¿Cuántas
vidas necesitas vivir antes de que encuentres a alguien por el que valga la
pena morir? En la secuela de lo que pasó en el internado Espada & Cruz,
Luce ha sido escondida por su condenado novio angelical, Daniel, en una escuela
nueva llena de Nephilim, la descendencia de los ángeles caídos y los humanos.
Daniel promete que ella estará segura ahí, protegida de aquellos que la
matarían. En la escuela Luce descubre lo que las Sombras que la han seguido
toda su vida significan -y como manipularlas para ver sus otras vidas-.
Mientras Luce aprende más de sí misma se da cuenta de que el pasado es su única
llave para desbloquear su futuro... y que Daniel no le ha contado todo. ¿Y qué
pasa si su versión del pasado no es en realidad la manera en que las cosas
pasaron? ¿Qué pasa si Luce realmente estaba destinada estar con alguien más?
Lauren Kate
Oscuros. El poder de las sombras
Oscuros
-2-
ePUB v1.1
Eibisi 08.07.12
Para Elizabeth, Irdy,
Anne y Vic
Me considero muy
afortunada por teneros
Que si injerto en tus alas yo las mías, el vuelo hará
Aflicción que avance en mí.
GEORGE HERVET, Alas
pascuales (Traducción de Daniel Najmías)
Prólogo
D |
aniel miraba la bahía. Sus ojos eran tan
grises como la espesa niebla que se cernía sobre la costa de Sausalito, como
las aguas agitadas que lamían la playa de guijarros a sus pies. El violeta
había desaparecido por completo de sus pupilas y lo sabía. Ella estaba
demasiado lejos.
Se abrigó al notar la tormenta gélida que traían las aguas.
Aunque se arrebujó en la gruesa chaqueta marina de color negro, sabía que aquel
era un gesto inútil. Cazar siempre lo dejaba aterido.
Solo una cosa le podría hacer entrar en calor en ese momento, pero
se hallaba fuera de su alcance. Echó de menos la coronilla de ella, el lugar
perfecto donde posar los labios. Evocó su cuerpo entre sus brazos, y se vio a
sí mismo besándole el cuello. Con todo, era mejor que Luce no estuviera allí en
ese instante, porque aquella visión la horrorizaría.
A su espalda, los balidos de los leones marinos dormitando en
grupos a lo largo de la orilla meridional de la isla Angel reflejaban a la
perfección cómo se sentía: atrozmente solo, sin nadie alrededor para
escucharle.
Nadie excepto Cam.
Este se encontraba agachado ante él atando un ancla oxidada en
torno a un bulto mojado que yacía en el suelo. Pese a estar ocupado en algo tan
siniestro, Cam tenía buen aspecto. Sus ojos verdes brillaban y llevaba el pelo
negro muy corto. Era la tregua que proporcionaba a los ángeles un resplandor
más intenso en las mejillas, un brillo más lustroso al cabello e incluso
realzaba aún más sus cuerpos perfectamente musculados. Para los ángeles, los
días de tregua eran lo más parecido a unas vacaciones en la playa para los
humanos.
De ahí que, aunque Daniel lamentaba profundamente cada vida a
la que tenía que poner fin, ante los demás tuviera la apariencia de alguien
recién llegado de una semana de descanso en Hawai: relajado, descansado, moreno.
Mientras apretaba un nudo complicado, Cam
dijo:
—Típico de Daniel: siempre haciéndose a un
lado y dejándome el trabajo sucio.
—Pero ¿qué dices? He sido yo quien ha
acabado con él.
Daniel bajó la mirada hacia el muerto, contempló el áspero y
apelmazado pelo gris en su frente pálida, las manos nudosas, los chanclos de
goma baratos y el reguero de color rojo oscuro que le atravesaba el pecho.
Aquello le hizo volver a sentir mucho frío. Si matar no fuera imprescindible
para garantizar la seguridad de Luce, él no habría vuelto a blandir ningún
arma, ni a luchar en ninguna otra batalla.
Por otra parte, había algo en la muerte de ese hombre que no
acababa de encajar. De hecho, Daniel tenía el vago e inquietante presentimiento
de que había algo completamente equivocado.
—Acabar con ellos es lo divertido. —Cam hizo una lazada con la
cuerda en torno al pecho del hombre y la apretó por debajo de los brazos—. El
trabajo sucio es deshacerse de ellos tirándolos al mar.
Daniel sostenía aún la rama de árbol ensangrentada en la mano.
Cam se había burlado de aquella elección, pero daba igual lo que utilizara.
Daniel era capaz de matar con cualquier cosa.
—Date prisa —gruñó, molesto ante el placer evidente que Cam
sentía con el derramamiento de sangre humana—. Estás perdiendo el tiempo. La
marea está bajando.
—Si no lo hacemos a mi modo, mañana la pleamar volverá a
arrastrar a Slayer a la orilla. Eres demasiado impulsivo, Daniel, siempre lo
has sido. ¿Piensas alguna vez con amplitud de miras?
Daniel se cruzó de brazos y volvió a contemplar las crestas
blancas de las olas. Un catamarán turístico procedente del muelle de San
Francisco se dirigía hacia ellos. En otros tiempos, la visión de aquel barco le
habría evocado todo un torrente de recuerdos. Mil salidas dichosas con Luce por
un océano de miles de vidas. Pero ahora, cuando ella podía morir y no regresar,
en esta vida en la que todo era distinto y en la que no iba a haber más
reencarnaciones, Daniel era muy consciente de que ella carecía de recuerdos.
Era la última oportunidad. Para ambos. En realidad, para todo
el mundo. Lo importante, por lo tanto, era el recuerdo de Luce, no el de
Daniel, y para que ella sobreviviera era imprescindible sacar a la superficie
con delicadeza muchas verdades asombrosas. Notó cómo todo el cuerpo se le
tensaba al pensar en las cosas de las que ella se iba a enterar.
Cam se equivocaba si creía que Daniel no
pensaba en el siguiente paso.
—Sabes que solo hay un motivo por el que
sigo aquí —dijo Daniel—. Tenemos que hablar de ella. Cam se echó a reír.
—¡Hablo de Luce!
Se cargó el cadáver empapado al hombro con un gruñido. La
chaqueta marinera del muerto se tensó con las cuerdas que Cam había atado a su
alrededor. La pesada ancla seguía prendida en su pecho ensangrentado.
—¿No te ha parecido que la carne estaba algo… cartilaginosa?
—preguntó Cam—. Casi me parece insultante que los Ancianos no enviaran a un
sicario más joven y difícil.
A continuación dobló las rodillas y, cual lanzador de peso
olímpico, giró sobre sí mismo tres veces para darse impulso y arrojar el
cadáver unos treinta metros por el aire sobre las aguas.
Durante unos escasos y largos segundos, el cuerpo vagó por la
bahía. Luego, el peso del ancla comenzó a arrastrarlo hacia las profundidades.
Salpicó de forma ostensible en las aguas de intenso color turquesa y al
instante se hundió y desapareció de la vista.
Cam se frotó las manos.
—Creo que acabo de establecer un récord.
Se parecían en muchas cosas.
—Para mí no deja de ser un misterio cómo puedes tomarte la
muerte de los humanos tan a la ligera — dijo Daniel.
—Ese tipo se lo tenía bien merecido —respondió Cam—. ¿De
verdad que no ves la parte divertida de todo esto?
Daniel lo miró fijamente antes de espetar:
—Para mí ella no es un juego.
—Y precisamente por esa razón perderás.
Daniel agarró a Cam por el cuello de su gabardina de color
gris metálico. Sopesó la posibilidad de arrojarlo al agua del mismo modo en que
este había lanzado al depredador.
Una nube eclipsó el sol unos instantes y
les oscureció los rostros con su sombra.
—Calma —dijo Cam apartándole las manos—. Tienes muchos
enemigos, Daniel, y ahora mismo yo no soy uno de ellos. Acuérdate de la tregua.
—¡Valiente tregua! —replicó Daniel—.
Dieciocho días en que otros van a intentar matarla.
—Dieciocho días en que tú y yo los vamos a
liquidar —le corrigió Cam.
Era tradición en el Cielo que las treguas duraran dieciocho
días. En el Cielo, el dieciocho era el número más afortunado, el más alentador,
el número en que se dividían todos los grupos y categorías. En algunas lenguas
de mortales, el dieciocho incluso había llegado a significar la vida, aunque,
en este caso, fácilmente podía significar para Luce la muerte.
Cam estaba en lo cierto. Conforme la noticia de la condición
mortal de ella fuera llegando a los escalafones celestiales más bajos, sus
enemigos se doblarían una y otra vez todos los días. La señorita Sophia y su
cohorte, los Veinticuatro Ancianos de Zhsmaelin, seguían yendo a la caza de Luce.
Esa misma mañana, Daniel había vislumbrado a los Ancianos en las sombras
arrojadas por las Anunciadoras. Y había visto otra cosa más: otro tipo de
oscuridad más siniestra que a primera vista no había sabido reconocer.
Un rayo de luz atravesó las nubes, y Daniel vio de reojo algo
brillante en el suelo. Se giró, se arrodilló y recogió una flecha solitaria que
se había quedado hundida en la arena mojada. Era más fina de lo habitual, de
color plata mate y estaba adornada con grabados circulares. Era cálida al tacto.
Daniel contuvo el aliento. Hacía una eternidad que no veía una
flecha estelar. Los dedos le temblaban cuando la sacó de la arena con cuidado,
procurando no tocar su extremo afilado y letal.
Ahora sabía de dónde provenía aquella oscuridad de la Anunciadora
de la mañana. Esa noticia era incluso más siniestra de lo que había temido. Se
volvió hacia Cam con la flecha, ligera como una pluma, balanceándose en su
mano.
—Ese depredador no actuaba solo.
Cam se tensó al ver la flecha. Se acercó a ella de modo casi
reverencial, tendiendo la mano para tocarla del mismo modo que lo había hecho
Daniel.
—Dejar atrás un arma tan valiosa… Sin duda ese Proscrito tenía
que tener mucha prisa por marcharse.
Los Proscritos: una secta de ángeles invertebrados,
veleidosos, rechazados tanto en el Cielo como en el Infierno. Su único poder
residía en Azazel, el ángel aislado, uno de los pocos forjadores de estrellas
que aún sabían cómo crear flechas estelares. Arrojada por su arco de plata, una
flecha estelar apenas provocaba un moretón en un mortal. En cambio, para los
ángeles y los demonios, aquella era el arma más letal de todas.
Todo el mundo quería tenerlas, pero nadie estaba dispuesto a
asociarse con los Proscritos; así, los trueques para obtener flechas estelares
se hacían siempre de forma clandestina a través de terceros. Esto significaba
que el tipo al que Daniel había matado no era un sicario enviado por los
Ancianos, sino un intermediario. El Proscrito, el verdadero enemigo, se había
desvanecido, seguramente en cuanto vio a Daniel y Cam. Daniel se estremeció. No
eran buenas noticias.
—Hemos matado a la persona equivocada.
—¿Equivocada? —Cam le ignoró—. ¿Acaso el mundo no está mejor
con un depredador menos? ¿Y Luce tampoco? —Miró a Daniel y luego al mar—. El
único problema… —… son los Proscritos.
Cam asintió.
—Ahora ellos también la quieren.
Daniel notó que las puntas de las alas se le erizaban debajo
del jersey de cachemira y del abrigo grueso que llevaba, provocándole una
picazón intensa que le hizo estremecer. Se quedó quieto, con los ojos cerrados
y los brazos a los lados, esforzándose por contenerse antes de que las alas se
le desplegaran como velas de velero, lo levantaran y lo alzaran de la isla,
haciéndole atravesar la bahía hasta mucho más allá. Directamente junto a ella.
Con los ojos cerrados trató de imaginarse a Luce. Se había
tenido que obligar a marcharse de la cabaña, del sueño tranquilo en que ella
quedó sumida en el islote situado al este de la isla de Tybee. Allí debía de
haber oscurecido ya. ¿Estaría despierta? ¿Tendría hambre?
La batalla en Espada & Cruz, los descubrimientos
realizados y la muerte de su amiga habían afectado mucho a Luce. Los ángeles
suponían que pasaría durmiendo todo el día y toda la noche. Pero era preciso
tener un plan para el día siguiente por la mañana.
Era la primera ocasión en que Daniel había propuesto una
tregua. Definir los límites, establecer las normas e idear un sistema de
penalizaciones si alguno de los lados las incumplía… Se trataba de una
responsabilidad enorme que asumir con Cam. Evidentemente, estaba dispuesto a
hacerlo. Haría cualquier cosa por ella… pero quería tener la certeza de que lo
hacía bien.
—Tenemos que esconderla en algún lugar
seguro —dijo—. Hay una escuela en el norte, cerca de Fort
Bragg…
—La Escuela de la Costa. —Cam asintió—. Mi bando también ha
sopesado esa posibilidad. Estará bien allí. Recibirá una educación que no la
pondrá en peligro. Y, lo más importante, estará protegida.
Gabbe ya había explicado a Daniel la protección que la Escuela
de la Costa podía proporcionar. Pronto correría la voz de que Luce se ocultaba
allí, pero por lo menos durante un tiempo, en el perímetro de la escuela, ella
sería prácticamente invisible. En el interior, Francesca, el ángel más cercano
a Gabbe, cuidaría de Luce. En el exterior, Daniel y Cam cazarían y matarían a
todo aquel que osase acercarse a los límites de la escuela.
¿Quién habría hablado a Cam de la Escuela de la Costa? A
Daniel no le gustaba la idea de que ese bando supiera más que el suyo. Se
maldijo por no haber visitado la escuela antes de que se tomara esa decisión,
pero para él había sido muy duro abandonar a Luce cuando lo hizo.
—Puede empezar mañana mismo. Siempre y cuando… —Los ojos de
Cam recorrieron el rostro de Daniel—. Siempre y cuando tú estés de acuerdo.
Daniel se llevó la mano al bolsillo de la camisa, donde
guardaba una fotografía reciente. Luce en el lago de Espada & Cruz. El pelo
mojado y brillante, y una sonrisa extraña en la cara. Por lo general, cuando en
una vida conseguía una fotografía de ella, la perdía de nuevo. Pero en esta
ocasión aún seguía allí.
—Venga, Daniel —dijo Cam—. Los dos sabemos lo que necesita. La
matriculamos… y la dejamos tranquila. No podemos hacer nada para acelerar esta
parte: solo dejarla sola.
—No puedo abandonarla tanto tiempo.
Pronunció aquellas palabras demasiado rápido. Bajó la vista
para contemplar la flecha que tenía en la mano y se sintió mal. Le habría
gustado arrojarla al océano, pero no podía.
—Así que no se lo has dicho —dedujo Cam
entornando los ojos.
Daniel se quedó inmóvil.
—No le puedo decir nada. Podríamos
perderla.
—Tú podrías perderla —le corrigió Cam con
desdén.
