros se levantaba
una regia mansión de dos plantas, con
una fachada enteramente de piedra labrada, y unas
delicadas escalinatas semicirculares
de mármol. En la puerta, débilmente iluminada por sendos
faroles de aceite, se hallaba una
mujer gruesa, de baja estatura, que sonreía sin cesar.
Pero aquella primera exploración del
recinto se vio interrumpida por la repentina aparición de
Judas. El traidor acababa de llegar a
la casa de Anás. Pero, al ver a Jesús y a Juan, permaneció
tras las altas rejas que se elevaban
sobre el cercado de piedra. Y a los pocos minutos se alejó,
siguiendo la misma calle que había
tomado e! grueso de la policía levítica. En su rostro, duro e
impasible, no aprecié señal alguna de
arrepentimiento. Al contrario. Tuve la sensación de que,
durante aquellos instantes, el
Iscariote disfrutó del «espectáculo». En el fondo, su venganza
contra el Maestro y contra el
discípulo amado de Jesús empezaba a fructificar.
Juan también vio a Judas. No así el
Nazareno, que permanecía de espaldas a la puerta de
entrada. El semblante del Galileo no
había sufrido cambio alguno. Seguía ligeramente pálido y
grave. Sus ojos apenas si se habían
levantado en un par de ocasiones.
Y a los pocos minutos de la marcha
del traidor, volví a sobresaltarme. Ahora era Pedro el que
se hallaba detrás de los barrotes de
la cerca. No entiendo cómo no se cruzó con Judas...
Nervioso, caminaba de un lado a otro
de la verja, tratando de hacerse notar. Juan, al verlo,
me hizo una señal con los ojos. Asentí
con la cabeza, indicándole que ya me había dado cuenta.
Sinceramente, sentí lástima por aquel
impetuoso pero cálido y bonachón apóstol.
Al cerciorarse de que tanto Juan como
yo habíamos reparado en su presencia, Simón agarró
los hierros con ambas manos y comenzó
a gesticular con la boca. Juan y yo nos miramos sin
terminar de comprender las
intenciones de Pedro. Al fin, señalando con el dedo índice hacia su
pecho, movió la cabeza,
comunicándonos con aquella mímica labial que él también deseaba
entrar en la casa. Yo le miré,
encogiéndome de hombros. ¿Qué podía hacer?
En ese instante, uno de los
sirvientes de Anás salió de la mansión, haciendo un gesto al jefe
de los levitas para que entrase. Me
volví hacia Pedro y leí en su rostro la más profunda de las
desolaciones. Pero, al cruzar el
umbral, Juan se dirigió a la mujer que permanecía en la puerta,
rogándole que dejara pasar a su
amigo. Y el apóstol señaló a Pedro con la mano.
Quedé desconcertado al oír cómo la
gruesa matrona, sin pestañear siquiera y en - un tono
cordial, accedía a la petición del
Zebedeo, llamándole, incluso, por su nombre de pila. (A lo
largo de esa angustiosa madrugada,
Juan me aclararía que no había ningún secreto en el
amable comportamiento de la guardesa.
Tanto él como su hermano Santiago eran viejos
conocidos de aquella mujer y de los
sirvientes de la casa. Juan y su familia -especialmente su
Caballo de Troya
J. J. Benítez
216
madre, Salomé, pariente lejana de
Anás- habían sido invitados en numerosas ocasiones al
palacete del ex sumo sacerdote.)
Mientras el jefe de los levitas
conducía al Nazareno al interior de la mansión, la portera
descendió las escalinatas,
procediendo a franquear la entrada al decaído y atemorizado Pedro.
Allí mismo fui presa de otra grave
duda. Al ver entrar a Simón recordé que -si los Evangelios
no erraban- las famosas negaciones
del fogoso discípulo no tardarían en producirse. Y aunque
los evangelistas Mateo, Marcos y
Lucas situaban tales negaciones en la sede del sumo
sacerdote Caifás, supuse que el
testimonio de Juan -que menciona este suceso en el patio de
Anás- debía ser el correcto.
El discípulo, al comprobar mi
indecisión, me instó a que le acompañase. Pero elegí quedarme
en el patio, junto a Pedro. Y así se
lo dije. Después de todo, lo que pudiera ocurrir en el interior
de la casa del suegro de Caifás se
hallaba perfectamente « cubierto» con la presencia de Juan.
Estos razonamientos me tranquilizaron
a medias y, sin perder un segundo, acudí al
encuentro de Pedro.
El hombre, al verme, se abrazó a mi,
sin poder contener las lágrimas. Estaba confuso. No
acertaba a entender lo que estaba
pasando y por qué Jesús se habla dejado prender tan
fácilmente. «El, capaz de resucitar a
los muertos -se lamentaba una y otra vez- no ha movido
un sólo dedo para impedir que le
capturasen... Y lo que es peor -añadía con una rabia sorda- es
que ni siquiera nos ha dejado a
nosotros la oportunidad de ayudarle... ¿Por qué? ¿Por qué?»
A duras penas traté de serenar sus
ánimos. Pero su escasa inteligencia y su pasión por Jesús
no le permitían razonar con claridad.
Su mente era un torbellino donde se mezclaban por igual
el odio hacia Judas y hacia los
miembros del Sanedrín, el miedo por su propia seguridad y la del
grupo y una inmensa incertidumbre por
el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. Es
triste y casi increíble pero, no me
cansaré de insistir en ello, ni Pedro ni el resto de los
apóstoles habían entendido a aquellas
alturas la verdadera misión del Hijo del Hombre...
Simón había empezado a temblar. No sé
aún si de miedo y angustia o de frío. El caso es
que, inconscientemente, nos fuimos
aproximando a la fogata. Media docena de levitas y
servidores de Anás se habían sentado
«a la turca», calentándose muy cerca del fuego.
Yo hice otro tanto y Pedro siguió en
pie, con los ojos perdidos en las llamas.
En eso, la mujer que le había abierto
la cancela salió nuevamente de la casa, situándose
bajo el dintel de la puerta. Los
policías comentaban las incidencias del prendimiento,
maldiciendo a los romanos. Uno de
ellos, sin embargo, aludió al gesto del rabí, que había
curado milagrosamente a Malco. Pero
la tímida defensa del levita fue sofocada de inmediato por
varios de los contertulios, que
explicaron el suceso como «otra clara prueba del poder diabólico
de Jesús». Uno de los acérrimos
defensores de esta hipótesis recordó a sus compinches cómo
los demonios eran en realidad ángeles
caídos, invisibles o capaces de adoptar las más extrañas
formas, dejando casi siempre unas
huellas similares a las de los gallos. Otro de los servidores
del Templo se opuso rotundamente a
esta explicación, argumentando que los demonios eran en
realidad los hijos que había
engendrado Adán cuando tenía 130 años...
La discusión se hallaba en pleno
hervor cuando, inesperadamente, la guardesa -sin perder
aquella constante y maliciosa
sonrisa- avanzó hacia el fuego, increpando a Pedro desde el
extremo opuesto del círculo:
-¿No eres tú también uno de los
discípulos de este hombre?
Los policías se volvieron hacia Simón
con gesto amenazante y el apóstol, cuyos
pensamientos se hallaban muy lejos de
este súbito ataque, abrió los ojos desmesuradamente,
sin poder dar crédito a lo que estaba
sucediendo.
Aquella pregunta, en el fondo, era tan
absurda como mal intencionada. Si Pedro hubiera
reaccionado con un mínimo de frialdad
y sentido común se habría dado cuenta que la matrona
había sido la persona que,
precisamente, le había abierto la cancela, a petición de Juan. Era
obvio, por tanto, que la mujer estaba
al tanto de la amistad existente entre ambos. Pero el
miedo, una vez más, se apoderó de su
cerebro y, casi tartamudeando, respondió:
-No lo soy...
La portera siguió impasible junto al
fuego. Pero su atención se desvió pronto hacia la
conversación de los sirvientes y
levitas, que habían vuelto a enzarzarse en el asunto de los
demonios. Ninguno de los allí
presentes pareció dar demasiada importancia a la presencia de
Pedro ni a su posible vinculación con
el prisionero. Si el apóstol hubiera reparado en esta
actitud generalizada de los levitas,
probablemente habría logrado remontar su pánico.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
217
Cuando dirigí los ojos hacia él, su
rostro había enrojecido. Simón evitó mi mirada,
mordiéndose los labios y arrugando
nerviosamente los pliegues de su manto. En ese momento
caí en la cuenta de que no llevaba su
acostumbrada espada. Sin duda la había perdido en la
huida o quizás se había desembarazado
de ella antes de acercarse a la casa de Anás.
El policía cuya versión sobre los
demonios había sido interrumpida por la llegada de la
portera retomó el hilo de su
exposición, haciendo ver a los presentes que el Galileo bien podía
ser uno de esos «hijos» de Adán.
Pero la explicación del levita no
satisfizo a la mayoría. Otro de los servidores del Sanedrín
añadió que, generalmente, «estos
diablos solían habitar en los pantanos, ruinas y a la sombra
de determinados árboles... »
-Este -apuntó- no es el caso de ese
galileo. Todos lo hemos visto predicar abiertamente en
mitad de la explanada de los
Gentiles. ¿Qué clase de demonio actuaría así...?
-Y no olvidemos -terció otro de los
presentes- que el rabí de Galilea ha curado a muchos
lisiados...1
Ensimismado en aquella tertulia no
reparé en la presencia, a mis espaldas, de una figura. Al
sentir una mano sobre mi hombro
izquierdo, me sobresalté. ¡Era José de Arimatea!
Me levanté de inmediato, separándome
de la fogata y caminando con el anciano hacia el
centro del patio.
Tanto él como yo ardíamos en deseos
de interrogarnos mutuamente. Le anuncié que el
Maestro había sido conducido a la
presencia de Anás, poniéndole en antecedentes de cuanto
había sucedido en la finca de Simón,
«el leproso», y en el camino del Olivete.
José escuchó en silencio, moviendo de
vez en cuando la cabeza en señal de preocupación.
Por supuesto, estaba al corriente de
las andanzas del Iscariote. El rápido aviso de Juan Marcos
le había permitido trasladarse muy a
tiempo al Templo, controlando los sucesivos pasos de
Judas. Allí se encontró con Ismael,
el saduceo, que contribuyó eficazmente en sus pesquisas.
El de Arimatea hizo ademán de entrar
en la mansión pero le retuve, rogándole que me
informase sobre la conducta del
traidor. Y sin querer, empecé a bombardearle con todo tipo de
preguntas. ¿Quién era aquel misterioso
amigo que le acompañó hasta el Templo? ¿Qué había
ocurrido en el interior del
Santuario? ¿Por qué Judas había esperado hasta la medianoche para
llevar a cabo la captura del
Nazareno? ¿Por qué se adelantó al pelotón...?
José me pidió calma.
-En primer lugar -puntualizó el
anciano-, ese acompañante al que te refieres, y que Judas
recogió antes de su llegada al
Templo, se llama también Anás. Es primo suyo. El mismo del que
nos habló Ismael y que hizo la
presentación del traidor a los sacerdotes en la mañana del
miércoles.
«Cuando llegué al santuario, ambos se
hallaban parlamentando con el portero-jefe de la
correspondiente sección semanal2. En esta ocasión, el turno había recaído en el levita
Yojanán
ben Gudgeda, un individuo
especialmente brutal. Para que te hagas una idea de su calaña te
diré que, no sólo golpea con su
bastón a los guardianes que descubre dormidos, sino que, en
ocasiones, ha llegado a prender fuego
a sus vestidos...
«Pues bien, este "capitán"
de la guardia nocturna escuchó atentamente la información de
Judas. El traidor y su primo le
explicaron que el Maestro se encontraba en aquellos momentos
1 El argumento de aquel levita era correcto. La profunda
superstición de aquellas gentes consideraba que los
demonios atacaban principalmente a
los lisiados, a los novios y a los muchachos «de honor», según información que
me proporcionó Santa Claus. No era
lógico, pues, que un supuesto «demonio» (Jesús) curase a los lisiados... (N. de!
m.)
2 Como creo que ya he explicado anteriormente, los levitas
(unos 10000) estaban repartidos, al igual que los
sacerdotes, en 24 secciones
semanales. Estas se relevaban cada semana. Cada sección tenía un jefe. Además
de los
servicios «inferiores» -música y algo
similar a los actuales «sacristanes»-, los levitas se encargaban de la
vigilancia del
Templo. Filón describe sus funciones
detalladamente: «Unos, los porteros, estaban a las puertas. Otros en el
interior de
la explanada del Templo, en el
pronaos o «terraza», y el resto, patrullando alrededor. Había, naturalmente,
dos
guardias: la de día y la nocturna.»
La vigilancia, por tanto, estaba dividida en tres grupos: los porteros de las
puertas
exteriores del Templo, los guardianes
de la «terraza» que separaba la explanada de los Gentiles del recinto sagrado
del
Santuario y las patrullas del citado
atrio de los Gentiles. Durante el día vigilaban también el atrio de las
Mujeres. Una
vez cerradas las puertas del
Santuario, a la caída del sol, los policías nocturnos ocupaban sus puestos: 21
en total. La
zona sagrada -a la que no tenían
acceso los levitas- era custodiada por los propios sacerdotes. Los jefes de
estos levitas
eran llamados «strategoi», tal y como
cita San Lucas (22,4). Varios de ellos, en efecto, estaban presentes en la
captura
de Jesús. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
218
en una casa del barrio bajo -en la de
Elías Marcos, como bien sabes- y que su prendimiento
podía ser cómodo. Según el Iscariote,
sólo dos de los once hombres que habían quedado en el
cenáculo ceñían espadas:
Pedro y Simón Zelotes. Pero Judas
advirtió a Gudgeda que no convenía descuidarse. En el
campamento de Getsemaní permanecían
alrededor de sesenta discípulos y allí sí existía un
respetable arsenal de armas.
«Gracias al cielo, los planes del
traidor no salieron tal y como él había previsto.
-¿Por qué? -interrogué al anciano con
gran curiosidad.
-Judas había llegado al Templo antes
de lo previsto y fueron necesarias muchas idas y
venidas del portero-jefe hasta la
sede de Caifás y a las distintas dependencias del Templo para
llegar a reunir un número apropiado
de policías. Era imposible echar mano de los que montaban
guardia en aquellos momentos en el
exterior e interior del Santuario y eso, como te digo,
retrasó considerablemente la salida
del pelotón. Las dificultades para encontrar hombres
francos de servicio fueron tales que,
al final, desesperado, el sanguinario Yojanán se vio
obligado a solicitar del sumo
sacerdote en funciones el apoyo de los servidores y confidentes de
Caifás. En total, si no recuerdo mal,
salieron del Templo unos treinta y cinco o cuarenta
esbirros, armados con toda clase de
mazas y palos...
-Pero, ¿y la escolta romana? -le
interrumpí de nuevo, sin poder contenerme.
-Aguarda, Jasón. Como te he dicho,
afortunadamente, las cosas no iban sucediendo como
habían sido planeadas. El Sanedrín
quería prender al Maestro cuando la ciudad quedase vacía. Y
ésta era también la intención de
Judas que, por lo que pude deducir, sentía miedo ante la
posible reacción y represalias de los
hombres de Jesús.
»Total, que Ismael se encargó de
seguir al pelotón, mientras yo permanecía en el templo, en
previsión de nuevos acontecimientos.
»Pero el traidor y su grupo rodearon
la casa de Marcos cuando el Maestro y los once
acababan prácticamente de salir hacia
el huerto. Esa fue la información que recibió Ismael de
Elías.
-Entonces, Judas no llegó a ver a
Jesús y a los once...
-No. Pero faltó muy poco. Si la
patrulla no se hubiera demorado tanto, seguro que la captura
del Maestro se produce allí mismo.
Elías, al ver a Judas y a los hombres armados, se dio cuenta
en seguida de sus funestas
intenciones y se negó a hablar con el Iscariote, arrojándole de su
casa a patadas.
-¿A patadas?
-Sí y me temo que esa ofensa puede costarle
cara al pobre Elías...
Había algo que no terminaba de
comprender. Y así se lo comenté a José:
-Si Judas conocía las costumbres del
Maestro, ¿por qué no le siguió hasta Getsemaní?
El de Arimatea dibujó una triste
sonrisa.
-Si conocieras a Judas lo entenderías.
Humillado y temeroso ante la violenta reacción del
propietario de la casa, el Iscariote
debió comprender que, si la actuación de aquel seguidor del
rabí había sido tan radical, la del
grupo acampado en la finca de Simón no podía ser menor. Y,
según Ismael, el traidor -cada vez
más nervioso- explicó a los que le seguían que el Nazareno y
sus íntimos podían haber tomado la
dirección del Olivete. Cuando los levitas le apremiaron para
salir en su persecución, el Iscariote
les detuvo, asegurando que no era prudente enfrentarse a
sesenta hombres armados con espadas.
Aquel cambio de planes, además, significaba que la
policía del Templo tendría que luchar
y, posiblemente, capturar también a los apóstoles o,
cuando menos, a los líderes del grupo
de Getsemaní. Y las órdenes de Caifás no eran
precisamente éstas. Para el sumo
sacerdote, el único hombre importante era el Galileo. ¿Qué
hacer entonces?
»El pelotón se encontró, pues, en una
difícil encrucijada. Y antes de arriesgarse tomando,
además, una iniciativa que no había
sido contemplada por Caifás, decidieron regresar al templo.
»Aquello tranquilizó un poco a Judas,
pero aumentó el nerviosismo de los jefes de los levitas.
Tal y como suponía, la reunión
secreta de Caifás con sus incondicionales del Sanedrín había
sido fijada para la media noche. Y a
eso de las once, cuando Judas y el grupo retornaron al
templo, algunos de los fariseos,
escribas y saduceos habían empezado a llegar hasta la sala de
las «piedras talladas». El
nerviosismo de los policías, al presentarse ante Caifás sin el
prisionero, era más que comprensible.
El tiempo se les echaba encima y, por un momento,
tanto Judas como los sacerdotes
llegaron a contemplar la idea de aplazar al prendimiento. No
Caballo de Troya
J. J. Benítez
219
disponían de una fuerza lo
suficientemente grande y poderosa como para arriesgarse a invadir
el huerto y capturar al Maestro.
»Tanto Ismael como yo -dejó entrever
José con una gran amargura- llegamos a creer que,
de momento, toda estaba resuelto y
que Jesús quedaría libre. Vana esperanza... Caifás no es
hombre que se dé por vencido
fácilmente y su odio hacia Jesús es tal que no dudó en proponer
una solución que repugnó, incluso, a
sus compinches: solicitar una escolta armada del
procurador romano. «De esta forma -argumentó
el astuto sumo sacerdote-, el apresamiento de
ese impostor no será difícil y, de
paso, la responsabilidad de la captura recaerá en las fuerzas
extranjeras de ocupación...
»Algunos de los miembros del Sanedrín
trataron de que Caifás renunciara a este proyecto,
aludiendo a las constantes
manifestaciones de Jesús sobre la no violencia. Pensaban, con razón,
que el Galileo no permitiría a sus
hombres que desenvainaran sus armas. Pero Judas intervino
nuevamente. Y su cobardía salió a
flote una vez más. Se manifestó de acuerdo con los
sacerdotes, pero no admitió que los
discípulos llegaran a obedecer al Maestro. «La sugerencia
de Caifás -añadió- me parece
excelente. Acudamos cuanto antes a la Torre Antonia...»
»Y los sacerdotes designaron una
representación del Sanedrín, que acudió de inmediato al
cuartel general romano.
»Pero el centurión de guardia se negó
a facilitarles una escolta. Era muy tarde y, por otra
parte, «esa orden debe partir de
Poncio Pilato», les explicó el oficial. Los sacerdotes insistieron
y el centurión no tuvo más remedio
que llamar a Civilis, el comandante en jefe de la guarnición
destacada en Antonia, a quien tú
conoces.
»Nuestro común amigo -muy molesto por
aquella visita- les preguntó las razones por las que
debía proporcionarles la escolta. Y
Judas, antes de que los sacerdotes reaccionaran, se enfrentó
a Civilis, advirtiéndole que Jesús
formaba parte de un grupo de «zelotes», clandestinamente
asentado en la finca de Getsemaní1.
»Aquella vil mentira del Iscariote
hizo dudar al centurión. Los romanos, como sabes,
persiguen con saña a los
revolucionarios.
1 Cuando consulté con el módulo sobre los «zelotes» o
«zelotas», Santa Claus me facilitó la siguiente información:
"Este movimiento revolucionario
y clandestino -similar en alguna medida a los actuales grupos terroristas de
Europa y
América- empezó a desplegar su
actividad guerrillera y de acoso al ejército romano en la época de Augusto y
acaudillados, en un principio, por un
tal Judas ben Ezequías, de Galilea, que ya se había destacado en tiempos de
Herodes por el asalto a un arsenal
del ejército real y por sus desmanes e incendios. Al tener noticia de estas
bandas
que asolaban al país, Varo se
apresura a llegar desde Antioquía con dos legiones. Arrasa las ciudades de
Zippora
(Séforis) y Emmaús y los habitantes,
partidarios del rebelde Judas ben Ezequías, son vendidos como esclavos. Varo
ordena la captura y ejecución de
todos los «partisanos» del galileo, crucificando a más de 2 000 guerrilleros.
Pero el
jefe, Judas «Galileo», logra escapar
y, con la ayuda de otro extremista -un fariseo llamado Zadok- inicia tan lento
pero
profundo movimiento de lucha
clandestina contra el Imperio romano. Ya en tiempos de la infancia y juventud
de Jesús
de Nazaret, este movimiento -que
adopta el nombre de «zelotas» o «celadores»- empieza a ganar adeptos,
extendiéndose como una mancha de
aceite por todo Israel. Galilea, una vez más, fue la cuna y corazón de estos
patriotas extremistas, que no cesan
en sus hostigamientos contra la legión romana asentada en Cesárea y en el resto
de la nación judía. Camuflados bajo
un ardiente espíritu religioso, estos «terroristas» del siglo I empuñan las
armas,
bajo una doctrina que podría
sintetizarse en los siguientes principios:
1. El Reinado de Dios sobre Israel es
incompatible con cualquier dominación extranjera. Aceptar al César de
Roma como rey es violar la ley
divina. Dios es el único rey del pueblo.
2. El culto al emperador, en
cualquiera de sus formas, es abominable. El celo de muchos de estos «zelotas»
llegaba al extremo de no tocar
siquiera las monedas romanas que llevasen la efigie del César. El pago de los
impuestos
a Roma era una idolatría y una
apostasía, ya que implicaba un sometimiento a Roma y al Emperador.
(Precisamente el
nacionalismo «zelota» surge con Judas
ben Ezequías a raíz de la orden de Augusto de que toda la nación hebrea se
empadrone. Esta operación de censo
tenía, en realidad, una motivación económica, más que de estadística. Y ello
indignó a los judíos.)
3. Los judíos no debían esperar
pasivamente la llegada del Reino de Dios. Era necesaria la colaboración con
Dios,
mediante la revolución y la guerra
santa. Creían en los milagros de Dios y consideraban que éstos debían estar
siempre
al servicio de esa idea liberadora.
4. El objetivo principal de su lucha
armada era conseguir la libertad e independencia política de Israel. Los
«zelotas» habían tomado la liberación
de Egipto por Yavé como un símbolo y modelo a imitar.
5. Según la filosofía «zelota», la
conversión a Dios exigía necesariamente la desobediencia a la autoridad romana
y estar dispuesto a sacrificar el
dinero, la tranquilidad y hasta la vida en beneficio de estos principios
«salvadores».
A la vista de todo esto, es fácil
entender la confusión de algunos de los discípulos y apóstoles de Jesús -caso
de
Simón, el Zelotes, y del propio Judas
Iscariote-, que creyeron desde un principio que la doctrina del Galileo tenía
mucho
que ver con todo este movimiento de
liberación nacional.
Los «zelotas» fueron los causantes
directos de las sangrientas revueltas contra Roma en los años 68 al 70 de
nuestra Era, así como de la
registrada en el año 135. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
220
»No obstante, el oficial en jefe de
la legión les ordenó que esperasen, mientras acudía a la
residencia del procurador.
»Total, que entre unas cosas y otras,
el Sanedrín perdió una hora.
»Pilato se había retirado a dormir y,
en un primer momento, no quiso saber nada del tema.
Pero los enviados de Caifás no
cesaron en su empeño, obligando a Civilis a entrevistarse por
segunda vez con Poncio, anunciándole
que en el referido campamento se había descubierto un
considerable arsenal de armas y que,
si lograban capturar al «jefe» -a Jesús de Nazaret- el
procurador se apuntaría un importante
triunfo, de cara al César.
»Al final, y quizá para quitarse de
encima a los odiosos sacerdotes, Pilato dio la autorización
y el centurión de guardia encomendó
el mando de un pelotón de 30 o 40 legionarios -no sabría
precisarte el número exacto- a su optio: un tal Arsenius. Y de esta forma, con grandes prisas,
aquella tropa salió de Jerusalén,
guiada por Judas. El resto ya lo conoces...
Sí, lo conocía, pero varios detalles
seguían sin explicación. Por ejemplo: ¿por qué el Iscariote
se despegó del pelotón? Lo lógico es
que, si debía conducir a los soldados y a los levitas y
sirvientes del Templo hasta la finca
de Getsemaní y revelar a la turba la identidad del rabí, no
se hubiese separado en ningún momento
de sus secuaces. Además, si la intención del suboficial
romano era capturar a un supuesto
«jefe zelota» y a su grupo, ¿por qué Arsenius se contentó
con prender a Jesús de Nazaret? ¿Por
qué no asaltó el campamento?
(Como dije, en la mañana del sábado
siguiente quedaría despejada la primera de las
incógnitas. En cuanto a la segunda,
el propio procurador me daría una explicación en mi
próxima visita a la Torre Antonia.)
José, naturalmente, no puso aclararme
estas dudas. Ni él ni Ismael se habían atrevido a
unirse al pelotón que salió del
Templo minutos después de la doce y media de la noche por la
puerta Dorada. En cuanto a mi
pregunta de por qué el Maestro había sido traído a la casa de
Anás, en lugar de ser trasladado de
inmediato ante la presencia de Caifás, el de Arimatea -
evidentemente cansado- comentó:
-Feliz tú, Jasón, que no tienes que
vivir las constantes intrigas de estos hombres impuros...
No lo sé con certeza, pero tengo
entendido que Anás y su yerno están de acuerdo para retener
al Maestro en este lugar hasta que
Caifás consiga reunir a un máximo de sacerdotes adictos. De
esta forma, el juicio será
implacable. La ley señala, además, que el Consejo del Sanedrín no
puede reunirse antes de la primera
ofrenda.
-¿Y a qué hora tiene lugar ese primer
sacrificio?
-A las tres de la madrugada. Como
ves, aún tenemos tiempo. Quizá se obre el milagro que
tanto deseamos...
Y José concluyó su detallada
exposición, afirmando que aquel reptil llamado Caifás, con el fin
de no levantar sospechas -ni siquiera
entre sus propios hombres y servidores-, había ordenado
a dos de sus confidentes que pagaran
espléndidamente al optio
romano para que, en contra
incluso de la opinión del jefe de los
policías del templo, condujera a Jesús de Nazaret al
palacete de su suegro, Anás.
El de Arimatea se despidió,
indicándome que tenía intención de entrar en la residencia del ex
sumo sacerdote y hacer cuanto
estuviera en su mano -incluso sobornar al viejo Anás- para que
Jesús fuera puesto en libertad. Al
verlo desaparecer en el interior de la casa no pude reprimir
un sentimiento de tristeza por aquel
leal seguidor del Maestro. Estaba en su derecho de alentar
la esperanza. Lo que él no podía
saber es que esa esperanza había muerto mucho antes: en el
huerto de Getsemaní...
Semioculto en la oscuridad del patio
informé a Eliseo del curso de los acontecimientos,
rogándole que me avisase poco antes
del alba. En aquellos instantes eran las tres de la
madrugada.
Volví al fuego. Pedro, encerrado en
sus pensamientos, ni siquiera había advertido la llegada
de José de Arimatea. Se había sentado
detrás de los levitas, cubriendo su calvicie con el manto.
Supongo que aquel gesto poco tenía
que ver con el frío reinante y sí con su ardiente deseo de
que nadie volviera a descubrirle y
delatarle.
Los policías y sicarios del Sanedrín
seguían dándole vueltas a las tradiciones y leyendas
sobre los demonios. En la residencia
de Anás, todo parecía tranquilo. No observé movimiento
alguno ni señal de violencia o
agitación. Y supuse -erróneamente- que el interrogatorio del ex
sumo sacerdote se desarrollaba sin
incidentes...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
221
Debía llevar algo más de media hora
sentado muy cerca de Pedro cuando se aproximó al
corrillo una segunda mujer. Era más
joven y, por la indumentaria, deduje que se trataba de
otra sirvienta. Se colocó junto a la
portera y ésta, al verla, se inclinó sobre su oído izquierdo,
musitándole algo, al tiempo que
señalaba a Pedro con la mano.
La recién llegada forzó la vista.
Pero, por la forma de entornar los ojos, supuse que era
miope. Entonces dio unos pasos,
rodeando a los congregados al amor de la lumbre. Y al llegar
junto al apóstol retiró de un
manotazo el ropón que ocultaba la cabeza de Simón, gritándole:
-¿No eres tú uno de los fieles de ese
galileo...?
La inesperada exclamación de la
hebrea asustó por un igual a los levitas y a Pedro. Y el
discípulo, pálido como la cal, se
levantó a trompicones, encarándose con la muchacha.
-¡No conozco a ese hombre! -gritó con
más fuerza que su inquisidora- ¡Y tampoco soy uno
de sus discípulos...!
Pedro había puesto tanta vehemencia
en sus frases que las arterias del cuello se hincharon y
su rostro se tomó púrpura. Los ojos
del aterrorizado amigo de Jesús se despegaron casi de sus
órbitas, mientras un finísimo hilo de
saliva se descolgaba por la comisura izquierda de sus
labios.
La contundencia de Pedro fue tal que
la sirvienta retrocedió asustada, escapando del lugar
en dirección a la puerta de la casa.
Esta vez, los sirvientes y policías
permanecieron unos segundos con la vista clavada en el
desdichado pescador. Pedro, aturdido,
dio media vuelta, separándose del fuego.
Creí que su intención era huir del
recinto y poco me faltó para salir tras él. Pero no. Simón, a
pesar de su debilidad, seguía amando
al Maestro. ¡Qué poco y qué pobremente se ha escrito
sobre la tortura interna de este
primitivo galileo, consciente de sus errores, dominado por el
instinto de la supervivencia y
forzado por su temperamento a aquel trágico callejón sin salida!
Tuve que hacer denodados esfuerzos
para no correr a su lado y consolarle. Sin embargo, el
objetivo de mi misión logró imponerse
y esperé.
Apoyado sobre las rejas del muro,
Simón, encorvado y silencioso, golpeaba una y otra vez su
cabeza contra los hierros. Temí por
su integridad física. Aquellos cabezazos, secos y
continuados, en lugar de lastimarle,
parecieron devolverle una cierta serenidad. Y al rato,
después de secarse las lágrimas con
una de las mangas del manto, se reincorporó al grupo.
(Sinceramente, aquella actitud del
apóstol -volviendo al fuego- me hizo reflexionar, haciéndome
olvidar incluso su detestable y hasta
cierto punto comprensible conducta. Las iglesias -
especialmente la Católica- han
juzgado y clasificado este episodio de las negaciones como un
suceso lamentable por parte de Simón
Pedro. Pero muy pocos teólogos y moralistas parecen
tener en consideración un «atenuante»
que dice mucho en favor del « renegado». Pedro podría
haber abandonado el patio de Anás
después de su primera traición. Y no lo hizo. Y tampoco se
retiró después de la segunda y de la
tercera y de la cuarta... Porque, aunque los evangelistas
citan tres negaciones, hubo en
realidad una más, aunque también es cierto que esa negación
«extra» no tuvo un carácter público.
Quiero decir con todo esto que, si bien Pedro no se
comportó dignamente, no es menos
cierto que su sola presencia en el lugar le redime en buena
medida de aquellos momentos de
debilidad.)
El testarudo galileo no estaba
dispuesto a imitar a los compañeros que habían huido monte a
través y, remontando el miedo, se
acomodó como pudo entre los sirvientes, los cuales -dicho
sea de paso- en ningún momento se
convirtieron en acusadores ni le molestaron. Al menos, los
hombres que, hasta ese momento, se
apretujaban en torno a las llamas.
Pero la mala suerte quiso que, al
rato, el grupo se viera incrementado por media docena de
sacerdotes, llegados, al parecer, de
la residencia de Caifás y que traían la misión de coordinar y
controlar el traslado del Nazareno.
Después de solicitar información de los levitas allí reunidos,
cuatro de estos sacerdotes se
dirigieron al interior de la casa y los dos restantes permanecieron
junto a la fogata. Desde un primer
momento se sintieron atraídos por la animada conversación
sobre las supersticiones del pueblo
judío.
Alguien había mencionado a «Lilith» y
la polémica se encendió de nuevo. Por lo visto, el tal
«Lilith» era el sobrenombre que
recibía uno de los diablos más famosos. La mayoría de los
presentes aceptaba su existencia,
clasificándolo como «demonio-mujer». Este curioso
«espíritu» centraba sus ataques, como
mujer que era, en los hombres. Y más concretamente,
sobre aquellos varones que se
atrevían a permanecer solos en una casa.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
222
Y sólo el Divino, ¡bendito sea su
nombre!, sabe cuándo puede presentarse -remachó otro de
los servidores del Sanedrín.
La creencia en cuestión no fue muy
bien recibida por uno de los sacerdotes, un tal
Mardoqueo, más conocido en Jerusalén
por «Petajia» (y al que ya me referí anteriormente),
como consecuencia de su gran
facilidad para las lenguas. (Conocía, según el pueblo, más de
setenta idiomas y dialectos. De ahí
su apodo: «Petajia», de la palabra pataj: «abría»
las
palabras al interpretarlas.)
Este sacerdote, responsable también
de uno de los «cepillos» del Templo y hombre de gran
cultura, se burló de tales patrañas.
Las risotadas de «Petajía» indignaron a uno de los policías
quien, señalando primero a Pedro y
después al interior de la mansión, exclamó:
-Puedes reírte cuanto quieras, pero
mira a ese galileo... Tú mismo asististe a su entrada triunfal
en Jerusalén, a lomos de un jumento.
No tuvo la precaución de colocar una cola de zorro o un
trapo rojo entre los ojos del
borriquillo y fíjate lo que le ha deparado la fortuna...1
En ese instante, Simón cometió un
nuevo error. Irritado por aquella arraigada superstición
hebrea, intervino en la discusión,
intentando aclarar a los presentes que el rabí de Galilea no
necesitaba protegerse con tan
absurdas supercherías y que su poderío era tan grande que, si
así lo deseaba, podía hacer bajar
fuego de los cielos y arrasar al Sanedrín, sin tocar siquiera a
los inocentes...
Los levitas y servidores del Templo
no prestaron mucha atención a la valiente pero
inoportuna defensa de Pedro. Sin
embargo, «Petajía» -que había captado al instante el duro
acento galileico del apóstol- se
encaró con él, desviando el rumbo de la conversación hacia un
derrotero que abrió de nuevo las
carnes de Simón:
-Tú tienes que ser uno de los
seguidores del detenido. Este Jesús es un galileo y tu forma de
hablar te traiciona... Hablas como un
verdadero galileo.
Antes de que Simón pudiera
reaccionar, uno de los sicarios del Sanedrín -aquel que
precisamente había hablado de la
milagrosa curación de Malco- refrendó el descubrimiento de
«Petajía», desvelando a todos un
hecho que, hasta ese momento, había pasado inadvertido:
Tú, además, -exclamó alarmado-
estabas en el camino del Olivete... Yo vi cómo herías a mi
pariente...
Aquello cambió las cosas. Ya no se trataba
únicamente de unas más o menos veladas
acusaciones por compartir la doctrina
del Galileo. La última afirmación podía arrastrar al apóstol
a un fulminante arresto, como
culpable de agresión a uno de los esbirros del sumo sacerdote.
Y entiendo que fue esta circunstancia
la que realmente hizo estallar los nervios de Pedro. No
se trataba ya de negar a Jesús sino,
sobre todo, de evitar tan peligrosa acusación.
Algunos de los levitas se pusieron en
pie, blandiendo sus porras en actitud amenazante. Y
posiblemente hubieran prendido a
Pedro, de no haber sido por el torrente de juramentos que
empezó a brotar de su boca. Aquella
obscena y agria retahíla de imprecaciones -en la que el
descompuesto amigo del Nazareno llegó
a incluir a su propia madre y a sus hijos2-
frenó los
ímpetus de los policías. Y cuando,
finalmente, el acorralado galileo juró por el oro del tesoro del
Templo, abriendo su manto en forma
que todos pudieran comprobar que no ceñía espada,
aquellos serviles personajes
terminaron por dejarle en paz. (Jurar y poner por testigo al Templo
era importante, pero, hacerlo por el
oro de dicho santuario lo era mucho más...)
Cuando Pedro vio alejarse el fantasma
de su arresto dio media vuelta y muy despacio -
procurando no levantar nuevas
sospechas- se distanció de la hoguera. Arrastrando los pies, sin
fuerzas y con el ánimo duramente
castigado, fue a sentarse las escalinatas de mármol de la
puerta. Durante unos minutos no me
atreví a moverme del fuego. El desdichado discípulo había
enterrado el rostro entre sus
pequeñas y callosas manos, acompañando su evidente
desesperación con una ininterrumpida
y rítmica oscilación frontal de su cuerpo.
1 En la primera oportunidad que tuve solicité de Santa Claus
información sobre las principales supersticiones de los
judíos de aquella época. Y entre
otras figuraba, en efecto, la de no emprender viaje alguno -por corto que
fuese- sin
antes haber colocado esa cola de
zorro o un trapo rojo entre los ojos de la caballería. Si dos convidados a un
banquete,
por ejemplo, se arrojaban sendas
bolitas de pan, era seguro que caían enfermos. Otra de las supersticiones,
relacionada con la presencia de los
demonios en las letrinas, llegaba a sugerir que se acudiera a dicho lugar en
compañía de un cordero. De esta
forma, el judío podía hacer sus necesidades sin problemas. (N. del m.)
2 La ley judía permitía este tipo de maldiciones -contra el
padre y la madre-, en tanto la maldición no fuera nominal.
En este sentido, Pedro tuvo especial
cuidado de no citar los nombres de pila de sus progenitores. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
223
Eran las cuatro de la madrugada. La
penúltima y tercera negación pública se había
consumado...
El silencio seguía dominando a
Jerusalén. A lo lejos, muy de tarde en tarde, se escuchaban
algunos de los numerosos perros
callejeros que yo había visto a mi paso por la ciudad santa.
Fueron aquellos casi siempre
lastimeros aullidos los que trajeron a mi memoria otro hecho que,
precisamente, aún no se había
registrado. Pedro había negado a su Maestro por tres veces y,
sin embargo, yo no había oído el
famoso canto del gallo.
No es que esta anécdota me preocupara
excesivamente. Y mucho menos cuando estaba
viviendo -y sufriendo- las angustias
de Simón, totalmente deshecho y abatido junto al portón
de entrada a la residencia de Anás.
Sin embargo, y mientras esperaba la llegada del alba,
procuré afinar mis oídos. Meditando
sobre este particular comprendí que los gallos de Jerusalén
no podían haber iniciado sus
característicos cantos por la sencilla razón de que aún faltaba más
de una hora para el amanecer (aquel
viernes, 7 de abril, como ya he citado en otras ocasiones,
la salida del sol se produjo a las
5.42 horas). En algún momento llegué a creer que los
evangelistas habían vuelto a
equivocarse. Las tres negaciones, como digo, ya se habían
producido y los cronómetros
«monoiónico»1 del módulo marcaban las cuatro de la madrugada.
Pero no. Esta vez no hubo error,
aunque las versiones de los escritores sagrados tampoco
coinciden al cien por cien...
Pero debo ajustarme a un estricto
orden de los acontecimientos. Cuando estimé que Pedro
podía haberse tranquilizado, yo
también me retiré del gnipo de los levitas. Me dejé caer junto al
discípulo y acerqué mi mano a su
hombro izquierdo. Pedro se sobresaltó de nuevo. Interrumpió
aquel movimiento, casi catatónico, y,
al comprobar que era yo, suspiró aliviado. Durante un
buen rato casi no hablamos. ¿Qué
podía decirle?
Al poco, Pedro -que había ido
recuperando la normalidad- me miró fijamente, expresando
una idea que aún me dejó más confuso:
-¿Has observado, Jasón, con qué
habilidad he destruido las acusaciones de esos serviles
esclavos del Templo?
Una sonrisa mecánica acompañó las
inesperadas palabras de Simón. Entonces comprendí
que su máxima preocupación en
aquellos momentos no era, como yo había creído, el innoble
hecho de haber renegado de su amigo.
Nada de eso. Pedro, en mi opinión, no tenía una
conciencia muy clara de que había
traicionado a su Maestro. Lo que le había angustiado y
aterrorizado era la amenaza de un
posible encarcelamiento.
Esta sospecha, que fue ganando
terreno en mi corazón, se vio confirmada por los sucesivos
comentarios del apóstol,
felicitándose a sí mismo por haber sido capaz de evitar su
identificación.
Esas mujeres, además -añadió Pedro,
que prácticamente expresaba en voz alta sus
pensamientos- no tienen autoridad
moral. No pueden interrogarme. No tienen derecho... No, no
lo tienen... No lo tienen...
El galileo repitió aquella monótona
cantilena, como si necesitara justificar su actitud. Y en
ningún momento recordó o se refirió a
Jesús. No creo equivocarme si digo que el pescador no
cayó verdadera y definitivamente en
la cuenta de su sucio gesto hasta que no escuchó el canto
de los gallos de la ciudad. Sólo
entonces recordó la profecía del Maestro y asumió todo el peso
de su infidelidad.
Cuando le interrogué sobre la suerte
que habían corrido sus compañeros, Pedro no supo
darme razón. Lo ignoraba todo. Sólo
recordaba que, cuando se hallaba a escasos metros de la
1 Caballo de Troya dotó al módulo de un sistema múltiple de
relojes, cuyo fundamento no era ya el sistema
tradicional de radiación del Cesio
133 de los relojes «atómicos», sino la «manipulación» o «aprisionamiento» de un
ion
-un solo ion- en un campo magnético,
mediante el uso de un finísimo haz de luz láser. Es casi seguro que este nuevo
sistema de medición del tiempo -con
una precisión 100000 veces superior a la de los relojes «atómicos»- se
incorpore
definitivamente a la vida del hombre
en los próximos años. Merced a este delicado instrumental, el orto o aparición
sobre el horizonte del limbo superior
del Sol -para Jerusalén: latitud aproximada 32 grados N- fue estimado a las 5
horas y 42 minutos en aquel 7 de
abril del año 30 (siempre tiempo local). En cuanto al ocaso o desaparición bajo
el
horizonte del citado limbo superior
del Sol. fue calculado a las 18 horas y 22 minutos (se tuvo en cuenta la
refracción
que en dichos acontecimientos eleva
al astro aproximadamente 34 segundos de arco). Para esta latitud, la variación
de
las horas de orto y ocaso es
aproximadamente de cuatro minutos por cada cinco grados de separación en
latitud. (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
224
empalizada de piedra del huerto de
Simón, algo le obligó a detener su huida. Y ciego de rabia
se ocultó entre los olivos,
dispuestos a seguir a la chusma que había capturado al rabí.
Y allí continuamos hasta que, pocos
minutos antes del alba, la portera y la sirvienta que
habían comprometido la seguridad del
apóstol con sus preguntas, volvieron a la carga. Se
acercaron sin previo aviso hasta
nosotros y, sin levantar apenas la voz, la guardesa le comentó
en tono sereno y desprovisto de
aquella malicia inicial:
-Estoy segura de que eres uno de los
discípulos de este Jesús. No sólo porque uno de sus
lides me pidió que te dejara pasar al
patio, sino también porque mi hermano te ha visto en el
Templo con ese hombre... ¿A qué
negarlo?
Y por cuarta vez, Pedro volvió a
negar cualquier conexión con el Nazareno. Pero, en esta
oportunidad, su negativa fue mucho
más fría y calculada. Sus anteriores razonamientos sobre
la falta de autoridad legal por parte
de las mujeres para acusarle y la circunstancia de que este
nuevo ataque no hubiera sido hecho en
público, fueron, a mi entender, decisivos.
Pero ni Pedro ni yo contábamos con
que, justo en esos momentos, cuando la claridad del
nuevo día apuntaba ya por el Este, en
el
interior de la mansión empezaran a
escucharse algunas voces. Nos pusimos en pie, al tiempo
que uno de los domésticos de Anás
salía precipitadamente, alertando a los policías.
Todo sucedió tan rápidamente que
apenas si pudimos reaccionar. De pronto, en el umbral de
la puerta apareció el Maestro. Seguía
atado. Junto a él, Juan, el legionario y otros dos sirvientes
de Anás.
Por espacio de un minuto, mientras
los levitas del templo se organizaban para conducir al
preso, Jesús levantó lentamente la
cabeza, girando su rostro hacia nosotros, que seguíamos a
su derecha y a poco más de dos
metros. A la luz parpadeante y rojiza de las antorchas, la
mirada del Galileo se clavó única y
exclusivamente en la de su amigo Pedro. Jesús no sonrió,
pero de sus ojos partió un profundo y
escalofriante mensaje de amor y piedad. Con aquel
gesto, el gigante llegó como nunca
hasta el aturdido corazón del renegado. Las palabras
sobraban. El Maestro parecía saber lo
ocurrido durante aquellas casi tres horas en el patio del
ex sumo sacerdote. Y Pedro, al
recoger aquel intenso mensaje, empezó a valorar en
profundidad la gravedad de su culpa.
En esos momentos, cuando el soldado
romano situado a espaldas del Nazareno le empujó
violentamente, obligándole a
descender las escalinatas, un gallo de las proximidades rasgó el
silencio del alba con un canto largo
y estridente.
Y el amigo del Maestro palideció.
La portera, que permanecía a nuestro
lado, se dirigió velozmente hacia la cancela,
procediendo a abrir la chirriante
puerta de hierro. Y el grupo de levitas, rodeando siempre al
Maestro, salió del palacete de Anás.
Desde ese instante, y durante un buen
rato, otros gallos llenaron con sus cantos las primeras
luces de aquel viernes, 7 de abril,
que jamás podré olvidar...1
Hubiera dado cualquier cosa por
seguir al lado de Pedro. Creo que, a partir del canto de
aquel gallo, el apóstol ya no fue el
mismo. Es cierto que el inexplicable portento de la
resurrección del Maestro le afectó
decisivamente. Sin embargo, aquellas negaciones pesarían
ya para siempre en su alma. Allí,
estoy convencido, murió, si no toda, sí buena parte del Simón
asustadizo, torpe y engreído. Su
espíritu, como digo, había recibido el más duro de los golpes...
Pero la misión me exigía permanecer
lo más cerca posible del Nazareno. Y con una breve
carrera me uní a Juan y al soldado
romano. Al cruzar la puerta de entrada al palacete del ex
sumo sacerdote me sorprendió ver a
Juan Marcos, cubierto esta vez por un manto. ¿Cómo
había llegado hasta allí? No pude
detenerme a preguntárselo, pero deduje que, después de
escapar de los legionarios, se habría
hecho con aquella prenda, siguiendo a la escolta romana,
al igual que Juan Zebedeo y Pedro.
1 No era cierto, como han pretendido algunos exegetas que se
apoyan en los escritos rabínicos Baba gamma (VII,
7
- VIII, 10 y 82b), que la cría de
gallinas estuviese prohibida en Jerusalén. (Se pensaba que, al escarbar, podían
sacar
cosas impuras.) Según la Misná, el canto del gallo servía precisamente como señal para el
toque de las trompetas. Así
lo confirman los textos de la Sukka V,4, el Tamid 1,2 y el Yoma 1,8. Entre las informaciones facilitadas por el ordenador
del módulo se aseguraba que la
referida Misná menciona un gallo de Jerusalén que, según Yuda ben Baba,
«había sido
lapidado por haber matado a un
hombre». Al parecer, dicho gallo había traspasado con su pico el cráneo de un
niño.
También en Tos. B.Q. VIII, 10 (361,29) se dice que la cría de estas aves
domésticas estaba permitida en la ciudad
santa, siempre y cuando se dispusiera
de un huerto o estercolero donde pudieran escarbar. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
225
La comitiva enfiló las desnudas
calles de Jerusalén en el momento en que las trompetas del
Templo procedían a despertar a la
población. Pregunté a Juan si sabía a dónde nos dirigíamos.
-Los sacerdotes enviados por Caifás
-me dijo- anunciaron al suegro de esa rata que el
tribunal del Sanedrín estaba
dispuesto. Me temo que pronto lo sabremos...
En ese momento, Eliseo abrió de nuevo
su conexión, advirtiéndome que eran las cinco horas
y cuarenta y dos minutos. Su nuevo
«parte» meteorológico vino a confirmar lo que ya me había
adelantado el día anterior: constante
subida de los barómetros e incremento de la velocidad del
viento, con riesgo de «siroco».
Aquel amanecer, efectivamente, no fue
tan fresco como los anteriores.
El pelotón tiraba con prisas del
Maestro. Así que me apresuré a interrogar a Juan, el de
Zebedeo, sobre lo ocurrido en el
interior de la casa del poderoso e influyente Anás.
Tal y como sospechaba -siempre según
el testimonio de Juan, que no se apartó un momento
de Jesús-, Anás se tomó el encuentro
con el Galileo con una lentitud muy extraña. La presencia
del rabí ante el ex sumo sacerdote
carecía prácticamente de sentido, de no haber sido por la
estratagema urdida entre Caifás y su
suegro, a fin de retenerle en un lugar seguro hasta que
los saduceos, escribas y fariseos
comprometidos en la trampa terminaran de comparecer ante
el sumo sacerdote.
José de Arimatea, que asistió a parte
del interrogatorio y que había preferido quedarse con
Anás, completaría horas más tarde la
narración de Juan, explicándome que el hábil suegro de
Caifás tenía, desde un primer
momento, la secreta intención de liquidar allí mismo aquel
enojoso asunto. Por lo visto,
conociendo el carácter violento e impulsivo de su yerno, no
deseaba que la causa contra el
Maestro cayera en sus manos. Pero la inesperada postura de
Jesús de Nazaret abortó sus planes...
Anás -me informó el discípulo amado
del rabí- conocía al Maestro desde hacía varios años.
Como todo el mundo en Israel, también
él había oído hablar de las señales, prodigios y
enseñanzas de Jesús.
»Al recibirnos en sus estancias
privadas, Anás quiso prescindir del representante del optio y
de mí mismo, pero el legionario se
opuso, advirtiéndole que se trataba de una orden del
procurador. Como sabes, las
relaciones de ese corrompido sacerdote con los romanos son
excelentes y, finalmente, tuvo que
resignarse.
«Se sentó en una de las sillas y
permaneció un buen rato sin pronunciar palabra, observando
al Maestro con gran curiosidad.
«Después, con su habitual presunción
y autosuficiencia, se dirigió a Jesús en los siguientes
términos:
«-Ya sabes que tengo que hacer algo
en cuanto a tus enseñanzas... Estás perturbando la paz
y el orden de nuestro país.
»El Maestro levantó la cabeza y le
miró fijamente. Pero no abrió los labios.
«Aquello no le gustó a Anás. Sus
nervios empezaron a fallar y sin poder ocultar la rabia le
exigió:
»-¡Dime los nombres de tus
discípulos...!
«Pero el Maestro siguió callado. Y,
sin pestañear, continuó con sus ojos fijos en los del viejo
reptil.
«Te juro, Jasón, que muy pocas veces
había visto tanta majestuosidad en el rostro de
nuestro Maestro. Mientras Anás se
encolerizaba por momentos, Jesús, en pie y a pesar de estar
amarrado, le demostraba a ese
bastardo su verdadera grandeza...
A pesar de las circunstancias, Juan
hablaba del Galileo con el mismo o mayor entusiasmo, si
cabe, que lo había hecho en ocasiones
como la de su entrada triunfal en Jerusalén.
-Entonces, ante mi sorpresa, y
supongo que la de Jesús -prosiguió el joven Zebedeo-, Anás
cambió de táctica. Llegó a sugerir al
Maestro que estaba dispuesto a olvidarlo todo, con una
condición.
Aquello también era nuevo para mi y,
mientras ascendíamos por las callejas de la ciudad
baja, ya con el claro propósito de
llegar hasta la sede del Sanedrín -ubicado en la zona exterior
y suroccidental del Templo (muy cerca
de lo que hoy se conserva y denomina como «muro de
las Lamentaciones») presté toda mi
atención a las palabras del discípulo.
-¿Sabes de qué fue capaz...? Anás le
propuso perdonarle la vida si salía inmediatamente de
Palestina... Pero el Maestro no se
inmutó siquiera.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
226
»Aquel nuevo silencio exasperó aún
más al ex sumo sacerdote. Y golpeando los brazos de la
silla, le gritó a Jesús:
»-¿No estimas que soy muy bondadoso
contigo...? ¿No te das cuenta de cuál es mi poder?
Yo puedo determinar el resultado
final de tu próximo juicio...
«Jesús, por primera vez, habló y,
dirigiéndose a Anás, le dijo:
»-Ya sabes que jamás podrás tener
poder sobre mi sin permiso de mi Padre. Algunos
querrían matar al Hijo del Hombre
porque son unos ignorantes y no saben hacer otra cosa. Pero
tú, amigo, sí tienes idea de lo que
haces. Entonces, ¿cómo puedo rechazar la luz de Dios?
»La inesperada amabilidad del Maestro
para con aquella serpiente derrotó a Anás y me
desconcertó.
»Y el viejo se puso a cavilar
buscando, supongo -interpretó Juan-, alguna nueva
maquinación para perder a Jesús.
»Al rato le preguntó de nuevo:
»-¿Qué intentas enseñar al pueblo? ¿Quién
pretendes ser?
»El Maestro no eludió ninguna de las
cuestiones. Y se dirigió a Anás con gran firmeza:
»-Muy bien sabes que he hablado
claramente al mundo. He enseñado en las sinagogas
muchas veces y también en el templo,
donde judíos y gentiles me han escuchado. No he dicho
nada en secreto. ¿Cuál es entonces la
razón por la que me interrogas sobre mis enseñanzas?
¿Por qué no convocas a mis oyentes y
te informas por ellos? Todo Jerusalén me ha oído. Y tú
también, aunque no hayas entendido
mis enseñanzas.
»Antes de que Anás pudiera
responderle, uno de los siervos de la casa se volvió hacia el
Maestro y le abofeteó violentamente,
diciéndole:
»-¿Cómo te atreves a contestar así al
sumo sacerdote?
»¡Ah, Jasón!, ¡cómo me ardía la
sangre...!
Cuando me interesé por la reacción de
Jesús, Juan se encogió de hombros y señalando al
Maestro, que caminaba a escasos
metros por delante nuestro, comentó:
-No vi sombra alguna de odio o
resentimiento en sus ojos. Simplemente, se puso frente al
lameculos de los betusianos y con la
misma transparencia y docilidad con que se había dirigido
a Anás le manifestó.
»-Amigo mío, si he hablado mal,
testifica contra mi. Pero, si es verdad, ¿por qué me
maltratas?
Pregunté entonces al discípulo si
aquella bofetada había ocasionado alguna hemorragia nasal
a Jesús. Juan lo negó. Evidentemente,
cuando vi aparecer al Galileo en la puerta del caserón de
Anás, su rostro no presentaba señales
de violencia. Al menos, yo no llegué a distinguirlas.
Hacía un buen rato que venía
observando cómo Pedro nos seguía a corta distancia. Pero, al
aproximarnos al arco de Robinson, y
en una de las ocasiones en que giré la cabeza para
comprobar si el solitario y
desdichado Simón continuaba allí, le vi sentarse al pie de la muralla
meridional que separaba los dos
grandes barrios de Jerusalén. Por su forma de dejarse caer
sobre los adoquines y de cogerse la
cabeza entre las manos intuí que el apóstol se había dado
por vencido. Su derrota en aquellas
horas era total. De no haber conocido el final de aquellos
sucesos, no hubiera puesto mi mano en
el fuego respecto a su suerte...
Desgraciadamente, ya no volvería a
verle.
Juan, que en esos momentos no estaba
al corriente de las negaciones de su amigo, finalizó
así su relato:
-Anás hizo un gesto de desaprobación
por el brutal golpe de su siervo al Maestro, pero su
orgullo es tal que no le hizo ninguna
observación. Se limitó a levantarse de su asiento y salió de
la estancia. No le volvimos a ver
hasta pasadas dos horas...
-¿Jesús te dijo algo en ese tiempo?
-No -respondió Juan-. El Maestro, los
sirvientes, el soldado y yo continuamos allí, sin
movernos y en silencio. Al cabo de
este tiempo, Anás regresó a la sala y aproximándose a Jesús
reanudó el interrogatorio:
»-¿Te consideras el Mesías, libertador
de Israel?
»Jesús levantó nuevamente el rostro y
con idéntica calma le dijo:
»-Anás, me conoces desde mi juventud
y sabes que no pretendo ser nada más y nada
menos que el delegado de mi Padre. He
sido enviado para todos los hombres: tanto gentiles
como judíos.
«Pero el ex sumo sacerdote no quedó
satisfecho y repitió la pregunta:
Caballo de Troya
J. J. Benítez
227
»-He oído comentar que pretendes ser
el Mesías. ¿Es cierto?
»El Maestro esperó un poco antes de
contestar. Por un momento creí que no deseaba hablar.
Pero ya lo creo que lo hizo. ¡Y con
qué seguridad, Jasón!
»-¡Tú lo has dicho! -le dijo al fin.
»Entonces fue cuando entraron esos
sacerdotes. Venían de parte de Caifás. Y acercándose a
Anás le murmuraron algo al oído. No
puedo decirte el qué, aunque supongo que tiene mucho
que ver con el Consejo del Sanedrín.
Como te decía, no tardaremos en saberlo.
»EI resto ya lo sabes: Anás ordenó
que condujeran a Jesús a la presencia de su yerno y
abandonamos la casa...
Poco antes de las seis de la mañana
el pelotón que conducía a Jesús se detuvo frente a un
caserón muy rústico, situado a escasa
distancia del gran rectángulo del Templo.
Concretamente, junto a la esquina
suroccidental, en una reducida zona ajardinada,
perfectamente aislada de aquel sector
de la ciudad baja por los arcos de Wilson y Robinson al
norte y sur y por la muralla
meridional y el muro del Templo, al este y Oeste, respectivamente.
Unas madrugadoras golondrinas
aleteaban juguetonas entre los aleros del segundo piso de
aquella casona de algo más de 50
metros de largo por unos 34 o 35 de ancho. Los trinos de
estos negros emigrantes y el sordo y
rítmico rugido de la molienda del grano, levantándose
desde todas las casas de Jerusalén,
fueron los últimos v agradables sonidos que escuchamos
antes de penetrar en aquel «antro».
Durante esta nueva conducción de
Jesús, la posibilidad de que nos dirigiéramos a la
tradicional sede del Sanedrín, en el
interior del Santuario, me hizo temblar. De haber sido así,
ni el legionario que custodiaba al
Maestro ni yo hubiéramos podido tener acceso al mismo.
Afortunadamente -tal y como había
sabido por los textos del historiador Flavio Josefo, pocos
meses antes de iniciarse el año 30,
las castas sacerdotales habían «descongestionado» la
célebre sala de las «piedras
talladas» (emplazada en uno de los ángulos suroccidentales del
atrio de los Sacerdotes), trasladando
el lugar de reunión del Sanedrín a este edificio de gruesas
piedras grises y apenas desbastadas1. El juicio que Caifás había planeado -como iremos viendo-
no era muy ortodoxo y, aunque el
Consejo Supremo israelita seguía reuniéndose en ocasiones
en el santuario, en esta ocasión -y
con gran contento por mi parte-, el sumo sacerdote y sus
correligionarios habían preferido
liquidar el asunto en la nueva sede, mucho más discreta que la
cámara de las «piedras talladas».
Los levitas atravesaron un angosto y
oscuro pasillo, desembocando en el reducido patio
central del bouleyterion o «cuartel general» del Sanedrín. Desde allí, y sin
pérdida de tiempo,
penetramos en una sala cuadrada,
bastante espaciosa y de alto techo, situada -a juzgar por el
camino que habíamos recorrido- en el
ala más occidental del edificio. La escasa claridad que
entraba por las troneras obligaba a
mantener encendidas las lucernas de aceite.
Tal y como me temía, nada más pisar
la estancia donde debía celebrarse el «juicio» contra el
Galileo, uno de los criados del sumo
sacerdote se interpuso en mi camino, exigiendo que me
identificara. Fueron segundos de gran
tensión. En mi condición de simple mercader griego, yo
no tenía por qué asistir a dicha
asamblea. De cara a aquellos hebreos, mi presencia no era
justificable desde ningún punto de
vista. Y cuando creía que todo estaba perdido, el legionario,
que se hallaba aún a mi lado, cortó
el suspense, con una oportunísima respuesta:
-¡Alto...! Este hombre viene conmigo.
Como yo, representa al procurador romano.
Aquella mentira -consecuencia del
denario de plata que había entregado al legado del
suboficial Arsenius- fue
determinante. Y sin más explicaciones nos dirigimos al centro de la
cámara.
Algo más de la mitad de aquella sala
(de unos 10 metros de lado) se hallaba ocupada por un
banco corrido de madera en forma
semicircular o de media luna. Este asiento común, sin
brazos y dotado de altos respaldos,
minuciosa y primorosamente labrados, había sido dispuesto
sobre un entarimado de unos 40
centímetros, de tal forma que sus ocupantes pudieran dominar
la estancia.
1 Tanto Josefo en su obra Guerras de los Judíos (V.4,2 y VI.6,3) como la Misná (Mid. V.5; Sanb. XI.2 y Tamid II.5,
entre otros documentos) aseguran de
forma muy precisa que el Sanedrín se «trasladó» 40 años antes de la destrucción
del templo, de la sala de las
«piedras talladas» a una especie de «bazar», adosado prácticamente al santuario
por su
cara oeste. Así lo deja entrever
también Hechos (23,10). (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
228
Frente a estos asientos -cerrando el
semicírculo-, observé tres filas de bancos, igualmente de
madera, pero sobre el enlosado del
piso y, por tanto, en un nivel mucho más bajo.
Cuando entramos, el asiento en forma
de media luna estaba ya ocupado por un total de 23
sacerdotes. Otros seis o siete se
habían acomodado en la primera de las tres hileras de bancos
ya mencionadas. Las otras dos filas
permanecían vacías. (Posteriormente al contrastar estas
informaciones con las del ordenador
central de la «cuna» pude sacar en conclusión que aquella
media docena de saduceos y fariseos
que se sentaba fuera del semicírculo había obrado así,
simplemente porque aquel lugar era la
sede del llamado «Sanedrín menor»1, formado única y
exclusivamente por 23 miembros.
Caifás había logrado reunir a una treintena de «adeptos» y,
en consecuencia, no todos pudieron
tomar asiento en el tribunal oficial.)
Sentados en el filo del entarimado, y
frente a cada uno de los dos extremos del semicírculo,
se hallaban dos escribas
«judiciales». Vestían sus tradicionales túnicas de lino blanco, portando
en sendas fajas unas cajitas de madera
de las que empezaron a extraer sus útiles de escritorio:
plumas de caña, dos reducidos frascos
que hacían las veces de tinteros y varios rollos de cuero.
A decir verdad, aquellos dos escribas
fueron lo único legal y correcto en todo aquel simulacro
de juicio. (Uno, según la Misná, se encargaba de ir recogiendo las alegaciones en favor de
la
absolución del detenido o detenidos,
y el segundo escribía las propuestas de condenación.)
Jesús, siempre en compañía del
legionario que controlaba la cuerda que amarraba sus
muñecas, fue obligado a situarse al
píe mismo del entarimado, de cara a los jueces y dando la
espalda a las tres filas de bancos.
Juan y yo, en compañía de otros
levitas y domésticos del Sanedrín, tomamos posiciones por
detrás de esas hileras de asientos y
a la izquierda del Maestro. Al fondo de la sala, a través de
una puerta situada a nuestras
espaldas y que permanecía entreabierta, descubrí un grupo de
hebreos. Pero, a juzgar por su
indumentaria, no parecían sacerdotes ni miembros del Sanedrín.
(La incógnita no tardaría en
despejarse.)
Desde un primer momento me llamó la
atención un personaje que ocupaba el centro de
aquel tribunal. Debía rondar los
cincuenta años. No era muy alto y en su cuerpo sobraba grasa
por todas partes. Su obesidad
destacaba especialmente en su cara, redonda y congestionada, y
en una gran papada, sobre la que
descansaba una barba canosa. La cabeza, sin el turbante que
lucían algunos de sus compañeros de
banco, estaba rematada por un cabello negro y muy
corto, al estilo «juliano».
Su gran humanidad se veía
notablemente multiplicada por unas vestiduras muy distintas a
las del resto de los jueces. Mostraba
una túnica y unos calzones, todo ello de seda y en una
tonalidad leonada. Su pecho aparecía
ceñido por cinco bandas o hazalejas, cada una de un
color: oro, carmesí, grana, cárdeno y
leonado.
Aquel individuo era José ben Caifás,
sumo sacerdote desde el año 18, por designación del
procurador romano Valerio Grato,
antecesor de Pilato.
A derecha e izquierda del yerno de
Anás, como digo, se sentaban otros 22 miembros del
Sanedrín, casi todos cubiertos por
amplios mantos multicolores. Juan, en voz baja, me fue
señalando a los más venenosos e
intrigantes: Semes, Dothaim, Leví, Gamaliel, Jairo, Neftalí y
un tal Alejandro, en su mayoría
saduceos.
En los rostros de aquellos individuos
-casi todos con edades que oscilaban alrededor de los
60 años- había perplejidad. El porte
majestuoso y calmado del Nazareno debió causarles una
honda impresión. Desde el momento en
que Jesús fue situado frente a ellos no cesaron en sus
cuchicheos.
Pero Caifás parecía tener prisa, y a
una orden suya, algunos de los policías invitaron al grupo
de judíos que aguardaba en la sala
contigua a que se aproximara al consejo.
Ante la sorpresa primero, y la
indignación después, de Juan, aquellos «testigos» comenzaron
a declarar contra las enseñanzas y la
persona del Galileo. Sus ataques, tan exaltados como
desordenados, se centraron
fundamentalmente en las numerosas violaciones del sábado y de
1 Santa Claus aportó los siguientes datos sobre la
composición oficial del Sanedrín en aquellos tiempos: una
institución superior o «Sanedrín
mayor», formado por 72 miembros y un «Sanedrín menor», constituido por 23
miembros. Ambos tribunales eran
competentes en casos criminales. Los dos miembros más destacados del «gran
Sanedrín» eran el nasí o presidente y el ab bet din o «padre del tribunal», títulos, al parecer, puramente
honoríficos.
Las tres hileras de bancos del
«Sanedrín menor» eran destinadas a los discípulos de los sabios. Dadas las
características de aquel «juicio» y
lo irregular de la hora, era lógico que los «alumnos» de los jueces no
estuvieran
presentes. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
229
las leyes mosaicas que -según ellos-
habían cometido Jesús y su «grupo de desarrapados
galileos». Los perjuros, a todas
luces comprados de forma precipitada por el Sanedrín, se
contradecían incesantemente,
convirtiendo la sesión en una farsa. El desfile de falsos testigos
llegó a ser tan lamentable que
algunos de los jueces, avergonzados, bajaban la cabeza o se
revolvían nerviosos y violentos en
sus asientos.
El Maestro, que en esta ocasión sí
había levantado su rostro, permanecía impasible,
sobresaliendo sobre sus acusadores,
no sólo por su talla sino, sobre todo, por su porte
majestuoso. Aquel talante sereno, sin
la más débil sombra de orgullo o engreimiento, exasperó
aún más a Caifás y a sus cómplices,
que no entendían cómo un hombre podía guardar
semejante calma cuando todo apuntaba
hacia una posible sentencia de muerte.
-Este profanador del sábado -afirmó
uno de los testigos- es reincidente, ya que consta que
fue amonestado por los sacerdotes en
varias ocasiones. Por tanto, es reo de exterminio...
(De acuerdo con la Misná -capítulo «Sanedrín-Makkot»- el que profanaba el sábado
con
premeditación y de forma reincidente
debía ser muerto por lapidación.)
Otro de los falsos testigos tomó la
palabra y señalando al Galileo recordó a la sala la
multiplicación de los panes y peces.
-… De acuerdo con nuestra leyes
-aseguró-, este hombre es un mago que engaña al pueblo
con sus actos. Aquiba dice en nombre
de Yehosúa: «Si dos reúnen pepinos sirviéndose de la
magia, uno de los colectores no es
culpable y el otra sí. El que realiza el acto es culpable y el
que sólo engaña la vista no es
culpable.» Muchos pudimos ver entonces cómo este enviado del
Príncipe de los demonios llevaba a
cabo el acto y sus discípulos le secundaban...
Un murmullo de aprobación se extendió
entre los jueces. Pero el Maestro seguía mudo.
-Según el Levítico -argumentó otro de
los hebreos-, el reo adquirió impureza por contacto
con cadáveres. Y, por si no fuera
culpa suficiente, se atrevió a violar la sagrada creencia de la
resurrección de los muertos, sacando
de la tumba a Lázaro...
Algunos de los saduceos, cuya
filosofía rechazaba de plano la resurrección de los muertos,
movieron la cabeza negativamente,
sonriendo sin disimulo. Caifás, que pertenecía a esta casta,
pasó por alto la impertinencia de los
saduceos. No era aquél el momento de entrar en
polémicas con los fariseos, que
habían fruncido el ceño con claro disgusto por las irónicas y
silenciosas manifestaciones del resto
del tribunal. La momentánea tensión entre los jueces se
vio disipada cuando aquel testigo
desvió su acusación hacia el nuevo «hecho mágico» de haber
levantado a Lázaro del sepulcro en un
tiempo «inferior al toque del sofar». (Aquel dato me hizo
pensar que, puesto que cada uno de
estos toques de cuerno de los levitas del templo nunca se
prolongaba más allá de los 15
segundos, la resurrección de Lázaro -desde que Jesús le llamó
hasta que aquél volvió a la vida-
pudo suceder en un tiempo de 12 a 15 segundos.
La acusación, como casi todas,
resultaba tan pueril y falta de base que el sumo sacerdote -
cada vez más descompuesto- apremió a
los siguientes testigos para que continuaran. Pero las
siguientes alegaciones no fueron más
brillantes...
Varios de los judíos, acompañando sus
palabras con grandes aspavientos, recordaron al
tribunal otro de los «delitos» de
Jesús:
«No haber comido el obligado cordero
pascual...»
Aquella información sólo podía haber
sido suministrada por Judas. El Iscariote, que había
llegado al edificio del Sanedrín
mucho antes que nosotros, permanecía detrás del grupo de
testigos, aunque en ningún momento
llegó a testificar. (Las normas de aquellas gentes
prohibían que un traidor se dirigiera
públicamente al Consejo.) La ley mosaica, efectivamente,
establecía que todos los israelitas
estaban obligados a comer cordero o cabrito en la fiesta de la
Pascua. Sólo años más tarde, después
de la destrucción del Templo, la Misná, en
su capítulo IV
(«pesahim»)1 suaviza
las normas, diciendo textualmente que «en el lugar donde no sea
costumbre comer carne, no se coma».
Uno de los últimos acusadores llegó a
rizar el rizo en aquella sarta de incongruencias y
despropósitos. Aludiendo a otra de
las leyes judías, llego a acusar al Nazareno de «homicidio
frustrado». Su endeble e irrisorio
argumento se basaba en otra norma que decretaba la
culpabilidad de aquel que golpease a
su prójimo con una piedra, de manera tal que resultase
muerto.
1 Tras la destrucción del Templo, algunos no comían carne
asada para evitar la apariencia de que fuera carne de
sacrificio pascual, prohibido tras la
referida destrucción. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
230
El aleccionado testigo expuso
entonces el incidente protagonizado por una adúltera, salvada
del apedreamiento popular cuando
Jesús, dirigiéndose a la muchedumbre, invitó a que «aquel
que estuviera libre de pecado
arrojase la primera piedra».
Para el retorcido hebreo, aquel gesto
constituía delito, ya que incitaba al asesinato...
La grotesca escena se vio un tanto
distendida cuando, súbitamente, los 23 jueces y el resto
de los miembros del Sanedrín se
pusieron en pie. En la sala se hizo un espeso silencio y uno de
los saduceos el que se sentaba a la
derecha de Caifás- se retiró de su puesto, cediendo el lugar
a un individuo menudo y encorvado que
acababa de irrumpir en la sala.
-Es Anás -me susurró Juan.
Durante mi estancia en el palacete
del ex sumo sacerdote no había tenido oportunidad de
conocerle. Ahora, al verle subir al
estrado ayudado por dos de sus siervos, sentí cierta
decepción. El poderoso suegro de
Caifás y padre de la influyente familia sacerdotal era en
realidad un viejo decrépito, muy
próximo a los 70 años y aquejado de una avanzada dolencia
de Parkinson. Como sâgan o presidente de la cámara de los «ancianos» ocupó el
asiento
ubicado a la derecha del sumo
sacerdote en funciones aquel año. Inmediatamente, el resto de
los jueces volvió a acomodarse y
Caifás, con un displicente gesto de sus regordetas manos,
indicó a los testigos que
prosiguieran.
A pesar de su más que probable
esclerosis cerebral, Anás o Anano -como lo llama Josefo-
conservaba unos ojos de rapaz
nocturna, grandes y vertiginosos. Nada más sentarse
recorrieron la sala, yendo a posarse
en los del Maestro. Y el temblor de sus manos se acentuó.
Jesús sostuvo su mirada y Anás,
indeciso, trató de esconder las apergaminadas manos bajo
el ropón de púrpura que le cubría.
Después, desviando su atención hacia el inquisidor de turno,
pareció olvidarse del Galileo.
Este hombre -había empezado a
proclamar el testigo- afirmó que destruiría el templo y que
en tres días edificaría otro, pero sin
la ayuda de la mano del hombre.
Los archontes o jefes del templo habían encontrado, al fin, un argumento
condenatorio lo
suficientemente sólido. Por supuesto,
aquello no era lo que había dicho Jesús. Además, ni este
testigo ni el siguiente, que ratificó
cuanto había dicho su compañero, hicieron alusión alguna al
decisivo gesto del rabí cuando, al
tiempo que pronunciaba aquellas proféticas palabras,
señalaba hacia su cuerpo con el dedo.
Si no recuerdo mal, aquél fue el
único testimonio en el que dos sujetos lograron ponerse de
acuerdo.
Antes de que concluyeran 105
testigos, el clamor de los archiereis o
sacerdotes jefes fue
general, turbando el orden de la sala
con exageradas muestras de desagrado e incredulidad.
Caifás levantó sus brazos pidiendo
calma, mientras una cínica sonrisa se dibujaba en su
rostro. Y el silencio se restableció
poco a poco. En esos momentos, Anás hizo una señal a su
yerno. Este se inclinó y el ex sumo
sacerdote le comentó algo al oído. Al terminar, ambos
tenían los ojos fijos en Jesús. Este
seguía imperturbable. Ninguna de las alegaciones había
logrado alterar su ánimo.
-¿No contestas a ninguna de las
acusaciones? -le gritó de pronto Caifás, con aquella voz
chillona y desagradable.
Los jueces, testigos, levitas y el
resto de 105 asistentes, incluido Judas, esperaron la
respuesta del Galileo. Fue inútil. El
Maestro, con los ojos puestos en Caifás, no despegó sus
labios.
Aquel silencio del acusado, unido a
su gran entereza, hizo enrojecer a Caifás. Sus párpados
empezaron a cerrarse y abrirse
rítmicamente, presa de un «tic» nervioso. Es muy posible que el
odio de aquel hebreo hacia Jesús de
Nazaret alcanzase en aquellos minutos unas cimas
extremas. Y estoy casi seguro también
que, por encima de las enseñanzas y milagros del
Cristo, lo que verdaderamente
alimentaba la venganza del sumo sacerdote era el dominio de
que hacía constante gala el Maestro.
Si Jesús se hubiera humillado o adoptado una postura
conciliadora, quizá el simulacro de
proceso no hubiera arrastrado tan dolorosas consecuencias
para la persona del rabí de Galilea.
Cuando todo parecía indicar que
Caifás estaba a punto de estallar, Anás se incorporó. Extrajo
un rollo de pergamino del interior de
su manga derecha y, mientras procedía a desplegarlo,
anunció al tribunal que «aquella
amenaza del Galileo de destruir el Templo era razón más que
suficiente como para considerar las
siguientes acusaciones...»
Caballo de Troya
J. J. Benítez
231
Y con voz premiosa y vacilante,
pegando casi el documento a los ojos, dio lectura a los
cargos que, obviamente, habían sido
fijados antes, incluso, de la sesión del Sanedrín:
«... El acusado desvía peligrosamente
a las gentes del pueblo y, además, les enseña.
»… El acusado es un revolucionario
fanático que aconseja la violencia contra el Templo
sagrado y, además, puede destruirlo.
»... El acusado enseña y practica la
magia y la astrología1. La prueba de que prometa
edificar un nuevo santuario en tres
días y sin ayuda de las manos es concluyente.»
Juan, estupefacto, me hizo ver algo
que estaba claro como la luz:
la redacción de semejantes
acusaciones tenía que haber sido hecha de mutuo acuerdo con
los falsos testigos.
Pero las indignidades de aquel
consejo no habían hecho más que empezar.
Anás volvió a enrollar el pergamino y
aguardó, en pie, la respuesta del reo. Sin embargo,
Jesús no movió un solo músculo.
El anciano, visiblemente contrariado,
se dejó caer sobre el banco y aquel denso y
amenazante silencio inundó de nuevo
la cámara.
En un acceso de ira, Caifás saltó de
su puesto y llegando frente al Maestro le conminó con el
dedo, gritándole:
-En nombre de Dios vivo -¡bendito
sea!- te ordeno que me digas si eres el liberador, el Hijo
de Dios..., ¡bendito sea su nombre!
Esta vez, Jesús, bajando sus ojos
hacia el menguado y colérico sumo sacerdote, sí dejó oír
su potente voz:
-Lo soy... Y pronto iré junto al
Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y
reinará de nuevo sobre los ejércitos
celestiales.
Las palabras del Nazareno, rotundas,
retumbaron en la sala como un mazazo. Caifás retrocedió
dos pasos. Tenía la boca abierta y
temblorosa y sus ojos aparecían inyectados desangre, al
igual que su cara y cuello. Sin dejar
de mirar a Jesús echó mano de las cinco hazalejas que
rodeaban su pecho y, con un tirón,
hizo saltar los pasadores que sujetaban dichas bandas por
la espalda2.
La sagrada ornamentación del sumo
sacerdote cayó sobre el piso, con un casi imperceptible
chasquido de las agujas de marfil al
estrellarse contra el enlosado.
Y Caifás, fuera de sí, exclamó con
voz quebrada por la congestión, al tiempo que una
involuntaria «lluvia» de gotitas de
saliva saltaba por los aires:
-¿Qué necesidad tenemos de
testigos...? ¡Ya han oído la blasfemia de este hombre...! ¿Qué
creen y cómo hemos de proceder con
este violador?