—Ya sabes qué quiero decir. —Daniel se puso tenso—. Es
demasiado arriesgado suponer que ella lo aceptará todo sin…
Cerró los ojos para borrar de su cabeza aquella llamarada de
color rojo intenso. Pero en su mente siempre había un fuego que amenazaba con
extenderse como un incendio descontrolado. Si le contaba la verdad, la mataría
y desaparecería definitivamente. Y él sería el responsable. Daniel no podía
hacer nada —no podía existir— sin ella. Le ardían las alas con solo pensarlo.
Mejor protegerla durante un tiempo más.
—¡Qué bien te viene esto! —musitó Cam—.
Espero que no la defraude.
Daniel no le hizo caso.
—¿De verdad crees que ella podrá estudiar
en esa escuela sin distracciones?
—Sí —respondió Cam lentamente—. Siempre y cuando nosotros
acordemos que no tenga distracciones externas. Es decir, ni Daniel ni Cam.
Tiene que ser una regla cardinal.
¿No verla en dieciocho días? Daniel no se lo podía imaginar.
Ni podía imaginarse tampoco que Luce se aviniera a ello. Acababan de
encontrarse en esta vida y por fin tenían la ocasión de estar juntos. Pero,
como siempre, si le explicaba los detalles la podría matar. No podía conocer
sus vidas pasadas de boca de los ángeles. Luce no lo sabía, pero pronto estaría
en condiciones de hacerse una idea de todo por sí misma.
La verdad oculta y, en concreto, lo que Luce pensaría de ello
era algo que aterraba a Daniel. Sin embargo, el modo de liberarse de aquel
ciclo horrible era que Luce lo descubriera todo por su cuenta. Por eso su
experiencia en la Escuela de la Costa iba a ser crucial. Durante dieciocho días
Daniel podría matar a todos los Proscritos que se encontrara. Pero en cuanto la
tregua finalizara, todo volvería a quedar en manos de Luce. Y solo en manos de
ella.
El sol se estaba poniendo detrás del monte
Tamalpais, y la niebla de la tarde empezaba a asomar.
—Déjame llevarla a la Escuela de la Costa —dijo Daniel, a
sabiendas de que sería su última ocasión de verla.
Cam lo miró de forma extraña, preguntándose si acceder. Por
segunda vez, Daniel tuvo que forzar físicamente sus alas doloridas para que
permanecieran ocultas bajo la piel.
—De acuerdo —accedió Cam al fin—, pero a
cambio de la flecha estelar.
Daniel le entregó el arma, y Cam se la
metió en el abrigo.
—Llévala a la escuela y después búscame.
¡No la fastidies! Estaré vigilando.
—¿Y luego?
—Tú y yo tenemos que ir de caza.
Daniel asintió y desplegó las alas saboreando el placer que
aquel gesto le provocaba en todo el cuerpo. Se quedó de pie un momento,
mientras hacía acopio de energía, notando la dura resistencia del viento contra
su armadura. Era el momento de huir de esa escena maldita y desagradable y
dejar que sus alas lo llevaran a un lugar donde podía ser él mismo.
Con Luce.
Y con la mentira con la que aún tendría que
vivir durante algo más de tiempo.
—La tregua empieza mañana a medianoche —exclamó Daniel
mientras levantaba una nube de arena en la playa al alzarse y planear por el
cielo.
1
Dieciocho días
L |
uce se había propuesto mantener los ojos
cerrados durante las seis horas que duraba el vuelo que la llevaría de Georgia
a California, en concreto hasta el momento en que las ruedas del avión tocaran
San Francisco. Semidormida le resultaba más fácil imaginar que ya estaba de
nuevo con Daniel.
Le parecía que llevaba toda la vida sin verlo, aunque en
realidad solo habían sido unos días. Desde el viernes por la mañana, cuando se
habían despedido en Espada & Cruz, ella se sentía físicamente mal. La
ausencia de su voz, de su calor, del tacto de sus alas… había calado
profundamente en ella, como si de una extraña enfermedad se tratase.
Entonces un brazo la rozó, y Luce abrió los ojos. Se encontró
de cara con un chico de ojos grandes y pelo castaño algo mayor que ella.
—Lo siento —dijeron los dos a la vez separándose ligeramente a
ambos lados del reposabrazos del avión.
Por la ventana, las vistas eran asombrosas. El avión había
iniciado el descenso a San Francisco, y Luce nunca había visto nada semejante.
Conforme recorrían el lado sur de la bahía, un afluente azul parecía hendir la
tierra en su sinuoso camino hacia el mar. La corriente separaba un campo verde
intenso a un lado y un remolino de color rojo vivo y blanco al otro lado.
Apretó la frente contra el cristal doble de plástico para obtener una mejor
perspectiva.
—¿Qué es eso? —se preguntó en voz alta.
—Sal —respondió el muchacho señalando con el dedo. Se inclinó
más hacia ella—. La extraen del Pacífico.
Aquella respuesta era tan simple, tan… humana. A Luce le
resultaba casi asombrosa después del tiempo pasado con Daniel y los demás… —qué
torpe se sentía usando esas palabras de forma literal— ángeles y demonios.
Dirigió de nuevo la mirada a esas aguas de color azul crepuscular que parecían
extenderse para siempre hacia el oeste. Luce, que se había criado en la costa
atlántica, asociaba ver el sol sobre las aguas con la mañana. Sin embargo, allí
era casi de noche.
—No eres de aquí, ¿verdad? —le preguntó su
compañero de asiento.
Luce negó con la cabeza, pero no dijo nada. Siguió mirando por
la ventana. Aquella mañana, antes de partir de Georgia, el señor Cole le había
advertido que no llamara la atención. A los demás profesores se les había dicho
que los padres de Luce habían solicitado un traslado. Era mentira. Para los
padres de Luce, para Callie y para cualquier otro conocido suyo, ella seguía
matriculada en Espada & Cruz.
Semanas atrás, algo así la habría enfurecido. Pero lo ocurrido
los últimos días en Espada & Cruz había hecho que Luce se tomara las cosas
con mayor seriedad. Había vislumbrado de forma fugaz otra vida, una de las
muchas que había compartido con Daniel en otros tiempos. Había descubierto un
amor más importante para ella que cualquier otra cosa. Y luego había visto todo
aquello amenazado por una anciana loca armada con un puñal en quien había
creído poder confiar.
Allí fuera había más personas como la señorita Sophia. Luce lo
sabía. Pero nadie le había dicho cómo reconocerlas. La señorita Sophia le había
parecido normal hasta el final. Luce se preguntó si los demás tendrían la misma
apariencia inocente que ese chico de pelo castaño que estaba sentado a su lado.
Tragó saliva, cruzó las manos sobre el regazo
e intentó pensar en Daniel.
Él la llevaría a un lugar seguro.
Se lo imaginó esperándola sentado en uno de esos asientos
grises de plástico de los aeropuertos, todo lo rubio que era y con los codos
sobre las rodillas, balanceándose en sus deportivas Converse de color negro y
alzándose a cada minuto para pasear en torno a la cinta transportadora.
Cuando el avión tomó tierra se produjo una sacudida, y de
pronto se sintió nerviosa. ¿Se mostraría él tan feliz de verla como ella de
verlo a él?
Se concentró en la tela de color marrón y beige del asiento de
delante. Sintió el cuello rígido a causa del vuelo prolongado y notó que su
ropa tenía el olor viciado y cargado del avión. La tripulación de tierra,
enfundada en sus uniformes de color azul marino y situada al otro lado de la
ventana, parecía tomarse un tiempo extrañamente largo para conducir al avión
hasta la pasarela. Luce sacudió las rodillas en un gesto de impaciencia.
—Supongo que pasarás en California una
buena temporada, ¿no es así?
Su vecino le dirigió una sonrisa perezosa que solo consiguió
que Luce tuviera más ganas todavía de levantarse.
—¿Por qué lo dices? —preguntó ella
rápidamente—. ¿Qué te hace pensar eso?
Él parpadeó.
—Lo digo por esa enorme bolsa de viaje roja
y todo eso.
Luce se distanció un poco. No había reparado en ese chico
hasta hacía dos minutos, cuando la había despertado con un codazo. ¿Cómo podía
saber él el equipaje que llevaba?
—¡Oh, no! ¡No pienses mal! —Le dirigió una mirada extrañada—.
Es que estaba detrás de ti en la cola de facturación.
Luce sonrió incómoda.
—Tengo novio. —La frase le salió casi
sin pensarlo. Al instante, se sonrojó. El muchacho carraspeó.
—Lo he captado.
Luce hizo una mueca de disgusto. No sabía por qué le había
dicho eso. No quería parecer grosera, pero cuando se apagó la luz de cinturones
abrochados no deseó otra cosa más que apartarse cuanto antes de aquel chico y
salir del avión. Él seguramente tenía la misma idea, porque dio unos pasos
atrás por el pasillo e hizo un gesto con la mano en dirección hacia delante.
Luce se abrió camino con la máxima educación que le fue posible y se dirigió
rápidamente hacia la salida.
Sin embargo, aquello solo le sirvió para verse atrapada en el
cuello de botella provocado por la lentitud agonizante de la pasarela. Mientras
maldecía en silencio a todos esos californianos de actitud despreocupada que
arrastraban los pies delante de ella, Luce se puso de puntillas y se balanceó
sobre un pie y el otro. Cuando llegó al edificio de la terminal estaba ya medio
loca de impaciencia.
Por fin podía moverse. Ágilmente se abrió paso entre la
multitud y se olvidó del muchacho del avión. Se olvidó de sentirse nerviosa por
no haber estado nunca en California, por no haber viajado más allá del oeste de
Branson, en Missouri, en una ocasión en que sus padres la llevaron a ver una
actuación de Yakov Smirnoff. Y, por primera vez en muchos días, se olvidó un
poco de las cosas horribles que había visto en Espada & Cruz. Se encaminó
hacia lo único en el mundo que podía reconfortarla. Lo único capaz de hacerle
sentir que, pese a toda la angustia que había pasado, pese a todas las sombras,
a la batalla irreal en el cementerio, y, lo peor, pese al dolor por la muerte
de Penn, tal vez merecía la pena seguir con vida.
Estaba ahí.
Sentado como había imaginado que estaría, en el último de los
asientos grises e insulsos dispuestos en filas, junto a una puerta corredera
automática que no dejaba de abrirse y cerrarse a su espalda. Por un segundo,
Luce se quedó quieta y disfrutó de aquella visión.
Daniel llevaba unas chancletas y unos vaqueros oscuros que
ella nunca le había visto antes, y una camiseta roja holgada rota a la altura
del bolsillo delantero. Era el de siempre, pero había algo distinto en él.
Parecía más relajado que cuando se habían despedido días antes. ¿Acaso era
porque lo había echado tanto de menos, o realmente su piel estaba más radiante
de lo que recordaba? Daniel levantó la mirada y la vio por fin. Su sonrisa
prácticamente resplandecía.
Luce echó a correr hacia él. Al cabo de un segundo, Daniel la
estaba rodeando con sus brazos, mientras ella hundía el rostro en su pecho y
dejaba escapar un suspiro largo y profundo. Su boca encontró la de él y se
fundieron en un beso. En brazos de Daniel, se sintió relajada y feliz.
Aunque hasta ese momento no se había dado cuenta, sin duda una
parte de ella se había estado preguntando si lo volvería a ver, si todo aquello
no habría sido más que un sueño. El amor que sentía, el amor con el que Daniel
le correspondía, le seguía pareciendo poco real.
Atrapada aún en su beso, Luce le pellizcó suavemente el
bíceps. No era un sueño. Por primera vez en no sabía cuánto tiempo, se sintió
en casa.
—Estás aquí —le susurró él al oído.
—Tú estás aquí.
—Los dos estamos aquí.
Se echaron a reír, besándose, engullendo todos y cada uno de
los vestigios de dulce incomodidad que les provocaba el reencuentro. Sin
embargo, cuando Luce menos lo esperaba, su risa se convirtió en llanto.
Intentaba encontrar un modo de expresar lo duro que le había resultado
sobrellevar esos días sin él, sin nadie, medio dormida y apenas consciente de
que todo había cambiado. Pero en brazos de Daniel no lograba encontrar las
palabras adecuadas.
—Lo sé —dijo él—. Recojamos el equipaje y
vámonos.
Luce se volvió hacia la cinta transportadora cuando se
encontró ante ella a su compañero de avión sosteniendo las correas de su enorme
bolsa de viaje.
—La he visto al pasar —explicó forzando una sonrisa, como
empeñado en demostrar sus buenas intenciones—. Es tuya, ¿verdad?
Antes de que Luce tuviera tiempo de contestar, Daniel descargó
al muchacho de la enorme bolsa con una sola mano.
—Gracias, chaval. La llevaré yo —dijo con la determinación
precisa para poner fin a la conversación.
El chico observó cómo Daniel deslizaba la otra mano en torno a
la cintura de Luce y se la acercaba. Era la primera vez desde Espada & Cruz
que Luce podía ver a Daniel como el resto del mundo, era la primera ocasión que
tenía para observar si el resto de la gente podía captar, con solo mirarlo, que
tenía algo extraordinario.
Atravesaron a continuación las puertas
correderas y por fin ella pudo aspirar de verdad y por primera
vez el aire de la Costa Oeste. En esa época, a
principios de noviembre, era fresco y vigorizador; de algún modo, resultaba
saludable. No era aquel aire húmedo y frío de la tarde de Savannah cuando el
avión había despegado. El cielo era de un intenso color azul, y no había nubes
en el horizonte. Todo parecía limpio y reluciente, incluso el aparcamiento
mostraba hileras de coches recién lavados. Enmarcándolo todo había una
cordillera de montañas de color pardo salpicadas de puntos aislados de árboles
verdes donde las colinas se sucedían unas a otras.
Ya no estaba en Georgia.
—No sé si debo sorprenderme —se mofó Daniel—. Te dejo salir un
par de días de debajo de mis alas y ya aparece un chico.
Luce abrió los ojos con sorpresa.
—¡Venga ya! Pero si apenas hemos hablado. De hecho, he estado
durmiendo todo el viaje. —Le dio un codazo—. Soñaba contigo.
Los labios fruncidos de Daniel dibujaron una sonrisa, y él la
besó en la cabeza. Ella se quedó quieta, esperando más, sin darse cuenta de que
Daniel se había detenido ante un coche. No era un coche cualquiera.
Era un Alfa Romeo negro.
Luce se quedó boquiabierta cuando Daniel
abrió la puerta del acompañante.
—E-este… —farfulló ella—. ¿Sabías que este
es el coche de mis sueños?
—Es algo más que eso —le contestó Daniel
riendo—. Resulta que antes este coche fue tuyo.
Lanzó una carcajada cuando ella prácticamente pegó un brinco
al oírlo. Todavía le costaba asumir aquella parte de su historia referida a sus
continuas reencarnaciones. Era tan injusto. Un coche del cual no se acordaba.
Vidas enteras de las que no recordaba nada. Tenía muchísimas ganas de
conocerlas; le parecía como si sus personificaciones anteriores fueran una
especie de hermanas de las que le hubieran separado el día de su nacimiento.
Posó una mano en el parabrisas, buscando un atisbo de algo, un déjàvu.
Nada.
—Fue un bonito regalo de tus padres con motivo de tu dieciséis
cumpleaños hace un par de vidas. — Daniel miró de reojo, intentando decidir
cuánto podía contar, como si supiera que ella ardía en deseos por conocer los
detalles pero temiera que no fuera capaz de digerir demasiados a la vez.
—Lo acabo de comprar a un tipo de Reno. Él lo compró después
de que tú… bueno, después de que…
«Estallaras en llamas», pensó Luce completando la verdad
amarga que Daniel no había querido decir. Ese era el punto en común con todas
sus vidas anteriores: el final pocas veces cambiaba.
Excepto, al parecer, esta vez. Esta vez se podían coger de la
mano, besarse y… Luce no sabía qué otras cosas podrían hacer, pero se moría de
ganas de averiguarlo. Se reprendió. Tenían que ser cautelosos. Con diecisiete
años tienes toda una vida por delante, Luce estaba decidida a quedarse para ver
qué era de verdad estar con Daniel.
Él carraspeó y dio un golpecito a la capota
negra y brillante del coche.
—Sigue funcionando como el mejor. El único
problema es…
Dirigió la mirada al diminuto maletero del descapotable, luego
a la bolsa de viaje de Luce y de nuevo al maletero.
En efecto. Luce tenía la mala costumbre de
llevar siempre exceso de equipaje. Era la primera en admitirlo. Pero esta vez
no había sido culpa suya. Arriane y Gabbe se habían encargado de empaquetar lo
que tenía en su habitación en Espada & Cruz, y habían puesto en la bolsa
cualquier prenda, ya fuera negra o de color, que pudiera necesitar. Luce había
estado demasiado ocupada despidiéndose de Daniel y de Penn para poder
encargarse de su equipaje. Se sintió avergonzada y culpable de estar en
California con Daniel, tan lejos del lugar donde había dejado enterrada a una
amiga. No era justo. El señor Cole no había dejado de asegurarle que la
señorita Sophia tendría que responder por lo que había hecho a Penn, pero
cuando Luce insistió en saber qué quería decir exactamente con ello, él se
limitó a juguetear con su bigote sin decir nada.
Daniel miró con recelo el aparcamiento. Luego abrió el
maletero a la vez que asía con una sola mano la enorme bolsa de viaje de Luce.
Era imposible meterla ahí, pero entonces se oyó un discreto ruido de aspiración
neumática en la parte trasera del coche y la bolsa de viaje de Luce empezó a
encogerse. Al cabo de unos instantes, Daniel volvió a cerrar el maletero.
Luce estaba asombrada.
—¡Vuelve a hacerlo!
Daniel no se rió. Parecía nervioso. Se deslizó en el asiento
del conductor y puso en marcha el coche sin decir palabra. Aquello era algo
extraño y nuevo para Luce: ver su expresión aparentemente tan serena a
sabiendas de que había algo que le preocupaba.
—¿Qué ocurre?
—El señor Cole te recomendó actuar con
discreción, ¿verdad?
Ella asintió.
Daniel puso la marcha atrás para salir del aparcamiento, giró
para dirigirse a la salida y luego pasó una tarjeta de crédito para salir.
—Ha sido una estupidez. Debería haber
pensado…
—¿Qué problema hay? —Luce se colocó el cabello negro detrás de
las orejas mientras el coche ganaba velocidad—. ¿Temes llamar la atención de
Cam metiendo una bolsa de viaje dentro de un maletero?
Daniel tenía la mirada ausente pero negó
con la cabeza.
—No se trata de Cam. No.
Al cabo de un momento, él le apretó la
rodilla.
—Olvida lo que te he dicho. Yo solo… bueno,
los dos tenemos que ir con cuidado.
Luce oyó sus palabras, pero estaba demasiado abrumada para
prestar atención. Le encantaba ver a Daniel manejar el cambio de marchas
mientras tomaban la rampa que conducía a la autopista y zigzagueaban entre el
tráfico. Le encantaba sentir el viento en torno al coche mientras avanzaban a
toda velocidad hacia el horizonte cada vez más amplio de San Francisco; y sobre
todo le encantaba simplemente estar con Daniel.
En las proximidades de San Francisco, la carretera se volvió
más sinuosa. Cada vez que llegaban a lo alto de una colina y empezaban a bajar
a toda velocidad por otra, Luce podía ver panorámicas muy distintas de la
ciudad. Parecía antigua y nueva a la vez: rascacielos con ventanas como espejos
se erguían detrás de restaurantes y bares que parecían tener un siglo de
antigüedad. Unos coches diminutos ocupaban las calles, todos aparcados en
ángulos que parecían desafiar la ley de la gravedad. Había perros y viandantes
por todas partes. El brillo de las aguas azules rodeaba un extremo de la
ciudad. Y vio el primer destello de color rojo manzana del puente Golden Gate a
lo lejos.
Su mirada iba frenéticamente de un lado a otro para no
perderse ni un solo detalle. Pese a haberse pasado durmiendo la mayor parte de
los días previos, de pronto se sintió sobrecogida por un agotamiento extremo.
Daniel extendió el brazo hacia ella e hizo
que reclinara la cabeza en su hombro.
—Es un hecho poco conocido que los ángeles
somos almohadas magníficas.
Luce se rió y levantó la cabeza para
besarle la mejilla.
—No creo que pueda dormirme —dijo
acariciándole el cuello con la nariz.
En el Golden Gate, una multitud de viandantes, ciclistas
embutidos en mallas y corredores flanqueaba los coches. Más allá se veía la
resplandeciente bahía, salpicada de veleros blancos, y ya empezaban a aparecer
las primeras tonalidades violáceas del atardecer.
—Hace días que no nos vemos. Ponme al día
—pidió ella—. Dime qué has estado haciendo.
Cuéntamelo todo.
Por un instante le pareció que Daniel
apretaba las manos sobre el volante.
—Si te has propuesto no dormirte —contestó con una sonrisa—,
no debería detenerme en detalles insignificantes de la reunión de ocho horas
del Consejo de Ángeles a la que asistí todo el día de ayer. Verás, el Consejo
se reunió para debatir una enmienda a la propuesta 362B que detalla el formato
aprobado de la participación querúbica en el tercer circuito de… —Vale, vale.
Lo he captado —dijo ella interrumpiéndolo.
Daniel bromeaba, pero era un tipo de broma nueva y
desacostumbrada para ella. De hecho, a él no le incomodaba admitir que era un
ángel, y eso a ella le encantaba, o por lo menos seguro que le encantaría en
cuanto tuviera tiempo de asimilarlo. A Luce le parecía que tanto la razón como
su corazón se esforzaban por adaptarse a los cambios ocurridos en su vida.
Pero, como ahora estaban juntos de nuevo, todo resultaba
infinitamente más simple. Ya no había nada que los separara. Ella le tiró del
brazo.
—Dime al menos adónde vamos.
Daniel se estremeció y Luce notó cómo el corazón le daba un
vuelco. Quiso posar su mano en la de él, pero Daniel la rechazó para cambiar de
marcha.
—A una escuela en Fort Bragg llamada
Escuela de la Costa. Mañana comienzan las clases.
—¿Nos matriculamos en otra escuela?
—preguntó—. ¿Por qué?
Aquello tenía visos de ser permanente para lo que se suponía
era un viaje provisional. Sus padres ni siquiera sabían que había abandonado el
estado de Georgia.
—La Escuela de la Costa te gustará. Es muy moderna, mucho
mejor que Espada & Cruz. Creo que allí podrás… desarrollarte. Y no sufrirás
ningún daño. Es una escuela con un nivel de protección especial.
Dispone de una coraza de camuflaje.
—No lo entiendo. ¿Por qué necesito una coraza protectora? Creí
que bastaba con estar lejos de la señorita Sophia.
—No se trata solo de la señorita Sophia
—explicó Daniel con tono tranquilo—. Hay otros.
—Pero ¿quiénes? Tú puedes protegerme de
Cam, de Molly y de quien sea.
Luce se rió presa de una intuición gélida.
—Tampoco se trata de Cam, ni de Molly.
Luce, no puedo hablar de ello.
—¿Conoceremos alguien más allí? ¿Algún otro
ángel?
—Hay algunos. No conoces a ninguno, pero seguro que te
llevarás bien con ellos. Hay algo más. — Adoptó un tono de voz categórico y
clavó la mirada al frente—. Yo no voy a matricularme. —No apartó siquiera los
ojos de la carretera—. Solo estarás tú. Pero será por poco tiempo.
—¿Cuánto?
—Unas pocas… semanas.
De haber estado Luce al volante, en ese
momento habría apretado los frenos.
—¿Unas pocas semanas?
—Si pudiera estar contigo, lo haría. —Daniel empleaba un tono
tan tajante, tan firme, que Luce se sintió aún más contrariada—. Acabas de ver
lo que ha ocurrido con tu bolsa de viaje y el maletero. Ha sido como si hubiera
arrojado una bengala al cielo para comunicar a todo el mundo dónde estamos.
Para poner en guardia a todo aquel que me esté buscando a mí, y por lo tanto
también a ti. Soy demasiado fácil de localizar, a los demás les resulta muy
sencillo seguirme el rastro. Y eso de tu bolsa de viaje no es nada en
comparación con las cosas que hago cada día que podrían llamar la atención de…
—Negó con la cabeza soltando un suspiro—. No pienso ponerte en peligro. Para
nada.
—Pues entonces no lo hagas.
Daniel tenía una expresión dolida.
—Es muy complicado.
—Deja que lo adivine: no me lo puedes
contar.
—Ojalá pudiera.
Luce dobló las rodillas y se las acercó al pecho, se inclinó a
un lado apartándose de él y se apoyó en la puerta del pasajero. Bajo el amplio
cielo de California, fue presa de una sensación claustrofóbica.
Durante media hora, los dos circularon en
silencio. Atravesaron varios tramos de niebla, y subieron y bajaron terrenos
pedregosos y áridos. Pasaron los carteles que anunciaban Sonoma y, cuando el
coche atravesaba unos exuberantes campos de viñas, Daniel dijo:
—Faltan tres horas para Fort Bragg. ¿Vas a
seguir enfadada conmigo todo el rato?
Luce no le hizo caso. No dejaba de cavilar y se negaba a
plantear los cientos de preguntas, frustraciones y acusaciones, así como a
pedir excusas por actuar como una niña consentida. En el desvío hacia el valle
de Anderson, Daniel enfiló hacia el oeste e intentó de nuevo cogerla de la
mano.
—¿Me podrás perdonar a tiempo para
disfrutar de nuestros últimos minutos juntos?
Era lo que Luce quería. En realidad, no quería pelearse en ese
momento con Daniel. Pero la sola mención de que había algo parecido a «nuestros
últimos minutos juntos», la sola referencia a que la iba a abandonar por
razones incomprensibles para ella y que él se negaba a explicarle la crispaba y
la asustaba. En ese mar tormentoso que formaban el cambio de estado y de
escuela, y los nuevos peligros por doquier, Daniel era la única roca a la que
podía asirse. ¿Y la iba a dejar en ese momento? ¿Acaso aún no había sufrido
bastante? ¿Acaso ambos no habían sufrido bastante?
Solo cuando hubieron atravesado los bosques de secuoyas y
sobre ellos se abrió un cielo estrellado y de color azul marino, Daniel dijo
algo que le llamó la atención. Acababan de pasar un cartel que decía
BIENVENIDOS A MENDOCINO y Luce miraba en dirección oeste. La luna llena
brillaba sobre un conjunto de edificios: el faro, varios tanques elevados de
cobre para el agua, e hileras de casas viejas de madera, antiguas pero bien
conservadas. En algún lugar detrás de aquellas construcciones estaba el océano
que ella oía pero no podía ver.
Daniel señaló hacia el este, en dirección a
un bosque de secuoyas y arces oscuro y frondoso.
—¿Ves el camping de caravanas de ahí
delante?
Ella no lo habría visto si no se lo hubiera señalado; tuvo que
esforzarse para distinguir una estrecha carretera asfaltada en la que un
letrero de madera con forma de pastel de lima y letras blancas anunciaba
CASAS MÓVILES MENDOCINO.
—Antes vivías justo ahí.
—¿Qué? —Luce inspiró tan rápidamente que empezó a toser. El
camping parecía un lugar triste y solitario, formado por una hilera de casas de
techo bajo y de mala calidad dispuestas a lo largo de una avenida de gravilla.
—Es horrible.
—Viviste aquí antes de que se convirtiera en un camping de
caravanas —le explicó Daniel mientras detenía el coche a un lado de la
carretera—. Antes de que hubiera casas móviles. En esa vida, durante la fiebre
del oro, tu padre se trajo a la familia desde Illinois. —Tras adoptar una
mirada ensimismada, negó con la cabeza apesadumbrado—. Era un lugar realmente
bonito.
Luce vio a un hombre calvo barrigudo tirando de la correa de
un perro sarnoso de color anaranjado. El hombre llevaba una camiseta interior
blanca y unos pantalones cortos de franela. Visto lo cual, le resultó imposible
imaginarse viviendo allí.
A Daniel, en cambio, le parecía más normal.
—Teníais una casita de dos habitaciones, y tu madre era una
pésima cocinera, de modo que la casa siempre apestaba a repollo. Tenías unas
cortinas azules de cuadritos que yo acostumbraba apartar para encaramarme a tu
ventana de noche después de que tus padres se acostaran.
El coche empezó a avanzar con lentitud. Luce cerró los ojos e
intentó contener las lágrimas. Escuchar su historia de boca de Daniel hacía que
todo pareciera posible e imposible a la vez, además de hacerla sentir muy
culpable. Él le era leal desde hacía tanto tiempo, tantas vidas. Se había
olvidado de lo bien que la conocía. Mejor incluso que ella misma. ¿Daniel podía
adivinar lo que pensaba? Luce se preguntó si aquella situación resultaba más
fácil para ella, que no se acordaba nunca de Daniel, que para él, que tenía que
pasar una y otra vez por lo mismo.
Si Daniel le decía que tenía que abandonarla por unas semanas
sin explicarle por qué, tenía que confiar en él.
—¿Y cómo me conociste por primera vez? —le
preguntó.
Daniel sonrió.
—En esa época cortaba madera a cambio de comida. Una noche, a
la hora de la cena pasé por delante de tu casa. Tu madre hervía repollo y olía
tan mal que estuve a punto de pasar de largo. Pero entonces te vi entre las
cortinas, cosiendo. No pude apartar la vista de tus manos.
Luce se las miró: tenía los dedos pálidos y estrechos, y las
palmas pequeñas y cuadradas, y se preguntó si habían sido siempre iguales.
Daniel tendió la mano hacia ellas.
—Siguen siendo tan suaves como entonces.
Luce negó con la cabeza. Le encantaba esa historia, y le
habría gustado escuchar mil historias más como esa, pero no se refería a ese
tipo de historias.
—Me gustaría que me contaras la primera vez
que me conociste —dijo ella—. La primera de verdad. ¿Qué pasó?