La treintena de saduceos, fariseos y
escribas se puso de pie como uno solo hombre,
vociferando a coro:
-¡Merece la muerte...!
¡Crucifixión...! ¡Crucifixión!
La acelerada palpitación de las
arterias del cuello de Caifás demostraban muy a las claras
que su organismo estaba
experimentando una importante descarga de adrenalina. Y con la
misma furia con que había desgarrado
parte de sus vestiduras volvió a encararse con el
Maestro, lanzando un violento revés a
la mejilla izquierda de Jesús. Los sellos de la mano
izquierda del sumo sacerdote (llegué
a identificar una piedra de jaspe, un sardio y una
cornerina) hirieron el pómulo y dos
finísimos reguerillos de sangre se abrieron paso hacia la
barba.
Pero el Galileo no dejó escapar un
solo lamento. Bajó los ojos y ya no volvería a levantarlos
hasta que la policía del Templo le
condujo a la sala donde había visto congregados a los
testigos.
El yerno de Anás se retiró a su
puesto, mientras el coro de jueces seguía vociferando:
«¡Muerte...! ¡Muerte...!»
Juan se aferró a mi brazo, mordiendo
el manto en un ataque de impotencia y desesperación.
Pero nadie, ni siquiera el
legionario, movió un solo dedo en defensa de Jesús.
1 La astrología estaba entonces severamente penada. Rops
asegura que era una «ciencia funesta» que engendraba
todas las maldades. (N. de J. J. Benítez.)
2 En aquel tiempo, ni los hombres ni las mujeres usaban
botones. En Israel no eran conocidos. En su lugar
utilizaban pasadores: una especie de
aguja grande con un orificio en el centro al que se aseguraba un cordón. Se
usaba
insertándolo en la tela y pasando el
cordón por detrás de la punta y la cabeza. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
232
El suegro del sumo sacerdote, que fue
el único que permaneció sentado y en silencio, solicitó
calma. Y cuando el último de los
sanedritas había obedecido la orden de Anás, éste se dirigió al
alterado Consejo sugiriendo que se
buscaran nuevas acusaciones. Especialmente, cargos que
pudieran comprometer al Nazareno
frente a la autoridad romana. Con una inteligencia mucho
más sutil que la del resto de los
allí congregados, el veterano ex sumo sacerdote les dio a
entender que aquellas alegaciones
podían no satisfacer a Poncio Pilato.
Pero los sacerdotes, con Caifás a la
cabeza, se opusieron rotundamente. Y durante un buen
rato, los jefes del templo, escribas
y fariseos discutieron acaloradamente, pisándose la palabra
unos a otros. De aquella agria
polémica deduje que los archiereis -tal
y como ya había
demostrado Caifás- no deseaban
demorar el proceso por dos razones básicas:
Primera, porque era el día de la
«preparación» de la Pascua y, según la Ley, todos los
trabajos debían concluir antes del
mediodía.
Segunda, porque el temor general
apuntaba hacia la posibilidad de que el procurador dejara
Jerusalén, regresando a su base:
Cesárea.
Este último extremo pesó mucho más
que el primero. Si Poncio dejaba la ciudad santa, las
maniobras del Sanedrín habrían
resultado estériles.
Anás no pudo controlar la situación y
los jueces, imitando al sumo sacerdote, se levantaron,
abandonando la sala. Pero antes, uno
tras otro, pasaron por delante del Maestro, escupiéndole
en el rostro. Si no recuerdo mal
fueron treinta salivazos. Mejor dicho, esputos y salivazos, quizá
a partes iguales.
Cuando el Maestro pasó a nuestro
lado, camino de la estancia donde iba a tener lugar una de
las más salvajes y denigrantes
afrentas de aquella jornada, el joven discípulo volvió su cara,
impresionado por las repugnantes
expectoraciones que ocultaban casi el rostro y barba del dócil
Jesús. Juan fue presa de una serie de
fuertes arcadas, terminando por vomitar en uno de los
rincones de la sala.
De esta forma, en mitad de una gran
confusión, se dio por concluida la primera parte de
aquel «juicio». Eran las seis y media
de la madrugada...
Aquel alto en el proceso judío a
Jesús de Nazaret iba a ser en realidad una nueva y grotesca
caricatura de lo que debería haber
ocurrido en un juicio objetivo. Las normas hebreas -como iré
desmenuzando al final de esta doble
comparecencia del rabí de Galilea ante el irregular Consejo
del Sanedrín- eran muy estrictas en
todo lo relativo a causas «de sangre». En su «orden
cuarto» (Capítulo V), la Misná israelita establece con gran rigor y meticulosidad que,
«si el reo
es encontrado inocente, es despedido.
En caso contrario, los jueces aplazan la sentencia para el
día siguiente...»
Pues bien, esta importantísima
prescripción jurídica no sólo no fue tenida en cuenta por
aquellos treinta secuaces del sumo
sacerdote, sino que, además, resultó vilmente manipulada.
De mutuo acuerdo, Caifás y sus
partidarios se retiraron de la sala del tribunal, reduciendo las
24 obligadas horas de reflexión y
ayuno, previas a la emisión definitiva de la sentencia, a 30
escasos minutos. Una media hora que,
en mi opinión, alcanzó una de las más altas cotas de
salvajismo a que pueda llegar un
grupo que se autocalifica de «civilizado»...
Es posible que por ignorancia, o por
un respeto muy humano, los evangelistas no nos digan
prácticamente nada de lo que padeció
el Maestro en aquellos momentos y en aquel lugar.
Personalmente me inclino por la
primera razón: la falta de información. Como detallaré de
inmediato, el joven Juan no pudo
estar presente en aquella espeluznante media hora. Los
escritores sagrados hacen algunas
alusiones -siempre muy superficiales y como no queriendo
entrar en detalles- sobre una
bofetada, algunos salivazos y golpes propinados por los siervos
del Sanedrín...
Creo, honestamente, que los
evangelistas -quizá en un afán de no mortificar a sus lectores
con los sufrimientos del Cristo-
hicieron un flaco servicio a la Verdad no exponiendo con mayor
minuciosidad ese amargo trance del
Nazareno. Precisamente al conocer con exactitud lo
sucedido aquella mañana en una de las
cámaras del Sanedrín, uno puede llegar a intuir que
aquél fue, quizá, el momento más
amargo y humillante de toda la Pasión. Mucho más, por
supuesto, que la flagelación o que la
terrorífica escena del enclavamiento... Entiendo que, para
cualquier persona normal -y mucho
más, lógicamente, si ese hombre «es» la propia Divinidad-,
los ultrajes y ataques a su dignidad
pueden resultar más dolorosos que los golpes o torturas
Caballo de Troya
J. J. Benítez
233
propiamente dichos. Y esto fue lo que
aconteció, mientras los jueces deliberaban en el jardín
central del edificio.
Sin dudarlo un instante me fui detrás
del soldado que custodiaba a Jesús, mientras Juan,
muy afectado por aquella repulsiva
deshonra de la persona de su Maestro, salía al exterior,
tratando de respirar aire puro y de
recuperarse física y emocionalmente.
Pero, a los pocos minutos, lo vi
entrar en la sala donde los levitas habían conducido a Jesús.
Nos encontrábamos en un cubículo de
reducidas dimensiones, totalmente vacío, desnudo de
muebles y sin ventilación alguna. Dos
de los domésticos del Sanedrín sostenían sendas
antorchas que, juntamente con tres
pequeñas lucernas de aceite colgadas en los muros de
ladrillo, iluminaban el rectángulo
con una luz rojiza y fantasmagórica.
El Nazareno fue situado en el centro
del húmedo y maloliente aposento, mientras los policías
y criados del templo -una docena, más
o menos- tomaban posiciones, bien recostándose sobre
las paredes o sentándose en el duro
suelo.
Mi primera impresión, al comprobar el
silencio y total indiferencia de aquellos individuos, fue
relativamente tranquilizadora. Estaba
claro que los sicarios de Caifás habían recibido órdenes
de custodiar al reo y esperar la
reanudación del proceso. Pero, cuando apenas habían
transcurrido un par de minutos, uno
de los levitas que había acompañado al Consejo se asomó
a la puerta, llamando por señas a uno
de los que portaban una tea. Después de un breve
cuchicheo, el recién llegado desapareció
y el de la antorcha dio unos pasos hacia sus
compañeros de habitación,
transmitiéndoles la orden que, sin duda, acababa de traer aquel
policía.
Los criados y levitas formaron un
corrillo, dialogando en voz baja y dirigiendo continuas
ojeadas al preso. Algo tramaban...
En esos críticos momentos, Jesús
volvió a levantar el rostro, buscando con la mirada. Al fin,
se detuvo en Juan, que seguía muy
cerca de la puerta. Y sin pronunciar una sola palabra le hizo
un gesto con la cabeza, ordenándole
que saliera de la habitación. Aquella señal fue tajante.
Pero el discípulo dudó,
respondiéndole con una negativa. El Maestro, por segunda y última vez,
echó su cabeza hacía la derecha,
indicándole la puerta. En los ojos del Nazareno había una
fuerza y una seguridad tales que, al
final, Juan terminó por ceder, saliendo del lugar.
El legionario, testigo, como yo, de
la silenciosa orden del reo, me interrogó con su mirada.
Pero sólo pude encogerme de hombros.
En ese instante no podía entender por qué Jesús de
Nazaret había obligado a su
inseparable amigo a que nos abandonase. Lamentablemente, no
tardaría en averiguarlo...
Una vez que Juan hubo salido, el
Maestro se limitó a observarme durante escasos segundos.
En aquellos ojos, semientornados como
consecuencia de los salivazos -ya resecos-, adiviné una
mezcla de infinita tristeza y
resignación. A continuación, el gigante bajó nuevamente la cabeza,
hundiéndose en sus pensamientos.
Aquella tensa calma no tardó en estallar.
El grupo de asesinos a sueldo fue rodeando al
Maestro. Los de las hachas se
situaron uno a cada lado de Jesús y, sin previo aviso, el criado
que había recibido la misteriosa
orden se deshizo de su manto, arrojándolo a un extremo de la
cámara. A continuación, situándose a
cuatro dedos del pecho del rabí, levantó sus ojos y
comenzó a interrogarle:
-Di, «príncipe de Belcebú»... ¿cómo
se llaman tus cómplices?
Pero Jesús no levantó siquiera el
rostro.
En ese momento empecé a intuir en qué
podía haber consistido aquella orden que acababan
de recibir los policías y servidores
del Sanedrín. Si no recordaba mal, Anás le había formulado
esa misma pregunta. Era más que
probable que el Consejo de los saduceos, escribas y fariseos,
que se había tomado un receso en el
juicio, hubiera decretado que los guardianes del Maestro
trataran de aprovechar aquellos
minutos para seguir interrogando y sonsacando al impostor.
-… Conocemos a Judas -añadió el
lacayo con una sonrisa que me hizo temer lo peor-,
también a Simón, el Zelota y a ese
Juan Zebedeo... Pero, ¿quiénes son los demás...? ¡Contesta!
El Galileo no parpadeó. Su cara, fija
en las losas grises del pavimento, estaba ausente.
-… Así que te niegas a responder.
Y el criado le dio la espalda,
avanzando un corto paso. Pero, instantáneamente, se volvió,
abofeteándole con la izquierda. El
golpe fue tan duro como inesperado. Y el cuerpo entero de
Jesús se tambaleó.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
234
Los restos de los esputos de la
mejilla derecha del rabí quedaron adheridos a la palma de la
mano del esbirro quien, con una mueca
de repugnancia, sacudió sus dedos una y otra vez,
tratando de liberarse de aquellas
inmundicias. Finalmente aproximó su mano al manto del
Nazareno, restregándola sobre la
tela.
Cuando el legionario intentó cortar
aquel súbito y salvaje ataque, uno de los guardianes del
Templo le tomó por el hombro y,
apartándole del rabí, le entregó una pequeña bolsa de cuero,
susurrándole que no interviniese y
que repartiese aquellas monedas conmigo. El soborno volvió
mudo y sordo al soldado, quien, a
partir de ese momento, no se movió ya de uno de los
ángulos de la sala. Su satisfacción
creció cuando me negué a aceptar mi parte.
A pesar del resentimiento que había
empezado a quemar mis entrañas, no pude hacer otra
cosa que observar y tratar de no
alterar los acontecimientos, tal y como marcaba el código de
Caballo de Troya...
Y desde ese instante, una lluvia de
puñetazos y bofetadas empezó a caer sobre el cuerpo del
Maestro.
De vez en cuando, entre golpe y
golpe, algunos de los levitas volvían a interrogarle...
-¡Responde...! ¿Cuántos sois...?
¿Cómo se llaman tus seguidores...? ¿Quién ha tomado el
mando...?
Jesús, con los labios rotos por los
impactos, no cedía. Algunos de los puñetazos habían ido a
estrellarse contra sus ojos,
provocando una lenta pero alarmante hinchazón.
En medio de aquella iniquidad quedé
maravillado una vez más ante la serenidad y fortaleza
física de aquel galileo. Muchos de
aquellos golpes, lanzados con frialdad sobre puntos tan
delicados y vulnerables como ojos,
labios, oídos, riñones y estómago, hubieran tumbado a un
hombre normal. Sin embargo, el
Nazareno -aunque llegó a tambalearse en varias ocasiones- no
dejó escapar un solo lamento,
conservando siempre el equilibrio.
El hermético silencio del reo fue
avivando el furor de los levitas, que arreciaron en sus
agresiones.
Sudorosos, jadeantes y arrastrados
por el paroxismo, aquellos energúmenos, no satisfechos
con el violento castigo que estaban
infligiéndole, fueron en busca de una cántara de agua,
sometiendo a Jesús a uno de los
suplicios más angustiosos que haya podido inventar el ser
humano.
Uno de los sicarios se situó a
espaldas del Galileo, tirando violentamente de sus cabellos.
Automáticamente, el fornido cuerpo se
dobló hacia atrás. Y un segundo policía procedió a abrir
los labios de Jesús mientras un
tercero, que cargaba el cántaro, comenzaba a vaciar el agua en
la boca del Nazareno. El liquido fue
penetrando a borbotones durante varios e interminables
segundos, hasta que, finalmente, el
rabí se vio atacado por un seco e intenso golpe de tos que
puso punto final á la tortura. Sin
saberlo, aquellas bestias humanas habían aliviado -¡y de qué
forma!- el castigado organismo del
prisionero. (A raíz del «stress» registrado en el huerto de
Getsemaní, el Maestro de Galilea
había empezado a experimentar un grave y determinante
proceso de deshidratación, que se
vería sensiblemente incrementado después de los azotes.)
El doméstico que sostenía el
recipiente de barro se echó a un lado y, mientras el levita
seguía tirando del pelo del reo, otro
de los esbirros levantó su pierna izquierda, lanzando un
puntapié contra el bajo vientre del
indefenso prisionero.
Fue una de las pocas veces que
escuché un gemido en boca de Jesús. El dolor tuvo que ser
tan lacerante que, a pesar de
hallarse doblado hacia atrás, el tronco y la cabeza del Galileo se
enderezaron en un movimiento reflejo,
al tiempo que sus rodillas se doblaban. Y en décimas de
segundo, el Cristo cayó sobre el
piso, golpeándose el rostro contra las losas.
-¡Estúpidos! -intervino el
legionario, acudiendo en socorro del inmóvil cuerpo del preso-. ¿Es
que pretendéis acabar con él...?
El policía que había estado tirando
de sus cabellos soltó el mechón de pelo que había
quedado entre sus dedos y
arrebatándole el cántaro a su compinche arrojó el contenido sobre
la nuca del Nazareno.
Sinceramente, y puesto que Jesús
había caído de bruces, no pude comprobar si -como me
temía- había perdido el conocimiento.
Al seguir con las muñecas atadas a la espalda, tuvieron
que ser los criados y levitas
quienes, ayudados por el centinela romano, le incorporasen.
Cuando, al fin, acerté a ver su
rostro un escalofrío me recorrió el vientre: Jesús había palidecido
en extremo y una de sus cejas (la
izquierda) se había abierto, posiblemente como consecuencia
del encontronazo con el suelo. Su
nariz, aunque con algunos hematomas, no parecía
Caballo de Troya
J. J. Benítez
235
gravemente lastimada por la caída.
Ello me hizo pensar que el Maestro aún se hallaba
consciente en el instante del choque
con el pavimento, pudiendo, quizá, «amortiguar» el
violento impacto con un giro de la
cabeza. La sangre, sin embargo, había empezado a manar en
abundancia, cubriendo en seguida la
mitad izquierda de la cara.
Instintivamente, el Nazareno comenzó
a inspirar profundamente. Poco a poco fue
recuperándose, aunque su rostro no
guardaba semejanza alguna con aquel semblante
majestuoso y sereno que presentaba al
entrar en la sede del Sanedrín.
La sangre había empezado a gotear desde
su barba, manchando el manto y parte de la
túnica.
Los secuaces de Caifás, algo más
apaciguados, se aislaron en uno de los ángulos de la
estancia, iniciando otro cambio de
impresiones. Y al poco, el que se había desembarazado de su
ropón, lo recogió del suelo,
lanzándolo sobre la cabeza del rabí. Una vez cubierto, otro de los
levitas se aproximó a Jesús,
gritándole entre fuertes risotadas:
-¡Profetiza, liberador...! Dinos,
¿quién te ha pegado?
Y blandiendo un bastón de unos cuatro
centímetros de diámetro con la mano izquierda
descargó un porrazo seco y aterrador
sobre el rostro del silencioso Maestro. Este retrocedió
unos pasos como consecuencia del
golpe, pero, antes de que pudiera desplomarse, otro de los
criados lo abrazó por la espalda,
sosteniéndole.
Las carcajadas se contagiaron
rápidamente y, uno tras otro, aquella chusma fue participando
en aquel juego despiadado1.
Las bofetadas y bastonazos se
sucedieron durante los últimos diez minutos. Y a cada golpe,
el agresor entonaba la misma y cínica
pregunta:
-¡Profetiza...! ¿Quién te ha
pegado...? ¡Profetiza, bastardo!2.
Hacia las siete de la mañana, cuando
el Nazareno, encorvado y apoyado contra uno de los
muros, parecía a punto de
desfallecer, entraron en la estancia varios levitas, ordenando a sus
colegas que trasladasen al detenido
ante el Consejo.
Cuando aquellos salvajes retiraron el
manto de la cabeza del Maestro la sangre se me heló
en las venas. De no haber sabido
previamente que aquél era Jesús, creo que no hubiera podido
reconocerle. El bastonazo -supongo
que el primero-, y a pesar de que el tejido había
«acolchado» el golpe, había caído
sobre el pómulo derecho y parte de la nariz, provocando la
hinchazón de ambas zonas. Este
garrotazo o quizás los restantes puñetazos y bofetadas habían
ocasionado una aparatosa hemorragia
nasal. Los regueros de sangre, ya reseca, salían de
ambas fosas, corriendo sobre los
labios y empapando el bigote y la barba.
Los hematomas en ambos ojos eran tan
acusados que el rabí apenas si podía abrirlos.
Aquel rostro roto, inflamado y con la
mitad izquierda ensangrentada, dejó sin habla a
algunos de los criados y sicarios del
Sanedrín. Evidentemente, el castigo había sido brutal. Y
ante mi sorpresa, varios de los
levitas, nerviosos, empezaron a discutir sobre la conveniencia
de lavar y adecentar un poco la faz
del Maestro. No por misericordia, por supuesto, sino por
temor a posibles represalias o
recriminaciones de los jueces y, quizá, de los seguidores del
Nazareno. Y, al fin, uno de los
sirvientes apuró el agua de la cántara, empapando un extremo
del ropón o manto con el que le
habían cubierto.
En un arranque que nunca he logrado
explicarme satisfactoriamente, me adelanté hacia el
policía, identificándome como médico
y rogándole que me permitiera proceder al lavado del
rostro del Galileo y, de paso -les
dije-, examinar las posibles fracturas.
Los policías accedieron un tanto
aliviados, pero sugirieron que fuera diligente en el
«arreglo». El Consejo esperaba.
1 En los antiguos textos griegos se describe un juego,
denominado «muïnda», que consistía en tapar los ojos de uno
de los jugadores (bien con un lienzo
o con la propia mano). Este debía adivinar el objeto que se le presentaba o a
la
persona que le tocaba. Si acertaba,
ocupaba su puesto aquel que había perdido.
2 El «bastardo», aunque existían diferentes
interpretaciones, era, en líneas generales, el hijo nacido del adulterio.
No eran admitidos en la asamblea de
Israel y tampoco sus descendientes, «hasta la décima generación». No podían
contraer matrimonio con ningún miembro
legítimo de la comunidad judía, discutiéndose vivamente, incluso, si las
familias de bastardos podrían
participar en la liberación final de Israel. Este insulto era considerado como
una de las
peores injurias. Aquel que lo
empleaba podía ser condenado a 39 azotes. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
236
Obviamente, dentro de los planes de
Caballo de Troya no se contemplaba la posibilidad de
que yo «reparase», ni mucho menos,
las heridas que pudiera sufrir Jesús de Nazaret. Tal y
como ya he citado, ello estaba
rigurosamente prohibido. Sin embargo, y puesto que los levitas
se disponían a asear la machacada faz
del prisionero, consideré que aquélla era una irrepetible
ocasión de comprobar de cerca y
personalmente los daños exteriores y visibles más graves. Sin
embargo, y a pesar de esta
justificación, también hubo «algo» interno que me empujo a tomar
semejante decisión...
Tomé, pues, el pico del tosco manto y
con toda la delicadeza de que fui capaz, comencé a
limpiar los grumos de sangre que se
habían adherido al pómulo y mejilla izquierdos. Las
hemorragias, tanto la producida por
la rotura de la ceja izquierda como la nasal, habían sido
espectaculares, aunque tuve la
impresión de que la pérdida de sangre no era importante. A
juzgar por los reguerillos, plastones
y sangre acumulada en barba, manto y túnica, no creo que
fuera superior a los 200 o 300
centímetros cúbicos.
Pude deducir igualmente que la
capacidad de coagulabilidad de la sangre de Cristo era
normal. Tanto la brecha de la ceja
como los cortes de los labios y los dos riachuelos que nacían
en los orificios de la nariz habían
coagulado muy rápidamente.
Cuando aquella mitad del rostro quedó
prudentemente limpia me deshice del manto y, antes de
que los domésticos de Caifás pudieran
reaccionar, introduje mis dedos en el desgarrón que
había ocasionado la daga del bandido
que había tratado de asaltarme en la noche del pasado
jueves y, con dos fuertes tirones,
conseguí un reducido trozo de mi túnica. Lo introduje en la
boca del cántaro, humedeciéndolo
cuanto me fue posible. Y acto seguido regresé a la pared
sobre la que seguía apoyado Jesús,
pasando el suave lienzo color hueso sobre la deformada
nariz, labios, cejas y párpados1.
Al tentar la hinchazón del pómulo
derecho deduje que el bastonazo había interesado una
amplia área del hueso malar,
alcanzando parte de ese ojo derecho. Si aquel hematoma seguía
prosperando, lo más probable es que
el Nazareno terminase por experimentar serias
dificultades a la hora de mantener
abierto dicho ojo.
En cuanto a la nariz, la lógica
imposibilidad de no poder practicar una radiografía me dejó
con la duda de si aquel impacto había
fracturado los huesecillos «propios» o nasales. Estos dos
huesos, como saben todos los médicos,
son frágiles, pudiendo ser hundidos con un puñetazo.
En mi opinión, y después de aquella
exploración, los trece huesos de la cara de Jesús
parecían intactos. Insisto, sin
embargo, en mis serias dudas sobre la pareja de nasales. Dada la
violencia del golpe, cabía la
posibilidad de que hubieran sido dañados. (Entiendo, además, que
la famosa profecía en la que se
recoge que «ninguno de los huesos del Mesías sería fracturado»
bien pudo referirse a los huesos
«largos».) Hubo un especial detalle que, con la debida reserva,
me inclinó a creer desde el primer
momento que dichos huesecillos nasales podían hallarse
hundidos.
A lo largo de esta segunda limpieza,
y cuando toqué la inflamada masa muscular de la nariz
(«piramidal» y «transverso»,
fundamentalmente), al palpar el área del cartílago nasal, el rabí
retrocedió levemente. A pesar de mi
extrema suavidad, el simple roce del tejido con aquel
punto de su nariz multiplicó su
dolor.
1 Gracias a aquel gesto, Caballo de Troya pudo hacerse con
una Inestimable muestra de la sangre de Jesús de
Nazaret. Y aunque los análisis
practicados sobre los coágulos que pasaron al trozo de mi túnica no pudieron
efectuarse
con la velocidad aconsejada en estos
casos, si pudimos averiguar, entre otras cosas, que el volumen de eritrocitos
por
milímetro cúbico de sangre en
aquellos momentos (siete de la mañana) era, aproximadamente, de 4 900 000 (algo
menos de lo normal, posiblemente como
consecuencia de las pérdidas que había empezado a registrar). También
observamos algunos leucocitos (muy
pocos). A través de análisis comparativos se estableció que, tanto el número de
estas células (7000 por milímetro
cúbico), como los tipos examinados (neutrófilos, eosinófilos, basófilos,
linfocitos y
monocitos) correspondían a lo
normalmente exigido en un individuo sano. Y aunque el primer análisis fue hecho
antes
de las 36 horas, no fue posible
encontrar plaquetas. Todas habían desaparecido. Sin embargo, sí encontramos
restos de
trombina y algunos productos propios
de la degradación de la fibrina. En uno de los coágulos -que conservaba leves
restos de humedad- fue posible
detectar algunas proteínas del plasma (fundamentalmente albúminas y
globulinas), así
como ligeros indicios de glucosa,
vitaminas, hormonas y diversos aminoácidos. No pudimos descubrir restos de
colesterol. En cuanto a la
coagulación, y sólo a través de la observación personal de las heridas, pudimos
establecer
que era normal. Esta deducción se vio
reforzada por el análisis de una de las proteínas del plasma -el fibrinógeno-,
que,
tras convertirse en fibrina, había
quedado degradada. (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
237
En ese momento, el gigante -que
seguía silencioso- entreabrió como pudo sus ojos, fijando
su mirada en mí. Traté de sonreírle y
creo que lo conseguí. Era cuanto podía darle. Jesús captó
mi pobre pero sincera muestra de
amistad y sus labios se estremecieron. Y, de pronto, ante mi
desconsuelo, una lágrima resbaló por
su ojo izquierdo, hundiéndome aún más en la
impotencia...
El sicario que había advertido a los
verdugos volvió a asomarse a la puerta y, con un gesto
de impaciencia, se abrió paso hasta
el reo. Y tomándole por uno de los brazos le empujó hacia
la salida.
El Maestro, con paso vacilante, entró
de nuevo en la sala del Sanedrín. La falta de sueño, el
dolor y el cansancio después de
aquella paliza habían empezado a hacer mella en su
organismo.
Fui el último en abandonar aquel
trágico lugar. Intencionadamente esperé a que hubiera
salido el último de los levitas para,
agachándome, recoger el mechón de pelo que uno de los
policías había arrancado
involuntariamente del cráneo de Jesús. Lo oculté en mi bolsa junto al
jirón ensangrentado de mi túnica y me
apresuré a reincorporarme al Consejo del Sanedrín.
Los jueces habían ocupado los mismos
puestos y el Nazareno, escoltado por el legionario y
otros dos sirvientes, trataba de
mantenerse en pie frente al semicírculo. Su aspecto, a pesar del
rápido lavado de su rostro, era tan
lamentable que aquella treintena de judíos no pudo reprimir
la sorpresa. Durante algunos minutos
intercambiaron algunas sarcásticas miradas, imaginando
el suplicio a que había sido sometido
el impostor y regocijándose, supongo, por el súbito
cambio de aquel majestuoso y sereno
rostro.
Juan, que se había unido a mí, no
acertaba a pronunciar palabra alguna. Sus ojos,
espantados, miraban y remiraban el
semblante de su Maestro, sin poder dar crédito a lo que,
desgraciadamente, sólo era el
principio del fin...
Cuando los escribas judiciales
tomaron asiento en sus puestos, Anás hizo uso de la palabra y
señalando un pergamino que sostenía
su yerno entre las manos incidió nuevamente en la idea
que ya había expuesto en la primera
parte de aquella reunión. Para el ex sumo sacerdote, la
acusación de blasfemia carecía de
fuerza, al menos de cara al procurador romano. E insistió en
la necesidad de redactar una serie de
alegaciones que comprometiera al rabí de Galilea con la
justicia que representaba Pilato.
Al escuchar al suegro de Caifás
imaginé que aquel rollo al que había hecho alusión debía
contener la sentencia definitiva
contra Jesús. Y, sin poder reprimir la curiosidad, le pregunté a
Juan qué era lo que había sucedido en
la deliberación de los jueces.
El cada vez más desmoralizado
discípulo ni siquiera me escuchó. Tuve que zarandearle
ligeramente para que, al fin,
atendiera mi pregunta. Y con los ojos húmedos me explicó que,
durante la improvisada reunión de los
saduceos y fariseos en el patio central del edificio,
«aquellos indignos sacerdotes sólo
habían llegado a un acuerdo: ejecutar a Jesús».
Juan, a pesar de haber permanecido
muy cerca de los jueces, no llegó a conocer el texto de
la sentencia, redactado por el propio
Caifás y después de no pocas discusiones.
Por un momento creí que el sumo
sacerdote leería la acusación o acusaciones. Pero no fue
así. Después de varios rodeos y
divagaciones por parte de los allí congregados, tres de los
fariseos se levantaron de sus
asientos, renunciando a seguir en aquel «proceso». Aunque se
mostraron conformes con dar muerte al
rabí, su tradicional sentido de la «pureza» les
aconsejaba según manifestaron
públicamente- no formar parte de aquella flagrante ilegalidad,
«a menos que el Nazareno fuera
conducido ante Poncio, una vez se le hiciera saber por qué
había sido condenado».
Caifás no se conmovió por este
desaire de los llamados «santos» o «separados» y, después
de consultar con el resto del
tribunal, dio por aplazada la vista.
Y a las siete y media de la mañana,
los saduceos, escribas y los escasos fariseos que se
habían mantenido fieles a Caifás
desfilaron por segunda vez ante la maltrecha figura de Jesús
de Nazaret.
El Maestro no tardó en seguir los
pasos de sus jueces. Fuertemente escoltado, el Galileo
permaneció unos minutos en el jardín
interior del edificio del Sanedrín. En una de las esquinas,
Caifás y sus hombres siguieron
discutiendo acaloradamente. Volvieron a entrar en el hemiciclo
y, al cabo de un rato, reaparecieron
en el patio central. El voluminoso sumo sacerdote llevaba
dos pergaminos en su mano izquierda.
Aquello me extrañó.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
238
Acto seguido, Caifás se puso a la
cabeza de los levitas y siervos, ordenando que extremaran
el cerco en torno al blasfemo
mientras se dirigían al cuartel general romano. Anás y la mayor
parte de los jueces se despidieron de
Caifás, regresando al interior de la estancia donde se
había celebrado aquella primera parte
del proceso.
Judas Iscariote, que no había cruzado
una sola palabra con nosotros, se unió también a la
comitiva.
El sumo sacerdote en funciones, la
media docena de saduceos y el pelotón que rodeaba al
Maestro, se adentraron en las calles
de la ciudad alta, en dirección a la Puerta de los Peces. Al
cruzar frente a los bazares, las
gentes se levantaban, saludando reverencialmente al sumo
sacerdote. En mi opinión, ninguno de
los asombrados testigos llegó a reconocer a Jesús. Los
hematomas de sus ojos, nariz y pómulo
derecho habían deformado su rostro hasta hacerle casi
irreconocible.
Mientras marchábamos a toda prisa
hacia la fortaleza reparé de nuevo en los dos rollos que
portaba Caifás. ¿Qué podían contener?
¿Se trataría de la sentencia que debía mostrar a Poncio
Pilato?
En mi mente giraba sin cesar aquel
anuncio del tribunal, prometiendo una segunda parte en
el proceso. Si mis informaciones eran
correctas, Jesús no volvería a pisar el Sanedrín. ¿Qué iba
a suceder entonces?
Aunque, bien mirado, y ante el récord
de irregularidades que se había alcanzado en aquel
«simulacro» de juicio, ¿qué podía
esperarse de una segunda y supuesta vista?
Haciendo un somero estudio del
referido juicio, los sanedritas habían infringido, al menos,
doce de las normas básicas que
marcaban las leyes hebreas para procesos relacionados con la
pena capital. Veamos algunas de las
más irritantes:
1.ª Para empezar, y según la Misná (Orden Cuarto, Sanedrín), los procesos llamados de
pena capital debían abrirse alegando
la inocencia del reo y no su culpabilidad.
2.ª Los procesos de sangre -o donde
se presume que puede estar en juego la vida del acusado-
debían celebrarse de día y la
sentencia, si era condenatoria, jamás podía pronunciarse durante
la misma jornada. «Por eso -dice la
ley judía- no puede realizarse un proceso de sangre en la
vigilia del sábado de un día festivo»1.
El «pequeño Sanedrín», al reunirse,
por tanto, el viernes, 7 de abril, víspera del sábado y de
la Pascua, cometió un doble delito.
3.ª En estos procesos capitales, el
juicio debía ser abierto siempre por uno de los jueces que
se sentaba al lado del más anciano,
«a fin de que los jueces de menor autoridad no fuesen
influenciados por los ancianos» (en
el juicio contra el Maestro fueron los falsos testigos los que
iniciaron la causa).
4.ª Y hablando de los falsos
testigos, sólo la actuación de este grupo habría invalidado ya
cualquier otra vista similar. La ley
judía era y es sumamente rigurosa en este sentido. Antes de
iniciarse el proceso, los testigos
debían ser amonestados severamente: Se les introducía en el
interior de un recinto -dice la Misná- y se les infundía temor, diciéndoles: que no hablaran por
mera suposición, por oídas, por la
deposición de otro testigo, por la declaración de un hombre
digno de fe que hubieren oído o que
no fueran a creer que en último término no sería
examinada y analizada su deposición.
«Habéis de saber -se les decía a los testigos- que en los
procesos de sangre, la sangre del reo
y la sangre de toda su descendencia penderá sobre el
falso testimonio hasta el fin del
mundo...»
Nada de esto sucedió en la sede del
Sanedrín. Es más: los sobornados testigos cayeron en
continuas y abrumadoras
contradicciones. La misma ley aclaraba que los falsos testigos debían
ser flagelados o, incluso, condenados
a muerte. Es obvio, por tanto, que aquellos individuos se
prestaron a semejante riesgo porque,
previamente, se les había garantizado su inmunidad y,
naturalmente, alguna sustanciosa
cantidad de dinero.
5.ª «Si el reo era encontrado
culpable -sigue diciendo la ley mosaica- la sentencia debía ser
aplazada para el día siguiente.» Como
ya he mencionado, nada de esto se respetó. A lo sumo,
el tribunal levantó la sesión durante
media hora, regresando a la sala de inmediato. «En el
entretanto -prosigue la ley-, los
jueces se reúnen de dos en dos, comen muy frugalmente, no
1 Así lo dice la ley (Misch., tratado
«Sanedrín», capítulo IV, n.º 1). (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
239
beben vino durante todo el día, pasan
discutiendo y deliberando toda la noche y, por la
mañana, se levantan temprano y van al
tribunal.»
6.ª Si después de todo esto siguen
considerando al prisionero culpable de la pena capital, la
sentencia definitiva debía emitirse
mediante votación. «Si doce lo declaraban inocente y doce lo
declaraban culpable, era declarado
inocente. Si doce lo declaraban culpable y once inocente o,
incluso, once lo declaraban inocente
y otros once culpable y uno decía "no sé", o incluso si
veintidós lo declaran inocente o
culpable y uno dice “no se”, se han de añadir más jueces.»
¿Hasta cuántos habían de añadirse?
«Siempre de dos en dos hasta alcanzar
los 71»
En el proceso presidido por Anás y
Caifás no se produjo ninguna votación.
7.ª La ley hebrea prohibía que una
misma persona fuera juez y acusador. En nuestro caso,
Caifás acaparó ambos puestos.
8.ª Tampoco fue anunciada la
sentencia, tal y como prescribía la ley: «... Se escribe (la
sentencia) y se envían mensajeros a
todos los lugares, diciendo fulanito de tal, hijo de fulanito
de tal, ha sido condenado a muerte
por el tribunal.»
Esta fue una de las razones por la
que los tres fariseos que formaban parte del Consejo
decidieron retirarse. Y en el colmo
de la irregularidad jurídica, ni siquiera el propio procesado
conoció el texto definitivo de dicha
sentencia a muerte. (Tal y como veremos más adelante,
Jesús de Nazaret murió sin saber
«oficialmente» su culpa...)
9.ª Incluso la respuesta dada por el
Maestro a Caifás, cuando éste le conjuró a que declarase
si era el Mesías, no fue motivo de
blasfemia, tal y como señalaba la ley. Según la Misná, «el
blasfemo no es culpable en tanto no
mencione explícitamente el Nombre». En la contestación
de Jesús, como se recordará, no se
citaba el «Nombre»; es decir, Yavé, Dios o el Divino. Jesús
dijo: «Lo soy... Y pronto iré junto
al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de
poder y reinará de nuevo sobre los
ejércitos celestiales.» ¿Dónde aparece en estas frases el
«Nombre» explícito de Dios?
10.ª Y en el caso de que así hubiera
sido, la ley especificaba que, «una vez concluido el
juicio, no lo sentenciarán a muerte
usando la circunlocución, sino que echarán a todo el público
fuera de la sala del juicio y
preguntarán al testigo de más dignidad: "Di, ¿qué oíste de modo
explícito?" Aquél lo dice.
Entonces los jueces se ponían en pie, rasgando sus vestiduras que no
podían volver a unir.
El segundo testigo decía:
"También yo oí lo que él" y el tercero afirmaba: "También yo
(oí)
como él"».
¿Es que en el juicio contra el
Nazareno sucedió algo de esto? Ni siquiera Caifás llegó a
rasgarse verdaderamente las
vestiduras...
11.ª Si el Tribunal consideró que
Jesús era un falso profeta -como así ocurrió-, la ley
tampoco autorizaba su juicio, a no
ser por el «gran Sanedrín», formado siempre por 71
miembros. Y aquél, como ya dije, sólo
constaba, oficialmente, de 23.
12.ª Por último, aunque, como digo,
el rosario de fallos e irregularidades en esta causa
podría ser muy extenso, los jueces no
respetaron tampoco las normas legales, que señalaban
los lunes y jueves, como fechas
oficiales para las distintas comisiones y asambleas de los
tribunales de justicia (así lo marca
la Misná en su Orden Tercero, capítulo 1).
Mientras duró mi entrenamiento para
esta misión, tuve la oportunidad de investigar en
numerosas fuentes, observando cómo,
hasta hoy, entre los exegetas y demás autores y
estudiosos de esta parte de la Biblia
no existe acuerdo sobre quiénes fueron los responsables
del juicio y posterior condena a
muerte del Nazareno. Para muchos (fundamentalmente autores
judíos), el Sanedrín de aquella época
gozaba de la prerrogativa de la pena capital. «Y si Jesús
de Nazaret -dicen- fue ejecutado al
estilo romano es porque el conflicto no iba con ellos»1.
1 Así piensan y escriben, entre otros, autores como 8.
Zeitlin (The crucifixion of Jesus
reexamined»), H. Mantel
(Studies in the Story of the
Sanhedrin), P. Winter (On the trial of Jesus), J. Carmichael (The death of Jesus), D.
Flusser,
J. Isaac, H. Cohn, W. R. Wilson,
Catchpole y un largo etcétera. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
240
Para otros, el Consejo Supremo de la
comunidad israelita cl Sanedrin- podía juzgar, pero nunca
aplicar y ejecutar la pena máxima. En
este supuesto, las castas sacerdotales no tuvieron más
remedio que acudir ante Poncio
Pilato, para que confirmase la sentencia1.
Nunca he podido comprender el porqué
de estas diferencias de criterios, al menos entre los
exegetas y escritores católicos. La
mayoría se manifiesta conforme con el misterioso y
difícilmente comprobable suceso de la
resurrección de Jesús (siempre desde un punto de vista
histórico-científico) y, sin embargo,
corren ríos de tinta a favor y en contra de la jurisdicción
penal del Sanedrín. Si profundizasen
de verdad en el asunto -amén de las numerosas
referencias históricas sobre la
potestad de Roma y de sus procuradores- observarían que,
teniendo en cuenta el odio de Caifás
y sus correligionarios hacia Jesús, lo fácil hubiera sido
dictar esa pena capital y ejecutarla
sin más. El hecho incuestionable de su visita a la fortaleza
Antonia y e] sometimiento general
judío al juicio de Poncio están gritando un hecho objetivo:
era Roma quien, en definitiva, tenía
la última palabra. En los casos de las muertes de Esteban
(año 36 de nuestra Era) y de
Santiago, uno de los hermanos de Jesús de Nazaret (año 62
después de Cristo), muchos de los
defensores de la « culpabilidad romana» en la ejecución del
Maestro de Galilea han pretendido ver
dos muestras decisivas de esa capacidad legal del
Sanedrín para dictar y ejecutar
sentencias máximas. Entiendo, no obstante, que ambas
lapidaciones o apedreamientos
-llevados a cabo, efectivamente, por el Sanedrín- ocurrieron en
sendos períodos en los que la
provincia romana de Judea se encontraba temporalmente sin
procurador. En el año 36, Vitelio
envió a Pilato a Roma para rendir cuentas ante el emperador
Tiberio y en el 62, según narra
Flavio Josefo (Antigüedades, XX,197 y ss.), el procurador
romano Festo acababa de morir y su
sustituto, Albino> no había llegado aún a Judea.
Existe, además, otro contrasentido.
Si el Sanedrín hubiera gozado verdaderamente de esa
capacidad legal para aplicar y
consumar la pena de muerte, ¿por qué Jesús no fue ajusticiado al
«estilo judío»?
La ley judía, una vez más, era
sumamente cuidadosa en este aspecto. En el Orden Cuarto
(capítulo VII), la Misná dice textualmente: «El tribunal podía infligir cuatro
tipos de penas de
muerte: la lapidación, el
abrasamiento, la decapitación y el estrangulamiento.»
Generalmente, la lapidación o
apedreamiento era la pena más dura. Era aplicada -y sigo
citando la ley hebrea- a los
siguientes: «al que tiene relación sexual con su madre o con la
mujer de su padre o con la nuera o
con un varón o con una bestia; la mujer que trae a sí una
bestia (para copular con ella); el
blasfemo; el idólatra; el que ofrece sus hijos a Molok (un
ídolo); el nigromántico; el adivino;
el profanador del sábado; el maldecidor del padre o de la
madre; el que copula con una joven
prometida; el inductor, que induce a un particular a la
idolatría; el seductor, que lleva a
toda una ciudad a la idolatría; el hechicero y el hijo obstinado
y rebelde».
En cuanto al «abrasamiento» -que tuve
la oportunidad de contemplar en mi segundo «gran
viaje»-, la ley establecía que eran
reos de semejante ejecución «el que tenía relación sexual
con una mujer y con su hija y la hija
del sacerdote que había fornicado (después de haber
contraído matrimonio)».
Morían decapitados «el homicida y los
habitantes de una ciudad apóstata».
Por último, la pena de
estrangulamiento recaía en los siguientes:
«En el que hiere a su padre o a su
madre; en el que rapta a una persona en Israel; en el
anciano que se rebela contra la
sentencia del tribunal; en el falso profeta; en el que profetiza
en nombre de un ídolo; en el que
tiene relación sexual con la mujer de otro; en el que levante
falso testimonio contra la hija de un
sacerdote o se acueste con ella.»
Admitiendo, en consecuencia, que el
Sanedrín hubiese tenido la potestad para ejecutar a
Jesús, y silos cargos más importantes
eran los de «blasfemo», «falso profeta», «mago» y «
profanador del sábado», lo lógico
hubiera sido que los hebreos lo hubiesen lapidado o
estrangulado. ¿Por qué pidieron
entonces su muerte por crucifixión?
En mi opinión sólo puede obedecer a
una doble razón: primera, porque el tribunal sabía que
era el procurador romano quien debía
decidir. Y segunda, porque en aquel simulacro de juicio,
la mayor parte de los jueces fueron
saduceos. En otras palabras, la rama «dura» de las castas
1 Entre los defensores de esta segunda hipótesis se hallan,
por ejemplo, Blinzler (El proceso de Jesús), Jeremías,
E.
Lohse (Sunedrion), Strack-Billerbeck, Mommsen (Römische Strafrecht), Sherwin-White (Roman Society and Roman Law
in the New Testament), A. Strobel (Die Stunde der Wharheit), E. Schurer, etcétera. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
241
sacerdotales. Caifás era uno de ellos
y supo ganarse a un importante grupo, que fue el que
asistió a la sesión matinal del
«pequeño Sanedrín». Como ya cité, los saduceos -calificados en
los Hechos de los Apóstoles (5,17) como «el cerco del sumo sacerdote Caifás»- estaban
en
abierta oposición a los fariseos,
disfrutando de una «teología» y «código penal» propios. Si el
Tribunal hubiera estado constituido
por una mayoría de fariseos, posiblemente las cosas
habrían sido muy distintas y Jesús
habría terminado su vida apedreado o estrangulado. Pero la
muerte por crucifixión era mucho más
vil y humillante que las dictadas por la ley mosaica y es
casi seguro que la mayoría saducea se
inclinara por aquélla, apurando hasta el límite su odio
contra el impostor. Sin embargo, la
duda seguía llameando en mi cerebro. ¿Por qué los
inquisidores sanedritas habían
gritado y volverían a gritar frente a Poncio Pilato la pena de
crucifixión?
Sólo al tener cumplido conocimiento
de las acusaciones que, en efecto, figuraban en uno de
los pergaminos que llevaba Caifás
pude despejar la incógnita.
Antes, un hecho totalmente imprevisto
me obligaría a cambiar los planes de Caballo de Troya...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
242
Faltaban pocos minutos para las ocho
de la mañana cuando la reducida comitiva dejó atrás
el barrio alto de Jerusalén. Caballo
de Troya había creído desde un principio que el encuentro
de los sanedritas con el procurador
romano tendría lugar precisamente por el portalón y túnel
de la fachada oeste de la Torre
Antonia (aquella por la que yo había tenido acceso en compañía
de José, el de Arimatea). Pero no fue
así. Caifás y los saduceos cruzaron ante el muro de
protección situado frente al foso y,
sin dudarlo, doblaron la esquina noroeste, en dirección a
otra de las puertas de entrada al
cuartel general de Poncio en la ciudad santa. Yo había
convenido con Pilato y su primer
centurión, Civilis, que mi ingreso en la fortaleza se produciría
por el puesto de guardia ya
mencionado. Y durante algunos segundos, mientras mi cerebro
buscaba una solución, me dejé
arrastrar -casi por inercia- por el pelotón. Al doblar aquella
esquina de Antonia, la súbita
presencia del anciano José de Arimatea y otro joven hebreo hizo
que olvidara momentáneamente mis
dudas. José, lógicamente, estaba al tanto de los pasos de
Jesús y del sumo sacerdote. Aunque no
lo había visto en el juicio, deduje que sus «contactos»
le mantenían puntualmente informado.
El hecho de estar allí era una prueba.
Caifás tuvo que ver a José. Pasó
prácticamente a su lado. Sin embargo, ni siquiera le saludó.
El anciano, al descubrir al Maestro,
se sobrecogió. Aunque posiblemente estaba informado
también de la tortura a que había
sido sometido, al comprobarlo por si mismo palideció. Sin
levantar demasiadas sospechas fui
quedándome atrás, hasta unirme a él y a su compañero. Y
así seguimos al pelotón.
El de Arimatea, que parecía haber
perdido las esperanzas que había tratado de contagiarme
en el patio del palacete de Anás, al
captar mi desconfianza por la presencia de aquel joven
desconocido me insinuó que hablase
abiertamente. Su acompañante era uno de los «correos»
de David Zebedeo. Estaba allí, según
me explicó, para transmitir las últimas noticias al cuerpo
de emisarios que había sido
centralizado por David en el campamento de Getsemaní.
De esta forma, conforme nos
aproximábamos a la puerta norte de la Torre Antonia, José y el
emisario me pusieron en antecedentes
de la suerte que habían corrido los restantes discípulos y
de los que no tenía noticia alguna
desde el prendimiento.
La mayor parte de los griegos y
discípulos que fueron testigos de la captura del Maestro en
el camino que discurre por la falda
del Olivete terminó por volver al huerto de Simón, «el
leproso», despertando a los ocho
apóstoles y demás seguidores, que permanecían ajenos a lo
que estaba ocurriendo.
Minutos más tarde, era el jovencísimo
Juan Marcos quien corría hasta la cima del Monte de
las Aceitunas, poniendo sobre aviso a
David Zebedeo, que seguía montando guardia y al
margen de los últimos sucesos.
Tras unos primeros momentos de lógica
confusión, el grupo se concentró en torno al molino
de piedra situado a la entrada de la
finca, iniciándose una viva polémica. Andrés, como jefe de
los apóstoles, se hallaba tan confuso
que no pudo pronunciar palabra alguna. Y fue Simón, el
Zelote; quien, por último, terminó
por encaramarse al muro de la almazara, arengando a sus
compañeros para que tomaran las armas
y se lanzaran en persecución de los guardias,
liberando a Jesús.
Según el «correo» -testigo presencial
de aquellos acontecimientos-, casi todos los presentes
en aquella madrugada en el huerto
(alrededor de medio centenar) respondieron con
vehemencia a la invitación del
«revolucionario» Simón, miembro activo como ya he insinuado
en alguna ocasión- del grupo
clandestino y terrorista de los «Zelota».
Y es muy posible que se hubiesen
lanzado monte abajo en busca del Maestro, de no haber
sido por la oportunísima mediación de
Bartolomé. Una vez que Simón el Zelote hubo hablado,
Bartolomé pidió calma y recordó a sus
amigos las continuas enseñanzas sobre la no violencia
que les había impartido Jesús. El
apóstol, con una gran cordura, refrescó la memoria de los
excitados discípulos, hablándoles de
las palabras que había pronunciado el rabí aquella misma
noche y a través de las cuales había
ordenado que protegieran y conservaran sus vidas, en
espera del momento crucial de la
dispersión y de la propagación del reino de los cielos.
La tesis de Bartolomé fue apoyada
vivamente por Santiago, el hermano de Juan Zebedeo,
quien explicó también a sus
compañeros cómo Pedro, algunos de los griegos y él mismo habían
Caballo de Troya
J. J. Benítez
243
desenvainado sus espadas en el
momento de la captura de Jesús y cómo el Maestro les había
invitado a que guardaran las armas.
Los ánimos, al parecer, fueron
apaciguándose. Después intervinieron también Felipe y Mateo
y por último Tomás, que insistió con
su característico sentido práctico, en la necesidad de «no
exponerse a peligros mortales», tal y
como Jesús había sugerido a su amigo Lázaro. Los
razonamientos de Tomás -rogando a los
discípulos, que se dispersasen en espera de nuevos
acontecimientos- terminaron por
doblegar el ansia de lucha de los seguidores del Cristo y los
discípulos desaparecieron
definitivamente.
Hacia las dos y media o tres menos
cuarto de esa madrugada, el huerto quedó desierto. Sólo
David Zebedeo y un reducido grupo de
mensajeros continuaron en el campamento,
preparándose para una misión que,
como ya insinué, resultaría vital. El intrépido discípulo supo
organizarse de tal forma que, bien a
través de Juan Zebedeo, de José de Arimatea y de otros
«agentes», pudo disponer de una
notable y precisa información sobre el discurrir de los
acontecimientos. Cada hora,
aproximadamente, uno de sus veloces mensajeros se entrevistaba
con los anteriormente citados,
trasladando las noticias al improvisado «cuartel general» de
Getsemaní. Desde allí, a su vez,
David enviaba a otros «correos» a los puntos donde hablan
acordado ocultarse los apóstoles:
cinco de ellos -Bartolomé, Felipe, los dos gemelos y Tomás-
en las aldeas de Betfagé y Betania.
Los cuatro restantes -Simón Zelote, Santiago, Tomás y
Andrés- en Jerusalén.
Cuando pregunté al emisario por
Pedro, el joven me tranquilizó. Poco después del amanecer,
David lo había encontrado en los
alrededores del campamento, sin rumbo fijo y lleno de
tristeza. Es posible que en aquellos
momentos, ni David Zebedeo ni el emisario ni ninguno de
los discípulos supieran la verdadera
razón de aquella inmensa angustia del fogoso Simón. El
caso es que David ordenó a uno de los
«correos» que le acompañase hasta la casa de
Nicodemo, en la ciudad santa, lugar
de concentración de su hermano Andrés y de los otros tres
apóstoles.
Aquel mismo emisario que acompañaba a
José de Arimatea me informó también que, poco
después de la partida de Pedro, llegó
al huerto Judas, uno de los hermanos carnales del
Maestro. Se había anticipado al resto
de su familia y allí supo del trágico arresto de Jesús. A
petición de David Zebedeo, regresó a
la carrera por el sendero que atraviesa el Olivete,
reuniéndose con María, su madre, y
con los demás componentes de su familia. Las órdenes de
David eran que la familia del Maestro
permaneciese, de momento, en la casa de Marta y María,
en Betania. Y así se hizo.
Esto significaba que María, la madre
de Jesús de Nazaret, se hallaba ya en las proximidades
de Jerusalén..., y que, por supuesto,
debía estar advertida de cuanto ocurría con su hijo.
La posibilidad de ese encuentro con María
me estremeció...
El viento soplaba con mayor fuerza.
Cuando alcanzamos a Caifás y a sus huestes, uno de los
dos legionarios que montaban guardia
en la cara norte del muro exterior que rodeaba la
fortaleza había acudido al interior
del cuartel, con el anuncio de la presencia de aquel destacado
grupo de sacerdotes. Al parecer, el
sumo sacerdote había advertido al centinela que el
procurador sabía ya de aquella
temprana visita. José y yo nos miramos, deduciendo que Poncio
Pilato podía haber tenido conocimiento
de este hecho por los judíos que le habían solicitado una
escolta la noche anterior.
Sea como fuere, el caso es que Poncio
hacía rato que aguardaba la llegada de esta
representación del Sanedrín.
Mientras esperábamos a las puertas
del parapeto de piedra, anuncié al de Arimatea que,
aprovechando la orden que me había
extendido el propio procurador, intentaría adelantarme a
Caifás y a su pelotón. José asintió,
añadiendo que él tenía intención de seguir al lado del
Maestro y que, presumiblemente, nos
volveríamos a ver en el interior de la residencia del
procurador.
Así que, olvidando mi proyectada
entrada en la Torre Antonia por el túnel del ala Oeste,
extraje el salvoconducto,
mostrándoselo al legionario. Este, al leer la autorización y escuchar el
nombre de Civilis, me franqueó el
paso, señalándome a varios soldados que montaban guardia
al otro lado del foso, junto a una
gran puerta practicada en la muralla y flanqueada por dos
torretas de vigilancia.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
244
Al cruzar el puente levadizo, similar
al que facilitaba el acceso por el túnel, uno de los
guardias me salió al paso. Tuve que
repetir la operación. El centinela revisó la orden del
procurador y me ordenó que esperase.
Después salió del puesto de guardia, adentrándose en el
interior de la fortaleza. Aquella
monumental puerta, coronada por un arco de medio punto,
estaba provista de dos grandes
batientes de madera, asegurados a unos postes verticales,
susceptibles de girar en cajas de
piedra. Supuse que, de esta manera, en momentos de peligro
o ataque, los batientes podían
cerrarse, siendo atrancados desde el interior.
Pocos minutos después, el legionario
me llamaba desde unas escalinatas de piedra
existentes al fondo. Caminé en
solitario hacia el centinela, salvando un ancho patio,
perfectamente adoquinado con cantos
rodados. Al pie de las escalinatas, el soldado me indicó a
un oficial, comentando:
-Éste te conducirá hasta Civilis...
Y así fue. Al final de aquellos
quince peldaños me aguardaba un centurión.
La escalinata permitía el acceso a
una especie de terraza rectangular, cuidadosamente
embaldosada y cercada por ambos
flancos con una serie de balaustres de mármol de un metro
de altura.
Aquélla era la entrada principal de
lo que podríamos denominar la residencia privada del
procurador: un edificio suntuoso y
relativamente apartado del conjunto, aunque dentro de la
fortaleza.
El oficial me condujo al interior: un
«hall» de extraordinarias dimensiones del que
arrancaban tres escalinatas, todas de
mármol blanco.
-Espera aquí -me dijo mientras se
dirigía a las escaleras situadas frente a la puerta de doble
hoja del vestíbulo. Al pie de dicha
escalinata montaban guardia otros dos soldados, con sus
lanzas y cotas de malla.
Obedecí, contemplando con admiración
la serie de grandes vidrieras multicolores que se
alineaban a lo largo de los muros,
proporcionando a la estancia una abundante luz natural. En
las paredes, revestidas de granitos
procedentes de Siena, habían sido abiertos numerosos
nichos en los que reposaban bustos
del emperador, jarrones griegos decorados con escenas
mitológicas y candelabros de plata.
El piso del «hall» había sido
recubierto con un extenso mosaico, que nada tenía que envidiar
a los que yo había visto en las
ruinas de Pompeya.
Ensimismado con aquella exquisita
decoración no me percaté de la llegada de Civilis.
El centurión y comandante de la
legión me saludó sonriente. En esta ocasión se tocaba con
un casco de metal sumamente pulido y
rematado por un penacho de plumas rojas.
Antes de que pudiera explicarle que
deseaba cambiar mis planes, Civilis se adelantó hasta la
puerta del «hall» y señalando el
portalón de la muralla me anunció que « el día acababa de
complicarse».
-Poncio deberá recibir esta mañana
-me dijo con un gesto de disgusto- a varios
representantes del Consejo de
Justicia de los judíos...
-Lo sé -repuse- y precisamente quería
hablarte de ello...
El centurión me miró sorprendido.
He oído que los judíos tratan de
juzgar a un mago. Lo he visto al pasar. Sabes que me
intereso por los astros y sus
designios y quisiera pedirte y pedirle al procurador un pequeño
cambio de planes.
Civilis siguió escuchándome con
atención.
-Tengo entendido -proseguí- que ese
hombre al que llaman Jesús de Nazaret ha obrado
grandes portentos y, abusando de
vuestra hospitalidad, desearía estar presente cuando sea
presentado a Poncio.
Y antes de que el centurión pudiera
responder, remaché mis palabras con una afirmación
que, tal y como esperaba, sólo a
medias prendió la curiosidad del romano:
He sabido que hoy mismo, tú, el
procurador, yo y toda la ciudad tendremos la oportunidad
de asistir a un extraño suceso
celeste...
El pragmático e incrédulo oficial
sonrió burlonamente, limitándose a contestar:
-Está bien, Jasón. Se lo diré a
Poncio...
Civilis desapareció por la escalinata
central, en busca del procurador, no sin antes
advertirme que no me moviera de allí.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
245
-Esas ratas -me comentó refiriéndose
a los sacerdotes que aguardaban junto al parapeto
exterior- no tienen escrúpulos para
pedirnos que se ejecute a uno de los suyos y, sin embargo,
no quieren entrar en el pretorio por
miedo a contaminarse y no poder celebrar su maldita
Pascua...
Civilis llevaba razón. Los judíos -y
muy especialmente los miembros de las diferentes castas
sacerdotales- tenían prohibido entrar
durante la celebración de la fiesta anual de la Pascua en
las casas de los gentiles (todas
ellas eran sospechosas de albergar alimentos que pudieran
contener levadura, y este contacto con
sustancias fermentadas estaba rigurosamente
prohibido)1.
Esto me hizo pensar que el procurador
y sus hombres no tendrían más remedio que
escuchar a Caifás y a los saduceos «a
las puertas» del pretorio. (Casi seguro -deduje- muy
cerca de esas escalinatas que acabo
de subir.) Y dispuse mi «vara de Moisés» para el que iba a
ser el primer encuentro oficial de
Poncio con los miembros del Sanedrín.
En efecto, hacia las ocho y quince
minutos de aquella mañana del viernes, 7 de abril, el
obeso procurador apareció en lo alto
de la escalera central del «hall» donde yo esperaba. Venía
acompañado de Civilis y de tres o
cuatro centuriones más.
Al verme se apresuró a bajar las
escalinatas, saludándome con el brazo en alto. Poncio había
cambiado la indumentaria. En esta
ocasión, y dada su calidad de representante del César, se
había enfundado en una coraza de
metal, corta y «musculada», bellamente trabajada y
brillante como un espejo, al estilo
de los mejores blindajes griegos de la época. Bajo la
armadura lucía una túnica corta de
seda, de media manga, de color hueso, meticulosamente
planchada y rematada por flecos de
oro. El voluminoso vientre del procurador sobresalía por
debajo de la coraza, proporcionándole
un perfil muy poco caballeresco.
Alrededor de su cuello y colgando por
la espalda traía un manto o sagum de una tonalidad
«burdeos» muy apagada. Pero lo que
más me llamó la atención fueron sus piernas: aparecían
totalmente ceñidas con bandas de
lino. Aquello me hizo sospechar que el procurador padecía de
varices.
El centurión jefe le había puesto en
antecedentes de mis deseos y de ese «presagio» celeste
que había adelantado a Civilis y, sin
poder contener su morbosidad, me interrogó, al tiempo
que me invitaba a caminar junto a él
hacia la puerta de entrada a su residencia.
Le expliqué como pude que «los astros
habían anunciado para esa misma mañana un
funesto augurio y que, por el bien de
todos, extremase sus precauciones...».
No hubo tiempo para más. Poncio
Pilato y sus oficiales se detuvieron en la «terraza»,
mientras uno de los centuriones
descendía las escaleras, en busca, sin duda, de Caifás y de
aquel galileo que había empezado a
estropear la apacible jornada del procurador. El viento
despeinó a Poncio, poniendo en
dificultades su postizo. Aquello debió acrecentar su ya evidente
malhumor. El hecho de tener que salir
a las puertas del pretorio para recibir al sumo sacerdote
y a los miembros del Sanedrín no le
había hecho muy feliz...
Al poco vi aparecer por el arco de la
muralla al grupo que encabezaba Caifás.
Inmediatamente detrás de éste, Jesús,
el legionario romano que le había custodiado durante
toda la noche, Juan Zebedeo y los
levitas y criados del Sanedrín.
Al llegar al pie de la escalinata,
los saduceos se detuvieron, advirtiendo al procurador que su
religión les impedía dar un solo paso
más. Poncio miró a Civilis y con un gesto de disgusto
avanzó hasta situarse en el filo
mismo de los peldaños. Una vez allí, y en tono desabrido, les
preguntó:
-¿Cuáles son las acusaciones que
tenéis contra este hombre?
Los jueces intercambiaron una mirada
y, a una orden de Caifás, uno de los saduceos
respondió:
-Si este hombre no fuera un malhechor
no te lo hubiéramos traído...
Poncio guardó silencio. Sujetó su
manto y comenzó a descender las escaleras.
Inmediatamente, Civilis y los
centuriones se apresuraron a seguirle, rodeándole.
El romano, siempre en silencio, se
aproximó a Jesús, observándole con curiosidad El Maestro
permanecía con la cabeza baja y las
manos atadas a la espalda. Sus cabellos, revueltos por el
fuerte viento, ocultaban en parte las
excoriaciones de su rostro.
1 En su Orden Segundo, la Misná establece
que en la noche del 14 del mes de Nisán (vigilia de la fiesta de Pascua)
«debía rebuscarse toda sustancia con
levadura (generalmente cereales) a la luz de una vela». (N. del m.)
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246
Poncio dio una vuelta completa en
torno al Nazareno. Después, sin hacer comentario alguno,
pero con una evidente mueca de
repugnancia en sus labios, volvió a subir los peldaños. Sin
lugar a dudas -y Civilis me
confirmaría esta sospecha poco después-, el procurador había sido
previamente informado de la sesión
matinal del Sanedrín, así como de las discrepancias
surgidas entre los jueces a la hora
de fijar las acusaciones. (Según Civilis, una de las sirvientas
y el intérprete de la esposa de
Pilato, Claudia Prócula, conocían las enseñanzas de Jesús de
Nazaret, habiendo informado al
procurador de los prodigios y de las predicaciones del rabí.)
Cuando se encontraba en mitad de la
escalinata, Pilato se detuvo y, girando sobre sus
talones, se encaró de nuevo con los
hebreos, diciéndoles:
-Dado que no estáis de acuerdo en las
acusaciones, ¿por qué no lleváis a este hombre para
que sea juzgado de conformidad con
vuestras propias leyes?
Aquellas frases del procurador
cayeron como un jarro de agua fría sobre los sanedritas, que
no esperaban semejante resistencia
por parte de Poncio. Y, visiblemente nerviosos,
respondieron:
-No tenemos derecho a condenar a un
hombre a muerte. Y este perturbador de nuestra
nación merece la muerte por cuanto ha
dicho y hecho. Esta es la razón por la que venimos ante
ti: para que ratifiques esta
decisión.
Pilato sonrió maliciosamente. Aquel
público reconocimiento de la impotencia judía para
pronunciar y ejecutar una sentencia
de muerte, ni siquiera contra uno de los suyos, le había
llenado de satisfacción. Su odio por
los judíos era mucho más profundo de lo que podía
suponer.
-Yo no condenaré a este hombre
-intervino el romano, señalando a Jesús con su mano
derecha- sin un juicio- Y nunca
consentiré que le interroguen hasta no recibir, por escrito -
recalcó Poncio con énfasis-, las
acusaciones...
Sin embargo, el procurador había
subestimado a los sanedritas. Y cuando Pilato consideraba
que el asunto había quedado zanjado,
suspendiendo así el enojoso asunto, Caifás entregó uno
de los dos rollos que portaba a un
escriba judicial que los acompañaba, rogando al procurador
que escuchase las «acusaciones que
había solicitado».
Aquella maniobra sorprendió a Poncio,
que no tuvo más remedio que detener sus pasos
cuando estaba a punto de entrar en su
residencia. Cada vez más irritado por la tenaz
insistencia de Caifás y los saduceos,
se dispuso a escuchar el contenido de aquel pergamino.
El escriba lo desenrolló y, adoptando
un tono solemne, procedió a su lectura:
-El tribunal sanedrita estima que
este hombre es un malhechor y un perturbador de nuestra
nación, en base a las siguientes
acusaciones:
»1.ª Por pervertir a nuestro pueblo e
incitarle a la rebelión.
»2.ª Por impedir el pago del tributo
al César.
»3.ª Por considerarse a sí mismo como
rey de los judíos y propagar la creación de un nuevo
reino.
Al conocer aquellas acusaciones
oficiales comprendí que dicho texto -que nada tenía que ver
con lo discutido en el juicio- había
sido amañado por Anás y el resto de los miembros del
Consejo en su segunda entrada en la
sala del Tribunal, mientras el Maestro y todos los demás
esperábamos en el patio central del edificio
del Sanedrín. Ahora me explicaba el porqué de
aquellas agrias discusiones entre
Caifás, Anás y los jueces y la súbita aparición de un segundo
pergamino en las manos del sumo
sacerdote, momentos antes de salir hacia la Torre Antonia.
Muy astutamente, los saduceos habían
preparado aquellas tres acusaciones, de forma que el
procurador romano se viera
inevitablemente involucrado en el proceso.
Poncio pidió a Civilis que se
aproximara y le susurró algo al oído. El centurión asintió con la
cabeza. (Aquella consulta
confidencial -según supe por el comandante en jefe de la legión- se
había centrado en las informaciones
que obraban en poder del procurador y que, tal y como
todos sabíamos, señalaban que el
complot contra el Nazareno tenía unas raíces pura y
estrictamente religiosas.)
Pilato comprendió al momento que
aquel «cambio» en la estrategia de los sacerdotes
obedecía únicamente a su fanatismo y
ciego odio hacia aquel visionario, que había sido capaz
de desafiar la autoridad del sumo
pontífice, ridiculizando a las castas sacerdotales. Sin
proponérselo, Caifás y sus esbirros
habían conseguido con aquel engaño que Poncio Pilato se
inclinase ya, desde un principio, no
en favor de Jesús -a quien prácticamente ignoraba- sino en
contra de aquella «ralea de mala
madre», según palabras del propio romano. (Era sumamente
Caballo de Troya
J. J. Benítez
247
importante tener en cuenta estos
hechos, de cara a la conducta y a los sucesivos intentos del
representante del emperador por
liberar al Maestro. Nada hubiera satisfecho más su desprecio
hacia la suprema autoridad judía que
hacerles morder el polvo, poniendo en libertad al
prisionero.)
Pero los acontecimientos -a pesar del
procurador- iban a tomar caminos insospechados...
Poncio guardó silencio. Dirigió una
mirada de desprecio a los jueces y descendiendo los
escalones por segunda vez se abrió
paso hasta el Galileo. Una vez allí, ante la expectación
general, preguntó al Maestro qué
tenía que alegar en su defensa. Jesús no levantó el rostro.
Civilis, que había seguido los pasos
de su jefe, levantó el bastón de vid, dispuesto a golpear
al Galileo por lo que consideró una
falta de respeto. Pero el procurador le detuvo. Aunque su
confusión y disgusto eran cada vez
mayores, el romano comprendió que aquél no era el
escenario más idóneo para interrogar
al prisionero. La sola presencia de los sanedritas podía
suponer un freno, tanto para él como
para el reo. Y volviéndose hacia el primer centurión dio
las órdenes para que condujeran al
gigante al interior de su residencia.
Civilis hizo una señal al soldado que
custodiaba al rabí y ambos, en compañía de Juan
Zebedeo y de algunos de los
domésticos del Sanedrín, siguieron a Pilato y a los oficiales.
Caifás y los jueces permanecieron en
el patio. La contrariedad reflejada en sus rostros ponía
de manifiesto su frustrado deseo de
acompañar a Jesús de Nazaret y asistir al interrogatorio
privado. Pero su propio fanatismo
religioso acababa de jugarles una mala pasada (por
supuesto, dudo mucho que Pilato
hubiera autorizado su presencia en el citado interrogatorio).
Al cruzar junto a mí, el procurador
me hizo un gesto, invitándome a que le acompañase.
-Dime, Jasón -me preguntó Poncio
mientras atravesábamos el «hall» en dirección a la
escalinata frontal-, ¿conoces a este
mago?... ¿Crees que puede resultar un «zelota»?
Aquél fue un momento especialmente
delicado para mí. Hubieran sido suficientes unas pocas
explicaciones para inclinar
definitivamente la balanza del inestable procurador a favor del
Maestro. Pero aquél no era mi
cometido. Y respondí a su pregunta con otra pregunta:
-Tengo entendido que tus hombres
fueron destacados anoche hasta una finca en Getsemaní
y con el propósito de registrar un
posible campamento «zelota». ¿Encontraron a esos
guerrilleros?
El procurador, a quien le costaba
trabajo subir las 28 escaleras, se detuvo jadeante.
-Y tú, ¿cómo sabes eso?
Mientras Civilis dirigía al Nazareno
y al reducido grupo por un luminoso corredor de mármol
númida, sembrado a derecha e
izquierda de estatuas que descansaban sobre pedestales de
Carrara, tranquilicé a Poncio,
narrándole mi «casual» encuentro con los dos legionarios que
perseguían a uno de los simpatizantes
del «mago».
El procurador me confesó entonces que
sus informes sobre el tal Jesús de Nazaret se
remontaban a años atrás,
especialmente desde que uno de sus centuriones le confesó cómo
aquel mago había curado a uno de sus
sirvientes más queridos, en Cafarnaúm. Poco a poco,
Poncio Pilato había ido reuniendo
datos y confidencias suficientes como para saber si aquel
grupo que encabezaba el rabí era o no
peligroso desde el único punto que podía interesarle: el
de la rebelión contra Roma.
Los agentes del procurador cerca del
Sanedrín le habían advertido de las numerosas
reuniones celebradas para tratar de
prender y perder al Nazareno. Pilato, por tanto, estaba al
corriente de las intenciones de los
que esperaban en el patio y del carácter «místico y
visionario» -según expresión propia-
del movimiento que encabezaba Jesús.
-¿Por qué iba a satisfacer a esos
envidiosos -concluyó Pilato-, deteniendo a unos pobres
diablos cuyo único mal es creer en
fantasías y sortilegios?...
Aquellas revelaciones del gobernador
de la Judea me abrieron definitivamente los ojos.
Estaba claro que, por mi parte,
también había subestimado el poder de Poncio. Era lógico que
en una provincia como aquélla, tan
levantisca y difícil, el poder de Roma tuviera los suficientes
resortes y tentáculos como para saber
quién era quién. Y, evidentemente, Poncio sabía quién
era el Maestro.
-Sin embargo -tercié con curiosidad-,
¿por qué accediste a enviar un pelotón de soldados a
Getsemaní?
El procurador volvió a sonreír
maliciosamente.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
248
-Tú no conoces aún a esta gente. Son
testarudos como mulas. Además, mis relaciones...,
digamos «comerciales», con Anás,
siempre han sido excelentes. No voy a negarte que la
procuraduría recibe importantes sumas
de dinero, a cambio de ciertos favores...
No me atreví a indagar sobre la clase
de «favores» que prestaba aquel corrupto
representante del César, pero el
propio Poncio me facilitó una pista:
-Anás y ese carroñero que tiene por
yerno han hecho grandes riquezas a expensas del
pueblo y del tráfico de monedas y de
animales para los sacrificios... Te supongo enterado del
descalabro sufrido por los cambistas
e intermediarios de la explanada del Templo, precisamente
a causa de ese Jesús. Pues bien, mis
«intereses» en ese negocio me obligaban en parte a
salvar las apariencias y ayudar al ex
sumo sacerdote en su pretensión de capturar al mago...
Aquel descarado nepotismo de la
familia Anás -situando a los miembros de su «clan» en los
puestos clave del Templo- era un
secreto a voces. La actuación del procurador, por tanto, me
pareció totalmente verosímil.
Al llegar al final del corredor,
Civilis abrió una puerta, dando paso a Pilato. Detrás, y por
orden del centurión, entraron Jesús,
Juan Zebedeo, otros dos oficiales y yo. El legionario y los
criados permanecieron fuera.
Al irrumpir en aquella estancia
reconocí al instante el despacho oval donde había celebrado
mi primera entrevista con el
procurador. El ala norte de la fortaleza se hallaba, pues,
perfectamente conectada con la sala
de audiencias de Poncio. Ahora comprendía por qué no
había visto guardias en aquella
puerta: era la que comunicaba posiblemente con las
habitaciones privadas y por la que
había visto aparecer, en la mañana del miércoles, al
sirviente que nos anunció la comida.
Poncio Pilato fue directamente a su
mesa, invitando al Nazareno a que se sentara en la silla
que había ocupado José de Arimatea.
Juan, tímidamente, hizo otro tanto en la que yo había
utilizado. Los oficiales se situaron
uno a cada lado del rabí, mientras Civilis ocupaba su habitual
posición, en el extremo de la mesa, a
la izquierda del procurador. Yo, discretamente, procuré
unirme al jefe de los centuriones.
La luz que irradiaba por el gran
ventanal situado a espaldas del romano me permitió explorar
con detenimiento el rostro del
Maestro. Jesús había abandonado en parte aquella actitud de
permanente ausencia. Su cabeza
aparecía ahora levantada. La nariz y el arco zigomático
derecho (zona malar o del pómulo)
seguían muy hinchados, habiendo afectado, como temía, al
ojo. En cuanto a la ceja izquierda,
parecía bastante bien cerrada. Los coágulos de sangre de las
fosas nasales y labios se habían
secado, ennegreciendo parte del bigote y de la barba.
Pilato retomó el hilo de la
conversación, indicando al rabí que, para empezar y para su propia
tranquilidad, «no creía en la primera
de las acusaciones».
-Sé de tus pasos -le dijo con aire
conciliador- y me cuesta trabajo creer que seas un
instigador político.
Jesús le observó con aire cansado.
-En cuanto a la segunda acusación,
¿has manifestado alguna vez que no debe pagarse el
tributo al César?
El Maestro señaló con la cabeza a
Juan y respondió:
-Pregúntaselo a éste o a cualquiera
que me haya oído.
El procurador interrogó al joven
Zebedeo con la mirada y Juan, atropelladamente, le explicó
que tanto su Maestro como el resto
del grupo pagaban siempre los impuestos del Templo y los
del César.
Cuando el discípulo se disponía a
extenderse sobre otras enseñanzas, Pilato hizo un gesto
con la mano, ordenándole que guardara
silencio.
-Es suficiente -le dijo-. ¡Y cuidado
con informar a nadie de lo que has hablado conmigo!
Y así fue. Ni siquiera en el texto
evangélico escrito por Juan muchos años más tarde se
recoge esta parte de la entrevista
del procurador romano con Jesús. (Es más, el escritor
sagrado no hace siquiera mención de
su presencia en dicho diálogo. Si esta parte del
interrogatorio -tal y como se
desprende del Evangelio de San Juan- tuvo lugar en el interior del
pretorio y, por tanto, en privado,
¿cómo es posible que el Zebedeo la describa, refiriéndose a
los ya conocidos temas del «reino» y
de la «verdad»? (Juan
18, 28-38). Sólo podía haber una
explicación: que él, precisamente,
hubiera sido testigo de excepción.)
Pilato se dirigió nuevamente al
Galileo:
-En lo que se refiere a la tercera de
las acusaciones, dime, ¿eres tú el rey de los judíos?
Caballo de Troya
J. J. Benítez
249
El tono del procurador era sincero.
Esa, al menos, fue mi impresión. Y el Maestro esbozó una
débil sonrisa. Al hacerlo, una de las
grietas del labio inferior volvió a abrirse y un finísimo
reguerillo de sangre se precipitó
entre los pelos de la barba.
-Pilato -repuso el rabí-, ¿haces esa
pregunta por ti mismo o la has recogido de los
acusadores?
El procurador abrió sus ojos
indignado.
-¿Es que soy un judío? Tu propio
pueblo te ha entregado y los principales sacerdotes me han
pedido tu pena de muerte...
Poncio trató de recobrar la calma y
mostrando sus dientes de oro añadió:
-Dudo de la validez de estas
acusaciones y sólo trato de descubrir por mí mismo qué es lo
que has hecho. Por eso te preguntaré
por segunda vez: ¿has dicho que eres el rey de los judíos
y que intentas formar un nuevo reino?
El Galileo no se demoró en su respuesta:
-¿No ves que mi reino no está en este
mundo? Si así fuera, mis discípulos hubieran luchado
para que no me entregaran a los
judíos. Mi presencia aquí, ante ti y atado, demuestra a todos
los hombres que mi reino es una
dominación espiritual: la de la confraternidad de los hombres
que, por amor y fe, han pasado a ser
hijos de Dios. Este ofrecimiento es igual para gentiles que
para judíos.
Pilato se levantó y golpeando la mesa
con la palma de su mano, exclamó sin poder reprimir
su sorpresa:
-iPor consiguiente, tú eres rey!
-Sí -contestó el prisionero, mirando
cara a cara al procurador-, soy un rey de este género y
mi reino es la familia de los que
creen en mi Padre que está en los cielos. He nacido para
revelar a mi Padre a todos los
hombres y testimoniar la verdad de Dios. Y ahora mismo declaro
que el amante de la verdad me oye.