Tras una larga pausa, él respondió al fin:
—Es tarde. En la Escuela de la Costa te
esperan a medianoche.
Apretó el acelerador y rápidamente giró hacia la izquierda en
dirección al centro de Mendocino. Por el espejo retrovisor lateral Luce observó
cómo el camping de caravanas se iba empequeñeciendo hasta finalmente
desaparecer. Instantes más tarde, Daniel aparcó el coche frente a un
restaurante vacío con la cocina abierta toda la noche, un local de paredes
amarillas y grandes ventanales en la fachada que iban del suelo al techo.
La manzana estaba formada por edificios extraños y pintorescos
que recordaron a Luce una versión menos pomposa de la línea de costa de Nueva
Inglaterra próxima a su antiguo instituto de Dover, en New Hampshire. La calle
estaba pavimentada con adoquines irregulares que parecían de color amarillo
bajo la luz de las farolas. Al cabo de la calle, parecía como si esta se
precipitara directamente al océano. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo.
Tenía que hacer caso omiso al miedo que sentía a la oscuridad. Daniel le había
explicado qué eran las sombras: no tenía que asustarse por ellas, no eran más
que mensajeras. Aquello habría resultado tranquilizador de no ser porque
implicaba el difícil hecho de olvidar que había cosas que sí eran dignas de
temer.
—¿Por qué no me lo cuentas?
No podía evitarlo. No sabía por qué preguntar era tan
importante para ella. Si, después de tanto tiempo ansiando ese reencuentro,
ahora tenía que confiar en Daniel cuando le decía que tenía que dejarla, tal
vez lo único que ella deseaba era entender cuándo había nacido esa confianza.
Saber cuándo y cómo había empezado todo.
—¿Sabes qué significa mi apellido? —le
preguntó él cogiéndola por sorpresa.
Luce se mordió el labio mientras intentaba
recordar la investigación que ella y Penn habían realizado.
—Recuerdo que la señorita Sophia mencionó algo sobre unos
vigilantes, pero no sé qué quería decir con eso, ni siquiera sé si debía haber
confiado en ella.
Se llevó los dedos al cuello en un acto reflejo, justo donde
la señorita Sophia le había posado el cuchillo.
—Tenía razón. Los Grigori son un clan. De hecho, deben su
nombre a mí. Porque ellos vigilan y aprenden de lo ocurrido cuando… en el
pasado, cuando yo todavía era bien recibido en el Cielo. Y cuando tú… En fin,
Luce, eso ocurrió hace muchísimo tiempo. Me resulta difícil acordarme de la
mayor parte de las cosas.
—¿Dónde? ¿Dónde estaba yo? —insistió ella—. Recuerdo que la
señorita Sophia mencionó algo de que los Grigori confraternizaban con mujeres
mortales. ¿Es eso lo que ocurrió? ¿Acaso tú…?
Él tenía la vista perdida detrás de ella. Algo cambió en su
rostro y, bajo la tenue luz de la luna, Luce no supo qué significaba aquello.
Casi era como si a él le aliviara que ella lo hubiera adivinado y ahora él no
tuviera que decirlo en voz alta.
—La primera vez que te vi —prosiguió Daniel— no fue muy
distinta a las siguientes veces que te he vuelto a ver. El mundo era más joven,
pero tú eras exactamente la misma. Fue… —Amor a primera vista. —Esa parte ya se
la sabía. Él asintió.
—Como siempre. La única diferencia al
principio era que tú me estabas vedada. Yo estaba sometido
a un castigo y me enamoré de ti en el peor
momento posible. Las cosas en el Cielo se habían vuelto muy violentas. Por ser…
quien soy… se suponía que debía permanecer alejado de ti. Eras una distracción.
Se suponía que me tenía que concentrar en ganar la guerra. La misma guerra de
hoy. —Suspiró—. Y, por si no te has dado cuenta, sigo muy distraído.
—Así que eras un ángel muy importante
—murmuró Luce.
—Sí que lo era. —Daniel tenía un aspecto abatido. Se
interrumpió un instante y, cuando volvió a hablar, parecía morder las
palabras—: Caí desde uno de los puestos más elevados.
Era evidente. Daniel tenía que ser alguien importante en el
Cielo para provocar una escisión tan grande. Para que su amor por una chica
mortal se viese condenado de aquella forma.
—¿Lo dejaste todo por mí?
Él acarició con su frente la de ella.
—No cambiaría nada.
—Pero yo no era nada —respondió Luce. Se sentía pesada, como
si se hundiera bajo su propio peso y como si lo hundiera también a él—.
¡Renunciaste a tantas cosas! —Aquello la hizo sentirse muy mal—.
Y ahora estás condenado para siempre.
Daniel apagó el motor del coche y le
dirigió una sonrisa triste.
—Tal vez no sea para siempre.
—¿Qué quieres decir?
—Vamos —dijo saliendo del coche al tiempo que daba la vuelta
para abrirle la puerta—. Vamos a dar un paseo.
Se acercaron tranquilamente hacia el final de la calle, que sí
tenía salida en realidad: una escalera de piedra empinada que descendía hasta
las aguas. El aire era frío y húmedo, impregnado del rocío del océano. A la
izquierda de los escalones serpenteaba un camino. Daniel la cogió de la mano y
la llevó al borde del acantilado.
—¿Adónde vamos? —preguntó Luce.
Daniel le sonrió, irguió los hombros y desplegó
las alas.
Lentamente estas se extendieron y ampliaron por detrás de los
hombros, desplegándose con una serie casi inaudible de delicados chasquidos y
crujidos. En cuanto estuvieron totalmente abiertas, se oyó un ruido suave de
plumas, como el de un edredón al ser aireado sobre la cama.
Por primera vez Luce vio la parte posterior de la camiseta de
Daniel, que tenía dos aberturas diminutas que resultaban prácticamente
invisibles y que ahora se abrían para dejar salir las alas. Luce se preguntó si
toda la ropa de Daniel estaría adaptada a sus necesidades angelicales o si
tenía algunas piezas especiales para cuando tenía previsto volar.
Fuera como fuese, sus alas siempre la
dejaban sin habla.
Eran enormes, tres veces más altas que Daniel, y se doblaban
hacia el cielo y a ambos lados como si fueran unas grandes velas blancas. Su
extensión era tal que atrapaban la luz de las estrellas y luego la reflejaban
con mayor intensidad, de modo que ahora refulgían con un esplendor iridiscente.
Eran más oscuras cuanto más se aproximaban al cuerpo y tenían un hermoso color
crema terroso ahí donde se juntaban con los músculos de los hombros. En cambio,
eran más finas y refulgentes por los bordes, de modo que las puntas resultaban
casi traslúcidas.
Luce se las quedó mirando asombrada, intentando recordar el
contorno de todas y cada una de aquellas magníficas plumas, reteniendo todo
aquello en su interior para cuando él se marchara. Daniel resplandecía con tal
intensidad que el sol le habría podido pedir luz prestada. La sonrisa dibujada
en sus ojos de color violeta reflejaba lo bien que le hacía sentirse poder
desplegar las alas. Igual que Luce cuando se veía envuelta por ellas.
—¡Vuela conmigo! —le susurró él.
—¿Qué?
—No voy a verte durante un tiempo. Tengo
que darte algo para que me recuerdes entretanto.
Luce lo besó antes de que él pudiera añadir algo más y
entrelazó sus dedos en la nuca de Daniel, agarrándolo con todas sus fuerzas con
la esperanza de poder darle a él también algo para que la recordara.
Con la espalda de Luce apoyada en su pecho, y su cabeza
reclinada en el hombro de ella, Daniel dibujó una línea de besos por su cuello.
Ella contuvo el aliento, a la espera. Luego él flexionó las rodillas y saltó
con elegancia por el borde del acantilado.
Estaban volando.
Más allá de la cornisa rocosa de la costa, por encima del
estruendo de las olas plateadas que tenían a los pies, recorrieron el cielo
como si remontaran para tocar la luna. El abrazo de Daniel la protegía de
cualquier ráfaga de viento, de cualquier contacto con el frío del océano.
Aquella noche era absolutamente tranquila. Parecía que fueran los únicos
habitantes del mundo.
—Esto es el Cielo, ¿verdad? —preguntó ella.
Daniel se echó a reír.
—Ojalá. Tal vez algún día muy pronto…
Cuando se hubieron alejado lo suficiente y no se veía tierra
por ningún lado, Daniel viró un poco hacia el norte y descendieron en picado
dibujando un gran arco sobre la ciudad de Mendocino, que brillaba en el
horizonte. Volaban a gran altura por encima del edificio más alto de la ciudad
y se desplazaban a una velocidad increíble. Luce jamás se había sentido más
segura y más enamorada en toda su vida.
Entonces, demasiado pronto, empezaron a descender,
aproximándose de forma gradual a otro borde de acantilado. De nuevo el sonido
del océano se hizo perceptible. Una carretera oscura de un solo carril se
desviaba de la autopista principal. Cuando aterrizaron suavemente sobre los
pies en una fresca zona de hierba densa Luce suspiró.
—¿Dónde estamos? —preguntó, aunque ya lo
sabía.
Era la Escuela de la Costa. Vio un enorme edificio a lo lejos,
aunque desde donde estaban parecía completamente oscuro, apenas una silueta en
el horizonte. Daniel seguía asiéndola como si aún estuvieran en el aire. Ella
volvió la cabeza para mirar su expresión. Tenía los ojos vidriosos.
—Los que me condenaron, Luce, todavía vigilan. Llevan miles de
años haciéndolo. Y no quieren que estemos juntos. Harán todo lo necesario para
detenernos. Por eso no es seguro para mí quedarme aquí. Ella asintió mientras
los ojos le escocían.
—Pero ¿por qué estoy yo aquí?
—Porque voy a hacer lo imposible para mantenerte a salvo, y
ahora mismo este es el mejor lugar para ti. Te quiero, Luce, por encima de
todas las cosas. Volveré contigo en cuanto me sea posible.
Luce quiso protestar, pero se contuvo. Él lo había dejado todo
por ella. Daniel se apartó un poco, abrió la palma de la mano, y de su interior
asomó una pequeña forma roja: la bolsa de viaje de Luce.
Daniel la había sacado del maletero del coche
sin que ella se diera cuenta y la había llevado todo el rato dentro de su mano.
En unos segundos recuperó su antiguo tamaño. De no haber estado tan
apesadumbrada por lo que significaba que él se la entregase, a Luce le habría
encantado el truco.
En el edificio se encendió una única luz.
Una silueta asomó a la entrada.
—No será por mucho tiempo. En cuanto la
situación sea segura, volveré a por ti.
Daniel le agarró la muñeca con fuerza y, antes de que pudiera
darse cuenta, Luce se vio atrapada en su abrazo y atraída hacia sus labios. Se
abandonó por completo y dejó que su corazón se desbordara. Aunque no podía
acordarse de sus vidas anteriores, cuando él la besaba, se sentía cerca del
pasado. Y del futuro.
En la entrada, una mujer ataviada con un
vestido corto de color blanco se acercó a ella.
El beso que Luce compartió con Daniel, demasiado dulce para
ser tan breve, la dejó sin aliento, como todos sus besos.
—No te marches —le susurró con los ojos
cerrados.
Todo iba demasiado rápido. No podía
abandonar a Daniel. Ahora no. No creía poder hacerlo jamás.
Sintió el embate del aire, lo cual significaba que había
despegado. Luce sintió que su corazón se iba tras él cuando abrió los ojos y
vio el último destello de sus alas ocultándose tras una nube en la noche
oscura.
2
Diecisiete días
T |
ap.
Luce hizo una mueca y se frotó la cara al
notar un dolor punzante en la nariz.
Tap. Tap.
Ahora, en los pómulos. Abrió los párpados y, casi de
inmediato, esbozó una expresión de sorpresa. Una fornida muchacha de pelo
castaño claro con expresión grave y cejas grandes estaba inclinada sobre ella.
Llevaba el pelo recogido de forma desordenada en lo alto de la cabeza. Vestía pantalones
de yoga y una camiseta de camuflaje sin mangas a juego con sus ojos de color
avellana moteados de verde. Sostenía una pelota de ping-pong entre los dedos y
parecía dispuesta a lanzarla.
Luce se echó atrás en la cama y se protegió la cara. Ya tenía
bastante sufrimiento por no estar con Daniel, no necesitaba añadir ninguno más.
Bajó la mirada para ubicarse y se acordó de la cama en la que se había
desplomado la noche anterior.
La mujer de blanco que había visto tras la partida de Daniel
se llamaba Francesca y era una de las profesoras de la Escuela de la Costa. A
pesar de su estupor, Luce se había percatado de que era una mujer bella.
Tendría algo más de treinta años, y una cabellera rubia que le llegaba hasta
los hombros; sus pómulos eran redondeados, y sus facciones, anchas y suaves.
«Un ángel», decidió Luce casi al instante.
Francesca no le hizo ninguna pregunta mientras se dirigían
hacia la habitación de Luce. Seguramente esperaba esa llegada a horas
intempestivas de la noche y se había dado cuenta del cansancio extremo de la
chica.
La desconocida que había despertado a Luce y la había devuelto
a la realidad parecía dispuesta a tirarle otra pelota.
—Muy bien —dijo en un tono de voz grave—.
Ahora ya estás despierta.
—¿Quién eres? —preguntó Luce adormecida.
—En realidad soy yo quien debería saber quién eres tú, aparte
de la desconocida que he encontrado metida en mi cuarto sin permiso cuando me
he despertado y que ha interrumpido mi mantra matutino con sus inquietantes
balbuceos en sueños. Me llamo Shelby. Enchantée.
«Esta no es un ángel —conjeturó Luce—. Solo
es una chica californiana muy pagada de sí misma.»
Luce se incorporó en la cama y miró a su alrededor. Aunque
algo desordenada, la habitación estaba bien arreglada: tenía el suelo de madera
de color claro, una chimenea encendida, un microondas, dos mesas largas y
anchas, y unas estanterías empotradas que hacían también de escalera de lo que,
Luce descubrió, era la litera superior.
Por una puerta de madera corredera vislumbró un cuarto de baño
privado cuya ventana, para su sorpresa, tenía vistas al océano. No estaba mal
para alguien que había pasado todo el mes anterior viviendo frente a un
cementerio antiguo y repugnante en una habitación más propia de un hospital que
de una escuela. Sin embargo, se dijo, al menos aquel cementerio horrible y esa
habitación significaban que estaba con Daniel. Apenas había tenido tiempo para
acomodarse en Espada & Cruz. Y ahora, una vez más, tenía que empezar desde
el principio.
—Francesca no me dijo que tenía compañera
de habitación.
Por la expresión de Shelby, Luce supo de
inmediato que sus palabras no habían sido nada apropiadas.
En lugar de seguir hablando, echó un vistazo a la decoración
del cuarto de Shelby. Luce nunca había confiado en su propio gusto, o tal vez
nunca había tenido ocasión de demostrarlo. No había pasado el tiempo suficiente
en Espada & Cruz como para preocuparse por la decoración, y anteriormente
en Dover su habitación consistía en cuatro paredes blancas y desnudas. Tal como
Callie dijo en una ocasión, era de una elegancia esterilizada.
Ese dormitorio, en cambio, tenía algo que hacía que fuera
extrañamente fabuloso. Una gran variedad de plantas que nunca antes había visto
adornaban la repisa de la ventana. Unos banderines de oración pendían del
techo. Un edredón de patchwork de colores apagados se deslizaba desde la litera
superior, impidiendo en parte que Luce viera un calendario zodiacal colgado
sobre el espejo.
—¿Y qué esperabas? ¿Que despejasen las
habitaciones del decano por ser Lucinda Price?
—¡Hum! —Luce negó con la cabeza—. No he querido decir eso.
Pero, espera, ¿cómo sabes mi nombre?
—¿Así que tú eres Lucinda Price? —Los ojos moteados de verde
de la chica parecían haber reparado en su raído pijama gris—. ¡Qué suerte la
mía!
Luce se quedó sin habla.
—Lo siento. —Shelby tomó aire y corrigió su tono de voz a la
vez que se sentaba en el borde de la cama de Luce—. Soy hija única. Leon, mi
terapeuta, me intenta enseñar a no ser tan brusca cuando conozco a alguien.
—¿Y funciona? —Luce también era hija única, pero no era
desagradable con los desconocidos que se cruzaban en su camino.
—Lo que quiero decir es que… —Shelby hizo un gesto de
incomodidad—. No estoy acostumbrada a compartir. Oye —dijo sacudiendo la
cabeza—, ¿y si empezamos de nuevo?
—Estaría bien.
—De acuerdo. —Shelby inspiró profundamente—. Anoche Francesca
no te dijo que ibas a tener una compañera de habitación porque tendría que
haberse dado cuenta, y si lo hubiera notado, informar de que yo no estaba en la
cama cuando llegaste. Entré por esa ventana —señaló— sobre las tres.
En la parte externa de la ventana Luce vio una cornisa amplia
que conectaba con una parte inclinada del tejado. Se imaginó a Shel by
apresurándose por el entramado de cornisas del tejado para regresar a su
habitación en medio de la noche.
Shelby bostezó ostensiblemente.
—Verás, en lo que concierne a los nefilim de la Escuela de la
Costa, lo único en lo que los profesores son estrictos es en fingir disciplina.
En sí, la disciplina no existe. De todos modos, claro está, Francesca nunca
admitiría algo así ante la nueva. Y menos aún, ante Lucinda Price.
Otra vez el retintín en la voz de Shelby cuando pronunciaba su
nombre. Luce se preguntó qué quería decir. Y también dónde había estado Shelby
hasta las tres. Y cómo había entrado por la ventana a oscuras sin volcar
ninguna planta. Y qué eran los nefilim.
De pronto a Luce le vino el recuerdo vívido del lío mental al
que la sometió Arriane cuando se conocieron. La dura apariencia exterior de su
compañera de habitación de la Escuela de la Costa era muy parecida a la de
Arriane, y Luce recordó haberse preguntado también el primer día que pasó en
Espada & Cruz si alguna vez lograrían congeniar las dos.
Pero aunque Arriane le pareció intimidatoria e incluso
peligrosa, desde el principio dejó entrever una extravagancia encantadora. En
cambio, la nueva compañera de habitación de Luce solo parecía una plasta.
Shelby se levantó de la cama y se dirigió pesadamente al baño
para cepillarse los dientes. Luce, tras revolver en su bolsa de viaje en busca
del cepillo de dientes, la siguió al baño y señaló avergonzada el tubo de pasta
dentífrica.
—Olvidé traer la mía.
—Sin duda, el resplandor de tu celebridad te deslumbra ante
las pequeñas necesidades de la vida — replicó Shelby, que, sin embargo, cogió
el tubo y se lo pasó a Luce.
Se cepillaron en silencio unos diez
segundos hasta que Luce no pudo más y escupió la espuma.
—¿Shelby?
La muchacha, con la cabeza en el lavamanos
de porcelana, escupió también y dijo:
—¿Qué?
En vez de formular alguna de las muchas preguntas que la
habían asaltado apenas unos minutos atrás, Luce se sorprendió a sí misma
preguntando:
—¿Qué decía mientras dormía?
Aquella había sido la primera mañana en un mes de sueños
atormentados por el recuerdo de Daniel en que Luce se había despertado sin
recordar nada.
Nada. Ni la caricia de un ala de ángel. Ni
siquiera un beso de sus labios.
Se quedó mirando la expresión brusca de Shelby en el espejo.
Luce necesitaba que la muchacha la ayudara a recordar. Tenía que haber soñado
con Daniel. De no haberlo hecho… ¿qué podría significar aquello?
—¡Y yo qué sé! —exclamó Shelby por fin—. Farfullabas
incoherencias. La próxima vez intenta pronunciar mejor.
Salió del baño y se calzó unas chancletas
de color naranja.
—Es la hora del desayuno, ¿vienes o qué?
—añadió.
Luce salió a toda prisa del baño.
—¿Qué tengo que ponerme?
Todavía iba en pijama. La noche anterior Francesca no había
mencionado que hubiera norma alguna en la vestimenta. Pero, bueno, también se
había olvidado de mencionar que compartía habitación con otra chica…
Shelby se encogió de hombros.
—¿Quién te crees que soy, el guardián de la moda? Coge lo que
menos tiempo te lleve ponerte. Estoy hambrienta.
Luce se apresuró a ponerse unos vaqueros finos y un jersey
ajustado de color negro. Le habría gustado arreglarse unos cuantos minutos más
en su primer día de clase, pero se limitó a coger la mochila y seguir a Shelby
por la puerta.
El pasillo de la residencia era distinto a la luz del día.
Dondequiera que mirase había grandes ventanales luminosos con vistas al océano
o estanterías empotradas repletas de libros gruesos y de cubiertas de colores.
Los suelos, las paredes, los techos falsos y las escaleras empinadas y curvas,
todo estaba hecho de la misma madera de arce empleada en el mobiliario del
interior de la habitación de Luce. Aquello habría proporcionado al lugar el toque
cálido de las cabañas de madera de no ser porque su diseño era tan intrincado y
extraño como aburrida y funcional había sido la residencia de Espada &
Cruz. A cada paso el pasillo parecía dividirse en corredores más pequeños con
escaleras en espiral que penetraban cada vez más en aquel laberinto poco
iluminado.
Al cabo de dos tramos de escaleras y tras cruzar lo que
parecía ser una puerta secreta, Luce y Shelby atravesaron otra de doble cristal
y salieron al exterior. El sol era de justicia, pero el aire lo bastante fresco
para que Luce se alegrara de llevar jersey. El aire olía a océano, pero no era
el olor con el que estaba familiarizada. Era menos salobre y más calcáreo que
el de la Costa Este.
—El desayuno se sirve en la terraza.
—Shelby señaló una amplia extensión de terreno.
Tres cuartas partes de la zona de césped estaban bordeadas por
unos frondosos arbustos de hortensias azules, y la restante consistía en un
descenso empinado que iba a dar al mar. A Luce le costaba creer lo bonito que
era el emplazamiento de la escuela. No se veía capaz de poder aguantar
encerrada toda una clase sin salir al exterior.
Conforme se acercaban a la terraza, Luce atisbó otro edificio:
consistía en una estructura alargada y rectangular con tejado de madera y unas
alegres ventanas con marcos de color amarillo. Un gran letrero tallado a mano
en el que se leía «CANTINA» entrecomillado, como si se tratara de una broma,
colgaba sobre la entrada. Sin duda, era la cafetería estudiantil más agradable
que Luce había visto nunca.
La terraza estaba llena de mesas y sillas de hierro pintadas
de blanco, y había alrededor de un centenar de estudiantes con el aspecto más
despreocupado que Luce había visto en su vida. La mayoría se habían descalzado
y apoyaban los pies en las mesas mientras comían unos elaborados platos de
desayuno: huevos a la benedictina, gofres con fruta, porciones de quiche
salpicadas de espinacas con aspecto de ser exquisitas. Los estudiantes leían el
periódico, charlaban por el móvil, jugaban al croquet en el césped… Luce
conocía a los chicos ricos de Dover, y si algo caracterizaba a los de la Costa
Este es que eran serios y estirados; no tenían nada que ver con esos muchachos
desgreñados y despreocupados. La escena recordaba más a un primer día de verano
que a un martes de principios de noviembre. Todo era tan agradable que casi
resultaba difícil envidiar la apariencia autocomplaciente de esos chicos y
chicas. Casi.
Luce intentó imaginarse a Arriane allí y lo que pensaría de
Shelby o de aquella cantina junto al océano, y se dijo que probablemente no
sabría de qué reírse primero. Deseó poder volverse y hablar con Arriane. ¡Cómo
le gustaría reírse un poco!
Al mirar a su alrededor, cruzó la mirada sin querer con un par
de estudiantes: una chica guapa de piel aceitunada, vestido a topos y un
pañuelo verde atado a su lustrosa cabellera negra y un muchacho de pelo rubio
rojizo de espaldas anchas que se disponía a engullir un enorme montón de
tortitas.
La reacción instintiva de Luce fue apartar la cabeza en cuanto
hubieron establecido contacto visual, lo cual en Espada & Cruz siempre era
lo más sensato. Sin embargo… ninguno de ellos se la había quedado mirando. Lo
más sorprendente en la Escuela de la Costa no era ese sol cristalino, ni esa
cómoda terraza para el desayuno, o el dinero que parecía rodear a todo el
mundo. Lo más sorprendente era que los estudiantes sonreían.
Bueno, la mayoría sonreían. Cuando ella y Shelby se hicieron
con una mesa desocupada, esta última cogió un letrero pequeño que tenía encima
y lo arrojó al suelo. Luce se inclinó y vio de reojo que tenía la palabra
RESERVADO escrita en ella; en ese instante, un chico de su edad ataviado con el
uniforme de camarero y corbata negra se les acercó con una bandeja de plata.
—Esta mesa está res… —empezó a decir
cuando, inoportunamente, se le quebró la voz.
—Café solo —dijo Shelby. A continuación,
preguntó con brusquedad a Luce—: ¿Qué vas a tomar?
—Hummm… Lo mismo —contestó Luce, incómoda al verse atendida
por un camarero—. Pero con un poco de leche.
—Son becarios. Han de trabajar duro para
seguir adelante.
Shelby, desdeñosa, torció el gesto hacia Luce mientras el
camarero se apresuraba a buscar los cafés. Luego cogió el San Francisco Chronicle del centro de la mesa y desplegó la portada
con un bostezo.
Entonces Luce estalló:
—Oye —dijo mientras bajaba un poco el brazo de Shelby para
poder verle bien la cara por encima del periódico. Shelby, sorprendida, arqueó
sus espesas cejas—. Resulta que yo fui becaria. No en la última escuela, sino
en la anterior.
Shelby se sacudió la mano de Luce.
—¿Se supone que también debería
impresionarme esa parte de tu historial?
Luce iba a preguntar a Shelby qué le habían contado de ella
cuando notó una mano cálida en el hombro.
Francesca, la profesora que había salido a recibirla en la
puerta la noche anterior, la miraba sonriendo. Era una mujer alta, de porte
imponente, e iba vestida de un modo aparentemente muy natural. Llevaba el pelo
rubio claro cuidadosamente peinado a un lado y tenía los labios pintados de
color rosa brillante. Lucía un vestido negro ajustado con cinturón azul y
zapatos de talón abiertos por delante a conjunto. El tipo de vestimenta capaz
de hacer sentirse vulgar a cualquiera. Luce deseó por lo menos haberse maquillado
y no llevar sus Converse sucias de barro.
—¡Qué bien! ¡Veo que ya habéis conectado!
—Francesca sonrió—. ¡Sabía que pronto seríais amigas!
Shelby no dijo nada, simplemente hizo
crujir el periódico. Luce se aclaró la garganta.
—Creo que no te va a costar nada adaptarte a la Escuela de la
Costa, Luce. Está pensada para que así sea. La mayoría de nuestros estudiantes
superdotados se adaptan sin problemas.
«¿Superdotados?», se preguntó Luce.
—Evidentemente, en caso de duda siempre puedes
acudir a mí. También puedes confiar en Shelby.
Por primera vez esa mañana, Shelby se rió. Tenía una risa
áspera y bronca, la clase de risa que Luce habría esperado en una persona mayor
fumadora empedernida y no en una adolescente fanática del yoga.
Notó que torcía el gesto. Lo último que quería era «adaptarse
sin problemas» a esa escuela. No se sentía parte de un grupo de adolescentes
talentosos y mimados que residían en lo alto de un acantilado con vistas al
océano. Ella pertenecía a la clase normal, a la gente con alma en vez de
raquetas de squash, a la gente que sabía de qué iba la vida. Ella estaba
predestinada a estar con Daniel. Todavía no sabía qué hacía exactamente ahí,
solo que permanecería escondida de forma provisional mientras Daniel libraba
su… guerra. Después él la llevaría de vuelta a casa. O a algún otro sitio.
—Bueno, os veo en clase. ¡Que aproveche! —exclamó Francesca
tras darse la vuelta, y mientras se alejaba, señalando al camarero que llevaba
un plato para cada una, exclamó—: ¡Prueba la quiche!
Cuando se hubo marchado, Shelby tomó un gran sorbo de su café
y se secó la boca con el dorso de la mano.
—¡Hum! ¿Shelby?
—¿Sabes lo que significa dejar comer
tranquila?
Luce volvió a posar la taza en el plato con un gesto brusco y
aguardó con impaciencia a que el camarero dejara las quiches y se marchara de
nuevo. Una parte de ella deseó estar en cualquier otra mesa. A su alrededor se
oían murmullos de conversaciones alegres. Aunque no pudiera participar en
ellas, al menos estar sentada sola sería preferible a permanecer de aquel modo.
Por otra parte, lo que Francesca había dicho la había confundido. ¿Por qué
había dado a entender que Shelby era una excelente compañera de habitación
cuando era evidente que se trataba de una persona totalmente hostil? Luce se
entretuvo masticando un poco de quiche, consciente de que no sería capaz de
comer nada hasta que pudiera verbalizar lo que pensaba.
—Vale, muy bien, ya sé que soy la novata y que, por algún
motivo, eso te disgusta. Me imagino que antes de que yo llegara tenías una
habitación para ti sola, no lo sé. —Shelby bajó el periódico hasta situarlo
justo por debajo de los ojos. Arqueó una de sus enormes cejas—. Pero no soy tan
terrible. ¿Qué hay de malo en que tenga preguntas que hacer? Perdona si he
venido a la escuela sin saber qué narices son los nefelines.
—Se dice «nefilim».
—Lo que sea. No me importan nada. No tengo ningún interés en
enemistarme contigo. Esto significa que algo de esto —Luce señaló entonces el
espacio que las separaba— es responsabilidad tuya. Así que, dime, ¿cuál es tu
problema?