El procurador dio un pequeño rodeo en
torno a la mesa y. situándose entre Juan y el
prisionero, comentó para sí mismo:
-¡La Verdad!... ¿Qué es la Verdad?...
¿Quién la conoce?...
Y antes de que Jesús llegara a
responder, hizo una señal a Civilis, dando por concluido el
interrogatorio.
Los oficiales obligaron al rabí a
incorporarse y Poncio abrió la puerta, ordenando a sus
hombres que llevaran al Nazareno a la
presencia de Caifás. Cuando avanzábamos nuevamente
por el corredor, Pilato se situó a mi
altura, haciendo un solo pero elocuente comentario:
-Este hombre es un estoico. Conozco
sus enseñanzas y sé lo que predican: «el hombre sabio
es siempre un rey».
Después de aquel razonamiento, deduje
que el romano estaba dispuesto a liberar a Jesús. Al
presentarse por segunda vez ante los
judíos, su actitud me confirmó aquel presentimiento.
Poco antes de las nueve de la mañana,
Poncio se asomaba a la terraza y, adoptando un tono
autoritario, sentenció:
-He interrogado a este hombre y no
veo culpabilidad alguna. No le considero culpable de las
acusaciones formuladas contra él. Por
esta causa, pienso que debe ser puesto en libertad.
Caifás y los saduceos quedaron
desconcertados. Pero, al instante, reaccionaron, gritando y
haciendo mil aspavientos. Civilis
interrogó a Poncio con la mirada, al tiempo que echaba mano
de su espada. Pero el procurador
volvió a, pedirle calma. Uno de los oficiales regresó
precipitadamente al interior del pretorio,
posiblemente en busca de refuerzos.
Muy alterado, uno de los sanedritas
se destacó del grupo y ascendiendo tres o cuatro
escalones, increpó a Pilato con las
siguientes frases:
-¡Este hombre incita al pueblo!...
Empezó por Galilea y ha continuado hasta Judea. Es autor
de desórdenes y un malhechor. Si
dejas libre a este hombre lo lamentarás mucho tiempo...
Sin pretenderlo, aquel saduceo
acababa de proporcionar a Pilato un motivo para esquivar el
desagradable tema, al menos
temporalmente. El procurador se acercó entonces a su centuriónjefe,
comunicándole:
-Este hombre es un galileo.
Condúzcanle inmediatamente ante Herodes...
Civilis se dispuso a cumplir la
voluntad de Poncio y, cuando se dirigía hacia el legionario
encargado de la custodia del Maestro,
Pilato se volvió desde lo alto de la plataforma,
añadiendo:
-¡Ah!, y en cuanto le haya
interrogado, traedme sus conclusiones.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
250
En esta ocasión fue el propio Civilis
quien se responsabilizó de la custodia del Maestro. Los
ánimos de los judíos se hallaban tan
alterados que, con muy buen criterio, el centurión se rodeó
de una pequeña escolta de diez
legionarios, emprendiendo el camino hacia la residencia de
Herodes Antipas, tetrarca de Galilea
y, como Pilato, visitante en aquellas fechas en Jerusalén.
Este Herodes era hijo del tristemente
célebre Herodes el Grande, el que había ordenado la
matanza de los niños menores de dos
años en Belén y su entorno. Una masacre muy propia del
carácter y trayectoria de aquel rey,
odiado por el pueblo y al que llamaban con el despreciativo
de «criado edomita». A través de
numerosas pesquisas, Caballo de Troya pudo averiguar que la
sanguinaria matanza de los «
inocentes» alcanzó a una treintena de niños1.
Civilis, a la cabeza, cruzó el puente
levadizo. Detrás, los soldados, arropando al Maestro y
formados en dos hileras. Y a escasa
distancia, el resto del grupo: Caifás, el puñado de jueces,
Judas Iscariote, Juan Zebedeo, el
anciano José de Arimatea y yo.
Mientras salíamos de la fortaleza me
volví hacia el portalón abierto en la muralla norte y la
confusión reinó de nuevo en mi
cerebro. Según los textos evangélicos, «una gran
muchedumbre» debía acudir hasta las
mismísimas puertas del pretorio. Pero, ¿cómo podía ser
esto? De momento, las entrevistas con
Poncio Pilato se habían celebrado poco menos que de
forma privada. Sólo aquella reducida
representación del Sanedrín había tenido acceso al interior
de la Torre Antonia...
«Además -seguí reflexionando mientras
descendíamos en dirección al barrio alto de la
ciudad-, sin el expreso
consentimiento del procurador o de sus oficiales, ningún hebreo podía
traspasar el muro o parapeto exterior
y, mucho menos, el foso que rodeaba aquella zona del
cuartel general romano.»
¿Qué iba a ocurrir, por tanto, para
que la multitud judía pudiera llegar hasta las escalinatas
de la residencia privada de Poncio?
Juan, el discípulo amado de Jesús,
informó inmediatamente a José y al mensajero de cuanto
había sucedido al pie del pretorio y
en el interrogatorio privado del procurador, evitando, eso si,
su conversación con el romano. El
joven Zebedeo había recobrado las esperanzas. Le vi
optimista ante las declaraciones de
Pilato. Verdaderamente llevaba razón. Si el proceso se
hubiera mantenido dentro de aquella
línea, prácticamente circunscrito al pequeño circulo de los
sanedritas y del gobernador
extranjero, quizá la suerte del Maestro hubiera sido otra. Pero las
maquinaciones de Caifás y sus hombres
no cesaban...
El «correo», una vez recogidas las
últimas noticias sobre Jesús, se despidió de los amigos del
rabí, desapareciendo a la carrera
hacia el campamento de Getsemaní.
Fue al cruzar bajo la puerta de los
Peces cuando el de Arimatea, al ver cómo un nutrido
grupo de hebreos, presidido por
varios jefes del Templo y otros fariseos, se unía al sumo
sacerdote y a los saduceos, expresó
su desaliento. Mientras aguardaba frente al parapeto de
piedra de Antonia, José había
recibido una información que venía a complicarlo todo: Anás, de
mutuo acuerdo con los jueces, había
empezado a repartir secretamente monedas de oro
pertenecientes al tesoro del Templo.
Después de anotar los nombres de cada uno de los
sobornados, los tres gizbarîm o tesoreros oficiales habían impartido una consigna común:
«clamar ante Poncio Pilato la muerte
del impostor de Galilea».
Al ver cómo el grupo inicial de
saduceos aumentaba sensiblemente, pregunté al de Arimatea
cómo pensaba Caifás introducir
aquella muchedumbre en el recinto de la fortaleza.
-Dudo mucho -le dije- que Pilato y
sus tropas lo autoricen.
José despejó mis dudas en un segundo.
Casualmente aquella misma mañana del viernes,
víspera de la Pascua, los judíos
disfrutaban de una antigua prerrogativa. Cientos de hebreos
tenían por costumbre subir hasta las
inmediaciones del Pretorio y asistir a la liberación de un
1 Antes de iniciar la misión, yo habla recibido una completa
información sobre quién era este tetrarca o gobernador
de Galilea: Herodes, por sobrenombre
Antipas o «igual a su padre». Y la verdad es que dicho apodo encajaba a la
perfección. Herodes Antipas había
heredado el gobierno de las tierras del norte (Galilea) a la muerte de su
funesto
padre, Herodes el Grande, en el año
menos 4 de nuestra Era. Tenía 17 años. Según el primer testamento de su padre,
Antipas debería de haber recibido el
reino de Judea. Pero Herodes el Grande cambió de idea y sustituyó a Antipas por
su otro hijo Arquelao, que se hizo
cargo del citado reino de la Judea. Y Herodes Antipas recibió, como digo, Galilea.
Un
tercer hijo, Filipo, fue designado
también tetrarca de la Perea. Fue precisamente a este último a quien Herodes
Antipas
le quitaría su mujer, la no menos
célebre Herodias, responsable, al parecer, del asesinato del primo hermano de
Jesús
de Nazaret, Juan el Bautista. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
251
preso. Esa gracia, potestad que
recaía en el procurador, constituía uno de los gestos de amistad
y simpatía de Roma hacia sus
súbditos. Encerraba, en consecuencia, un eminente carácter
festivo y, durante los días
precedentes, tanto los vecinos de Jerusalén como los miles de
peregrinos se hacían lenguas,
apostando por uno u otro candidato. En esta ocasión, el nombre
que sonaba con más fuerza entre los
hebreos era el de «Barrabás». Según José de Arimatea,
un miembro activo del grupo
revolucionario «zelota», un «fulano de padre desconocido, vil y
sanguinario, capturado por las
fuerzas romanas en una revuelta»1.
Aquella aclaración del anciano amigo
de Jesús me hizo comprender muchas cosas. En primer
lugar, y en pura lógica, la ciudad
santa había despertado aquella mañana del viernes, 7 de
abril, sin la menor noticia del
prendimiento de su ídolo: Jesús de Nazaret. Sólo unos pocos lo
sabían. En segundo término, la
próxima e inminente manifestación de judíos ante la residencia
de Pilato no tenía nada que ver con
el Maestro de Galilea. Aunque Jesús no hubiera sido hecho
preso, se habría celebrado de igual
forma.
Fueron, como digo, las malas artes
del Sanedrín y la casi total ausencia de amigos y
partidarios del Nazareno en dicha
reunión multitudinaria, para pedir la liberación de un reo, lo
que desembocó en lo que todos ya
conocemos.
El palacio de los antiguos Asmoneos
-residencia provisional de Herodes Antipas durante sus
breves estancias en Jerusalén- se
hallaba muy cerca de la muralla que corría desde el soberbio
conjunto palaciego de Herodes el
Grande (en el extremo occidental de la ciudad) al Templo. Se
trataba de una vetusta construcción,
a base de enormes sillares de 20 codos de largo por 10 de
ancho que, en palabras de Josefo, «no
podían ser cavadas ni rotas con hierro, ni movidas con
todas las máquinas del mundo».
A las puertas del palacio nos salió
al paso una parte de la guardia personal de Antipas,
integrada en su mayoría por
mercenarios tracios, germanos y galos. Muchos de ellos habían
servido primero con el padre del
actual Herodes2. Vestían largas túnicas verdes -de media
manga- con el trono y vientre
cubiertos por una especie de «camisa» o coraza trenzada a base
de escamas metálicas. Casi todos
portaban a la espalda sendos carcajes de cuero, repletos de
flechas. (Herodes, a la vista del
considerable número de soldados que llegué a detectar en el
interior del palacio, debía temer por
su seguridad personal.)
Civilis intercambió algunas palabras
con los porteros y la guardia abrió paso a la escolta
romana y a un reducido grupo de
sacerdotes. El resto, incluido José de Arimatea, tuvo que
esperar frente al edificio.
Una vez más, la fortuna se puso de mi
lado. Antes de emprender el camino hacia el interior
del palacio, el centurión me tomó por
el brazo, anunciándome que el tetrarca era un entusiasta
de Grecia y que, silo estimaba
oportuno, él tendría sumo placer en presentarme a Herodes y
hablarle de mis virtudes como
astrólogo al servicio del Emperador. En principio acepté
encantado, aunque en los planes de
Caballo de Troya no figuraba precisamente ningún tipo de
entrevista con aquel personaje.
Lógicamente, el centurión no podía
imaginar que el interrogatorio de Antipas a Jesús de
Nazaret resultaría tan breve como
estéril.
A pesar de lo antiguo de aquel
palacio, Herodes se había encargado de embellecerlo hasta
límites insospechados. Desde el patio
central, ocupado por un estanque rectangular y sobre
cuyo enlosado picoteaba un sinfín de
palomas, varios de los criados, conducidos siempre por un
somatophylax o «guardaespaldas» de la corte herodiana (que respondía al
nombre de Corinto),
nos fueron guiando hasta el piso
superior. En aquella primera planta del palacio, abierta en su
totalidad hacia el jardín interior y
cubierta por un artístico claustro de mármol, se hallaba la
sala de audiencias de Antipas.
Lo primero que me llamó la atención
de aquella espaciosa sala, perfectamente iluminada por
tres grandes ventanales orientados
hacia el norte, fue un sillón de madera negra,
magistralmente tallado y situado a la
derecha de la cámara. Se trataba, sin duda, de un trono.
1 Al consultar los archivos de Santa Claus, el ordenador
central confirmó que el nombre de «Barrabas» era de
origen semítico (más exactamente
arameo). Podía tener varios significados: Bar, que significa «hijo» en arameo y
«Rabba» o maestro y rabí. También
cabía la explicación de «Bar Abba» o «hijo de su padre», que era un modo de
llamar a cualquiera cuyo padre
resultaba desconocido. (N. del m.)
2 Algunos de aquellos galos habían formado parte de la
guardia de Cleopatra, reina de Egipto, cifrándose su número
en más de 400. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
252
Había sido elevado sobre un
entarimado, también de oscura madera. A corta distancia, y
ocupando el centro de la sala, se
abría una piscina circular de cuatro o cinco metros de
diámetro y una profundidad difícil de
precisar, a causa del líquido blanco que la llenaba. A los
pies del trono, una veintena de
individuos aparecían recostados en voluminosos y blancos
almohadones de plumas. Al vernos se
hizo un gran silencio.
Pero, por más que traté de
identificar a Antipas, no lo logré. El Maestro fue situado por el
centurión frente al sillón, de
madera, entre la piscina y aquella pléyade de acicalados «primos y
amigos» del tetrarca, que miraban
estupefactos al galileo y a los legionarios romanos.
Caifás rompió al fin aquel violento
silencio. Se adelantó hacia el grupo de cortesanos y
extendió el pergamino de las
acusaciones a un individuo extremadamente flaco, igualmente
recostado y semioculto entre los
cojines.
Al ponerse en pie apareció ante mí un
Herodes difícil de imaginar. A pesar de sus 55 años, su
aspecto era el de un viejo. Bajo una
túnica prácticamente transparente se adivinaba un pellejo
esquelético, sembrado de costras
cenicientas y sucias, que los romanos denominaban la
enfermedad de «mentagra»1.
Aquellas úlceras -que hoy nos harían
pensar en una posible sífilis- se habían hecho
especialmente prolíficas en sus
manos, cuello y rostro. Para colmo, Antipas lucía un cabello
largo y recortado en la frente,
teñido de un rubio aparatoso.
Después de examinar el pergamino,
Herodes fijó su mirada en Jesús, al tiempo que el sumo
sacerdote se deshacía en todo tipo de
explicaciones sobre el proceso que se había seguido
contra aquel impostor y sobre los
deseos del procurador romano de que el tetrarca procediera
al interrogatorio del galileo.
Antipas arrojó el rollo a los pies de
Caifás. Este, confundido por la inesperada reacción del
gobernador de Galilea, enmudeció,
mientras uno de sus levitas se apresuraba a recoger el
pergamino.
Y sin pronunciar una sola palabra, el
enjuto tetrarca comenzó a dar vueltas en torno al
Nazareno. Al final se detuvo frente a
Jesús, estallando en sonoras carcajadas. Los cortesanos
no tardaron en imitarle y las risas
terminaron por retumbar en los muros de mármol de la
estancia.
Herodes levantó entonces sus brazos y
las carcajadas cesaron al instante.
Después, bajando sus manos
lentamente, comentó divertido:
-Así que, al final, este milagrero
presuntuoso ha terminado por visitar a la vieja zorra...
El tetrarca, evidentemente, conocía
al Maestro y estaba enterado de aquellas frases
pronunciadas por Jesús y en las que
le había calificado de «zorra».
Antipas esperó la respuesta del
prisionero. Pero el rabí, con la cabeza hundida sobre el
pecho, no se dignó mirarle. Durante
algo más de un cuarto de hora, el hijo de Herodes el
Grande acosó a preguntas al
prisionero. Pero no obtuvo ni una sola respuesta. Una de las
principales preocupaciones de Antipas
-a juzgar por sus preguntas- se centraba en la
posibilidad de que aquel galileo
fuera la reencarnación de Juan el Bautista, a quien él había
ejecutado tres años antes2. Saltaba a la vista que los remordimientos y el miedo
habían hecho
presa en el alma de aquel gobernante
despótico y cruel.
1 Plinio el Viejo, en su Historia Natural, describe esta enfermedad asegurando que las citadas
úlceras empezaban
siempre por el mentón. De ahí el
nombre de «mentagra». Según nuestro computador, aquella dolencia fue importada
desde Asia por un ciudadano de
Perusa. (N. del m.)
2 Cuando Herodes Antipas se enamoró de la mujer de su
hermano Filipo, tetrarca como él de la región de Perea, al
este del Jordán, aprovechó un viaje a
Roma para unirse a Herodías. Su esposa legítima, hija del jeque árabe Areta,
cuarto rey de los nabateos, tuvo que
salir de Israel, regresando con su familia. Desde entonces, Juan el Bautista
aprovechó cuantas oportunidades tuvo
para reprochar a Herodes y a su amante, Herodías, su adulterio permanente.
Las críticas del primo hermano de
Jesús fueron tan duras que Antipas, posiblemente por consejo de Herodías, mandó
encarcelar al Bautista en una
apartada fortaleza situada en la orilla oriental del Mar Muerto y que los
beduinos llaman
aún el Mashnaka o «Palacio Colgado».
Allí sería decapitado poco después. Desde entonces, Antipas vivió consumido por
el miedo creyendo que el fantasma de
Juan el Bautista regresaría algún día para hacer justicia. Según nuestras
investigaciones, era muy improbable
que Antípas hubiera accedido a degollar al Bautista a raíz de la famosa danza
de
Salomé, la hija de Herodias. En
aquella época, Salomé debía ser una adolescente. El verdadero nombre de la
hijastra
de Herodes nos es conocido gracias al
testimonio de F. Josefo y a la inscripción de una moneda en la que aparece
junto
a su marido Aristóbulo. Según los
historiadores, la versión más racional v verosímil es que Juan el Bautista
fuera
encarcelado y ejecutado como
consecuencia de sus agrias críticas contra el tetrarca y contra la esposa de
Filipo. (N. del
m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
253
Decepcionado por el silencio del
Galileo, Herodes cambió de táctica. Y señalando a uno de
sus leales, exclamó:
-¡Manaén!... ¡Llama a Herodías!
Y el viejo syntrophos o preceptor de Herodes Antipas se apresuró a salir del
salón de
audiencias, en busca de la amante de
su señor.
Herodes, lejos de irritarse por el
mutismo del Galileo, parecía íntimamente complacido.
Aquella actitud resultaba muy extraña
y, disimuladamente, fui bordeando el filo de la piscina,
procurando no resbalar sobre el
pulido pavimento de mármol con incrustaciones de coral rosa.
Su pasión por el helenismo, tal y
como me había adelantado el centurión, se notaba, no sólo en
su atuendo y en los hombres que le
rodeaban, sino también en la decoración del palacio. Aquel
piso, por ejemplo, primorosamente
trabajado a base de diminutas porciones del uniforme v
brillante coral llamado «piel de
ángel» -extraído posiblemente del Mediterráneo- era una de las
pruebas más elocuentes del
refinamiento de que hacía gala aquel personaje. Los artesanos
fenicios al servicio de Antipas
habían logrado formar un gigantesco y hermosísimo «cuadro» de
la legendaria Medusa y de Teseo, su
asesino1, embutiendo en las planchas de mármol miles de
gránulos de coral que daban forma a
la citada escena mitológica.
De esta forma me aproximé a un
costado de Civilis y, en voz baja, le pregunté por qué el
tetrarca adoptaba aquella actitud. El
centurión -que conocía bien la desordenada vida de
Antipas- me sugirió una explicación
nada despreciable:
Todo Israel sabe que Herodes temía y
respetaba al fogoso profeta que llamaban el Bautista.
En alguna ocasión, este loco llegó a
comentar que Jesús de Galilea podía ser Juan. No sería de
extrañar que, al comprobar el
silencio del prisionero, su desequilibrada razón haya recobrado la
calma.
De pronto, Antipas salió de sus
pensamientos y tomando una copa de cristal se aproximó al
estanque. Se inclinó y la llenó con
aquel liquido blanco. Después, situándola a la altura del
rostro del Nazareno, le preguntó con
soma:
-Dime, galileo, ¿podrías convertir la
leche en vino?
Jesús, inmóvil, no pestañeó. Su cara
seguía baja.
Herodes se encogió de hombros y
regresó a su colchón de plumas. Uno de los criados,
posiblemente un eunuco, a juzgar por
sus anillos en las orejas y sus caderas y ademanes
feminoides, se arrodilló ante el tetrarca,
procediendo a calzarle. Aquellas sandalias con cintas
doradas me llamaron la atención.
Ambas plantas aparecían cubiertas con una serie de finísimas
almohadillas. Una vez ajustadas,
Antipas se puso nuevamente en pie y, ante mi sorpresa, bajo
el peso de su cuerpo, aquellas
bolsitas empezaron a rezumar un líquido transparente y oloroso.
¡Eran «vaporizadores»! (una especie
de desodorante que había empezado a hacer furor entre
las clases adineradas de Roma y
Grecia y que eliminaba en buena medida los desagradables
olores de la transpiración).
Antipas no se rendía y trató de que
el Maestro le divirtiera con alguno de sus prodigios.
Tomó una bandeja de plata en la que
se alineaban unas pequeñas tiras de carne y
presentándosela a Jesús, le increpó
en los siguientes términos:
-Si tú has sido capaz de multiplicar
panes y peces, supongo que no te resultará muy difícil
hacer otro tanto con estas lenguas de
flamenco... ¿Serias tan amable?
El silencio fue la única respuesta. Y
Herodes, que había pasado de la burla a la cólera,
levantó la pieza de metal, dejando
caer su manjar favorito sobre la cabeza y hombros del rabí.
La ocurrencia fue respaldada al
momento por las risas de sus acólitos. Pero el Maestro no se
conmovió.
La grotesca escena se vio
interrumpida por la súbita llegada de una mujer. Antipas, al verla,
se apresuró a acudir a su encuentro,
tomándola por una mano y conduciéndola frente a Jesús.
A pesar de haber cruzado la barrera
de los cuarenta, la belleza de Herodías, la amante de
Antipas, resultaba excitante. Su
vestimenta constaba únicamente de una serie de gasas de
1 La leyenda griega relata que existían tres hermanas -las
Gorgonas- que disponían de un solo ojo y de un solo
diente para las tres, pasándoselo una
a otras, cuando querían ver o comer. Esto, según la leyenda, simbolizaba que la
envidia, la calumnia v el odio veían
con un solo ojo y se alimentaban con el mismo diente. Una de estas terribles
hermanas, viejas como la Humanidad y
con serpientes en lugar de cabellos (Medusa), tenía el poder de convertir en
piedra todo lo que miraba. Pero fue
muerta por Teseo, que le cortó la cabeza. Y según la mitología, una parte de su
sangre fue a caer al mar,
convirtiéndose en coral. De ahí que el coral haya tenido siempre una gran
aceptación entre
estos pueblos, como valiosos amuletos
contra el «mal de ojo» y la envidia. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
254
Malta que formaban una doble túnica y
que transparentaban una piel aceitunada. Su cabeza
presentaba una cinta blanca que
aprisionaba las sienes y sobre las que se alzaban tres pisos de
trenzas tan negras como sus ojos.
Aquel complicado peinado estaba rematado en su cúspide
por pequeñas caracolas, hechas de
rizos cilíndricos.
Civilis, al verla, fijó sus ojos en
los pequeños pechos, perfectamente visibles a través de los
lienzos. Y volviéndose hacia mí, me
guiñó un ojo.
Antipas se aproximó a Jesús y
sacudiendo con sus dedos algunas de las lenguas de flamenco
que habían quedado enredadas en sus
cabellos, tranquilizó a la mujer, asegurándole que aquel
mago no era siquiera la sombra del
aborrecido Juan el Bautista. Herodías, con las cejas y
pestañas teñidas con brillantina y
los párpados sombreados por alguna mezcla de lapislázuli
molido, observó detenidamente al reo.
Después, contoneándose sin el menor pudor, se alejó
del Maestro, buscando acomodo en el
trono de madera. Una vez allí, y ante la expectación
general, le hizo una señal a Antipas,
indicándole que se aproximara. Herodes obedeció al
instante. Y tras susurrarle algo, el
tetrarca, sonriendo maliciosamente, descendió del
entarimado hasta situarse a espaldas
del rabí. Acto seguido tomó el filo de la túnica de Jesús,
levantándola lentamente, de forma que
Herodías y sus cortesanos pudieran contemplar las
piernas del Nazareno. Antipas
prosiguió hasta descubrir la totalidad de los musculosos muslos
del prisionero, así como el taparrabo
que le cubría. Los labios de Herodías, de un rojo carmesí,
se abrieron con palpable admiración,
al tiempo que un oleada de indignación empezaba a
quemarme las entrañas.
Civilis notó mi creciente cólera e,
inclinándose hacia mí, comentó:
-No te alarmes. La ley judía le
concede a ese puerco hasta un total de 18 mujeres, pero su
impotencia es tan pública y notoria
que esa ramera busca consuelo hasta en los esclavos de las
caballerizas... Y Herodes lo sabe.
Herodías lo tiene cogido por el trono y por los testículos...
Las palabras del oficial fueron tan
acertadas como proféticas. ¡Qué poco sospechaba Antipas
que, precisamente aquella mujer,
sería la causa de su desgracia final...!1
La humillante escena fue zanjada por
el centurión. El tiempo apremiaba y con amables pero
firmes palabras rogó al tetrarca que
le comunicara su veredicto respecto al prisionero.
-¿Veredicto? -argumentó Antipas, que
hacia tiempo que había comprendido que el Galileo no
deseaba abrir la boca-. Dile a Poncio
que agradezco su gentileza, pero que Judea no entra
dentro de mi jurisdicción. Que sea él
quien decida.
Y dando media vuelta se encaminó
hacia uno de sus amigos. Le arrebató un costoso manto
de púrpura con que se cubría y, sin
más explicaciones, lo depositó sobre los hombros del
Maestro, soltando una larga y
estridente carcajada, que fue aplaudida por sus amigos y
parientes.
Caifás y los sacerdotes, tan
decepcionados como Antipas, se encaminaron hacia la puerta,
mientras Civilis, tras saludar brazo
en alto al tetrarca y a Herodías, empujó a Jesús, indicándole
que la visita había terminado.
Al abandonar la sala aún resonaban
los aplausos de la camarilla de Herodes, sumamente
complacida por aquel último gesto de
burla y escarnio del edomita.
(Una vez más, el testimonio de
algunos exegetas no coincidía con la realidad. Jesús no fue
cubierto con un manto blanco, en
señal de demencia, tal y como señalan estos comentaristas
bíblicos, sino con uno rojo
brillante, que reflejaba la mofa de Herodes Antipas, considerándole
como un «libertador» o un «rey» de
pacotilla. Un manto que acompañaría ya a Jesús de
1 Esta fulminante afirmación del mayor me llevó a revisar
cuantos documentos me fue posible, en busca del
desgraciado final de Herodes Antipas.
Con gran sorpresa por mí parte descubrí que el hijo de Herodes el Grande había
sido víctima, finalmente, de la
ambición y del dominio de su amante: Herodías. Tras la muerte del emperador
Tiberio,
en el año 37 de nuestra Era, otro
miembro de la numerosa familia de los Herodes, hermano precisamente de
Herodías,
fue sacado de la cárcel de Roma por
el nuevo César, Cayo, alias «Calígula» o «Botita». Y ante
la desesperación de
Antipas y de su amante, Herodes
Agripa fue designado rey de todo Israel. Antipas se dejó influir por Herodías y
acudió
a Roma, dispuesto a pedir para si el
titulo de rey. Pero «Calígula», que se encontraba en aquellas fechas -año 39 de
nuestra Era- en plena campaña militar
en las Galias, no sólo no accedió a los deseos del tetrarca de Galilea, sino
que,
ante el desconcierto del «viejo
zorro», le desposeyó de su título, desterrándole. Flavio Josefo y Tilemont
coinciden en
que Herodes Antipas y su mujer,
Herodías, se vieron obligados a peregrinar a España, donde posiblemente se
establecieron y murieron. (En
aquellas fechas había ya en la península ibérica siete ciudades mediterráneas
con
importantes colonias judías, así como
otras zonas de Andalucía donde Herodes pudo fijar su residencia.) (N. de J. J.
Benítez.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
255
Nazaret hasta el momento crítico de
la flagelación y que, como veremos más adelante, fue el
mismo con el que le cubrieron los
legionarios romanos.)
A las diez de la mañana, la escolta
se retiró del palacio de los Asmoneos, reemprendiendo el
retorno a la fortaleza Antonia. Al
igual que en el camino de ida, un cerrado grupo de hebreos
siguió silencioso y vigilante a los legionarios
que protegían al rabí.
En esos momentos, inesperadamente,
Judas Iscariote se desligó de la turba que encabezaba
Caifás y me sorprendió con una
pregunta...
Al principio titubeó. Miró a su
alrededor con desconfianza y, finalmente, se decidió a
hablarme. Judas debía pensar que mi
constante presencia cerca del Maestro me había
convertido en uno de sus seguidores.
Sin embargo, terminó por vencer su recelo y
apartándome del pelotón de escolta me
interrogó sobre el desarrollo del interrogatorio en el
palacio de Antipas. Le relaté lo
sucedido y el Iscariote, por todo comentario, lamentó el silencio
de Jesús, añadiendo:
-¡Qué nueva oportunidad perdida...!
Le dije que no comprendía y el
Iscariote, evitando mi mirada, me habló de sus tiempos como
discípulo del Bautista y de cómo
jamás había perdonado al Maestro que no intercediera en favor
de la vida de Juan. Ahora -según el
traidor-, Jesús tampoco había hecho nada por reivindicar la
memoria de su amigo y primo hermano.
Aquella confesión me sorprendió. Por lo visto, el
Iscariote se había unido al Nazareno
a raíz del encarcelamiento del Bautista y llegué a pensar
que buena parte de su odio hacia el
rabí venía arrastrado precisamente por aquellas
circunstancias.
Ambos continuamos en silencio. Yo
ardía en deseos de preguntarle la razón de su traición,
pero no tuve valor. Y sólo me atreví
a interrogarle sobre la causa por la que se había
adelantado al grupo de soldados en la
noche del prendimiento. Judas, aislado y humillado por
unos y otros, sentía la necesidad de
sincerarse. Pero su respuesta fue una verdad a medias...
-Sé que nadie me cree -se lamentó-,
pero mi intención fue buena. Si me adelanté a los
soldados y levitas del templo fue
para advertir al Maestro y a mis compañeros del campamento
de la proximidad de la tropa que
venía a prenderle.
Guardé silencio. Aquella
manifestación, en efecto, resultaba difícil de aceptar. Es posible que
Judas, dada su cobardía, hubiera
podido maquinar semejante «arreglo». De esta forma, los
discípulos quizá no habrían llegado a
desconfiar de su presencia. Pero sus intenciones, si es que
realmente fueron éstas, se vieron
truncadas ante la inesperada presencia del Nazareno en
mitad del camino que conducía al
huerto.
No hubo tiempo para más. Civilis y
sus hombres penetraron de nuevo por la muralla norte
de la Torre Antonia, dirigiéndose
hacia las escalinatas del pretorio.
Al llegar a la terraza donde se había
celebrado aquella primera parte del interrogatorio, me
desconcertó la presencia de una
tarima semicircular sobre la que había sido dispuesta una silla
«curul», destinada generalmente para
impartir justicia. El centurión dejó a Jesús al cuidado de
sus hombres y entró en la residencia.
El resto de los hebreos, con el sumo
sacerdote en primera línea, aguardó, como de
costumbre, al pie de las escaleras.
Esta vez, José de Arimatea si había entrado en el recinto de
la Torre.
Pilato no tardó en aparecer y tomando
asiento en la silla transportable se dirigió a Caifás y a
los saduceos:
-Habéis traído a este hombre a mi
presencia acusándole de pervertir al pueblo, de impedir el
pago del tributo al César y de
pretender ser el rey de los judíos. Le he interrogado y no le creo
culpable de tales imputaciones. En
realidad no veo falta alguna... Le he enviado a Herodes y el
tetrarca ha debido llegar a las
mismas conclusiones, ya que me lo ha enviado nuevamente. Con
toda seguridad, este hombre no ha
cometido ningún delito que justifique su muerte. Si
consideráis que debe ser castigado
estoy dispuesto a imponerle una sanción antes de soltarle.
Juan, sin poder contener su alegría,
dio un brinco, abrazándose a José de Arimatea.
Pero, cuando todo parecía inclinarse
a favor del Nazareno, el patio existente entre la
escalinata y el portalón de la
muralla se vio súbitamente invadido por cientos de judíos.
Irrumpieron tranquila y
silenciosamente, con un grupo de soldados romanos a la cabeza.
Tal y como me había advertido el
anciano de Arimatea, aquella muchedumbre había acudido
hasta la casa del procurador, deseosa
de asistir al indulto de un reo. Y es de gran importancia
resaltar que, en el momento en que
dicha masa humana llegó frente a la residencia de Poncio -
Caballo de Troya
J. J. Benítez
256
previa autorización de la guardia-,
ninguno de aquellos israelitas sabía lo que estaba
ocurriendo. Fue allí, a la vista de
Jesús y de los sacerdotes, donde se dejaron arrastrar por la
hábil y oportuna intervención de
Caifás y los saduceos. Si el juicio contra Jesús se hubiera
producido en otro momento o en otra
jornada, sin la presencia de aquella turba, es posible que
el Sanedrín no se hubiera salido con
la suya.
Pilato sabía de la llegada de aquel
gentío. De hecho, la colocación de la tarima y de la silla
sobre el embaldosado de la terraza
obedecían única y exclusivamente a la ceremonia de la
tradicional amnistía. Pero Poncio,
dejándose llevar de su buena fe, cometió un grave error. Tras
evacuar una serie de consultas con
sus centuriones se levantó de la silla y, elevando la voz,
preguntó a la multitud el nombre del
preso elegido.
«¡Barrabás!», respondió el pueblo
como un solo hombre.
Hasta ese momento, ni Pilato ni los
jueces habían pronunciado el nombre de Jesús. Aquello
significaba, tal y como suponía, que
los hebreos habían llegado hasta el pretorio con la
intención premeditada de solicitar la
liberación del terrorista y así lo manifestaron antes de que
el procurador les pidiera silencio y
les explicara cómo los sacerdotes habían llevado a Jesús a su
presencia y de qué le acusaban. En
suma: aquel gentío -aun no estando presente el rabí de
Galilea- hubiera clamado por
Barrabás, el «zelota». Pero, como ya anuncié, la oportuna
intervención de Caifás y sus secuaces
y el oro que había sido repartido entre un puñado de
judíos, mezclado estratégicamente
entre aquella multitud, terminaron por inclinar la balanza
hacia el Sanedrín.
Cuando Poncio terminó de explicar a
la muchedumbre la presencia de Jesús en aquel
tribunal, dejando bien claro que «él
no veía en aquel hombre razones que justificaran dicha
sentencia», formuló una segunda
pregunta:
-¿A quién queréis que libere? ¿A
Barrabás, el asesino, o a este Jesús de Galilea?
Por un instante, los cientos de
hebreos quedaron atónitos. No se produjo una respuesta
fulminante. Aquella gente, eso fue
evidente, dudó.
Caifás y los saduceos se dieron
cuenta del grave riesgo que suponía aquel silencio y,
adelantándose hacia Pilato, gritaron
con fuerza:
-¡Barrabás...! ¡Barrabás!
La iniciativa de los sanedritas tuvo
un rápido eco. Desde diferentes puntos del atestado patio
se levantaron otras voces,
pertenecientes sin duda a los judíos sobornados, que clamaron
también por la liberación del
revolucionario. Y en cuestión de segundos, la masa entera imitó a
los sacerdotes, uniéndose al coro de
Caifás.
Fue inútil que Juan Zebedeo se
quebrara casi la garganta, gritando el nombre de su Maestro.
Su voz quedó sepultada por un
«¡Barrabás!» rotundo y generalizado, repetido una y otra vez
hasta que el procurador, levantando
los brazos, pidió silencio.
En los ojos de Poncio había una
llamarada de odio hacia aquellos saduceos, flagrantes
inductores de una masa amorfa e
ignorante. Como dije, la irritación del procurador romano no
tenía su origen en el hecho
circunstancial de que aquel galileo pudiera ser o no sentenciado. Lo
que le encolerizaba era,
precisamente, que su decisión de poner en libertad al Maestro se viera
olímpicamente despreciada por la
casta sacerdotal.
Pero el error de Pilato, ofreciendo a
Jesús como posible candidato a la liberación, aún era
susceptible de rectificación. Y
tomando nuevamente la palabra les recriminó su alevosa
conducta:
-¿Cómo es posible escoger la vida de
un asesino -dijo señalando directamente a Caifás-
contra la de este galileo cuyo peor
crimen es creerse rey de los judíos?
El resultado de aquellas palabras fue
totalmente contrario a lo que podía esperar Pilato. Los
jueces se mostraron sumamente
ofendidos por lo que consideraron un insulto a su soberanía
nacional, instigando a la muchedumbre
a que clamara con mayor fuerza por la libertad del
«zelota». Y así ocurrió. Aquellos
hebreos, en su mayoría gente inculta, bataneros, cargadores,
mendigos, peregrinos desocupados y,
por supuesto, levitas libres de servicio en el templo,
levantaron de nuevo sus voces,
exigiendo a Barrabás.
Aquella súbita explosión popular hizo
dudar al procurador, quien, acompañado de sus
oficiales, se retiró a deliberar.
Ahora estoy convencido que si Poncio
no hubiera mezclado al Nazareno en aquella elección,
seguramente no se habría visto
comprometido ante los dignatarios sacerdotales.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
257
Jesús, entretanto, permanecía
tranquilo, de cara a la multitud. Aquellos minutos de espera -
y los que siguieron- fueron decisivos
para Caifás. Aprovechando la momentánea ausencia del
procurador se las ingenió para que
sus compañeros de complot se desparramaran entre los allí
congregados, incitándoles sin cesar a
pedir la suelta del popular Barrabás. Era triste y
decepcionante observar a aquellas
gentes, muchos de los cuales conocían y habían admirado
las palabras y valor del Galileo
«limpiando», por ejemplo, la explanada de los Gentiles del
sacrílego comercio de los cambistas e
intermediarios. En un instante y, sin el menor criterio
personal, se habían vuelto contra el
indefenso Jesús.
Poncio retornó a su silla y observó
al gentío. Había apoyado los codos en los brazos del
asiento, sosteniendo la cabeza sobre
sus manos entrelazadas, en actitud reflexiva. Como
medida de precaución, Civilis había
dado la orden de que la puerta de la muralla fuera cerrada,
desplegando varias unidades armadas
en torno a la muchedumbre. Fue una lástima que los
judíos no se percataran a tiempo de
esta maniobra de los romanos. Conociendo como conocían
la crueldad de Pilato, quizá al
observar cómo eran sigilosamente cercados se hubieran
preocupado más por su seguridad que
por la liberación de nadie.
El comandante en jefe de la legión
acababa de cursar órdenes precisas a sus legionarios. Si
el orden se veía amenazado tenían
autorización para desenvainar sus espadas.
Durante algunos minutos, el
gobernador romano guardó silencio. La multitud le imitó, en
espera de una decisión. Y en eso
estábamos cuando uno de los sirvientes del pretorio apareció
en la terraza, entregando una misiva
lacrada a Civilis, al tiempo que le comunicaba algo. El
centurión inspeccionó la pequeña hoja
de pergamino y avanzó hacia la silla, sacando a Poncio
de sus pensamientos. El procurador
abrió la nota y, tras leerla detenidamente, se puso en pie.
Caifás, los jueces y todos los allí
reunidos quedamos intrigados. Poncio parecía dudar. Dio un
par de cortos paseos por la terraza
y, al fin, parándose ante la multitud, anunció que había
recibido una carta de su esposa,
Claudia Prócula, y que deseaba leerla en público. El viento le
obligó a sujetar el pergamino con
ambas manos. Y con voz clara y potente procedió a su
lectura:
-Te ruego no intervengas para nada
-decía la misiva- en la condena del hombre íntegro e
inocente que se llama Jesús. Esta
noche, durante mi sueño, he sufrido mucho por él.
Al conocer el contenido de la carta,
José de Arimatea pareció alegrarse sobremanera. Aunque el
anciano no llegó a confesármelo
abiertamente, todos los indicios apuntaban hacia el importante
hecho de que la esposa de Poncio
conocía y aceptaba las enseñanzas del Maestro de Galilea
(según pude entender, algunos de sus
sirvientes formaban parte del primigenio grupo de
seguidores de Jesús)1
Al principio, al notar la intensa
mirada de Civilis, no asocié el texto de la misiva de Prócula
con la aguda superstición que
dominaba al procurador y con el augurio que yo me habla
atrevido a formular en presencia del
centurión. Fue poco después, cuando nos dirigíamos al
patio central de la fortaleza para
asistir a la flagelación del Maestro, cuando el oficial-jefe
recordó mis palabras sobre el extraño
suceso celeste que yo había pronosticado para aquella
mañana, vinculándolo al misterioso
«sueño» de la mujer del procurador. Todo aquello, al
parecer, había influido -y no poco-
en Poncio. Quizá por ello, tras la lectura del mensaje de su
esposa, el gobernador, con voz
temblorosa, se dirigió nuevamente a la multitud,
preguntándole:
-¿Por qué queréis crucificarle...?
¿Qué daño os ha causado?
Los sacerdotes percibieron
inmediatamente la creciente debilidad del representante del César
y se ensañaron con él, vociferando
sin descanso:
-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale...!
El paroxismo de los judíos llegó a
tal extremo que la siguiente pregunta de Poncio apenas si
fue oída:
1 Aunque en el aquel primer «gran viaje» de Caballo de Troya
no llegué a coincidir con Claudia Prócula o Procla,
todas nuestras informaciones
señalaban el origen de esta mujer como «distinguido» y, posiblemente,
entroncado -
según Tác¡to- en la rama de los
Próculos, pertenecientes como Poncio al orden ecuestre. Fueron muy conocidos
Ticio
Próculo, amigo dc Sila; Cervario
Próculo, que conspiró contra Nerón; Licinio Próculo, servidor de Otón y
prefecto del
Pretorio y Volusio Fróculo, que mandó
la flota de Mesina. Una de las tradiciones hacía a Prócula descendiente de los
«Claudios», oriundos a su vez de las
Galias, y quizá emparentada lejanamente con Tiberio. Si esto fuera cierto,
quizá
pudiera explicarse por qué Poncio
Pilato fue desterrado a las Galias por Calígula después del fallecimiento de
Tiberio.
(N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
258
-¿Quién quiere testimoniar contra él?
La muchedumbre sólo sabía repetir una
única palabra:
-¡Crucifícale!
En vista de aquel tumulto, Civilis
desenvainó su espada y, levantándola por encima de su
casco, se dispuso a dar la señal para
que sus hombres entraran en acción. Pero Pilato obligó al
centurión a envainar su arma. Y
agitando las palmas de sus manos pidió silencio. Poco a poco,
aquellos fanáticos fueron recobrando
la calma. Y el procurador, haciendo caso omiso de las
anteriores peticiones del populacho,
repitió su pregunta:
-Os pido una vez más que me digáis
qué preso deseáis que liberemos en este día de Pascua.
La respuesta fue igualmente
monolítica y contundente:
-¡Entréganos a Barrabás!
Pilato quedó silencioso y moviendo la
cabeza en señal de desaprobación insistió:
-Si suelto a Barrabás, el asesino,
¿qué hago con Jesús?
Aquel nuevo signo de debilidad por
parte del gobernador fue acogido con un brutal estallido
de violencia. Y la palabra
«¡Crucifícale! » se levantó como un trueno.
La turba, con los puños en alto,
siguió clamando, cada vez con más fuerza:
-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale...!
¡Crucifícale!.
El vocerío impresionó tanto a Poncio
que, asustado, se retiró de la terraza, perdiéndose en el
interior de su residencia. Uno de los
oficiales, siguiendo las instrucciones de Civilis, se apresuró
a seguir al procurador. Y al rato,
mientras la multitud, poseída por la idea de matar al Maestro,
continuaba con su funesta petición de
crucifixión, aquel centurión que había acudido en pos de
Pilato reapareció en la entrada del
pretorio, cursando una trágica orden a Civilis.
El centurión jefe asintió con la
cabeza y alzando sus brazos en un gesto autoritario ordenó
silencio. La multitud obedeció,
consciente del poder y de la extrema dureza de aquel extranjero.
Una vez hecho el silencio, Civilis
pronunció unas breves pero dramáticas palabras, que helaron
el corazón de José y Juan:
-La orden del procurador es ésta: el
prisionero será azotado...
Y con el más absoluto de los
desprecios giró sobre sus talones, haciendo un gesto a sus
hombres para que condujeran al reo al
interior del pretorio.
Sin pararme a pensarlo me lancé tras
Civilis, uniéndome a la escolta que cruzaba ya el
«hall» de la residencia.
Eran las diez y media de la mañana...
Aquella vez, Juan Zebedeo no acompañó
al Maestro. Y me alegré profundamente. El
espectáculo que estaba a punto de
presenciar hubiera terminado con su decaída moral.
Giramos por la escalinata de la
derecha, adentrándonos en un largo y húmedo pasadizo,
apenas iluminado por algunas lámparas
de aceite, cuyas llamas oscilaron al paso de la escolta.
El centurión, visiblemente disgustado
por el curso que estaban tomando los acontecimientos,
se lamentó de la debilidad del
procurador. Si de él hubiera dependido, el proceso contra aquel
galileo habría concluido sin
contemplaciones...
-Entre este visionario y un «zelota»
asesino -me aseguro mientras salvábamos los últimos
metros del pasadizo-, Roma no hubiera
dudado. Y mucho menos cuando ese manojo de
serpientes tiene el atrevimiento de
desafiar la autoridad del César...
Al salir de aquel túnel reconocí en
seguida el patio porticado que había cruzado en la mañana
del miércoles, cuando José y yo nos
disponíamos a entrevistamos con Poncio. Desde el «hall»
del Pretorio podía accederse, por
tanto, al mencionado patio y al túnel abovedado de la entrada
oeste de la fortaleza, recorriendo
simplemente aquel pasadizo de cincuenta escasos metros. La
salida se hallaba exactamente en la
esquina nororiental del patio, a la derecha de las escaleras
de mármol que llevaban al despacho
oval de Pilato.
Siguiendo, al parecer, una costumbre
harto frecuente, los soldados llegaron al centro del
patio, deteniéndose junto a la fuente
circular de la diosa Roma. El centurión advirtió que
retiraran los caballos que estaban
siendo cepillados y, mientras los jinetes procedían a desatar
las riendas, varias decenas de
legionarios libres de servicio fueron aproximándose. La noticia de
la inminente flagelación de aquel
judío -que se autocalificaba como «rey» de los hebreos- se
había extendido rápidamente entre la
guarnición, que, lógicamente, no quiso perderse el
acontecimiento.
Civilis me sugirió que me apartase.
Caballo de Troya
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259
-Poncio quiere un castigo... especial
-añadió el centurión con una sarcástica sonrisa-. ¡Y por
Zeus que lo va a tener!
Las palabras del oficial me hicieron
temblar. Miré a Jesús, pero el gigante seguía ausente e
inmóvil, con los ojos fijos en el
chorro de agua que saltaba de la pequeña esfera que sostenía la
diosa en su mano izquierda.
Los cascos de los caballos,
alejándose hacia una de las esquinas del recinto, marcaron el
principio de aquella tortura. De
entre los legionarios se habían destacado dos, especialmente
fornidos. Ambos sostenían en sus
manos sendos flagrum o látigos cortos, formados por mangos
de cuero y metal de apenas 30
centímetros de longitud. De uno de ellos partían tres correas de
unos 40 o 50 centímetros cada una,
armadas en sus extremos de sendos pares de astrágalos
(tali) o tabas de carnero. El otro verdugo acariciaba los anillos
de hierro de su plumbata,
del
que salían dos tiras de cuero,
provistas de un par de bolitas de metal (posiblemente plomo) en
cada punta.
A una señal del oficial en jefe, dos
de los soldados de la escolta situaron al Maestro frente a
uno de los cuatro mojones o pequeñas
mugas de cuarenta centímetros de altura, que rodeaban
la fuente y que eran utilizados para
amarrar las riendas de las caballerías.
Uno de los legionarios intentó soltar
las ligaduras de las muñecas, pero habían sido
dispuestas de tal forma que, tras
varios e inútiles intentos, tuvo que echar mano de su espada,
cortándolas de un tajo. Después de
casi ocho horas con los brazos atados a la espalda, las
manos de Jesús aparecían tumefactas y
con un tinte violáceo.
Una vez desatado, los legionarios le
desposeyeron del manto púrpura que había amarrado
Herodes Antipas en torno a su cuello,
retirando a continuación su amplio ropón. Con la misma
violencia le despojaron de la túnica.
Las ropas del Maestro cayeron sobre uno de los charcos de
orín de las caballerías. Por último,
le desataron las sandalias, descalzándole.
Y acto seguido, el mismo soldado que
había cortado las ligaduras se colocó frente al
prisionero, anudando sus muñecas por
delante con los restos de la maroma que acababa de
sajar.
Jesús, con una total y absoluta
docilidad, se dejó hacer. Su cuerpo había empezado a sudar.
Aquella reacción de su organismo me
puso en alerta. La temperatura ambiente no era, ni
mucho menos, tan alta como para
provocar aquella súbita transpiración. Di un pequeño rodeo a
la fuente, situándome frente a él y
comprobé, efectivamente, cómo su rostro, cuello y costados
habían empezado a humedecerse. En ese
momento lamenté no haberme encajado las lentes de
visión infrarroja. A juzgar por las
cada vez más aceleradas pulsaciones de sus arterias carótidas
y por las sucesivas y profundas
inspiraciones que estaba practicando, el rabí había empezado a
experimentar una nueva elevación de
su tono cardíaco.
El Nazareno era perfectamente
consciente de lo que le aguardaba y su organismo reaccionó
como el de cualquier individuo.
De un tirón, el legionario le obligó
a inclinarse hacia el mojón de piedra, procediendo a
sujetar la cuerda en la argolla
metálica que coronaba la pequeña columna. La gran altura del
Galileo y lo reducido del mojón le
obligaron desde un primer momento a separar las piernas,
adoptando una postura muy forzada.
Los cabellos habían caído sobre su rostro, ocultando sus
facciones por completo.
Por un lado me alegré de no poder ver
su cara...
El sudor se fue haciendo más intenso,
convirtiendo sus anchas espaldas y torso en una
superficie brillante.
De pronto, uno de los sayones se
adelantó y agarrando el taparrabo de Jesús se lo arrebató
con un golpe brusco, dejándole
totalmente desnudo.
La rotura de las cintas que sujetaban
el taparrabo provocó un súbito e intenso dolor en los
genitales de Jesús. Su cuerpo se
estremeció y sus rodillas se doblaron por primera vez.
Al verle desnudo, los legionarios
estallaron en una carcajada general. Pero las burlas de la
soldadesca fueron zanjadas por la
llegada de Poncio. Y sin más preámbulos, el procurador
ordenó a los verdugos que
procedieran. En mitad de un silencio expectante, el legionario más
alto, situado a la derecha del
Maestro, levantó su flagrum
de triple cola, lanzando un
terrorífico
latigazo sobre la espalda de Jesús,
al tiempo que cantaba el primero de los golpes:
-¡Unus!
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260
La descarga fue tan brutal que las
rodillas del reo se doblaron, clavándose en el enlosado de
caliza con un sonido seco. Pero, en
un movimiento reflejo, el Galileo volvió a incorporarse, al
tiempo que el segundo verdugo
descargaba un nuevo golpe con su bífido fiagmm.
-¡Tres...!
-¡Quattour...!
Aquellos soldados, consumados
profesionales, manejaban los látigos haciendo girar
simplemente sus muñecas. De esta
forma, las correas se rizaban, consiguiendo un máximo
efecto con un mínimo de esfuerzo.
-iQuinque!
El entrechocar de los huesecillos y
de las bolas de metal fueron el único sonido perceptible
durante los primeros minutos. Jesús,
totalmente encorvado, no había dejado escapar aún un
solo gemido. Los astrágalos y las
piezas de plomo caían sobre la espalda, arrastrando en cada
retirada algunas porciones de piel.
Desde el primer latigazo, varios regueros de sangre habían
empezado a correr por el cuerpo,
deslizándose hacia los costados y goteando sobre el
pavimento.
Tal y como sospechaba, después del
fenómeno del sudor sanguinolento, la piel del Maestro
había quedado en un estado de extrema
fragilidad. Y aquella lluvia de golpes múltiples no tardó
en abrirla, convirtiendo los hombros,
espalda y cintura en una carnicería. Poco a poco, a cada
silbido del «flagrum», las tabas y
bolas penetraban en la piel, provocando su ablación o
separación, desgarrando los tejidos
musculares y arrastrando vasos y nervios.
¡Triginta!
Al llegar al golpe número treinta, el
reo se desplomó, manteniéndose de rodillas y con los
dedos fuertemente sujetos al aro de
metal de la columna.
La espalda, hombros y zonas lumbares
aparecían ya encharcadas en sangre, con un sinfín de
hematomas, azulados y gruesos como
huevos de gallina. Las correas, por su parte, hablan ido
dibujando decenas de estrías
-similares a arañazos- de una tonalidad vinosa. La presencia de
aquella multitud de hematomas
-algunos de los cuales hablan empezado a estallar-, me hizo
sospechar que el dolor que soportó
Jesús de Nazaret en aquellos primeros minutos tuvo que ser
de auténtico paroxismo.
Pero, afortunadamente para él, los
golpes, descargados con tanta saña como precisión,
fueron abriendo muchos de los
hematomas, convirtiendo la espalda en un río de sangre y,
consecuentemente, disminuyendo el
dolor en cierta medida.
¡Quadraginta!
El latigazo número cuarenta llegó a
los cuatro o cinco minutos de haberse iniciado el suplicio.
Pero, lejos de estremecerse, como
había ocurrido con los anteriores golpes, el cuerpo del
Nazareno no reaccionó. Civilis
levantó su vara de vid, interrumpiendo la flagelación. Y uno de
los sudorosos verdugos se echó sobre
el reo, tirando de sus cabellos. Tras comprobar que se
hallaba inerme, soltó la cabeza, que
cayó desmayada entre el hueco de los brazos.
El centurión apremió a sus hombres.
Uno de los legionarios llenó un cubo con el agua de la
fuente, arrojándolo sobre la nuca del
Nazareno. Al contacto con el líquido, la cabeza de Jesús se
movió ligeramente, mientras parte de
la sangre escurría hasta el suelo, arrastrada por el agua.
Desde hacía rato, la columna, una
amplia franja de la pared circular de la fuente y los
rostros, brazos y túnicas de los
verdugos aparecían teñidos de rojo. La hemorragia,
generalizada ya en espalda y zona de
riñones, había empezado a ser preocupante.
Aunque el suplicio había sido
detenido en el golpe número 40, coincidiendo así casualmente
con la fórmula judía de flagelación1, la intención de Pilato -que seguía impasible y
silencioso el
desarrollo de la tortura- era que
aquella masacre continuase.
Los verdugos aprovecharon el breve
descanso para inclinarse sobre el estanque y refrescar
sus caras, al tiempo que refregaban
los brazos, tratando de limpiar los lamparones de sangre.
Aunque los legionarios encargados del
tormento conocían el latín, estoy casi seguro que -a
1 La ley judía establecía para el castigo de la flagelación
un total de 40 azotes menos uno. Así estaba escrito: «en
número de cuarenta» (El añadido,
según R. Yehudá, sería el cuarenta). El reo era azotado can las manos atadas a
una
columna. El servidor de la sinagoga
le agarraba los vestidos y si se desgarraban, se desgarraban y si se
destrozaban, se
destrozaban, hasta que le quedaba el
pecho descubierto. Tras él había colocada una piedra y sobre ella se subía el
servidor de la sinagoga teniendo en
su mano una correa de ternero. Ésta estaba primeramente doblada en dos y las
dos en cuatro; otras dos correas
subían y bajaban en ella. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
261
tenor de sus barbas ralas y
abundantes- eran mercenarios sirios o samaritanos. Generalmente,
los romanos designaban a éstos cuando
el condenado era un judío. El odio ancestral de aquellos
contra los hebreos les convertía en
ejecutores ejemplares...
El Maestro había ido recobrándose.
Uno de los verdugos le tomó entonces por las axilas,
tirando de él hacia arriba. Pero el
peso era excesivo y tuvo que pedir ayuda. Cuando, al fin,
lograron incorporarlo, otro soldado
-con un cazo de latón entre las manos- se situó frente al
destrozado Nazareno, mientras los
sayones, sin ningún tipo de contemplaciones, jalaban de sus
cabellos, obligando a Jesús a
levantar el rostro. Y así lo mantuvieron hasta que el romano que
portaba el cazo vació el contenido
del mismo en la boca del Galileo. Al preguntar a Civilis de
qué se trataba, me explicó que aquel
cazo contenía agua con sal.
Por supuesto, el ejército romano
conocía muy bien los graves problemas que podían
derivarse de un castigo como aquél.
En especial, el referido a la deshidratación. Aunque Jesús
había sido obligado en la sede del
Sanedrín a ingerir una considerable cantidad de agua, sus
profusas sudoraciones en el huerto de
Getsemaní y ahora, durante la flagelación, unidas a las
importantes hemorragias que llevaba
experimentadas tenían que haber mermado sus reservas
o balance hídrico corporal, tanto
intracelular como extracelular. Aquella agua con sal, por tanto,
constituía un refuerzo decisivo, si
es que Poncio deseaba realmente que el prisionero no
muriese durante los azotes. (También
existía el peligro de que la excesiva concentración de
cloruro sódico en el agua -lo ideal
hubiera sido una proporción del 0,85 por 100- pudiera
acarrear la aparición de edemas o
hinchazones blandas en diversas partes del cuerpo.)
Pero, tal y como había sentenciado
Civilis, las pretensiones del procurador eran machacar
hasta el límite al reo, de tal forma
que su lamentable estado pudiera satisfacer y conmover los
agresivos ánimos de los saduceos.
Así que, una vez apurado el contenido
del cazo, el centurión levantó su bastón y los
legionarios recogieron los flagrum, prosiguiendo el castigo.
-¡Unus!
Aquel nuevo golpe y los que siguieron
fueron dirigidos especialmente a los muslos, piernas,
nalgas, vientre y parte de los brazos
y pecho. La espalda y cintura quedaron en esta ocasión al
margen.
Las descargas de las correas,
enroscándose en las piernas del Maestro, obligaron a éste a
una suprema contracción de los
paquetes musculares, en especial de los situados en las caras
posteriores de los muslos, que
quedaron así sujetos a una mayor vulnerabilidad. Muy pronto, la
piel fue abriéndose, provocando una
hemorragia mucho más intensa que la de la espalda.
-iDecem!
En un titánico esfuerzo por soportar
el dolor, Jesús de Nazaret se había aferrado a la argolla
de la columna, levantando el rostro
hasta donde le era posible. Los músculos de su cuello,
tensos como la cuerda de un arco,
contrastaban con las fosas supraclaviculares inundadas por
un sudor frío que chorreaba sin cesar
y que iba destiñendo el rojo encendido de la sangre.
-¡Duo-de-viginti!
El verdugo cantó el golpe número 18,
lanzando su látigo sobre el pecho del reo. Y una de las
parejas de huesecillos de carnero
debió herir el pezón izquierdo de Jesús. El intensísimo dolor
provocó un vertiginoso movimiento
reflejo y el gigante se incorporó con todas sus fuerzas, al
tiempo que sus dientes -sólidamente
apretados unos contra otros- se abrían, emitiendo un
desgarrador gemido. Era el primer
lamento del rabí.
El tirón fue tan súbito y potente que
las cuerdas que le sujetaban a la argolla se rompieron y
el cuerpo del Maestro se precipitó
hacia atrás violentamente. Aquello pilló desprevenidos a los
verdugos y al resto de la tropa, que
retrocedieron asustados.
El Nazareno cayó pesadamente sobre
sus espaldas, resbalando sobre el enlosado y dejando
un ancho reguero de sangre. Cuando
los legionarios se precipitaron sobre él, levantándole
pesadamente, la respiración de Jesús
se había hecho sumamente agitada.
Yo aproveché aquel momento de
confusión para ajustarme las «crótalos» e iniciar una
exhaustiva exploración de los
destrozos ocasionados por la flagelación. Pulsé el clavo de los
ultrasonidos a su posición más
profunda (7,5 MHZ o megaerz) y me dispuse a rastrear, en
primer lugar, los tejidos
superficiales.
Los soldados habían arrastrado al reo
hasta la pequeña columna, sujetándolo nuevamente a
la argolla. Y los verdugos reanudaron
los azotes, sumamente irritados por aquel contratiempo.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
262
Los golpes, cada vez más implacables,
fueron humillando poco a poco el cuerpo del Maestro,
que terminó por doblar las rodillas,
mientras sus dedos, chorreando sangre, se crispaban por el
dolor. A cada latigazo, Jesús había
empezado a responder con un corto y apagado gemido.
Una vez «traducidas» las ondas
ultrasónicas a imágenes, el resultado de la flagelación apareció
ante nosotros en todo su dramatismo.
Los verdugos, consumados «especialistas», sabían muy
bien qué zonas podían tocar y cuáles
no. Desde un primer momento nos llamó la atención el
hecho increíble de que ninguna de las
costillas hubiera sido fracturada. La precisión de los
latigazos, en cambio, había ido
abriendo los costados de Jesús, hasta dejar al descubierto las
bandas fibrosas o aponeurosis de los
músculos serratos. El dolor al lastimar estas últimas
protecciones de las costillas tuvo
que alcanzar umbrales difíciles de imaginar. En opinión de los
expertos de Caballo de Troya,
superiores, incluso, a los 22 «JND»1.
Por supuesto, amplias áreas de los
músculos de la espalda -dorsales, infraespinosos y
deltoides- aparecieron rasgadas y
sembradas de hematomas que, al no reventar, tensaron
extraordinariamente lo que le quedaba
de piel, multiplicando la sensación de dolor.
En aquel examen de los tejidos
superficiales, los investigadores quedaron sobrecogidos al
comprobar cómo los legionarios habían
elegido las zonas más dolorosas, pero menos
comprometidas, de cara a una posible
parada cardíaca, que hubiera fulminado quizá al
Nazareno. Eligieron principalmente
las partes delanteras de los muslos, pectorales y zonas
internas de los músculos, evitando
corazón, hígado, páncreas, bazo y arterias principales, como
las del cuello.
Al cambiar la frecuencia de los
ultrasonidos, pasando a 3,5MHZ, el análisis de los órganos
internos puso de manifiesto, desde el
primer momento, una considerable pérdida de sangre. La
volemia de Jesús (o volumen total de
sangre) fue fijado entre seis y seis litros y medio. Pues
bien, después del durísimo castigo de
la flagelación, esa volemia había descendido en un 27 por
100. Eso significaba que el Galileo
había derramado en total, desde los ultrajes en la sede del
Sanedrín, alrededor de 1,6 litros de
sangre. Una cantidad importante, aunque no lo suficiente
como para alterar de forma definitiva
-física y psíquicamente- a una persona normal. Y una
prueba de ello es que Jesús de
Nazaret aún tuvo fuerzas y claridad de mente para responder a
las preguntas que se le formularon
después de los azotes. Sin embargo, aquel derrame
circulatorio tuvo que provocar en él
una creciente angustia, palpitaciones esporádicas, debilidad
y, sobre todo, una sed sofocante.
En cuanto a su frecuencia cardíaca,
las oscilaciones fueron continuas. En algunos de los
golpes especialmente en uno de los
últimos, que caería directamente sobre los testículos-, el
pico alcanzó las 170 pulsaciones por
minuto, cayendo rápidamente a 90 y provocando el
segundo desvanecimiento.
La tensión arterial, por la intensa
descarga de adrenalina, se elevó también algunos
momentos hasta 210 mm H20 de máxima, si
bien luego el progresivo agotamiento de la
adrenalina fue dando lugar a un
dominio del sistema vago y su intermediario, la acetilcolina,
que se acompañó de un descenso de la
tensión arterial que ya al final del suplicio se tradujo en
un casi total estado de postración.
El análisis del torrente sanguíneo
nos permitió también la confirmación de un hecho que
resultaba evidente: el sucesivo
aumento de los índices de sodio, cloro y de la presión osmótica
eran señales inequívocas de la
importante deshidratación que había empezado a experimentar
el organismo del Hijo del Hombre.
¡Quadraginta!
El golpe 40, que en realidad hacia el
número 80, si tenemos en cuenta los 40 primeros, cayó
sobre un hombre prácticamente
derrotado. El Maestro, con el cuerpo deformado por los
hematomas y materialmente bañado en
sangre, apenas si se movía. Sus imperceptibles
lamentos se habían ido apagando y
sólo resonaba ya en el patio el chasquido de los látigos al
clavarse en su carne y el cada vez
más agitado resoplar de los verdugos, visiblemente
agotados.
1 Un aumento en la intensidad de un estímulo que origina una
diferencia perceptible en el grado de dolor recibe la
designación de «diferencia apenas
perceptible» o «just noticeable difference» (JND). Aplicando todas las
intensidades
de estímulos entre el nivel en que no
hay dolor y el nivel del dolor más intenso se ha comprobado que el paciente
medio puede distinguir unos 22 «JND».
(N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
263
Hacía tiempo que el Nazareno se había
hecho prácticamente un ovillo, con la cabeza y parte
del tórax reclinados sobre los
brazos, en posición fetal. Los golpes, cada vez más lentos y
espaciados, seguían desgarrando sus
nalgas, vientre, costados y zonas laterales de las piernas,
hiriendo, incluso, las plantas de los
pies.
Algunos de los legionarios, aburridos
o conmovidos por aquella salvaje paliza, habían
empezado a abandonar el lugar,
ocupándose en sus quehaceres habituales.
Civilis, que venía observando el
progresivo agotamiento de los verdugos, dirigió una
significativa mirada a Lucilio, el
gigantesco centurión que yo había visto en el apaleamiento del
soldado romano. El de Pannonia
comprendió las intenciones del primus prior y,
abriéndose paso
a empujones entre los miembros de la
cohorte, levantó su brazo capturando al vuelo el flagrum
del legionario situado a la derecha
del Maestro, cuando aquél se disponía a descargar un nuevo
golpe.
La súbita presencia de aquella torre
humana, empuñando el látigo de triple cola, fue
suficiente para que ambos verdugos se
retiraran, dejándose caer -casi sin respiración- sobre las
losas del patio.
Y la soldadesca, conocedora de la
fuerza y crueldad del oficial, guardó silencio, pendiente de
todos y cada uno de los movimientos
de aquel oso.
Lucilio acarició las correas,
limpiando la sangre con sus dedos. Después, colocándose a un
metro del costado izquierdo del
prisionero, levantó su brazo derecho, lanzando un preciso y
feroz latigazo sobre la parte baja de
las nalgas de Jesús. El zurriagazo debió tocar el coxis y el
afilado dolor reactivó el sistema
nervioso del rabí, que llegó a incorporarse durante algunos
segundos. Pero, en medio de grandes
temblores, sus músculos fallaron, hincándose de rodillas.
Los legionarios acogieron aquel
estudiado ataque con una exclamación que iría repitiéndose
a cada latigazo:
-¡Cedo alteram!
Un segundo golpe, dirigido esta vez a
la corva izquierda, hizo gemir al Maestro, al tiempo
que la soldadesca repetía
entusiasmada:
-¡Cedo alteram!
El tercer, cuarto y quinto latigazos
cayeron sobre los riñones...
-¡Cedo alteram...! ¡Cedo
alteram...! ¡Cedo alteram..!
La violencia de Lucilio era tal que
los astrágalos de carnero quedaban incrustados en la
carne, provocando en cada golpe una
copiosa hemorragia.
-¡Cedo alteram...! ¡Cedo
alteram...!
Las descargas sexta y séptima se
centraron en cada uno de los pabellones auditivos de
Jesús. Y casi instantáneamente, por
ambos lados del cuello corrieron unos gruesos goterones
de sangre. El Maestro inclinó su
cabeza sobre el aro de metal y el centurión buscó el costado
derecho, vaciando toda su furia sobre
el ombligo de Cristo.
-¡Cedo alteram!
El salvaje impacto sobre el vientre
del reo afectó decisivamente a su ya castigado diafragma,
cortando prácticamente su penosa
respiración. Aquel, probablemente, fue uno de los momentos
más delicados del castigo. Durante
unos segundos que me parecieron interminables, la caja
torácica del Galileo permaneció
inmóvil. Pero, al fin, los músculos intercostales reaccionaron,
aliviando la tensión pulmonar.
-¡Cedo alteram!
El noveno latigazo, propinado por el
coloso en el desgarrado costado derecho de Jesús -y
pienso que lanzado con toda intención
sobre los abiertos músculos serratos para disparar así la
congelada respiración del reo- emitió
un sonido hueco: como si las tabas hubieran golpeado
directamente sobre las costillas.
El ímpetu del oficial, que había
empezado a sudar copiosamente por su frente, fue tal que el
cuerpo del Nazareno se desequilibró,
cayendo sobre el lado izquierdo.
Es muy posible que en aquellos
instantes, otro dolor -difuminado por el atroz calvario de la
flagelación- estuviera golpeando el
organismo del Galileo. Me refiero a la vejiga urinaria de
Jesús. Su rebosamiento debía ser tal
que, involuntariamente, los esfínteres de los uréteres se
abrieron, provocando una abundante
micción. (Aproximadamente, a juzgar por el tiempo que
duró el derrame urinario, la vejiga
debía albergar entre 350 y 400 centímetros cúbicos.) Por
fortuna, la orina -aunque sumamente
amarilla- no arrastraba sangre.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
264
Pero aquella descarga involuntaria de
orina sólo sirvió para provocar las risotadas de los
romanos y un ataque mucho más
violento de ira en Lucilio, que tomó aquel gesto como un
insulto personal.
Y levantando el látigo, lo dirigió
con rabia hacia los testículos del Maestro. Una de las puntas
del flagrum tocó la piel del escroto y las otras dos cayeron sobre la bolsa
testicular.
Jesús reaccionó ante el lacerante
golpe encogiéndose, al tiempo que sus pulsaciones se
aceleraban y un gemido desgarrador se
confundía con el último: ¡Cedo alteram!
Inmediatamente, su pulso bajó a 90 y
el Maestro, palideciendo, perdió el conocimiento.
Civilis levantó su vara nuevamente,
ordenando a los soldados que inspeccionaran al reo.
Después, aproximándose al procurador,
le pidió instrucciones. ¿Debía continuar el castigo?
Y antes de que Poncio tomara una
decisión, el brutal Lucilio insinuó al gobernador que, dada
la situación del prisionero, lo mejor
seria rematarle allí mismo.
Pilato dirigió su mirada al cuerpo
agarrotado y sanguinolento del rabí, dudando. Y el oficial
que había ejecutado aquella última
parte de la flagelación echó mano de su espada, convencido
de que el buen sentido de Poncio se
inclinaría por la solución que acababa de proponer. Pero el
agua que había sido baldeada
nuevamente sobre la cabeza y nuca del prisionero estimuló el
precario estado de Jesús, que,
lentamente, fue recobrando el sentido.
Aquella progresiva recuperación del
Nazareno inclinó a Pilato a seguir con su plan y antes de
retirarse del patio porticado indicó
a Civilis que atendiera al galileo, llevándole a su presencia en
cuanto fuera posible.
Eran las once de la mañana. Los
legionarios soltaron las cuerdas y a duras penas apoyaron
la espalda del prisionero contra la
columna que había servido para la flagelación. Uno de los
soldados se colocó en cuclillas por
detrás del mojón, procurando sostener por los hombros el
maltrecho cuerpo de Jesús. El
gigante, con las piernas extendidas sobre el pavimento, respiraba
aún con dificultades, acusando con
esporádicos estremecimientos el sinfín de puntos dolorosos.
Aquellos temblores fueron haciéndose
cada vez más intensos y continuados y temí que la fiebre
hubiera hecho presa en el Maestro. No
me equivocaba...
Otro legionario, siempre bajo la
atenta vigilancia de Civilis, acercó un segundo cazo a los
labios del rabí, obligándole a beber
una nueva dosis de agua con sal.
Algunas de las heridas habían
empezado a coagular y muchos de los reguerillos comenzaron
a secarse. Las brechas de los
costados, sin embargo, seguían manando sangre, que caía a
intervalos sobre las losas, impulsada
por cada uno de los movimientos respiratorios, cada vez
más cortos y rápidos.
El centurión movió la cabeza en señal
de desaprobación. No hacia falta ser médico para
darse cuenta que el castigo habla
sido tan desproporcionado como para temer por la vida del
reo.
Y antes de que fuera demasiado tarde,
desconecté el sistema ultrasónico, pulsando el segundo
clavo. Al activarlo, el
minicomputador alojado en la «vara de Moisés» dio paso al flujo de rayos
infrarrojos, dispuestos para los
análisis de tele-termografía dinámica1.
1 La detección de la temperatura cutánea a distancia -base
de nuestras experiencias de tele-termografía- se
realizaron gracias a la propiedad de
la piel humana, capaz de comportarse como un emisor natural de radiación
infrarroja o «RI». Tal y como se sabe
por la fórmula de la ley de Stephan-Boltzmann (W = E JT4), la emisión
es
proporcional a la temperatura
cutánea, y debido a que T se halla elevada a la cuarta potencia, pequeñas
variaciones en
su valor provocan aumentos o
disminuciones marcados en la emisión infrarroja. (W: energía emitida por unidad
de
superficie; E.: factor de
emisión del cuerpo considerado; J: constante de Stephan-Boltzmann y T:
temperatura
absoluta.)
En numerosas experiencias, iniciadas
por Hardy en 1934, se habla podido comprobar que la piel humana se
comporta como un emisor infrarrojo,
similar al «cuerpo negro» y, en consecuencia, no emite radiación infrarroja
reflejada del entorno. (Este espectro
de radiación infrarroja emitido por la piel humana es amplio, con un pico
máximo
de intensidad fijado en 9,6 u.)
Nuestro dispositivo de
tele-termografía consistía, por tanto, en un aparato capaz de detectar a
distancia mínimas
intensidades de radiación infrarroja.
Básicamente constaba de un sistema óptico que focalizaba la «RI» sobre un
detector. Este se hallaba formado por
sustancias semiconductoras (principalmente SbIn y Ge-Hg) capaces de emitir una
mínima señal eléctrica cada vez que
un fotón infrarrojo de un intervalo de longitudes de onda determinado incidía
en su
superficie. Y aunque el detector era
de tipo «puntual» -capaz de detectar la «RI» procedente de un único punto
geométrico-, Caballo de Troya habla
logrado ampliar su radio de acción mediante un complejo sistema de barrido,
formado por miniespejos rotatorios y
oscilantes. La alta velocidad del barrido permitía analizar la totalidad del
cuerpo
de Jesús varias veces por segundo.
Esto, a su vez, posibilitaba la obtención de imágenes dinámicas (de ahí el
nombre
de tele-termografía dinámica).
Seguidamente a la emisión, la señal eléctrica correspondiente a la presencia de
fotones
Caballo de Troya
J. J. Benítez
265
Como ya señalé anteriormente, las
«crótalos», o lentes especiales de contacto, me permitían
dirigir el sistema de
tele-termografía hacia las áreas deseadas, pudiendo ordenar así el cúmulo
de exploraciones.
Las imágenes obtenidas por este
procedimiento fueron sencillamente dramáticas. La mayor
parte del cuerpo de Jesús, bañado con
sangre venosa, ofrecía una tonalidad roja-parduzca,
mientras los hematomas (mucho más
calientes) arrojaron un color azul intenso.
El rastreo nos permitió observar cómo
la red arterial principal no había sido dañada, aunque
la vascularización cutánea y el
sistema venoso superficial (especialmente en extensas zonas
dorsales) presentaban numerosos
destrozos. Según los médicos del proyecto, en el supuesto de
que el Maestro hubiera conservado la
vida, su recuperación -con las técnicas y fórmulas de
aquella época- se hubiera prolongado
por espacio de más de tres meses.
El análisis de las retinas fue
satisfactorio. El color amarillento-rojizo de las mismas vino a
demostrarnos que la visión era
correcta. No pudo decirse lo mismo de algunas de las
articulaciones -en especial la de la
pierna izquierda (hueco poplíteo) y las de los hombros-,
seriamente afectadas por las bolas de
plomo y los astrágalos de carnero. La temperatura
dérmica de estas articulaciones,
extraordinariamente inflamadas, había aumentado su
temperatura hasta tres grados
centígrados.
En cuanto a la alta temperatura
general (oscilante entre los 39 y 40 grados), vino a ratificar
mi impresión personal: Jesús había
sido presa de la calentura, que ya no le abandonaría hasta
el momento de la muerte.
El minucioso recorrido sobre el
cuerpo del Galileo nos permitió distinguir, al menos, 225
puntos «calientes», correspondientes
a otros tantos impactos, provocados por los flagrum. Las
excoriaciones, hematomas y desgarros
habían originado otras tantas áreas inflamatorias,
generalmente circulares, que marcaban
con su alta temperatura el trágico «mapa» de los
azotes.
Esta fue la «guía» de la flagelación,
pormenorizada por el ordenador central del módulo:
espalda y hombros: 54 impactos;
cintura y riñones: 29; vientre: 6; pecho: 14; pierna derecha
(zona dorsal): 18; pierna izquierda
(dorsal): 22; pierna derecha (zona frontal): 19; pierna
izquierda (frontal): 11 impactos;
brazo derecho (ambas caras): 20; brazo izquierdo (ambas
caras): 14; oídos: un impacto en cada
uno; testículos: 2 y nalgas: 14 impactos. A estos
destrozos hubo que añadir un sinfín
de estrías o «arañazos», producidos por las correas de los
látigos. La inmensa mayoría de estas
lesiones tenía una longitud de tres centímetros, con la
típica forma de «pesas de gimnasia»,
ocasionadas por los «escorpiones» de las puntas: bolas
de metal y tabas.
En síntesis, un castigo tan brutal
que ninguno de los especialistas del proyecto llegó a
comprender jamás cómo aquel hombre
pudo resistirlo.
infrarrojos era amplificada y
filtrada, siendo conducida posteriormente a un osciloscopio miniaturizado. En
él, gracias al
alto voltaje existente y a un barrido
sincrónico con el del detector, se obtenía la imagen correspondiente, que
quedaba
almacenada en la memoria de cristal
de titanio del ordenador. Por supuesto, nuestro tele-termógrafo disponía de una
escala de sensibilidad térmica (0,1
0,2 o 0,5 grados centígrados, etc.) y de una serie de dispositivos técnicos
adicionales que facilitaban la medida
de gradientes térmicos diferenciales entre zonas del termograma (isotermas,
análisis lineal, etc.).
Las imágenes así obtenidas podían ser
de dos tipos:
En escala de grises, muy adecuadas
para el estudio morfológico de los vasos.
Y en escala de color, entre ocho y
dieciséis colores, muy útil para efectuar mediciones térmicas diferenciales con
precisión.