Shelby torció los labios, dobló el
periódico y se reclinó en su asiento.
—Pues los nefilim te deberían importar. Vamos a ser tus
compañeros de clase. —Extendió la mano señalando a la terraza—. Contempla el
bonito y privilegiado cuerpo estudiantil de la Escuela de la Costa. No volverás
a ver a la mitad de esos tarugos, excepto como objeto de nuestras bromas.
—¿Nuestras?
—Sí. Te encuentras inscrita en el programa para alumnos
aventajados y vas con los nefilim. Pero no te preocupes si no eres una alumna
muy brillante. —Luce resopló—. Aquí el grupo de estudiantes con talento en
realidad es una tapadera, un sitio donde meter a los nefilim sin levantar
sospechas. De hecho, la única persona que alguna vez ha albergado sospechas es
Beaker Brady.
—¿Y quién es Beaker Brady? —preguntó Luce inclinándose para no
tener que alzar la voz y hacerse oír por encima del rugido del oleaje al chocar
contra la orilla.
—El empollón de sobresalientes que hay dos mesas más allá.
—Shelby señaló con la cabeza a un muchacho regordete vestido con camisa de
cuadros que acababa de verter un yogur sobre un enorme libro de texto—. Sus
padres no aceptan que nunca haya sido admitido en las clases para alumnos
aventajados. Cada semestre hacen una campaña. Él aporta las puntuaciones de la
Mensa, los resultados obtenidos en ferias de ciencia, los premios Nobel a los
que ha impresionado, todo ese tipo de cosas. Y cada semestre, Francesca tiene
que idear alguna prueba estúpida insuperable que le impida acceder. —Soltó un
bufido —. Cosas del tipo: «A ver, Baker, resuelve este cubo de Rubik en menos
de treinta segundos». —Shelby chasqueó la lengua—. Aunque, bueno, ese Nemrod
logró superar esa prueba.
—Pero, si es una tapadera —preguntó Luce
sintiéndose algo mal por Beaker—, ¿a quién encubre?
—A gente como yo. Yo soy nefilim. N-E-F-I-L-I-M, que es
cualquier cosa con ángel en su ADN. Mortales, inmortales, transeternos.
Intentamos no hacer discriminaciones.
—¿Y esa palabra no tiene plural?
Shelby frunció el ceño.
—¿Hablas en serio? ¿Te suena bien «nefilimes»? A mí en
absoluto, gracias. Siempre es nefilim, independientemente de a cuántos te
refieras.
Así que Shelby era un tipo de ángel. Lo cual era raro, porque
no lo parecía ni actuaba como tal. No era fabulosa como Daniel, Cam o
Francesca. No poseía el magnetismo de Roland o Arriane. Solo parecía un poco
ordinaria y extravagante.
—Así que esto es una especie de instituto de secundaria para
ángeles —dijo Luce—. Pero ¿de qué sirve? ¿Acaso luego vais a la universidad
para ángeles?
—Depende de lo que el mundo necesite. Muchos estudiantes se
toman un año sabático y se alistan en el Cuerpo Nefilim. Viajas, hechas una
cana al aire con un extraño, etcétera. Pero eso es en tiempos… bueno, ya sabes,
de paz. Ahora mismo… —Ahora mismo, ¿qué?
—Da igual. —Shelby pareció morderse la lengua—. Solo depende
de quién eres. Verás, aquí cada cual tiene distintos grados de poder —prosiguió
como leyendo la mente de Luce—. Según el árbol genealógico de cada uno. En tu
caso, sin embargo… Luce lo sabía.
—Yo solo estoy aquí por Daniel.
Shelby arrojó su servilleta en el plato
vacío y se puso de pie.
—Es impresionante lo bien que te lo has montado, Luce. La
novia del pez gordo que ha tocado algunas teclas…
¿Era eso lo que todo el mundo pensaba de
ella? ¿Era esa… la verdad?
Shelby extendió la mano y se llevó a la
boca el último trozo de quiche del plato de Luce.
—Si quieres tu club de fans de Lucinda Price, seguro que aquí
lo encontrarás. Pero a mí déjame tranquila, ¿entendido?
—¿De qué hablas? —Luce se puso de pie. Tal vez ella y Shelby
deberían empezar de nuevo la conversación—. Yo no quiero un club de fans… —¿Lo
ves? Te lo dije.
Una voz aguda pero agradable se oyó en ese
instante.
De pronto se encontró con la chica del pañuelo verde ante
ella, sonriéndole y dando codazos a otra chica para que se acercara. Luce miró
por detrás de ellas, pero Shelby ya se había alejado; seguramente, no merecía
la pena ir detrás de ella. De cerca, la chica del pañuelo verde parecía una
versión más joven de Salma Hayek, con los labios igual de carnosos y el pecho
incluso más voluminoso. La otra muchacha, de tez pálida, ojos color avellana y
pelo negro corto, se parecía un poco a Luce.
—Un momento, ¿de verdad eres Lucinda Price? —preguntó la chica
más pálida. Tenía los dientes pequeños y blancos y con ellos sostenía un par de
horquillas decoradas con lentejuelas mientras se recogía unos pocos mechones
oscuros—. ¿Como en la historia de Luce y Daniel? ¿La chica recién llegada de
esa terrorífica escuela de Alabama…?
—Georgia. —Luce asintió levemente.
—Da igual. ¡Oh, vaya! ¿Cómo era Cam? Lo vi una vez en un
concierto de death metal… pero, claro, me puse demasiado nerviosa para
presentarme. Pero no te vas a interesar por Cam, porque, claro, está Daniel.
—Soltó una risita de emoción—. Por cierto, me llamo Dawn. Ella es Jasmine.
—Hola —dijo Luce lentamente. Eso era
nuevo—. Hum…
—No le hagas mucho caso. Se acaba de tomar más o menos once
cafés. —Jasmine hablaba tres veces más despacio que Dawn—. Quiere decir que
estamos muy contentas de conocerte. Siempre decimos que la historia de Daniel y
tú es la historia de amor más grande que haya existido nunca.
—¿En serio? —Luce hizo crujir los nudillos.
—¿Bromeas? —preguntó Dawn, aunque Luce no podía dejar de
pensar que le estaban gastando una especie de broma—. Con eso de morir una y
otra vez… Oye, ¿y eso hace que todavía lo quieras más? Seguro que sí. Y, ¡oh!,
bueno, cuando te desintegras en el fuego… —Cerró los ojos, se puso una mano en
el estómago y luego se la pasó por el cuerpo golpeándose el pecho con el puño—.
Cuando era pequeña mi madre me contaba siempre esa historia.
Luce estaba sorprendida. Echó un vistazo a la terraza atestada
de gente preguntándose si alguien podía oírlas. Y, hablando de desintegrarse,
en ese momento tenía que tener las mejillas rojas como un tomate.
Una campana repicó desde el tejado de la cantina para anunciar
el final del desayuno. Luce se alegró de ver que todo el mundo tenía otras
cosas de las que ocuparse, como ir a clase.
—¿Y qué te contaba tu madre? —preguntó Luce
lentamente—. ¿Era sobre Daniel y yo?
—Bueno, solo lo más destacado —dijo Dawn
con los ojos abiertos—. ¿Cómo es? ¿Como un sofoco?
¿Como esos que se tienen en la menopausia?
Bueno, no es que piense que tú puedas saberlo, claro.
Jasmine le dio un golpecito a Dawn en el
brazo.
—¿Te das cuenta de que estás comparando la
pasión desenfrenada de Luce con un sofoco?
—Lo siento. —Dawn soltó una risita—. Estoy fascinada. Parece
tan romántico y extraordinario. Te tengo envidia sana, ¿eh?
—¿Me envidias por tener que morir cada vez que intento estar
con el chico de mis sueños? —Luce se encogió de hombros—. En realidad es una
mala pasada.
—Eso se lo dices a una chica cuyo único beso hasta el momento
ha sido con Ira Frank, el del Síndrome de Colon Irritable —dijo Jasmine
señalando a Dawn con gesto burlón.
Al ver que no se reía, Dawn y Jasmine se echaron a reír de
forma aduladora, como si creyeran que Luce simplemente estaba siendo modesta.
Luce jamás había sido objeto de ese tipo de risas.
—¿Y qué te decía tu madre exactamente?
—quiso saber Luce.
—¡Oh, lo de siempre! Que estalló la guerra, que toda la mierda
saltó, y cuando desde las nubes quisieron poner fin a todo aquello, Daniel se
puso del palo: «Nadie nos podrá separar», y que eso fastidió a todo el mundo.
Esta es mi parte favorita de la historia. Así que ahora vuestro amor está
condenado a sufrir el castigo eterno de quereros desesperadamente y sin embargo
no poder, bueno… ya sabes…
—Pero hay vidas en que sí. —Jasmine corrigió a Dawn e hizo un
guiño malicioso a Luce, que apenas podía moverse de la impresión que le causaba
oír todo aquello.
—¡Qué va! —Dawn hizo un gesto de desdén con la mano—. Lo
importante es que ella estalla en llamas cuando… —Al ver la expresión de horror
en la cara de Luce, Dawn se estremeció—. Lo siento. No creo que quieras oírlo.
Jasmine carraspeó e intervino:
—Mi hermana mayor me contó una anécdota de
tu pasado y juro que…
—¡Oh!
Dawn pasó el brazo por el de Luce, como si aquel conocimiento
al que Luce no tenía acceso la hiciera una amiga más deseable. Era de locos.
Luce se sentía tremendamente incómoda y también un poco emocionada. Y, además,
no estaba segura de si todo aquello era verdad. Había una cosa incuestionable:
Luce de pronto se había convertido en una especie de… personaje famoso. Pero
era una sensación rara. Como si fuera una de esas jóvenes anónimas, guapas y
tontas, que se dejan fotografiar junto a la estrella de cine del momento por un
paparazzi.
—¡Oh, chicas! —exclamó Jasmine señalando de forma exagerada el
reloj de su teléfono—. ¡Es supertarde! Tenemos que ir a clase.
Luce hizo una mueca y asió la mochila con rapidez. No tenía ni
idea de qué clase tenía primero, ni sabía adónde debía ir o cómo tomarse el
entusiasmo de Jasmine y Dawn. No había visto unas sonrisas tan amplias y
emocionadas desde… bueno, tal vez nunca.
—¿Alguna sabe cómo puedo averiguar dónde
está mi primera clase? No tengo el horario.
—Bueno —dijo Dawn—. Ven con nosotras.
Siempre vamos juntas. Es muy divertido.
Las dos chicas echaron a andar con Luce, una a cada lado, y la
acompañaron en un recorrido serpenteante entre las mesas, donde otros chicos y
chicas estaban acabando el desayuno. A pesar de ser tan «supertarde», Jasmine y
Dawn prácticamente se paseaban por el césped recién cortado.
Luce consideró la posibilidad de
preguntarles qué le pasaba a Shelby, pero no quería parecer cotilla.
Por otra parte, esas muchachas resultaban
agradables, aunque no necesitaba entablar buenas amistades. Como no dejaba de
recordarse a sí misma: todo aquello era provisional.
Era, en efecto, provisional, pero también resultaba
asombrosamente bello. Las tres anduvieron junto al camino de las hortensias que
daba la vuelta a la cantina. Aunque Dawn no dejaba de charlar, Luce no
conseguía apartar la vista del acantilado, viendo cómo el terreno se desplomaba
cientos de metros en el océano deslumbrante. El oleaje rompía en una playa
diminuta de arena rojiza situada a los pies del acantilado casi con la misma
despreocupación con que los estudiantes de la Escuela de la Costa se iban a
clase.
—Ya hemos llegado —dijo Jasmine.
Un impresionante edificio de madera de dos pisos en forma de A
se erguía solitario al final del camino. Había sido construido en el corazón de
un grupo aislado de secuoyas, por lo que su tejado pronunciado y triangular y
el amplio césped que se extendía delante de él estaban cubiertos por una capa
de hojas aciculares. Había, además, una agradable zona ajardinada con algunas
mesas de picnic; sin embargo, lo más llamativo era el edificio: más de la mitad
del mismo parecía de cristal, pues se hallaba recubierto de ventanales amplios
y de cristal tintado y puertas correderas abiertas. Era como si lo hubiera
diseñado el mismísimo Frank Lloyd Wright. Había varios estudiantes
holgazaneando en la enorme terraza con vistas al océano situada en la segunda
planta, mientras otros chicos y chicas subían las escaleras simétricas que se
elevaban desde el camino.
—¡Bienvenida al pabellón Nefilim!
—¿Aquí es donde vais a clase? —Luce estaba boquiabierta.
Aquello tenía más el aspecto de una residencia de vacaciones que de un lugar de
estudio.
A su lado, Dawn pegó un chillido, y le
apretó la muñeca.
—¡Buenos días, Steven! —exclamó Dawn a
través del jardín saludando a un hombre mayor que se encontraba al pie de la
escalera. Tenía el rostro fino, llevaba gafas modernas de diseño rectangular, y
lucía una cabellera espesa ondulada y canosa.
—Adoro cuando se pone ese traje de tres
piezas —susurró Dawn.
—¡Buenos días, chicas!
El hombre sonrió saludándolas. Se quedó mirando a Luce el
tiempo suficiente como para incomodarla pero sin perder la sonrisa.
—Nos vemos en un instante —dijo, y empezó a
subir.
—Steven Filmore —susurró Jasmine informando a Luce mientras lo
seguían por la escalera—. Conocido también como S. F., o el Zorro de Plata. Es
uno de nuestros profesores y, en efecto, Dawn está verdadera, desesperada y
profundamente enamorada de él. Aunque ya está comprometido. Es una descarada.
—Pero también adoro a Francesca.
Dawn dio un golpecito a Jasmine y luego
dirigió sus ojos oscuros y sonrientes hacia Luce.
—Apuesto a que tú también te rendirás ante
ellos.
—Un momento. —Luce se detuvo—. ¿El Zorro de Plata y Francesca
son nuestros profesores? ¿Los llamáis por su nombre de pila? ¿Y son pareja?
¿Quién enseña qué?
—Al bloque de la mañana lo llamamos «humanidades» —explicó
Jasmine—, aunque sería más apropiado llamarlo «angelología». Francesca y Steven
enseñan juntos. Es parte del trato aquí, una especie de yin y yang. De esta
manera, bueno, ningún estudiante resulta… influenciado.
Luce se mordió el labio. Habían llegado a lo alto de la
escalera y se encontraban en la terraza en medio de un grupo de estudiantes.
Todo el mundo empezó a cruzar tranquilamente las puertas correderas de cristal.
—¿Qué quieres decir con que nadie resulte
influenciado?
—Ambos son ángeles caídos, pero optaron por bandos distintos.
Ella es un ángel, y él, más bien un demonio.
Dawn hablaba con tranquilidad, como si charlara sobre yogures
de diferentes sabores. Al ver cómo Luce abría los ojos añadió:
—No es que se puedan casar ni nada por el estilo… aunque sería
una gran boda. Simplemente, viven en pecado.