Ambos sistemas, naturalmente, podían
ser usados de forma complementaria. Caballo de Troya, después de
numerosas pruebas, seleccionó los
equipos AGA-661, así como una asociación del Barnes-Pyroscan y los del sistema
CSF-IR-815 como los más adecuados
para nuestra misión. (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
266
-¡Basta ya...! Ponedle en pie y
vestidle.
La voz del oficial jefe resonó
cargada de impaciencia. Y mientras los infantes tiraban de
Jesús, yo desconecté los circuitos de
la «vara de Moisés», guardando las lentes de contacto.
Fue menester que dos legionarios
apuntalaran el maltrecho cuerpo del Maestro al recuperar
la posición vertical. Su extrema
debilidad hizo que sus rodillas se doblasen, obligando a los
soldados a sujetarle por las axilas.
Otros romanos, a una orden de Civilis, acudieron en ayuda
de sus compañeros, procurando que el
prisionero no se desplomase sobre el enlosado.
Al ser izado, algunas de las heridas
-especialmente las de los costados- volvieron a sangrar a
borbotones y los riachuelos de sangre
recorrieron rápidamente su vientre, ingles, muslos y
piernas, hasta derramarse sobre las
losas.
Alguien recogió sus ropas y, tras enfundarle
la túnica, dispuso el manto sobre el hombro
izquierdo, fajando después el tórax.
El ropón quedó firmemente sujeto sobre el pecho y espalda
de Jesús, de forma que, juntamente
con la túnica, hicieron las veces de vendaje. Aquellos
romanos sabían que aquél era un
excelente procedimiento para taponar muchas de las brechas,
cortando así parte de las
hemorragias. Sentí un estremecimiento al imaginar lo que podía
ocurrir en el momento en que el
Galileo fuera desposeído de sus ropas. Si los coágulos
quedaban encolados al tejido -como
así debía ser-, la retirada de la túnica significaría un nuevo
y doloroso suplicio, con la
consiguiente apertura de las llagas.
La sangre empapó inmediatamente la
túnica blanca, que comenzó a gotear por las mangas y
por el borde interior. Y el esponjoso
tejido se vio teñido con innumerables y anárquicos corros
rojizos.
Los soldados obligaron al Nazareno a
dar algunos pasos, pero, cuando apenas había
arrastrado sus pies descalzos sobre
el pavimento, las fuerzas le abandonaron,
desmoronándose. La rápida
intervención de los legionarios de Civilis evitó que cayera al suelo.
El grupo interrogó al centurión con
la mirada y éste, desalentado, indicó a sus hombres que le
sentaran en uno de los bancos de
madera del pórtico.
Civilis comprendió que, de momento,
era inútil conducir al reo hasta la terraza donde debía
esperar el procurador. Hubiera sido
absolutamente necesario que varios infantes le
acompañasen y sostuviesen.
Los temblores febriles seguían
sacudiendo el cuerpo del Nazareno que, poco a poco, paso a
paso, fue conducido por los romanos
hasta uno de los asientos situado en el lado oriental del
patio. Mientras, otros legionarios
habían iniciado la limpieza del enlosado y de la columna sobre
los que había tenido lugar la flagelación.
Los caballos volvieron junto a la fuente y sus
cuidadores siguieron cepillándoles y
restregando los lomos con manojos de poleo, cuyo olor -
según la creencia popular- mataba los
piojos.
El centurión se quitó el casco y,
tras meditar unos segundos, se alejó del pórtico, en
dirección al túnel que llevaba al
pretorio.
Debo señalar que, conforme observaba
el renqueante caminar del Maestro, una visible cojera
en la pierna izquierda me llevó a la
conclusión de que el latigazo de Lucilio en plena corva había
alterado la articulación de dicha
rodilla. (Este extremo sería posteriormente ratificado, como ya
indiqué, por el examen
«tele-termográfico».)
Jesús fue sentado, al fin, sobre uno
de los bancos. Y al hacerlo, un rictus de dolor se dibujó
nuevamente en su rostro. Era muy
posible que aquel gesto estuviera provocado por los golpes
en el coxis o en los riñones. Al
apoyarse en la madera, el hueso inferior de la columna y las
zonas lumbares debieron acusar el
contacto con el asiento y el respaldo, respectivamente.
Durante algunos minutos, la actitud
de los legionarios fue tranquila; incluso, correcta. Dos
siguieron junto al Nazareno,
pendientes de su recuperación y el resto se dirigió a uno de los
corrillos que vociferaba desde una de
las esquinas del patio. Al ver que el Maestro se
encontraba algo más tranquilo no pude
resistir la tentación y me aproximé también al círculo de
legionarios que, sentados o en
cuclillas, centraban su atención en una de las losas del
pavimento.
Al asomarse por encima de las cabezas
de los soldados comprobé que se trataba de un juego
(una especie de «tres en raya»,
descrito ya por Plutarco). Usando sus espadas, los miembros
de la guarnición habían trazado un
círculo sobre una de aquellas losas, grabando también en el
Caballo de Troya
J. J. Benítez
267
interior de dicho círculo una serie
de toscas figuras y letras. Pude distinguir una «B» -que
servía, al parecer, para la llamada
«jugada del Rey» o de «Basileus», en griego- y una corona
real. Todas estas figuras aparecían separadas
unas de otras mediante una línea que
zigzagueaba por el interior del
círculo. Los participantes utilizaban cuatro tabas, previamente
marcadas con letras y cifras, que
eran lanzadas sobre el círculo, cantando las diferentes
jugadas, según las figuras o letras
donde acertaran a caer.
El juego fue animándose
paulatinamente y varios de los legionarios cantaron jugadas como
la de «Alejandro», «Darío» y el
«Efebo».
Por último, uno de los jugadores tuvo
la fortuna de que uno de sus huesecillos fuera a rodar
hasta la corona, gritando la «jugada
del rey», que equivalía a nuestro «jaque mate» y, por
tanto, al final del entretenimiento.
Los soldados recogieron las tabas y
el que había ganado, influido seguramente por aquel
último golpe de suerte, reparó en el
Galileo, animando a sus colegas a proseguir el juego,
«pero esta vez con un rey de
verdad... » La idea fue acogida con entusiasmo y el grupo se
dirigió hacia el banco, dispuesto a
divertirse a costa del que se había autoproclamado «rey de
los malditos y odiados hebreos».
La ausencia de Civilis hizo dudar a
los que custodiaban a Jesús pero pronto se unieron a las
chanzas y groserías de sus
compañeros.
De pronto, aquella decena de
legionarios aburridos y desocupados se hizo a un lado, dando
paso a otros dos infantes.
Con aire marcial y conteniendo la
risa, aquellos dos soldados fueron aproximándose al
Nazareno, que había vuelto a inclinar
la cabeza, soportando con su habitual mutismo aquel
nuevo y amargo trance.
Uno de los que había comenzado a
desfilar hacia el prisionero traía en sus manos lo que, en
un primer momento, me pareció una
cesta de mimbre al revés. Pero cuando llegó a la altura del
Galileo comprendí. No se trataba de
una cesta, sino de un complicado «yelmo», trenzado a
base de zarzas espinosas. Tenía forma
de media naranja, con un aro o soporte en su base,
formado por un manojo de juncos
verdes, perfectamente ligados por otras fibras igualmente de
junco.
Según pude apreciar, el casquete
espinoso había sido entretejido con media docena de ramas
muy flexibles, en las que apuntaba un
terrorífico enjambre de púas rectas y en forma de «pico
de loro», con dimensiones que
oscilaban entre los 20 milímetros y los 6 centímetros,
aproximadamente1.
Estaba claro que, mientras el grueso
de los legionarios centraba sus burlas en Jesús,
aquellos dos individuos habían
entrado en alguno de los almacenes de leña de la fortaleza,
ocupándose en la siniestra idea de
trenzar una «corona» para el «rey de los judíos».
La ocurrencia fue recibida con
aplausos y risotadas. Y el que portaba aquel peligroso «casco»
de delgadas y parduzcas ramas se
inclinó, simulando una reverencia. Después levantó la
«corona» a medio metro sobre el
cráneo del Maestro, bajándola violentamente e incrustándola
en la cabeza del rabí. Un alarido de
satisfacción se escapó de las gargantas de la soldadesca,
ahogando el gemido de Jesús, que, al
contacto con las espinas, levantó la cabeza, golpeándose
involuntariamente la región occipital
contra el muro sobre el que se hallaba adosado el banco.
Aquel encontronazo con la pared debió
hundir aún más las púas situadas en la zona posterior
del cráneo.
El «yelmo», brutalmente encajado,
cubrió casi la totalidad de la cabeza del reo. El aro sobre
el que se sustentaba la red espinosa
quedó a la altura de la punta de la nariz, dificultando,
incluso, la visión del Maestro.
El agudo dolor de las 20 o 30 espinas
que perforaron el cuero cabelludo, frente, sienes,
orejas y parte de las mejillas
conmocionó de nuevo al Hijo del Hombre, quien, con los ojos
cerrados en un movimiento reflejo de
protección, permaneció durante varios segundos con la
boca entreabierta, intentando inhalar
un máximo de aire.
1 En un primer examen ocular, creí identificar aquellas
zarzas con las plantas denominadas Poterium spinosum, muy
común en Palestina y usada
habitualmente como provisión para el fuego. Ello ratificaba la hipótesis del
doctor Ha
Reubení, director del Museo Botánico
de la Universidad Hebrea de Jerusalén, descalificando otras muchas teorías
sobre
el posible origen de la planta
utilizada para el trenzado del «casco» de espinas. (La más conocida y popular
señalaba al
«ziziphus» o Spina Christi (Palinurus Aculeatus) como la zarza utilizada en esta «coronación». (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
268
Al ver aparecer seis copiosos
regueros de sangre por su frente y sienes temí que aquellas
púas hubieran perforado la vena
facial (que discurre desde la barbilla a la zona ocular). Me
aproximé cuanto pude al rostro, pero
no llegué a distinguir espina alguna clavada en el sector
que cruza dicha vena. Otras, en
cambio, habían perforado la frente y región malar derecha. Una
de aquellas púas, en forma de gancho,
había penetrado a escasos centímetros de la ceja
izquierda (en el músculo orbicular),
dando lugar a una intensa hemorragia, que cubrió
rápidamente el arco superciliar,
inundando de sangre el ojo, mejilla y barba.
La profusa emisión de sangre indicaba
que las espinas habían afectado gravemente la
aponeurosis epicraneal (situada
inmediatamente debajo del cuero cabelludo). La retracción de
los vasos rotos por las espinas en
esta área -extremadamente vascularizada- se hizo notar,
como digo, de inmediato. La sangre
comenzó a fluir en abundancia, goteando sin cesar desde la
barba al pecho.
Pero los soldados, no contentos con
este bárbaro atentado, fueron en busca del manto
púrpura que había quedado sobre el
enlosado, echándoselo sobre los hombros. Otro de los
legionarios puso una caña entre sus
manos y arrodillándose exclamó entre el regocijo general:
-¡Salve, rey de los judíos!
Las reverencias, imprecaciones,
salivazos y patadas en las espinillas del Nazareno
menudearon entre aquella chusma, cada
vez más divertida con sus ultrajes. Uno de los
soldados pidió paso y colocando sus
nalgas a escasos centímetros del rostro de Jesús se levantó
la túnica, comenzando a ventosear con
gran estrépito, provocando nuevas e hirientes risotadas.
El jolgorio de la soldadesca se vio
súbitamente cortado por la presencia del gigantesco
Lucilio, atraído sin duda por el
constante alboroto de sus hombres. Observó la escena en
silencio y, con una sonrisa de
complicidad, se situó frente al reo. Los legionarios, intrigados,
guardaron silencio. Y el centurión,
levantando su faldellín, comenzó a orinarse sobre las
piernas, pecho y rostro de Jesús de
Nazaret.
Aquella nueva injuria arrastró a los
romanos a una estrepitosa y colectiva carcajada, que se
prolongaría, incluso, hasta después
que el oficial hubiera concluido su micción.
Mi corazón se sintió entonces tan
abrumado y herido como si aquellas ofensas hubieran sido
hechas a mi propia persona. Abatido
me recosté sobre la pared del pórtico, con un solo deseo:
ver aparecer a Civilis.
Por una vez mis deseos se vieron
cumplidos. El comandante de las fuerzas legionarias hizo
su entrada en el patio central de la
fortaleza Antonia en el momento en que uno de aquellos
desalmados arrancaba la caña de entre
las manos del Nazareno, asestándole un fuerte golpe
sobre el «yelmo> de espinas.
Las risotadas y los legionarios
desaparecieron al instante, ante la súbita llegada de Civilis.
Cuando el centurión interrogó a los
guardianes sobre aquel nuevo escarnio, los soldados se
encogieron hombros, haciendo
responsables a sus compañeros. Pero éstos, como digo, se
habían desperdigado entre las
columnas y el patio.
Visiblemente disgustado por la
indisciplina de sus hombres, el oficial ordenó a los infantes
que pusieran en pie al condenado y
que le siguieran. Así lo hicieron y Jesús de Nazaret, algo
más repuesto aunque sometido a
constantes escalofríos, comenzó a caminar hacia el túnel,
arrastrando prácticamente su pierna
izquierda.
A su lado, y pendientes del Galileo,
avanzaron también otros tres soldados, que no se
separarían ya del reo hasta el
momento de su retorno al escenario de la flagelación.
Eran las 11.15 de la mañana...
El sol, cada vez más alto, iluminó la
gigantesca figura de Jesús al salir del Pretorio. Al verle,
la multitud que aguardaba frente a
las escalinatas dejó escapar un murmullo, inevitablemente
sorprendida por el lamentable aspecto
del reo.
La escolta se detuvo en mitad de la
terraza, a la izquierda de la silla en la que esperaba
Poncio. Este, al ver el casco de
espinas sobre el cráneo del Maestro, se revolvió nervioso e
indignado hacia Civilis, interrogándole
mientras señalaba con su dedo índice hacia la cabeza del
rabí. Ignoro qué pudo decirle el
centurión. Mi atención había quedado prendida en el Galileo. Al
detenerse frente a la multitud, Jesús
-encorvado y con los dedos entrelazados, intentando
dominar así la intensa tiritona que
le consumía- percibió en seguida la cálida presencia del sol.
Y muy despacio, como tratando de
absorber la dulce caricia de los rayos, fue levantando el
rostro, hasta situarlo frente al
disco solar. Durante escasos segundos, sus profundas ojeras y la
Caballo de Troya
J. J. Benítez
269
catarata de sangre que ocultaba su
cara, se hicieron perfectamente visibles a todo el gentío.
Pero, al alzar la cabeza, las púas
tropezaron en el arranque de la espalda, perforando la nuca
nuevamente. Y el dolor le obligó a
bajar el rostro.
Juan Zebedeo, paralizado ante aquel
trágico cambio de su Maestro, reaccionó al fin y
soltando el brazo de José de Arimatea
se precipitó hacia Jesús, arrodillándose y llorando a los
pies del rabí. Los legionarios
interrogaron al centurión con la mirada, dispuestos a retirar al
joven amigo del prisionero, pero
Civilis, extendiendo su mano izquierda, indicó que le dejaran.
Durante algunos minutos, tanto Pilato
como la muchedumbre se vieron sobrecogidos por el
desconsolado llanto del muchacho. Y
un respetuoso silencio reinó en el patio.
El Maestro intentó por dos veces
inclinarse hacia Juan, tratando de aproximar sus
temblorosas y ensangrentadas manos
hacia el discípulo más amado, pero la trampa de espinos
y la rigidez del improvisado vendaje
se lo impidieron.
- Aquel nuevo gesto de valentía del
discípulo y el derrotado semblante del Nazareno
conmovieron sin duda al procurador. Y
levantándose de su silla, dio unos cortos pasos hacia el
filo de la escalinata. Después,
señalando a Jesús y sin perder de vista a Caifás y a los saduceos,
exclamó, tratando de mover la piedad
de los acusadores:
-¡Aquí tenéis al hombre...! De nuevo
os declaro que no le encuentro culpable de ningún
crimen... Después de castigarle,
quiero darle la libertad.
Pilato, una vez más, se equivocaba. Y
aunque la muchedumbre no se atrevió a replicar, el
sumo sacerdote y sus hombres si
respondieron, entonando el conocido «¡crucifícale! ».
Y poco a poco, la multitud fue
uniéndose a las manifestaciones de los sanedritas, coreando
sin piedad:
-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!
Poncio, decepcionado, regresó al
tribunal y esperó a que el gentío se apaciguara. El viento,
cada vez más cálido y molesto, había
empezado a levantar grandes torbellinos de polvo que
eran arrastrados desde el Este,
azotando cada vez con mayor dureza aquella ala norte de la
Torre Antonia. Civilis captó de
inmediato aquel cambio atmosférico y, tras comprobar cómo los
centinelas de vigilancia en los
torreones de la muralla procuraban refugiarse del viento
racheado, me miró fijamente,
recordándome con su rostro grave el presagio que le había hecho
esa misma mañana. Yo asentí con un
movimiento de cabeza.
Pero nuestro silencioso «diálogo» se
vio interrumpido por la voz del procurador. Una vez
calmada la turba, Poncio, con su mano
derecha aplastando el peluquín (gravemente
comprometido por el incipiente
«siroco»), habló a los hebreos, con un inconfundible tinte de
desaliento en sus palabras:
-Reconozco perfectamente que os habéis
decidido por la muerte de este hombre. Pero, ¿qué
ha hecho para merecer su condena...?
¿Quién quiere declarar su crimen?
Caifás, congestionado por la ira,
subió las escaleras y, tras escupir sobre Jesús, se encaró
con el gobernador, gritándole:
-Tenemos una ley sagrada por la que
este hombre debe morir. Él mismo ha declarado ser el
Hijo de Dios..., ¡bendito sea su
nombre!
Y girando la cabeza hacia el
cabizbajo reo volvió a lanzarle otro salivazo.
El procurador miró a Jesús con un
súbito miedo. La sangre seguía goteando desde su frente,
manchando el manto de Juan, quien,
arrodillado y abrazado a los pies de su Maestro, no
parecía prestar atención alguna a lo
que estaba ocurriendo.
Caifás retornó con paso decidido a la
cabeza de la multitud y Poncio, con la faz pálida y los
cabellos en desorden, golpeó los
brazos de la silla con ambas palmas, ordenando a Civilis que
llevara al galileo al interior de su
residencia.
Los legionarios hicieron girar al
rabí, conduciéndole nuevamente al «hall». Siguiendo un
impulso me agaché sobre Juan,
animándole a que se incorporarse y a que cesase en su llanto.
Después, pasando mi brazo sobre sus
hombros y apretando su cara contra mi pecho, le llevé al
interior del Pretorio.
Pilato, con las manos a la espalda,
había empezado a dar cortos paseos por el centro del
«vestíbulo». Mientras tanto, Civilis
y los soldados aguardaban a escasa distancia de la puerta.
Al verme, el procurador interrumpió
sus nerviosos pasos y dirigiéndose hacia mí me
interrogó en voz baja, como si
temiera que pudieran oírle:
-Jasón, ¿tú crees de verdad que este
galileo puede ser un dios, descendido a la Tierra como
las divinidades del Olimpo?
Caballo de Troya
J. J. Benítez
270
Los ojos claros del romano chispeaban
y se agitaban, presa de un miedo supersticioso y, en
mi opinión, cada vez más profundo.
Pero Poncio no esperó mi posible respuesta. Después de
alisarse el postizo dio media vuelta,
acercándose al Maestro.
Y con voz temblorosa le formuló las
siguientes preguntas:
-¿De dónde vienes...? ¿Quién eres en
realidad? ¿Por qué dicen que eres el Hijo de Dios...?
El Nazareno levantó su rostro
levemente, posando una mirada llena de piedad sobre aquel
juez débil y acorralado por sus
propias dudas. Pero los temblorosos labios de Jesús no llegaron
a articular palabra alguna.
Pilato, cada vez más descompuesto,
insistió:
-¿Es que te niegas a responder? ¿No
comprendes que todavía tengo poder suficiente para
liberarte o crucificarte?
Al escuchar aquellas amenazantes
advertencias, el Galileo repuso al fin con un hilo de voz:
-No tendrías poder sobre mí sin el
permiso de arriba...
La extrema debilidad del Maestro hizo
que sus palabras llegaran muy mermadas hasta los
oídos del procurador. Y éste,
aproximándose cuanto le fue posible hasta los plastones rojizos
que habían quedado prendidos en su
barba y bigote, le pidió que repitiese.
-¿Cómo dices?
-No puedes ejercer ninguna autoridad
sobre el Hijo del Hombre -añadió Jesús haciendo un
esfuerzo-, a menos que el Padre
celestial te lo consienta...
Poncio se echó atrás, con los ojos
desencajados por el desconcierto. Pero el Nazareno no
había terminado.
Pero tú no eres totalmente culpable,
ya que ignoras el evangelio. Aquel que me ha
traicionado y entregado a ti ha
cometido el mayor de los pecados.
El romano sabía de sobra a quién se
refería el prisionero y aquella inesperada confesión,
descargando en parte a Poncio de su
responsabilidad, pareció aliviarle sobremanera. El
gobernador se olvidó de sus preguntas
y esbozando una sonrisa de agradecimiento salió a la
terraza. La escolta se dispuso a
seguirle pero el Nazareno, dirigiéndose a Juan, colocó su mano
sobre la cabeza del discípulo,
haciéndole un último ruego:
-Juan, no puedes hacer nada por mí...
Vete con mi madre y tráela para que me vea antes de
que muera.
Civilis escuchó también aquellas
dolorosas palabras, e intuyendo el fatal desenlace, animó a
Juan Zebedeo para que cumpliera
aquella última voluntad del Galileo sin pérdida de tiempo.
Solté al muchacho y disimulando mi
angustia asentí con la cabeza, ratificando la noble intención
del centurión. Juan cruzó el umbral
del Pretorio, perdiéndose entre la multitud. Previamente, el
oficial ordenó a uno de sus hombres
que acompañara al apóstol hasta las puertas de la muralla,
ayudándole a franquear el paso.
Al regresar a la terraza, Poncio
-mucho más animado por las recientes frases del reo- había
empezado a hablar a la muchedumbre.
El tono de su voz denotaba un firme deseo de liberar a
Jesús. El rostro de José de Arimatea
volvió a iluminarse por la esperanza e, incluso Judas, que
había sido uno de los pocos que no se
había unido a los gritos de crucifixión, pareció aliviado
por la decidida actitud del
procurador.
-… Estoy convencido que este hombre
-anunció Pilato- ha faltado solamente a la religión, por
lo que debe ser detenido y sometido a
vuestras propias leyes... ¿Por qué esperáis que le
condene a muerte, por estar en
conflicto con vuestras tradiciones?
El inesperado cambio del gobernador
de Roma exasperó los ánimos de los saduceos, que
formaron un corro, discutiendo
acaloradamente. Pilato, sumamente complacido ante la
crispación general de los sacerdotes,
se sentó en la silla transportable, haciendo un guiño a
Civilis. Pero, antes de que el
procurador pudiera terminar de saborear aquel efímero triunfo,
Caifás, pálido y con los ojos
inyectados en sangre, volvió a subir las escaleras y amenazando a
Poncio con su mano izquierda, le
soltó a quemarropa:
-¡Si sueltas a este hombre, tú no
eres amigo del César...!
La cólera del sumo sacerdote era tal
que su voluminoso vientre comenzó a subir y bajar,
arrastrado por su agitada
respiración. Aquella sentencia de Caifás hizo palidecer a Poncio.
Y trataré por todos los medios
-remachó el astuto yerno de Anás- de que el emperador tenga
conocimiento de ello.
Conociendo como conocía el procurador
la oleada de delaciones, arrestos y ejecuciones que se
había cernido en aquellos últimos
meses sobre el imperio, el fulminante ultimátum de Caifás
Caballo de Troya
J. J. Benítez
271
terminó por desarmarle. Aquello,
indudablemente, fue un golpe bajo. Tiberio, y más
concretamente el temido Sejano, ya
habían tenido noticia de las dos revueltas provocadas por
la intransigente postura de Pilato
(una motivada por la colocación de los emblemas e insignias
del emperador en mitad de Jerusalén y
la segunda, por la expropiación indebida del tesoro del
templo para la construcción de un
acueducto) y ambos sucesos le habían valido sendas
amonestaciones. Si el inflexible
general de la guardia pretoriana, que ocupaba el puesto del
César, volvía a recibir inquietantes
noticias sobre la conducta de su hombre de confianza en
aquella provincia, la carrera
política de Poncio podía verse seriamente alterada. De hecho, poco
tiempo después de la muerte de Jesús
de Nazaret, el procurador caería en un nuevo error
político que precipitó su fin1.
El sumo sacerdote, además, se había
referido intencionadamente a su título de «amigo del
César». Y aquella referencia humilló
aún más la voluntad del juez romano. (Aunque Poncio
Pilato, indudablemente, era conocido
y amigo de Tiberio, la alusión de Caifás llevaba dinamita.
El jefe de los sacerdotes sabía que
el gobernador era miembro del «orden ecuestre»,
ostentando el título de aeques illustrior y la dignidad de «amigo del César»; es decir, una muy
especial distinción. Aquel
privilegio, precisamente, hacía aún más delicada su situación, de cara
a la cúpula del Imperio. El Sanedrín
tenía medios para hacer llegar a Sejano y a Tiberio, en la
isla de Capri, sus quejas sobre lo
que consideraban una nueva irregularidad del procurador. Y
Poncio lo sabía.)
En mi opinión, esta astuta maniobra
final desmoralizó a Poncio, quien, vacío de un estricto
sentido de la justicia y sin tiempo
para reflexionar fríamente, cedió. Confundido y sin control se
incorporó de la silla curul y
señalando a Jesús, dijo sarcásticamente:
-¡He aquí vuestro rey...!
Caifás y los jueces hebreos sabían
que acababan de herir de muerte los propósitos del
romano y, animando nuevamente a la
multitud, respondieron a Pilato:
-¡Acaba con él...! ¡Crucifícale...!
¡Crucifícale!
El gobernador se dejó caer sobre su
asiento y prácticamente sin fuerzas exclamó:
-¿Voy a crucificar a vuestro rey?
Uno de los saduceos se situó sobre el
segundo escalón y gritó, señalando la fachada del
Pretorio:
-¡No tenemos más rey que a César!
Pilato era consciente de aquella
hipócrita afirmación, pero no se atrevió a replicar. Llamó a
Civilis y, después de intercambiar
unas frases con su primer oficial, anunció a los judíos su
intención de soltar a Barrabás.
El populacho aplaudió la decisión del
gobernador. Pero Poncio, ajeno a este reconocimiento,
pidió que le trajeran una jofaina con
agua. El centurión, al oír a Poncio, mostró su extrañeza.
Pero obedeció, ordenando a uno de los
legionarios que se diera prisa en cumplir los deseos del
procurador. Creo que, salvo Pilato y
yo mismo, ninguno de los presentes sabía con qué
intención había solicitado el romano
aquel recipiente.
Jesús, con la cabeza inclinada y
víctima de la calentura, asistió en silencio a aquella última
parte del debate dialéctico entre los
judíos y el representante del César.
Cuando el soldado regresó a la
terraza, portando una ancha vasija de barro, rebosante de
agua, se situó frente a Poncio y
esperó. El procurador introdujo sus regordetas manos en el
recipiente, frotándolas durante unos
segundos. A continuación, ante la atónita mirada del
centurión, de sus legionarios y de la
multitud, ordenó al soldado que se retirara. Y levantando
los brazos por encima de su cabeza,
gritó de forma que todos pudieran oírle con nitidez:
1 Pocos años después de la muerte de Cristo, numerosos
samaritanos se congregaron en torno a un supuesto
Mesías, que les prometió descubrir
los vasos sagrados enterrados por Moisés en uno de los montes de Samaria.
Pilato
supo de esta multitudinaria
manifestación en el monte Garizim y, rodeando con sus tropas a los samaritanos,
dio la
orden de cargar sobre ellos, dando
lugar a una gran mortandad. Samaritanos y judíos se dirigieron entonces a
Vitelio,
supremo gobernador de la provincia de
Siria, acusando a Pilato del horrible asesinato de miles de samaritanos.
Vitelio
no tenía autoridad para juzgar al
procurador de Israel y le envió a Roma, con el fin de que compareciese ante el
emperador. Pero, durante el viaje,
Tiberio murió, haciéndose cargo del imperio Cayo, alias «Calígula». Éste, al
conocer
los hechos, desterró a Poncio y a su
familia a las Galias donde, al parecer, murió. (Algunas tradiciones apuntan
hacia el
hecho de que Pilato terminó por
refugiarse en lo que hoy conocemos por Lausanne, en Suiza, suicidándose.) (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
272
-¡Soy inocente de la sangre de este
hombre! ¿Estáis decididos a que muera...? Pues bien,
por mi parte no le encuentro
culpable...
El gentío volvió a aplaudir, al
tiempo que se escuchaba la voz de otro de los sanedritas:
-¡Que su sangre caiga en nosotros y
sobre nuestros hijos!
Y la multitud, coreó un solo hombre,
coreó aquella trágica sentencia, ignorante de las
gravísimas horas que viviría la
ciudad santa 40 años más tarde y en las que, justamente, la
sangre de muchos de aquellos hebreos
y la de sus hijos sería derramada por las legiones de
Tito. Aunque a primera vista, la
autojustificación del saduceo y del populacho pudieran parecer
una simple manifestación emocional,
propia de aquellos momentos de odio y ceguera, la verdad
es que la citada afirmación encerraba
un significado mucho más profundo y trascendental. Los
jueces ignoro si sucedía lo mismo con
aquella masa humana, inculta y vociferante- conocían
muy bien lo que decía la ley mosaica
a este respecto. La Misná,
en su «Orden Cuarto»,
especifica textualmente que «en los
procesos de pena capital, la sangre del reo y la sangre de
toda su descendencia penderá sobre el
falso testigo hasta el fin del mundo».
Otra de las tradiciones judías afirma
también «que todo aquel que destruyere una sola vida
en Israel, la Escritura se lo computa
como si hubiera destruido todo un mundo y todo aquel que
deja subsistir a una persona en
Israel, la Escritura se lo computa como si dejara subsistir a un
mundo entero».
Los sanedritas, por tanto, eran
plenamente conscientes del valor y de la gravedad de su
sentencia, pidiendo que la sangre de
Jesús cayera sobre ellos y sobre su descendencia.
Pilato secó sus manos con la parte
inferior del manto y, dando la espalda a Caifás y a la
muchedumbre, saludó al Nazareno con
el brazo en alto. Inmediatamente, al tiempo que se
encaminaba hacia la puerta del
Pretorio, volvió su rostro hacia Civilis, diciéndole:
-Ocupaos de él.
Y los legionarios, con el centurión a
la cabeza, siguieron los pasos del procurador,
retirándose de la terraza.
La suerte había sido echada.
A partir de aquellos momentos, los
hechos se sucedieron en mitad de una gran confusión.
Por un lado, yo perdí de vista a Juan
Zebedeo y a José de Arimatea y, por supuesto, a todos los
seguidores y simpatizantes del
Maestro. Sólo después de abandonar la fortaleza Antonia
lograría entrevistarme de nuevo con
el anciano José y animarle a que siguiera de cerca la
decisiva visita de Judas Iscariote a
la sede del Sanedrín. Y digo «decisiva» porque, como tendré
oportunidad de relatar, las
circunstancias que rodearon y acorralaron al traidor fueron más
complejas y extensas de como fueron
descritas por los evangelistas.
La escolta que rodeaba a Jesús tomó
el camino del túnel, desembocando nuevamente en el
patio porticado. Pilato, ante mi
sorpresa, se hallaba presente cuando los legionarios se
detuvieron junto a la fuente. El
procurador tenía prisa por acabar con aquel fastidioso asunto y
urgió a Civilis para que el reo fuera
trasladado de inmediato al lugar de la ejecución. Al parecer,
y después de la pública derrota
sufrida por el gobernador frente a los dignatarios del Sanedrín,
su propósito de regresar a Cesarea se
había convertido poco menos que en una obsesión.
Poncio era consciente de que acababa
de cometer un atropello y no tuvo valor para mirar
siquiera a Jesús.
El centurión cambió impresiones con
varios de sus oficiales y, finalmente, fue designado un
tal Longino, un veterano soldado,
natural de Túsculo, ciudad enclavada en los montes Albanos y
paisano y amigo del que fuera senador
del emperador Augusto, Sulpicius
Quirinius1.
Junto a este legado, Longino había combatido precisamente en la guerra contra
los homonadenses, una tribu
levantisca que habitaba en la cordillera del Tauro, en la actual
Asia Menor. Era, a juzgar por sus
modales, hombre parco en palabras, de mirada cálida y
directa y buen conocedor de aquellas
gentes y de la tierra. En aquellos momentos -gracias a su
valor y probada honestidad- había
alcanzado el grado de quartus princeps posterior o centurión
1 El famoso gobernador «Cirino», como se le conoce a través
de los escritos romanos, desempeñó un papel
destacado a las órdenes de Augusto,
siendo el responsable de los dos censos efectuados bajo el mandato del citado
César en la entonces provincia romana
de Siria. El primero de estos censos tuvo lugar entre los años 10 y 7 antes de
Cristo, y file, precisamente, el que
movilizó a José y Maria en dirección a Belén. El segundo censo ocurrió entre
los años
6 y 7 de nuestra Era. En esta segunda
ocasión, Sulpicius Quirinius o «Cirino» fue enviado por Roma en compañía de
Coponio, primer procurador de Judea. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
273
de la segunda centuria, del segundo
manípulo, de la cuarta cohorte. Por su edad -posiblemente
rondaría los 55 o 60 años- debía
estar a punto de cesar en el servicio. Sus cabellos apuntaban
ya numerosas canas y sobre su pómulo
y ceja derecha discurría una profunda cicatriz, fruto, sin
duda, de alguna de las contiendas en
las que se había visto envuelto desde su juventud.
Civilis, en mi opinión, estuvo
sumamente acertado al elegir a Longino como capitán y
responsable de la escolta que debía
acompañar al Maestro hasta el Gólgota. Por un momento
temblé ante la posibilidad de que
dicha designación hubiera recaído, por ejemplo, en el cruel
Lucilio, alias Cedo alteram.
En total fueron nombrados cuatro
legionarios y un optio,
o suboficial como patrulla
encargada de la custodia y posterior
ejecución. Mi sorpresa fue considerable al comprobar que
el optio o lugarteniente de Longino era precisamente Arsenius, el romano
que había dirigido el
apresamiento del Nazareno en la falda
del Olivete.
Todo parecía decidido. Longino
encomendó a uno de sus hombres que procediera a la
medición de la envergadura del reo,
mientras otro soldado se encaminó al puesto de guardia de
la entrada Oeste, en busca de un
objeto cuyo nombre no acerté a escuchar.
Pilato estaba ya a punto de retirarse
cuando Civilis, tras consultar con el responsable del
pelotón que debía conducir a Jesús,
le sugirió algo que, en principio, no estaba previsto: ¿por
qué no aprovechar aquella oportunidad
para crucificar también a los dos terroristas,
compañeros de Barrabás?
El procurador dudó. Al parecer, la
ejecución de aquellos asesinos había sido fijada
inicialmente para los días siguientes
a la celebración de la Pascua.
Poncio hizo un mohín de desagrado,
pero el centurión-jefe insistió, haciéndole ver que -tal y
como estaban las cosas-, aquella
crucifixión colectiva simplificaría los posibles riesgos que
arrastraba siempre la muerte de unos
«zelotas». Buena parte del pueblo judío protegía y
animaba a estos revolucionarios y era
muy posible que la condena de tales guerrilleros pudiera
significar la alteración del orden
público. Después de la implacable insistencia de los sacerdotes
en la promulgación de la pena capital
para el Galileo, era dudoso que se registraran protestas si
la ejecución de los miembros del
movimiento independentista tenía lugar al mismo tiempo que
la del supuesto «rey de los judíos».
El procurador escuchó en silencio los
razonamientos de su comandante y, moviendo las
manos displicentemente, dio a
entender a Civilis que tenía su aprobación, pero que actuara con
rapidez.
Con un simple movimiento de cabeza,
el centurión indicó a Arsenius que se ocupara del
traslado de los «zelotas». En ese
momento, Pilato reparó en mi presencia y, mientras los
oficiales esperaban la llegada de los
nuevos reos, el voluminoso procurador me tomó aparte,
diciéndome:
-Jasón, ¿qué dice tu ciencia de todo
esto...? No he tenido tiempo de preguntarte con
detenimiento sobre ese augurio que
pronosticabas para hoy... Háblame con claridad... ¡Te lo
ordeno!
La curiosidad y el miedo consumían a
Poncio a partes iguales. Así que no tuve más remedio
que improvisar.
-Esta medianoche pasada -le mentí-,
cuando me encontraba en el monte de las Aceitunas
presentí algo... Y tras buscar un
lugar puro, un «augurale», me volví hacia el septentrión,
trazando en tierra con mi cayado el templum o cuadrado. Después, como sabes, tomé este
lituus -señalándole mi «vara de Moisés»- e hice el ritual de la
descripción de las regiones1. Y
una vez situada imploré a los dioses
una señal...
Pilato, conteniendo la respiración,
me animó a que prosiguiera. El cielo, estimado
procurador, se había vuelto sereno y
transparente como los ojos de una
diosa. Afortunadamente -volví a mentirle-, el viento se
había detenido. Todo hacía presagiar
una respuesta... Y súbitamente, las infernales aves
1 Afortunadamente para mí, yo había sido instruido en el
arte de los antiguos augures y arúspices griegos y
romanos. Una vez en el templum o espacio del cielo que debía observarse, el augur tomaba
su lituus y se volvía hacia
el sur, trazando una línea sobre el
cielo -de norte a sur-, llamada cardo. Después hacia
otro tanto de este a Oeste
(decumanus), repartiendo así en cuatro áreas la parte visible del
cielo. Enseguida, tirando dos líneas paralelas a las dos
trazadas anteriormente, formaba un
cuadrado que, proyectado sobre la tierra, constituía el citado prisma o templum.
La zona que quedaba delante de él se
denominaba antica y la que quedaba atrás, postica. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
274
«inferae» surgieron por mi izquierda.
Su vuelo rasante y la dirección de las mismas fueron
determinantes...
-Pero, ¿qué? -estalló Poncio-. ¿Qué
quieres decir con esto?
Adopté una falsa calma y mirándole
fijamente, le respondí, haciendo mía una sentencia de
Ennio:
-Entonces, en el colmo del
infortunio, tronó a la izquierda, estando el cielo enteramente
sereno.
Pilato abrió sus grandes ojos,
espantado. Él sabía bien el significado de aquellas patrañas,
maravillosamente criticadas en su día
por el propio Cicerón. Y con la faz pálida me suplicó que
le descifrara el augurio.
-En mi humilde opinión -rematé-,
Júpiter, y por razones que no alcanzo a comprender -le
mentí por tercera vez-, está
desolado. Y es posible que manifieste su ira sin demasiada
tardanza. El cielo será testigo de
cuanto te he revelado...
-¿Hoy mismo?
Asentí con rostro grave, al tiempo
que desviaba mi mirada hacia el Nazareno. Poncio giró
también su cabeza, conmoviéndose.
Después, olvidando la conversación y a mí mismo, regresó
junto a sus centuriones.
Me disponía a solicitar de Civilis
que me autorizase a seguir a la comitiva y a presenciar las
ejecuciones cuando irrumpió en el
patio, procedente de una de las múltiples puertas que se
abrían bajo las columnatas, el
legionario que había medido la envergadura de Jesús. Para ello,
el soldado, muy acostumbrado a este
menester a juzgar por su soltura, había tomado una de
las lanzas y, mientras otro compañero
sostenía los brazos del Galileo en posición de cruz, el
portador del pilum se colocó a espaldas del reo, midiendo la distancia total entre
las puntas de
ambas manos.
Ahora, una vez realizada la macabra
medición, el romano había vuelto al patio central,
cargando un pesado madero; un tronco
sumamente tosco, sin cepillar, con un grosero vaciado
u orificio en su mitad. Este burdo
agujero, de unos 10 centímetros de diámetro, cruzaba el
madero de parte a parte, siguiendo el
sentido de su espesor.
El legionario, que venía provisto de
una larga y gruesa cuerda, hizo descansar el patibulum1,
apoyando una de sus caras
-perfectamente aserrada- sobre el enlosado. Y esperó.
Al situar el madero en esta posición
vertical pude comprobar que su longitud era casi de dos
metros (posiblemente, 1,90). En
cuanto a su espesor, calculo que rondaría los 25 centímetros.
Era, en definitiva, un sólido leño,
con un peso que no creo que bajase de los 30 kilos.
Simulando una gran curiosidad me
aproximé al legionario, preguntándole para qué servía aquel
tronco. El soldado sonrió irónicamente
y señalando primero a Jesús, me hizo después un
significativo signo con su dedo
pulgar. Lo colocó hacia abajo, a la manera de los Césares
cuando decretaban el remate de los
gladiadores.
Acaricié la rugosa superficie del patibulum y deduje que se trataba de una sección de un
árbol, de alguna de las especies de
pino, tan frecuentes en Palestina o quizá importado de los
bosques del Líbano. (No estoy seguro,
pero quizá fuese el denominado Pinus halepensis, de
una
madera casi incorruptible.)
Ensimismado en el análisis no me
percaté de la llegada de los dos «zelotas». El optio y los
legionarios los habían conducido,
maniatados, hasta el procurador y los restantes centuriones.
Nada más verlos, Civilis ordenó que
les arrancaran las mugrientas túnicas y que iniciaran el
obligado castigo previo a la
crucifixión. Y cuatro legionarios se hicieron con otros tantos
flagrum, procediendo a azotar a los guerrilleros. Uno de ellos,
casi un muchacho, se clavó de
rodillas frente a Poncio, gimiendo e
implorando piedad. Pero el gobernador se apresuró a dar
media vuelta, alejándose del
prisionero. En ese instante, mientras los látigos chasqueaban
nuevamente en mitad del recinto, el
legionario que había desaparecido en el túnel abovedado
de la puerta Oeste de Antonia regresó
a la carrera, entregando a Longino una tablilla de
madera de unos 60 x 20 centímetros,
totalmente blanqueada a base de yeso o albayalde. El
1 El origen del patibulum se
remonta a la viga que servia para atrancar las puertas en Roma. Al quitarse, se
abría
dicha puerta. De ahí el nombre.(N. del m.)
Caballo de Troya
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275
centurión tomó la tablilla y una
especie de pequeño tizón, pidiendo al soldado que consiguiera
dos nuevas planchas.
A continuación llamó la atención del
gobernador, mostrándole la tablilla y el afilado trozo de
carbón, recordándole que la escolta
debería situar sobre las cruces la identidad de cada uno de
los condenados y la naturaleza de sus
crímenes.
La emoción volvió a sacudirme. Estaba
a punto de asistir a la redacción del llamado «INRI».
También en este asunto, y aunque sólo
fuera en el aspecto circunstancial de la redacción, los
cuatro evangelistas se habían
manifestado discrepantes. ¿Cuál de ellos había acertado en el
texto?
Marcos había dicho: «el Rey de los
Judíos» (Mc. 15,26). Mateo, por su parte, añade: «Este
es Jesús, el Rey de los Judíos» (Mt. 27,37). En cuanto a Lucas, su «INRI» dice así: «Este es el
Rey de los Judíos» (Lc. 23,38). Por
último, Juan Zebedeo, llamado «El Evangelista», reprodujo
el siguiente texto: «Jesús Nazareno
el Rey de los Judíos» (Jn. 19,19).
¿Quién tenía la razón?
Discretamente me asomé por encima del
hombro del procurador y noté cómo su mano
temblaba. Tenía la tablilla en
posición horizontal y firmemente apoyada sobre la reluciente
coraza. Había tomado el carboncillo
con la derecha pero su rostro se había desviado de la
superficie del encalado rectángulo de
madera. Me di cuenta que miraba a Jesús por el rabillo del
ojo. El Maestro, que no despegó los
labios en todo el tiempo, había conseguido regularizar su
ritmo respiratorio, pero continuaba
encorvado y tembloroso. La sangre, aunque en menor
proporción, seguía goteando por los
bajos de su túnica, formando un cerco alrededor de sus
pies.
Uno de los guerrilleros -el más
adulto- se retorcía sobre las losas, aullando a cada latigazo.
Los legionarios habían desgarrado su
túnica, dejando al descubierto la totalidad del tronco. Y a
pesar de hallarse con las manos
amarradas a la espalda y controlado por otro soldado, que
sostenía entre sus manos el extremo
de la maroma con la que había sido maniatado, el
«zelota», en su desesperación y
dolor, se revolcaba sobre el pavimento, poniendo en apuros a
este último infante.
El más joven, con las vestiduras
igualmente rasgadas, se había enroscado sobre sí mismo,
tratando de cubrir la cabeza entre
sus piernas. Pero los golpes eran tan violentos y seguidos
que no tardó en situarse de rodillas,
ofreciendo la espalda a los verdugos y emitiendo unos
alaridos que hicieron asomarse al
cuerpo de guardia a numerosos legionarios.
De pronto, Pilato -cada vez más
nervioso- comenzó a escribir con su característica letra
cuadrada...
«Jesús de Nazaret...»
Aquellas primeras palabras fueron
trazadas en arameo, de derecha a izquierda. Tenían unos
30 milímetros de altura y ocupaban
toda la parte superior de la tablilla.
Poncio volvió a dudar. Parecía no
saber qué añadir. En realidad, él era consciente de la
falsedad de aquellas acusaciones y,
lógicamente, acababa de tropezar con un serio problema.
El «zelota» más joven levantó la
cabeza y con el rostro sudoroso y descompuesto buscó a
Jesús. Después, a pesar de los
tirones de su guardián, se arrastró sobre sus rodillas hasta el
rabí. Y al llegar a sus pies, en
medio de una lluvia de furiosos latigazos, hundió la cara en los
goterones de sangre que se escapaban
por el filo de la túnica del rabí, exclamando entre
sollozos:
-¡Maestro...! ¡Ten misericordia de
nosotros...! ¡No nos dejes morir!
Jesús entreabrió sus inflamados y
amoratados ojos, mirando a aquel desdichado con una
infinita ternura. Pero, antes de que
pudiera responderle, el soldado que sujetaba la cuerda de
este reo, propinó al Maestro un
violento empujón, haciéndole retroceder y tambalearse. Uno de
los sayones dirigió entonces su flagrum hacia Cristo, dispuesto a herirle, pero Civilis, atento a
cuanto ocurría, se interpuso,
sosteniendo al Nazareno por las axilas y evitando que se
desplomase.
A continuación se volvió hacia el
pelotón, ordenándoles que no flagelasen al «rey de los
judíos».
-Este ha recibido ya su castigo
-manifestó.
Los verdugos prosiguieron su
despiadado ataque, abriendo nuevas heridas sobre las
espaldas, piernas y costados de los
«zelotas». Mientras el que se había aproximado al Galileo
seguía de rodillas, con la cabeza
clavada sobre las losas, su compañero, en un arranque de
Caballo de Troya
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276
desesperación, se incorporó lanzando
un frenético puntapié contra el bajo vientre de uno de sus
fustigadores. El romano se dobló como
un muñeco, cayendo al suelo entre aullidos de dolor.
Poncio, de espaldas a aquella
sanguinaria escena, volvió a escribir:
«... Rey de los Judíos,).
Juan, por tanto, era el único
evangelista que había sido absolutamente fiel en la
transcripción del INRI («Jesus
Nazarenus Rex Judaeorum »).
E inmediatamente, de forma casi
mecánica, el procurador repitió la frase «Jesús de Nazaret,
Rey de los Judíos» en griego y, por
último, en latín. Y devolviendo la tablilla a Longino se
sacudió las palmas de las manos,
haciendo una ostensible mueca de repugnancia.
Pero el legionario enviado por el
centurión en busca de otras dos planchas de madera
regresó al punto. Y Poncio, muy a
pesar suyo, tuvo que repetir la operación. Esta vez fue
mucho más breve. Tras preguntar los
nombres de los condenados, escribió sobre los blancos
tableros: «Gistas. Bandido» y
«Dismas. Bandido». Todo ello, por supuesto, en las tres lenguas
de uso común en aquellos tiempos en
Palestina: arameo en primer lugar, griego (el idioma
«universal», como lo podrían ser hoy
el inglés o el español) y latín, lengua natal de Pilato.
El procurador dio unos pasos hacia el
estanque circular y se enjuagó las manos. Cuando se
disponía a retirarse me adelanté y le
supliqué que me permitiera asistir a las ejecuciones.
« Si en verdad debe ocurrir algo
sobrenatural -argumenté-, quiero estar presente... »
Pilato se encogió de hombros y,
mecánicamente, como sumido en otros pensamientos,
transmitió mi ruego a Civilis. Éste
se encargó de presentarme a Longino, anunciándome como
un augur, amigo de Tiberio. Estimo
que la primera calificación no debió impresionar
excesivamente al veterano centurión.
Pero la segunda fue distinta. En ese instante, la
intervención de Arsenius, participándole
al capitán de la escolta que me había conocido en la
noche anterior, revistió también su
importancia.
Y Poncio,. levantando el brazo con
desgana, saludó a sus oficiales, retirándose.
Civilis no tardaría mucho en
seguirle.
Cuando los restantes legionarios
vieron cómo su compañero caía víctima de la patada
proporcionada por el terrorista, los flagrum no fueron ya los únicos instrumentos de tortura.
Con una rabia inusitada, los
restantes sayones, a los que se habían unido otros curiosos,
acompañaron los latigazos con un sin
fin de puntapiés, que terminaron por doblegar al
revolucionario. Una vez en tierra,
las suelas claveteadas de los romanos se incrustaron una y
otra vez sobre el cuerpo del reo y a
los pocos segundos, un hilo de sangre brotó por entre las
comisuras de sus labios.
La llegada de dos nuevos maderos,
algo más cortos que el destinado a la cruz del Nazareno,
interrumpió la flagelación.
Pero aquel momentáneo respiro sólo
fue el prólogo de una angustiosa «peregrinación»...
Sin ningún tipo de contemplación o
miramiento, los soldados, bajo la atenta vigilancia de
Longino y de su optio, situaron los dos troncos sobre los hombros y últimas
vértebras cervicales
de los «zelotas», al tiempo que otros
legionarios obligaban a los prisioneros a extender sus
brazos hasta pegar las caras dorsales
de sus manos a la áspera superficie de los maderos. El
revolucionario más joven siguió de
rodillas, mientras su compañero, semiinconsciente, era
atado al patibulum en la misma postura en que había quedado:
tendido y boca abajo.
Ninguno de los dos tuvo fuerzas
suficientes para resistirse. El que había pedido clemencia
siguió sollozando lastimeramente,
mientras una larga y gruesa maroma inmovilizaba sus
muñecas, brazos y axilas. Los romanos
iniciaron la sujeción del primer reo por el extremo
derecho del patibulum. Después fueron aprisionando los brazos hasta concluir en
la muñeca
izquierda. Y desde allí, la cuerda
cayó hacia el pie izquierdo del condenado, siendo anudada
alrededor del tobillo. Con esta misma
cuerda, y una vez rematada la colocación de aquel primer
madero, los verdugos incorporaron al
segundo guerrillero, repitiendo la maniobra.
Finalmente, los soldados, portando
unos cuatro metros de soga (los últimos de la larga
maroma), se dirigieron al Maestro.
Jesús los vio llegar y mansamente, antes de que los
legionarios le golpearan o tiraran de
sus cabellos para que se inclinase, echó el cuerpo hacia
adelante, ofreciendo sus destrozados
hombros. Pero la estatura del rabí rebasaba con mucho la
de los verdugos y su voluntaria
inclinación del tórax no fue suficiente. Así que uno de los
infantes, ante la imposibilidad de
empujar su cabeza, agarró sus barbas, tirando de ellas hacia
Caballo de Troya
J. J. Benítez
277
el suelo. Y así lo mantuvo, en espera
de que sus compañeros de armas depositaran el
patibulum sobre sus espaldas.
Otros dos legionarios extendieron los
brazos del rabí y un tercer y cuarto soldados se
hicieron con el grueso tronco. Lo
izaron por ambos extremos y lo encajaron de golpe sobre la
nuca del Galileo. Pero las múltiples
ramificaciones del casco de espinas constituyeron un
obstáculo: el espeso cilindro de
madera no se ajustaba con precisión sobre los músculos
trapecios, rodando por la espalda.
Por tres veces, los romano -cada vez más sofocados-
golpearon el cuello de Jesús hasta
que, al fin, presa de nuevos dolores, el propio reo se inclinó
aún más, facilitando el depósito del patibulum sobre las áreas altas de las paletillas. En cada
uno de aquellos salvajes intentos de
colocación del madero experimenté una especie de latigazo
que me recorrió las entrañas. Las
púas situadas en la nuca y región occipital se clavaron un
poco más en cada empeño, desgarrando
el cuero cabelludo y, posiblemente, hundiéndose en el
periostio craneal (lámina que
envuelve a los huesos). (Los traumatólogos saben muy bien qué
clase de dolor produce la perforación
de dicha lámina.)
El intenso y mantenido dolor hizo que
Jesús gimiera en cada uno de los tres impactos. Y en
cuestión de segundos, su cabellos y
cuello volvieron a brillar, profusamente ensangrentados.
Los verdugos tensaron los brazos bajo
la zona inferior del tronco y procedieron a su anclaje,
anudando la cuerda -de derecha a
izquierda-, rematando la sujeción en el tobillo izquierdo.
El notable peso del patibulum -al menos para un hombre tan sumamente castigado-, hizo
que el cuerpo del rabí se inclinara
peligrosamente, obligándole a flexionar las piernas. Jesús
trató de elevar la cabeza. Sus
músculos y arterias parecían a punto de estallar bajo la piel
enrojecida del cuello. Pero, a cada
intento de remontar y vencer el peso del leño, su nuca se
emparedaba con la corteza rugosa del patibulum y el dolor de las espinas, entrando sin piedad
en la cabeza, le vencía, humillando
el rostro.
Comprendiendo que todo esfuerzo por
recobrar la verticalidad era inútil, el Maestro pareció
resignado. Su respiración se había
hecho nuevamente agitada y temí que, en cualquier
momento, aquel esfuerzo desembocara
en un nuevo desfallecimiento. (Los evangelistas,
lógicamente, ya que ninguno se
encontraba presente en aquel dramático momento de la carga
del patibulum, no reflejaron jamás en sus escritos lo duro y crítico de
aquel instante. El
mermado organismo de Jesús de Nazaret
se vio aplastado súbitamente por un madero, dejando
a sus músculos en la posición en que
se encontraban en el momento de la descarga sobre sus
hombros y nuca. No hubo
«pre-calentamiento» ni posibilidad alguna de que los principales
paquetes musculares pudieran
reaccionar convenientemente. Ello, en suma, precipitó las
frecuencias cardíacas y arterial,
disparándolas por enésima vez. En cuestión de tres a cinco
minutos -desde el momento en que los
soldados lograron amarrar el tronco a sus brazos-, su
corazón pudo latir a razón de 170 pulsaciones
por minuto, elevándose la tensión arterial
máxima alrededor de 190. En mi
opinión, aquel fue un golpe que consumió las escasas energías
que aún podían quedarle.)
Al verle en aquel lamentable estado
me pregunté cuánto podría resistir con el patibulum a
cuestas...
Pero un nuevo hecho estaba a punto de
provocar otro desgarrador sufrimiento en el
organismo del gigante de Galilea.
Mientras Arsenius procedía a
clavetear las tres tablillas sobre el fuste de madera de uno de
los Pilum, otro legionario reparó en las sandalias del Maestro. Se las mostró
a Longino y éste,
en un gesto de honradez y
conmiseración hacia el reo, ordenó al soldado que le calzara. El
infante se situó en cuclillas ante el
rabí y, al obligarle con ambas manos a levantar el pie
izquierdo, con el fin de depositar la
planta sobre la sandalia, el cuerpo del Nazareno se
desequilibró hacia el lado contrario,
provocando una aparatosa caída de Jesús. El incidente fue
tan rápido como inesperado. El
Galileo, con los brazos amarrados, no pudo evitar que el
patibulum se venciera y, tras golpear las losas con el extremo
derecho, fue a estrellarse de
bruces contra el pavimento, quedando
aplastado bajo el travesaño de la cruz.
Al ver y escuchar el violento choque
contra las losas temí lo peor. Cuando los soldados se
apresuraron a levantarle observé que,
afortunadamente, el «yelmo» de espinas había actuado
como protector, evitando que los
huesos de la cara se astillasen. A cambio, las púas de la
frente, sienes y mejillas habían
perforado un poco más la carne, dejando al descubierto en
Caballo de Troya
J. J. Benítez
278
algunas áreas parte del tejido
celular subcutáneo y dando lugar a nuevas e intensas
hemorragias.
A pesar de la violencia de la caída,
el Nazareno no llegó a perder el sentido. Dos verdugos
izaron el patibulum, apuntalándolo con sus hombros, mientras el torpe
legionario terminaba de
calzar a Jesús.
Una vez concluida la desgraciada
operación, los verdugos soltaron el madero y el rabí volvió
a acusar el peso, inclinándose por
segunda vez. La imposibilidad de que pudiera echar atrás la
cabeza mermó notablemente su campo
visual, limitándolo prácticamente al terreno que pisaba.
En varias ocasiones, mientras duró
aquella corta pero accidentada caminata hasta el Calvario,
observé cómo el Maestro forzaba la
vista hacia lo alto. Pero, al arrugar la frente, las púas
desgarraban las heridas y el intenso
dolor le obligaba a bajar los ojos.
Hacia la hora sexta, Longino dio la
orden de emprender la marcha. La escolta había sido
incrementada con otros legionarios,
todos ellos fuertemente armados. Ocho se situaron en
ambos flancos de los prisioneros y el
resto, hasta un total de doce, se repartió en la cabeza de
la comitiva, inmediatamente detrás
del centurión y de su lugarteniente y en la cola. A cada reo,
por tanto, le había sido asignado un
contingente de cuatro soldados, expresamente encargados
de su vigilancia y posterior
crucifixión. Uno de estos infantes cargaba, además, con un
mugriento saco de cuero que colgaba
de un palo acabado en forma de horca y que se apresuró
a echar sobre el hombro. Cerraba el
cortejo una pareja de romanos que sostenía una escalera
de mano de unos cinco metros.
Cuatro de los infantes situados a
derecha e izquierda de los «zelotas» desenroscaron sus
látigos, reanudando la flagelación de
aquellos desdichados, tal y como tenían por costumbre
antes de la ejecución. Entre gemidos
y con el cuerpo ensangrentado, los dos primeros reos
comenzaron a caminar, tambaleándose
bajo el peso de los troncos. Siguiendo unas rígidas
normas de seguridad, los tres
prisioneros, corno digo, habían sido atados por los tobillos a una
misma cuerda. De esta forma,
cualquier posible intento de fuga resultaba extremadamente
problemático.
Al ponerse en marcha, el condenado
situado en el centro dio un tirón de la maroma,
obligando al Nazareno -que ocupaba el
tercer y último lugar- a seguirle. Las pronunciadas
oscilaciones del leño que cargaba el
rabí y sus pasos vacilantes, inseguros, con aquel penoso
arrastre de su pierna izquierda, nos
hicieron temer a todos una nueva e inmediata caída y, lo
que era mucho peor, una posible
parada cardíaca. Y digo «a todos» porque, desde el principio,
los cuatro legionarios que cerraban
conmigo la escolta cruzaron algunas miradas de
preocupación, confirmando con
significativos movimientos de cabeza que aquel prisionero no
estaba en condiciones de llegar al
Gólgota. Pero, de momento, nadie dijo nada.
Los reos salvaron los 25 primeros
metros y el pelotón entró en el túnel abovedado de la
puerta Oeste; aquél por el que yo
había accedido a Antonia en la compañía del anciano de
Arimatea. Allí, desafortunadamente,
se produciría un nuevo problema...
Algunos de los centinelas se habían
asomado con curiosidad a la puerta del cuerpo de
guardia, asistiendo entre risitas al
paso de los condenados. Cuando el guerrillero que marchaba
en medio llegó a la altura de los
guardianes, aprovechando que los legionarios habían cesado
en sus azotes a causa de la penumbra
y de lo angosto del pasadizo, el tal Gistas se volvió hacia
la izquierda, lanzando un salivazo
sobre el romano más próximo. Y antes de que sus verdugos
pudieran ponerle la mano encima
arremetió con el filo del patibulum contra
el legionario que
caminaba a su derecha, dirigiendo el
tronco hacia su rostro. El soldado cayó hacia atrás,
precipitándose sobre Jesús. Ambos
rodaron sobre el oscuro y húmedo empedrado del túnel. En
esta ocasión, el impacto hizo que el
Galileo se desplomara de espaldas. El revuelo fue
indescriptible. Varios miembros del
cuerpo de guardia y algunos de los romanos de escolta se
ensañaron con el guerrillero,
hundiendo las astas de sus lanzas en el vientre, costillas y dientes
del provocador, hasta hacerle caer de
rodillas.
Longino y Arsenius acudieron de
inmediato al centro del pasadizo, tratando de poner orden
en aquel revuelo. Otros soldados
ayudaron al compañero que había sido golpeado con el
madero. Una de las aristas le había
abierto el pómulo izquierdo, provocando una aparatosa
hemorragia. El centurión examinó la
brecha, ordenando que fuera relevado de inmediato. Su
puesto fue ocupado por otro de los
centinelas. Mientras tanto, Jesús permanecía inmóvil, boca
Caballo de Troya
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279
arriba e impotente para levantarse.
Las espinas habían vuelto a herir la nuca y el Maestro, con
un rictus de dolor, intentaba
adelantar la cabeza, evitando así el contacto con la madera.
Algunos de los legionarios que
portaban los flagrum, cegados por la ira, se revolvieron
también hacia el rabí y comenzaron a
golpearle, insultándole y exigiéndole que se incorporase.
Pero aquellas demandas fueron tan
inútiles como absurdas. Nadie, en aquella posición, hubiera
podido elevar el tronco por sus
propios medios. En un desesperado intento por obedecer, el
Nazareno llegó a doblar las piernas,
tensando sus músculos. Pero, a los pocos segundos,
vencido y agotado, desistió. Antes de
que la lógica y el buen juicio se impusieran entre la
confusa soldadesca, otro de los
romanos se inclinó sobre el Maestro y agarrándole por la barba
comenzó a tirar de él, en medio de un
torrente de imprecaciones y blasfemias. La rabia del
verdugo era tal que, en uno de
aquellos salvajes tirones, los crispados dedos del legionario se
despegaron del rostro de Jesús,
llevándose un mechón de pelo. Con aquella porción de la
barba, el soldado arrancó también
parte de la epidermis y del corión o capa interna de la piel,
dejando al descubierto -entre
borbotones de sangre- las bandas fibrosas del músculo cuadrado
(en su zona derecha). Con un fuerte
lamento, el Galileo dejó caer su cabeza sobre el patibulum,
presa del insoportable dolor que
suponía el desgarro de un sinnúmero de papilas nerviosas.
(Resulta importante anotar que, entre
los minúsculos órganos violentamente desprendidos, se
hallaban los conocidos como intérpretes
de la «sensibilidad dolorosa»: unos receptores
específicos para el dolor y que se
ramifican en terminaciones nerviosas libres, que se arborizan
en los intersticios del epitelio
cutáneo.)
La sorpresa o el susto del centinela
fue tal que no volvió a agredir a Jesús. El optio, con más
sentido común que sus hombres,
dispuso que se le incorporase. Y la comitiva prosiguió su
marcha, con dos revolucionarios
masacrados a latigazos y golpes y con un Jesús de Nazaret
irreconocible, consumido por la
fiebre y con una debilidad galopante.
Al pisar la cubierta metálica del
puente levadizo, el sol, casi en el cenit, iluminó de lleno la
figura del Maestro. Las caídas habían
abierto algunas de sus heridas, empapando nuevamente
la túnica, que había perdido su color
original. Varios regueros de sangre corrían sin descanso
por sus tendones de Aquiles,
encharcando las sandalias.
Arrastrando los pies, el Maestro fue
aproximándose al parapeto exterior de la Torre Antonia.
Su respiración era cada vez más
fatigosa y su cabeza y tronco iban inclinándose centímetro a
centímetro.
En la boca del muro, cuando
llevábamos recorridos algo más de 45 metros desde el centro
del patio porticado, el pelotón se
detuvo nuevamente. Lo estrecho del acceso obligó a los
legionarios a inclinar los troncos de
los reos, de forma que pudieran cruzar el recinto exterior
del cuartel general.
A partir de allí, las cosas podían
complicarse y los soldados cerraron filas, guardando una
mínima distancia entre sí y con los
condenados. Longino hizo una señal a su lugarteniente y
éste se puso a la cabeza de la
comitiva, enarbolando con ambas manos el pilum sobre el que
habían sido dispuestas las tres
tablillas con los nombres y crímenes de los que eran llevados al
patíbulo.
Nada más abandonar la fortaleza fuimos
sorprendidos por un viento racheado, mucho más
intenso que el que yo había percibido
durante los debates de Poncio en la terraza del Pretorio.
Aquel viento, procedente del Este,
llegaba cargado de polvo y arena. Intrigado por el súbito
empeoramiento del tiempo pulsé la
conexión auditiva y pregunté a Eliseo qué noticias tenía
sobre la anunciada inestabilidad en
los altos niveles de la atmósfera, en las proximidades de la
frontera del actual Irak con la
Arabia Saudí. Mi compañero -a quien tema poco menos que
abandonado desde hacía horas- me
reprochó este silencio, aunque comprendió que las
circunstancias no habían sido óptimas
como para mantenerle informado.
E inmediatamente pasó a explicarme
que la turbulencia se habla convertido en un «haboob»1
o tempestad con un viento violento,
alimentado por el contacto entre una corriente «en chorro»
y otro sistema de presión barométrica
distinto. La tempestad había ido aumentado,
especialmente en la periferia
occidental de la depresión bárica, localizada, como dije, al sur del
1 Se denomina «haboob», en términos meteorológicos, a una
tempestad de polvo que se forma sobre los desiertos
durante un periodo de inestabilidad
convectiva. El término «haboob« se deriva de otro árabe que significa «viento
violento». Son notables y famosos los
«haboobs» del Sudán, con velocidades de hasta 85 kilómetros por hora. (N. del
m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
280
Irak. Los sistemas electrónicos de la
«cuna» habían detectado corrientes cónicas de partículas
suspendidas en el aire, moviéndose
hacia el Oeste-Noroeste y en frentes que oscilaban
alrededor de los 100 kilómetros. Las
bandas de este «haboob» se habían ido enroscando y
ensanchándose, hasta alcanzar los 500
kilómetros, levantando a su paso gigantescas nubes de
arena, procedentes de los desiertos
arábigos de Nafud y Dahna. Las rachas, según los
detectores del módulo, alcanzaban los
25 y 30 nudos por hora. En contra de lo que presumía
Eliseo, la llegada de aquella
tormenta había elevado la humedad relativa, estimándose también
un ligero descenso de la temperatura.
La visibilidad en el interior del
polverío -añadió mi hermano- ha sido estimada por Santa
Claus en unos 300 metros. Tiempo
previsto para el barrido de la ciudad por el lóbulo central del
«haboob»..., entre 30 y 45 minutos, a
partir de ahora mismo.
Aquello significaba que, si la
comitiva conseguía alcanzar el lugar de la crucifixión antes de la
entrada de la tormenta en el área de
Jerusalén, las « tinieblas» -provocadas por las bancos de
arena en suspensión- se echarían
sobre nosotros en plena ejecución. Qué poco podía imaginar
en aquellos instantes que las famosas
«tinieblas» descritas por los evangelistas poco tenían que
ver con el oscurecimiento del sol por
el polvo...
A corta distancia del parapeto de
piedra que rodeaba aquella zona de la Torre Antonia
esperaba un grupo de judíos (calculé
unos doscientos), entre los que se hallaban unos pocos
saduceos -los mismos que habían
asistido a la condena de Jesús frente al Pretorio- y, por
supuesto, José de Arimatea, en
compañía de otro joven emisario de David Zebedeo. Este último
acababa de comunicar al anciano que
María, la madre del Maestro y otros familiares venían ya
hacia Jerusalén y que, probablemente,
se encontrarían con Juan en el camino de Betania.
Caifás y el resto de los sanedritas
-según José- se habían dirigido al templo, dispuestos a dar
cuenta al resto del Sanedrín de lo
acontecido aquella mañana y de la inminente muerte del rabí
de Galilea. Pero la máxima preocupación
del de Arimatea no era la suerte de su Maestro. El
sabia que la sentencia del procurador
era ya inapelable y que sólo los poderes divinos de Jesús
podrían librarle de una muerte
segura. Sus pensamientos estaban ocupados, como digo, por
otro problema. Una vez logrado el
pronunciamiento de Poncio contra el Galileo, los sacerdotes
salieron de la fortaleza, discutiendo
y preparando su próxima acción: el apresamiento y
aniquilación de los discípulos de
Jesús. José había advertido al «correo» sobre dicha maniobra y
le urgió para que saliera hacia
Getsemaní y pusiera sobre aviso a David y a cuantos seguidores
y amigos pudiera localizar. Y así lo
hizo.
Yo me atreví a insinuarle que su
presencia cerca del sumo sacerdote y de los saduceos podía
resultar mucho más útil que en aquel
trágico cortejo. Y José, sin poder contener las lágrimas,
asintió con la cabeza, mientras
observaba atónito el rostro ensangrentado del Nazareno y su
cuerpo, cada vez más agotado y
flexionado bajo el peso del tronco.
Los dirigentes judíos, al leer el
«INRI» de Jesús se interpusieron en el camino del optio y del
pelotón y, airadamente, protestaron
por la inscripción. Longino trató de calmar los exaltados
ánimos de los hebreos, haciéndoles
ver que aquellas tablillas habían sido escritas de puño y
letra por el propio procurador.
Fue inútil. Los saduceos exigieron
que el centurión cambiase el texto, retirando la expresión
«rey de los judíos». La tensión llegó
al máximo cuando algunos de aquellos desarrapados
tomaron piedras, arrojándolas contra
los soldados. Varios legionarios se adelantaron, cubriendo
a Longino y al optio con sus escudos. El centurión, sin perder los nervios,
apartó al infante que
le protegía y levantando la voz
advirtió al grupo que se disolviera. Después, señalando el tercer
tablero -el correspondiente a Jesús
Nazareno- recordó a los sanedritas que, si deseaban
cambiar la inscripción, volvieran a
Antonia y discutieran el asunto con Poncio. Aquellas palabras
de Longino apaciguaron la cólera de
los judíos y tres de los jueces se retiraron
apresuradamente en dirección al
Pretorio, dispuestos a negociar lo que consideraban un insulto
a su nacionalismo.
Yo no volvería a ver a Pilato en
aquel primer «gran viaje». Sin embargo -y adelantando
acontecimientos- puedo señalar que en
nuestra segunda «aventura», Civilis me relató aquel
nuevo encuentro con los
«despreciables sacerdotes», congratulándose de la actitud de Poncio.
Por una vez, el gobernador se mostró
inflexible, recordando a los hebreos que dicha acusación
había formado parte de las
inculpaciones que habían motivado la condena. Al parecer, cuando
los saduceos se convencieron de la
dura e intransigente postura del romano, le sugirieron que,
al menos, modificase el texto,
cambiándolo por otro que dijese: «Ha dicho: soy el Rey de los
Caballo de Troya
J. J. Benítez
281
Judíos. » La respuesta de Poncio fue
idéntica a las anteriores: « Lo que he escrito, escrito está
por mí.» Y la representación del
Sanedrín no tuvo más remedio que retirarse, no sin antes
amenazar al gobernador con un sinfín
de maldiciones y castigos divinos...
Una vez cancelado el incidente, el
centurión dio orden de proseguir. Desenvainó su espada y
sin titubeo alguno se abrió paso
entre la turba. Aquellos cientos de fanáticos, en su mayoría
desocupados, gente comprada por el
Sanedrín o, simplemente, morbosos sedientos de sangre,
se echaron atrás al momento, abriendo
un pasillo por el que desfiló el pelotón con los
condenados. Por más que miré no pude
descubrir a uno solo de los amigos o discípulos de
Jesús. En cuanto a la muchedumbre que
había gritado la liberación de Barrabás y la crucifixión
del Galileo, ¿dónde estaba? Aquellos
hebreos constituían una mínima parte de los dos mil o tres
mil que podían haberse congregado
minutos antes frente a las escalinatas de la residencia del
procurador. Este súbito desinterés
por cl final del «odiado rey de los judíos» confirmó mi
hipótesis. La inmensa mayoría de los
judíos que subió esa mañana hasta el Pretorio sólo llevaba
una intención: solicitar la
tradicional liberación de un preso. En el fondo les daba igual en quién
recaía la gracia. Si los jueces
hubiesen clamado por la libertad de Jesús, el gentío,
probablemente, hubiera coreado el
nombre del Nazareno. Una vez satisfecha su curiosidad, los
miles de peregrinos y vecinos de
Jerusalén se retiraron, olvidándose prácticamente del
condenado.
Pero el tropiezo con aquellos
doscientos cobardes sí influyó en algo. Longino, hombre de
gran experiencia, pensó sin duda que
la conducción de los «zelotas» y del «rey» a través de las
calles de la ciudad alta de Jerusalén
podía revestir complicaciones para sus hombres y para él y
con buen criterio varió el camino que
tradicionalmente venían siguiendo este tipo de
procesiones. En general, los futuros
ajusticiados eran paseados por las intrincadas callejuelas
de la ciudad, tratando así de
ejemplarizar a las masas. En esta ocasión, insisto, el centurión se
decidió por un camino mucho más
corto. Siento defraudar a cuantos han creído y creen en una
« vía dolorosa» a través de las
estrechas calles del barrio alto. Nada de eso. El centurión y los
soldados se desviaron hacia el norte,
entrando en el polvoriento camino que conducía a Cesarea
y que discurría casi paralelamente al
valle del Tyropeón. (Hoy, esa misma vía atraviesa -algo
más al norte- la Puerta de Damasco,
en la muralla septentrional.)
Los primeros sorprendidos por este
cambio en el itinerario fueron los hebreos que habían
arrojado las piedras contra la
escolta romana. Al poco, encabezados por los saduceos,
comenzaron a seguir a Longino y a los
legionarios. Supongo que aquella extraña variación en la
ruta tradicional de los reos movió
aun mas su curiosidad.
Según mis cálculos, Jesús llevaba
caminados unos 100 metros desde el patio de la Torre
Antonia cuando el centurión, de
improviso, salió de la calzada, echándose a la izquierda e
iniciando el descenso por la
mencionada quebrada del Tyropeón, en dirección a una de las
esquinas de la muralla norte de la
ciudad. El viento levantaba en aquella zona exterior de
Jerusalén grandes masas de polvo y
tierra, dificultando el ya penoso caminar del Maestro y de
los «bandidos». Estos habían vuelto a
ser azotados, aunque aquella pendiente y lo irregular del
terreno restaban precisión a los
golpes de los verdugos.
Fue precisamente al bajar por aquella
corta ladera, sembrada de cardos y abrojos espinosos,
cuando el renqueante y humillado
cuerpo del Nazareno perdió nuevamente el equilibrio,
cayendo en tierra entre una nube de
polvo. Esta vez, Jesús logró adelantar sus rodillas, que
fueron a estrellarse entre las
piedras.
La tercera caída del prisionero
obligó a detener la comitiva. Dos de los verdugos
retrocedieron y, a latigazos,
intentaron que el Maestro se incorporase. Con la boca abierta,
resoplando y en mitad de una nueva elevación
del ritmo cardíaco, el gigante -que había
quedado de rodillas- logró al fin
elevar la pierna derecha. Pero la izquierda, destrozada por el
flagrum, no respondió. El Hijo del Hombre apretó los dientes con
todas sus fuerzas. Los
músculos del cuello volvieron a
tensarse, produciéndose una peligrosa contractura del
esternocleidomastoideo. Sus ojos
cerrados reflejaban un firme deseo de vencer el peso del
madero, pero el agotamiento, la sed y
el cada vez más preocupante descenso de la volemia (en
aquellos momentos era muy posible que
el rabí hubiera perdido unos dos litros de sangre),
pudieron más que su voluntad y, a
pesar de los latigazos, el cuerpo del reo, lejos de
recuperarse, fue inclinándose más y
más, hasta que la barbilla tocó la rodilla derecha. En ese
crítico instante, la voz del
centurión detuvo a los legionarios. Y el propio Longino, ayudado por
otros dos soldados, se encargó de
empujar el patibulum, aliviando así la recuperación del
Caballo de Troya
J. J. Benítez
282
prisionero. Una vez en pie, la
comitiva continuó el descenso hasta llegar al fondo de la vaguada.
A partir de allí, y hasta el Gólgota,
el camino fue mucho más dramático. Según mis cálculos, la
depresión del Tyropeón se hallaba en
la cota 745. Habíamos descendido cinco metros (la cota
de la fortaleza Antonia y de la pista
de Cesarea era de 750 metros) y el Calvario se encontraba
a 755 metros de altitud sobre el
nivel del mar. Eso significaba, a partir de esos instantes, un
camino en continua pendiente...
Pero, ante mi sorpresa, el Nazareno
logró descender por el repecho con menos dificultades
de lo que imaginaba. Tambaleándose y
respirando por la boca, consiguió cubrir otro centenar
de metros. Aquello sumaba alrededor
de 250 desde nuestra salida de Antonia.
Sin embargo, yo mismo me estaba
engañando. La triste realidad no tardó en imponerse. De
pronto se detuvo. El leño osciló
nerviosamente a uno y otro lado y Jesús cayó sobre sus
rodillas, presa de convulsiones más
intensas. Esta vez, afortunadamente para él, la comitiva
apenas si se detuvo unos segundos. El
rabí prosiguió el avance, arrastrando las rodillas sobre la
áspera pendiente.
No pude evitar un sentimiento de
admiración. Aquel hombre, en el declive de su vida, era
capaz de continuar -del modo que
fuera- hacia su propio fin...
Longino había elegido el perímetro
exterior de la muralla norte, evitando así las
multitudinarias calles de Jerusalén
y, al mismo tiempo, acortando el camino.
A pesar de ello, el agotamiento
físico, y estimo que mental, de Jesús estaba rozando
nuevamente el estado de shock. Las
puntas de sus dedos habían empezado a teñirse con una
tonalidad violácea, señal inequívoca
de una pésima circulación en sus extremidades superiores,
fruto del agarrotamiento prolongado.
Aunque fue imposible verificarlo en aquellos angustiosos
momentos, era más que seguro que sus
brazos y hombros hubieran iniciado una tetanización,
sumando con ello un nuevo y punzante
dolor, consecuencia de la progresiva cristalización de los
microscópicos cristales de ácido láctico
de sus músculos. (Este proceso de tetanización sería
uno de los más arduos suplicios a que
debería enfrentarse el Maestro durante los primeros
minutos de la crucifixión.)
Con la cabeza y el tronco
flexionados, el Galileo fue ganando cada palmo de terreno,
envuelto en oleadas de arena y
levantando en cada arrastre de sus rodillas pequeñas columnas
de polvo. La sangre que empapaba su
túnica fue cargándose de tierra, así como sus cabellos,
barba y rostro.
La respiración fue haciéndose más y
más rápida y, cuando había
ganado otros cincuenta escasos
metros, un sudor frío bañó las sienes y cuello. Jesús
avanzaba ya con movimientos muy
bruscos, casi a sacudidas, con una típica marcha
«espástica», consecuencia de la
rigidez muscular.
De pronto le vi levantar el rostro
por dos veces, procurando inhalar un máximo de aire. Y sin
que nadie pudiera evitarlo se
desplomó, estrellándose contra el terreno.
Los soldados no lo dudaron. Y antes
de que el centurión tuviera tiempo de intervenir la
emprendieron a patadas con el inerme
cuerpo del Nazareno. Los catorce clavos en forma de
«5» de las suelas fueron abriendo
nuevas heridas en las piernas y, supongo, en casi todas las
áreas donde descargaron los
puntapiés: riñones, costillas y espalda. El pie izquierdo había
quedado orientado hacia la derecha y
uno de los furiosos verdugos lo pisoteó por dos veces. En
el segundo impacto, la uña del dedo
grueso saltó limpiamente.
Allí, cuando faltaban escasos metros
para coronar la pendiente, las fuerzas habían
abandonado definitivamente al reo.
La llegada de Longino zanjó aquella
estéril paliza. Y digo estéril porque el Maestro había
perdido el conocimiento.
El oficial, que estaba enterado de la
dura intervención de los legionarios en la flagelación,
reprochó a los soldados aquel absurdo
comportamiento. Se agachó y colocando sus dedos en la
arteria carótida comprobó el pulso.
-Aún vive -exclamó aliviado.
Los cuatro guardianes que le habían
sido adjudicados procedieron a levantar el patibulum.
Pero Jesús quedó materialmente
colgado del leño, con la cabeza hundida sobre el pecho.
Uno de los soldados sugirió al
centurión que soltaran el tronco. Longino dirigió su mirada
hacia el polvoriento horizonte y al
comprobar que nos hallábamos muy cerca de la puerta de
Efraím, rechazó la idea, ordenando
que transportaran al reo y al patibulum hasta
el pie mismo
de la muralla. Así se hizo. Sin
pararse en contemplaciones de ningún tipo, el pelotón reanudó la
Caballo de Troya
J. J. Benítez
283
marcha. remontando el repecho en dirección
a la citada entrada noroeste de la ciudad. Dos de
los verdugos depositaron los extremos
del madero en sus respectivos hombros, cargando así
con el cuerpo desmayado del
prisionero. Los pies de Jesús, durante estos nuevos 80 o 100
metros, fueron arrastrando sin piedad
por entre la maleza y las pequeñas formaciones rocosas,
ulcerando aún más los tejidos.
Una vez junto a la muralla, al pie
mismo de la referida puerta y del sendero que partía desde
aquel ángulo hacia Jaffa, los
soldados sentaron al Maestro, recostándolo sobre los bloques del
alto muro. Mientras dos de ellos
sostenían el tronco, otro soltó la maroma, desatando a Jesús.
Sus brazos, exánimes, cayeron sobre
sus costados. Y otro tanto ocurrió con su cabeza, que
quedó inclinada sobre el tórax.
Los verdugos que habían venido
azotando a los «zelotas» aprovecharon aquel descanso para
sentarse al filo del camino, mientras
los guerrilleros, exhaustos, se derrumbaban igualmente.
El tropel de curiosos no tardó en
asomar por el repecho. Pero, al ver que el pelotón se había
detenido, se mantuvo a una prudencial
distancia, pendiente de todos y cada uno de los
movimientos de los romanos.
El tránsito de caminantes por aquella
calzada era intenso. Nos encontrábamos muy cerca de
la tradicional celebración de la cena
pascual y los peregrinos apresuraban el paso, arreando las
caballerías y los rebaños de
corderos. Mucho de ellos se detenían bajo el arco de la puerta de
Efraím, sorprendidos por el
espectáculo de aquellos hombres ensangrentados, medio desnudos
y hundidos bajo el peso de los
troncos. Pero la tormenta de polvo y arena seguía arreciando y
la mayor parte, tras echar un
vistazo, se retiraban de inmediato. Supongo que muy pocos
llegaron a reconocer al Nazareno.
El centurión y su lugarteniente
volvieron a examinar a Jesús. Ambos se mostraban
seriamente preocupados. No deseaban
que el reo perdiera la vida en el traslado. Aquello les
hubiera complicado las cosas. A
petición de Longino, el legionario que había cargado el saco de
cuero extrajo de éste un cántaro de
barro envuelto en una redecilla trenzada a base de cuerdas
y, protegiéndolo del polvo con su
propio cuerpo, llenó una cazoleta de metal, de un remoto
color verdoso, con un líquido
incoloro. El centurión aproximó el recipiente a los labios de Jesús
que, al contacto con lo que en un
principio identifiqué con agua, reaccionó favorablemente. Al
fijarme aprecié cómo los labios se
hallaban agrietados, con las típicas manchas amarillentas en
sus bordes, propias de la deshidratación.
Lentamente, el Galileo fue apurando el brebaje. Al
terminar, su boca quedó entreabierta,
con el cuerpo estremecido por la fiebre y la consiguiente
sensación de frío. Entonces, al
reparar en su boca, comprobé con espanto que la hermosa
dentadura del rabí aparecía rota. Me
situé en cuclillas, al lado de Longino y tocando con mis
dedos el labio inferior descubrí la
dentadura. Uno de los incisivos inferiores había desaparecido
y el segundo presentaba sólo una
parte de la corona. Aquellas pérdidas sólo podían haber
ocurrido en alguna de las cuatro
caídas. En mi opinión, en la primera o en la cuarta y última.
Al notar la suave presión de unos
dedos, bajando su labio inferior, Jesús abrió como pudo
sus ojos. El izquierdo se hallaba
prácticamente cerrado por los hematomas y la rotura de la
ceja. Mi mirada debió ser tan intensa
y compasiva que adiviné una chispa de agradecimiento en
aquella pupila. La «hipotonía» o
blandura del globo ocular era tan evidente que me reafirmé en
la gravísima deshidratación que padecía.
La temperatura del labio era muy alta
y, sin poder remediarlo, comenté con el oficial el
delicado estado del reo. Longino se
incorporó y con un gesto de preocupación se dirigió al
camino, observando a los transeúntes.
Al principio me extrañó aquella reacción del capitán de
la escolta. Después comprendí por qué
se había alejado del pelotón.
Mientras observaba cómo el Galileo
iba recobrando el aliento, un grupo de veinte o treinta
mujeres apareció bajo el arco de
Efraím. Indudablemente venían al encuentro del Maestro
porque, al descubrirlo al pie de la
muralla, se detuvieron. Avanzaron tímidamente y, cuando se
hallaban a tres metros, uno de los
legionarios les cortó el paso con su lanza.
Me puse en pie y busqué con ansiedad
a la madre del Maestro, pero pronto caí en la cuenta
que aquel intento de identificación
era ridículo. Yo no conocía a María. Las mujeres rompieron a
llorar. Fueron unas lágrimas amargas
y silenciosas.
El Galileo giró entonces su cabeza y
al contemplar al grupo de judías inspiró profundamente.
Después, ante la sorpresa general,
exclamó con una voz ronca.
-¡Hijas de Jerusalén...! No lloréis
por mí. Llorad más bien por vosotras mismas y los
vuestros...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
284
El viento golpeaba los mantos de las
hebreas, que no cesaban de sollozar. Y Jesús, tras una
breve pausa, añadió:
-Mi misión está casi cumplida. Muy
pronto me iré con mi Padre... pero la época de terribles
males para Jerusalén no ha hecho más
que empezar...
Los escalofríos arreciaron y,
haciendo un último esfuerzo, concluyó:
-Veréis llegar días en los que
digáis: «Benditas las estériles y aquellas cuyos senos no
amamantaron a sus pequeños...» En
esos días pediréis a las rocas que caigan sobre vosotras
para libraros del terror de vuestras
tribulaciones.
Aquellas mujeres habían sido
valientes. Mucho más que los discípulos y amigos del Maestro.
A excepción de Juan Zebedeo, de José
de Arimatea y del joven Marcos -a quien encontraría
pocos minutos después-, el resto no
había tenido el coraje suficiente para seguir a su Maestro,
ni siquiera de lejos. El Nazareno, en
mitad de su turbación, tuvo que darse cuenta y quizá por
ello dirigió aquellas palabras al
puñado de seguidoras.
El soldado, sujetando el pilum con ambas manos, obligó a retroceder a las judías. Pero
una
de ellas, en lugar de obedecer, se
adelantó hasta el infante, mostrándole una moneda. Después
susurró algo al oído del verdugo.
Este aceptó el dinero y tras comprobar lo que encerraba la
mujer en su otra mano la dejó pasar.
La hebrea, a quien yo había visto en las faenas
domésticas del campamento de
Getsemaní, corrió hacia el rabí y, clavando sus rodillas en el
suelo, extendió su mano izquierda,
depositando algo en los labios del Nazareno. ¡Eran pasas!
¡Pasas de Corinto! Uno de los frutos
preferidos de Jesús...
La buena mujer logró introducir hasta
tres pasas en la boca del Maestro. No hubo tiempo
para más. El mismo legionario que le
había dejado pasar, una vez apartado el grupo, volvió
sobre sus pasos, forzando a la hebrea
a abandonar el lugar.
Conmovido por aquel postrer gesto de
amor hacia el Hijo del Hombre no vi llegar a Longino.
Junto a él se hallaba un hombre
corpulento, de unos 50 años y de piel blanca, aunque
ligeramente cetrina. Se tocaba con un
turbante y sus ropajes se diferenciaban del común de los
hebreos por unos pantalones de color
verdoso brillante, muy holgados y recogidos en la mitad
de la pierna.
Por lo que pude apreciar hablaba sólo
griego y con evidentes dificultades. A una orden del
centurión cargó el patibulum de Jesús y los legionarios se incorporaron, reanudando sus
latigazos sobre las espaldas de los
«zelotas». El optio volvió a la cabeza del pelotón mientras
Longino señalaba a dos de sus hombres
que se ocuparan del tercer prisionero. Los infantes
colgaron sus escudos en bandolera y
auparon al Galileo, sujetándole por las axilas.
La comitiva se dividió entonces en
dos partes. En primer lugar, los rebeldes, con Arsenius
abriendo el cortejo. Detrás, a cosa
de cinco o diez metros, otros cuatro verdugos; dos de ellos,
sosteniendo al rabí. E
inmediatamente, cerrando el pelotón, el llamado Simón, natural de
Cirene, un país situado entonces en
el norte de África, entre Egipto y Tripolitania.
Durante el tiempo en que el Cristo
permaneció colgado de la cruz, tuve ocasión de
intercambiar algunas palabras con
aquel cireneo, elegido por el centurión por su fuerza física.
Según me relató, Longino se fijó en
él cuando, en compañía de otros amigos y peregrinos como
él desde Cirene, se dirigía por la
ruta de Jaffa, desde el campamento que les servía de
provisional refugio, hacia el Templo.
Como judío tenía intención de asistir a los oficios rituales
de aquel viernes. Pero sus propósitos
se vieron arruinados por la inesperada llamada del oficial
romano.
No venía, por tanto, de ninguna
heredad, como han explicado numerosos comentaristas
bíblicos. Aquel Simón, como otros
muchos peregrinos, había acudido a la fiesta de la Pascua y,
al no disponer de un mejor albergue,
había montado su tienda muy cerca de las murallas. De
ahí el error de Marcos (15,21),
cuando afirma que «volvía del campo».
Por supuesto, en aquel tiempo, Simón
de Cirene no conocía prácticamente a Jesús. Algo
había oído, sí, sobre sus prodigios y
curaciones, pero, al menos en aquellos históricos
momentos, la tragedia del Hijo del
Hombre no le afectó lo más mínimo. Cumplió con lo que le
habían ordenado, permaneciendo
después durante algún tiempo cerca de las cruces por pura
curiosidad.
Años más tarde, sin embargo, tanto él
como sus hijos Alejandro y Rufus se convertirían en
eficaces propagadores del evangelio
en el norte de África.
Envueltos en la silbante tempestad de
arena, los soldados cruzaron el camino, dispuestos a
salvar los últimos metros que nos
separaban del lugar de ejecución.
Caballo de Troya
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Los hombres que ayudaban al Nazareno
habían pasado los brazos de éste por encima de sus
respectivos hombros, sujetando al reo
por la cintura y por ambas muñecas.
Y así, inválido, arqueando la pierna
derecha con dificultades y con la izquierda inutilizada,
aquel despojo humano fue socorrido y
trasladado hasta el pie del Gólgota. De acuerdo con mi
cómputo, la «vía dolorosa» -nunca
mejor empleado el calificativo- había supuesto un total de
480 metros, aproximadamente.
Eran las 12.30 horas del viernes, 7
de abril.
Medio cegado por las partículas de
polvo y tierra, a punto estuve de tropezar con las rocas
calcáreas que se derramaban en aquel
paraje, al noroeste de la ciudad. Sin saberlo me
encontraba ya al pie del «Rás» o
«Cabeza», también conocido por Calvario y Gólgota1.
Aunque la visibilidad era aún
aceptable, los remolinos de arena dificultaron mi primera
exploración de aquel lugar. Sólo
después del fallecimiento del Nazareno -una vez calmada la
tormenta y «libre» el sol del
singular fenómeno que se registraría pasadas las 13.30 horas-
pude analizar con un cierto sosiego
el punto donde realmente me hallaba.
El centurión y sus hombres conocían
bien aquel cerro rocoso porque de eso se trataba en
realidad- y se apresuraron a alcanzar
la cima. El primero y más grande de los peñascos (puesto
que la formación abarcaba dos moles
prácticamente contiguas) tenía una altura máxima de seis
o siete metros, tomando como
referencia el nivel del sendero que lamía casi las bases de
ambos promontorios.
Al ir ascendiendo por las erosionadas
costras de carbonato de cal, lo primero que me llamó la
atención fue la escasísima vegetación
existente en el lugar y lo redondeado del cerro en
cuestión. Era muy probable que
aquella desnudez de la roca -observada desde una cierta
distancia- hiciera volar la
imaginación de los habitantes de Jerusalén, denominando a aquel
peñón con el referido nombre de
«cráneo»2.
El lugar, por supuesto, resultaba
ideal para este tipo de ejecuciones públicas. Se levantaba a
un centenar de metros de la
mencionada puerta occidental de Efraím y, como digo, al pie
mismo del transitado camino hacia
Jaffa. Si realmente se pretendía impresionar a los habitantes
y peregrinos de la ciudad santa,
aquél constituía un punto de notable interés.
En lo que concierne a las dimensiones
del Gólgota o «Cabeza» (y hago referencia a esta
denominación -«Râs»- porque se trata
de la última explicación ofrecida por el prestigioso
arqueólogo Vicent, en base a lo que
pudo escuchar de un viejo habitante del barrio del actual
Santo Sepulcro), el cabezo más
voluminoso, sobre el que iban a practicarse las crucifixiones,
estimo que sumaría entre 20 y 30
metros de diámetro en la base, con una corona o cima
redondeada de otros 12 a 15 metros,
aproximadamente. En cuanto al peñasco situado
inmediatamente y hacia el norte, sus
dimensiones eran sensiblemente menores.
1 El término Gulgultha es
la forma aramea del hebreo Gulgoleth, que
quiere decir «cráneo». Por eliminación de una
de las «1» aparece la expresión
griega Gólgotha y la siríaca. Gugultha. La
versión latina se lee Calvarium. De
ahí la
denominación final de Calvario. (N. del m.)
2 De las diversas interpretaciones que yo había estudiado
durante mi entrenamiento para la misión Caballo de Troya
sobre este lugar, sólo la que
asociaba la forma del peñasco con la palabra «cráneo» me pareció la más
verosímil. Y no
estaba equivocado. Para algunos,
entre los que se encontraba San Jerónimo, el Gólgota tomaba aquel nombre por
ser
éste el lugar donde se ajusticiaba y
sepultaba a los criminales. Craso error, ya que los judíos tenían por costumbre
enterrar a los ejecutados en una fusa
común o, incluso, arrojarlos a las barrancas de la Gehenne o Hinnom, al sur de
Jerusalén, donde eran devorados por
los perros, ratas y otros animales. Una segunda teoría -más peregrina que la
anterior- alude a una vieja leyenda,
según la cual, aquel promontorio fue denominado así porque en una caverna
inferior se hallaba el cráneo de
Adán. Así lo creyeron, por ejemplo, personajes tan relevantes como Orígenes,
san
Atanasio, san Ambrosio, santa Paula,
etc. En este sentido, una vidente llamada Ana Emmerich llegó a escribir lo
siguiente en su obra La dolorosa Pasión de Nuestro
Señor Jesucristo: «En cuanto al
origen del nombre calvario, he aquí
lo que sé. La montaña que tiene ese
nombre, se me apareció en tiempo del profeta Eliseo. Entonces no estaba como en
el tiempo de Jesús; era una altura
con muchas murallas y grutas que parecían sepulcros. Vi al profeta Eliseo bajar
a
esas grutas (no sé silo hizo
realmente o si era simplemente una visión). Lo vi sacar un cráneo de un
sepulcro de piedra,
donde reposaban huesos. Uno que
estaba a su lado, y o creo que era un ángel, le dijo: "Es el cráneo de
Adam". El
profeta quiso llevárselo, mas el que
estaba con él, no se lo permitió. Vi sobre el cráneo algunos pelos rubios
esparcidos.
Supe también que el profeta, habiendo
contado lo que le había sucedido, el sitio recibió el nombre de
"Calvario". En fin,
yo vi que la cruz de Jesús estaba
puesta verticalmente sobre el cráneo de Adam.» Con todos mis respetos para la
citada vidente, sus «informaciones»
no concuerdan con los estudios arqueológicos ni con la propia naturaleza de la
humilde roca. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
286
Aquél, en definitiva, iba a ser el
escenario de toda una serie de trágicos y desconcertantes
sucesos.
¿Cómo describir aquel lugar y aquel
momento? ¿Cómo transmitir la inmensa soledad de
Jesús de Nazaret al pisar la calva
pedregosa del Gólgota?
Hoy, al enfrentarme a esta parte de
mi diario, be estado a punto de abandonar. A mí
también me fallan las fuerzas,
estremecido por los recuerdos. Y si he vuelto al relato de este
primer «gran viaje» ha sido por
respeto a la promesa hecha a mi hermano Eliseo... Espero que
aquellos que lleguen a leer este
testimonio sepan perdonar la pobreza de mi lenguaje.
La ascensión hasta la redondeada
plataforma que coronaba el peñasco -que creo haber
anotado ya como de unos 12 a 15
metros de diámetro- fue muy breve. Los soldados tomaron
una especie de canal situado en el
lado este y que, en realidad, no era otra cosa que una
hendedura natural, consecuencia de
algún remoto agrietamiento de la enorme masa pétrea.
Fueron suficientes veinte pasos para
tomar posesión de la zona superior, a la que me resisto a
dar el calificativo de cima.
Al pisar aquel lugar, mi espíritu se
encogió. Las ráfagas de viento, más que silbar, ululaban
entre media docena de altos postes,
firmemente hundidos en las fisuras de la roca. ¡Eran los
stipes, palus o staticulum, como
se designaba a los maderos verticales de las cruces!
¿Fue miedo lo que experimenté al ver
aquellos rugosos troncos? Ahora, en la distancia,
supongo que tuvo que ser una mezcla
de terror y decepción. Terror por su negro y puntiagudo
perfil y decepción porque,
influenciado quizá por las incontables tradiciones e imágenes sobre la
Cruz bíblica por excelencia, en mi
mente se había fraguado una estampa muy distinta a la que
tenía ante mis ojos. Aquello no tenía
nada que ver con las majestuosas, pulidas y hasta
esmeradas cruces que han sido y son
representadas por las iglesias o por casi todos los
maestros universales de la pintura y
de la imaginería.
Frente a mí, en el centro casi del
lomo convexo del Gólgota, sólo había seis «árboles»
mutilados, desnudos, mostrando aquí y
allá las «cicatrices» circulares y blanquecinas donde
antaño habían florecido otras tantas
ramas. Aún conservaban la cenicienta y áspera corteza
propia de las coníferas, con algunos
reguerillos resinosos, solidificados entre los vericuetos de
sus superficies.
Casi todos presentaban en su parte
baja un sinfín de muescas, que permitían ver la sólida
cara de la madera. Pero, en aquellos
instantes no supe adivinar a qué se debían.
En sus extremos, los stipes -cuyas alturas oscilaban entre los tres y cuatro metros-
aparecían afilados muy toscamente.
Como si los responsables del patíbulo hubieran pretendido
«sacarles punta» a base de
machetazos... Eran las únicas zonas claras de aquellos siniestros
fantasmas, alineados en dos filas
casi paralelas. En las puntas, los seis árboles presentaban
sendas hendeduras, a la manera de
horquillas. La separación entre poste y poste -en la primera
hilera- no llegaba a los tres metros.
En cuanto a los otros palos, habían sido clavados cuatro o
cinco metros más atrás y uno de
ellos, el situado hacia el Oeste, se hallaba inclinado. Sin duda,
las cuñas de madera que servían para
estaquillar el árbol habían cedido.
Dos de ellos -y esto me extraño
también- habían sido perforados, como a un metro del
suelo, por sendas barras de hierro,
que quedaban al descubierto por uno y otro lado de los
cilíndricos postes.
Los «sediles» en cuestión (fue la
única identificación que me vino a la memoria) habían sido
dispuestos en el madero central de la
primera hilera y en el que se levantaba a la izquierda de
éste; es decir, en el que ocupaba el
extremo este de la citada primera fila de stipes. Yo no
podía saberlo entonces, pero la
presencia de aquel último «sedile»1, resultaría de cierta
trascendencia en lo que podría
calificar de «diálogo» entre el Galileo y uno de los «zelotas».
Durante unos minutos que me
parecieron interminables, tanto los «bandidos» como Jesús
permanecieron con la vista fija en
aquellos troncos. El silencio, quebrado por la tempestad, fue
dramáticamente significativo.
1 El «sedile» venía a ser una pieza de madera o de metal
-generalmente de hierro- que se colocaba en ocasiones en
las zonas bajas de la stipe. Era usado cuando se deseaba prolongar la agonía del
crucificado. En esta pieza, que
adoptaba formas diversas -desde una
simple barra hasta un taco de madera, pasando por una estructura similar a un
cuerno-, el reo podía apoyar los pies
y, en consecuencia, el peso de su cuerpo. Tertuliano lo cita en una ocasión,
llamándolo sedilis excelsus o asiento elevado. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
287
Pero aquella tensa situación duraría
poco. Siete de los soldados tomaron posiciones,
rodeando los tres primeros árboles,
mientras el que había cargado con el saco de cuero se
apresuraba a revolver en su interior,
rescatando una serie de herramientas. La sangre se me
heló en las venas al ver un manojo de
clavos (creo recordar que conté 15), dos martillos
provistos de grandes cabezas
cuadrangulares de madera, unas tenazas de mugrientos mangos
de cuero, una cadena de un metro de
longitud y un machete de cortas dimensiones y ancha
hoja.
Los terroristas, hipnotizados al pie
de los stipes, salieron pronto de su mutismo. Dos
miembros de la patrulla habían
empezado a soltar la maroma que amarraba al patibulum al
más viejo de los «zelotas». Aquella
fue la chispa que encendió uno de sus últimos ataques de
histerismo y desesperación. Al intuir
que él había sido elegido como primera víctima, comenzó a
aullar, sacudiendo el madero con sus
brazos y propinando patadas a los legionarios. Longino,
que parecía esperar aquella reacción,
ordenó algo a un tercer soldado. Este se situó por detrás
del reo y agarrándole por el pelo dio
un fuerte tirón, inmovilizándole. Sin perder un segundo, el
centurión se hizo con una de las
lanzas y tras apuntar con la base del fuste a la cabeza del
prisionero, le propinó un golpe seco
que le hizo perder la conciencia.
Una vez liberado de las ataduras, y
mientras era sostenido por los dos infantes, el que le
había inmovilizado terminó de
desgarrarle la maltrecha túnica, respetando, sin embargo, el
taparrabo. Con una precisión y
soltura que me dejó perplejo, aquellos romanos tumbaron boca
arriba al inconsciente guerrillero,
extendiendo (la expresión más exacta sería tensando) sus
brazos sobre el madero. Al tratarse
de un patibulum perfectamente cilíndrico, cada uno de los
legionarios encargados de tirar de
los brazos se arrodilló frente a ambos extremos del leño,
sujetándolo con sus rodillas y
muslos. De esta forma se lograba una aceptable estabilidad
durante el proceso de enclavamiento.
Cuando los verdugos consideraron que
el patibulum se hallaba perfectamente retenido,
hicieron una señal con la cabeza y el
soldado responsable de la impedimenta acudió hasta la
cabecera, arrodillándose también
sobre la blanca roca. Sus musculosas rodillas hicieron presa
en la cabeza del reo, aplastando
prácticamente sus oídos. Simultáneamente, aunque aquella
última medida de seguridad no parecía
necesaria en el caso del inerme «bandido», un cuarto
legionario unió los tobillos,
rodeándolos con la cadena.
El soldado que se había apostado por
detrás del reo, controlando su cabeza, extrajo uno de
los dos largos clavos que había
dispuesto en el interior de su cinturón. A su derecha, sobre la
costra del Gólgota, descansaba uno de
los voluminosos mazos.
El Maestro, que al verse desasistido
había caído de rodillas sobre el Calvario, continuaba en
la misma postura, dentro del círculo
que formaba el pelotón y de frente a los stipes. Sin
embargo, no creo que llegase a
contemplar aquella escena. Su cabeza y su vista estaban
dirigidas hacia tierra y así continuó
hasta que fue reclamado por los hombres de Longino.
Con una minuciosidad propia de un
profesional de dilatada experiencia en aquel funesto
menester, el ejecutor romano tomó el
clavo en su mano derecha y fue palpando con la afilada
punta los diversos huesecillos del
carpo o muñeca izquierda por su cara palmar. Noté cómo
localizaba las arterias radial y
cubital, presionando suavemente la vena que lleva este último
nombre. Después, una vez seguro, hizo
un pequeño rasguño en la piel. Cambió el clavo de
mano y lo situó verticalmente sobre
el punto elegido. Acto seguido agarró el martillo y levantó
la vista, esperando que el oficial le
autorizase a golpear. Longino asintió con una leve
inclinación de cabeza y el legionario
aproximó la maza hasta tocar suavemente la base de
cobre. Izó a continuación el martillo
por encima de su oreja derecha, lanzándolo con fuerza
sobre el clavo.
La sección cuadrada -de unos ocho
milímetros- penetró limpiamente, atravesando la muñeca
y abriendo también la madera del patibulum. El clavo -de unos 20 o 25 centímetros de
longitud-, se había inclinado
ligeramente, al enterrarse en el carpo. Su cabeza aparecía ahora
en dirección a los dedos. En aquel
momento, con el corazón bombeando aceleradamente, no
reparé en un detalle que decía mucho
en favor de la pericia del verdugo...
Con una segunda descarga -mucho menos
violenta que la primera-, el clavo entró un poco
más. La base del mismo había quedado
a unos 10 centímetros de la piel. La sangre tardó dos o
tres segundos en brotar.
El guerrillero, que seguía
inconsciente, no reaccionó. Y el verdugo se dio prisa en repetir la
operación sobre la muñeca derecha. En
esta ocasión no miró siquiera al centurión. Con otros
Caballo de Troya
J. J. Benítez
288
dos martillazos fue suficiente para
fijar al reo al madero. Curiosamente, la base del clavo volvió
a situarse oblicuamente. Entonces caí
en la cuenta de cómo ambos pulgares se habían doblado
bruscamente hacia el centro de la
palma de las manos. Los restantes dedos, en cambio, apenas
si habían quedado flexionados. (Al
dirigir los ultrasonidos sobre las muñecas del Maestro se
pudo formular una hipótesis
confirmada por estudios anatómicos posteriores- sobre la causa de
este fenómeno.)
Al perforar las muñecas del «zelota»,
dos borbotones de sangre emergieron lentamente,
rodando por la corteza del leño y
formando sendos charcos sobre la roca. Aunque las
hemorragias no fueron preocupantes,
la visión de la sangre y el enclavamiento de su
compañero provocaron el estallido del
mermado sistema nervioso del joven terrorista. Con el
rostro suplicante logró arrastrarse
de rodillas hasta Longino. Una vez a sus pies hundió la
cabeza en el suelo, pidiendo a gritos
que tuviera compasión de él. Durante décimas de
segundo, los ojos del centurión se
empañaron con una sombra de piedad. Alzó las manos en
señal de impotencia y, procurando que
el reo no se percibiera de ello, pidió su pilum al
legionario más cercano. Longino no
podía evitar la crucifixión del muchacho, pero sí que
sufriera las dolorosas acometidas de los
clavos en sus muñecas. Y levantando la lanza con
ambas manos se dispuso a aporrear el
cráneo del aterrorizado prisionero.
-iAlto...! ¿Qué buscáis aquí?
Los gritos de uno de los centinelas
segó los propósitos del oficial. Al volverse vio a un grupo
de seis o siete mujeres que ascendía
con paso decidido por la grieta del montículo. Longino se
olvidó del reo, adelantándose hacia
las hebreas. Las mujeres intercambiaron algunas frases con
el centurión, mostrándole una pequeña
cántara de barro rojo.
El jefe de la patrulla tranquilizó a
sus hombres, permitiendo que las judías llegaran a lo alto
del Calvario. Una vez arriba, la que
cargaba la vasija se dirigió hacia el guerrillero que acababa
de ser atravesado. Le siguió una
segunda mujer y el resto permaneció en silencio en el filo del
patíbulo, protegiéndose de las
aceradas rachas del viento con sus amplios mantos negros y
verdes.
Al darse cuenta que aquel hombre
yacía inconsciente, las decididas mujeres se volvieron
hacia Longino. El centurión,
adelantándose a sus pensamientos, les señaló al segundo reo, que
continuaba bajo el peso del patibulum, desangrándose y llorando desesperadamente.
Pero antes de que las hijas de
Jerusalén abrieran la cántara y cumplieran con el viejo
consejo del libro de los Proverbios -«dad
bebidas fuertes al que va a perecer y vino al alma
amargada»-, el oficial indicó a los
legionarios que concluyeran el levantamiento del primer
«bandido». La escalera fue apoyada
contra una de las stipes
de la primera hilera (la situada al
Oeste), mientras otros dos infantes
levantaban, no sin dificultades, el leño al que había sido
clavado el condenado. Sin pérdida de
tiempo, el verdugo responsable de las perforaciones
amarró una maroma alrededor del
tórax, practicando a continuación dos rápidos nudos en cada
uno de los extremos del patibulum. Por último, haciendo gala de una gran destreza, remató el
amarre con una lazada central.
Un cuarto soldado se situó en lo alto
de la escalera y los que sostenían al guerrillero lo
transportaron hasta el pie del madero
vertical. El autor del anclaje tendió la soga al compañero
situado sobre la escalera y éste la
introdujo en la ranura superior del árbol. Inmediatamente, el
legionario comenzó a tirar de la
gruesa cuerda, ayudado desde tierra por el optio. A cada tirón,
la maroma, al contacto con la stipe, emitió un agudo chirrido que vino a confundirse con los
desgarradores alaridos del segundo
«zelota».
En cuestión de minuto y medio, el patibulum fue izado hasta lo más alto. El lugarteniente de
Longino tensó al máximo la cuerda y
antes de que el romano que se había encaramado a la
escalera soltase la maroma, los tres
infantes que vigilaban la ascensión del reo acudieron en
ayuda de Arsenius, sosteniendo en el
aire al preso y su patibulum.
Al deshacerse de la soga, el legionario
de la parte superior hizo presa en los dos ramales de
la lazada central, arrastrando el
orificio del tronco hacia la punta de la stipe. Una vez ensartado
el patibulum, el infante dio un grito y los cuatro romanos dejaron en
libertad el largo cabo. Con
un crujido, el leño se deslizó hacia
abajo hasta quedar encajado en el palo vertical.
El cuerpo del «bandido» cayó también
a peso, produciéndose un estiramiento máximo de sus
brazos, que quedaron formando un
ángulo de 65 grados con la stipe. Este
terrorífico frenazo
hizo que las heridas de las muñecas
se desbocaran, provocando también la distensión de los
ligamentos de las articulaciones de
los hombros y codos.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
289
El dolor tuvo que ser tan
insoportable que el infeliz reaccionó, recobrando el sentido. Sus
ojos querían salirse de las órbitas.
Pero lo forzado de la posición había bloqueado casi su
aparato respiratorio y la boca,
desencajada, no acertó a emitir sonido alguno. Sin embargo, los
soldados no parecían tener ya unas
excesivas prisas. Antes de descender de la escalera, el
legionario tomó el mazo y asestó
varios martillazos al patibulum, asegurándolo.
A continuación
recogió de manos del optio la tablilla en la que se leía el nombre de Gistas y
procedió a clavarla
sobre el tramo superior de la recién
formada cruz, a una cuarta por encima del madero
transversal.
Los doscientos curiosos que habían
seguido a la patrulla, y que ahora habían ido tomando
posiciones alrededor de la roca,
prorrumpieron en gritos y exclamaciones de protesta al ver
cómo el soldado terminaba de
clavetear el «inri» del «zelota». Efectivamente, Longino llevaba
razón. Si la comitiva se hubiera
aventurado por las calles de Jerusalén con los dos
«partisanos», quién sabe de lo que
hubiera sido capaz el populacho.
Poco a poco, el grupo inicial de
observadores judíos fue multiplicándose con otros peregrinos
que iban y venían por la ruta de
Jaffa. Muy cerca, en primera fila -como a 10 metros en línea
recta- distinguí a varios de los
saduceos. Y entre éstos, a Judas Iscariote, con la cabeza
cubierta con el manto. (Ignoro si por
miedo a las posibles represalias de los amigos y
seguidores del Maestro o para
protegerse, como otros muchos testigos, de los torbellinos
arenosos que barrían aquellos
extramuros de la ciudad.)
Sinceramente, al ver al traidor, mi
deseo fue bajar del Gólgota y unirme a él. Su extraño
suicidio era uno de los sucesos que
me hubiera gustado aclarar. Pero la misión especificaba con
claridad que no debería separarme de
Jesús en aquellos críticos momentos.
El encargado del enclavamiento
recibió al vuelo el martillo y, situándose frente al condenado,
hincó la rodilla derecha en tierra.
Extrajo otro clavo de su cinto e hizo una señal a sus
compañeros. Uno de ellos tomó el pie
derecho del reo, estirando la pierna y acoplando la planta
a la superficie de la stipe. Esta maniobra dejó a ras de piel uno de los huesos del
tarso -el
astrágalo-, que sirvió de referencia
al hábil verdugo. Situó el clavo sobre dicho hueso y de un
solo martillazo lo cosió a la madera.
El dolor ascendió por el cuerpo de Gistas, transformándose
al instante en un aullido. Y antes de
que otro de los romanos flexionase la pierna izquierda del
«zelota», aplastando la planta del
pie contra el palo vertical, un chorro de sangre asomó por
debajo del pie recién clavado,
precipitándose por el árbol hacia las cuñas que lo apuntalaban.
Al aullido siguieron una serie de
berreos entrecortados. El diafragma del «zelota» había
empezado a resentirse y su
respiración entró en una angustiosa decadencia. A los pocos
minutos, entre berrido y berrido, el
desesperado reo comenzó a jadear, multiplicando sus
cortas y dramáticas inspiraciones de
aire.
Aquellos gritos -mezcla de espanto,
dolor y rabia- sacaron de su aislamiento al joven
terrorista. Levantó penosamente la
cabeza y al ver a su compañero palideció, comenzando a
sudar.
Los legionarios terminaron el
enclavamiento del prisionero, cuyo pie izquierdo quedó a unos
10 o 15 centímetros por encima del
derecho.
La sangre, corriendo en abundancia
por la stipe, terminó por provocar intensas arcadas en el
segundo guerrillero, que no tardó en
vomitar.
Longino apremió a sus hombres para
que desataran a Dismas. El infeliz, aturdido y
temblando de miedo, no opuso
resistencia. Una vez desnudo, bañado en un sudor frío, las
mujeres recibieron del centurión la
señal para que le suministraran aquella pócima. Pero antes,
cuatro legionarios rodearon al reo,
clavando casi las puntas de sus lanzas en sus riñones,
espalda y vientre. Los temblores del
«bandido» fueron en aumento y sus rodillas comenzaron a
oscilar.
Contagiadas del pavor del prisionero,
las judías llenaron con manos temblorosas un hondo
tazón de madera con el líquido
amarillento-verdoso contenido en la cántara. Al acercarme
llegué a oler el brebaje,
identificando entre sus ingredientes el olor particular de la hielo bilis de
toro. Al interesarme por la
naturaleza de la mezcla, la que sostenía la jarra me indicó con cierto
temor -confundiéndome posiblemente
con algún alto personaje extranjero- que consistía
básicamente en un vino aguardentoso
al que se le añadía el contenido de una o varías vejigas
biliares de buey recién sacrificado.
Lejos de contener algún tipo de droga o somnífero, los
hebreos utilizaban para estos
menesteres un procedimiento mucho más corriente y natural.
Preparaban primeramente un extracto
de la hiel, echando sobre un filtro de bayeta el contenido
Caballo de Troya
J. J. Benítez
290
de las mencionadas vejigas. Después lo
hacían evaporar al baño de maría, sin dejar de agitarlo.
De esta forma se obtenía el extracto
deseado, que podía conservarse indefinidamente. Cuando
aquella piadosa « asociación »de
mujeres recibía la noticia de una ejecución, vertían el extracto
de hiel de buey en un vino o
aguardiente de elevada graduación alcohólica. La fulminante
acción metabólica de la bilis
«liberaba» el alcohol del vino, provocando así en el reo una rápida
y notable embriaguez que embotaba su
cerebro, aliviando en cierta medida sus sufrimientos y
enervando o debilitando sobre todo su
consciencia.
Mateo, por tanto, fue el único
acertado al relatar este pasaje evangélico. Marcos (15,23)
asegura que las mujeres dieron a
probar a Jesús «vino con mirra». Esto es inexacto. Entre
otras razones, porque la mirra, por
su naturaleza excitante, tónica y emenagoga,
probablemente hubiera actuado de
forma contraria al fin deseado. (En aquel tiempo era
empleada generalmente como bálsamo,
como pomada para ciertos tumores articulares, como
elemento dentífrico y, sobre todo,
como perfume.)
Aquella hebrea puso la mano derecha
sobre el cuenco de madera, procurando que el polvo y
la tierra arrastrados por el viento
no contaminasen el vino. Miró a Longino y éste volvió a
señalar al prisionero, autorizándole
a que se acercase. La mujer llegó hasta Dismas y le tendió
el brebaje. Acosado por el terror, el
muchacho no reaccionó. Sus ojos, enrojecidos por el llanto,
se desviaron hacia el centurión,
interrogándole con la mirada.
-¡Bebe! -le ordenó Longino.
Y el «zelota» alzó los brazos,
asiendo el tazón. Pero sus convulsiones eran ya tan acusadas
que una parte del líquido se derramó.
Al fin consiguió llevar el cuenco hasta sus labios,
apurando los 250 o 300 centímetros
cúbicos que contenía.
Las hebreas se retiraron,
incorporándose al resto del grupo y el reo fue conducido a
empellones frente a las dos stipes que quedaban libres en la primera hilera y a cuyos pies
había
sido transportado el patibulum.
Dismas fue colocado de espaldas a los
tres árboles y, mientras dos de los legionarios tiraban
de sus brazos hacía atrás, un tercero
le zancadilleó, derribándole de espaldas. El centurión,
situado por detrás del reo, dispuso
una lanza, dispuesto a golpear el cráneo del prisionero en
caso de necesidad. Levantó la contera
del pilum y esperó.
Sin embargo, el terrorista apenas si
ofreció resistencia. Aparentemente parecía haber
asumido su suerte. El miedo, además,
había agarrotado sus músculos. Al reclinarlo sobre el
leño levantó la cabeza y con un hilo
de voz empezó a clamar por su madre. Pero sus incesantes
llamadas desaparecieron cuando el
verdugo le asestó el primer martillazo. Un chillido se elevó
desde la roca. Y la multitud acogió
el nuevo enclavamiento con fuertes pitidos y protestas.
El prisionero, con los ojos
desencajados y los músculos anteriores y posteriores del cuello
tensos como cuerdas de violín, se
estremeció, dejando caer su cabeza por detrás del tronco. En
ese instante, un fuerte hedor fue
arrastrado por el viento. El legionario que sujetaba los pies del
reo con la cadena estalló en mil
imprecaciones e insultos contra el «zelota». Presa de un pánico
insuperable, los esfínteres del
muchacho se habían abierto, dejando libres sus excrementos.
Al perforar su muñeca derecha, el
joven perdió el sentido. Y los verdugos aprovecharon su
inconsciencia para acelerar su
levantamiento sobre la stipe. Cuando
se disponían a izar el
patibulum surgió una duda. ¿En cuál de los dos maderos libres debían
crucificarlo? Los
legionarios preguntaron al oficial y
éste se encogió de hombros. Fue el encargado de los clavos
quien aportó una solución, bien
recibida por todos.
-Dejemos al «rey» en el centro...
-comentó divertido.
Y así se hizo. Fue ésta la razón por
la que los llamados «ladrones» quedaron a derecha e
izquierda del Maestro.
Cuando le tocó el turno al pie
izquierdo del guerrillero, el verdugo lo atravesó de tal forma
que los dedos quedaron sobre uno de
los brazos del sedile
de hierro que, como dije, atravesaba
el árbol de parte a parte. Esta
circunstancia proporcionaría a Dismas un cierto alivio a la hora
de luchar por unas más profundas
bocanadas de aire. El pie derecho, en cambio, fue fijado algo
más bajo y sobre la cara frontal de
la stipe. El segundo «brazo» del sedile -que quedaría
paralelo al patibulum, como en la cruz de Jesús- no fue utilizado. Es mi opinión
que este
relativo «descanso» pudo influir
decisivamente en este crucificado, hasta el punto que le
permitió una mejor oxigenación y, en
consecuencia, una mayor claridad de ideas.
Concluida la crucifixión de Dismas,
los soldados, sudorosos y manchados de sangre,
recuperaron la cuerda que había
servido para el izado del reo y clavaron sus ojos en Jesús de
Caballo de Troya
J. J. Benítez
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Nazaret. Mi corazón volvió a
estremecerse al distinguir unas sarcásticas sonrisas en algunos de
los rostros de los romanos.
Eran las 13 horas...
La súbita intervención de Eliseo me
distrajo momentáneamente. El módulo detectaba el
«ojo» del «siroco» a poco más de 15
minutos de Jerusalén. La velocidad de «haboob» había
descendido ligeramente, pero el
arrastre de arena era muy considerable, levantando lenguas de
partículas hasta 2 000 y 2 500 metros
del suelo. Para mi compañero, lo más preocupante de
aquella tormenta seca era la posibilidad
de que el viento arrastrase agentes biológicamente
activos que podrían afectarme.
Sinceramente, la advertencia de
Eliseo no me preocupó. Mi corazón y mis cinco sentidos se
hallaban a cuatro metros de mí mismo:
en la figura de aquel hombre de 1,81 metros de
estatura, ahora encorvado y
maltrecho.
El Maestro fue levantado sin más
dilaciones. Le fue retirado el manto púrpura que aún
conservaba sobre los hombros,
amarrado a la altura del cuello, tocándole después el turno al
ropón. Al desenrollarlo quedó al
descubierto la parte superior de la túnica. Y al verla cerré los
ojos. Era una mancha informe,
sanguinolenta y encolada al cuerpo sobre las heridas de la
flagelación. Tragué saliva. ¿Qué
ocurriría en el momento de desnudarle?
Pero ese angustioso trance se vio
retardado por un problema con el que nadie había
contado: el casco espinoso.
Cuando uno de los soldados se
disponía a retirar la túnica, otro de los guardianes reparó en
el trenzado de púas, haciendo notar
que, o desgarraban la prenda o había que retirar primero el
yelmo.
Los infantes se enzarzaron en una
discusión. Supongo que aquello se habría prolongado
indefinidamente de no haber sido por
el optio. Con un sentido práctico bastante más acusado
que el de sus hombres se limitó a
tocar el tejido y, al apreciar que se trataba de una túnica
inconsútil o sin costura, ordenó a
los verdugos que le despojaran de la «corona». Al principio
me pareció absurdo que los
legionarios discutieran por algo que podía haber tenido una fácil y
drástica solución: sencillamente,
romper la vestidura. Después comprendí. Al parecer era
costumbre «no oficial » que los
verdugos se repartieran la ropa del ajusticiado1.
Así que uno de los romanos se situó
frente a Jesús, introduciendo lentamente sus dedos por
dos de los huecos del casco. Cuando
las manos habían agarrado el haz de juncos a la altura de
las orejas dio un violento tirón
hacia arriba.
El Galileo se estremeció. Pero el
yelmo de espinas no terminó de desprenderse. Algunas de
las largas y afiladas púas estaban sólidamente
incrustadas en la carne y aquel primer intento
sólo consiguió desgarrar aún más los
tejidos, provocando el nacimiento de nuevos hilos de
sangre.
Arsenius movió la cabeza con
impaciencia, recordando al infante que primero debería estirar
horizontalmente y después tirar hacia
lo alto. El Nazareno apretó los labios y esperó el segundo
tirón.
Al jalar hacia los lados, en efecto,
muchas de las espinas de las áreas parietales y frontal se
desprendieron. Y el verdugo repitió
la maniobra. El empuje vertical fue tan violento que el
yelmo saltó, pero las púas ubicadas
sobre las mejillas y nuca arañaron la piel y dos de las
espinas -clavadas en el tumefacto
pómulo derecho y en el músculo elevador izquierdo- se
partieron, quedando alojadas en ambas
regiones del rostro.
Un gemido acompañó aquella brutal
retirada y los saduceos, pendientes del Maestro,
acogieron la maniobra con aplausos y
aclamaciones.
Antes de que el rabí tuviera ocasión
de recuperarse de los nuevos y agudos dolores, dos de
los soldados levantaron sus brazos,
mientras un tercero procedía a desnudarle, recogiendo la
túnica desde el filo inferior.
Al descubrir las piernas sentí cómo
mi corazón aceleraba su ritmo. Se hallaban cruzadas y
recorridas en todos los sentidos por
regueros de sangre, coágulos, hematomas azulados o
reventados y una miríada de pequeños
círculos, la mayoría abiertos por los clavos de las
sandalias romanas. En cuanto a las
rodillas, la izquierda presentaba una considerable
1 A partir del emperador Adriano (117-138) se hace oficial
esta costumbre, denominada pannicularia o
"propina»,
por decreto recogido en el Digesto. (N. del m.)
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hinchazón. La derecha, aunque menos
deformada, se hallaba abierta en la cara anterior de la
rótula, con desgarros múltiples y
pérdida del tejido celular subcutáneo, pudiendo apreciarse
incluso, parte del periostio del
hueso. Era incomprensible cómo aquel ser humano había
conseguido caminar y arrastrarse
sobre sus rodillas hasta la muralla. Las fuerzas -lo confieso-
empezaron a fallarme de nuevo.
Pero aquel martirio no había empezado
siquiera...
El crujido de la túnica al ser
despegada del tronco de Jesús me hizo palidecer.
El legionario, al comprobar que el
tejido se hallaba pegado a las brechas, no lo dudó. Giró la
cabeza y, sonriendo maliciosamente a
sus compañeros, fue elevando la túnica con lentitud. El
lino fue desgajándose de las heridas,
arrastrando grandes plastones de sangre. Enrojecí de ira.
Y me aferré a la «vara de Moisés»
hasta casi estrujarla. Unas gruesas gotas de sudor
empezaron a rodar por mis sienes y
tuve que morder una de las mangas de mi manto para no
saltar sobre aquellos sádicos.
Al fin, cuando la túnica estuvo
replegada a la altura de la cara del Nazareno, los soldados
bajaron los brazos y la cabeza del
rabí, retirando su última vestimenta.
Y el Hijo del Hombre quedó totalmente
desnudo, ligeramente inclinado y bañado por nuevas
hemorragias. Al ver aquella espalda
abrasada por los hematomas y desgarros, Longino quedó
perplejo. El refinado desencolamiento
de la túnica había abierto muchas de las heridas,
haciendo estallar otra aparatosa
sangría. A pesar de la indudable protección de los dos mantos
y de la túnica, el madero había
erosionado la zona superior de la espalda, ulcerando las áreas
de la paletilla derecha y la piel
situada sobre el paquete muscular izquierdo del «trapecio». En
esta última región observé un
abrasamiento de unos nueve por seis centímetros, con bordes
irregulares y arrollamiento de la
piel, producido posiblemente en alguna de las violentas caídas
(quizás en la segunda, al desplomarse
de espaldas en el túnel de la fortaleza Antonia).
Los codos se hallaban también
prácticamente destruidos por los golpes y caídas. En cuanto
al antebrazo izquierdo, la fricción
con la corteza del patibulum
había deshilachado el plano
muscular, con pérdida de sustancia y
amplias áreas amoratadas.
Pero la visión más terrorífica la
ofrecían los costados. Las patadas habían reventado algunos
de los hematomas y masacrado muchas
de las fibras musculares vitales en la función
respiratoria.
La sangre corría de nuevo por aquella
piltrafa humana, que, al ser desposeída de sus ropas,
había empezado a tiritar, acusando
los duros embates del viento y del polvo.
La indefensión, abandono y amargura
de aquel hombre alcanzaron en aquellos instantes uno
de sus puntos culminantes.
Los curiosos y transeúntes que habían
ido engordando el grupo inicial de testigos rompieron
aquellos dramáticos momentos,
burlándose y acogiendo con largas risotadas la desnudez del
Galileo. Los sacerdotes, sobre todo,
fueron los más corrosivos. Algunos, incluso, llegaron a
saltar sobre las peñas inferiores del
Gólgota, gesticulando e imitando a Jesús, quien, humillado
y con la cabeza baja, ocultaba con
ambas manos su región pubiana.
Libres de la tenaza del yelmo de
espinas, sus cabellos empezaron a flotar al viento,
descubriendo las huellas de los
latigazos de Lucilio sobre sus orejas. A pesar de los 17,5 grados
centígrados que registraba el módulo
en aquella hora en Jerusalén, el Maestro seguía
temblando de frío. Al quedar sin la
protección de sus ropas, amplias zonas de sus brazos, tórax,
vientre y piernas ofrecían el
conocido aspecto de «piel de gallina». La fiebre, en lugar de ceder,
seguía acosándole.
¡Qué lejos había quedado la
majestuosa figura del Galileo! Aunque sus discípulos y amigos
no se hallaban presentes, estoy
convencido que muy pocos le habrían reconocido. Los dolores,
el agotamiento y la sed debían ser
insufribles; sin embargo, al contemplarle allí, solo, ultrajado
y sin el más fugaz respiro. o muestra
de amistad o aliento, estimo que su verdadera y más
profunda tortura no eran los
padecimientos físicos, sino, como digo, esa sensación de
aniquilamiento moral que invade
siempre a un hombre injustamente condenado. Pero éstas
sólo son reflexiones personales de un
mero observador. ¿Quién hubiera podido adivinar los
pensamientos de Jesús de Nazaret en
aquellas circunstancias? Lo cierto es que su fin se hallaba
muy próximo.
Mientras los soldados disponían el patibulum cerca de la stipe central, Longino
se dirigió al
grupo de mujeres y les invitó a que
repitieran con el rabí el suministro de hiel y vino. Y las
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mismas hebreas, con paso presuroso,
se dirigieron hacia el Maestro. Al despegarse del resto de
sus compañeras, justo detrás de las
encargadas de la bebida, había aparecido el joven Juan
Marcos. Ignoro cómo pudo llegar hasta
allí pero, antes de que cometiera alguna locura, le hice
señas para que se acercara.
Las judías colmaron por segunda vez
la taza de madera, ofreciendo a Jesús el apestoso
líquido. El Nazareno levantó la
cabeza y miró a las mujeres. Estas, extrañadas por el silencio
del reo, hicieron un ligero movimiento
con el cuenco, animándole para que bebiera. Pero el
encorvado gigante no se decidía. Sus
manos no se habían movido de sus genitales. Y
respetando el pudor del Galileo, la
que sostenía el brebaje lo situó entre sus labios, inclinando
el recipiente de forma que pudiera
apurarlo sin necesidad de utilizar las manos. El Maestro
entreabrió la boca, probando apenas
el mejunje. Nada más gustarlo y percatarse de su
naturaleza, Jesús retiró la cara,
negando con la cabeza. La actitud del prisionero dejó atónitas a
las hebreas y al centurión. Aquéllas
miraron a Longino y éste volvió a encogerse de hombros,
dando por finalizado el asunto.
Al verme, el rostro de Juan Marcos se
iluminó. Cruzó a la carrera los escasos metros que le
separaban de mí, abrazándome. Tenía
las mejillas marcadas por sendos churretes, señal
inequívoca de su llanto. El pequeño,
gimoteando y con un ataque de hipo, me rogó que salvara
a su Maestro. No pude hacer otra cosa
que sonreírle. ¿Cómo podía explicarle quién era y en qué
consistía mi misión? No voy a
ocultarlo pero, a lo largo de aquel viernes, llegué a pensar en esa
posibilidad. ¿Qué hubiera sucedido
si, en mitad de aquel promontorio, yo hubiera dado la orden
a Eliseo de movilizar el módulo y de
que pusiera rumbo al Gólgota? Hubiera sido sencillísimo
descender sobre la roca y arrebatar
al Galileo de las garras de aquella patrulla. Pero éstos sólo
fueron sueños imposibles...
Antes de que los legionarios llamaran
la atención del muchacho
me las arreglé para persuadirle de
que se alejara de allí, responsabilizándole de un trabajo
que -pocas horas después- resultaría
altamente importante para mí. Juan Marcos no lo
entendió, pero obedeció. El optio, alertado por uno de los soldados que montaba guardia
alrededor del patíbulo, se acercó
hasta nosotros, aconsejándome con cortesía pero con una
firmeza que no dejaba lugar a dudas
que echara de allí al niño. No fue necesario que lo
repitiera. Juan Marcos se escabulló,
mezclándose entre las mujeres que descendían ya del
Gólgota. Al poco le vi junto a Judas
Iscariote, tal y como yo le había pedido.
Aquel gesto de Jesús, rechazando el
aguardiente bilioso me desconcertó. Al abrir la boca, su
lengua, con las mucosas secas como
estropajo, estaba pregonando a gritos el angustioso
suplicio de la deshidratación. Sus
labios, agrietados como el casco de un viejo barco varado,
debían soportar una sed sofocante. No
pude entender que el Maestro volviera la cara ante el
cuenco de vino. Si realmente lo hizo
-como sospecho- para sostener al máximo su amenazada
lucidez mental, sólo puedo
descubrirme, por enésima vez, ante su coraje.
-Es la hora -advirtió el centurión.
Y sumiso, con sus manos ocultando los
testículos, el Nazareno empezó a arrastrarse -más
que caminar- en dirección a las
cruces. Longino y otro legionario le escoltaron, tomándole por
los brazos.
Un sudor frío empezó a envolverme. El
guerrillero que había sido clavado en primer lugar
seguía aullando, convulsionándose a
ratos. Pero los soldados no le prestaban la menor
atención. Arrodillado frente al patibulum, el verdugo responsable del enclavamiento esperaba
con uno de aquellos terroríficos
clavos de herrero en su mano derecha. Era prácticamente
similar a los utilizados
anteriormente: de unos veinte centímetros de longitud -quizá un poco
más- y con la punta afilada, aunque
no tanto como sus «hermanos». Hubo otro detalle que lo
distinguía también de los
precedentes: aunque la sección era cuadrangular, las aristas se
hallaban notablemente deterioradas,
formando ligerísimas rebabas y dientes.
Los soldados colocaron al Maestro de
espaldas al leño y separando sus brazos le empujaron
hacia tierra, al tiempo que un tercer
legionario repetía la zancadilla. En esta ocasión, la extrema
debilidad del reo fue más que
suficiente para acelerar su caída.
Una vez con las paletillas sobre el
madero, los verdugos apoyaron los brazos del Maestro
sobre el patibulum, al tiempo que sujetaban los extremos del rugoso cilindro
con las rodillas.
Las palmas quedaron hacia arriba, con
las puntas de los dedos levemente flexionadas,
temblorosas y -como el resto de los
brazos y antebrazos- salpicadas de sangre reseca.
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La pierna izquierda, inflamada a la
altura de la rodilla, había quedado doblada. Pero el
encargado de la cadena se preocupó de
estirarla, abajándola con un seco palmetazo sobre la
rótula. El Galileo acusó el dolor,
abriendo la boca. Pero no emitió gemido alguno. Longino, en su
rutinario puesto -junto a la vencida
cabeza del reo, que tocaba la roca con sus cabellos- se
preparó, apuntando con el asta del pilum hacia la frente de Jesús.
Los ayudantes del verdugo principal
tensaron los brazos y el que se hallaba sobre la punta
izquierda del tronco, desenvainando
la espada, aplastó la hoja sobre los cuatro dedos largos del
Maestro. Aquella «novedad», al
parecer, facilitaba la labor de fijación de la extremidad superior
al patibulum. Si el prisionero intentaba forcejear, al aferrarse al filo
se hubiera cortado
irremisiblemente. El grado de
crueldad y pericia de aquellos legionarios parecía no tener
límites...
Los numerosos regueros de sangre que
bañaban los gruesos antebrazos del Nazareno
dificultaron en cierta medida la
exploración de los vasos. Finalmente, el verdugo pareció
distinguir las líneas azuladas de las
arterias y venas, señalando el punto escogido para la
perforación.
Antes de levantar la vista hacia el
centurión, el soldado que se disponía a martillear el clavo -
sumamente extrañado ante la docilidad
del «rey de los judíos»- miró a sus compañeros,
rubricando su sorpresa con un
significativo levantamiento de cejas. Los otros, igualmente
atónitos, respondieron con idéntica
mueca.
Longino, cansado de sostener la
lanza, había bajado el arma, autorizando el primer golpe
con otro leve movimiento de cabeza.
Y el verdugo, sosteniendo el clavo
totalmente perpendicular en el centro de la muñeca (a la
altura del conglomerado de
huesecillos del carpo), lanzó el mazo sobre la redonda cabeza. La
punta, algo roma, se perdió al
instante en el interior de los tejidos. La piel que rodeaba el metal
estalló como una flor, brotando al
instante una densa corona de sangre.
La punta del clavo, al abrirse paso
entre los tendones, huesos y vasos, debió rozar el nervio
mediano, uno de los más sensibles del
cuerpo, provocando una descarga dolorosa difícil de
comprender.
Instantáneamente, los brazos se
contrajeron y la cabeza de Jesús se disparó hacia lo alto,
permaneciendo tensa y oscilante,
paralela al suelo. Los dientes, apretados durante escasos
segundos, se abrieron y el reo,
cuando todos esperábamos un lógico y agudo chillido, se limitó
a inhalar aire con una respiración
corta y anhelante.
Los legionarios, que esperaban una
reacción violenta, no salían de su asombro.
Al fin, derrotado por el dolor, el
Maestro dejó caer su cabeza hacia atrás, golpeándose con la
roca. Todos creímos que había perdido
la conciencia. Pero, a los pocos segundos, abrió su ojo
derecho, acelerando el ritmo
respiratorio.
¡Cómo no me había dado cuenta mucho
antes! Jesús sólo tomaba aire por la boca. Aquello
me hizo sospechar que su tabique
debía presentar alguna complicación -fruto de los golpes-,
dificultando la inspiración por vía
nasal.
El verdugo cambió de posición,
inclinándose esta vez frente al brazo derecho. Pero esta
segunda perforación iba a presentar
complicaciones...
La sangre había empezado a brotar con
extrema lentitud, formando un brazalete rojizo
alrededor de la muñeca izquierda del
Nazareno. Evidentemente, el clavo estaba sirviendo como
tapón, dando lugar a la hemostasis o
estancamiento del derrame sanguíneo. Pero la escasa
hemorragia constituía un arma de
doble filo. Los médicos saben que, en estas situaciones, el
dolor aumenta.
Arsenius y el oficial se miraron, sin
comprender la ausencia de gritos y del pataleo clásico de
todo hombre que se sabe al borde de
la muerte. Por el contrario, aquel reo, lejos de ocasionar
problemas, había empezado a despertar
una profunda admiración en Longino y en su
lugarteniente. El contraste con aquel
«zelota» que colgaba de la cruz y que desgarraba el aire
con sus berridos y juramentos era tan
extraordinario que el oficial, al caer en la cuenta que aún
sostenía entre sus manos la lanza, la
arrojó violentamente contra la base de las cruces,
súbitamente indignado consigo mismo.
El segundo mazazo fue tan preciso
como el primero. El clavo se inclinó igualmente,
apuntando con su cabeza hacia los
dedos del Maestro. Pero, en lugar de penetrar en la madera
del patibulum, siguiendo la dirección del codo, la pieza apenas si arañó
el tronco.
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En este segundo enclavamiento, el
rabí no levantó siquiera la cabeza. Gruesas gotas de
sudor habían empezado a resbalar por
las sienes, tropezando aquí y allá con los coágulos. Se
limitó a abrir la boca al máximo,
emitiendo un ahogado e indescifrable sonido gutural.
-¿Qué sucede? -preguntó el centurión
al ver cómo el clavo sobresalía más de 14 centímetros
por encima de la muñeca derecha.
El verdugo despegó el brazo y examinó
la cóncava superficie del leño. Al pasar las yemas de
los dedos sobre la corteza movió la
cabeza contrariado. Y dirigiéndose a Longino le explicó que
había dado con un nudo.
Sentí cómo me ardían las entrañas.
Sin perder la calma, el legionario
depositó nuevamente la taladrada muñeca sobre el
patibulum y sujetando las aristas del clavo entre sus dedos índice y
pulgar se dispuso a vencer
la resistencia del inoportuno
obstáculo con un nuevo golpe.
El impacto fue tan terrorífico que la
sección piramidal del clavo se quebró a escasos
centímetros de la ensangrentada piel
del reo.
El nuevo contratiempo llegó aparejado
con una soez imprecación del legionario.
Arrojó el mazo a un lado y ordenó a
sus compañeros que sujetaran el antebrazo. Después,
aprisionando como pudo el extremo del
metal, hizo fuerza, intentando sacar lo que quedaba del
clavo. Fue en vano. La punta había
conseguido perforar el nudo y el metal se resistió.
Entre nuevas maldiciones, el enojado
infante se incorporó. Pisó la zona cúbito-radial de Jesús
con su sandalia izquierda y comenzó a
remover el clavo, haciéndolo oscilar a un lado y a otro.
Hasta Longino palideció a la vista de
aquella nueva masacre. Los bruscos tirones del verdugo,
buscando la liberación del metal,
ensancharon el orificio de la muñeca, desgarrando tejidos e
inundando de sangre sus propios
dedos, el patibulum y la roca.
Es muy probable que el dolor se viera
difuminado en parte por la profusa hemorragia. De lo
contrario, no puedo explicar el
comportamiento del Galileo. A cada movimiento pendular del
soldado, en su afán por extraer la
pieza, Jesús de Nazaret respondió con un lamento. Cinco,
seis..., ocho sacudidas y otros
tantos gemidos, acompañados de algunos resoplidos y de varios
movimientos de cabeza. Pero aquel
gigante no estalló; no protestó...
Al fin, después de una eternidad, el
verdugo separó la punta del tronco. Y tras sacar la
enrojecida y goteante barrita
metálica del carpo, se dirigió al saco de cuero, enredando en su
interior. Al volver junto al Nazareno
observé que traía una especie de barrena corta, con una
manija de madera.
Retiró el brazo del Galileo y tras
escupir sobre la mancha de sangre que cubría el madero,
limpió con la mano la zona donde se
ubicaba el nudo. Tomó la herramienta e introdujo la rosca
en espiral en el orificio practicado
por el clavo. Y apoyando todo el peso de su cuerpo sobre la
manija, hizo girar el vástago de
hierro, taladrando la casi pétrea rugosidad con movimientos
lentos pero firmes.
La operación fue laboriosa. Mientras,
la sangre del rabí siguió corriendo, formando un
extenso charco sobre la blanca
superficie del Gólgota. A juzgar por la velocidad de escape del
torrente, no creo que las aristas en
sierra del clavo llegaran a rasgar ninguna de las arterias o
venas principales. Sin embargo,
aquella pérdida empezaba a ser dramática. Jesús palidecía por
minutos y temí que entrara en un
nuevo estado de shock.
Cuando el soldado consideró que había
barrenado el patibulum suficientemente, buscó en su
cinto y se hizo con otro clavo. Antes
examinó la punta y la cabeza. Una vez satisfecho llevó el
antebrazo del reo a la posición
inicial. Sin embargo, en contra de lo que suponía, antes de
tomar el mazo, atravesó la muñeca por
el holgado orificio. Cuando la punta amaneció por la
cara dorsal, el verdugo la introdujo
en el agujero que acababa de formar y sólo entonces repitió
el martillazo. Salvado el nudo, el
clavo ingresó sin problemas en el leño. Con un segundo golpe,
el brazo derecho del Maestro quedó
definitivamente fijado. La base del clavo, al igual que había
ocurrido con la de la muñeca
izquierda, no llegó a tocar la carne. Ambas cabezas -horas
después comprendería por qué-
sobresalían entre 8 y 10 centímetros.
Al igual que había sucedido con los
guerrilleros, al registrarse el enclavamiento de las
muñecas, los pulgares del Cristo se
doblaron, saltando y colocándose hacia el centro de las
palmas de las manos, en dirección
opuesta a la de los cuatro dedos, ligeramente flexionados.
Mientras la herida de la muñeca
izquierda -de forma oval- apenas si alcanzaba los 15 x 19
milímetros, la de la derecha era
mucho más espectacular, con casi 25 milímetros de longitud,
en el sentido del eje del antebrazo.
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J. J. Benítez
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Aquella holgura me hizo temer incluso
por la estabilidad del Maestro una vez que fuera
levantado sobre la stipe. ¿Se produciría un desgarramiento de los tejidos?
Los soldados obedecieron al oficial.
Aquello se estaba demorando en exceso. Así que,
ayudados por el optio, izaron el patibulum al
crucificado con él, actuando con ligereza a la hora
de enroscar al prisionero en la soga
que debería servir para auparlo hasta lo alto del árbol.
Al pasar la maroma por la ranura del
extremo de la stipe y empezar a tensaría, el madero -
controlado por los legionarios para
que no perdiera su posición horizontal- inició un lento y
exasperante ascenso. Pero las fuertes
ráfagas de viento, acuchillando el
cuerpo del Nazareno con sucesivas
cargas de polvo y tierra, empezó a poner en dificultades
el levantamiento.
El centurión reclamó a gritos la
presencia de dos de los hombres que mantenían la seguridad
del Gólgota, distribuyéndolos al pie
de la escalera de mano en apoyo del soldado que tiraba
desde lo alto.
Mientras el Galileo conservó sus pies
sobre la roca, la posición de sus brazos pudo
mantenerse más o menos en el eje del patibulum. Poco a poco, su cabeza recuperó la
verticalidad, cayendo en ocasiones
sobre el mango o extremo superior del esternón.
En uno de aquellos tirones, tras
inhalar una fuerte bocanada de aire, Jesús levantó
fugazmente la cabeza y dirigiendo la
mirada hacia el turbulento cielo, exclamó:
-¡Padre!..., ¡perdónales!... ¡No
saben lo que hacen!
Los infantes, al escuchar la
quebrantada voz, se detuvieron. El Maestro había hablado en
arameo. Creo que, salvo uno o dos
legionarios, el resto no le entendió. Pero, lamentablemente,
preguntaron el significado. La pareja
que sí había comprendido se miró de hito en hito y antes
de que tradujeran las frases del reo,
uno de los soldados cruzó el rostro de Jesús con una
bofetada.
-¡Maldito hebreo! -masculló el que le
había abofeteado-... ¡Ni muertos ni vivos son dignos de
piedad!
La versión del traductor fue
correcta, pero los incultos legionarios interpretaron sus frases
erróneamente.
-Así que no sabemos lo que hacemos...
-le gritó el que había practicado las perforaciones-.
¡Pues espera y verás!
Y dirigiéndose al centro del Calvario
recogió del suelo el yelmo de espinas, regresando en el
acto ante el Galileo.
El centurión tampoco había acertado a
comprender el sentido de la expresión y vaciló ante la
irritada postura de sus hombres.
Supongo que no se atrevió a intervenir. En el fondo, él
también se sintió ofendido por lo que
parecía una burla hacia su profesionalidad.
El verdugo separó el cráneo del
Maestro del patibulum y de un golpe le encasquetó el
capacete de púas en la cabeza. El
ajuste, quizás por temor a herirse con las espinas, no fue
excesivamente violento, y la masa
espinosa quedó medio bailando sobre las sienes del
prisionero.
La multitud, que en aquellos momentos
debía oscilar alrededor de las 2 000 o 3 000
personas, aulló de placer al ver el
gesto del romano.
El Maestro permaneció con la cabeza
baja y sus torturadores continuaron con el izado del
tronco.
La gran estatura y el peso de Jesús
-posiblemente alrededor de los 80 kilos- fueron otro
«handicap» para los sudorosos
verdugos, que no tardaron en animarse mutuamente,
acompasando cada tirón a otros tantos
«¡ey!»...
Palmo a palmo, la soga fue jalando
del crucificado, en un ascenso interminable y
sobrecogedor. Para colmo, el gentío
-cada vez más excitado- se unió a las interjecciones de los
legionarios. animándoles con sus
«¡ey!».
Pero los poderosos brazos de los tres
soldados que tiraban desde el suelo y en lo alto de la
escalera no eran suficientes.
Temiendo que reo y madero se precipitaran a tierra, Longino y
Arsenius no tuvieron otra opción que
formar con los soldados, añadiendo sus fuerzas al
levantamiento.
«¡Ey!... ¡ey!...»
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El cuerpo del Galileo se despegó
finalmente de la roca y ahí dio comienzo la demoledora
«cuenta atrás» hacia una
escalofriante agonía.
Al perder el apoyo de sus pies, los
brazos del gigante se tensaron y los crujidos de sus
huesos se unieron durante algunos
segundos al chirriar de la maroma sobre la horquilla del palo
vertical.
Al momento, las clavículas, esternón
y costillas se dibujaron bajo la piel y regueros de
sangre, mientras los músculos
pectorales, de los hombros, cuello y brazos se esculpían
embravecidos, a un paso de la
dislocación. Pero la fortaleza de aquellos paquetes musculares
era aún grande y evitaron la luxación
de los hombros y codos. Las fibras de los antebrazos,
especialmente los músculos extensores
de las manos y de los dedos, se afilaron como sables y
cerré los ojos, temiendo que saltaran
en alguno de aquellos tirones.
Jesús colgaba ya a medio metro del
suelo. La fuerza de la gravedad hizo que, desde el primer
momento de la suspensión absoluta,
los brazos girasen y, arrastrados por el peso del cuerpo,
se deslizaron hasta formar un ángulo
de unos 65 grados con la stipe1.
El formidable peso que soportó el
Nazareno en cada una de las grietas de las muñecas, unido
al desbocamiento de las heridas y a
la suprema tensión de los ligamentos de hombros y codos
tuvo que multiplicar sus dolores
(suponiendo que le quedara capacidad para ello) hasta el
enloquecimiento.
En varias ocasiones, acorralado por
el sufrimiento, echó la cabeza atrás, buscando aire y,
sobre todo, un punto de apoyo. Pero
esos puntos sólo podía encontrarlos en un lugar. Mejor
dicho, en dos: en los clavos que le
atravesaban los carpos. Pero, ¿cómo elevarse sobre unas
piezas de metal, estando suspendido?
Las púas, en cada retroceso del
cráneo, se incrustaban más y más en la región occipital,
haciendo desistir al Maestro. Estas
sucesivas derrotas por ganar unos gramos de oxígeno
fueron transformando su respiración
en un desacompasado y agitado tableteo del tórax, cada
vez menos efectivo. El fantasma de la
asfixia había empezado a planear sobre el Hijo del
Hombre...
«¡Ey!... ¡ey!»
Cuando los soldados detuvieron el
pesado avance de la cuerda, el cuerpo de Jesús se
balanceaba a unos 90 o 100
centímetros de tierra. Sus pies, chorreando sangre, palparon la
corteza del tronco vertical y se
pegaron a él desesperadamente. Pero las hemorragias le
hicieron resbalar una y otra vez. Y
en cuestión de minutos, la cara frontal del árbol se tiñó de
rojo, impregnada desde la zona de los
omoplatos hasta los talones.
El legionario situado en el extremo
superior de la súpe
apretó los dientes y comenzó a jalar
de la lazada central. Pero el patibulum no se movió un solo centímetro. El peso del madero y
del reo (algo más de 110 kilos) era
excesivo para el agotado infante. El centurión y Arsenius,
casi al unísono, le gritaron para que
forzara el izado final. Fue inútil. El romano, jadeante, hizo
una señal de impotencia con su mano
derecha, dejándose caer sobre la horquilla de la stipe.
Miré a Jesús y conté la frecuencia
respiratoria: ¡Treinta y cinco cortísimas inspiraciones por
minuto! Las puntas de sus dedos
habían empezado a tomar una coloración azulada. La cianosis
o deficiente oxigenación de la sangre
había hecho acto de presencia. Examiné alarmado sus
labios. Pero la hipoxia (disminución
de la cantidad normal de oxígeno en sangre) no se
manifestaba aún en la mucosa labial
ni en las orejas.
El bombeo del cansado corazón del
Maestro aumentó su ritmo, pero dudo que fuera
suficiente para irrigar las partes
más periféricas del cuerpo. Si Longino y sus hombres no
actuaban con rapidez, la falta de
riego y el consiguiente déficit de oxígeno en el cerebro podían
desembocar en la pérdida primero de
la razón de Jesús y su fulminante fallecimiento. Y,
honestamente, en algunos de aquellos
críticos segundos llegué a desearlo con todas mis
fuerzas. Aquella hubiera sido una
forma de segar de plano sus torturas.
1 Un sencillo cálculo matemático nos proporciona la
terrorífica imagen del peso que tuvo que soportar Jesús de
Nazaret durante este angustioso
elevamiento. Repartiendo el peso total del Maestro entre ambos brazos (unos 40
kilos
para cada uno) la fuerza de tracción
ejercida sobre cada uno de ellos es igual a 40/coseno de 65º = 40 : 0,4226 = 95
kilos, aproximadamente. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
298
Pero el oficial, sin perder los
nervios, ordenó a los que permanecían al pie de la stipe que
colaborasen con el legionario
encargado de encajar el patibulum. «Pero,
¿cómo? -pensé-, si
sólo hay una escalera de mano...» La
solución llegó al momento.
Dos de aquellos diestros soldados,
ágiles y entrenados, se aferraron con sus manos al palo
vertical mientras otros dos se
encaramaban a sus respectivos hombros, alcanzando así los
extremos del madero transversal. A
una señal del que había vuelto a sujetar el nudo central,
empujaron el leño hasta que la
afilada punta del árbol entró en el agujero central del
patibulum.
-¡Ahora! -gritó el infante situado en
lo alto de la escalera. Los soldados saltaron sobre la
roca, al tiempo que el centurión y el
resto dé los verdugos soltaban de golpe la maroma.
Y el palo horizontal se precipitó
hacia tierra. Pero, a unos cuarenta centímetros de la
horquilla, quedó encajado en el
grueso perímetro de la stipe.
El frenazo fue recibido por la
muchedumbre con grandes vítores y aplausos. El Maestro acusó
el impacto con un lamento más fuerte.
Su respiración se detuvo algunos segundos y las
brechas de las muñecas se hicieron
ostensiblemente más grandes. Los dedos, agarrotados,
apenas si reaccionaron ante la bárbara
tracción.
Longino alargó la tablilla al infante
y éste procedió a clavarla por encima del patibulum.
Mientras remataba el ajuste del palo
transversal, otro de los romanos tiró con fuerza de la
pierna derecha de Jesús, forzando el
abajamiento del hombro y de toda esa mitad del cuerpo
del Nazareno. Jesús, al sentir el
tirón, inclinó aún más la cabeza, separando el tronco y las
nalgas del madero. Su rodilla derecha
se dobló involuntariamente, pero el verdugo que se
disponía a clavar el pie se la
aplastó con un súbito mazazo. El compañero que había jalado de la
pierna obligó la superficie de la
planta hasta que ésta -completamente plana- tocó la stipe. Y un
tercer clavo taladró el pie del
Nazareno, entrando en el dorso por un punto próximo al pliegue
de flexión. (Al examinar de cerca la
entrada y salida del clavo estimé que el legionario había
perforado el ligamento anular
anterior del tarso. De esta forma, la pieza se deslizó entre el
tendón del músculo extensor propio
del dedo grueso y los del extensor común de los dedos,
penetrando por fuerza entre los
huesos calcáneo y cuboides y el astrágalo y escafoides por
dentro. Los cuatro huesos quedaron
hábilmente separados y el clavo se dirigió hacia atrás y
hacia abajo, quedando más cerca del
talón que de los dedos.)
En esta ocasión, a pesar de la
destreza del verdugo, la punta o las aristas del clavo
desplazaron o aplastaron algunos de
los ramales de las arterias digitales o de la vena safena
externa, causando una hemorragia que
me atemorizó. La sangre brotó a borbotones, anegando
materialmente el metro escaso
existente entre el citado pie derecho y el suelo del Gólgota. Es
de suponer que aquel destrozo pudo
afectar también al nervio tibial anterior, lacerando pierna y
muslo, y provocando un insoportable
dolor reflejo en las ramificaciones y de los nervios
denominados plexo sacro y lumbar, en
pleno vientre.
A pesar de los horribles dolores, el
Galileo siguió consciente. ¡No podía explicármelo!
El enclavamiento del pie derecho,
aunque parezca mentira, alivió el ritmo respiratorio del
Nazareno, al menos durante los
primeros minutos de su crucifixión. Al apoyar el peso del
cuerpo sobre el clavo, repartiendo
así los puntos de sustentación, sus pulmones lograron
capturar un volumen mayor de aire,
ventilando algo más los alvéolos. Pero, ¿a costa de qué
índice de sufrimiento se consiguió
esta momentánea regularización respiratoria?
Aquella inspiración más profunda duró
unas décimas de segundo. Casi instantáneamente, el
cuerpo del Galileo volvió a caer,
hundiendo el diafragma y entrando en una nueva y angustiosa
fase de progresiva asfixia. Sus
inhalaciones, siempre por la boca, se hicieron vertiginosas,
cortas y a todas luces insuficientes
para llenar y ventilar los pulmones.
Algo más tranquilo, el verdugo situó
el cuarto clavo sobre la zona delantera del pie izquierdo.
El golpe en los ligamentos
posteriores de la rodilla, como dije, había hinchado y amoratado toda
la región donde se insertan el fémur,
la tibia y el peroné. Y a pesar de la rigidez de dicha
pierna, el legionario la dobló
violentamente, haciendo chasquear las masas óseas.
El clavo entró sin problemas,
resaltando -como en el caso del pie derecho- entre cinco y seis
centímetros por encima del dorso. La
sangre fluyó en menor cantidad, bien porque el metal no
llegó a tocar vasos importantes o
porque, sencillamente, la volemia del Nazareno había
descendido notablemente.