—¿Me estás diciendo que un demonio enseña
humanidades? —preguntó Luce—. ¿Y eso está bien?
Dawn y Jasmine se miraron entre ellas y se
echaron a reír.
—Está muy bien —contestó Dawn—. Ya verás como cambias de
opinión respecto a Steven. Vamos, tenemos que entrar.
Luce entró en el aula con los demás. Era una estancia amplia
formada por tres grandes escalones sobre los cuales se encontraban los
pupitres, que se orientaban hacia un par de mesas largas. La mayor parte de la
luz provenía de unas claraboyas. La luz natural y el techo elevado hacían que
el aula pareciera incluso más grande de lo que era en realidad. La brisa
oceánica penetraba por las puertas abiertas y hacía que el ambiente fuera
relajado y fresco. No podía ser más diferente a Espada & Cruz. Luce se dijo
que la Escuela de la Costa incluso le podría llegar a gustar de no ser porque
el único motivo por el que se hallaba allí, la persona más importante de su
vida, no estaba allí. Se preguntó si Daniel pensaba en ella. ¿La estaría
echando tanto de menos como ella a él?
Luce eligió una mesa cerca de las ventanas,
entre Jasmine y un chico agradable y discreto vestido con vaqueros, una gorra
de los Dodgers y una sudadera de color azul marino. Había unas cuantas chicas
de pie cerca de la puerta del baño. Una de ellas tenía el pelo ondulado y
llevaba unas gafas cuadradas de color violeta. Cuando Luce la vio de perfil, estuvo
a punto de saltar de su asiento.
Penn.
Pero cuando la chica se volvió hacia Luce, vio que su rostro
era más cuadrado, que la ropa le iba un poco más ajustada y que tenía una risa
un poco más estridente; Luce se sintió languidecer. Claro que no era Penn. Y
nunca lo sería.
Luce se dio cuenta de que los demás compañeros la miraban, que
algunos de ellos tenían la vista clavada en ella. La única que no lo hacía era
Shelby, que se limitó a saludar a Luce con la cabeza.
No era una clase grande, apenas veinte pupitres dispuestos
sobre los peldaños y de cara a las dos largas mesas de caoba que había delante.
Detrás de ellas, dos pizarras blancas. Dos estanterías a cada lado. Dos
papeleras. Dos lámparas de escritorio. Dos ordenadores portátiles, uno en cada
mesa. Y dos profesores, Steven y Francesca, que cuchicheaban frente a frente
ante la clase.
Con un gesto que Luce no esperaba, posaron su mirada también
en ella antes de encaminarse hacia sus mesas. Francesca se sentó sobre una,
colocando una pierna debajo de la otra de modo que uno de sus altos tacones
rozaba el suelo de madera. Steven se apoyó en la otra mesa, abrió su pesada
cartera de cuero de color granate y se puso el bolígrafo entre los labios. Pese
a que ya tenía unos años, resultaba atractivo, aunque Luce hubiera preferido
que no lo fuera. Le recordaba a Cam, y lo engañoso que podía llegar a ser el
encanto de un demonio.
Se había hecho a la idea de que el resto de la clase sacaría
libros que ella no tenía y analizaría lecturas que ella no había podido hacer,
así que podía abandonarse a la sensación de apabullamiento y a soñar despierta
en Daniel.
Pero no ocurrió nada de eso. Y la mayoría
de sus compañeros seguían dirigiéndole miradas furtivas.
—A estas alturas todos os habréis dado
cuenta de que hoy damos la bienvenida a una nueva alumna.
—Francesca tenía una voz grave y melosa, como
la de una cantante de jazz.
Steven sonrió dejando ver el brillo de su
blanca dentadura.
—Dinos, Luce, ¿qué te ha parecido hasta
ahora la Escuela de la Costa?
Luce palideció mientras el resto de la
clase se giraba ruidosamente hacia ella en sus pupitres.
El corazón empezó a latirle deprisa y se notó las palmas de
las manos húmedas. Se encogió en el asiento, deseando ser simplemente una chica
normal en una escuela normal, en su casa, en Thunderbolt, Georgia. En los
últimos días, había deseado en más de una ocasión no haber visto nunca una
sombra, ni haberse visto envuelta en una situación que había conducido a la
muerte de amigos queridos, que la había llevado a tratar con Cam y que ahora
impedía a Daniel estar junto a ella. Pero en ese punto sus pensamientos
atribulados se detenían: ¿cómo ser normal y seguir con Daniel? Él distaba mucho
de ser normal. Era imposible. Y ahí estaba ella, bien fastidiada.
—Todavía no me he acostumbrado a la Escuela de la Costa. —Le
temblaba la voz, traicionándola, y reverberando en el techo inclinado—. Pero
hasta el momento está muy bien.
Steven se rió.
—Bueno, Francesca y yo hemos pensado en ayudarte a sentirte
cómoda aquí y por eso hoy vamos a posponer las presentaciones que hacen los
estudiantes los martes por la mañana.
Al otro lado de la sala Shelby exclamó:
—¡Bien!
Luce observó que su compañera de habitación tenía sobre el
pupitre una pila de tarjetas y un póster grande a los pies en el que se leía
LAS APARICIONES NO SON TAN MALAS. Así que Luce la
acababa de salvar de tener que hacer una
presentación. Aquello tenía que ser bueno para la relación entre compañeras de
habitación.
—Lo que Steven quiere decir —intervino Francesca— es que vamos
a hacer un juego para romper el hielo.
Se bajó de la mesa y anduvo por la sala taconeando mientras
repartía una hoja de papel a cada estudiante.
Luce esperó a oír el coro de quejidos que esas palabras suelen
provocar en un grupo de adolescentes, pero todos sus compañeros se mostraban
conformes. De hecho, se dejaban llevar sin oponer resistencia.
Cuando Francesca dejó el papel en el pupitre
de Luce, dijo:
—Este ejercicio está pensado para que te hagas una idea de
quiénes son algunos de tus compañeros y qué objetivos perseguimos en esta
clase.
Luce miró el papel. En él había dibujadas viente casillas,
cada una con una frase. Ella ya había jugado a ese juego en una ocasión, de
pequeña, en unas colonias de verano al oeste de Georgia y también un par de
veces cuando asistía a clases en Dover. Se trataba de ir por la sala y
relacionar a cada alumno con una afirmación. Aquello la tranquilizó: había
juegos para romper el hielo mucho más incómodos que aquel. Pero al analizar
detenidamente las frases, esperando encontrar expresiones como «Tiene una
tortuga como mascota» o «Le gustaría hacer paracaidismo», se inquietó al leer
cosas como «Habla más de dieciocho idiomas» o «Ha visitado el Más Allá».
Iba a resultar lastimosamente notorio que Luce fuera la única
de la clase que no era nefilim. Recordó entonces al camarero que les había
llevado el desayuno a ella y a Shelby. Tal vez se sentiría más cómoda entre los
becarios. Beaker Brady no sabía de la que se había librado.
—Si no hay preguntas —dijo Steven al frente
de la sala—, ya podéis empezar.
—Salid fuera y disfrutad —añadió
Francesca—. Tomaos todo el tiempo que necesitéis.
Luce siguió al resto de los alumnos a la terraza. Mientras se
dirigían hacia la barandilla, Jasmine se apoyó en el hombro de Luce y señaló
una casilla con su uña pintada de verde.
—Tengo un familiar que es querubín de pura
sangre —dijo—. El viejo y loco tío Carlos.
Luce asintió, como si supiera lo que eso
significaba y anotó el nombre de Jasmine.
—¡Oh! Y yo sé levitar —dijo tranquilamente Dawn señalando la
esquina superior izquierda de Luce —. No es que lo haga todo el tiempo, pero
por lo general después de tomar el café.
—¡Uau!
Luce intentó no demostrar asombro, pero no parecía que Dawn
bromeara. ¿Era realmente capaz de levitar?
Cada vez se sentía más fuera de lugar, y
para disimular buscó en la hoja algo que ella supiera hacer.
«Tiene experiencia en convocar Anunciadoras.»
Las sombras. La última noche en Espada & Cruz Daniel le
había dicho el nombre con el que se las conocía. A pesar de que ella nunca las
había «invocado», pues siempre se habían limitado a aparecer, Luce sin duda
tenía cierta experiencia.
—Podéis poner mi nombre ahí —dijo señalando
la esquina izquierda inferior del papel.
Jasmine y Dawn la miraron un poco sobrecogidas pero crédulas
antes de proseguir cumplimentando el resto de la hoja. El corazón de Luce se
había serenado un poco. Tal vez aquello no iba a salir tan mal.
En los minutos siguientes conoció a Lilith, una chica
pelirroja muy remilgada que era una de las tres mellizas nefilim («Nos
diferenciamos por nuestras colas vestigiales —explicó—. La mía tiene forma
enroscada»); a Oliver, un muchacho de voz grave y rechoncho que había visitado
el Más Allá en las vacaciones de verano del año anterior («Está tan
sobrevalorado que casi resulta difícil de explicar»); y a Jack, al cual le
parecía que empezaba a poder leer el pensamiento y que veía con buenos ojos que
Luce le asignase esa habilidad. («Me parece que eso a ti te parece bien,
¿verdad?», afirmó emulando una pistola con los dedos y chasqueando la lengua.)
A Luce le quedaban tres casillas por completar cuando Shelby le arrebató el
papel de las manos.
—Hago estas dos cosas —dijo señalando dos
casillas—. ¿Cuál prefieres?
«Habla más de dieciocho idiomas.» «Ha visto
una vida pasada.»
—Un momento —susurró Luce—. ¿Has… puedes
ver vidas pasadas?
Shelby arqueó repetidamente las cejas, estampó su firma en la casilla
y luego escribió su nombre en la casilla de los «dieciocho idiomas» por si
acaso. Luce se quedó mirando la hoja mientras reflexionaba acerca de todas sus
vidas anteriores y lo fuera de su alcance que estaban. Había subestimado a
Shelby.
Pero su compañera de habitación ya se había marchado. En el
lugar de Shelby se encontró con el chico que se sentaba junto a ella en la
clase. Era bastante más alto que Luce y tenía una sonrisa amplia y amistosa, la
nariz pecosa y unos ojos azules claros. Había algo en él, incluso en el modo en
que mordisqueaba el bolígrafo, que parecía… sólido. Luce sabía que aquella era
una palabra muy rara para describir a alguien con quien nunca había hablado,
pero no pudo evitarlo.
—Oh, ¡gracias a Dios! —dijo él riéndose mientras se daba una
palmadita en la frente—. La única cosa que soy capaz de hacer es la que has
dejado en blanco.
—¿Eres capaz de reflejar tu propia imagen o
la de otros? —leyó Luce lentamente.
Sacudió la cabeza de un lado a otro y
escribió su nombre en la casilla. Miles Fisher.
—Sin duda es algo que impresiona a alguien
como tú, claro.
—Hum. Sí. —Luce se volvió para irse. Alguien como ella, que no
sabía ni siquiera qué significaba eso.
—¡Eh, aguarda! ¿Adónde vas? —La agarró por la manga—. Vaya,
parece que no has pillado el chiste sobre mí?
Al ver que ella negaba con la cabeza, la
expresión de Miles se ensombreció.
—Solo quería decir que, comparado con el resto de la clase,
apenas doy la talla. La única persona, excepto yo mismo, a la que he sabido
reflejar fue mi madre. Asusté a mi padre durante unos diez segundos, pero luego
el efecto desapareció.
—Espera. —Luce miró con asombro a Miles—.
¿Lograste una imagen reflejada de tu madre?
—Fue de forma accidental. Según parece, es fácil hacerlo con
las personas a las que, bueno, a las que quieres. —Un débil tono sonrosado
asomó en sus pómulos—. Ahora pensarás que soy una especie de niño de mamá. Lo
que quiero decir es que mis poderes son muy débiles, y tú, en cambio, eres la
famosa Lucinda Price.
Al decirlo, agitó los dedos de las manos
con un gesto muy masculino.
—Ojalá la gente dejara de decir eso
—rezongó Luce. Con la impresión de haber reaccionado con cierta brusquedad,
suspiró y se apoyó en la barandilla de la terraza para mirar al mar. Todos los
indicios que daban a entender que la gente de allí sabía más sobre ella que
ella misma le resultaban muy difíciles de asimilar, pero no quería hacérselo
pagar a ese chico.
»Lo siento —dijo—. Lo que pasa es que creía que yo era la
única que no daba la talla. Dime, ¿cuál es tu historia?
—¡Oh! Yo soy lo que se llama un «diluido» —explicó él
dibujando unas comillas exageradas en el aire—. Mamá tiene sangre de ángel en
las venas, pero el resto de mi familia son todos mortales. Mis poderes son de
un nivel incómodamente bajo. Sin embargo, estoy aquí porque mis padres dotaron la
escuela con… bueno, con la terraza que pisas ahora.
—¡Uau!
—En realidad, no es tan impresionante. Mi familia está
obsesionada con que venga a la Escuela de la Costa. Deberías ver la presión que
hay en casa para que salga con «una buena chica nefilim».
Luce se echó a reír. Fue una de las primeras carcajadas
auténticas en muchos días. Miles torció el gesto de modo amigable.
—He observado que has desayunado con Shelby
esta mañana. ¿Es tu compañera de habitación?
Luce asintió.
—Hablando de buenas chicas nefilim… —dijo
bromeando.
—Bueno, ya sé que es un poco… —Resopló, y con la mano hizo un
gesto como si clavara las zarpas, lo cual hizo que Luce soltara otra
carcajada—. De todos modos, no soy el alumno más brillante de aquí y sigo
pensando que este lugar es de locos. Así que si alguna vez quieres disfrutar de
un desayuno normal o de otra cosa…
Luce notó que, sin darse cuenta, asentía con la cabeza.
«Normal». Esa palabra era música celestial para sus oídos mortales.
—¿Qué tal… mañana?
—Fantástico.
Miles sonrió y se despidió saludándola con la mano. Luce se
dio cuenta de que todos los demás estudiantes ya habían entrado. Sola por
primera vez aquella mañana, miró la hoja de papel que tenía en la mano, sin
saber qué pensar de los alumnos de la Escuela de la Costa. Echó de menos a
Daniel. De haber estado ahí, le habría aclarado muchas cosas. Pero ella no
sabía dónde estaba.
En cualquier caso, demasiado lejos.
Se llevó un dedo a los labios al recordar su último beso. El
increíble abrazo de sus alas. Incluso bajo el sol de California, sentía tanto
frío sin él… Pero estaba allí por él y, con su extraña y nueva reputación,
había sido aceptada por esa especie de ángeles o lo que fueran por mediación de
él. Curiosamente, resultaba agradable seguir en contacto con Daniel, aunque
fuera de un modo tan complicado.
Hasta que él volviera a buscarla, ella no
tenía ningún otro lugar donde agarrarse.
3
Dieciséis días
—Vamos,
sorpréndeme, hasta ahora, ¿qué es lo que te ha parecido más increíble de la
Escuela de la Costa?