La pierna izquierda había quedado
flexionada, formando con el palo vertical un ángulo de
unos 120 grados y abierta hacia la
izquierda de la cruz,
Caballo de Troya
J. J. Benítez
299
Aunque el árbol disponía, como ya
adelanté, de una barra de hierro o sedile, atravesada
a
cosa de 1,20 metros del extremo
inferior de la stipe
y paralela al patibulum, en esta ocasión
resultó ineficaz. La considerable talla del reo hizo que los pies de éste
quedaran por debajo del
apoyo que quizá -en el supuesto de
haber coincidido- sólo hubiera servido para dilatar su
agonía.
Al ver consumada la crucifixión del
rabí, la muchedumbre comenzó a gesticular, subrayando
la macabra labor de los legionarios
con una cerrada salva de aplausos. Los sacerdotes, sobre
todo, mostraban una especial
satisfacción. Toda su anterior cólera se había convertido en
júbilo. Su venganza estaba casi
saciada. Y digo «casi» porque, incluso después de muerto, el
cadáver del Hijo del Hombre se vería
amenazado por aquella perturbada ralea sacerdotal...
Mi atención quedó fija en el
Iscariote. Nada más ver cómo atravesaban el segundo pie del
Maestro, el traidor se alejó del
gentío, perdiéndose por el polvoriento camino, rumbo a
Jerusalén. Juan Marcos también
desapareció de mi vista, por lo que supuse que habría seguido
los pasos de Judas.
El triste espectáculo había entrado
en su último acto. Los curiosos comenzaron a desfilar,
retirándose hacia la ciudad santa.
Jesús de Nazaret y los «zelotas» -clavados en dirección Sur-
eran sólo un despojo...
A las 13.30 horas de aquel viernes, 7
de abril, comuniqué a Eliseo el final del duro
enclavamiento. Y tanto mi hermano
como yo guardamos silencio. Un doloroso silencio.
Si el texto que figuraba en la
tablilla de Jesús Nazareno hubiera sido otro -a gusto de los
sacerdotes judíos-, la mofa hacia el
recién crucificado quizá hubiese sido menor. Cuento esto
porque, a partir de la elevación del
Maestro sobre la stipe,
las risas y sarcasmos de la
concurrencia menudearon durante un
buen rato y, al parecer, según averiguaciones
posteriores, como vengativa
contrapartida por el conocido «inri». Al fracasar ante Pilato, los
jueces tuvieron especial cuidado de
intoxicar a la multitud, ridiculizando al Maestro y, de esta
sutil forma, quitándole seriedad a
las tres inscripciones, evitar que los testigos pudieran tomar
en serio lo de «rey de los judíos».
Así que, volviéndose hacia la cada
vez menos numerosa masa humana, algunos de los
saduceos comenzaron a señalar la cruz
del Galileo, exclamando a voz en grito:
-¡Ha salvado a los demás, pero no
puede salvarse a sí mismo!
Y el gentío aprobó esta nueva
manifestación de burla con fuertes y repartidos aplausos. Al
poco, otra voz se destacaba entre la
turba, preguntando al Nazareno:
-Si eres el Hijo de Dios, ¡bendito
sea su nombre!, ¿por qué no desciendes de tu cruz?
Jesús, al igual que la patrulla y que
yo mismo, pudo escuchar estas exclamaciones, teñidas
de la más cruel y mordaz ironía. Al
encontrarse a un metro escaso del suelo y a poco más de
diez de la primera fila de judíos no
era muy difícil retener estos gritos e, incluso, las
conversaciones que sostenían los
legionarios en el menguado círculo de piedra del Gólgota.
Estos, finalizada la laboriosa
crucifixión, se tomaron un respiro. El optio levantó el cordón inicial
de seguridad que bordeaba la
circunferencia del promontorio, formado como dije por seis
infantes, reduciendo la vigilancia a
un primer turno de cuatro soldados. Cada uno se situó en
los puntos cardinales, rodeando a los
tres condenados y al resto del pelotón. Los demás -
excepto dos- se apresuraron a
sentarse a unos tres metros de las cruces. Y contemplaron con
desgana cómo sus dos compañeros
procedían a retirar la escalera de mano, enrollando
minuciosamente la maroma y recogiendo
las diversas herramientas utilizadas en el
enclavamiento. A la vista de aquellos
preparativos, todo apuntaba hacia una larga espera. Eso,
al menos, creían Longino y sus
hombres. En realidad, según me informó el centurión, el relevo
no llegaría hasta el ocaso.
-¿Distingues ya desde tu posición los
primeros frentes del «haboob»?
Las palabras de Eliseo me recordaron
la inminente proximidad del «ojo» del «siroco». Protegí
la vista con la mano izquierda, en
forma de visera, y, efectivamente, en la lejanía -por detrás
del Olivete- descubrí unas masas
negruzcas y oscilantes que se abatían sobre un extenso
frente.
El oficial también reparó en aquellas
amenazantes nubes de polvo y, como buen conocedor
de este tipo de fenómeno
meteorológico, alertó a los legionarios. La primera medida
precautoria fue comprobar la
estabilidad de las cruces. Las stipes, en
principio, parecían
sólidamente plantadas en las grietas
de la roca. Sin embargo, Arsenius ordenó que las cuñas de
Caballo de Troya
J. J. Benítez
300
madera fueran incrustadas al máximo.
Después, los soldados rasgaron los restos de las túnicas
de los «zelotas», convirtiéndolas en
estrechas tiras. Y sin pérdida de tiempo, el oficial fue
distribuyéndolas equitativamente
entre los doce infantes. Hasta que no vi a uno de ellos
cubriéndose las desnudas piernas con
aquellas bandas de tela no comprendí el sentido de la
operación. Prudentemente, los romanos
trataban de proteger su piel del azote de aquel viento
terroso. Por último, la media docena
de escudos de los hombres libres del servicio de vigilancia
del Calvario fue tumbada en el suelo,
uno junto a otro, formando una hilera y con la cara
cóncava hacia arriba.
Alguien recordó al pelotón las
vestiduras del Nazareno, que yacían aún en el extremo sur del
gran peñasco. Pero, cuando los
soldados las recogieron, dispuestos a trocearías, los cuatro
legionarios, responsables de la
custodia y enclavamiento de Jesús, protestaron, aludiendo -con
toda razón- que aquellas prendas les
pertenecían y que, dado su buen estado, las reclamaban
para sí.
El resto de la tropa cedió y,
precipitadamente, antes de que la tempestad de arena cayera
sobre Jerusalén, el oficial hizo
inventario, repartiendo las vestimentas entre el «cuaternio». A
uno le correspondía la capa de
púrpura que le diera Antipas; a otro, el cinto. Al tercero el par
de sandalias y el último se vio
recompensado con el espléndido manto. Pero quedaba la túnica.
¿Qué hacer con ella? Algunos
insistieron en la primitiva idea de romperla, pero el suboficial se
opuso. A pesar de su deplorable
aspecto -cuajada de sangre seca, mojada por el agua y la orina
de Lucilio, sucia del polvo del
camino y con algunos deshilachados a la altura de las rodillas-,
aquella prenda, tejida a mano,
merecía un final más honorable que el de fajar las piernas de los
romanos. La solución fueron los
dados.
El soldado responsable del saco de
cuero no tardó en regresar junto al grupo, haciendo
tamborilear en una de sus manos un
trío
de dados. Formaron un cerrado círculo
y, uno tras otro, fueron arrojando los pequeños cubos
de madera de dos centímetros de lado
sobre el suelo del patíbulo. Del uso, las piezas habían
perdido su primitivo color blanco,
así como el filo de sus aristas. La mugre había terminado por
darles un lustre característico. Los
valores de cada cara -perforados mediante alguna
herramienta o instrumento al rojo- se
hallaban repartidos de forma que, siempre la suma de los
dos lados opuestos diera siete.
Y como digo, se produjo el
lanzamiento: 1-5-3 (en la primera caída de los dados); 6-3-4 (para
el segundo jugador); 1-3-5- (en el
tercero) y 1-5-3 en la última jugada1.
El ganador plegó cuidadosamente «su»
túnica mientras, entre la multitud, se escuchaban
frases hirientes contra el Maestro:
-Tú, que querías destruir el Templo y
reconstruirlo en tres días..., ¡sálvate a ti mismo!
-Si tú eres el Rey de los Judíos
-interrogaban otros-, baja de la cruz y te creeremos...
-Se ha confiado a Dios -bendito sea-
para que le liberara y ha llegado a pretender ser su
Hijo... ¡Miradle ahora!: crucificado
entre dos bandidos.
El autor de aquella última frase
-otro de los sacerdotes de Caifás- no consiguió el efecto
apetecido. La muchedumbre, por
supuesto, no consideraba a Gistas y Dismas como ladrones y
apenas si coreó al malintencionado
saduceo.
Mientras los soldados guardaban las
prendas del Maestro, me asaltó un pensamiento: ¿Qué
ocurriría con aquellas vestiduras?
¿Dónde irían a parar?
1 Aunque no soy entendido en los misterios de la llamada
Cábala o Qabbalah (vocablo hebreo equivalente a
«conocimiento» o «tradición»), invito
a quien pueda leer este diario a someter las sucesivas numeraciones aparecidas
en los dados al método de conversión
utilizado por Cagliostro y que supone una pretendida correspondencia entre los
números y tas letras, según los
alfabetos hebreo y latino. Yo lo he hecho y he quedado sorprendido ante las
palabras
que parecen formar los números «
153-634-135-153»... No sólo aparece el nombre «cósmico» de Jesús -siempre
según el Esoterismo-, sino que, sobre
todo, cuando esa secuencia numérica es «traducida» o «convertida» en letras
(las del alfabeto hebreo), los
expertos en Cábala descubrieron con asombro todo un «mensaje». A través de este
sistema conocido en la ciencia
cabalística como «gueematria»-, estos números (en el mismo orden que aparecen
en el
texto) fueron «descifrados» e
interpretados, obteniendo, como digo, un «mensaje múltiple». No voy a desvelar
aquí y
ahora este increíble «mensaje».
Prefiero que sea el lector quien trabaje sobre este apasionante enigma y
descubra por
sí mismo el «secreto» de dicha
numeración. Sólo añadiré algo: en mi deseo de comprobar y analizar cuantos
datos
aparecen en este Diario, sometí las
referidas tiradas de los dados a un frío y riguroso examen, por parte del
catedrático
de Ciencias Matemáticas y
Estadísticas, J. A. Viedma, y de un grupo de especialistas en Informática,
encabezados por
mi buen amigo José Mora, todos ellos
residentes en Palma de Mallorca. Pues bien, según estos expertos, el cálculo de
probabilidad matemática de que puedan
salir dichos números, y en ese orden, es de 1 : 1.679.616 = 0,00000059537.
Es decir, la probabilidad resultaba
bajísima. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
301
De algo sí estoy seguro: que los
legionarios no regalarían ni se desprenderían así como así de lo
que, según la costumbre, les
pertenecía. Por otro lado, además, seguir la pista de dichos
vestidos no era cosa fácil para los
discípulos de Jesús. La mayoría de aquellos romanos
regresarían pronto a su
campamento-base, en la ciudad de Cesarea y, con el paso de los
meses, muchos cambiarían de destino o
serian licenciados. Todo esto me hizo sospechar que -
al contrario de lo que ocurriría con
el lienzo que sirvió para su enterramiento-, Jesús de Nazaret
no era muy partidario de que sus
discípulos guardaran estas reliquias, susceptibles siempre de
convertirse en motivos de adoración
supersticiosa, con el consiguiente riesgo de olvidar o
relegar a segundo plano su verdadero
mensaje...1
Concluido el reparto de las
vestiduras, Longino pidió a su lugarteniente que examinara
también las fijaciones de los reos.
El optio se aproximó primero a la cruz de la derecha y tocó la
cabeza del clavo del pie izquierdo
del guerrillero. Parecía sólidamente clavado. El «zelota», con
el cuerpo desmayado y violentamente
encorvado hacia adelante, no había parado un momento
de aullar y retorcerse, intentando
sobrevivir. Pero las penosas, cada vez más duras, condiciones
para robar algunas bocanadas de aire,
sólo habían añadido nuevos dolores y mayores
hemorragias a su organismo.
Al ver a Arsenius al pie de su cruz,
Gistas hizo un supremo esfuerzo y tensando los músculos
de sus hombros logró elevar los
brazos. Inspiró y, al momento, mientras expulsaba el escaso
aire conseguido, lanzó un salivazo,
mezclado con sangre, contra el suboficial, insultándole.
Indignado, el ayudante del centurión
se hizo con una lanza, replicando con el fuste de madera
en plena boca del estómago del
«zelota». El castigado diafragma se resintió aún más.
hundiendo al condenado en un proceso
más acelerado de asfixia. Sin dejar de mirar hacia
arriba, desconfiando, el optio repitió la comprobación en los pies de Jesús y,
finalmente, con los
clavos del tercer crucificado. Este
había ido recobrando el sentido, aunque su mirada
consecuencia posiblemente del
aguardiente- se había tornado opaca y extraviada. El dolor le
había sacado de su inconsciencia y
los gemidos no cesarían ya.
De pronto, entre berrido y berrido,
Gistas, con el rostro bañado por un sudor frío, giró su
cabeza hacia la izquierda, gritándole
al
Maestro:
-Si eres el Hijo de Dios... ¿por qué
no aseguras tu salvación y la nuestra?
Al instante, sofocado por el
esfuerzo, cayó sobre los puntos de apoyo inferiores, jadeante y
empeñado en nuevas y rapidísimas
inspiraciones.
1 Como saben bien los seguidores de las iglesias
-especialmente de la Católica-, el número actual de reliquias,
supuestamente relacionadas o
pertenecientes a la Pasión del Galileo, supera el millar. Esto, desde un punto
de vista
objetivo, arqueológico y científico,
es tan absurdo como imposible. En la basílica de Saint-Denis, en Argenteuil, al
norte
de Paris, se conserva, por ejemplo,
una supuesta «túnica sagrada». Y Otro tanto ocurre en la catedral de Tréveris.
Con
los debidos respetos a los que creen
en ambas «túnicas«, ninguna de las dos puede ser la que lució el Maestro de
Galilea. En la primera, aunque las
dimensiones son aproximadas a las reales (1,45 metros de longitud por 1,15 de
anchura), careciendo incluso de
costuras, el tejido, en cambio, lo constituye un burdo entramado de hilos de
estopa de
cáñamo, que nada tiene que ver con la
naturaleza de las prendas utilizadas habitualmente por los hebreos en aquella
época: algodón, lana y lino. (Por una
túnica confeccionada con una tela tan raída como tosca, los legionarios no
hubieran perdido el tiempo
sorteándola.) En cuanto a la segunda, aún resulta más difícil de identificar.
Se trata de una
serie de trozos de un tejido muy fino
y parduzco, envueltos y protegidos contra la polilla entre dos telas. Una de
éstas
es de seda adamascada, fabricada
posiblemente en Oriente entre los siglos vi y ix. Con los clavos y la cruz de
Cristo
ocurre algo parecido. Según la
tradición, la piadosa emperatriz santa Elena los desenterró en el siglo IV.
(Para empezar,
dudo que las fuerzas romanas
perdieran el tiempo y el dinero sepultando las stipes y
patibulum, así como los clavos,
después de cada ejecución, como
pretenden algunos exegetas, en defensa de la tradición de la mencionada madre
del
emperador Constantino.) Según estas
mismas leyendas, santa Elena mandó hacer un freno con uno de los clavos para
el caballo de su hijo (hoy se conserva
en Carpentras). Con otro formó un circulo para el casco de Constantino y se
dice
que aquel círculo forma ahora parte
de la corona de hierro de los reyes lombardos, conservada en Monza. Con el
tercer
clavo dícese que sirvió para
apaciguar una tempestad en el Adriático... El caso es que, en la actualidad, en
varias
iglesias de Europa se veneran
supuestos clavos de la Pasión, hasta un total de ¡diez!: dos en Roma, uno en
Santa Cruz
de Jerusalén, en Santa María del
Capitolio, en Venecia, en Tréveris, en Florencia, en Sena, en París y en Arras.
Respecto a los maderos de la cruz de
Jesús, el asunto se complica mucho más. El mundo de los cristianos está
materialmente sembrado de astillas de
todos los tamaños, todas ellas supuestamente extraídas de la verdadera Cruz.
Como decían Breckhenridge y Salmasio,
entre otros, «sí se juntasen estas reliquias podríamos plantar un bosque...»
Quizá el trozo más voluminoso es el
que se venera en España: en Santo Toribio de Liébana, en la provincia norteña
de
Santander. La tradición asegura que
este lignum crucis fue traído desde Jerusalén por santo Toribio, obispo de
Astorga,
en España, y contemporáneo de san
León 1 el Grande. lino de los datos a favor de este supuesto resto de la cruz
en la
que fue colgado el Maestro es el tipo
de madera: pino. Pero, desde un punto de vista científico, las dudas siguen
envolviendo su origen. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
302
Pero el Maestro no respondió. Silo
hizo en cambio el otro guerrillero. Apoyado como estaba
con la punta de su pie izquierdo
sobre la mitad del sedile,
su mecánica respiratoria no resultaba
tan fatigosa como la de sus
compañeros de cruz. Y con voz balbuceante le reprochó a su
amigo:
-¿No temes tú mismo a Dios?... ¿No
ves que nuestros sufrimientos... son por nuestros
actos?...
Dismas hizo una pausa, luchando por
una nueva inhalación y, al fin, continuó:
¡Pero... este hombre sufre
injustamente!... ¿No sería preferible que buscáramos el perdón de
nuestros pecados... y la salvación...
de nuestras... almas?
Los músculos de sus brazos se
relajaron y el vientre volvió a inflarse como un globo.
Jesús de Nazaret, que había escuchado
las palabras de ambos «zelotas», abrió los labios
unos milímetros, con evidente deseo
de responder. Pero su cuerpo, despegado de la stipe y
muy caído sobre las extremidades
inferiores, no le obedeció. Sin embargo, el gigante no se
rindió. Aceleró el número de
inspiraciones bucales -llegué a sumar 40 por minuto, cuando el
ritmo normal e inconsciente de
respiraciones de un ser humano es de 16- e intentó contraer los
potentes músculos de los muslos, en
su afán de elevarse unos centímetros y hacer entrar aire
en los pulmones. Sin embargo,
aquellos cinco o diez primeros minutos en la cruz habían ido
quemando el escaso potencial de todos
105 paquetes musculares de muslos y piernas -
utilizados por el Señor en el
imprescindible apoyo sobre los clavos de los pies para tomar
oxígeno- y los bíceps, sartorios,
rectos anteriores, vastos y gemelos se negaron a funcionar. La
rigidez de todas estas fibras musculares
me llevó al convencimiento de que la temida
tetanización se había iniciado antes
de lo previsto. (Este dolorosísimo cuadro -la tetanización-
se registra siempre al entrar los
músculos en un proceso anaerobio o de falta de oxígeno. En
estas condiciones, el ácido láctico
existente en las fibras musculares no puede metabolizarse,
cristalizando. El organismo se ve
sometido entonces a un dolor lacerante, bien conocido por los
atletas.)
Al comprender que sus piernas habían
empezado a fallar, el Maestro -presa de las primeras
convulsiones y espasmos musculares,
propios de la incipiente pero irreversible tetanización-
forzó las articulaciones de los
codos, al tiempo que, buscando apoyo!, en los clavos de las
muñecas, pedía a la musculatura de
sus antebrazos que le sirviera de «puente» para elevar, a
su vez, la de los hombros.
Entre jadeos, inspiraciones y
lamentos entrecortados -provocados por el roce o
aplastamiento de los nervios medianos
de las muñecas con el metal que perforaba sus carpos-,
aquel ejemplar humano venció al fin
la fuerza de la gravedad, izándose sobre si mismo y
relajando el diafragma. Los
deltoides, duros como piedras, transformaron sus hombros en
«manos» y la boca del Nazareno se
abrió temblorosa, ganando a medias la batalla de la
inspiración del aire polvoriento que
nos azotaba.
Al observar el titánico esfuerzo de
Jesús, el «zelota» que le había defendido volvió a
hablarle:
-iSeñor! -le dijo con voz
suplicante-. ¡Acuérdate de mí... cuando entres en tu reino!
Y al tiempo que expulsaba parte del
aire robado en la última inhalación, el Galileo, con las
arterias del cuello tensas como
tablas, acertó a responderle:
-De verdad... hoy te digo... que
algún día estarás junto a mi... en el paraíso...
Los músculos de los hombros, brazos y
antebrazos se vinieron abajo y con ellos, toda la masa
corporal del Nazareno que quedó
nuevamente doblado «en sierra» y sin esperanzas inmediatas
de repetir semejante y agotador
«trabajo»1.
1 Los hombres de Caballo de Troya, en un informe posterior a
este primer «gran viaje» y en base al peso de Jesús, a
las longitudes de sus brazos, a las
distancias hombro-clavo y al ángulo de 30 grados que formaban sus miembros
superiores con la horizontal, expusieron,
entre otras, las siguientes consideraciones teóricas: la distancia entre los
clavos de las muñecas y una línea
horizontal (imaginaria) que pasara por el centro de ambas articulaciones de los
hombros, era de 26,5 centímetros,
aproximadamente. Esta era, en suma, la escalofriante altura a la que debía
elevarse
el Maestro cada vez que practicaba
una de estas inspiraciones algo más profundas. Pensando que el músculo
deltoides
(que se extiende desde la clavícula y
el omoplato al húmero) está diseñado para elevar el citado miembro superior,
cuyo peso es de un kilo y pico, el
esfuerzo a que se vio sometido en el caso del Galileo es sencillamente
excepcional. Si
hacemos actuar el citado deltoides en
forma inversa -haciendo fijas sus inserciones en el húmero, tirando hacia
arriba
de los hombros para elevar el peso
del cuerpo- comprobaremos las enormes dificultades que ello supone,
perfectamente patentes en ese
ejercicio gimnástico, único, que se lleva a cabo con las anillas y que,
popularmente, es
conocido como «hacer el Cristo». Al
no contar con la ayuda de los músculos de las extremidades inferiores, la
musculatura del hombro tenía que
elevar el peso correspondiente a la cabeza, tronco y vientre, hasta la raíz de
los
Caballo de Troya
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303
Por mi parte, en vista de la
acelerada degradación del organismo del gigante, me dispuse a
acoplar sobre mis ojos las «crótalos»
e iniciar una de las más delicadas y vitales operaciones de
seguimiento médico de aquella misión.
Pero dos hechos -uno de ellos
absolutamente imprevisto y desconcertante- retrasarían esta
nueva exploración del cuerpo del
Galileo...
Hacia las 13.40 horas, la voz de
Eliseo se escuchó "5 x 5" en mi oído. Con una cierta
excitación me adelantó algo que, tanto
los hebreos como el pelotón de vigilancia en el Gólgota
y yo mismo, teníamos a la vista y que
no tardaría en convertir la ciudad santa y aquel paraje en
un infierno. El primer frente del
«haboob» acababa de caer como una negra y tenebrosa niebla
sobre la falda oriental del monte
Olivete. La «cuna», como medida precautoria, había activado
su «cinturón» de defensa. Las rachas
de viento, a su paso sobre el módulo, alcanzaban los 35
nudos.
El gentío, al distinguir los sucios
lóbulos de la tempestad, avanzando por el Este como una
«ola» y gigantesca, empezó a
movilizarse, huyendo precipitadamente hacia la muralla. Muchos
de ellos se perdieron por la puerta
de Efraím y otros, buenos conocedores de esta especie de
«siroco», buscaron refugio al pie del
alto muro que cercaba Jerusalén por aquel punto. El sol
seguía brillando en lo alto, en mitad
de un cielo azul y transparente. Creo que esta matización
resulta sumamente interesante: en
contra de lo que dicen los evangelistas, aquella
muchedumbre no se retiró de las
proximidades del Calvario como consecuencia de las
«tinieblas» a las que aluden los
escritores sagrados. Éstas, sencillamente, aún no se habían
producido. Y hay más: en aquellos
momentos tampoco detecté miedo. El fenómeno -no me
cansaré de insistir en ello- era
molesto, incluso peligroso, pero frecuente en aquellas latitudes.
Los judíos, por tanto, estaban
acostumbrados a tales tormentas de polvo y arena. En principio
no era lógico que cundiera el pánico.
Sin embargo, ese terror que citan Mateo, Marcos y Lucas
se produjo. Pero, tal y como pasaré a
narrar seguidamente, el origen de dicho miedo no estuvo,
repito, en el «siroco»...
A los pocos minutos, de aquellos
cientos de personas que contemplaban a los crucificados
sólo quedó un mínimo contingente de
sacerdotes y curiosos. Quizá medio centenar. La mayoría,
como si se tratase de una medida
habitual de protección, empezó a sentarse sobre el terreno,
cubriendo sus cabezas con los pesados
y multicolores mantos. Aquel pequeño grupo, en
definitiva, era una prueba más de lo
que afirmo. Sabían que se echaba encima una tempestad
seca y, sin embargo, se tomaron el
asunto con filosofía. Por supuesto, eligieron y apostaron por
el macabro espectáculo de los reos,
debatiéndose entre la vida y la muerte.
Tentado estuve de aprovechar aquellos
instantes para extraer mis lentes especiales de
contacto y proceder al chequeo del
cuerpo del Maestro. Pero la inminente llegada de los densos
y negruzcos penachos me hizo
desistir. A semejante velocidad -unos 70 kilómetros a la hora-,
las partículas de tierra y los
gránulos de arena hubieran dañado la delicada superficie de las
«crótalos», arruinando aquella fase
de la misión e, incluso, poniendo en peligro la integridad
física de mis ojos. Así que opté por
aplazar el registro ultrasónico y tele-termográfico. Según
Eliseo, el hocico del «haboob » y los
dos o tres lóbulos que corrían detrás no eran muy
profundos, estimándose su duración en
unos 15 a 20 minutos.
miembros inferiores. Es decir,
suponiendo que la masa total de Cristo fuera de unos 82 kilos, la mencionada
musculatura debía correr con la
elevación de los 2/3 del peso corporal. En otras palabras: con unos 54,6 kilos.
De
acuerdo con la expresión peso = masa
x gravedad, se obtuvo que 54,6 x 9,8 = 535,73 julios. Al cronometrar el
referido
ascenso de 26,5 centímetros (0,265
metros) en unos 1,5 segundos, Caballo de Troya dedujo que la aceleración
sufrida
por Jesús de Nazaret fue de
aproximadamente, 0,2355 metros por segundo en cada segundo. (Se tuvo en cuenta,
obviamente, los siguientes
parámetros: «e» = espacio o distancia recorrida; «V0» = velocidad
inicial, en este caso cero;
«a» = aceleración y «t» = tiempo
invertido.
O, lo que es lo mismo: e = V0 + 1/2 a t2. Esto
significaba lo siguiente: 0,265 = 1/2 a. 1,52.)
También fue calculada la fuerza que
tuvo que hacer el Maestro en cada una de estas violentas elevaciones en
vertical: peso-fuerza = masa X
aceleración. Es decir, 535,73- F = 54,6 x 0,2355. El resultado fue de F =
522,87 julios.
En cuanto al «trabajo» desarrollado,
he aquí la escalofriante cifra: trabajo = fuerza x distancia (T = 522,87 x
0,265
= 138,56 newtons). Ello arrojó una
potencia de ¡92,37 watios! (potencia = trabajo/t¡empo o 138,56/1,5).
Si comparamos esos 92,37 watios con
los 2,5 que normalmente realiza la misma musculatura para elevar
simplemente el brazo, empezaremos a
intuir el gigantesco y dolorosísimo esfuerzo que, como digo, desarrolló Jesús
de
Nazaret en la cruz. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
304
No fue necesario que el centurión
diera demasiadas indicaciones. Cada hombre sabía cómo
debía comportarse ante aquella
contingencia. Al comprobar la masiva retirada de los judíos,
Longino permitió a los centinelas que
se agrupasen en el extremo sureste de la cima del
Gólgota, de cara a la tormenta.
Juntaron los cuatro escudos, formando un parapeto, y clavaron
sus rodillas en la roca, sujetando
esta improvisada defensa mediante las abrazaderas interiores
de cada escudo. El resto de la
patrulla levantó la hilera de escudos que había sido dispuesta
sobre la superficie del patíbulo,
formando un segundo «muro» defensivo. Y la totalidad del
pelotón -incluidos el oficial y
Arsemus- se agazaparon dando la cara al cada vez más próximo
temporal.
Longino, al verme en pie e indeciso,
me hizo una señal con la mano para que buscara refugio
junto a la piña que formaban sus
hombres. Así lo hice sin pérdida de tiempo. Pero, en lugar de
acurrucarme como los legionarios, en
dirección al «sirocco», me senté de espaldas a la patrulla,
sin perder de vista a los crucificados.
El viento, de pronto, se volvió más
cálido y silbante. El primer torbellino del «haboob» se
precipitó sobre Jerusalén, y sobre el
peñasco donde nos encontrábamos, con una estimable
violencia. En cuestión de segundos,
una masa deshilachada y blanquecina, formada por
toneladas de arena y polvo en
suspensión, arrasó el lugar, repiqueteando en su choque contra
las partes convexas de los escudos.
A pesar del manto que cubría mi
cabeza, una minada de granos de una arena fina empezó a
acosarme, penetrando por todos los
huecos de mis vestiduras e hiriendo la piel -especialmente
las piernas- como alfileres. El
bramido de aquel tornado fue incrementándose con su velocidad.
Al poco, tanto los soldados como yo,
nos vimos obligados casi con desesperación a cerrar los
ojos y proteger la boca, oídos y
fosas nasales de aquella angustiosa polvareda.
Conforme el «siroco» fue arreciando,
los gritos de los «zelotas» -encarados al viento y casi
desnudos- se hicieron más y más
estentóreos. Las rachas habían empezado a ensañarse con
sus cuerpos indefensos, asaeteándoles
con millones de partículas de tierra, añadiendo así un
nuevo e insoportable suplicio.
Levanté la cabeza como pude y, entre las columnas de polvo,
más que ver, escuché a uno de los
guerrilleros, pidiendo entre aullidos que le rematasen. En
cuanto a Jesús, casi no pude
distinguir su figura, pero imaginé el sofocante tormento que
estaba soportando.
Dudo mucho que nadie en el Gólgota ni
en sus alrededores, ni tampoco en la ciudad, pudiera
levantar la vista durante aquella
pesadilla. Los sucesivos frentes del «haboob», cuyo «techo»
resultaba poco menos que imposible de
fijar en semejantes condiciones, se elevaban -eso sí- a
una altitud suficiente como para
difuminar el disco solar, al menos para cualquier observador
que se encontrase inmerso en el
tornado. Sin embargo, yo no aprecié una oscuridad o
debilitamiento de la luz diurna
suficiente como para clasificarlo de « tinieblas». Hubo,
naturalmente, un descenso de la
visibilidad, como consecuencia del arrastre de arena y polvo,
pero no esa cerrada negrura que
parece desprenderse de los textos evangélicos. Cualquiera
que haya vivido una de estas
experiencias sabe que, por muy espeso que sea el fenómeno
meteorológico en cuestión,
difícilmente desemboca en tinieblas. Fue después cuando ocurrió
«aquello» que sí «oscureció» un
amplio radio...
Una vez alejados los tres o cuatro
lóbulos «de cabeza», Eliseo abrió de nuevo la conexión
auditiva, anunciándome que la «cola»
del «siroco», muy debilitada ya, necesitaría otros cinco o
diez minutos para cruzar la región.
Las masas de tierra en suspensión eran menos consistentes,
aunque los vientos en superficie
mantenían velocidades no inferiores a los 20025 nudos.
El centurión, al notar cómo el
torbellino principal parecía decrecer, se incorporó
parcialmente, inspeccionando a los
cuatro soldados que se resguardaban a escasos metros de
nuestra «empalizada». No debió
observar demasiadas anomalías porque volvió a acurrucarse
de inmediato, en espera de los
últimos coletazos del «haboob». Eliseo no estaba equivocado.
Alrededor de las 14 horas, la fuerza
del tornado disminuyó, así como el polverío.
Afortunadamente el cuerpo principal
del «siroco» había ido despedazándose desde su
nacimiento en los desiertos arábigos,
alcanzando las tierras de Palestina con una «cabeza» cuya
longitud fue valorada por los
instrumentos del módulo en unos 20 kilómetros y un frente de casi
125. Las ráfagas, sin embargo, no
cesarían hasta bien entrada la tarde.
Cuando la tormenta cesó, el
espectáculo que se ofreció a mi alrededor era sencillamente
dantesco. Todos los legionarios, y yo
mismo, naturalmente, aparecíamos cubiertos de arena. El
polvo había blanqueado las cejas,
cabellos y ropajes de los soldados, así como los mantos de
Caballo de Troya
J. J. Benítez
305
los cincuenta escasos judíos que
habían preferido aguantar el azote del viento al pie del
Gólgota.
En cuanto a los crucificados, al
verlos mudos y con las cabezas inmóviles sobre el pecho, lo
primero que pensé es que habían
perecido por asfixia. Longino debió imaginar lo mismo porque
se precipitó hacia las cruces,
palmoteando sobre sus ropas y sacudiéndose la tierra acumulada.
Sin embargo, al situarnos bajo los
condenados, comprobamos -yo, al menos, con alivio-
cómo seguían vivos. Las costillas
flotantes de Jesús registraban esporádicas oscilaciones, señal
de una débil ventilación pulmonar.
Las heridas y regueros de sangre se hallaban acribillados por
infinidad de partículas de tierra y
arena, llegando a taponar las profundas brechas de los
costados y el desgarro de la rótula.
Los cabellos de su cabeza, axilas y pubis, así como el del
pecho, eran irreconocibles. Se habían
convertido en masas encanecidas. Su cabellera, sobre
todo, encharcada por las hemorragias,
era ahora, con el polvo, un viscoso y ceniciento colgajo.
Quedé aturdido al ver su barba y
bigote cargados de polvo y sus labios, con una costra terrosa
que desdibujaba las mucosas e,
incluso, las profundas fisuras.
Las heridas de los clavos, tanto en
el Maestro como en los «zelotas», habían sido poco
menos que taponadas por el «haboob».
Aquel viento infernal, que acababa de atentar contra el
hilo de vida que aún flotaba en lo
alto de aquellos árboles, había logrado lo que parecía un
milagro: detener la pérdida de sangre
del Nazareno (aunque, sinceramente, a aquellas alturas
de la crucifixión ya no sé qué
hubiera sido mejor). De todas formas, el destino es muy
extraño...
Los guerrilleros y Jesús de Nazaret
se hallaban sin conocimiento. En el fondo era lo mejor
que les podía haber ocurrido.
Y sucedió. A las 14.05 horas, mi
compañero en el módulo -con una excitación similar a la
que había experimentado durante mi
permanencia en la finca de Getsemaní- abrió súbitamente
la conexión, anunciándome algo que
hizo tambalear mis esquemas mentales.
¡Ahí está otra vez...! ¡Jasón, lo
tengo en pantalla...! El radar registra un eco... ¿Dirección...?,
afirmativo: procede del Este. ¡Esto
es de locos!
Me volví hacia el lugar, pero, una
vez más, no observé nada anormal. Era lógico. Aunque la
«ola» de polvo se había extinguido,
aquel objeto se hallaba aún, según el «Gun Dish» de a
bordo, a 135 millas del «punto de
contacto» donde reposaba la «cuna».
No viene muy fuerte -prosiguió
Eliseo, que debía tener la nariz pegada a la pantalla del
radar-. Calculo que a unos 400
nudos... oh...!
La voz de mi hermano se cortó.
Rodeado como estaba por los 12 legionarios y los dos jefes
no pude pulsar mi conexión y
dirigirme a él. ¿Qué demonios pasaba en el módulo?
-… ¡Jasón, nunca nos creerán...! El
eco acaba de hacer una ruptura de casi 90 grados... Lo
tengo en rumbo 190... Si sigue así
pasará casi sobre tu vertical... Pero, ¿cómo ha podido...?,
¿qué clase de «cosa» puede hacer un
giro así...? Jasón, entiendo que no puedes hablarme.
Seguiré informando... ¡Reduce,
afirmativo, reduce su velocidad! ¡Y también el nivel...! A ver...,
en electo... ¡Roger!, pasa de 400
nudos a 275... ¿Nivel...? 300 y sigue bajando... Te doy
«pegeons»1 al
módulo: 90 millas y mantenido en 190... ¡Un instante...! ¡Acelera...!
Afirmativo,
está acelerando: ¡400..., 700..., 900
nudos...! ¡No es posible...! Se ha estabilizado en nivel 120
(cuatro mil metros)... Lo tendrás a
la vista en seguida si mantiene esa velocidad... Entiendo
que a las «dos» de tu posición...
Efectivamente, a los cinco minutos y
seis segundos, la voz de Eliseo irrumpió de nuevo en mi
cabeza. Pero, esta vez silo tenía a
la vista: al principio como un punto brillante. Después,
conforme fue aproximándose, perdió
luminosidad, convirtiéndose en una especie de «luna
llena», de un color mate.
Los soldados no tardaron mucho en
verlo. Y el centurión, levantando la vista, quedó tan
perplejo como yo.
-… ¡Jasón...! ¿lo tienes? Yo lo veo
casi a mis «12» y alto... Sigue a 12000 pies. ¡Se
detiene...! ¡Afirmativo!, ¡ha hecho
estacionario...!
Las últimas palabras desde el módulo,
cargadas de emoción, terminaron por contagiarme.
Me restregué los ojos, pensando en
una posible alucinación... Pero pronto caí en la cuenta que
aquella
1 «Pegeons»: entre pilotos y astronautas, proporcionar
distancia y rumbo. (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
306
hipotética explicación era ridícula:
Longino, los legionarios y yo podíamos sufrir algún tipo de
trastorno pero, ¿y el radar?
Aquella «cosa », según Eliseo, se
había estabilizado a unos 4000 metros sobre la vertical de
Jerusalén. Y así permaneció por
espacio de dos o tres minutos. A juzgar por la altura a la que
se encontraba y por su tamaño
aparente -superior al de diez lunas- sus dimensiones eran
enormes.
Mientras observaba boquiabierto aquel
fenómeno pasaron por mi mente un sinfín de posibles
explicaciones, que, por supuesto, no
terminaron de satisfacerme. Era el segundo objeto volante
que veía en las últimas 14 horas.
¿Cómo podía ser? ¿Qué significaba aquello? Y, sobre todo,
¿quién o quiénes lo tripulaban?
Pero mis elucubraciones se vieron
definitivamente pulverizadas cuando mi hermano, después
de verificar hasta tres veces el
diámetro de aquel artefacto, me anunció sus dimensiones: ¡1
757,9 096 metros! ¡Casi un kilómetro
y ochocientos metros! Es decir una superficie ligeramente
superior a la de toda la ciudad
santa...
La presencia de aquel monstruoso
disco, totalmente silencioso y flotando en el cielo como
una frágil pluma, hizo pasar a la
escolta y a los hebreos de la estupefacción al miedo. En un
movimiento reflejo, el centurión y
algunos de sus hombres desenfundaron sus espadas,
replegándose hacia la base de las
cruces. Pero ninguno acertó a expresarse. Un pánico
irracional se había enroscado en sus
corazones y lo mismo ocurría entre el medio centenar de
curiosos que permanecía junto al
Gólgota. Las miradas de todos estaban fijas en aquella «luna»
misteriosa.
A las 14 horas y 8 minutos, según los
cronómetros del módulo, el objeto osciló ligeramente -
como si «temblase»- y, despacio, en
un ascenso que me atrevería a calificar de majestuoso, se
dirigió hacia el sol. Al alcanzar el
nivel 180 (18000 pies) volvió a hacer estacionario.
Un alarido colectivo se escapó de las
gargantas de los judíos cuando vieron cómo aquel
artefacto empezaba a interponerse
entre el disco solar y la Tierra. Y lo hizo de Este a Oeste
(siempre considerada la observación
desde el Calvario y sus inmediaciones).
En segundos, con una precisión que me
secó la garganta, el formidable objeto tapó el
ardiente circulo, dando lugar a un
progresivo oscurecimiento de Jerusalén y de un dilatado
radio en el que, naturalmente, me
encontraba.
Esta interposición con el sol,
milimétrica y magistralmente desarrollada por quienes
gobernaban aquel inmenso aparato, se
produjo con cierta lentitud, pero sin titubeos. Hoy, al
recordarlo, tengo la sensación de que
los responsables de dicha operación quisieron que el
«eclipse» pudiera ser observado paso
a paso.
En menos de 120 segundos, el astro
rey desapareció y, con él, la claridad. Mejor dicho, un
ochenta por ciento de la fuente
luminosa. Obviamente, aunque la gran masa metálica -
confirmada por el radar- proyectó al
instante un gigantesco cono de sombra sobre la ciudad
santa y sus alrededores, las
radiaciones solares siguieron presentes, formando una «corona» o
«aura» luminosa que abarcaba toda la
curvatura del enigmático objeto. Las «tinieblas», en
electo, se hicieron sobre Jerusalén,
aunque no con el carácter absoluto de una noche cerrada,
por ejemplo. La claridad existente
alrededor del disco era suficiente como para que pudiéramos
distinguir el entorno con un índice
de luminosidad muy similar al que suele seguir a una puesta
de sol. Y así se mantuvo hasta que
llegó el momento fatídico...
(No creo necesario extenderme en profundidad
sobre esa ilógica explicación científica, que
trata de resolver este fenómeno de
las «tinieblas» con ayuda de un eclipse total de sol. Basta
recordar que en aquellas fechas se
registraba precisamente el plenilunio y, en consecuencia, tal
eclipse de sol era imposible. La
luna, a las 14 horas del 7 de abril del año 30 se hallaba aún
oculta por debajo del horizonte
oriental. Los astrónomos saben, además, que un eclipse de esta
naturaleza siempre se inicia por la
cara Oeste del disco solar. Aquí, en cambio, ocurrió al revés.
El oscurecimiento del sol se inició
por el Este.)
Eliseo, una vez consumado el
ocultamiento solar, verificó los parámetros de a bordo,
confirmando que aquella especie de
«superfortaleza» volante había quedado «anclada» a 18
000 pies de altura, manteniendo una
velocidad de desplazamiento de 1 431,055 km/ hora. En
los 45 minutos que duró el fenómeno
de las «tinieblas», aquel objeto cubrió un total de 1
Caballo de Troya
J. J. Benítez
307
073,2912 kilómetros, siempre a una
altitud de 6 000 metros. (El diámetro solar aparente
correspondía a un arco cuyo valor
aproximado era de 33 minutos y 10 segundos.)1
Al consumarse el «eclipse», que
insisto, sólo pudo tener una proyección puramente local,
muchos de los judíos –espantados-
cayeron rostro en tierra, golpeándose el pecho con ambas
manos y profiriendo alaridos de
terror. Los saduceos, desconcertados, no sabían cómo
reaccionar. Al fin, la mayoría de los
hebreos escapó hacia la puerta de Efraím, mientras los
dirigentes judíos -no demasiado
convencidos- intentaban retenerles, gritándoles que «todo
aquello sólo podía obedecer a algún
encantamiento del crucificado o a un fenómeno celeste...»
Fue inútil. La turbación de los
incultos y supersticiosos enemigos de Jesús era tal que ni
siquiera escucharon los razonamientos
de los sacerdotes. Y allí permaneció el desamparado
puñado de jueces, mucho más pendiente
de lo que ocurría en los cielos que en el patíbulo.
Supongo que, si siguieron al pie del
Gólgota no fue porque les sobrara valentía, sino por
obediencia a Caifás y al resto del
Consejo.
El oficial romano tuvo que hacer un
supremo esfuerzo para calmar su nerviosismo y el de
sus hombres. Si los hebreos eran
temerosos de este tipo de manifestaciones, los romanos aún
lo eran mucho más. A fuerza de
imperiosos gritos, Longino logró finalmente que sus soldados
ocuparan los puestos de vigilancia
asignados por el optio
antes de la tormenta de arena. A
juzgar por el vocerío que se
levantaba más allá de la muralla, la confusión y el miedo entre los
peregrinos y habitantes de Jerusalén
tenían que ser extremos. Mientras aquella área
permaneció en la penumbra, muchos
curiosos llegaron a asomarse bajo el arco del portalón de
Efraim, intrigados y, supongo,
ansiosos por saber si todo «aquello» tenía alguna vinculación con
el prodigioso Maestro de Galilea.
Pero ninguno tuvo valor para aproximarse. Mejor dicho, hubo
un grupo que silo hizo...
A los pocos minutos de iniciarse las
«tinieblas», por el camino que partía de Jerusalén se
destacó una veintena de personas. Con
paso ligero y decidido fue acercándose al filo de la gran
roca. A causa de las sombras no pude
distinguir al joven apóstol Juan hasta que se detuvo a
escasos metros de donde me
encontraba. Al fin había vuelto. Le acompañaba otro hombre y
unas 18 mujeres, todas ellas
semiocultas por sus ropones. Pero no supe reconocer a ninguno
de los amigos del Zebedeo.
Era sumamente extraño. En realidad,
todo lo era desde la aproximación de aquel objeto, que
seguía fijo e imperturbable sobre nuestras
cabezas. Precisamente a raíz de su aparición en el
espacio -aunque no me percaté de ello
hasta la llegada de Juan y su grupo-, el viento había
cesado. Y con él, todos los sonidos
propios y naturales del campo. Al menos, los que
habitualmente venía percibiendo.
Incluso, los fugaces trinos de las golondrinas y demás aves y
el zumbido de los insectos y de
aquellas nubes de moscas verdes y gruesas como monedas de
un centavo que, antes del paso del
«haboob», habían empezado a posarse a decenas sobre la
sangre de los crucificados.
Cuando estaba a punto de descender
por el canal, a fin de reunirme con Juan, un súbito
gemido del Galileo me detuvo. El
Maestro parecía haber recobrado la conciencia. El centurión y
yo caminamos unos pasos y,
efectivamente, comprobamos cómo el crucificado se esforzaba
nuevamente en sostener un acelerado
ritmo respiratorio. La forzada caída del diafragma había
hinchado su vientre y su tórax
aparecía rígido como el madero del que colgaba. A pesar del
polvo y la tierra que le cubrían
-casi como un fatídico adelanto de su sepultura-, los signos de la
cianosis eran cada vez más palpables.
Las escasas uñas de sus pies que no se hallaban bañadas
por la sangre habían empezado a
tornarse de una típica coloración azulada. Otro tanto ocurría
con las puntas de sus dedos. La
tetanización de los miembros inferiores era ya galopante. Los
músculos de los muslos y piernas
seguían registrando espasmos, aunque cada vez más
espaciados. Los dedos gruesos de
ambos pies habían entrado ya en aducción, desviándose
hacia el plano central del cuerpo del
Nazareno.
De pronto, una mano se posó sobre mi
hombro izquierdo. Era Juan. Con su coraje habitual
había ascendido hasta lo alto del
Calvario. Venía solo. La verdad es que ni siquiera se entretuvo
1 No puedo resistir la tentación de recordar al lector otro
suceso que parece guardar una estrecha relación con éste:
el sol que «bailó» en Fátima en 1917.
En cuanto al objeto que provocó las »tinieblas» sobre Jerusalén y su entorno,
el
computador del módulo estimó que
giraba geosincrónicamente sobre la ciudad santa (paralelo estimado para
Jerusalén:
5 463 kilómetros). (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
308
en contemplar a su Maestro. Sus ojos
se hallaban hundidos y el rostro, marcado por las largas
horas de insomnio y sufrimiento.
Parecía un viejo...
Con voz temblorosa se dirigió a
Longino, suplicándole que, aunque sólo fuera un instante,
permitiera a la madre de Jesús de
Nazaret aproximarse a la cruz y dar el último adiós a su hijo
primogénito. Juan acompañó su
petición dirigiendo su brazo derecho hacia el reducido número
de mujeres que esperaba a escasa
distancia de los saduceos.
A pesar de cuanto llevaba vivido y
sufrido en aquella misión, al oír al Zebedeo mis rodillas
temblaron. ¡María estaba allí!
Longino no tuvo valor para negarse. Y
autorizó al discípulo a que acompañara a la madre del
Maestro hasta lo alto del patíbulo,
con la condición de que el resto siguiera donde estaba y de
que la permanencia al pie de la cruz
fuera lo más breve posible.
Juan agradeció el humanitario gesto
del centurión y se apresuró a volver junto al grupo.
Intercambió unas palabras con las
mujeres y, seguidamente, una de las hebreas comenzó a
subir por entre las rocas, asistida
por Juan y el otro hombre.
Conforme se aproximaban, mi pulso se
aceleró. A los pocos segundos tuve ante mi a la
madre terrenal de aquel gigante...
Los legionarios, algo más tranquilos,
habían descendido por el segundo peñasco,
entregándose a la búsqueda de leña
seca con la que poder encender una fogata. Ellos,
lógicamente, no podían prever la
duración de la oscuridad y Arsenius, prudentemente, ordenó a
los infantes que se hicieran con una
buena provisión de combustible. Faltaban cuatro horas
para el ocaso y la custodia de los
condenados podía ser larga.
En el instante en que María llegaba
al pie de la cruz central, dos de los soldados depositaron
sobre la roca sendos haces de ramas
de la llamada retama «de escobas», muy ligera y de
excelente calidad para sus
propósitos.
Apoyándose en los antebrazos de Juan
y del segundo hombre (que resultó llamarse Jude o
Judas y que, según pude averiguar al
día siguiente, era hermano carnal de Jesús), aquella
hebrea de rostro extremadamente
pálido se detuvo a un metro del árbol en el que se hallaba
clavado su hijo. No era muy alta. Su
cabeza, levantada hacia el Maestro, había quedado poco
más o menos a la altura de las
rodillas del Nazareno. Posiblemente mediría entre 1,60 y 1,65
metros. Contaba alrededor de 50 años,
aunque su figura frágil, algo encorvada y las arrugas
que nacían de sus hermosos ojos
almendrados la hacían más venerable. A pesar de la
oscuridad me llamó la atención su
frente alta y despejada, rematando un rostro ovalado en el
que apenas despuntaba una nariz
pequeña y recta. Cubría su cabeza con un manto marrón
claro que no me permitió ver sus
cabellos. Sin embargo, á juzgar por el color de sus cejas -
finas y ligeramente arqueadas-,
debían ser de un negro azabache. La túnica, de una tonalidad
similar a la del manto, aunque algo
más apagada, rozaba casi la superficie del Gólgota.
Nadie dijo nada. Juan rompió a
llorar, aferrándose al brazo de la Señora. Longino,
conmovido, se retiró.
Sin embargo, ante mi sorpresa, María
no derramó una sola lágrima. Sólo el temblor de sus
largas y encallecidas manos, bajo
cuya piel serpenteaba una maraña de venas azules y
pronunciadas, reflejaba su aflicción.
Mis problemas se vieron aliviados
cuando el oficial, en otro gesto que decía mucho en su
favor, regresó hasta nosotros,
portando una tea recién encendida.
Cuando Longino aproximó la
improvisada antorcha al cuerpo del Maestro, con el fin de que
su madre pudiera contemplarle mejor,
el Galileo, alertado quizá por el resplandor rojizo del
fuego, despegó la barbilla del pecho,
descubriendo a su familia. Su respiración volvió a agitarse
y su ojo derecho se abrió al máximo.
La mujer, al igual que Juan y el
hermano de Jesús, no despegaron ya sus miradas del rostro
del crucificado.
La boca del gigante se abrió
ligeramente, intentando hablar, pero sus pulmones -disminuidos
en su capacidad vital por las
múltiples lesiones de los músculos respiratorios y por la angustiosa
falta de apoyo- se hallaban ante una
gravísima insuficiencia ventilatoria restrictiva. (Pocos
minutos más tarde, al ajustar los
ultrasonidos a su tórax, Caballo de Troya recibiría información
sobre esa delicada situación,
certificando mis sospechas: la capacidad vital de Jesús se hallaba
muy por debajo del 80 por 100 del
valor teórico normal, estimado -como se sabe- en 5,50
litros.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
309
A pesar de ello, el Nazareno, en un
titánico esfuerzo, contrajo los músculos abdominales y,
casi al unísono, la agotada
musculatura de los antebrazos y hombros comenzó a palpitar,
buscando la energía necesaria para
elevar la parte superior del cuerpo esos imprescindibles y
kilométricos 26,5 centímetros. Pero
las reservas del Cristo estaban casi agotadas y su voluntad
no fue suficiente. En esos dramáticos
momentos sucedió algo casi insignificante, poco menos
que imperceptible para los que se
hallaban al pie de la cruz, pero que para mi, como médico,
me heló el corazón. Jesús arqueó el
diafragma por segunda vez y tensó de nuevo los músculos
elevadores y extensores, haciéndolos
vibrar. Al mismo tiempo, su muñeca izquierda giró apenas
un centímetro sobre el eje del
antebrazo. Aquel movimiento del carpo sobre el clavo colaboró
decisivamente en la elevación de los
hombros. La cabeza del rabí se clavó en el patibulum y su
barba apuntó hacia el cielo, mientras
el violento dolor provocado por el mínimo giro de la
muñeca izquierda hacía latir con
precipitación las paredes de la vena yugular externa,
marcando las fosas supraclaviculares
y los músculos del cuello como jamás he visto en ser
humano. Al instante, de la semicegada
herida de la muñeca izquierda surgieron dos reguerillos
de sangre, finísimos y divergentes,
que corrieron hacia el codo.
El Maestro -a qué precio- había
logrado su propósito. Al elevarse, su boca se abrió al máximo
y una bocanada de aire fresco penetró
en sus pulmones, al tiempo que el hundimiento del
vientre dejaba al descubierto la
cresta ilíaca de la cadera derecha.
El cuerpo del crucificado volvió a
caer y Jesús, bajando el rostro, esbozó una sonrisa extraña.
Aquel rictus me alarmó: no se trataba
en realidad de una sonrisa, sino de otro síntoma de la
tetanización que le acosaba y que en
Medicina se conoce por «sonrisa sardónica»: labios
apretados, con las comisuras hacia
afuera y hacia abajo.
María, al contemplar el desesperado
esfuerzo de su hijo, bajó la cara y sus piernas
flaquearon. Pero Juan y Judas la
sostuvieron. Sus labios, apenas sombreados por la luz de la
antorcha, empezaron a aletear y las
profundas ojeras que corrían por encima de sus altos y
afilados pómulos se confundieron con
la oscura e insondable amargura de unos ojos que, a
pesar de todo, conservaban una
singular belleza.
-¡Mujer...!
La renqueante voz del Maestro hizo
que María y todos los demás levantaran el rostro. Y el
semblante de aquella hebrea se
iluminó.
-¡Mujer -repitió Jesús-, he aquí a tu
hijo!
Juan se secó las lágrimas con la
palma de su mano derecha, mirando a su Maestro sin
acertar a comprender.
Después, desviando el rostro hacia el
apóstol exclamó, casi sin fuerzas:
-¡Hijo mío..., he aquí a tu madre!
La menguada inhalación del
crucificado estaba casi agotada. Su respiración entró en déficit y
apurando sus últimas posibilidades,
ordenó entre jadeos:
-Deseo..., que abandonéis este...
lugar.
Su abdomen había vuelto a deformarse
y su cabeza, al igual que los músculos de los brazos
y hombros, se desplomaron.
Los hombres hicieron intención de dar
media vuelta y retirarse, pero María, siempre en
silencio, avanzó un paso hacia el
crucificado. Se inclinó muy lentamente y besó la rodilla
derecha de Jesús. Después, ocultando
su rostro entre las manos, abandonó el peñasco,
prácticamente sostenida por Juan y su
hijo.
Creo que, tanto el centurión como yo
quedamos impresionados por la entereza de aquella
mujer. Una hebrea a la que tendría
oportunidad de volver a ver y de cuya conversación
obtendría una magnífica y sensacional
información.
La pequeña, casi insignificante,
sombra de María, la madre del Maestro, no tardó en
difuminarse en la penumbra. Juan y
Jude la acompañaron en su camino de regreso a Jerusalén.
Pero el resto de las mujeres continuó
a corta distancia, pendiente del agonizante crucificado.
Allí estaban, entre otras seguidoras
y creyentes, Ruth, también hermana carnal del Nazareno;
Salomé, la madre de Juan; Mirián,
esposa de Cleopás y hermana de la madre de Jesús; Rebeca
y María, la de Magdala, más conocida
hoy por «Magdalena».
Hacia las 14.25, el optio autorizó al que hacía las veces de intendente a que
repartiera la
cena entre los hombres de la
patrulla: cerdo salado, queso, pan y una ración de agua con
vinagre, conocido por el nombre de
«posca». Todos los soldados, a excepción de los que
montaban guardia, se reunieron en
torno a la hoguera, dando buena cuenta de las viandas.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
310
Durante aquellos breves momentos de
distensión pregunté al oficial por qué los legionarios
habían apilado sendos montones de
ramas en la base de cada una de las cruces. Longino,
invitándome a degustar aquel vino
fermentado, me explicó que consistía en una simple medida
de gracia. En caso necesario, si así
se ordenaba o si la agonía de los reos se prolongaba en
demasía, deberían prender fuego a la
leña. El humo remataba a los crucificados, asfixiándoles
en cuestión de minutos.
Algunos de los infantes, tratando de
apaciguar el miedo que, sin duda, aún les atormentaba,
empezaron a gastar bromas a cuenta de
los prisioneros. Uno de ellos, más osado que el resto,
se volvió hacia Jesús, brindando con
su jarra de latón:
-¡Salud y suerte al rey de los
judíos!
La ocurrencia contagió al resto, que
también levantó su «posca» hacia la cruz del Galileo.
Jesús, interrumpiendo su jadeante
respiración, exclamó:
-¡Tengo sed!
El optio consultó al centurión y éste le autorizó a que acercara al Galileo
el tapón que
cerraba la cántara con el agua
avinagrada. Arsenius tomó el cierre y después de clavarlo en la
punta de una de las azagayas de la
escolta llegó al pie del madero, levantando la lanza de
forma que el tapón, previamente
empapado en la «posca», tocara los polvorientos labios del
Maestro. Naturalmente, no desperdicié
aquella ocasión. Jesús abrió la boca, mordiendo
ansiosamente el corcho. El líquido
limpió la tierra pero, al penetrar en las grietas, el ácido hirió
nuevamente la carne del Nazareno, que
retiró en seguida la cabeza. Arsenius bajó el pilum y, al
observar que el prisionero no hacía
intención de repetir el humedecimiento de su boca, se
retiró.
Los labios del rabí acusaban con sus
temblores un incremento de la crisis febril. Tomé
entonces una antorcha y, al
aproximaría al rostro de Jesús, descubrí cómo la tetanización había
empezado a reducir el brillo del
esmalte dentario, aumentando en cambio la opacificación del
cristalino. Su ojo izquierdo seguía
cerrado por los hematomas. (La insuficiencia paratiroidea,
provocada por la tetanización, debía
ser ya alarmante, con un acusado descenso de la
concentración de calcio en sangre.)
No había tiempo que perder. Me alejé
unos pasos, hasta llegar al filo sur del promontorio y,
de espaldas a los legionarios, ajusté
las «crótalos » a mis ojos. Segundos antes, cuando extraía
las lentes de contacto de la bolsa de
hule, vi cómo Juan y su compañero regresaban de la
ciudad, uniéndose a las mujeres.
Advertí a Eliseo del inminente
chequeo, anunciándole que, si no me equivocaba, Jesús de
Nazaret estaba entrando en pleno
proceso pre-agónico y que, a fin de sincronizar la exploración
médica con el tiempo real, ajustara
los cronómetros del módulo con la activación del circuito
ultrasónico, recordándome la hora
cada cinco minutos.
Retrocedí de nuevo, plantándome a
tres metros de la cruz central y activé las ondas
ultrasónicas.
Eran las 14.30 horas...
Mi primera preocupación fue averiguar
la pérdida general de sangre. Las constantes
hemorragias -en especial después del
enclavamiento- me hacían sospechar un grave descenso
de la volemia. Las ondas de 3,5 MHZ
buscaron las principales arterias y el «efecto Doppler» en
las cavas y aorta confirmaron mis
temores: en aquellos momentos, el volumen total de sangre
fue estimado en un 47 por 100. Jesús,
por tanto, a las 14.30 horas había experimentado una
pérdida de 2,82 litros. (Estos datos,
y otros más complejos que he preferido ahorrar en mi
diario, fueron obtenidos, como ya
apunté en su momento, después de la culminación de aquella
primera parte del «gran viaje».)
El Nazareno, por tanto, había perdido
casi la mitad de su volemia. Si seguía desangrándose y
sin posibilidad de reponer, al menos,
parte del plasma perdido -hecho éste francamente difícil-,
la anemia galopante terminaría por
provocar un desfallecimiento del que no podría recuperarse.
En aquellos momentos, suponiendo que
esto hubiera sido posible, el cuerpo del Maestro debería
haber sido colocado en posición
horizontal.
-14.35 horas...
El inmediato «rastreo» del bazo sólo
vino a ratificar el prácticamente mermado circuito
generador de glóbulos rojos o
eritrocitos. Al descender éstos a la alarmante cifra de 2 700 000
por milímetro cúbico de sangre, el
bazo había ido liberando sus reservas, pero pronto quedó
Caballo de Troya
J. J. Benítez
311
agotado. En cuanto a la aceleración
de la entropoyesis en la médula ósea y la estimulación de
la síntesis proteica, hacía tiempo
que habían quedado «bajo mínimos».
Estas pérdidas en el torrente
sanguíneo y la no ingestión de líquidos compensadores desde
que fuera izado sobre el madero vertical
estaban originando una sed aplastante -quizá uno de
los peores sufrimientos- y,
consecuentemente, un desmesurado y casi sostenido gasto cardíaco.
La rudimentaria ventilación pulmonar,
cada vez más degradada, había hecho saltar todas las
«alarmas» y el corazón, en un
esfuerzo supremo, luchaba por bombear sangre a las
musculaturas de hombros, brazos e
intercostales. Estos últimos, sobre todo, se habían hecho
cargo prácticamente del 90 y, a
veces, del 100 por 100 de la responsabilidad respiratoria.
El músculo cardiaco, en definitiva,
que en una persona normal trabaja a razón de 60 a 70
pulsaciones por minuto, golpeaba la
caja torácica de Jesús a un promedio de 120-130 latidos,
agobiado ante la dramática solicitud
de oxigeno y de fuerza por parte de las áreas nobles del
organismo: cerebro, riñones y, en
estas circunstancias, de la musculatura que peleaba por la
entrada de aire en los pulmones. El
instinto de supervivencia estaba imprimiendo al corazón un
gasto que Caballo de Troya estimó
entre 30 y 40 litros por minuto. Sin embargo, conforme iba
corriendo el tiempo, las formidables
palpitaciones del Nazareno fueron oscilando, con sensibles
descensos, consecuencia de la menor
actividad del bulbo raquídeo, que empezaba también a
flaquear, enviando muchos menos
impulsos nerviosos al corazón. Esto, en suma, provocaría un
circulo vicioso de carácter
irreversible.
-14.40 horas...
El Maestro, con las costillas tensas
como ballestas y las arterias pulsando sin descanso,
despegó la barbilla del tórax. Su ojo
derecho empezaba a apuntar un ligero estrabismo o
desviación divergente. Frunció las
cejas y con un gemido suplicante exclamó:
-¡Tengo sed!
Longino repitió la maniobra pero, en
esta ocasión, los apergaminados labios apenas rozaron
el cierre esponjoso de la cántara. El
centurión hizo oscilar la antorcha a la altura de la cara del
Galileo, con lentos movimientos de
derecha a izquierda. Pero la pupila, muy dilatada, no llegó a
moverse. ¡Jesús había empezado a
perder visión! La mirada vidriosa me hizo pensar en la
posible formación de un edema papilar
o hinchazón del nervio óptico en el fondo de aquel ojo,
seguramente como consecuencia de la
hipertensión intracraneal o por el menor flujo sanguíneo
en aquella región de la cabeza.
El oficial examinó detenidamente el
rostro del rabí. Su nariz, a pesar del hematoma y la
posible desviación o fractura de los
huesos propios, había empezado a adquirir un sombreado
afilado (signo inequívoco de la fase
premortal). También sus cuencas orbitales se hallaban más
acusadas, registrándose un
hundimiento de la bolsa adiposa del pómulo derecho. El izquierdo
se hallaba tan tumefacto y
ensangrentado que resultaba imposible distinguir señal alguna.
Este -comentó Longino- está listo.
Y retornó junto a sus hombres,
moviendo la cabeza con un cierto desaliento.
Me situé en cuclillas y dirigí el
finísimo láser rojizo por debajo del último segmento del
esternón o apéndice xifoides,
procurando evitar así el choque de los ultrasonidos con las
costillas falsas y flotantes. Al
encontrar la masa esponjosa y elástica de los pulmones, la
catástrofe respiratoria apareció en
todo su dramatismo. El pulmón izquierdo se hallaba casi
colapsado, a causa de un derrame
pleural. Los latigazos y sucesivos golpes y patadas en los
costados -y concretamente en el
izquierdo- habían originado, sin duda, la acumulación de
líquido en la parte inferior del
«saco» pleural que envuelve al pulmón.
Al medir los más importantes
parámetros de la respiración1 de Jesús de Nazaret, la
computadora encargada de las
valoraciones y registros -una Dataspir, sistema «on line, EDV
70»- estimó que, en aquellos momentos
(14.40 horas), tal y como suponía, la capacidad vital
del Galileo se hallaba en fase
crítica: con un déficit superior al 70 por 100.
Esta disminución generalizada de las
funciones respiratorias había ocasionado igualmente un
descenso en el volumen residual de
aire, estimado en condiciones normales en 1,67 litros. En
1 Utilizando el llamado «Sistema 1», basado en tablas
francesas elaboradas en Nancy, fueron desarrollados
alrededor de 40 parámetros. Por
ejemplo, la «VC» o capacidad vital; «VT« o volumen corriente; «RV« o volumen
residual; «TLC» o capacidad pulmonar
total; «MV» o volumen minuto; transferencia o difusión pulmonar del oxígeno;
«RAW» o resistencia de vías aéreas;
distensibilidad pulmonar y torácica, y «PST» o presión de retracción
elásticopulmonar.
(N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
312
definitiva, las mermas en la
capacidad vital, volumen residual y «TLC» o capacidad pulmonar
total habían provocado en Jesús la
formación del llamado «pulmón pequeño». Por descontado,
el incremento de la frecuencia
respiratoria -por encima, incluso, de las 40 respiraciones por
minuto- sólo permitía una pobre
aireación de los llamados «espacios muertos»: boca, tráquea,
etc., resultando muy poco efectiva a
la hora de transportar oxígeno a los alvéolos pulmonares.
Y, consecuentemente, la
hipoventilación que se derivaba de la existencia del «pulmón
pequeño» arrastró de inmediato el
incremento del C02 o anhídrido carbónico, que contribuyó a
un progresivo envenenamiento e
intoxicación del rabí. Esta alta dosificación de C02 no tardaría
en deprimir el sistema nervioso
central. Caballo de Troya estimó que el aumento de anhídrido
carbónico había alcanzado valores
superiores a los 50-60 mmg de presión a los 30 minutos de
haber sido colgado en la cruz. El
aumento del PaCO2 opresión arterial del anhídrido carbónico
tuvo, sin embargo, una repercusión
que podríamos calificar como «relativamente beneficiosa»
para el Nazareno: al multiplicarse la
presencia de este tóxico, el organismo de Jesús entró en
una fase de adormecimiento que, sin
duda, hizo más «llevadero» el tormento.
-14.45 horas...
La baja saturación de oxígeno en
hemoglobina estimuló una vez más el instinto de
supervivencia del Maestro. E izándose
de nuevo sobre los clavos de las muñecas aspiró la que
sería su penúltima bocanada de aire.
A partir de esos instantes, presa de una taquicardia
mucho más agresiva, el Galileo
-consciente de sus escasos minutos de vida- comenzó a recitar
lo que me parecieron pasajes de las
Sagradas Escrituras. El centurión y varios legionarios se
aproximaron, intrigados. Pero su
lenguaje era casi ininteligible. Las fuerzas se le escapaban a
borbollones y sólo de vez en cuando
sus palabras llegaban con un mínimo de nitidez a mis
oídos. Al retener algunas de aquella
frases caí en la cuenta de que el Maestro no trataba de
decirnos nada. Simplemente, ¡estaba
rezando!
Así pude escuchar, por ejemplo: «Sé
que el Señor salvará su unción...» o «Tu mano
descubrirá a todos mis enemigos» y,
sobre todo, la impresionante y polémica «¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?»
Al retornar al módulo consulté el
libro de los Salmos y, efectivamente, comprobé cómo el
Maestro había estado recitando
algunos de los pasajes de este texto sagrado. Entre los que yo
acerté a identificar se hallaban
párrafos de los salmos XX, XXI, y XXII. Este último (salmo 22,2)
dice exactamente: «¡Dios mío, Dios
mío! ¿Por qué me has desamparado? Lejos están de la
salvación mis rugidos.»
No pude por menos que sonreír. Los
teólogos, exegetas y moralistas de todas las Iglesias
han escrito durante siglos ríos de
tinta, tratando de interpretar y acomodar estas últimas
palabras de Jesús.
Para algunos, sobre todo para los
Padres latinos, este supuesto lamento del Nazareno era
sólo una expresión metafórica: «Jesús
-dicen- habla en nombre de la Humanidad pecadora y en
su persona, los pecadores son
abandonados de Dios.» Así pensaban, por ejemplo, Orígenes,
Atanasio, Gregorio Nazianzeno, Cirilo
de Alejandría y Agustín, entre otros.
Una segunda hipótesis -defendida por
Eusebio y Epifanio- llegó a proponer lo siguiente: «La
naturaleza de Jesús habla a su
naturaleza divina, quejándose al Verbo de que vaya a
abandonar a la naturaleza humana en
el sepulcro por algún tiempo.»
Por último, una tercera teoría apunta
hacia el hecho de que el Cristo llegó a sentirse
verdaderamente abandonado por el
Padre. Así dicen, al menos, hombres tan prestigiosos como
Tertuliano, Teodoreto, Ambrosio,
Jerónimo, santo Tomás y un sinfín de teólogos modernos.
En mi opinión, el Maestro, angustiado
por la sombra de la muerte, se refugió en algo que
resulta común a muchos humanos cuando
se ven en un trance semejante: la oración.
-14.50 horas...
El fulminante ascenso de la acidosis
fue otro anuncio del inminente final del Nazareno. Al
revisar el torrente sanguíneo
observamos un alarmante descenso del pH. De 7,20-7,30 en el
momento de la crucifixión había bajado
a 7,15. El riñón aún seguía fabricando angiotensina,
luchando por subir la tensión, pero
todo era poco menos que inútil. En realidad aquellas últimas
respiraciones de Jesús de Nazaret,
cada vez más breves y aceleradas, estaban sostenidas ya
por la hipoxia o baja carga de
oxígeno en la hemoglobina de la sangre. Pero este último y sabio
estímulo de la naturaleza humana
tenía los minutos contados.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
313
La cianosis dominaba ya todas las
mucosas y partes «acras»: puntas de los dedos de las
manos y de los pies, lengua, labios
e, incluso, algunas áreas de la piel.
De pronto, el ritmo galopante del
corazón se encrespó aún más, pulsando a razón de 169
latidos por minuto. El Cristo, con
los dedos agarrotados, había iniciado la que sería su última
elevación muscular. La muñeca
izquierda giró por segunda vez pero, en esta oportunidad, el
golpe de sangre fue mucho más viscoso
y amoratado. A pesar de ello, los regueros escaparon
por el antebrazo, goteando hasta la
roca del Calvario cuando toparon con el codo. El cuello se
hinchó y los músculos intercostales
experimentaron nuevos espasmos, mientras el rostro
ganaba altura, milímetro a milímetro.
Con el ojo y la boca muy abiertos, el Maestro parecía
querer atrapar la vida, que ya se le
iba...
La caja torácica, a punto de
estallar, inhaló el aire suficiente para que Jesús de Nazaret, con
una potencia que hizo volver la
cabeza a todos los legionarios, exclamase:
-¡He terminado! ¡Padre, pongo en tus
manos mi espíritu!
Al instante, su cuerpo se desplomó,
haciendo crujir todas las articulaciones.
La voz de Eliseo me anunció las 14.55
horas...
Al escuchar la retumbante frase del
reo, el oficial se precipitó hacia el pie de la stipe. Y antes
de que me olvide de ello, deseo
precisar que, tal y como señala Juan en su Evangelio (único
testigo de entre los cuatro
escritores sagrados), no hubo grito, en el sentido literal de la
palabra. Su voz se propagó
estentórea, eso sí, y quizá por ello, con el paso de los años, las
mujeres y el propio centurión
pudieron confundir esta postrera manifestación del Maestro con
un grito. Tal y como dice San Juan,
Jesús no profirió semejante grito. Dicho esto, prosigamos.
Longino acercó de nuevo la tea al
rostro del Nazareno. Tenía el ojo abierto y la pupila dilatada.
En la revisión de las filmaciones se
pudo precisar cómo minutos antes de esta última pérdida de
conciencia, la córnea del ojo se
había vuelto opaca. Fue una lástima ¡que el ojo derecho se
hallara cerrado. Muy probablemente,
los analistas de Caballo de Troya habrían detectado el
llamado signo de Larcher1.
Externamente había cesado toda
evidencia respiratoria. El Maestro, con la barbilla hundida
sobre el esternón, permanecía con la
boca entreabierta.
Me apresuré a dirigir los
ultrasonidos sobre la región cardíaca. Caballo de Troya estimó que,
a partir de las 14.54 horas -cuando
el tableteo del corazón llevaba unos tres minutos,
aproximadamente, con una frecuencia
vertiginosa (que alcanzó su pico máximo en las ya
mencionadas 169 pulsaciones-minuto)-,
el pulso bajó en picado. El nódulo senoauricular (que
late normalmente a razón de 72 veces
por minuto) se colocó muy por debajo de los 60
impulsos y, en cuestión de segundos,
todo el miocardio entró en una fibrilación ventricular. A
los 30 segundos de arritmia, el
Maestro cayó fulminado, aunque la parada cardíaca final no se
produjo hasta dos minutos y medio
después. Según estas apreciaciones, el fallecimiento de
Jesús de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57
horas y 30 segundos, aproximadamente, del viernes,
7 de abril del año 30.
A pesar del gasto cardíaco, el riego
sanguíneo que llegaba al cerebro fue insuficiente,
provocando, entre otros efectos, el
referido desmayo o pérdida de conciencia del que no habría
retorno.
-Ha muerto...
El centurión pronunció aquellas dos
palabras con una cierta piedad. Como si la desaparición
de aquel ajusticiado hubiera
representado algo para él... En realidad, como he dicho, la muerte
clínica del Nazareno no se produciría
hasta pocos segundos más tarde. Pero esto no podía
saberlo Longino.
El Maestro no tardaría en entrar en
la muerte biológica. Suspendido por los clavos de las
muñecas, su vientre aparecía muy
hinchado. El tórax había quedado hundido y los músculos
pectorales -que no habían cesado de
oscilar y convulsionarse- yacían rígidos, desmayados.
Entre las ramas y púas del casco se
apreciaba ya, cada vez más marcado, un círculo violado
alrededor de la deformada nariz. Las
sienes, semiocultas por los cabellos, se hallaban hundidas
y la oreja derecha, algo visible, se
había retraído. La piel situada inmediatamente por encima
de la barba se arrugó y el globo
ocular se fue oscureciendo, como silo cubriera una especie de
1 Esta «señal», que suele preceder a la muerte, bien conocida
de los médicos, presenta generalmente en el ojo
derecho una opacidad de la
esclerótica algo más pálida que en la del izquierdo. Casi siempre se registra
esta «mancha
ocular» con cierta antelación en un
ojo que en el otro. (N.
del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
314
tela viscosa. Por las heridas de los
clavos -especialmente en la del pie derecho- seguía
manando sangre, aunque la coloración
era ya mucho más rosada. (La volemia en el instante del
fallecimiento había rebasado la
barrera del 50 por 100. Es decir, el Cristo había derramado más
de la mitad de su volumen sanguíneo.)
Justo en aquellos momentos se
registró la relajación de sus esfínteres, que añadieron al ya
tétrico aspecto de Jesús el fétido
olor de unos excrementos casi líquidos y amarillentos que se
deslizaron por las caras interiores
de sus piernas.
Dudé a la hora de utilizar el
circuito «tele-termográfico». Sin embargo, a pesar de mi
aturdimiento, cumplí lo establecido
por el proyecto. De aquel último y rápido examen pudo
deducirse, por ejemplo, que la
acumulación de sangre en las extremidades inferiores -a pesar
de la ruptura de una de las arterias
del pie derecho- había sido considerable. A los pocos
segundos de la muerte, la temperatura
de dichas extremidades inferiores como consecuencia
de la sobrecarga sanguínea era de un
grado centígrado por encima de lo normal.
Al chequear los tejidos superficiales
se comprobó también que el agudo y decisivo proceso
de tetanización había inutilizado las
piernas y muslos del Nazareno a los 12 minutos de su
elevación y enclavamiento en el
árbol. Esto confirmaba mis impresiones sobre los titánicos
esfuerzos que tuvo que desarrollar el
rabí de Galilea cada vez que luchaba por una bocanada de
aire. Al fallar los hipotéticos
puntos de apoyo de los clavos de los pies, como dije, fue la
musculatura superior (hombros,
antebrazos y músculos intercostales) los que corrieron con el
gasto energético. Pero estas fibras
se verían bloqueadas también por la tetanización pocos
minutos después: a los 18, los
deltoides, vastos externos de los brazos y supinadores, palmares
mayores, cubitales y ancóneos de los
antebrazos. A los 20 minutos, aproximadamente,
quedaron diezmados los grandes
pectorales y la potente red muscular de la zona superior de la
espalda: los trapecios. Esta casi
«congelación» de la formidable musculatura del Galileo
precipitó su muerte, bajo el signo
principal y horrible de la asfixia. Entre la pléyade de déficits
circulatorios, ventilatorios, renales
y del sistema nervioso central que confluyeron y le
empujaron hacia el fin, Caballo de
Troya consideró siempre que la raíz y causa básica del óbito
(si es que a esta muerte se le puede
dar el calificativo de «natural>)) del Maestro fue la asfixia.
Hacia las 14.55 horas, el cerebro de
Jesús ingresó en el coma «Depasé», con las trágicas
consecuencias que ello significa...
Las áreas de las perforaciones de los
carpos y pies arrojaron un color azul intenso, señal
evidente del importante proceso
inflamatorio que habían padecido y, consecuentemente, de
una mayor temperatura.
Para cuando situé el láser en el ojo
de Jesús, la dilatación de la pupila ofreció únicamente
una mancha oscura, signo claro de una
pérdida de visión. La temperatura de las estrechas
zonas periféricas de la córnea, sin
embargo, aún conservaban calor y fue posible registrar unos
breves «anillos» azules. El
cristalino, en definitiva, aparecía opacificado, y el iris asimétrico.
En realidad, poco más se podía hacer.
El general Curtiss luchó para que los técnicos
perfeccionasen el sistema de
«resonancia magnética nuclear», que nos hubiera permitido
rastrear los movimientos atómicos de
algunas zonas claves del cerebro del Nazareno, pero los
trabajos no llegaron a tiempo.
Tristemente, aquel Hombre, a quien yo
había empezado a admirar y querer, había muerto. A
pesar de todo mi entrenamiento, al
despojarme de las «crótalos», me dejé caer sobre la dura
superficie del Gólgota. La melancolía
fue germinando en lo más intrincado de mi alma y sentí
cómo parte de mí mismo se iba con
aquel ser. Una melancolía sin horizontes que, lo sé, no se
desprenderá de mi angustiado corazón
hasta que la muerte cierre definitivamente mi pobre
existencia. Mientras, como aquel día
junto a las cruces, sigo llorando.
Ni Eliseo ni nadie del proyecto lo
supo jamás. A partir de aquel fatídico momento de la
muerte de Jesús, algo se hundió en lo
más profundo de mi ser. Mis últimas horas en Palestina
no tuvieron casi sentido. Cumplí con
lo programado por Caballo de Troya, pero casi como un
autómata. Y lo peor es que jamás pude
rehacerme...
A las 14 horas, 57 minutos y 30
segundos -justamente cuando el corazón del Nazareno se
detuvo para siempre-, ocurrió lo
inesperado. Con una sincronización que aún me aterra, y que
sólo puede tener una explicación,
aquella «luna» gigantesca comenzó a moverse. Y con la
misma lentitud con que había cubierto
el sol, así fue desplazándose hacia el Este,
devolviéndonos la transparente
luminosidad de aquel viernes.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
315
Mi compañero en el módulo se apresuró
a confirmar lo que yo estaba viendo. Poco a poco,
sin prisas, como dejándose ver, el
objeto se dirigió hacia Levante, desapareciendo por detrás
del monte de las Aceitunas.
Aquel singular «amanecer» fue acogido
por los legionarios y por el escaso grupo de mujeres
y saduceos que seguían junto al
peñasco con vivas muestras de alegría y asombro. Otro tanto
ocurrió en la ciudad. Sus habitantes
estimaron esta «liberación» del sol como un signo de buen
augurio.
Fue entonces, mientras el gigantesco
disco rompía su estacionario, alejándose, cuando el
centurión, volviéndose hacia la cruz
en la que colgaba el Maestro, golpeó la coraza que protegía
su tórax con el puño derecho y,
sosteniendo esta actitud de saludo, sentenció:
-¡Ciertamente era un hombre
integro...! Realmente ha debido ser el Hijo de Dios...
Los soldados, inquietos, pidieron
instrucciones al optio
y al oficial. Pero ni Arsenius ni
Longino supieron qué hacer.
Sencillamente, como medida de seguridad, doblaron la guardia.
Algo intuían aquellos hombres cuando
actuaron así. Y no se equivocaban...
Al desaparecer la penumbra, la luz
del sol iluminó a los crucificados, desvelando todo el
horror de aquellos cuerpos
desangrados, grotescamente convulsionados y cubiertos de arena.
Los «zelotas» continuaban
inconscientes y así siguieron -afortunadamente para ellos- hasta que
llegaron aquellos tres nuevos
legionarios...
La piel del Galileo, a pesar de la
gruesa película de polvo que se había adherido a sus
desgarros, cabellos, coágulos y manchas
de sangre, pronto empezarla a resaltar con la típica
tonalidad marmórea de los cadáveres.
El olor de las heces hacía insoportable la estancia junto a
la cruz y los infantes que no
montaban guardia se retiraron hasta el filo del patíbulo. La
situación se hizo algo más llevadera
cuando, nada más «salir» el sol, el viento volvió a soplar
desde el Este, aunque. mucho más
debilitado que en las horas precedentes. Es ahora, con la
perspectiva del tiempo, cuando me he
hecho una pregunta que entonces no llegué a intuir
siquiera: ¿Tuvo algo que ver la
presencia de aquel formidable objeto con la extraña quietud que
sobrevino al mismo tiempo que las
«tinieblas» y con el posterior recrudecimiento del viento? El
científico no tiene respuesta pero el
hombre intuitivo que también llevo dentro me dice que sí...
Noté una lógica alarma entre las
mujeres y en Juan y el hermano de Jesús. La absoluta
inmovilidad de su Maestro empezaba a
extrañarles. Mi estado de ánimo era tan menguado que
me volví de espaldas, no deseando
tropezar con la mirada del joven Zebedeo. Entonces, hacia
el Oeste, percibí una curiosa
agitación entre las bandadas de pájaros que anidaban
generalmente en los muros de la
ciudad. A pesar del viento, habían remontado el vuelo,
dispersándose en total desorden. Me
encogí de hombros. Sin embargo, casi a la par, una
confusa algarabía me hizo volver la
cabeza hacia la muralla. Lo que vi me dejó perplejo. Por la
puerta de Efraím había empezado a
salir un tropel de perros, ladrando lastimeramente. Yo
sabía que había canes en Jerusalén,
pero nunca creí que fueran tantos. Parecían nerviosos, muy
excitados y, sobre todo,
atemorizados. Como si algo o alguien les hubiera puesto en fuga
repentinamente. Pero ¿quién?
Longino y yo nos miramos sin
comprender e igualmente alarmados. ¿Qué estaba ocurriendo
en Jerusalén?
Los chuchos cruzaron a la carrera por
delante del peñasco, en dirección a los campos del
norte y noroeste. Algunos, jadeantes
y husmeando el terreno sin cesar, treparon a lo alto del
Gólgota, pero fueron rápidamente
expulsados por los legionarios.
A los pocos segundos, una
comunicación desde la «cuna» me estremecía, explicando en
parte el anómalo comportamiento de
aquellos animales: los sensores de a bordo habían
empezado a detectar una serie de
gases, con alto contenido de azufre, así como un ligero
incremento de la temperatura a nivel
del suelo.
Eliseo no estaba seguro pero era
posible que se avecinara un movimiento sísmico. Aquella
hipótesis sí podía aclarar en parte
la inquietud de las aves y perros. (Los animales, y también el
hombre, aunque en una proporción
menor, tienen capacidad para inhalar los gases que
frecuentemente preceden al estallido
de un terremoto. Al registrarse las primeras
perturbaciones en el interior de la
Tierra, los gases son expulsados a través de, las estrechas
fisuras del suelo y los animales
pueden inhalarlos. Estos segregan al instante en sus cerebros
un volumen de serotoninas muy
superior al normal y las citadas hormonas disparan los
mecanismos de excitabilidad del
individuo. En el caso de los perros, habían salido huyendo,
retirándose de las peligrosas áreas
de edificios de Jerusalén.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
316
Sin embargo, los dos sismógrafos
«Teledyne» y «Geotech», instalados por Caballo de Troya
para medir y valorar el terremoto a
que hace alusión el evangelista Mateo en su texto sagrado
(27,51) -y del que yo, sinceramente,
me había olvidado por completo- no registraban señal
alguna. Ambos, especialmente
diseñados por los especialistas del Centro Nacional de
Terremotos y Meteorología de Tokio –y
en los que colaboró decisivamente el profesor
Nagamune, jefe de Información de
Pronósticos de Terremoto-, fueron ubicados por los expertos
en dos de los soportes o « trenes» de
aterrizaje de la «cuna». En el delicado proceso de
miniaturización y adaptación a
nuestra nave, uno de los aparatos fue convertido en sismógrafo
«horizontal», y el segundo en
«vertical». Los pesados péndulos fueron sustituidos por sendos
haces de luz láser, capaces de
registrar las ondas de sismos profundos (hasta 720 kilómetros)
y, naturalmente, las procedentes de
movimientos intermedios o someros, con una profundidad
límite de 7 kilómetros bajo la
superficie. En el «horizontal» -especialmente programado para los
movimientos de vaivén o de «rodillo»
del terreno-, el espejo tradicional que sirve como registro
fotográfico había sido eliminado. Los
impulsos del láser quedaban codificados al instante sobre
un papel especial, pudiendo ampliar
las vibraciones por encima de las 100000 veces. En cuanto
al de «péndulo-láser» de conformación
vertical, preparado para los movimientos de
comprensión, se hallaba en contacto
con un papel térmico y un registro tradicional de cinta
magnética.
Fue poco después -a las 15.01 horas- cuando
sentimos aquella primera sacudida. Recuerdo
un pequeño detalle que, en las
primeras décimas de segundo, contribuyó aún más a duplicar mi
confusión. Uno de los legionarios,
por orden del optio, había tomado entre sus manos la vasija
encerrada en la malla de cuerdas y se
disponía a arrojar parte del agua de la misma sobre las
llamas de la hoguera. Y así lo hizo.
Pero, en el instante en que vertía el líquido sobre la fogata,
el primer «tirón» del terreno le
desequilibró y el chorro de agua fue a estrellarse sobre el rostro
de otro compañero, que permanecía
sentado muy cerca del fuego.
El legionario cayó sobre la roca y
también la cántara, que se quebró en pedazos.
Aquella oscilación del suelo produjo
la fulminante incorporación de los soldados que se
hallaban sentados, quienes,
aturdidos, no tuvieron tiempo ni de mirarse unos a otros. Aunque
en las comprobaciones posteriores se
estimó que la primera onda sísmica apenas si tuvo una
duración de 16 segundos, el
desplazamiento horizontal de los estratos -en forma de vaivén-,
llevaba una potencia suficiente como
para derribar a varios de los infantes. En mi caso, lo que
más me consternó en aquellos segundos
iniciales fue el agobiante mareo que empecé a
experimentar. Parecía como si una
fuerza invisible estuviera agitando mi cerebro...
Al notar la sacudida, las mujeres
rompieron a chillar, víctimas del mismo pánico que nos
inundaba a todos.
Pero, súbitamente, de la misma forma
que había llegado, así desapareció aquel movimiento.
Longino y el suboficial, pálidos como
la piel de Jesús, esperaron unos segundos. Sus miradas
estaban fijas en los extremos
superiores de las cruces. Pero las stipes, al
cesar el temblor,
habían quedado tan inmóviles como
antes del sismo. Y el oficial, con muy buen criterio, se
dirigió a sus hombres, gritándoles:
-¡Abajo...! ¡Vamos, todos abajo...!
La patrulla, incluidos los
centinelas, obedeció al momento, precipitándose por el canalillo de
acceso al Gólgota. En la atropellada
huida del patíbulo, algunos de los soldados olvidaron sus
escudos y cascos. Cuando el oficial
estaba a punto de descender hacia el camino, se detuvo, y,
girando sobre sus talones, regresó
hasta la hoguera, apagándola a base de pisotones. En ese
momento, mi corazón se astilló por el
miedo: un bramido sordo y lejano comenzó a levantarse
por el Este. Casi simultáneamente se
dejó sentir la segunda y más vigorosa sacudida. Todo el
peñasco tembló y osciló -no estoy muy
seguro de si sólo fue uno de estos movimientos o los
dos a un mismo tiempo- y me sentí
violentamente desplazado, cayendo sobre la vibrante
superficie del Calvario. (Es curioso
pero, al ver y sentir aquellas vibraciones de la roca, me vino
a la memoria la escena de los
espasmos de la carne de vaca recién sacrificada...)
Desde el suelo, impotente para
levantarme, distinguí cómo el centurión había caído también
y cómo las cruces acusaban aquella
segunda réplica con una especie de traqueteo rapidísimo
que hizo estremecer los cuerpos de
los judíos. Una de las stipes situada
por detrás de los
crucificados -la que se hallaba
ligeramente inclinada- se bamboleó como un junco agitado por el
viento, desplomándose.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
317
El pánico y el sofocante mareo fueron
tales que -a pesar de necesitarlo- no supe o no pude
gritar ni pronunciar palabra alguna.
Tumbado boca abajo y aferrado a las irregularidades de la
roca, sólo fui capaz de formular un
pensamiento: ¡sobrevivir! Las sucesivas convulsiones del
terreno me golpeaban sin cesar,
llegando, incluso, a levantarme en vilo a varios centímetros del
suelo.
Hoy, después de la amarga
experiencia, recuerdo muy bien cómo las piedras sueltas del
peñasco saltaban como pelotas de
goma, se desplazaban horizontalmente como proyectiles y
chocaban violentamente contra las
bases de las cruces y contra mi cuerpo y el del oficial.
Sumergido en un pavor incontrolable e
irracional, aquellos segundos no tuvieron tiempo ni
medida. Fueron, sencillamente,
eternos. El trueno que parecía nacer de cada centímetro
cuadrado del suelo y la violenta
agitación de la Naturaleza tuvieron, sin embargo, una duración
relativamente corta: 47 segundos,
según el instrumental del módulo. A mí, aquellos 47
segundos se me antojaron siglos...
Al cabo de ese tiempo, todo volvió a
serenarse. Y un silencio de muerte cayó sobre la peña y
sus alrededores.
Cuando acerté a levantarme tuve que
apoyarme en la «vara de Moisés». Ahora era el
estómago el que me daba vueltas, con
una angustiosa necesidad de arrojar. Un sudor frío llenó
mi cuerpo casi simultáneamente. Hoy sé
que buena parte de ese malestar era consecuencia del
miedo...
Longino permaneció unos instantes de
rodillas, con la vista fija en el suelo de la roca, como
esperando una tercera sacudida. Pero
el sismo no se repetiría.
Al observar cómo el nuevo temblor no
terminaba de llegar, el oficial se incorporó,
haciéndome un gesto con el brazo para
que le siguiera. Creo que jamás he obedecido tan
ciegamente a una persona. A los pocos
segundos, el centurión y yo, más que correr, volábamos
por el callejón del Calvario,
saliendo a campo abierto y uniéndonos al pelotón. La casi totalidad
de las mujeres se hallaba caída en
tierra, gimiendo y profiriendo unos gritos que terminaron de
erizarme los vellos.
Juan y Jude, tan aterrados como el
resto, no sabían si correr hacia la campiña o regresar a la
ciudad. Pero, poco a poco, conforme
el terremoto se fue distanciando en la memoria, los
ánimos empezaron a recobrarse y se
impuso el sentido común. Al menos, por parte de los
oficiales romanos y del joven Zebedeo.
La trágica realidad de los crucificados -olvidada durante
los temblores- se presentó en seguida
a los ojos de los amigos y familiares del Maestro.
Pero, antes de seguir adelante,
quiero reseñar un hecho, altamente misterioso, detectado
desde el módulo.
Según los datos recogidos en los
registros permanentes o «sismogramas» de la «cuna", los dos
temblores habían sumado un total de
63 segundos. La primera onda, mucho más débil que la
segunda, correspondía al tipo «L»,
también llamadas «largas» o «superficiales». Los
sismógrafos detectaron un predominio
de la variante «Love», más de acuerdo con la naturaleza
uniforme de los estratos
superficiales de aquella zona geológica. La velocidad estimada fue de
3.3 kilómetros por segundo. Sin
embargo, en este primer sismo cuya magnitud no fue
excesivamente importante: 4,1 en la
escala de Richter-, los aparatos no recibieron, como
hubiera sido de esperar, las series
de culebreos de las ondas «P» o «primarias» ni tampoco el
zizgagueo posterior de las ondas «S»,
más lentas que las «P»1
1 La energía liberada en un terremoto se desplaza por la
roca en forma de ondas. Dicha roca actúa como un cuerpo
elástico. Las partículas individuales
en los estratos rocosos vibran de una parte a otra con gran rapidez a medida
que se
transmite el movimiento ondulatorio.
Aunque sus patrones resultan sumamente complejos, constantemente
modificados por las propiedades de
reflexión, difracción, refracción y dispersión de las ondas, internacionalmente
han
sido divididas en tres grandes
grupos: Onda »P» o «primaria», «de empuje«, «compresional» o «longitudinal»,
que
viaja por el interior de la Tierra a
gran velocidad (entre 6 y 11,3 kilómetros por segundo), siendo la primera en
llegar a
la estación registradora. Se
transmite, como las ondas sonoras, por compresión y expansión alternas del
volumen de la
roca a lo largo de la dirección de
viaje de las ondas. Puede atravesar sólidos, líquidos y gases. Onda «S» o
«secundaria», «de sacudida», «de
esfuerzo cortante», «distorsionales» o «transversales». Forman un cuerpo de
ondas
más lento que las «P»,viajando entre
3,5 y 7,3 kilómetros por segundo. Son las segundas en llegar a los sismógrafos.
Viajan también a través del interior
de la Tierra, siendo transmitidas -al igual que las ondas de luz- por
vibraciones
perpendiculares a la trayectoria en
que viajan las ondas en las rocas. Su velocidad es proporcional a la rigidez
del
material que atraviesan, no pudiendo
cruzar los líquidos.
Por último, las ondas «L», también conocidas
por los nombres de «largas o superficiales». Son lentas -alrededor de
3,5 kilómetros por segundo-, variando
su desplazamiento con la elasticidad de la roca. Tienen una naturaleza
Caballo de Troya
J. J. Benítez
318
Ante el desconcierto general, solamente
surgieron las ondulantes, lentas y superficiales
«Love» (que de «amorosas» no tuvieron
nada).
En la segunda sacudida, en cambio, sí
aparecieron las ondas «P» y «S» y, por último, las «L».
Los científicos, a la vista de los
datos acumulados por los sismógrafos, cifraron este segundo y
más intenso sismo en una magnitud de
6,81.
Hasta aquí, todo casi «normal»,
dentro de lo que es y supone un cuadro sísmico, excepción
hecha de la ya mencionada ausencia de
las ondas «de empuje» y de las «secundarias». Pero el
desconcierto de los hombres de
Caballo de Troya llegó al límite cuando, muy por detrás del
segundo temblor y de los
correspondiente «paquetes» de ondas, el módulo entero se
estremeció y crujió por tercera vez.
En esta ocasión, sin embargo, los sismógrafos ya habían
enmudecido. Lo que hizo vibrar la
«cuna» -según los datos del instrumental de a bordo- fue
¡una onda expansiva! Y lo más
increíble es que aquella onda expansiva -viajando a razón de
300 metros por segundo- tenía su
«nacimiento» en la misma área donde los expertos en
Sismología habían ubicado el
epicentro del terremoto: a unos 750 kilómetros al sur-sureste de
Jerusalén, en pleno desierto, muy
cerca del actual limite entre Jordania y Arabia y al sur de la
actual población de Sakaka.
Cuando se ultimaron las
comprobaciones, el general Curtiss y todos nosotros nos vimos
desbordados por los resultados: aquel
tipo de onda expansiva y parte de las ondas sísmicas
obedecían a los efectos de una
explosión nuclear subterránea. Sinceramente, quedamos mudos
por la sorpresa...
Al hecho incuestionable de la escasa
sismicidad de Palestina -muy inferior a las de Grecia,
Italia y España, por poner algunas
comparaciones (en el período comprendido entre 1901 y
1955, por ejemplo, se registraron en
Israel y zonas limítrofes del actual Líbano y Siria un total
de 13 seísmos2.
Según Karnik, que hizo públicos los datos en 1971, de éstos, 10 fueron de una
magnitud comprendida entre 4,1 y 5,1,
siempre según la escala de Richter. Dos oscilaron entre
5,2 y 5,6 y sólo uno rozó los 6,2
grados de intensidad- tuvimos que añadir este nuevo e
inesperado factor. Si ya resultaba
improbable que un seísmo «coincidiera» casi con la muerte
de Jesús de Nazaret, el problema se
agudizó cuando, como digo, los instrumentos captaron la
enigmática explosión nuclear
subterránea. (No quiero, ni debo extenderme más en este
fascinante suceso por la sencilla
razón de que éste, justamente, fue otro de los motivos que
impulsó a Caballo de Troya a
programar y ejecutar el segundo «gran viaje».)
A los diez o quince minutos del
seísmo, Longino y los soldados regresaron a lo alto del
Gólgota, reanudando la custodia de
los crucificados. Minutos antes, el joven Juan se había
aproximado al centurión,
interrogándole acerca de la suerte de su Maestro. Al verle mover la
cabeza negativamente y bajar los
ojos, el apóstol comprendió que no había nada que hacer.
Pero en su corazón no quedaban
lágrimas y, simplemente, se limitó a rogar a las mujeres que
se retiraran de aquel lugar. En medio
de un estallido de dolor, la mayor parte del grupo -que
creía firmemente que Jesús obraría un
prodigio y se salvaría- obedeció al Zebedeo, retirándose
en compañía de Judas hacia la casa de
Elías Marcos, «cuartel general» de los más allegados al
Maestro desde la definitiva dispersión
de David Zebedeo y sus «correos» ante la llegada de los
levitas del Templo. Pero trataré de
no adelantar acontecimientos, ajustándome al más estricto
orden cronológico de los hechos.
ondulante, moviéndose
fundamentalmente bajo la superficie terrestre. Se conocen dos clases
principales: las ondas
«Love», en sólidos uniformes, y las
«Raleigh», en sólidos no uniformes. (N. del m.)
1 Como base puramente comparativa, el famoso terremoto de
1755 en Lisboa, cuya magnitud fue estimada en 9,
provocó una ola sísmica o maremoto
denominada «tsunami», que arrasó la capital portuguesa y sus alrededores,
ocasionando 60 000 muertos. Se trata
del seísmo más fuerte de la Historia Moderna. Hasta lago Lomond, Escocia, se
balanceó a causa del temblor. (N. del m.)
2 Uno de los testimonios más antiguos de que se dispone en
la actualidad sobre seísmos en Israel procede de Flavio
Josefo. En su libro I, capitulo XIV,
de la Guerra de los Judíos y bajo el titulo «De las asechanzas de Cleopatra contra
Herodes, y de la guerra de Herodes
contra los Árabes, y un muy grande temblor de la tierra que entonces
aconteció»,
el historiador dice: «...
Persiguiendo (Herodes el Grande) a los enemigos le sucedió por voluntad de Dios
otra desdicha
a los siete años de su reinado, y en
tiempo que hervía la guerra Acciaca, porque al principio de la primavera hubo
un
temblor de tierra, con el cual murió
infinito ganado y perecieron treinta mil hombres, quedando salvo y entero todo
su
ejército porque estaba en el campo.»
El terremoto ocurrió, por tanto, hacia el año 35 antes de Cristo, justamente 64
o
65 años antes del seísmo que
mencionan los Evangelios. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
319
Juan siguió a la sombra del Gólgota,
en unión de cuatro o cinco hebreas que se negaron a
regresar a Jerusalén.
Mientras ascendía nuevamente a lo
alto del peñasco, me fijé en los saduceos. El pánico les
había paralizado. Pensé que, una vez
consumada la muerte del «odiado impostor», se
retirarían. ¡Qué equivocado
estaba...!
Cuando Jude y las mujeres se alejaban
por el polvoriento sendero, Longino y Arsenius, que
se ocupaban con varios hombres en la
comprobación de daños y en la estabilidad de las cruces,
se sobresaltaron nuevamente. La
puerta de Efraím había empezado a vomitar un río de gente,
enloquecida y vociferante que, al
parecer, huía de la ciudad. Ante la terrible posibilidad de un
nuevo seísmo, miles de ciudadanos y
peregrinos, a quienes las dos sacudidas habían
sorprendido en Jerusalén, eligieron
el inmediato abandono de las callejuelas de la ciudad santa,
en busca de terreno abierto. Cientos
de hombres, mujeres y niños -muchos de ellos cargando
voluminosos bultos o tirando de
caballerías y rebaños- empezaron a desfilar apresurada e
ininterrumpidamente junto al
Calvario, rumbo a las cercanas lomas de Gareb. Los soldados
interrumpieron su inspección,
reforzando la vigilancia periférica del peñasco. Pero, a decir
verdad, aquellos rostros desencajados
por el miedo no repararon siquiera en Jesús y en los «
zelotas». Su verdadero problema era
escapar, retirarse lo más rápido posible de los muros de la
ciudad. Poco antes de la puesta del
sol, cuando, al fin, tuve oportunidad de entrar en Jerusalén,
consulté sobre los posibles daños
ocasionados por los temblores. Según Elías Marcos y José de
Arimatea, las sacudidas habían
provocado mucho más miedo que destrozos materiales. Las
edificaciones, casi todas de una o
dos plantas y de materiales ligeros, habían aguantado las
acometidas. Se produjeron algunos
pequeños derrumbes pero, afortunadamente, los lesionados
no eran muchos ni de consideración.
Uno de los hechos que sí provocaría un sinfín de
comentarios -llegando a ser
registrado, incluso, por los evangelistas- fue la ruptura de uno de
los dos grandes velos o cortinajes
situados frente al Debir
o «lugar santísimo» (también
llamado «oráculo») y al Hekal o «lugar santo», que precedía al primero. Al hallarse ambos
en el
interior del Santuario me fue
imposible verificar los rumores, aunque todas las noticias -
pronunciadas por los hebreos en voz
baja y con una alta carga de superstición- hacían
referencia al primero y más
importante1: el que cerraba el paso hacia la siempre misteriosa
estancia cúbica de 9 metros de lado,
considerada la «morada de Dios» y en la que se
levantaban los dos querubines de 4,50
metros de altura, bellamente esculpidos en madera de
olivo y chapados en oro. ¡Cuánto
hubiera dado por poder penetrar en dicho recinto y examinar
el interior del arca de la «alianza»,
depositada en el centro del piso y bajo las alas extendidas
de los «ángeles»! Pero éste también
era un sueño imposible...
Cuando la patrulla se convenció que
aquella multitud sólo intentaba poner tierra de por
medio y que ni siquiera se detenía a
su paso junto a los jueces, el oficial y sus infantes
reanudaron la inspección ocular del
patíbulo, tratando de hacer inventario de los posibles daños
originados por el terremoto.
Yo me uní a ellos, centrando mi
atención en los crucificados. Las stipes habían
soportado
bien las convulsiones de la roca,
salvo la plantada hacia el Oeste y por detrás de los reos. Los
legionarios la apuntalaron de nuevo.
Al concluir, el que se había responsabilizado de la recogida
de los trozos de la cántara de agua
se fijó en algo y llamó a Longino. A pocos pasos de las
cruces, en dirección Sur, el peñasco
aparecía abierto. Se trataba de una hendidura no muy
larga -de unos 25 centímetros- pero
si bastante profunda. Quizá de dos o más metros. No
obstante, ninguno de los soldados
pudo certificar si aquella brecha estaba allí antes del seísmo
o de si, por el contrario, se acababa
de abrir. Ni el centurión ni el resto de los romanos le
concedieron demasiada importancia. Y
cada cual volvió a lo suyo. Por mi parte, tampoco puedo
dar fe de que la resquebrajadura en
lo alto del Gólgota fuera consecuencia del temblor. Lo que
sí es cierto es que la pequeña sima
no seguía la dirección de la estratificación natural del
promontorio. Al contrario: cortaba la
superficie de la roca transversalmente.
Hacia las 15.35, la salida de hebreos
de la ciudad santa empezó a menguar
considerablemente. La calma fue
restableciéndose y aquellas gentes, acampadas en los
alrededores de Jerusalén, empezaron a
deambular, indecisas y acosándose mutuamente a
1 De las dimensiones de este gran vacío nos da idea cl
siguiente dato del escrito rabínico Middot (III, 8): «si el
velo
del Templo ha sido manchado, se debe
arrojar en un baño que necesita la presencia de 300 sacerdotes». (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
320
preguntas. Entiendo que el paulatino
regreso de las aves a las murallas del Templo y de la
ciudad contribuyó decisivamente a
sosegar los temblorosos ánimos. Muchos recibieron con
alborozo este masivo retorno de
palomas y golondrinas a Jerusalén y se animaron a cruzar de
nuevo el umbral del portalón de
Efraím. El centurión, Arsenius, sus hombres y yo mismo
respiramos también con alivio cuando,
de repente, un puñado de aquellas palomas grisazuladas
hizo un alto en su vuelo hacia la
ciudad santa, posándose en los maderos
transversales de las cruces. ¡Qué
triste y significativa me pareció aquella imagen! Tres o cuatro
pacíficas aves descansaron sobre el patibulum de Jesús de Nazaret, remontando el vuelo
segundos más tarde.
La vuelta de la espantada muchedumbre
a Jerusalén fue mucho más tranquila. En esta
ocasión sí llegaron a detenerse
frente al patíbulo, observando en silencio o interrogando a los
saduceos. Estos aprovecharon la
oportunidad para anunciar a los cuatro vientos que el Galileo
había muerto y que, «casi con
seguridad, el responsable de aquel terremoto era Jesús, aliado
de Belcebú...» La mayoría no prestó
demasiada atención a semejante palabrería, pero algunos
-arrastrados por la vehemencia de los
sacerdotes-volvieron a insultar al Maestro, engrosando el
número de los curiosos que permanecía
al borde de la gran roca.
La atención del oficial y de los
legionarios se vio súbitamente desviada por la llegada al
patíbulo de tres soldados procedentes
de la fortaleza Antonia. Después de saludar a Longino le
explicaron el motivo de su presencia
en la roca: traían órdenes expresas del procurador de
rematar a los condenados y trasladar
los cuerpos a la fosa común abierta en el valle de la
Géhenne, al sur de la ciudad.
El oficial interrogó a los
legionarios sobre la razón que había impulsado a Poncio a tomar una
decisión tan aparentemente
precipitada. Según explicaron, poco antes del seísmo, un grupo de
sanedritas había visitado de nuevo al
gobernador, exponiéndole lo que ellos denominaron «el
deseo del pueblo de Jerusalén»; a
saber: que los cuerpos de los ejecutados fueran descolgados
antes de la caída del sol, tal y como
ordenaba la Ley, ya que aquél, como es sabido, era el día
de la Preparación. Pilato -cuyo
estado de ánimo se hallaba fuertemente impactado por las
«tinieblas»- accedió, cursando las
órdenes oportunas a Civilis para que enviara algunos
hombres.
Longino no disimuló su extrañeza. Si
aquellos mensajeros, en lugar de ser legionarios,
hubieran sido sanedritas,
probablemente no habría aceptado. A él, en el fondo, las costumbres
judías le traían sin cuidado. Por un
lado, aquel cambio de planes le molestaba profundamente.
Apenas habían transcurrido dos horas
y media desde que iniciaron los laboriosos trabajos de
izado y enclavamiento de los
«zelotas» y se le exigía la no menos engorrosa y desagradable
tarea de desclavarlos y
transportarlos a la tumba común de los criminales...
Claro que, por otra parte, aquella
contraorden también presentaba un cierto atractivo. Si las
operaciones se desarrollaban con
presteza, aquella noche no transcurriría al raso, expuestos a
nuevas tormentas ni al rigor de la
vigilancia.
Así que, dispuestos a terminar con el
caso, el oficial y Arsenius ordenaron el descendimiento
de los «zelotas» y del Galileo.
Longino advirtió a los recién llegados que el prisionero del centro
ya había muerto. Y los tres
legionarios, que venían provistos de sendos bastones, idénticos a
los que yo había visto utilizar en el
apaleamiento del soldado romano, tomaron posiciones. Dos
frente a Dismas y el tercero a la
derecha del segundo guerrillero, también, como sus
compañeros, a medio metro escaso de
las extremidades inferiores de Gistas. Un cuarto
legionario, espada en mano, completó
el cuadro, apostándose frente a la pierna izquierda del
«zelota» más viejo.
No hubo señal alguna. Los cuatro
romanos asentaron bien sus sandalias en la dura costra de
la roca y, blandiendo los bastones y
la espada, descargaron cuatro secos y tremendos golpes
sobre las piernas de los infelices.
El crujido de las tibias, pulverizadas a la altura del tercio
inferior, fue seguido de una serie de
cortas y violentas convulsiones. Los « zelotas » habían sido
« despertados» por el dolor.
Probablemente, los mazazos habían afectado también al peroné
porque, al instante, las piernas se
inflamaron y los cuerpos, sin el arduo consuelo siquiera del
apoyo de los clavos de los pies, se
desplomaron unos centímetros, mientras los desgraciados,
entre aullidos, abrían sus bocas
desesperadamente, en pleno e irreversible proceso de asfixia.
Gistas, en esta ocasión, había
llevado la peor parte. La espada del soldado le había seccionado
la pierna. En cuestión de segundos el
shock traumático y una posible embolia aceleraron la
muerte por asfixia.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
321
A las 15.45, ambos dejaban de
existir.
A pesar de la advertencia del
centurión, uno de los soldados, encargado de rematar a los
condenados, se situó bajo el cadáver
del Maestro, examinándolo detenidamente. La verdad es
que, ni Longino ni el resto de la
tropa se percataron de las intenciones de aquel infante. El
grueso de los romanos se afanaba en
los preparativos del descenso de los ajusticiados.
Supongo que tratando de salvar toda
responsabilidad, el romano recogió un pilum y, sin
pensarlo dos veces> picó el
costado derecho del Maestro, hundiendo la lanza entre 15 y 20
centímetros. Pero el cuerpo del
Nazareno, como era de esperar, no experimentó reacción
alguna. El soldado, convencido del
fallecimiento del reo, trató de retirar el arma. Sin embargo,
la punta en flecha del pilum tropezó o se enganchó en los tejidos, resistiéndose. Al
segundo
intento, el costado cedió y el
ensangrentado hierro quedó libre. Por la herida, de unos cuatro
centímetros y medio de longitud,
brotaron mansamente unos 10 centímetros cúbicos de sangre
y, a continuación, una pequeña
cantidad de un líquido seroso. Al aproximarme y examinar la
lanzada noté que había entrado entre
la quinta y sexta costillas, con una trayectoria
lógicamente ascendente y que,
presumiblemente, había traspasado el plano muscular
intercostal, las pleuras parietal y
visceral, el pulmón y el pericardio, entrando de lleno en la
aurícula derecha. Esta zona del
corazón conserva precisamente una cierta cantidad de sangre
líquida, una vez producido el óbito.
En mi opinión, ésa fue la sangre que se derramó. En cuanto
al «agua» que dice haber visto Juan
el Evangelista, y que surgió inmediatamente detrás del
derrame sanguíneo, es muy posible que
se tratase del referido licor de carácter seroso que
rellena la cavidad virtual existente
entre las hojas de cada una de las mencionadas pleuras
pulmonares. (La visceral, como se
sabe, se adhiere íntimamente al pulmón y la parietal tapiza
las paredes del tórax; por debajo
cubre el pulmón y por debajo, el diafragma, excepto su
centro. Por dentro protege la cara
mediastínica y por fuera, la cara interna de las costillas.)
Cuando la lanza desgarró estas
pleuras, el citado líquido, al variar la presión, terminó por
escapar, derramándose inmediatamente
detrás de la hemorragia sanguinolenta. A su manera,
el joven Juan había dicho la
verdad...
Pero las afrentas al cuerpo de Cristo
no habían concluido.
Al ceder la oscuridad y el fuerte
viento, las moscas y los insectos cayeron sobre los cuerpos
de los crucificados, convirtiendo sus
heridas en coronas negruzcas y palpitantes. Con una
dilatada experiencia en este tipo de
ejecuciones, el verdugo encargado de los enclavamientos
sugirió al oficial que se iniciase la
operación del descendimiento por el reo que llevaba más
tiempo muerto. Longino asintió.
También él sabía que la rigidez cadavérica no tardaría en
empezar, dificultando los trabajos
propios del traslado a la Géhenne.
Era sencillamente asombroso. En
aquellos momentos -casi las cuatro de la tarde-, ninguno
de los discípulos o amigos del
Maestro había reclamado aún el cuerpo del Señor. La idea del
centurión, tal y como había dejado
entrever el procurador, era retirar los cuerpos de las cruces
y transportarlos a la fosa común.
Juan, que seguía atentamente los movimientos de los
soldados, no se había movido de las
proximidades del patíbulo. Atendió durante breves minutos
a otro de los «correos» de David
Zebedeo -informándole del fallecimiento del Maestro- y, una
vez alejado el mensajero, continuó al
pie del cabezo, visiblemente desmoralizado.
Cuando el oficial romano se situó
bajo la cruz de Jesús, supervisando los preparativos del
descendimiento, reparó en seguida en
la nueva y aparatosa herida del costado. La sangre había
empezado a formar gruesos grumos
sobre el desflecado labio inferior de la brecha. Comprendió
al momento que el cadáver había sido
alanceado y con gran irritación se enfrentó a sus
hombres, reprendiéndoles por aquella
desobediencia. Pero ninguno dijo nada.
El verdugo, sin pérdida de tiempo,
empezó a manipular la cabeza del clavo que atravesaba el
pie derecho del Maestro, mientras
otros soldados situaban la escalera de mano por detrás de la
stipe, preparando de nuevo la larga soga que habían utilizado en
los levantamientos.
Con una estudiada precisión, el
legionario aprisionó la base del clavo con ambas manos,
haciéndolo oscilar arriba y abajo.
Sabiamente, el responsable del enclavamiento había dejado
dicha cabeza a unos ocho o diez
centímetros por encima de la piel. De esta forma disponía de
espacio suficiente para manejarlo. A
los pocos segundos, con un fuerte tirón, la punta metálica
quedaba fuera de la madera y la
extremidad inferior del Galileo se relajó totalmente, oscilando
ligeramente en el vacío. El infante
sujetó entonces el talón con su mano izquierda, rescatando
Caballo de Troya
J. J. Benítez
322
el clavo con la derecha. Al desenterrarlo
del empeine, la sangre brotó de nuevo, formando una
enorme rosa rojiza sobre la citada
cara del pie.
Antes de situarse frente al
izquierdo, el verdugo comprobó si su compañero, encaramado en
lo alto de la escalera, había anudado
la maroma al patibulum. Esperó a que rematara la lazada
central y, acto seguido, repitió la
extracción del segundo clavo. Tampoco en esta ocasión se
registró problema alguno. El cuerpo
del Maestro colgaba ya, inerme, escurriendo sangre desde
las puntas de los pies.
Los dedos gruesos, como dije, se
hallaban visiblemente separados del resto, muy forzados
hacia el eje central del cadáver.
Buena parte del volumen sanguíneo acumulado en las piernas,
y que había quedado relativamente
represado por los propios clavos, al desaparecer el efecto
hemostático comenzó a fluir,
convirtiendo aquella parte de la roca en un extenso charco en el
que los legionarios resbalaron varias
veces.
Libres ya los pies, otros dos
soldados se aferraron a ambos lados del árbol y un tercer y
cuarto legionarios, saltando sobre
los hombros de aquellos, se dispusieron a repetir la
operación de izado del madero
transversal.
Pendiente de aquellas maniobras no
caí en la cuenta de que la minúscula representación del
Sanedrín se había visto incrementada
por otro grupo de sacerdotes, recién llegados a la base
del Gólgota. Aquellos sanedritas
estaban a punto de protagonizar otro lamentable suceso...
Al unísono, los infantes situados por
debajo de cada uno de los extremos del patibulum y el
que sujetaba la cuerda desde lo alto
de la escalera hicieron fuerza, elevando el leño hasta que
la afilada punta de la stine quedó fuera del orificio central del referido patibulum.
En ese preciso instante, el soldado
de la escalera dio un grito, advirtiendo a los que
controlaban la maroma desde el suelo
y a espaldas de la cruz que podían ir aflojando. Y así lo
hicieron. Jesús y el madero fueron
bajando lentamente, palmo a palmo. Unos centímetros antes
de que los pies tocaran la roca, el
verdugo agarró los tobillos del Maestro, echándose atrás, de
forma que el cadáver llegó al suelo
totalmente horizontal.
Al retroceder tropecé sin querer con
alguien. Cuando me disponía a disculparme, descubrí al
anciano José, el de Arimatea, a quien
acompañaba otro judío de apenas 1,50 metros de
estatura.
José se alegró al verme. Esbozó una
triste sonrisa y me presentó a su compañero:
Nicodemo, miembro como él del Consejo
del Sanedrín y de la llamada «nobleza laica» de
Jerusalén. Aquellos dos hombres, con
un coraje que, en mi humilde opinión, no ha sido nunca
suficientemente valorado, traían una
orden firmada por el propio Poncio, autorizando el traslado
del cadáver del Nazareno a una tumba
privada. José, conociendo la triste suerte reservada
siempre a los ajusticiados -cuyos
cuerpos eran devorados generalmente por las ratas y las
alimañas en la fosa de Géhenne- se
había apresurado a visitar al procurador, suplicándole la
custodia de su Maestro. Por lo visto,
este tipo de peticiones no era infrecuente. Muchos de los
familiares y amigos de los ejecutados
tenían por costumbre recurrir a la máxima autoridad
romana y, a cambio de dinero o
regalos, conseguían sus propósitos. José también había llevado
una fuerte suma al Pretorio. Pero,
cuando Pilato conoció las intenciones de su viejo amigo,
rechazó el dinero, firmando en el
acto la autorización.
Lo malo fue que José y Nicodemo
llegaron al patíbulo poco después que sus fanáticos
compañeros del Sanedrín...
El centurión desenrolló el papiro y,
tras leer atentamente el texto, asintió, dando su
conformidad.
Pero la inesperada presencia de los
dimitidos miembros del Consejo de Justicia Judío al pie
de las cruces movilizó de inmediato a
los saduceos. Los sacerdotes vieron perfectamente cómo
José entregaba el rollo al oficial y
sospecharon que los discípulos del Galileo trataban de
apoderarse del cadáver.
Entretanto, el verdugo había logrado
desclavar la muñeca izquierda de Jesús. Y cuando se
disponía a hacer otro tanto con el
último clavo, un súbito griterío le detuvo. La patrulla y todos
nosotros vimos entonces cómo varios
de los jueces, rojos de ira, se precipitaban hacia lo alto
del Gólgota, exigiendo el derecho a
disponer de los cuerpos de los tres ajusticiados.
Longino hizo una señal a sus hombres
y los 15 legionarios, con Arsenius en primera fila,
cubrieron el borde este de la peña,
cerrando el paso a los furiosos sacerdotes. Estos, al alcanzar
el final del callejón que conducía al
promontorio, se detuvieron en seco, estupefactos ante los
reflejos de las amenazantes espadas.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
323
Pero, lejos de retroceder se
encararon con la escolta, reclamando el cuerpo del Maestro.
Parte de los curiosos que se habían
unido a los jueces, instigados y alentados por éstos,
clamaron también, insultando a los
romanos y arrojándoles piedras: Los amotinados,
embravecidos, empezaron a avanzar
hacia el Calvario. Pero el centurión, desenvainando su
espada, se colocó a la cabeza de los
legionarios y dio la orden de cargar. En formación cerrada,
protegiéndose de los proyectiles con
los escudos, los romanos comenzaron a caminar con paso
firme y decidido hacia los sanedritas
que habían trepado hasta el peñasco. Sus rostros tensos,
rezumando una rabia mal contenida, me
hicieron temblar. Aquellos legionarios parecían
dispuestos a todo. Pero los
sacerdotes, intuyendo el peligro, dieron media vuelta, huyendo
atropelladamente. Uno o dos, en su
precipitación, rodaron por el canal, siendo pisoteados sin
piedad por la patrulla que, en
hilera, corría ya en dirección a los irritados hebreos.
La carga no tardó en surtir efecto.
Cuando el populacho vio a los soldados con las espadas
en alto, dispuestos a masacrarlos si
fuera preciso, retrocedieron, dispersándose en todas
direcciones.
Una vez restablecido el orden, el
pelotón retornó a lo alto de la roca, formando un nuevo y
más numeroso cinturón de seguridad en
torno a las cruces.
Juan y las mujeres, que se habían
visto obligados a correr, huyendo de la furiosa carga,
contemplaron de lejos cómo el verdugo
concluía su labor de desenclavamiento de Jesús. El
resto de los sacerdotes y judíos que
se había rebelado desapareció por los campos o en el
interior de la ciudad. Sólo unos
pocos, lejos y dispersos, se atrevieron a espiar los movimientos
de la guardia. Pero en ningún momento
tuvieron valor para aproximarse a menos de cien
metros del patíbulo.
A pesar del forzado aislamiento del
Calvario, Longino -tratando de obrar siempre con un
mínimo de justicia- se destacó hasta
el borde del promontorio y, levantando la voz, dio lectura
a la orden de Poncio. Dudo mucho que
los rabiosos jueces llegaran a escuchar al oficial.
A continuación, avanzando hacia José
de Arimatea, le comunicó solemnemente:
-Este cuerpo te pertenece. Haz lo que
consideres oportuno. Mis soldados te ayudarán para
que nadie se oponga a tu deseo.
El anciano, pálido aún por el susto,
agradeció las palabras de Longino y, en compañía de
Nicodemo, se dirigió al lugar donde
descansaba el cadáver de su Maestro. El patibulum había
sido retirado y también el yelmo
espinoso, que fue arrojado con fuerza por el verdugo hacia el
pequeño peñasco situado al Oeste. Ni
José ni su amigo, ni tampoco los soldados prestaron la
menor atención al citado casco de
púas. Sencillamente, lo vi perderse entre las retamas del
accidentado terreno.
Mientras los soldados iniciaban el
segundo descendimiento, el anciano José se arrodilló junto
a la maltrecha cabeza de Jesús y,
tras contemplarle en silencio, extendió su mano, bajando el
párpado derecho del Señor. Al cabo de
veinte o treinta segundos retiró los dedos, pero el ojo
del Galileo volvió a abrirse. José
pasó de nuevo la mano sobre el párpado, sujetándolo durante
casi dos minutos. En este tiempo, una
solitaria lágrima resbaló por la mejilla del amigo del
Nazareno.
Aunque el rigor mortis -que se vería indudablemente acelerado por la
tetanización- no
empezaría hasta unas seis horas
después del fallecimiento, lo cierto es que la caída del maxilar
inferior me hizo sospechar que los
músculos de la boca, que había quedado abierta, no
tardarían en entrar en rigidez. Por
otra parte, la pierna izquierda del Maestro se hallaba
flexionada, posiblemente por la
forzada y sostenida postura de la cruz. Sus dedos -en garra- y
con los pulgares disparados hacia el
centro de las palmas, se habían vuelto mucho más
azulados.
Una vez cerrado el ojo de Jesús,
Nicodemo descargó en el suelo el par de saquetes que,
unidos por un cordel, colgaban de su
hombro izquierdo y de los que no se había
desembarazado en todo el tiempo. Con
la ayuda de José desplegó sobre la zona seca de la roca
un lienzo blanco que traía plegado
bajo el brazo. (Según me confesaría esa misma noche en el
domicilio de Elías Marcos, el de
Arimatea había adquirido aquellas seis varas de tela a un
comerciante de la vecina localidad de
Palmira, al norte.)
Examiné el tejido y comprobé que se
trataba de un paño de lino. Lo medí disimuladamente
con la ayuda de la «vara de Moisés» y
deduje que tenía unos 4,30 metros de longitud por algo
más de un metro. (En nuestra segunda
«aventura», los análisis verificados en el interior del
módulo sobre dicho paño arrojarían
asombrosos y desconcertantes datos sobre lo que pudo
Caballo de Troya
J. J. Benítez
324
acontecer en el sepulcro y que, sin
lugar a dudas, coronaron nuestra misión. En dicha análisis
comprobamos, por ejemplo, que las
dimensiones exactas de la tela eran 4,36 x 1,10 metros,
con un peso de 234 gramos por metro
cuadrado. Es decir, el peso total de aquellos 4,80 metros
cuadrados se elevaba a 1123 gramos.
La fibra, en efecto, era de lino y en las ampliaciones de
hasta 5000 veces apareció una
estructura denominada «4 en espiga» o en «cola de pescado».
Este tejido en sarga, tal y como me
había dicho Nicodemo, procedía de los telares de Palmira.
Curiosamente, este tipo de confección
no irrumpiría en Europa hasta bien entrado el siglo XIV.
Pero no deseo extenderme ahora sobre
nuestros fascinantes descubrimientos en la sábana que
cubrió el cadáver del Cristo durante
aquellas históricas 36 horas...)
José de Arimatea comprobó la posición
del sol y apremió a Nicodemo para que le ayudara a
trasladar el cadáver hasta el recién
extendido lienzo. El anciano se situó a la cabeza del Maestro
y el amigo, a su vez, a los pies.
Ambos se inclinaron a un mismo tiempo. José introdujo sus
manos por debajo de los hombros del
Galileo, sujetándolo por las axilas. Nicodemo hizo otro
tanto, haciendo presa por los
tobillos del gigante. Intercambiaron una mirada y, cuando
consideraron que se hallaban
dispuestos, trataron de levantar el pesado cuerpo. Y digo que
«trataron» porque, por supuesto, sólo
el de Arimatea consiguió levantarlo unos centímetros.
Lo intentaron por segunda vez, pero
resultó igualmente estéril. Los forenses y aquellas
personas que se han visto alguna vez
en la obligación de mover un cadáver saben por
experiencia que no resulta nada
fácil. Y, mucho menos, silos puntos de sustentación no son los
adecuados. Este era el caso de
Nicodemo...
Absolutamente impotentes para
levantar al Nazareno, José no tuvo más remedio que
solicitar el concurso del oficial.
Longino, comprendiendo la delicada situación de los hebreos,
suspendió el desclavamiento de
Dismas, que quedó colgado del patibulum. Uno
de los
legionarios, más joven y robusto que
José, se hizo cargo de la parte superior del Maestro. Pasó
sus brazos por las axilas, levantando
el tronco del cadáver. Al mismo tiempo, otro soldado
flexionó al máximo las rodillas del
rabí, abrazando ambas piernas a la altura de las corvas. El
cuerpo del Galileo formó entonces una
«V» y, con la ayuda de otros dos infantes -que situaron
sus manos en los riñones y espalda de
Jesús- los ochenta u ochenta y dos kilos del Hijo del
Hombre pudieron ser izados y
trasvasados al lienzo.
El cuerpo fue depositado a unos 20
centímetros del extremo de la sábana más cercano a las
cruces, con la cabeza casi en el
centro del lienzo. En aquel traslado, de apenas cinco metros, la
intensa flexión del tronco comprimió
las vísceras torácicas y abdominales, dando lugar a una
nueva hemorragia. Sin duda, la
presión vació una de las venas cavas (posiblemente la inferior),
y un ancho reguero de sangre brotó
por la herida de la lanza, chorreando por el costado
derecho y deslizándose a lo largo de
toda la espalda, a la altura de la cintura.
Nicodemo intentó bajar la rodilla
izquierda del Maestro pero, aunque la hizo descender unos
centímetros, los hematomas, desgarros
de las articulaciones y la rigidez de la pierna hicieron
imposible su abajamiento total. El de
Arimatea puso fin a los esfuerzos de su compañero,
cubriendo el cadáver con los dos metros
largos de lino que habían quedado libres.
El oficial, que seguía atentamente la
maniobra, comprendió de inmediato que los apuros de
aquella voluntariosa pareja de
sanedritas no terminaban ahí. Nicodemo y José, aturdidos al
darse cuenta que el traslado de Jesús
requería la colaboración de, al menos, cuatro hombres,
se volvieron implorando hacia
Longino. Y éste, sonriendo, encomendó a su lugarteniente el
remate del descendimiento de los
«zelotas», señalando seguidamente a cuatro de sus hombres
más fornidos para que acompañaran a
él y a los «propietarios» del cadáver hasta la tumba
elegida.
Nicodemo y José rogaron al oficial
que les permitiera ayudar en el traslado del improvisado
féretro. Y así se hizo. A las 16.30
horas el propio centurión, otro legionario y los dos amigos de
Jesús despegaron el lienzo del frío
suelo del patíbulo, cargando los restos mortales del Hijo del
Hombre. Detrás, los tres soldados
restantes, con las espadas desenvainadas y yo, con el alma
tan descarnada como aquella funesta
roca que nunca olvidaré.
Debí suponerlo. Aunque Juan habla en
su relato de un sepulcro situado en el mismo lugar
donde su Maestro había sido
crucificado, por más que miré durante mi permanencia en lo alto
del Gólgota no logré descubrir un
solo punto -próximo al peñasco- que reuniera las principales
Caballo de Troya
J. J. Benítez
325
características señaladas por los
evangelistas; <es decir, un huerto y alguna peña en la que
poder excavar la tumba. Pero pronto
quedaría despejada esta nueva incógnita.
Nada más bajar del macizo rocoso, el
joven Zebedeo y las mujeres nos salieron al paso. José
tranquilizó al centurión quien, al
ver aproximarse al reducido grupo, se puso en guardia. Casi
de rodillas, el apóstol suplicó al
legionario que sujetaba uno de los extremos de la sábana que
le cediera su puesto. Longino
respondió a la duditativa mirada de su soldado con un afirmativo
movimiento de cabeza y Juan le
sustituyó en el traslado.
Ningún crucificado podía ser
enterrado en un cementerio judío. Así lo establecía la Ley. José
y Nicodemo lo sabían y, antes incluso
de visitar a Poncio, ya tenían previsto dar sepultura al
Maestro en una de las propiedades del
anciano de Arimatea. Pero el final de aquel trágico
viernes se acercaba a pasos
agigantados. Las trompetas del Templo no tardarían en anunciar el
ocaso y, con él, la entrada del
sábado y de la solemne fiesta de la Pascua. Era preciso darse
prisa. Y los ex miembros del
Sanedrín, que sostenían la sábana por la parte de los pies,
aceleraron el paso. Por detrás, a
cuatro o cinco metros, nos seguían María, la de Magdala;
María, la esposa de Cleopás; Marta,
otra de las hermanas de la madre de Jesús, y Rebeca de
Séforis. Los legionarios, a su vez,
se habían dividido, cubriendo los flancos del cadáver.
Al contemplar aquel silencioso y
huidizo cortejo fúnebre, no pude reprimir una tristísima
sensación de soledad. Abandonado de
la mayoría de sus amigos y fieles seguidores, ultrajado
casi después del descendimiento por
aquella turba de fanáticos, ahora -camino del sepulcro- ni
siquiera podía recibir enterramiento
con un mínimo de dignidad y reposo. Hasta el más pobre y
miserable de los judíos, según la
Ley, tenía derecho, cuando menos, a un sepelio con dos
músicos de flauta y una plañidera.
Para el Nazareno no quedaban ya lágrimas. Los corazones
de las mujeres y de sus tres amigos
se habían secado. En cuanto al acompañamiento, el único
que recuerdo fue el de los presurosos
pasos de la escolta y de los que cargaban su cadáver,
tronchando cardos y abrojos.
El de Arimatea y Nicodemo dirigieron
el traslado, bordeando la muralla norte de Jerusalén y
siguiendo prácticamente el mismo
itinerario de la «vía dolorosa». Cruzamos la carretera de
Samaria y a los diez o quince minutos
de haber abandonado el patíbulo, sudorosa y con los
dedos lastimados por el peso del
cuerpo, la comitiva se detuvo frente a un huerto. Nos
hallábamos al norte del Gólgota y
relativamente cerca de la Torre Antonia, aproximadamente a
unos 100 o 150 metros. (Era lógico
que los ricos hacendados de Jerusalén no dispusieran sus
fincas y plantaciones o huertos de
recreo cerca del peñasco donde se ajusticiaba a los ladrones
y criminales. Aquél, en cambio,
parecía un lugar tranquilo y hermoso.)
Una de las mujeres, creo recordar que
la Magdalena, se adelantó y soltó la cuerda que, a
manera de lazo, sujetaba una puerta
de madera, de un metro de altura, a una cerca de estacas
meticulosamente blanqueadas. con cal.
Aquel vallado, de una altura similar a la de la cancela
de entrada, se perdía a derecha e izquierda,
entre el enramado de un sinfín de árboles frutales.
Al girar, los herrajes articulados de
los goznes chirriaron como un animal herido. El grupo se
precipitó hacia el interior de la
finca. Caminamos alrededor de cincuenta pasos, siempre entre
una frondosa plantación de pequeños
árboles selectos, hasta llegar a una bifurcación del
estrecho sendero que arrancaba en el
umbral mismo de la puerta del huerto. Tras una breve
pausa, suficiente para recobrar el
aliento perdido, José y Nicodemo hicieron una indicación a los
soldados y tomamos el ramal de la
derecha. El de la izquierda llevaba a una casita situada a
cosa de un centenar de metros y que,
a juzgar por la cimbreante y espigada columna de humo
que escapaba por la chimenea, debía
estar habitada. Dos pequeños perros salieron de entre los
árboles, saltando y ladrando
alegremente entre las piernas de José de Arimatea. Pero el
anciano, con un autoritario grito,
les obligó a retirarse.
A cosa de 20 metros de la bifurcación
apareció ante mí una suave elevación del terreno. Era
una formación calcárea que no
sobresaldría más allá de metro y medio sobre el nivel del suelo.
Nos detuvimos y el de Arimatea
anunció al oficial que ya podían depositar el cuerpo de Jesús
sobre el terreno.
A cosa de dos pasos de donde reposaba
el cadáver del Nazareno, el suelo arcilloso que
rodeaba aquella cuña rocosa había
sido removido. José, propietario del lugar, habla mandado
construir unas rústicas escaleras que
descendían hasta un estrecho callejón de apenas dos
metros de anchura. Al bajar los cinco
peldaños se encontraba uno en la mencionada galería y
frente a una fachada, perfectamente
trabajada sobre la roca viva. Groso modo calculé
la altura
de aquella pared rocosa en unos tres
metros. En el centro había una diminuta puerta
Caballo de Troya
J. J. Benítez
326
cuadrangular de 90 centímetros de
lado. José nos rogó que le disculpáramos y se alejó a la
carrera en dirección a la casita.
Mientras los soldados aprovechaban
aquel respiro para sentarse y descansar, me agaché y
traté de echar una ojeada al interior
de la cripta. Una piedra redonda, muy parecida a una
muela de molino y de un metro de
diámetro, reposaba a la izquierda de la boca de entrada al
sepulcro. Al pie mismo de la fachada
había sido practicado un canalillo de unos 20 centímetros
de profundidad por otros 30 de
anchura que corría a todo lo ancho. La piedra, tan toscamente
pulida como la fachada, cuyo peso
debía ser superior a los 500 kilos, se hallaba dispuesta de tal
guisa que -para tapar el angosto
orificio que hacía las veces de puerta- bastaba con hacerla
rodar sobre el mencionado canalillo,
al que se ajustaba casi matemáticamente. Al pasar mi
mano sobre aquella mole redonda
imaginé el enorme esfuerzo que tenía que haber supuesto a
los operarios su traslado hasta el
fondo del callejón y, por supuesto, el que exigiría cada cierre
y apertura de la tumba.
Pero, al introducir mi cabeza en el
interior de la cripta, la oscuridad era tal que no acerté a
distinguir ni su profundidad, ni la
altura de las paredes ni ningún otro detalle.
Me incorporé y, mientras aguardaba a
José, me dediqué a medir aquella especie de antesala
o callejón: desde la fachada hasta el
peldaño más bajo había 2,20 metros. Las paredes de la
galería, a cielo abierto, iban descendiendo
desde los 3 metros (altura máxima que correspondía
a la fachada de la tumba) hasta poco
más o menos un metro, al nivel del escalón más alto.
Aquellas mediciones se vieron
interrumpidas por la llegada del anciano. Le acompañaba un
hebreo de unos cincuenta años, con
una barba corta y cuidada y de una corpulencia que,
instintivamente, me recordó al
fallecido Maestro. Se tocaba con un ancho sombrero de paja y
cargaba una voluminosa y pesada
ánfora. José portaba dos teas de mango corto y una especie
de hatillo.
Hacia las cinco de la tarde, el dueño
del huerto se arrodilló frente a la cámara sepulcral y,
con sumo cuidado, alargó la mano
izquierda, depositando una de las antorchas en el interior de
la cripta. A continuación entregó la
segunda tea a su siervo y jardinero, quien, hierático y mudo
como una estatua, no se movería ya
del callejón.
José, siempre en aquella forzada
postura, se arrastró, penetrando en la cueva.
El relampagueo rojizo del hacha
dentro de la tumba desapareció a los pocos segundos. Y el
anciano, asomando la cabeza por la
abertura, reclamó la segunda antorcha. Su ayudante se
apresuró a entregársela, haciendo
otro tanto con el hato.
Cuando José consideró que todo estaba
dispuesto salió del panteón, indicando a Nicodemo
que bajasen el cuerpo del Maestro.
Los soldados cumplieron la orden,
situando los restos sobre la tierra rojiza y apisonada del
callejón. El cadáver fue orientado de
forma que la cabeza quedara frente al angosto portillo. El
anciano retornó entonces al interior,
seguido del centurión. Una vez dentro, ambos comenzaron
a tirar de la sábana, siendo ayudados
desde el exterior por otros tres legionarios.
Cuando, al fin, el cuerpo fue
introducido en la tumba, Nicodemo fue pasando a José la pareja
de sacos que aún colgaba de su hombro
y el ánfora. Satisfecha esta última parte del laborioso
traslado, aquél se inclinó también y,
en cuclillas, se perdió entre la mortecina claridad del
sepulcro seguido de Juan.
Ignorando si disponía de sitio, me
aventuré a seguir a Nicodemo. Mi metro y ochenta
centímetros de talla me obligaron a
doblar el espinazo y arrastrarme sobre un piso tan rugoso
como ingrato.
Al levantar la vista me encontré en
una estancia cuadrada, de unos tres metros de lado y de
1,70 de altura aproximadamente. (De
esta última cifra estoy bastante seguro porque, durante
el tiempo que permanecí en el
interior de la cripta, no tuve más remedio que inclinar la cabeza
para no tropezar con aquel techo
rocoso, duramente ganado a base de escoplo de cantería, a
juzgar por los cortes a bisel de la
citada bóveda y del resto de las paredes.)
Mi intromisión fue bien recibida.
Cuando me incorporé los cuatro hombres pujaban por
levantar el cadáver hasta un
simulacro de banco de 0,65 metros de altura, igualmente robado a
la masa pétrea y ubicado en el muro
derecho (tomando siempre como referencia el hueco de
entrada).
Me apresuré a unirme a ellos,
colaborando en el definitivo y último izado del Nazareno. Sé
que aquel insignificante y pobre
gesto no hubiera sido aprobado por el estricto código del
proyecto, pero eso qué puede importar
ya...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
327
Los restos de Jesús reposaban
finalmente sobre un lecho de piedra de 1,89 metros de largo
por 0,93 de ancho. A decir verdad,
aquel pilón parecía excavado a la medida del gigantesco
Galileo.
José se apresuró a destapar el
cadáver, mientras Nicodemo abría el hatillo de tela,
extrayendo en primer lugar dos
plumones totalmente blancos que, a primera vista, podrían ser
de algún tipo de ave doméstica.
A la luz tambaleante de las teas
-reclinadas por José sobre cada una de las esquinas del ara
o poyo de roca- apareció de nuevo
ante todos el ensangrentado, sucio y maloliente cuerpo del
hasta hacía unas horas majestuoso
Hijo del Hombre. Las costras de excrementos habían
terminado por secarse sobre la piel
de muslos y piernas, exhalando una fetidez insoportable.
Aunque sólo habían transcurrido dos
horas desde el instante de su muerte clínica, los pies, con
las uñas azuladas, presentaban ya una
contractura postmortem, con predominio extensor de
los dedos. La rigidez, tal y como me
temía, avanzaba ya sin remedio. La cabeza, caída hacia el
lado derecho, conservaba abierta la
boca, presentando un tinte lívido y un acusado
amoratamiento de los labios. El
tórax, totalmente relajado, aparecía cubierto por una mezcla de
tierra y sangre reseca, con una
minada de coágulos que no obedecía ya la ley de la gravedad y
que despuntaba sobre toda la caja
torácica. Observé el hundimiento del epigastrio y, con él, los
pliegues del abdomen, especialmente
en su mitad inferior.
Pero lo que más me llamó la atención
fue la mano derecha. Su dorso y borde cubital se
hallaban prácticamente ocultos por
una gran mancha de sangre coagulada y los cuatro dedos
largos, con una marcada cianosis y
unas dimensiones ligeramente superiores a los de la
izquierda, que conservaban el
referido agarrotamiento en forma de «garra». Aquella
hiperextensión de los cuatro dedos
largos de la mano derecha, en mi opinión, sólo podía estar
originada por alguna de las
terroríficas lesiones, en los correspondientes músculos extensores,
derivadas de la extracción del clavo
y de la segunda perforación del carpo.
La rodilla izquierda seguía doblada y
ambos codos, rígidos ya, mantenían los antebrazos en
flexión.
Cuando vi cómo Nicodemo introducía
las pequeñas plumas en las fosas nasales de Jesús
comprendí sus intenciones. Si el
presunto fallecido conservaba un mínimo de vida, el roce de
los plumones irritaba las mucosas,
excitando así la respiración. Era, tal y como ha escrito el
rabino A. Levy, la «certificación de
la muerte».
Ni qué decir tiene que el Galileo no
experimentó reacción alguna. Cumplido el «trámite»,
José volvió a asomarse a la entrada
de la tumba, retornando al instante.
-Hay que darse prisa -expresó en voz
baja-. El sábado no tardará en apuntar.
Y abriendo el ánfora, vertió parte
del agua en un trozo de esponja, ceniciento y perforado
por cientos de minúsculos orificios.
Nicodemo se situó a los pies del Maestro, levantando la
extremidad inferior izquierda hasta
donde fue posible. El de Arimatea se despojó del manto y,
arremangándose la túnica, comenzó a
frotar y limpiar la cara posterior del muslo y pierna.
Después repitió el lavado en la
pierna derecha, concluyendo con una serie de deficientes
restregones sobre las nalgas,
testículos y ano de Jesús.
-Dejémoslo así... -puntualizó
Nicodemo, cada vez más nervioso ante el cercano final del
viernes.
El de Arimatea arrojó la esponja al
suelo y comenzó a desatar los saquetes de harpillera,
mientras su compañero buscaba en el
fondo del hatillo. Una de las sacas contenía entre 15 y 20
kilos de un polvo granulado, de un
color amarillo-oro, sumamente aromático y que, nada más
abrirlo, esparció una deliciosa
fragancia por toda la cripta. Longino y yo nos miramos,
agradeciendo aquel súbito cambio en
el cerrado ambiente de la tumba.
En el segundo sacó distinguí un
campanudo jarro de cobre, perfectamente lacrado con un
tapón de tela. José, una vez
descubierto, se volvió hacia Nicodemo, reprendiéndole por su
lentitud. Al fin, entre las peludas
manos del ex sanedrita vi aparecer unos retazos de tela. Eran
unas tiras estrechas, desflecadas y
que, por las irregularidades de sus filos, debían haber sido
desgajadas a mano y con prisas de
algún viejo paño de tela.
Nicodemo seleccionó una de aquellas
«vendas» (de algo más de un metro de longitud) y
tirando de ambos extremos la tensó,
estabilizándola a un par de cuartas por encima del
saquete que albergaba el dorado
polvillo. Sin perder un instante, el de Arimatea enterró su
mano izquierda en la saca, tomando un
puñado de aquella especie de árido. Y lo dejó escapar
por la parte inferior del puño,
cubriendo más que generosamente la superficie de la tela. El
Caballo de Troya
J. J. Benítez
328
tembloroso pulso del anciano hizo que
buena parte del acíbar o áloe -porque de esto se
trataba- cayera al saco o se
derramara sobre el abrupto pavimento de la cámara mortuoria. Sin
demasiado disimulo recogí un pellizco
de aquel polvo, guardándomelo. Una vez de regreso al
módulo, y sometido al correspondiente
análisis microscópico, Caballo de Troya supo que aquella
sustancia era en realidad una de las
variantes del acíbar: el llamado «sucotrino», que debe su
nombre a la isla de Socotora, a la
entrada del golfo Arábigo. Generalmente se presenta en
masas de fractura brillante y como
vitrea, rojas, verdosas o amarillentas y que, sometidas a
pulverización, proporcionan un
producto granulado, idéntico al que yo tenía ante mis ojos. En el
caso del áloe originario de Socotora,
su origen, como en otros tipos de acíbar -«hepático o de
las Barbadas», «caballuno», etc.-,
está en el zumo que se extrae de diferentes especies
botánicas. Se trata de grandes y
hermosas plantas de la familia de la Liliáceas (tribu de las
Asfodeleas), que crecen en las
regiones cálidas de Asia, Africa y América. Del centro de un
conjunto de hojas grandes y carnosas,
con bordes armados de puntas, arranca un tallo o
escapo vigoroso que lleva en su ápice
una larga espiga de flores tubulosas, generalmente
bilabiadas y rojas. El mencionado
zumo es producido por las hojas.
José se incorporó y acercándose a los
pies del Maestro, procuró juntarlos, levantándolos de
forma que su compañero pudiera pasar
la pieza de tela, impregnada de acíbar, a la altura de
los tobillos. A continuación,
Nicodemo fue arrojando su aliento sobre el áloe y, ante mi
sorpresa, su particular olor se hizo
más intenso y penetrante.
Anudó la «venda» en el nacimiento de
los pies y, regresando a la saca, repitió la operación
con una segunda tira. En esta
ocasión, antes de anudar las manos del Galileo, José tuvo la
precaución de depositarías
reverencial y púdicamente sobre el pubis del cadáver. La izquierda
sobre la derecha. Aquélla, como esta
última, mostraba un rosetón de sangre coagulada sobre la
parte superior de la muñeca. La forma
triangular de la herida, con sus bordes negros y
descarnados, me hizo estremecer.
Una vez atado, tal y como marcaba la
Ley judía, los amigos del rabí se inclinaron
nuevamente sobre los saquetes.
Nicodemo removió el contenido del jarro, mientras José
llenaba ambas manos con un apreciable
volumen de acíbar.
En la palma izquierda del primero
surgió una sustancia pastosa, de aspecto gomo-resinoso,
que destelleó a la luz de las
antorchas como un millar de lágrimas rojizas. Era mirra. Su fuerte
olor, mucho menos agradable que el
del áloe, se mezcló en seguida con el del polvo granulado,
sofocándome.
Nicodemo se plantó frente a la mitad
superior del cadáver, mientras el anciano José hacía
otro tanto junto a las extremidades
inferiores de Jesús de Nazaret. El de Arimatea permaneció
unos segundos con las manos
firmemente cerradas, aprisionando el polvo dorado. Cuando las
separó, el acíbar se había
transformado en una pasta blanduzca, casi plástica.
Y ambos, a un mismo tiempo, se
dedicaron a pellizcar las masas de mirra y áloe,
embadurnando y cegando las brechas y
orificios naturales del cuerpo. Nicodemo se ocupó de
las fosas nasales, oídos y de las
grandes heridas de los costados. José, de los profundos
desgarros de las rodillas, clavos de
manos y pies y de la maraña de agujeros provocados por
las tachuelas de las sandalias de los
soldados (paradójicamente, de aquellos mismos que le
habían defendido después de
muerto...).
Saltaba a la vista la precipitación
de aquellos hombres. De haber actuado con menor
premura, lo más probable es que el
taponamiento no habría sido practicado en el último lugar.
Una prueba de lo que digo surgió
cuando José recordó que faltaba el recto. Pero las
extremidades inferiores de Jesús se
hallaban anudadas y fue precisa la ayuda de Nicodemo
quien, refunfuñando, levantó
nuevamente las piernas del Galileo, haciendo posible que el
anciano taponara el ano. Lógicamente,
al llevar a cabo esta maniobra, gran parte del polvo
dorado depositado en la cinta que
mantenía unidos los pies se deslizó, cayendo sobre el lienzo
de lino.
Al terminar, José, agobiado por la
llegada del crepúsculo, se dirigió nuevamente a la
puertecilla. Pero, en su
atolondramiento, tropezó con el ánfora y poco faltó para que cayera de
bruces. Una vez comprobada la
situación del sol, retornó hasta el banco de piedra, mascullando
algo por lo bajo.
Para entonces, Nicodemo -más sereno
que José- había soltado de su brazo derecho un largo
pañuelo granate, utilizado
habitualmente por aquellas gentes para enjugar el sudor. Lo retorció
Caballo de Troya
J. J. Benítez
329
hábilmente, rodeando con él la cabeza
de Jesús. El pañolón, fuertemente anudado sobre la
coronilla, levantó el maxilar
inferior, cerrando así la boca del Cristo.
Todo estaba consumado en aquel
acelerado y provisional sepelio. Antes de abandonar la cripta,
mientras Nicodemo recogía y sacaba al
exterior los diversos útiles, José echó mano de su bolsa
y, al azar, extrajo un par de
moneditas de bronce de unos 16 milímetros de diámetro cada una.
Siguiendo una remota costumbre, el de
Arimatea las depositó sobre los párpados del Nazareno.
Pero la gran inflamación del ojo
izquierdo hizo resbalar el «leptón»1.
Aunque la cabeza del Maestro había
sido apuntalada -a la altura de los oídos- por sendos
mazacotes de mirra, la tremenda
deformación de la región malar mantenía sepultado el ojo,
haciendo difícil el depósito de la
moneda sobre el casi irreconocible párpado. Pero José insistió,
consiguiendo un precario equilibrio
de la moneda sobre los hematomas.
Las teas, con su centelleo, pusieron
una chispa de vida en las brillantes superficies de los
«leptones».
Al inclinarme comprobé que el
troquelado de ambas era sumamente rudimentario, con una
efigie descentrada y numerosas
imperfecciones. Las dos procedían seguramente de la misma
emisión, a juzgar por las idénticas
inscripciones y lituus
o cayado central2 y, sobre todo, por la
misma falta ortográfica, en las
letras que ceñían en círculo la referida efigie del lituus o cayado
mágico3. La
leyenda en cuestión decía así: «TIBEPIOY CAICAPOC». Es decir, Tiberiou Kaisaris o
«de Tiberio César».
Levanté con curiosidad la monedita
del párpado derecho y en el reverso descubrí la no
menos desgastada silueta de un simpulum o catavinos, utilizado en las ofrendas rituales de las
libaciones paganas. En el centro,
junto a este cazo o cucharón, se leía el número 16, formado
por una «iota» (equivalente al «10»)
y el llamado «epísemon», que correspondía al «6». En
otras palabras, la fecha «16», año
del reinado de Tiberio César o 29 de la Era Cristiana.
Antes de cubrirle definitivamente con
la mitad del lienzo, el buen amigo de Jesús se arrodilló
frente al cadáver y, bajando la
cabeza, guardó unos minutos de silencio. El Zebedeo le imitó.
Fueron instantes especialmente
intensos y emotivos. Comprendí con desolación que aquélla era
la última vez que vería el cuerpo sin
vida del Maestro. No debo ocultar que, al posar mi mirada
en sus machacados restos, me asaltó
una duda densa y agobiante como aquella cámara
funeraria: ¿resucitaría, tal y como
había anunciado? Pero, ¿cómo? Aquella devastadora
catástrofe había reducido su
organismo a una piltrafa...
Lo confieso con toda sinceridad. Mi
espíritu científico se rebeló. Nadie, que se sepa, lo había
logrado en toda la Historia de la
Humanidad. ¿Por qué iba a conseguirlo aquel Galileo, tan
humano como los demás? Si realmente
gozaba de poderes tan extraordinarios, ¿por qué no
había evitado tanto suplicio y, sobre
todo, una muerte tan cruel y humillante?
Nicodemo y la casi totalidad de sus
amigos y discípulos tampoco estaban muy seguros de la
anunciada resurrección de su Maestro.
José, incluso, dudaba. Un signo palpable de lo que digo
se hallaba justamente en aquel rápido
y provisional adecentamiento del cadáver. Las
intenciones del anciano de Arimatea,
de su compañero y de las mujeres que esperaban fuera de
la cripta, no tenían nada que ver con
esa supuesta resurrección del rabí. Si de verdad hubieran
1 Esta moneda, similar a la «perutah» de Agripa I, era
acuñada en Jerusalén. Se han encontrado ejemplares
emitidos bajo Coponio, Valerio Grato,
Poncio Pilato y Antonio Félix. Su valor era mínimo: un denario de plata
equivalía a
192 «perutah», aproximadamente. (N. del m.)
2 Al consultar los principales catálogos mundiales de
monedas judías del tiempo de Cristo -especialmente el de
monedas antiguas del Museo Británico
y el libro de Madden sobre monedas judías, publicado en 1864 y reimpreso en
1967-, los especialistas de Caballo
de Troya comprobaron que la mayor parte de las monedas acuñadas por Poncio
Pilato (del 26 al 36 de nuestra Era)
se distinguían precisamente por signos como el lituus, simpulum, etc., que, por su
carácter pagano, ofendían los
sentimientos religiosos del pueblo hebreo. En el caso del lituus o cayado del augur o
adivino, es de suponer que esta
osadía de Poncio -único gobernador romano que se atrevió a herir así la fibra
religiosa
de Judea- encerrase también un alto
grado de adulación hacia Tiberio, gran entusiasta, como ya hemos visto, de los
astrólogos. (N. del m.)
3 Una de las faltas de ortografía más llamativas era la «C»
inicial de la palabra «CAICAPOC». Lo lógico es que el
responsable del troquelado hubiera
acuñado dicho titulo con la »K» griega: «KAICAPOC» o «Káisaris» («de César»).
Pero, por otra parte, conocida la
pésima reputación del procurador romano como acuñador de monedas, tampoco me
extrañó excesivamente. Otro de los
errores, consecuencia de la «comodidad» de los acuñaderes, aparece en las dos
últimas «C» de «CAICAPOC». En
realidad, la mencionada palabra griega debería de haber sido escrita con sendas
«Ó»
(letra «sigma»). Probablemente, los
artesanos prefirieron ahorrarse el engorroso signo, dejándolo reducido a su
mitad:
«<» o «C». (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
330
creído en un suceso tan prodigioso,
¿por qué posponer el definitivo embalsamamiento del
cuerpo de Jesús hasta después de la
fiesta del sábado? Lo lógico hubiera sido no taponar
siquiera sus heridas ni cubrirle con
aquellos productos aromáticos, destinados únicamente a
contrarrestar el cercano hedor de la
putrefacción.
Encorvado, aturdido y extremadamente
cansado por tantas emociones y por la falta de
sueño, no fui capaz de formular un
solo pensamiento o una fugaz oración ante el Hijo del
Hombre. Con gran desolación por mi
parte descubrí que no recordaba ninguna de las escasas
plegarias que aprendí en mi niñez.
Sin embargo, yo también me uní, simbólicamente, a José de
Arimatea cuando, incorporándose, se
inclinó sobre la fruncida frente del amigo, depositando en
ella un cálido y prolongado beso.
Después cubrió el cuerpo de Jesús con
la sábana, tomando las antorchas. Me apresuré a
recoger su manto y en ese momento, al
agacharme, descubrí en uno de los rincones de la
cámara -semiocultos en la penumbra-,
un par de capazos de mimbre, repletos de escombros y
un pequeño pico. José se percató de
mi observación, excusándose por el desorden del lugar.
Según comentó, el sepulcro se hallaba
aún en obras...
Hacia las 17.45 horas, Juan, Longino,
José y yo salíamos al callejón. El resto fue
relativamente cómodo. Mientras el de
Arimatea sostenía las hachas, el centurión, sus cuatro
soldados y el hortelano procedieron a
empujar la roca circular, haciéndola rodar por la profunda
ranura hasta que tapó totalmente la
pequeña abertura de la fachada. E insisto en lo de
«relativamente cómodo» porque, de no
haber sido por la presencia de los seis hombres, no sé
cómo se las hubieran ingeniado José y
Nicodemo para mover aquella media tonelada...
El crujido siniestro y escalofriante
de la peña, en su último roce con la pared principal del
panteón, puso punto final a muchas de
las esperanzas de aquellos hombres y mujeres. ¿Cómo
podía suponer en semejantes momentos que
dicho cierre del sepulcro no era otra cosa que un
corto paréntesis en esta increíble y
desconcertante historia?
Antes de partir hacia Jerusalén, José
agradeció la decisiva e inestimable ayuda de los
legionarios entregando a cada uno de
ellos una generosa cantidad de dinero. Creo no
equivocarme pero, a partir de aquel
viernes, la amistad entre Longino y el de Arimatea germinó
firme y sincera.
Al abandonar el huerto, las mujeres,
que se habían mantenido alejadas del sepulcro, tal y
como especificaba la Ley judía, se
unieron al cansino paso de José, manifestando sus dudas
sobre la pulcritud desplegada en
aquel vertiginoso enterramiento del Maestro. Tanto Nicodemo
como el anciano coincidieron en las
apreciaciones de las hebreas, autorizando a éstas para que,
nada más despuntar el domingo,
procedieran a un embalsamamiento más correcto. Nicodemo,
incluso, les entregó. los restos de
acíbar y mirra, comentando que, aunque ellos procurarían
estar presentes, no olvidasen
recortar el pelo y la barba de Jesús, lavarlo esmeradamente y
colocar sobre su cuerpo la pluma o la
llave, símbolo de su celibato, tal y como se hacía desde
tiempo inmemorial.
Frente a la puerta de los Peces, el
oficial y sus hombres se despidieron, dirigiéndose
nuevamente hacia el Gólgota, con la
expresa misión de trasladar los cuerpos de los «zelotas» a
la fosa de la Géhenne.
A las seis de aquella tarde, cuando
nos hallábamos a pocos pasos de la casa de Elías Marcos,
tres clarinazos se levantaron desde
la cúpula del templo, anunciando a la ciudad el final de la
jornada. A partir de esos momentos,
en plena festividad ya de la Pascua, la actividad en
Jerusalén fue decreciendo. Las
gentes, alegres y recuperadas del susto provocado por los
temblores de tierra, corrían
presurosas hacia sus hogares, dispuestas a festejar y dar cumplida
cuenta de la cena pascual. No sé por
qué pero aquella excitación y los constantes saludos de los
hebreos, deseándose paz cuando se
cruzaban en las angostas callejas, me trajo a la memoria el
ambiente festivo y tan especial de
los atardeceres que precedían a la Navidad y que yo había
vivido en mi país. Curiosamente,
salvo Nicodemo, el joven Juan, José y el grupo de mujeres,
que avanzaban cabizbajos, el resto de
los peregrinos y habitantes de la ciudad santa no se
hallaba afligido -ni muchísimo menos-
por lo que acababa de acontecer en el peñasco de la
Calavera. Estoy convencido que una
inmensa mayoría, incluso, no conocía aún la trágica
muerte del profeta de Galilea. Y silo
sabían, evidentemente lo habían olvidado o les traía sin
cuidado... Este era el triste pero
auténtico y real panorama de aquella Jerusalén en el 7 de abril
Caballo de Troya
J. J. Benítez
331
del año 30. Un día que, durante mucho
tiempo, sería recordado, no por la crucifixión de Jesús
de Nazaret, sino por el «nefasto
augurio» del oscurecimiento del sol y el posterior seísmo.
Nicodemo y Juan se despidieron a las
puertas del domicilio de Marcos. El primero, dispuesto
a reunirse con los apóstoles que se
habían refugiado en su casa y a celebrar con ellos la
obligatoria Pascua. El joven Zebedeo,
a su vez, descorazonado y sumido en una tristeza infinita,
se alejó hacia su residencia, donde
aguardaba María, la madre del Nazareno.
José aceptó acompañar a las mujeres
hasta el interior de la mansión de los Marcos, donde se
hallaban las compañeras que Jude
había conducido desde el patíbulo.
La familia, desolada por los
acontecimientos, acogió al anciano y a las hebreas con gran
solicitud, rogándoles que les
pusieran al corriente de todo lo sucedido a partir de la muerte del
Maestro. El eficacísimo servicio de
mensajeros de David Zebedeo había mantenido informados
puntualmente a los núcleos
principales de amigos y seguidores del rabí. Por medio de estos
«correos», Elías Marcos y el resto de
los apóstoles, repartidos en Jerusalén, Betania y Betfagé,
supieron del fallecimiento del
Galileo entre una y dos horas después de ocurrido el óbito.
Cuando el anciano hubo concluido su
relato, la esposa de Elías volvió a llenar nuestros vasos
con aquel vino caliente y
reconfortante. Y antes de que José tomara la decisión de abandonar a
los Marcos, le rogué me informara
sobre lo ocurrido desde que le vi alejarse hacia el templo, en
pleno incidente con los jueces y
judíos que intentaban variar el texto del «inri» del Nazareno.
José me miró con un profundo
cansancio.
-¿Para qué recordar esa triste
historia? -comentó sin entusiasmo.
Pero yo necesitaba averiguar lo
sucedido en el interior del Santuario. ¿Qué había pasado en
la reunión del Sanedrín? ¿Qué había
sido de Judas Iscariote? El hijo de Elías Marcos no se
hallaba en la casa o, al menos, yo no
había acertado a verle y eso me preocupaba.
Le supliqué con una ansiedad tal que
el bueno de José terminó por ceder.
-Desde los muros de la Torre Antonia
-comenzó el anciano--me dirigí al Templo. Tal y como
comentamos, en mi corazón había una
sospecha: los ciegos saduceos, leales al clan de Caifás y
de su suegro, podían conspirar
también contra los íntimos del Maestro. Su temor a un
levantamiento por parte de los
seguidores y amigos de Jesús no se había disipado con la
condena a muerte aprobada por Pilato.
Todo lo contrarío. Precisamente a partir de esos
momentos -según ellos- la situación
se hacia mucho más delicada. Y de la misma forma que
habían intentado capturar a Lázaro,
adoptaron las medidas oportunas para prender y encarcelar
a los discípulos.
-¿Medidas?, ¿qué medidas? -le
interrumpí.
-Nada más regresar a su cuartel
general en el Santuario, los levitas, siguiendo instrucciones
del sumo sacerdote, formaron una
escolta y salieron hacia la finca de Simón, «el leproso», en
Getsemaní. Gracias a la bondad
infinita de Dios -¡bendito sea su nombre!-, poco antes de la
partida pude establecer contacto con
uno de los emisarios de David Zebedeo. Al informarle de
lo que se proponía el Sanedrín corrió
hasta el Olivete, dando la alerta. Pero, sobre la suerte de
los allí acampados no puedo añadir
gran cosa. Sólo sé que a su regreso, el capitán de la
guardia del templo se mostró furioso:
« Los seguidores del impostor -explicó a Caifás- han
huido como cobardes, pero hemos
incendiado su campamento.. .»
»EI sumo sacerdote y la mayoría de
los miembros del Sanedrín se tranquilizaron, estimando
que la desbandada de los hombres del
Nazareno reducía considerablemente el riesgo de un
motín. Y Caifás, reunido con el
Consejo en la sala de las «piedras talladas», prosiguió su
informe sobre todo lo ocurrido en la
noche y madrugada, hasta el momento en que nuestro
Maestro fue introducido
definitivamente en el Pretorio.
»EI cúmulo de mentiras, injurias y
arbitrariedades esgrimidas por el yerno de Anás fue tal
que, asqueado, me retiré del
tribunal.
»Pero, cuando me disponía a salir del
Templo, apareció Judas. Nos miramos en silencio y el
traidor entró en la sala del
Sanedrín. Regresé de nuevo al interior de la sede del Consejo,
dispuesto a hundir a aquel miserable.
Pero no fue preciso. Al ver al Iscariote, Caifás y sus
hombres comenzaron a murmurar entre
sí. Pero ninguno le dirigió la palabra. Al parecer, Judas
esperaba un recibimiento triunfal.
Pensó, equivocadamente, que aquella ralea le colmaría de
honores, ensalzando su «gran servicio
a la nación». Pobre desdichado!
»A una señal del sumo sacerdote, uno
de los servidores se dirigió a Judas y, tocándole la
espalda, le invitó a que le siguiera.
Visiblemente confundido y decepcionado, el traidor obedeció
y ambos salieron de la sala.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
332
»Entonces, el siervo, entregándole un
bolsa, le dijo:
»-Judas, he sido encargado de pagarte
por traicionar a Jesús, el Galileo. He aquí tu
recompensa.
»EI Iscariote, pálido, abrió la bolsa
y con una sangre fría que aún me aterra, contó las
monedas...
José hizo una pausa y, cuando daba
por sentado que aclararía el importe de la citada
recompensa, esquivó el asunto. Me vi
en la obligación de interrumpirle otra vez e interesarme
por la suma.
-Treinta monedas... -replicó el
anciano con repugnancia.
-¿Denarios de plata? -presioné.
José, molesto por mi insistencia,
aclaró:
-No, 30 «seqel».
(Esta moneda de plata, conocida
popularmente como «siclo de Tiro», constituía, como ya dije,
el dinero habitual en el pago de los
tributos del Templo. Era, en definitiva, una pieza usada
comúnmente por los sacerdotes en la
mayor parte de sus transacciones comerciales. Su
equivalencia, en aquella época, era
de unos cuatro denarios de plata por «seqel». Una suma,
por tanto, «moderada». Hay que tener
en cuenta que, según el testimonio evangélico de Mateo
(27,9), los sacerdotes compraron un
campo con el dinero que había rechazado Judas. Hoy, esos
120 denarios de plata podrían
equipararse a unos 200 dólares.)1
El de Arimatea prosiguió:
-Cuando el traidor se cercioró del
valor de la bolsa, lívido y mudo de estupor se lanzó hacia
la puerta del Consejo, dispuesto
–supongo- a protestar. Pero el portero le cortó el paso,
prohibiéndole la entrada.
»Derrotado, Judas pasó de la cólera a
su habitual frialdad. Dejó caer la bolsa en su bolsillo,
alejándose de la sala de las «piedras
talladas». Desde entonces no he vuelto a verle...
Fue inútil que insistiera. José de
Arimatea, en efecto, había perdido la pista del traidor.
Ignoraba su suerte y, por supuesto,
no podía conocer el incidente del Templo y el gesto
desesperado del Iscariote, arrojando
las monedas al tesoro del Santuario. Yo estaba al tanto de
esta última acción de Judas por la
lectura previa de Mateo, pero ¿habían sucedido las cosas tal
y como lo describe el autor sagrado?
La fortuna quiso que pudiera desvelar
esta incógnita poco después de la marcha del anciano
de la casa de Elías Marcos. Había dos
asuntos que me obligaban a permanecer en aquel
domicilio y que, sin proponérmelo,
fueron una magnífica excusa para averiguar otro dato.
Caballo de Troya me había asignado la
ineludible misión de rescatar el micrófono que había
camuflado en el farol situado en la
sala donde había tenido lugar la última cena de Jesús. Una
de las normas básicas del proyecto
especificaba que los «astronautas» no podían dejar en el
área de exploración ningún resto,
señal o indicio de su paso. Tampoco era lícito trasladar a
«nuestro tiempo real» nada que
pudiera pertenecer a dicha época. La recuperación de esta
pieza, en consecuencia, era
obligatoria.
Por otra parte, resultaba
imprescindible que hablase con el joven Juan Marcos. Pero el
adolescente no terminaba de
comparecer. Así que, invocando un sentimental deseo de ver por
última vez el cenáculo, convencí a la
esposa de Elías para que me acompañara al piso superior.
Cuando entramos en la estancia, mi
corazón casi se detuvo: ¡El farol había desaparecido!
La hebrea notó mi palidez, confundiendo
mi angustia con una supuesta y honrosa emoción al
pisar de nuevo el recinto donde había
cenado el Maestro. Tratando de no perder los nervios
paseé la mirada por la sala, buscando
afanosamente el maldito farol. Pero, evidentemente,
alguien lo había sacado de la
habitación.
Al borde del colapso, interrogué a la
señora de la casa sobre el paradero de la hermosa
pieza. La mujer. desconcertada, me
explicó sin conceder importancia al asunto que se había
hecho añicos durante el temblor. Uno
de los sirvientes lo había llevado a un taller de Jerusalén
con el propósito de que fuera
reparado.
Agradecí su gentileza por permitirme
ver el cenáculo y, desarbolado, regresé a la planta
baja. Yo sabía que, a partir del
toque de las trompetas, y tratándose de una fiesta tan solemne
como aquélla, las actividades
artesanales y de cualquier otro tipo cesaban automáticamente. Y
ya no se reanudarían hasta finalizada
la Pascua. ¿Cómo podía recuperar el micrófono si el
1 Doscientos dólares de 1973, claro. (N. de J.. J. Benítez.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
333
retorno del módulo había sido
establecido a las 7 de la mañana del domingo? Como creo haber
insinuado, este contratiempo vino a
sumarse a la serie de «razones» que aconsejaron a Caballo
de Troya la repetición del gran
«salto» al año 30.
Absorto por este inesperado
incidente, casi no me di cuenta del paso del tiempo. La familia
de Marcos, ocupada en los
preparativos de la cena pascual, apenas si reparó en mí.
Hacia las ocho de la noche, cuando el
sueño empezaba a vencerme, alguien me sacó de mis
confusos pensamientos. Al levantar la
vista encontré ante mi dos rostros bien conocidos. Uno,
sonriente -el del activo David
Zebedeo- y otro, por el contrario, demacrado y afligido: el del
joven hijo de mis hospitalarios
anfitriones. Aquello me despejó momentáneamente.
David, con una alegría que no
terminaba de entender, puso en mis manos el manto de lino
blanco que yo había adquirido en la
tarde del pasado jueves en la tintorería de Malkiyías y del
que, honestamente, me había olvidado.
-Te supongo enterado de todo lo
ocurrido -habló al fin el jefe de los emisarios.
Asentí en silencio.
Al advertir mi decaimiento, David me
zarandeó cariñosamente, exclamando con un
convencimiento que me dejó atónito:
-¡Resucitará! Lo prometió...
Escruté los cansados ojos de aquel
hebreo y quedé maravillado. David Zebedeo creía
realmente lo que estaba diciendo. Era
asombroso. Tenía ante mí al único que creía ciega y
firmemente en la promesa del Maestro.
Ni en el audaz Juan, el Evangelista, ni en José de
Arimatea ni en ningún otro discípulo
o amigo de Jesús había observado una fe como la de aquel
hombre. Y, paradójicamente, apenas si
es citado en los textos evangélicos...
Ahora sí estaba clara la razón de su
alegría.
Antes de su partida hacia la casa de
Nicodemo, donde había trasladado su «centro» de
«correos», David me informó sobre sus
últimas peripecias en el campamento de Getsemaní.
Efectivamente, al recibir el aviso de
José, desmontó velozmente las tiendas de campaña,
trasladando su «puesto de mando» a lo
más alto del Olivete. Desde allí, una vez superada la
amenaza de los levitas, siguió
enviando mensajeros a todos los puntos donde él sabía que se
hallaban los apóstoles, amigos y
familiares del Nazareno.
Nada más conocer por uno de sus
agentes la orden de crucifixión, otros tantos y veloces
mensajeros corrieron hacia Pella,
Bethsaíde, Filadelfia, Sidón, Damasco y Alejandría, con la
noticia de la inminente muerte de
Jesús, por orden del procurador romano.
Durante buena parte de aquella
jornada, David no cesó de mandar «correos» a Jerusalén y a
Betania, informando puntualmente a
los discípulos y a la familia de Jesús de cuanto estaba
ocurriendo. De no haber sido por la
pericia y valentía de este judío, la mayor parte de los
apóstoles, escondidos y temerosos,
hubieran tardado algún tiempo en conocer el triste final de
su Maestro.
Por último, con el ocaso, este
Zebedeo suspendió los «correos», permitiendo a sus
mensajeros que se retiraran a
descansar y a celebrar la obligada fiesta pascual. Sin embargo,
su convencimiento sobre la
resurrección del rabí era tan sólido que, antes de que partieran, les
comunicó en secreto la obligación de
concentrarse en la casa de Nicodemo, a primeras horas de
la mañana del domingo. Su intención
era transmitir la buena nueva en cuanto se produjese.
Mi admiración por aquel hombre no
tuvo límites...
Y antes de que el hijo de los Marcos
se uniera a su familia en el banquete de Pascua, mi
curiosidad se vio satisfecha al
desvelar, al fin, la suerte del Iscariote.
Me costó trabajo persuadir al joven
Juan Marcos de que hablase. En aquellas últimas diez
horas, su alma de niño se había
consumido entre el dolor, la rabia y la impotencia. Jamás
olvidaría la ensangrentada figura de
su ídolo y amigo: Jesús de Nazaret. Como tampoco podría
borrar la imagen de unos sacerdotes
fanatizados y la de un populacho que, poco antes, había
aclamado las valientes y lúcidas
intervenciones de su Maestro en la explanada del atrio de los
Gentiles y que, ahora, hubiese
lapidado al Galileo en la mismísima fachada del Pretorio romano.
Intenté calmarle, recordándole las
palabras que acababa de pronunciar David Zebedeo sobre
la resurrección. Pero Juan me miró
sin comprender. Aquella expresión -«y resucitaré al tercer
día»- rebasaba su capacidad infantil.
Tanto Juan Marcos como su familia
sabían que yo había permanecido al pie de la cruz y,
como reconocimiento a lo que ellos
consideraron un gesto de amor y valentía hacia el rabí, el
Caballo de Troya
J. J. Benítez
334
muchacho terminó por narrarme lo que
había visto y oído desde que yo le encomendase el
seguimiento de Judas.
Este fue su entrecortado y ceñido
relato:
-Cuando el traidor vio cómo los
legionarios terminaban de atravesar los pies de Jesús, con la
cabeza cubierta por el manto se alejó
del patíbulo. Tú lo viste...
Le animé a continuar.
-Entonces, Judas fue directamente al
Templo. No pude verle la cara porque siempre fui
detrás de él pero, viendo sus grandes
zancadas y los empujones con que se abrió paso en la
explanada del Santuario, yo diría que
estaba furioso.
»Caminó hasta las puertas de la Sala
del Consejo de Justicia pero, al intentar abrirlas, el
portero se le interpuso. Judas, con
una maldición que no me atrevo a repetir, le golpeó en
pleno rostro, derribándole y
dejándole como muerto.
(Aquella reacción encajaba, desde
luego, en la violencia que, en ocasiones, estalla en los
grandes tímidos. Y el Iscariote lo
era.)
-… Abrió la gran puerta de la sala de
las «piedras talladas» y, descubriéndose, irrumpió en el
Tribunal. Yo no me atreví a moverme
del quicio de la puerta. Si alguien me hubiera puesto la
mano encima, seguro que me azotan...
Correspondí con una sonrisa de
gratitud y Juan Marcos prosiguió:
-Sólo pude ver a Caifás y a alguno de
los saduceos, escribas y fariseos, sentados en sus
bancas de madera. Cuando el Iscariote
avanzó hasta las gradas, los jueces enmudecieron. En
sus rostros habla sorpresa. Por lo
visto no esperaban al traidor. Y Judas, jadeando y en un tono
que casi me dio lástima, les dijo:
»-He pecado en el sentido de haber
traicionado una sangre inocente... Me ofrecisteis dinero
por este servicio -el precio de un
esclavo- y, con ello, me habéis insultado...
»Los sanedritas, atónitos, parecían
no dar crédito a lo que estaban viendo. Y Judas concluyó
así:
»-... Me arrepiento de mi acto. He
aquí vuestro dinero.
»Entonces sacó una bolsa de su faja y
la mostró al Consejo. Por último, exclamó con voz
imperiosa:
»-¡Quiero liberarme de esta culpa!
»Las carcajadas no tardaron en llenar
la gran sala. Aquellos hipócritas, dando fuertes
palmadas sobre los asientos, se
mofaron y le ridiculizaron cruelmente. Uno de los que ocupaba
un puesto cercano a Judas se levantó
y acercándose a él le invitó con la mano a que se retirara.
Pero antes manifestó en alta voz:
»-TU Maestro ha sido condenado por
los romanos. En cuanto a tu culpabilidad, ¿en qué nos
concierne? ¡Ocúpate tú de ello y
vete!
»El Iscariote dio media vuelta y con
la cabeza baja se alejó del Tribunal, mientras las
risotadas e insultos arreciaban de
nuevo.
»Cuando pasó a mi lado, su cara me
dio miedo. Llevaba la bolsa en su mano izquierda y los
ojos fijos en el suelo. Creo que ni
siquiera me vio.
»A grandes pasos se perdió en
dirección al atrio de las Mujeres, entrando en la sala de los
«cepillos». Con gran calma tomó un
puñado de monedas, lanzándolas a boleo. Después volvió a
meter la mano en la bolsa,
estrellando el resto de los siclos contra las baldosas. Cuando
comprobó que ya no quedaban monedas,
arrojó la bolsa sobre el pavimento pisoteándola con
furia.
»Entonces, abriéndose paso
violentamente entre los atónitos hombres que allí se
encontraban, salió en dirección al
atrio de los Gentiles.
Estimo que esta aparentemente
insólita acción de Judas Iscariote, desembarazándose de las
30 monedas de plata, merece un
comentario. Las palabras del traidor ante el Tribunal -«he aquí
vuestro dinero» y «quiero liberarme
de esta culpa»- no fueron una simple y humana reacción
de arrepentimiento. Judas sabía, como
todos los judíos, que la Ley protegía a los «vendedores»
de algo o de alguien. La Misná, en su Orden Quinto: «Votos de Evaluación» (arajin), establece
en un total de nueve capítulos las
disposiciones en torno a los llamados votos de evaluación; es
decir, aquellos por los que una
persona se compromete a entregar al Templo el valor de una
determinada persona, tal y como viene
determinado en el Levítico
(27, 1-8) en relación con la
edad y sexo. Además abarca una
minuciosa normativa sobre la compra y dedicación de tierras
heredadas y de casas como, asimismo,
sobre su rescate y los votos de «exterminio». Pues
Caballo de Troya
J. J. Benítez
335
bien, en vista de la actuación del
Iscariote, entiendo que éste consideró -o trató de considerar
ante los sanedritas- que la entrega
de su Maestro encajaba de lleno en lo que podríamos
denominar una «venta» o «transacción
comercio» por la que, incluso, había percibido una
compensación económica. En este
sentido, al menos en lo que concierne a bienes puramente
materiales casas, campos, etc.-, si
el vendedor, una vez efectuada la operación, no la
consideraba justa o, sencillamente,
decidía echarse atrás, podía recurrir dentro de un plazo de
12 meses, a contar a partir del día
de la venta. La mencionada Misná, en
el capítulo IX (4) del
citado apartado sobre «Votos de
Evaluación» reza textualmente en este sentido:
«Si llegó el último día de los doce
meses y no ha sido redimida (la casa, por ejemplo), se
hace definitivamente suya (es decir,
del comprador), indiferentemente que la hubiera comprado
o que la hubiera recibido en regalo,
puesto que está escrito en el Levítico (25,30):
"a
perpetuidad". Antiguamente (el
comprador) se escondía cuando llegaba el último día de los
doce meses a fin de que se hiciera
definitivamente suya (la casa). Pero Hilel, «el viejo», dispuso
que (el vendedor) pudiera echar el
dinero en la cámara del Templo, pudiera romper la puerta y
entrar (en la casa) y que el otro
pudiera venir cuando quisiera y recoger su dinero. »
Judas, en consecuencia, había obrado
de acuerdo con la Ley. No estaba conforme con la
«venta» de Jesús de Nazaret e hizo
uso de su derecho, en el mismo día del pago de dicha
«transacción». Y aunque el Iscariote
debía saber también que en el capítulo primero (apartado
3) del referido asunto de los Votos
se aclara que «el moribundo y el que es conducido a la
muerte (por veredicto de un tribunal
judío que no admite gracia) no pueden ser objeto de voto
ni pueden ser evaluados», forzó sus
derechos al máximo, creyendo ingenuamente que aquel
gesto anularía dicha «venta». Hay que
reconocer, en descargo de la culpabilidad del Iscariote,
que, por lo menos, apuró todas las
posibilidades jurídicas, en beneficio del Maestro. De poco
sirvió, por supuesto, pero creo que
es de justicia esclarecer este hecho, tan parcamente
contado por el escritor sagrado.
Muchas personas podrán preguntarse -yo también lo hice- por
qué Judas accedió a esta «venta», si
sabía que su traición desembocaría en el ajusticiamiento
del Nazareno. Personalmente, a la
vista del mencionado comportamiento del Iscariote en la sala
del Sanedrín y, posteriormente, en la
del tesoro, creo que Judas jamás llegó a pensar que su
Maestro sería condenado a muerte. Él
lo había entregado a los dignatarios de las castas
sacerdotales, convencido de que éstos
se limitarían a «custodiarle» e interrogarle y, a lo sumo,
encarcelarle o desterrarle. No trato
de hacer una defensa extrema del traidor, pero su fría
venganza contra el Galileo y su
movimiento se hubiera visto sobradamente colmada con la
vergonzosa captura y el posible
desmembramiento de los discípulos. Pero los acontecimientos,
como sabemos, tomaron otros
derroteros.
De lo que ya no puedo estar seguro es
de cuál fue la razón que pesó más en el agitado
corazón del Iscariote: la inminente
muerte del rabí o el ridículo a que se vio sometido por los
sanedritas. Como ya he repetido, no
era dinero lo que perseguía Judas. Su obsesión era el
reconocimiento público y los honores
prometidos y soñados y que, desgraciadamente para él,
jamás llegaron. Por lógica, si sus
maquinaciones hubieran tenido como base y objetivo final la
obtención de dinero, ¿por qué iba a
prescindir de aquellas 30 monedas de plata? En todo caso,
se las hubiera llevado a la tumba con
él. La lucha interna del traidor en aquellas horas debió ser
tan afilada que no tengo valor para
juzgarle ni para juzgar su trágica decisión última...
Es curioso pero, si Jesús no hubiera
sido condenado a muerte, quizá Judas hubiera tenido
éxito en su intento de anulación de
la «venta». La Ley, al menos, preveía un plazo de un año
para que el «comprador» -en este caso
los sanedritas- se retractaran y devolvieran la
mercancía».
Juan Marcos, medio dormido, remató su
testimonio con una noticia que cambiaba -en parte-
lo que afirma Mateo en su evangelio:
-Judas descendió por el barrio bajo.
Al principio creí que se dirigía a mi casa o a Betania.
Llevaba mucha prisa. No saludaba a
nadie. Salió de la ciudad por la puerta de la Fuente y, ante
mi desconcierto, torció a la derecha,
en dirección a la garganta del Hinnom. Empezó a trepar
entre los peñascos y al llegar a una
de las rocas más altas y puntiagudas se deshizo del manto
y del cinto. Yo estaba tan asustado
que me pegué al terreno, temblando de miedo. Entonces vi
a Judas, al borde del precipicio,
amarrando uno de los extremos del ceñidor a la rama de una
pequeña higuera que crecía entre las
grietas de la roca. Cuando comprendí lo que quería hacer
me incorporé, dispuesto a pedirle que
no lo hiciera. Pero no tuve tiempo siquiera de abrir la
boca. El Iscariote hizo otro nudo
alrededor de su cuello y, en silencio, se lanzó al vacío...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
336
El muchacho, con una extrema palidez,
se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar.
Tuve que esperar a que se calmara. Al
rato, gimoteando, concluyó:
-… ¡Fue espantoso, Jasón...! Corrí
hacia la higuera. En aquellos momentos sólo tuve un
pensamiento: cortar, morder, arañar
el cinto... Todo menos dejar que se ahorcase.
»Cuando llegué al filo del abismo, el
cuerpo del pobre Judas se balanceaba en el aire, pateando
y girando sobre sí mismo como un
«zevivon»1...
»Tenía las manos aferradas al cuello
como tratando de luchar contra la asfixia, y los ojos
muy abiertos, casi fuera de las
órbitas.
»Las rodillas me temblaban y mi
garganta se secó, como si hubiera tragado un puñado de
arena. Pero, cuando me disponía a
trepar al arbolillo y quebrar la higuera, el nudo de la rama
se soltó y Judas cayó al precipicio,
estrellándose contra las piedras.
»Fue todo tan rápido que no pude
hacer absolutamente nada. Me quedé allí arriba, como un
poste, contemplando el cuerpo inmóvil
de Judas. Después, sin fuerzas ni para llorar, regresé a
la ciudad y, cuando trataba de volver
al Gólgota, ocurrió el temblor... Mi terror fue tan grande
que volví a la puerta de la Fuente,
huyendo hacia el campamento. Allí fue donde me encontró
David...
Al preguntarle si el cuerpo del
Iscariote seguía aún en el fondo del barranco, Juan Marcos se
encogió de hombros. Al parecer no
había comentado el suceso con nadie. Yo era el primero en
saberlo. Agradecí su información,
rogándole que se retirara a descansar.
-Mañana, a primera hora, si no tienes
inconveniente -le dijo- quiero que me acompañes
hasta esa garganta...
Juan Marcos asintió como un autómata,
desapareciendo en el patio donde estaba a punto de
comenzar la cena pascual.
La versión del muchacho variaba
ligeramente la siempre trágica suerte del traidor. Era
preciso que confirmase si Judas había
fallecido por ahorcamiento o por precipitación. Aunque
sus intenciones, en el fondo, estaban
claras -suicidarse-, quizá la forma definitiva de su muerte
(suponiendo que hubiera muerto) no
había sido la que siempre hemos conocido y aceptado.
Y abusando de la generosidad de
aquella familia, escogí uno de los rincones de la planta
baja, envolviéndome en el manto. Al
quedarme solo establecí una última conexión con el
módulo, anunciando a Eliseo mi
intención de visitar el Hinnom y, suponiendo que aún estuviese
allí, examinar el cadáver de Judas.
Hacia las 21.30 horas, el sueño
disipó mi fatiga y mis angustias. Me pareció extraño, muy
extraño, que Jesús de Nazaret no
estuviera vivo y cercano. Sin querer me había acostumbrado
a su majestuosa presencia...
8 DE ABRIL, SÁBADO
Poco antes del amanecer, Eliseo me
sacó de un profundo sueño, plagado de pesadillas en las
que, curiosamente, se mezclaban las
más absurdas situaciones y vivencias, tanto del «tiempo»
real en que me movía como de mi
verdadero siglo.
La meteorología había cambiado. El
día prometía serenidad:
viento en calma, excelente
visibilidad, baja humedad relativa y una temperatura de logrados
centígrados, en ascenso. Desde el
módulo, los radares de largo alcance dibujaban con toda
nitidez los perfiles del árido Negev.
Juan Marcos no tardó en presentarse.
Traía un gran cuenco de leche de cabra y algo de pan,
fabricado durante la mañana del
viernes. Mi agotamiento había desaparecido y devoré
prácticamente el frugal desayuno.
1 En los relatos tradicionales de la festividad judía de las
luminarias o «Januká» (que suele coincidir con las
Navidades). se cuenta que, durante la
ocupación romana en el siglo I, estaba prohibido reunirse en grupos para
estudiar la Torá. Cuando un vigía
alertaba al grupo de estudiosos sobre la proximidad de los legionarios, alguien
sacaba
un «zevivon» o pequeño dado, con una
base puntiaguda y un asa superior para hacerlo girar. De esta forma
disimulaban, apostando sobre qué cara
del dado caería hacia arriba. Incluso en la actualidad es frecuente ver a los
niños israelitas jugando con uno de
estos «zevivon» durante los días de la «Januká». (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
337
Con las primeras luces y el trompeteo
del Santuario, anunciando el nuevo día, mi joven
amigo y yo cruzamos las solitarias
calles de Jerusalén. El habitual ruido de la molienda había
desaparecido. Nadie parecía tener
prisa por levantarse. Por un lado me alegré. Si el cuerpo de
Judas continuaba entre las peñas,
prefería que nadie nos viera junto a él. Así era mucho más
seguro.
Una vez fuera de la murallas, el
muchacho me condujo hacia el Oeste, siguiendo casi en
paralelo el muro meridional de la
ciudad. A escasos metros de la puerta de la Fuente, por la que
habíamos salido, el terreno cambió.
Entramos en lo que los judíos llamaban la Géhenne o
«infierno». Supongo que por lo
atormentado de la depresión y por las numerosas hogueras que
se levantaban aquí y allá en una
permanente quema de basuras. En efecto, conforme
caminábamos observé cómo aquel
tétrico paraje había sido convertido en un inmenso
estercolero en el que merodeaban un
sinfín de perros vagabundos y ratas enormes como
liebres.
Juan Marcos se detuvo. Observó el
paisaje y, a los pocos segundos, reanudó la marcha. A los
cinco minutos de camino, la Géhenne
se convirtió en un laberinto de peñascos, barrancas
estériles y pequeños pero agudos
precipicios. De acuerdo con las cotas de nuestras cartas,
aquel extremo sur de Jerusalén
oscilaba entre los 612 y 630 metros, en las proximidades del
portalón de la Fuente y los 685, en
las cercanías de la puerta de los Esenios. Entre ambos
puntos, el perfil del terreno sufría
bruscas variaciones, con desniveles de 20, 30 y hasta 40
metros.
Al ir salvando aquel «infierno»
supuse que si el Iscariote había caído desde cualquiera de
aquellos barrancos, lo más probable
es que se hubiera destrozado contra las cortantes aristas
de las peñas.
Al fin, Juan Marcos se detuvo. Nos
encontrábamos a unos 200 metros en línea recta de la
muralla y sobre uno de aquellos
pelados promontorios. Me señaló una joven higuera, nacida
milagrosamente entre los vericuetos y
fisuras de la roca y que, tal y como me habla explicado,
crecía con la mitad de su ramaje
hacia el Oeste y sobre el vacío.
Lentamente me aproximé al filo del
precipicio. El muchacho, inquieto y tembloroso, se aferró
a mi brazo. Al principio no distinguí
nada anormal. La barranca presentaba una caída casi en
vertical de unos 35 o 40 metros. Pero
la semiclaridad del alba no era suficiente para distinguir
el fondo con precisión.
Tras un par de minutos de tensa
búsqueda, Juan Marcos dio un grito que a punto estuvo de
hacerme perder el equilibrio.
-¡Allí!... ¡Mira, allí está!
Seguí la dirección de su dedo y, en
efecto, confundido entre las piedras, aprecié un bulto
lechoso, inmóvil y que, desde mi
punto de observación, parecía un hombre envuelto en algo
similar a una túnica o una manta
blanca.
Ordené a Juan Marcos que no se
moviera y elegí uno de los terraplenes, iniciando el
descenso.
Después de no pocos rodeos,
rasponazos y sobresaltos entre las resbaladizas paredes del
precipicio, me vi al fin en el fondo
de la barranca, a poco más de cuatro metros del cuerpo. Lo
observé sin mover un solo músculo.
Parecía desmayado o muerto. Evidentemente era un
hombre, enfundado en una tónica
marfileña, similar a la que usaba Judas. Se hallaba boca
abajo, con la pierna izquierda
violentamente flexionada bajo el abdomen.
Cuando, finalmente, me decidí a
avanzar hacia él, algo negro, grande y peludo como un
conejo salió de debajo, huyendo hacia
las zarzas próximas. Me detuve. Un escalofrío recorrió
mis entrañas. Las ratas habían
empezado a devorarlo...
Me apresuré a darle la vuelta y el
rostro imberbe, puntiagudo y pálido del Iscariote apareció
ante mí. Tenía los ojos abiertos, con
el sello del espanto en sus pupilas. Uno de los globos
oculares había desaparecido
prácticamente, ante las acometidas de los roedores.
Por más que repasé su cuerpo no
advertí señal alguna de sangre. Sólo un finísimo hilo, ya
seco, brotaba de la comisura derecha
de su boca.
Llevaba el cinto anudado al cuello.
Al examinarlo me di cuenta que no estaba roto o
desgarrado. Sencillamente, como dijo
Juan Marcos, se había desanudado. Presionaba la
garganta de Judas pero, ante mi
sorpresa, la conjuntiva o membrana mucosa que tapiza el
dorso de los párpados y la zona
anterior del ojo no presentaba las típicas manchas rojas de los
Caballo de Troya
J. J. Benítez
338
ahorcados. Retiré el pelo negro y
fino pero tampoco observé este tipo de «ronchas» por detrás
de las orejas.
La lengua no se hallaba presa entre
los dientes ni lucía la habitual tonalidad azul, signos
característicos entre los ahorcados.
Si verdaderamente se hubiera
registrado el cierre completo de todo el riego y desagüe
cerebral, la cara de Judas aparecería
embotada. Sin embargo, su aspecto -a pesar de las 15
horas transcurridas desde el
hipotético óbito- era casi normal. Las pupilas, dilatadas en un
principio, habían empezado a
empequeñecer, entrando en fase de «miosis» (posiblemente a
partir de las nueve de la noche del
viernes).
Presentaba también las livideces
propias de un estado post-mortem pero,
insisto, las venas
yugulares y arterias carótidas no
mostraban señales de estrangulamiento, habituales en los
ahorcados1.
Ante aquel cúmulo de pruebas
negativas, mi impresión personal fue la siguiente: Judas
Iscariote no había fallecido por
ahorcamiento, sino por precipitación.
Esta teoría se vio fortalecida al
palpar las extremidades y el resto del cuerpo. Las piernas y
uno de los brazos sufrían fracturas
cuádruples y las roturas internas eran generalizadas.
Pero lo que terminó de convencerme
fue el sonido del cráneo, al agitarlo entre mis manos.
Aquel ruido -similar al de un «saco
de nueces»- era típico de las personas que han sufrido una
de estas precipitaciones o caídas
desde gran altura.
Aunque resultaba verosímil que el
traidor, en su desesperación, no ajustara el nudo del cinto
convenientemente, cayendo al vacío
antes de perecer por ahorcamiento, nunca pude
comprender cómo este sujeto
-generalmente meticuloso- pudo cometer un error semejante.
Volví a depositar el cuerpo sobre las
piedras y, tras cerrar sus ojos (o lo que quedaba de
ellos), permanecí unos minutos en pie
y en silencio, contemplando a aquel desdichado. Me
pregunté si aquel Iscariote u «hombre
de Carioth», hijo de Simón, un hombre ilustre y
adinerado de Judea, discípulo de Juan
el Bautista y atormentado buscador de la Verdad,
merecía realmente un fin tan
desolador...
Regresé junto a mi amigo,
confirmándole la muerte de Judas. Juan Marcos había recuperado
el manto del renegado y, lentamente,
en silencio, volvimos a Jerusalén.
Una vez en la ciudad, tras rogarle
que me condujera hasta la casa de Juan Zebedeo, le pedí
que se pusiera en contacto con la
familia de Judas, a fin de que levantaran sus restos antes de
que las ratas y las alimañas de la
Géhenne terminaran por desfigurarle.
Con gran diligencia, como era su
costumbre, el hijo de los Marcos cumplió mi nuevo encargo.
Juan Zebedeo no me esperaba. Pero me
recibió con un entrañable abrazo. Disponía de una
casita de una planta, muy humilde y
casi vacía, en la zona norte de la ciudad. En un barrio que,
por aquel entonces, empezaba a crecer
y que era conocido por «Beza'tha».
Sorteé un caldero en el que ardían
algunos pequeños troncos, y que se destinaba
generalmente para ahuyentar a los
insectos y mosquitos, y crucé el umbral de la puerta. En el
interior de la única estancia,
penosamente alumbrada por un lámpara de aceite, distinguí en
seguida a cuatro mujeres. Eran María,
la madre de Jesús; su hermana Mirián; Salomé, madre
de Juan y la joven Ruth, hermana del
Nazareno.
No había sillas ni taburetes y el
Zebedeo me invitó a tomar asiento sobre una de las esteras
esparcidas sobre la tierra apisonada
que formaba el pavimento. Me extrañó la singular
austeridad de aquella casa, con un
liviano terrado a base de ramas cubiertas de tierra y arcilla y
sin una sola ventana o tronera.
Después supe que aquélla no era la residencia habitual de los
Zebedeo. Esta se hallaba al norte, en
Galilea.
Juan no me presentó a las mujeres. No
era costumbre pero, además, tampoco 13
necesitaba. Todas las hebreas se
mostraban especialmente solicitas con María. Una de ellas
acababa de ofrecerle un cuenco de
madera con leche. Pero la madre del Galileo se resistía a
tomarlo. Cuando mis ojos fueron
acostumbrándose a la penumbra, comprobé que la Señora
tenía la cabeza descubierta. Sus
cabellos eran mucho más negros de lo que había supuesto. Se
peinaba con raya en el centro,
recogiendo en la nuca una sedosa y azabache mata de pelo. Sus
ojeras, mucho más marcadas que en el
momento de su encuentro con el crucificado, reflejaban
1 En Medicina Legal está perfectamente estudiado que, para
producir el cierre total de las yugulares, se necesitan
unos cinco kilos de fuerza. En el
caso de las carótidas, entre diez y quince kilos. (N. del m.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
339
una noche de vigilia y sufrimiento.
Se hallaba sentada sobre una de aquellas gruesas esterillas
de palma y junco, con el cuerpo y la
cabeza reclinados sobre el muro de adobe y los ojos
semicerrados. De vez en cuando, un
profundo suspiro agitaba todo su ser y los hermosos ojos
rasgados se entreabrían. Por un
momento, al captar la resignada amargura de aquella hebrea,
me sentí desfallecer. No tenía valor
para interrogarla. Las fuerzas y el coraje parecían escapar
de mí, anonadado ante la angustia de
una madre que acababa de perder a su hijo primogénito.
¿Cómo podía iniciar la conversación?
¿Con qué valor me enfrentaba a aquella mujer, rota por el
dolor, para pedirle que me hablara de
su Hijo, de su infancia y de su no menos ignorada
juventud?
Fue Juan quien, sin proponérselo,
alisó tan arduo trabajo, previsto por Caballo de Troya
como uno de los últimos objetivos de
aquella misión.
Después de sacudir un viejo y
renegrido pellejo de cabra, el discípulo llenó otro cuenco de
madera con una leche espesa y agria,
rogándome que aceptase aquel humilde refrigerio.
-No te inquietes por el olor -me
dijo-. Sacia mejor la sed...
No quise desairarle y apuré el
pestilente cuenco, procurando cerrar los ojos y contener la
respiración.
Al terminar, el Zebedeo recogió el
recipiente y señalando el manto de lino blanco que
colgaba de mi ceñidor, exclamó:
-Veo que no has olvidado tu regalo...
Bajé la vista y comprendí. Y aunque
aquella especie de «chal» había sido comprado para
Marta, la hermana de Lázaro, la
genial sugerencia del discípulo hizo variar mis planes. En
efecto: aquél podía ser el medio
ideal para ganarme la estima y confianza de Maria... ¿Cómo no
se me había ocurrido antes?
Lo tomé en mis manos y, levantándome,
me acerqué al rincón donde descansaba la Señora.
Me arrodillé frente a ella y
extendiendo el rico presente le rogué que se dignara aceptarlo.
María y las mujeres que le rodeaban
me miraron y se miraron entre si. Pero, al fin, la madre
del rabí, apartándose de la pared,
tomó el manto, llenándome con una mirada intensa. Una
mirada que me recordó la de su Hijo.
Juan, atento y solícito, aproximó la
lucerna de barro, con el fin de que María pudiera
contemplar mejor la finísima textura
del lino. Entonces, a la luz de la lámpara de aceite, los
ojos de aquella mujer surgieron ante
mí en toda su hermosura: ¡eran verdes!
Después de acariciar el tejido, María
levantó de nuevo sus ojos hacia mí, y mostrándome una
dentadura blanca y perfecta, exclamó:
-¡Gracias, hijo!
Era la primera vez que escuchaba
aquella voz gruesa y, sin embargo, cálida y segura.
A partir de aquellos instantes -las
ocho de la mañana, aproximadamente- y después que
Juan Zebedeo le explicara quién era y
por qué estaba allí, María accedió gustosa a hablarme de
Jesús, de sus primeros años en
Nazaret, de sus viajes por el Mediterráneo y de la muerte en
accidente de trabajo de su esposo, el
constructor y carpintero llamado José.
Intentando poner orden en mis ideas y
en los miles de temas que se agitaban en mi mente,
empecé por preguntarle sobre el
nacimiento del gigante...1
Hacia las 11.30 horas, nuestra
conversación se vio interrumpida con la llegada de Jude y
José de Arimatea. Traían noticias de
última hora.
Una vez finalizada la cena de Pascua,
los sanedritas habían vuelto a reunirse, esta vez en la
casa de Caifás. Según el anciano, el
único tema debatido fue la profecía hecha por Jesús de
resucitar al tercer día. Los
sacerdotes, en especial los seduceos, no concedían demasiado
crédito a las palabras del
ajusticiado. Pero los intrigantes miembros del Sanedrín estimaron que
lo más prudente sería vigilar la
tumba. «Según afirmaron -prosiguió José-, cabía la posibilidad
de que los amigos y creyentes de
Jesús robaran el cadáver, propagando después la mentira de
su resurrección.» Con el fin de
abortar cualquier intento de robo, el sumo sacerdote designó
1 Nota de J. J. Benítez: El extenso relato del mayor sobre esta apasionante
conversación con la madre de Jesús de
Nazaret, en la que aparecen infinidad
de datos nuevos y fascinantes sobre la infancia, juventud y edad adulta del
Galileo, ha sido desgajado del
mencionado diario e incluido -por razones de su extensión- en un próximo
volumen.
Siento, de verdad, dejar al lector
con la miel en los labios...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
340
una comisión, encargada de visitar al
procurador romano a primera hora de la mañana del
sábado. Pues bien, ese grupo de
sanedritas acababa de entrevistarse con Poncio.
José, alertado por uno de sus
confidentes, se había apresurado a acudir al Templo. Allí,
después de no pocas burlas e
hirientes indirectas por parte de esta comisión -conocedora de su
vinculación con el Nazareno-, el
propietario del huerto donde había sido sepultado el Maestro
conoció finalmente los pormenores de
la conversación entre los sacerdotes y Pilato.
-Señor -manifestaron los jueces al
gobernador-, te recordamos que Jesús de Nazaret, ese
falsario, dijo en vida: «Pasados tres
días resucitaré.» Por consiguiente, nos presentamos ante ti
para rogarte que des las
instrucciones necesarias para que el sepulcro sea debidamente
protegido contra sus discípulos hasta
que hayan transcurrido esos tres días. Nos tememos que
sus fieles intenten robar el cuerpo
durante la noche y, acto seguido, proclamen al pueblo que
ha resucitado de entre los muertos.
Si lo consintiéramos, sería una falta mayor que si le
hubiéramos dejado con vida.
Y Poncio, después de escuchar este
ruego, respondió:
-Os daré una escolta de diez
soldados. Vayan y monten la guardia ante la tumba.
Prosiguió el de Arimatea:
-Esa escolta romana y otros diez
levitas más, reclutados de entre una de las secciones
semanales del Templo, se encuentran
ya frente a la tumba, tal y como he podido verificar antes
de venir a veros. Esas hipócritas
bestias que rodean y adulan a Caifás no han tenido el menor
escrúpulo de violar el sagrado sábado
y han invadido mi propiedad. Cuando intenté bajar hasta
la cripta, algunos de los guardianes
del Santuario me salieron al paso, obligándome a salir del
huerto. ¡Es indigno!...
-Entonces -insinué-, nadie puede
acercarse a la tumba.
-Nadie que no sea de la guarnición de
Antonia o del cuerpo de levitas. Incluso, los muy
salvajes, han retirado la losa que
cubría el pozo del hortelano, uniéndola a la roca que cierra la
cámara sepulcral. Después han
estampado el sello de Pilato para que nadie pueda removerías.
Aquella noticia me dejó francamente
preocupado. Los últimos minutos de mi misión en
Jerusalén debían transcurrir
precisamente lo más cerca posible del sepulcro. Caballo de Troya
tenía especial interés, como es
lógico, en averiguar si la pretendida resurrección del Maestro de
Galilea era o no una realidad
objetiva o, por el contrario, una leyenda. ¿Cómo podía llevar a
cabo mi observación si el paso al
sepulcro se hallaba prohibido por aquellos 20 centinelas?
Aún quedaban muchas horas y preferí
no atormentarme con semejante dilema. Algo se me
ocurriría...
El cambio de conversación de José me
ayudó a olvidar temporalmente el asunto.
Con gran desconcierto por mi parte,
una de las máximas preocupaciones del anciano judío
era acertar con el epitafio que debía
grabarse en la fachada rocosa del sepulcro donde reposaba
el cuerpo de su Maestro. José traía
escritas, incluso, algunas frases, que dio a leer a Jude y a
Juan, respectivamente.
Con gesto grave, los tres hombres
discutieron sobre el posible texto, llegando a la conclusión
de que la última era quizás la más
adecuada. Le rogué a Juan que me pasara el trozo de
pergamino y, en arameo, leí lo
siguiente:
Éste es Jesús, el Mesías.
No hay aquí oro ni plata,
sino sus huesos.
Maldito sea el hombre
que lo abra.
Yo sabía que el saqueo de tumbas
estaba a la orden del día en Israel, pero no podía encajar
la falta de fe de aquellos íntimos de
Jesús de Nazaret, que no dudaban en calificar al Galileo de
Mesías, renunciando por completo a la
idea de su resurrección. Era tan triste como
anacrónico...
Una vez decidido el epitafio, José
mostró la frase elegida a la madre de Jesús. Pero María se
negó a leerlo. Y clavando sus ojos en
cada uno de los presentes, les reprochó su desconfianza
con un lapidario comentario:
Caballo de Troya
J. J. Benítez
341
-El Mesías escribirá su epitafio con una
sola palabra: ¡Resucitó!
Un silencio violento nos cubrió a
todos durante algunos minutos. El de Arimatea movió la
cabeza negativamente y Jude y Juan se
limitaron a bajar el rostro, manifestando así sus dudas.
Pero la Señora no insistió. Se
recostó de nuevo sobre la pared y entornó los ojos.
El de Arimatea rasgó la embarazosa
situación, intentando convencemos y convencerse a sí
mismo de que no nos hiciéramos falsas
ilusiones...
-La noticia de la promesa de su
resurrección –comentó- ha terminado por saltar a la calle y
toda Jerusalén se hace lenguas sobre
el particular. Si el Maestro no cumple lo que prometió,
¿en qué situación quedarán sus
discípulos y él mismo?
Desgraciadamente, aquella postura,
propia de un hombre racional y con un probado sentido
común, era compartida por la casi
totalidad de sus apóstoles, enclaustrados desde la noche del
jueves en diversas casas de Jerusalén
y Betania, muertos de miedo y sin la menor esperanza
respecto a su futuro. Si aquellos
rudos galileos hubieran disfrutado de la fe de David Zebedeo,
por poner un ejemplo, las cosas
habrían sido muy distintas...
Aun a riesgo de repetirme, creo de
suma importancia recalcar esta ingrata pero muy humana
disposición de los apóstoles y
seguidores del Hijo del Hombre, en relación con el tema de la
resurrección. Están equivocados
quienes puedan pensar que los discípulos esperaban
ilusionados el amanecer del tercer
día. Nadie en su sano juicio podía aceptar que un cadáver,
después de 36 horas de su
fallecimiento, fuera capaz de levantarse y vivir. Pero el sorprendente
rabí jamás hablaba en vano...
Media hora antes del ocaso -hacia las
seis-, Jude y su hermana Ruth se pusieron en camino,
acompañando a su madre hacia la
residencia de Lázaro, en Betania. Juan, obedeciendo la
consigna dada por Andrés, acudió
hasta la casa de Elías Marcos, donde había sido prevista una
reunión de urgencia de todos los
discípulos y fieles de Jesús que se hallaban en la ciudad santa.
Me brindé a acompañar a la familia
del Nazareno y, de esta forma, pude ampliar mis
conocimientos sobre la vida de Jesús.
A las 19.30 horas, las hermanas del
resucitado nos recibieron en su hogar, colmándonos con
sus atenciones.
Pero la noche empezaba a menguar y,
tras despedirme de mis nuevos amigos, agradecí a
Marta y a María su generosa
hospitalidad, anunciándoles que debía emprender un largo viaje y
que, casi con seguridad, regresaría
pronto. Aquella piadosa mentira, que alivió quizás el afligido
corazón de Marta, llegaría a ser
realidad. Una realidad que culminó las aspiraciones de este
cada vez menos incrédulo y escéptico
oficial de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas.
La hermana mayor de Lázaro, con los
ojos arrasados en lágrimas, me confió en secreto que
su hermano había tenido que
refugiarse en Filadelfia y que ellas, en cuanto pudieran vender sus
tierras y hacienda, seguirían sus
pasos. Yo conocía la primera parte de su información, pero -
¡torpe de mí!-, en aquellos
instantes, mientras le decía adiós, no supe adivinar lo que
verdaderamente encerraba su
confesión...
Poco antes de las doce de la noche,
preocupado por lo avanzado de la hora y por encontrar
alguna fórmula que me permitiera
observar la boca del sepulcro con un máximo de nitidez y
seguridad, inicié la ascensión del
Olivete.
¿De verdad se produciría la gran
«chazaña»? ¿De verdad tendría la grandiosa oportunidad de
comprobar con mis propios ojos el
anunciado prodigio de la resurrección?
9 DE ABRIL, DOMINGO
Hacia la una de la madrugada, sin
aire en los pulmones y chorreando sudor por los cuatro
costados, divisé al fin la cerca de
madera de la finca de José de Arimatea. Todo se hallaba en
silencio. Solitario. Caminé
nerviosamente arriba y abajo del vallado, buscando alguna fórmula
que me condujera, sano y salvo, al
interior del huerto. Pero mi cerebro, encharcado por las
prisas, se negaba a trabajar. Eliseo,
a mi paso sobre la cima del Monte de las Aceitunas, me
había recordado la imperiosa
necesidad de contar con mi presencia antes de las 5.00 horas. Los
preparativos para el retorno exigían
un mínimo de comprobaciones y al definitivo ajuste del
Caballo de Troya
J. J. Benítez
342
ordenador. Supongo que le prometí
regresar mucho antes de esa hora. No lo recuerdo bien. Mi
ánimo se había ido excitando conforme
corría ladera abajo, en dirección a la zona norte de la
ciudad.
Ahora, con la misión casi concluida,
me sentía incapaz de coronar con éxito la que, sin duda,
podía ser la fase decisiva de todo el
proyecto.
Inspiré profundamente y, sin
meditarlo más, brinqué al otro lado de la propiedad. Podía
haber abierto la cancela pero lo
pensé mejor. Aquellos oxidados e impertinentes goznes podían
delatarme.
Una vez entre los árboles frutales
permanecí unos minutos en cuclillas, pendiente del más
mínimo ruido. Todo seguía en calma. Y
animándome a mí mismo, fui arrastrándome sobre el
seco terreno arcilloso, ayudándome en
cada tramo con los antebrazos y codos. Había saltado
por la izquierda de la puerta, con
una intención inicial: tratar de alcanzar la parte posterior de
la casita del hortelano.
Una vez allí, si los guardias no me
descubrían mucho antes, ya y pensaría algo...
Fui haciendo pequeñas pausas,
ocultándome tras los endebles troncos de los frutales e
intentando perforar el bosquecillo
con la vista. La luna, prácticamente llena, irradiaba una
claridad que, en aquellos decisivos
minutos, podía traicionarme.
«Unos metros más -me dije- y casi lo
habré logrado».
Resoplando y con la túnica enrojecida
por la arcilla me oculté al fin detrás del muro de piedra
del pozo, situado a una decena de
pasos de la casa del jardinero. Asomé lentamente la cabeza
por encima del brocal y comprobé con
alivio que la puerta se hallaba, cerrada. No había luz
alguna en el interior y la chimenea
aparecía inactiva.
«Quizá los soldados le hayan obligado
a desalojar su vivienda», pensé. Y en ese instante,
una duda mortal me secó la garganta:
«¿Y si hubiera llegado demasiado
tarde? ¿Y si la supuesta resurrección hubiera ocurrido
ya...?
El único indicio en este sentido
aparece en el texto evangélico de Mateo (28,1-8). Si el autor
sagrado llevaba razón y el prodigio
tenía lugar «al alborear del primer día» -es decir, del
domingo-, todo estaba perdido. El
orto o aparición del limbo superior del sol sobre el horizonte
había sido fijado por Santa Claus con
una precisión matemática: dada la latitud aproximada de
Jerusalén -32 grados Norte-, ese
instante ocurriría a la 5 horas y 42 minutos. El ocaso, como ya
cité en su momento, se registraría,
en consecuencia, a las 18 horas y 22 minutos.
Los planes del general Curtiss, al
menos en este sentido, hubieran fallado. Mi reingreso en la
«cuna», como mencioné anteriormente,
debía producirse, como muy tarde, hacia las cinco de
esa madrugada.
Pero un inesperado acontecimiento me
sacó de estas elucubraciones, haciéndome temblar de
pies a cabeza. De pronto, los perros
de José de Arimatea empezaron a ladrar furiosamente.
¡No había contado con aquel nuevo
problema!
Me pegué a la pared del pozo,
tratando de adivinar la posición de los canes. No tardaría en
averiguarlo. A los dos o tres minutos
sentí a mis espaldas los gruñidos de los animales. Me
habían detectado, permaneciendo a dos
o tres metros, con sus fauces abiertas y amenazantes.
Me revolví, dispuesto a golpearles y
dejarles fuera de combate si era preciso. Se trataba en
realidad de dos pequeños ejemplares y
supuse que no resultaría difícil amedrentarles o
golpearles con la «vara de Moisés».
Lo que más me preocupaba es que la escolta romana o
levítica pudiera reaccionar y
descubrirme.
Me preparé e, incorporándome, me
dispuse a ahuyentarlos. Pero la sangre se congeló en mis
arterias: una mano ruda y pesada cayó
sobre mi hombro derecho...
Al volverme, cuando consideraba que
todo se hallaba perdido, encontré ante mí la silueta
inmensa del hortelano.
Antes de que pudiera explicarle se
llevó el dedo índice a los labios, indicándome que
guardara silencio.
Acto seguido me hizo señas para que
le acompañara. Desconcertado obedecí como un
autómata. Los perros, al ver al
inquilino de la casa, guardaron silencio, siguiéndonos dócilmente
hasta el interior de la vivienda.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
343
Una vez allí, el hortelano supo de
mis intenciones. Me había reconocido y, como seguidor de
las enseñanzas del Maestro, se mostró
complacido ante mi supuesta fe, prometiendo ayudarme
a encontrar el sitio adecuado y
satisfacer así mi aparentemente insólito y loco deseo.
Muy despacio, midiendo cada paso,
aquel hombre rodeo la casa, entrando en un pequeño
viñedo al oeste de la cripta y que yo
había visto fugazmente durante mi primera visita al
huerto. En la linde más próxima al
suave promontorio donde había sido sepultado el cuerpo del
Nazareno se levantaba una especie de
enorme cajón, de unos dos metros de altura. Aquel
gigante se ocultó tras uno de los
muros de tablas del misterioso «cubo» y yo hice lo propio.
-Desde aquí podrás observar sin
peligro...
Y acto seguido entreabrió una
trampilla existente al pie de aquel lado del cajón, haciéndome
señas para que me agachara y entrara.
Sin saber lo que me aguardaba, me
puse de rodillas, penetrando en el interior. En mi
precipitación olvidé la «vara de
Moisés» en el suelo. Para cuando quise retroceder, el hortelano
había bajado la trampilla. Empujé
pero... ¡estaba cerrada por fuera! Desesperado, escuché los
pasos del jardinero, alejándose en
dirección a la casita.
¿Qué podía hacer? Si gritaba,
reclamando la presencia del guarda, los soldados se darían
cuenta. «Además -pensé con un
nerviosismo desbocado-, ¿cómo voy a salir?»
Una serie de aleteos me devolvió al
presente. Levanté el rostro, tratando de identificar
aquellos sonidos y, al incorporarme,
las tinieblas de aquel cajón se convirtieron en un
bombardeo de pequeños cuerpos
blancos, chocando entre sí, contra mi cabeza y contra las
paredes del cubículo. Instintivamente
me cubrí con ambos brazos. Pero el aterrador y aterrado
ir y venir de aquellos seres
prosiguió por espacio de varios minutos. Me agaché de nuevo y,
poco a poco, todo fue apaciguándose.
El suelo de tierra se hallaba alfombrado de plumas. Al
examinarlas comprendí: estaba en un
palomar!
A pesar del susto no pude evitar una
apagada carcajada. El bueno del hortelano me había
metido en un palomar...
Si he de contar toda la verdad,
durante más de media hora, mi preparación de años como
astronauta, mis estudios,
investigaciones y aprendizaje para tan importante proyecto, no me
sirvieron de nada. Sencillamente, el
general Curtiss no había previsto esta ridícula escena y,
por supuesto, yo no tenía ni la menor
idea de cómo apaciguar a una treintena de palomas y
palomos, lógicamente asustados antes
la súbita irrupción de un intruso en su morada.
Si no acertaba a tranquilizarlas
seria muy difícil asomarse a la rejilla metálica existente en la
zona superior del cajón.
Por dos veces lo intenté, pero el
resultado fue igualmente caótico. A pesar de mis dulces
silbidos, de la tiernas palabras y de
mis gestos apaciguadores, las inquietas aves se alborotaron
en ambas ocasiones.
Rendido me dejé caer en el fondo del
palomar. Llegué a pensar en matarlas. Pero la sola
idea me repugnó. Durante varios
minutos, con la cabeza hundida sobre las rodillas, intenté
recordar cuanto sabía o había visto
en relación con aquellos animales. En el escaso caudal de
recuerdos me vino a la memoria la
figura de mi abuelo, viejo cazador de patos en las lagunas
de Baton Rouge, en Louisiana.
Rememoré algunos amaneceres en su compañía durante mis
añoradas vacaciones de juventud, en
las orillas de Lake Pontchartrain. Recordé las garzas y -
¡cielo santo!-, de pronto, como un
milagro, en mi cerebro surgió la cara de mi abuelo, con una
ramita entre los dientes, chasqueando
las mandíbulas y moviendo la cabeza de arriba abajo,
imitando a las garzas en celo.
Aquella escena, que siempre me había divertido, podía encerrar
la solución...
Busqué pero no hallé una sola rama.
Sin desanimarme, tomé la pluma más larga que había
en el suelo del cajón y, colocándola
entre mis dientes, empecé a oscilar la cabeza, a razón de
ocho a diez veces por minuto. Muy
despacio, con una lentitud que se me antojó desesperante,
fui elevándome hacia los travesaños y
celdillas, procurando emitir algo parecido a un arrullo.
A medio camino me detuve,
observándolas sin dejar de mover la cabeza. Aquel viejo sistema
para atraer la atención de las garzas
hembras en América parecía bueno. Algunas aletearon
inquietas pero la mayoría siguió
impasible. (Ignoro si absortas o desconcertadas -o ambas
cosas a un mismo tiempo- ante aquel
pobre estúpido que pretendía hacerse pasar por un
palomo más.)
Caballo de Troya
J. J. Benítez
344
A los diez o quince minutos, Caballo
de Troya entraba en deuda con mi desaparecido y
ocurrente abuelo: la palomas,
sosegadas, terminaron por aceptarme u olvidarme. (Porque este
detalle nunca lo he tenido muy
claro...)
Sin dejar de mover la cabeza, con el
cañón de la pluma entre los dientes, me asomé al fin a
la red de metal.
Mi posición, tal y como había
sentenciado el hortelano, era privilegiada. Me hallaba a unos
ocho o diez metros del final del
estrecho sendero que conducía a las escalinatas del sepulcro. La
luna iluminaba sobradamente la parte
superior de la peña, así como a los soldados que
montaban guardia en el filo mismo del
callejón o antesala de la cripta. Habían encendido una
hoguera, formando dos grupos
perfectamente diferenciados y distanciados entre sí unos tres o
cuatro metros. Poco a poco fui
reconociendo a los centinelas. Los que se reunían alrededor de la
fogata eran legionarios romanos. Pero
no vi a ningún oficial. El segundo pelotón, también de 10
hombres, estaba integrado por
levitas. Era curioso: durante más de media hora, ninguno de los
guardianes del Templo se dirigió a
sus supuestos compañeros de servicio. O mucho me
equivocaba o se ignoraban mutuamente.
Aquella situación era perfectamente verosímil,
teniendo en cuenta el odio compartido
de ambos pueblos...
A pesar de mi proximidad, la boca de
la cámara funeraria no era visible desde aquel
improvisado observatorio. Al
encontrarse por debajo del nivel del terreno, resultaba poco
menos que imposible divisarla. A lo
sumo, e incorporándome hasta el techo del palomar,
alcanzaba a ver un trecho de la zona
superior de la fachada sepulcral.
Aquello me inquietó. Pero opté por
serenarme. Después de todo, si ocurría «algo», los
primeros en advertirlo serían los
propios guardianes. Bastaba con no perderles de vista. El
hecho de que estuvieran allí,
apaciblemente sentados o tumbados sobre el terreno, era señal de
que, de momento, nada extraño había
ocurrido.
Y a las 02.30 horas, tal y como había
programado Caballo de Troya, Eliseo efectuó la
primera de las llamadas «conexiones
en cadena». Hasta las 03.30 horas de esa madrugada, mi
compañero en el módulo iría
recordándome el horario cada media hora. A partir de ese
momento -y hasta las 05.00 horas-,
las « llamadas», porque de eso se trataba, se efectuarían
cada 15 minutos. El proyecto había
previsto -y así fue aceptado por todos los componentes de
la misión- que, en caso de «alta
emergencia», el módulo despegaría, incluso, con uno solo de
los astronautas. (A estas alturas de
la operación, «alta emergencia» sólo significaba una cosa:
que yo no hubiera podido acudir a la
cita con la «cuna» antes del despegue automático.)
Por supuesto, no quise intranquilizar
a mi hermano, explicándole que me hallaba encerrado
en un palomar...
Y a las 2.40 horas ocurrió lo
inexplicable.
Cuando vigilaba los movimientos de la
guardia, noté algo raro... No sabría cómo explicarlo.
Fue como una sacudida. No, quizá la
palabra más exacta sería «vibración»... Pero una vibración
seca. Casi instantánea. Sin ruido.
Cesó en cuestión de décimas de
segundo.
Mi primera impresión fue confusa.
Pensé que quizá el palomar había oscilado como
consecuencia de alguna racha de
viento. Pero en seguida caí en la cuenta de dos hechos
importantes. En primer lugar, no
había viento. Y, segundo, las palomas también habían
acusado aquella especie de descarga
eléctrica... por llamarlo de alguna manera. Esta vez, estoy
seguro, no fui yo el causante del
revuelo de las palomas, que abrieron sus alas y empezaron a
emitir un sonido parecido al glúteo
de los pavos.
Si se trataba de un nuevo seísmo,
Eliseo lo registraría al instante y me daría aviso de
inmediato. Pero la voz de mi
compañero siguió muda.
Me aferré con fuerza a la reja
metálica y concentré mis cinco sentidos en los soldados. Dos o
tres de los legionarios se habían
levantado, pero, a excepción de esto, todo parecía tranquilo.
No habían transcurrido ni dos minutos
cuando una nueva sacudida o vibración o descarga -
juro que no sé cómo calificarla-,
azotó el palomar y, a juzgar por el desconcierto de los
centinelas, el entorno del sepulcro.
Las aves comenzaron a revolotear. Las vibraciones parecían
encadenadas. Se sucedían casi sin
interrupción y con una fuerza que hizo temblar la frágil
estructura de tablas en la que me
hallaba prisionero. Al mismo tiempo, y creo que esto fue lo
peor, un zumbido agudísimo
-infinitamente más potente y afilado que el de un generador- me
taladró los oídos, perforando mis
tímpanos.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
345
Creí enloquecer. Traté de proteger
los oídos con las manos, pero fue inútil. Aquel pitido
seguía clavado en mi cerebro con una
frecuencia muy próxima a los 16000 Herz.
Caí al suelo, medio inconsciente y,
cuando pensaba que mi cabeza iba a estallar, todo cesó.
Las vibraciones y el zumbido
desaparecieron drásticamente. Al levantar el rostro vi algunas
'palomas en el suelo, muertas o con
los espasmos de la agonía.
Me incorporé como impulsado por un
resorte. ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba pasando?...
Al asomarme al exterior vi a los
soldados medio tumbados en tierra, gritando y sujetándose
el cráneo con las manos. El zumbido,
indudablemente, también les había afectado.
Llamé a Eliseo, pidiéndole
información sobre la hora y un posible registro en los sismógrafos.
Eran los 2.44. Y, tal y como
sospechaba, el instrumental de a bordo no detectaba oscilación
alguna del terreno. Sin poder
contenerme relaté a Eliseo lo ocurrido, manifestándole mi
preocupación por lo que estaba
sucediendo.
Durante los minutos siguientes, la
calma fue completa. Los soldados fueron recuperándose,
entablando una encendida polémica
sobre lo ocurrido. Unos los atribuían a un nuevo terremoto.
Otros, en cambio, hablaron de una
tormenta eléctrica. «¿Tormenta?», me pregunté a mí
mismo. Observé el cielo, pero seguía
transparente, sin el menor asomo de nubes.
«¡Imposible!», comenté para mi. «No
conozco una tormenta que sea capaz de desarrollar un
zumbido como aquél. Además, ¿cómo
explicar las sacudidas?»
Algunos levitas insinuaron que debían
avisar a sus jefes, pero, finalmente, ante la falta de
argumentos, desistieron y volvieron a
sentarse.
A las 03.00 horas Eliseo efectuó la
segunda llamada. Me preguntó si todo seguía en orden y,
al responderle afirmativamente, me
sugirió que no me descuidara. «A las cinco –comentó-
tomaremos el té...»
Agradecí la broma de mi hermano. Lo
necesitaba. Aquella tensión me estaba destrozando.
Cuando empezaba a creer que todo
aquello podía haber sido fruto de mi imaginación, un
nuevo suceso vino a empañar este
paréntesis.
A los siete u ocho minutos desde la
última conexión con el módulo, un silencio extraño y
anormal -muy similar al que ya había
sentido en Getsemaní- cayó sobre la zona. Observé a las
palomas. Inexplicablemente se habían
acurrucado en el fondo de las pequeñas celdas del
palomar, visiblemente asustadas.
Agucé los oídos. Nada. No se percibía
ni el más leve ruido.
Los soldados romanos, intrigados por
el silencio, se habían puesto en pie.
A las 03.10 horas, en mitad de aquel
espeso silencio, un calambre me recorrió de pies a
cabeza. Como un rugido, como una mano
de hierro que se arrastrase sobre una roca, así
empecé a oír el lento, muy lento,
deslizamiento de una piedra sobre otra.
De no haber asistido al cierre de la
enorme losa que taponaba la tumba del Nazareno,
supongo que no habría asociado aquel
bramido con el ruido de la muela al rodar por el fondo de
la ranura. Mi presentimiento se vio
confirmado cuando, súbitamente, uno de los levitas se
asomó al callejón del sepulcro,
lanzando un alarido estremecedor. Sus compañeros y también
los legionarios acudieron a su lado.
A los pocos segundos empezaron a retroceder, gimiendo y
tropezando los unos con los otros.
-¡Las piedras! -gritaban en plena
confusión-. ¡Las piedras se están moviendo solas!... ¡Las
piedras!
Los guardianes del Templo,
sobrecogidos por un pánico indescriptible, salieron huyendo en
todas direcciones, aullando y
chocando contra las ramas más bajas de los árboles frutales. En
cuanto a la escolta romana, algunos
retrocedieron hasta la fogata, desenfundando las espadas.
Dos de ellos, no sé si paralizados
por el terror o más audaces que sus compañeros, aguantaron
al borde de los escalones que
conducían al panteón. Durante segundos que me parecieron
siglos, el rugido de la piedra
circular, rodando y arañando la fachada del sepulcro, lo llenó todo.
Los levitas habían desaparecido del
huerto. En cuanto a los legionarios, aunque seguían a
escasos metros de la boca de la
tumba, sus rostros se hallaban bañados por un sudor frío.
De pronto, el ruido de la losa cesó.
Y casi simultáneamente, del callejón brotó una llamarada
de luz. No fue fuego. Y tampoco
podría definirlo como una explosión. Entre otras razones
porque no escuché estampido alguno.
Sólo puedo decir que se trató de luz. Una lengua o
burbuja o radiación luminosa, de un
blanco azulado inenarrable.
Aquella «explosión» lumínica -no
encuentro palabras para describirlo- salió del sepulcro. De
eso sí estoy seguro. Y se prolongó
instantáneamente hasta los árboles más cercanos, situados a
Caballo de Troya
J. J. Benítez
346
poco más de cuatro metros de los
peldaños de acceso al panteón. Su trayectoria fue oblicua,
siguiendo una lógica vía de escape.
En cierto modo me recordó una onda expansiva, pero
luminosa.
En décimas de segundo desapareció y
todo quedó en el más absoluto silencio. Los soldados
yacían por tierra, como muertos.
Me revolví inquieto, intentando ver a
alguien. Allí, por supuesto, había ocurrido algo anormal
e inexplicable a la luz de toda
razón. Pero, por más que rastreé el lugar con la vista, el sepulcro
y su entorno seguían solitarios. La
hoguera continuaba flameando y de la tumba -de eso doy fe-
no salió persona alguna. Pero, ¿quién
podía aparecer por aquellos escalones, de no haber sido
el propio Jesús de Nazaret?
«¿Jesús de Nazaret?»
Sin saber cómo ni por qué, me senté
en el suelo del palomar, pateando furiosamente la
trampilla. Tenía que salir. Tenía que
entrar en el sepulcro y desvelar la tremenda duda que
acababa de asaltarme.
«¿Seguía allí el cadáver de Jesús de
Nazaret?»
«¡Maldita puerta!... ¡Ábrete!»
Y en uno de aquellos violentos
puntapiés, la trampilla saltó por los aires.
Me deslicé como un loco por la
portezuela, seguido de un no menos enloquecido torbellino de
palomas. Recuperé mi vara y corrí,
corrí sin aliento hasta el borde de los escalones. Los
legionarios, con los ojos muy
abiertos, continuaban en tierra.
Y comencé a bajar los peldaños. Pero,
hacia la mitad, de pronto, sentí miedo. Un pánico
irracional que me erizó los cabellos.
Di media vuelta y salí de allí a la carrera, sofocado y con la
lengua endurecida como el cartón.
Pero, cuando me disponía a
aventurarme por entre los árboles, sin rumbo fijo, algo me
detuvo. Es posible que fuera el bamboleo
de mi corazón, acelerado por encima de las 180
pulsaciones por minuto. Tomé aliento,
me recliné sobre el tronco de uno de los frutales y traté
de pensar. ¡Tenía que volver! ¡Era
preciso!...
Pulsé la conexión auditiva y le rogué
a Eliseo que no preguntara nada:
-Sólo háblame, háblame sin parar
hasta que yo te avise.
Eliseo, bendito sea, no hizo
preguntas pero, consciente de que algo grave me sucedía, trató
de animarme...
-Tengo un libro entre mis manos
–comenzó- y quiero leerte algo: Mira al Oriente... Mira al
oriente de tu corazón... Está
saliendo un nuevo sol...
Mientras aquellos versos sonaban en
mi cerebro como una mano mágica (nunca supe quién
era el autor), desandé el camino,
acercándome entre temblores al foso de la cripta.
-… Dicen que deja estelas de
libertad... Dicen que es la esperanza... La esperanza dormida
hasta hoy en la otra orilla...
Uno, dos, tres, cuatro escalones...
Sólo me faltaba uno. Inspiré varias veces y, a la luz de la
luna, me aproximé a la fachada de la tumba.
Las dos piedras, efectivamente, habían sido
removidas hacia la izquierda, dejando
al descubierto el oscuro hueco de la cueva. «Pero, si los
20 guardianes estaban allí arriba -me
dije-, ¿quién ha hecho rodar estas moles?» El peso total
de las mismas tenía que ser superior
a los 700 kilos...
Los sellos del procurador aparecían
desgajados y tirados en el callejón. Empecé a sudar.
«¿Me asomaba?... ¿Y si no
estuviera?...»
Mira al Oriente... Hacia el oriente
de ti mismo...
«¡Tengo que hacerlo!» Y colocándome
en cuclillas, asomé la cabeza. Pero la oscuridad en el
interior de la cripta era total;
cerrada como boca de lobo.
«Es imposible -me dije-. Necesito una
antorcha.»
Regresé a lo alto, tomando uno de los
leños llameantes de la fogata. Los soldados, aunque
paralizados, vivían. Su pulso no
ofrecía dudas.
Está amaneciendo en la costa de tu
mirada... Ya brilla una nueva estrella...
Bajé las escalinatas y con el corazón
al borde de la fibrilación introduje la tea por el hueco de
entrada. La luz rojiza del hacha
inundó al instante la cámara sepulcral. Gateé un poco más y, al
levantar la mirada, una sacudida
desintegró mi alma. La tea cayó al suelo y yo quedé allí, de
rodillas, con la boca abierta y los
ojos fijos en aquel banco de piedra... ¡vacío!
-… Ya llega... Ya tienes mi señal
entre tus manos...
Caballo de Troya
J. J. Benítez
347
Y sin poder contenerme, las lágrimas
empezaron a rodar por mis mejillas. El miedo había
desaparecido. ¡Jesús de Nazaret no
estaba!... Pero en mis oídos seguían repicando los últimos
versos de
Eliseo:
Ya llega... Ya tienes mi señal...
Dejé que el llanto cayera sobre el
suelo de aquel lugar, mientras una paz infinita aliviaba mi
torturado corazón.
Sin pestañear, sin moverme, examiné
los lienzos. La sábana mortuoria estaba en el lugar
que había ocupado el Nazareno. Y
entre ambas caras del lienzo, en el lugar donde había
reposado la cabeza del Maestro, se
distinguía el bulto del sudario o pañolón con el que
Nicodemo habla sujetado su maxilar
inferior. ¡Era como si el cadáver hubiera sido absorbido
con una jeringuilla! ¡Como si aquel
cuerpo de 1,81 metros se hubiera evaporado! La posición de
la sábana -«deshinchada» sobre si
misma- no admitía lugar a dudas. Si alguien hubiera robado
o trasladado el cadáver, los lienzos
jamás hubieran quedado en aquella impresionante posición.
«Pero ¿cómo?, ¿cómo?...», me repetía
sin descanso.
Primero fueron las trepidaciones.
Después las piedras que ruedan, empujadas por una fuerza
invisible y, por último, aquel
«fuego» luminoso...
«¿Cómo?...»
Y ahora, como el más grande prodigio
de todos los tiempos, una tumba vacía.
Sería preciso esperar a mi segundo
«gran viaje» a la Palestina del año 30 para empezar a
intuir lo que había sucedido en el
interior de aquel sepulcro. Fue el análisis de aquellos lienzos
lo que nos dio una pista. Como
anticipo puedo decir que la resurrección del Galileo -el hecho
físico y milagroso de su
resurrección- se produjo pocos minutos ANTES de la «desintegración»
de sus restos mortales. Nada tuvo que
ver una cosa con la otra. El cadáver se había esfumado,
sí, pero ANTES, insisto, Jesús había
hecho el gran prodigio.
Finalmente advertí a mi compañero que
me disponía a emprender el camino de retorno a la
nave.
Y a las 03.30 horas, después de besar
el suelo rocoso de la cripta, abandoné el huerto de
José de Arimatea. Los soldados de la
fortaleza Antonia continuaban allí, desmayados, como
mudos testigos de la más sensacional
noticia: la resurrección del Hijo del Hombre.
Y a las 05.42 horas de aquel domingo
«de gloria», 9 de abril del año 30 de nuestra Era, el
módulo despegó con el sol. Y al
elevarnos hacia el futuro, una parte de mi corazón quedó para
siempre en aquel «tiempo» y en aquel
Hombre a quien llaman Jesús de Nazaret.
Enero de 1984.
Caballo de Troya
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