Era miércoles por la mañana, antes de ir a clase, y Luce
estaba sentada tomando el desayuno bajo el sol en una mesa de la zona
ajardinada de la cantina, compartiendo una taza de té con Miles. Él llevaba una
camiseta amarilla de diseño vintage
con el logo de Sunkist, una gorra de béisbol calada hasta justo encima de sus
ojos azules, chanclas y vaqueros desgastados. Luce, inspirada por la vestimenta
informal de la Escuela de la Costa, había dejado a un lado su indumentaria
negra habitual. Llevaba un vestido de tirantes de color rojo con una pequeña
torera blanca, y eso le hacía sentirse como si aquel fuera el primer día de sol
tras un largo período de lluvias.
Echó una cucharadita de azúcar en la taza y
se rió.
—No sabría qué decir. Quizá mi compañera de habitación, que ha
entrado a hurtadillas justo antes de que amaneciera y se ha marchado antes de
que me levantara. ¡Oh, no, espera! Tal vez asistir a clases impartidas por una
pareja formada por un demonio y un ángel. O quizá… —Tragó saliva—. El modo
extraño en que me mira la gente aquí, como si fuera una especie de rareza
legendaria. Estoy acostumbrada a ser una rarita anónima, pero eso de ser famosa
además de rara…
—Pero tú no eres famosa. —Miles dio un gran bocado a su
cruasán—. Me tomaré uno después del otro —dijo masticando.
Mientras él se pasaba la servilleta por la comisura de los
labios, Luce admiró entre maravillada y divertida sus impecables modales a la
mesa. No pudo evitar imaginárselo de pequeño tomando lecciones de etiqueta en
el club de golf.
—Shelby es una persona aparentemente antipática —dijo Miles—,
pero cuando le apetece es buena gente. Y no es que yo pueda presumir de conocer
esa parte de ella. —Se echó a reír—. Pero es lo que se dice. También a mí al
principio el dúo Francesca / Steven me pareció muy raro, pero de algún modo
logran que funcione. Es como un acto celestial de equilibrio. Por algún extraño
motivo, el hecho de tener delante representantes de ambos bandos da a los
estudiantes la máxima libertad para desarrollarse.
Otra vez la palabrita. «Desarrollarse.» Luce recordó que
Daniel la había empleado cuando le dijo que no iba a acompañarla en la Escuela
de la Costa. ¿Qué se suponía que tenía que desarrollar? Tal vez fuera algo
aplicable a los estudiantes nefilim, pero desde luego a Luce no, que era la
única humana auténtica en una clase de seres casi angelicales y que solo
esperaba que su ángel acudiera a rescatarla.
—Luce —prosiguió Miles interrumpiendo su pensamiento—, la
gente te mira porque todo el mundo conoce tu historia con Daniel, pero nadie
sabe la historia de verdad.
—Así que en lugar de preguntarme…
—¿Qué? ¿Que si os lo montáis en las nubes? ¿O si su… su
«gloria» desenfrenada alguna vez supera tu mortal…? —Se calló al ver la
expresión horrorizada de Luce y luego tragó saliva—. Lo siento. Lo que quiero
decir es que tienes razón, que lo han convertido en una gran leyenda. Los
demás, claro. En cuanto a mí, bueno, yo intento no hacer conjeturas. —Miles
dejó la taza de té y se quedó mirando la servilleta—.
Quizá es demasiado personal para preguntar
sobre ello.
Miles volvió los ojos y se la quedó mirando sin incomodarla lo
más mínimo. De hecho, sus nítidos ojos azules y la sonrisa ligeramente torcida
a Luce le parecieron una puerta abierta, una invitación a hablar de cosas que
no había sido capaz de contar a nadie hasta ese momento. Aunque le fastidiaba
mucho, Luce entendía por qué Daniel y el señor Cole le prohibían establecer
contacto con Callie o sus padres. En cualquier caso, Daniel y el señor Cole
eran los que la habían matriculado en la Escuela de la Costa afirmando que
estaría bien allí. Así que no veía motivo alguno para mantener su historia en
secreto ante alguien como Miles, más aún cuando ya conocía una versión de los
hechos.
—Es una historia muy larga —dijo—. De veras. Y todavía no la
conozco toda. Al parecer, Daniel es un ángel importante. Supongo que era
alguien destacado antes de la Caída. —Nerviosa, tragó saliva y rehuyó la mirada
de Miles—. Por lo menos lo fue hasta que se enamoró de mí.
Y empezó a contárselo todo. Desde su primer día en Espada
& Cruz hasta cómo Arriane y Gabbe se habían ocupado de ella; le contó cómo
Molly y Cam se habían mofado de ella y la sensación desgarradora que había
tenido al ver una fotografía suya en otra vida. Le habló de la muerte de Penn y
de cómo le había afectado, y se refirió también a la batalla surrealista en el
cementerio. Aunque Luce omitió algunos detalles sobre Daniel, momentos íntimos
que habían compartido, cuando hubo terminado, creyó haber proporcionado a Miles
una imagen bastante completa de lo ocurrido, y confió también en haber puesto
punto final al halo de misterio en lo que a su persona se refería.
Al terminar se sintió mucho mejor.
—Uau. En realidad nunca había explicado esto a nadie. La
verdad es que va muy bien expresarlo en voz alta. Ahora que lo he admitido ante
alguien me resulta más real.
—Puedes continuar si te parece —sugirió él.
—Sé que estoy aquí por poco tiempo —dijo ella—. Y, en cierto
modo, creo que la Escuela de la Costa me ayudará a acostumbrarme a esta gente,
me refiero a los ángeles como Daniel. Y también a los nefilim, como tú. Pero no
puedo evitar sentirme fuera de lugar. Es como si pretendiera ser algo que no
soy.
Durante el relato de Luce, Miles no había dejado de asentir y
mostrarse de acuerdo, pero esta vez negó con la cabeza.
—Para nada. De hecho, el que seas mortal
hace que todo resulte aún más impresionante.
Luce echó un vistazo a su alrededor. Por primera vez se dio
cuenta de la clara línea que separaba las mesas de los nefilim de las del resto
de los estudiantes. Los nefilim se habían adjudicado las mesas del lado oeste,
las más próximas al agua. Eran pocos, no más de una veintena, pero ocupaban
muchas más mesas que los otros; incluso en algunas había una sola persona
cuando en ellas habrían podido caber seis. El resto del alumnado se apretujaba
en las mesas del lado este que quedaban. Shelby, por ejemplo, estaba sentada
sola a una mesa, peleándose contra la ventolera con el periódico que pretendía
leer. Había muchas sillas desocupadas, pero nadie que no fuera nefilim parecía
haber considerado la posibilidad de cruzar la línea y sentarse con los alumnos
«aventajados».
El día anterior, Luce había conocido a algunos alumnos no
privilegiados. Después del almuerzo, las clases habían proseguido en el
edificio principal, que tenía una estructura arquitectónica menos impresionante
y que era el lugar donde se impartían las asignaturas más tradicionales.
Biología, geometría, historia europea… Algunos estudiantes le habían parecido
agradables, pero Luce percibió cierto distanciamiento no verbal por el mero
hecho de que ella formaba parte del grupo de estudiantes avanzados, y eso
impedía cualquier posibilidad de conversación.
—No te lo tomes mal, por favor. Tengo amigos entre algunos de
ellos. —Miles señaló una mesa atestada de gente—. Para jugar al fútbol
preferiría a Connor o Eddie G. antes que a cualquier nefilim. Pero, en serio,
¿crees que alguno de ellos podría haber hecho frente a lo que tú y vivir para
contarlo?
Luce se frotó la nuca y notó que las lágrimas amenazaban con
anegarle los ojos. Aún tenía muy presente en su memoria el puñal de la señorita
Sophia, y no podía pensar en esa noche sin que el corazón se le encogiera de
dolor por Penn. Su muerte carecía de sentido. Nada de aquello había sido justo.
—Yo apenas sobreviví —musitó.
—Sí —dijo Miles estremeciéndose—. Conozco esa parte. Es
curioso: Francesca y Steven son fabulosos enseñándonos cosas acerca del
presente y del futuro, pero no hablan del pasado, que, al parecer, guarda
relación con nuestra capacitación.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pregúntame cualquier cosa sobre la gran batalla que va a
empezar, y sobre el papel que un joven y fornido nefilim como un humilde servidor
puede tener en ella. Pero no sé nada de las cosas del pasado de las que hablas.
En realidad, ninguna lección ha tratado jamás sobre eso. Y, por cierto… —Miles
señaló que la terraza se estaba vaciando—, deberíamos irnos. ¿Te gustaría
repetirlo alguna otra vez?
—¡Por supuesto!
A Luce le salió del corazón. Miles le caía bien. Charlar con
él resultaba mucho más fácil que con cualquier otra persona que había conocido
hasta el momento. Era amigable y tenía un sentido del humor que lograba que
Luce se sintiera cómoda de inmediato. Sin embargo, le había dicho algo sobre la
batalla que estaba próxima que la había preocupado. La batalla de Daniel y de
Cam. ¿O acaso era una batalla contra el grupo de los Ancianos de la señorita
Sophia? Si incluso los nefilim se estaban preparando para ello, ¿en qué lugar
dejaba eso a Luce?
Steven y Francesca se complementaban tanto en
el colorido de su vestimenta que parecía más que fueran a una sesión
fotográfica que a dar clases. El segundo día de estancia de Luce en la Escuela
de la Costa, Francesca llevaba unas sandalias de tacón muy altas estilo
gladiador y de color dorado, y un moderno vestido acampanado de color calabaza.
Llevaba un lazo suelto en el cuello que combinaba, casi a la perfección, con la
corbata naranja que Steven lucía en su camisa oxford de color marfil y su
blazer azul marino.
Su aspecto era fabuloso, y Luce se sintió fascinada por la
pareja, y no rendida como había predicho Dawn el día anterior. Al ver a sus
profesores desde su pupitre, sentada al lado de Miles y Jasmine, Luce se sintió
atraída por Francesca y Steven porque le recordaban su relación con Daniel.
Aunque nunca había visto que se tocaran, cuando los dos
estaban juntos, lo cual era habitual, su magnetismo casi hacía doblar las
paredes. Evidentemente, eso guardaba relación con sus poderes como ángeles
caídos, pero también tenía que ver con el modo único en que estaban conectados.
Luce no podía evitar sentirse un poco incómoda viéndolos. Eran el recuerdo
constante de lo que en ese momento ella no podía tener.
La mayoría de los estudiantes ya habían tomado asiento. Dawn y
Jasmine le insistieron para que entrara a formar parte del comité de
iniciativas y las ayudara a planificar todos esos fabulosos eventos sociales.
Luce nunca se había destacado por su actividades extraacadémicas. Sin embargo,
esas chicas habían sido tan amables con ella, y a Jasmine se le iluminaba tanto
el rostro al hablar de la excursión en yate que habían planificado para la
semana siguiente, que Luce decidió dar una oportunidad al comité. En el momento
en que ella anotaba su nombre en la lista, Steven dio un paso al frente, arrojó
el blazer sobre la mesa que tenía detrás y, sin decir nada, extendió los brazos
a los lados.
Entonces, como invocado, un trozo de profunda oscuridad pareció
escindirse de la sombra de una de las secuoyas que había justo al otro lado de
la ventana. Se alzó del césped, tomó forma y penetró rápidamente en el aula por
la ventana abierta. Se movía con rapidez y por donde pasaba dejaba todo sumido
en la penumbra.
Luce dio un grito ahogado, pero no fue la única. De hecho, la
mayoría de los estudiantes retrocedieron nerviosos en sus pupitres cuando
Steven empezó a hacer girar la sombra. Este se limitó a extender las manos
hacia ella y comenzó a tirar cada vez con más rapidez, como si estuviera
forcejeando con algo. Al poco rato, la sombra giraba sobre sí misma ante él con
tal rapidez que se volvió borrosa, como los radios de una rueda al girar. Una
ráfaga fuerte de viento con olor a rancio salió despedida del centro y apartó
el pelo a Luce de la cara.
Steven manipuló la sombra con los brazos extendidos y
convirtió la forma confusa y amorfa en una esfera compacta y negra no más
grande que una uva.
—¡Queridos alumnos! —dijo lanzando tranquilamente la bola de
oscuridad al aire a pocos centímetros de los dedos—. ¡Os presento el tema de la
lección de hoy!
Francesca dio un paso al frente y pasó la sombra a sus manos.
Sus tacones la hacían tan alta como Steven. Y, además, supuso Luce, tenía
exactamente la misma habilidad que él en la manipulación de sombras.
—Todos habéis visto en alguna ocasión a las Anunciadoras —dijo
ella moviéndose lentamente por la media luna que formaban los pupitres para
permitirles que vieran mejor—. Y entre vosotros —prosiguió mirando a Luce— hay
incluso quien tiene cierta experiencia en su manipulación. Pero ¿sabéis
realmente lo que son? ¿Sabéis lo que pueden hacer?
«Son unas chismosas», se dijo Luce recordando lo que Daniel le
había dicho la noche de la batalla. Se sentía todavía una recién llegada en la
Escuela de la Costa como para responder sin más, pero ninguno de sus compañeros
parecía saberlo. Lentamente levantó la mano. Francesca volvió la cabeza.
—Luce.
—Transmiten mensajes —dijo adquiriendo más seguridad conforme
hablaba y recordando la afirmación de Daniel—. Pero son inofensivas.
—En efecto, actúan como mensajeras. Pero
¿son inofensivas?
Francesca miró a Steven. El tono empleado no dejaba entrever
si Luce tenía o no razón, y eso la hizo sentir un poco incómoda.
Toda la clase se sorprendió cuando Francesca retrocedió para
colocarse al lado de Steven, asió un lado del borde de la sombra mientras él
sostenía el otro y tiró firmemente de ella.
—Lo que vamos a hacer se conoce como
«vislumbrar» —prosiguió.
La sombra se hinchó y se extendió como un globo. En cuanto su
forma oscura se deformó, emitió un fuerte gorgoteo y pasó a mostrar los colores
más nítidos que Luce había visto jamás. Amarillos intensos, dorados
resplandecientes, veteados amarmolados de color rosa y púrpura… un abanico
oscilante de colores empezó a brillar cada vez con mayor intensidad y claridad
detrás de la malla de sombras que se desvanecía. Steven y Francesca continuaron
tirando a la vez que retrocedían despacio para que la sombra adquiriera el tamaño
y la forma de una gran pantalla de proyección. Entonces se detuvieron.
No avisaron de nada, ni dijeron: «Lo que ahora veréis…». Tras
un momento de angustia, Luce supo por qué. No había preparación posible para
algo así.
La maraña de colores se separó y finalmente se convirtió en un
lienzo de formas definidas. Se veía una ciudad antigua, amurallada… que era
pasto de las llamas. Se trataba de una ciudad populosa y corrompida que estaba
siendo consumida por unas violentas llamaradas. Se veía a gente acorralada por
el fuego, con las bocas negras y vacías y los brazos levantados al cielo en un
gesto desesperado. Y por doquier saltaban chispas brillantes y pequeñas llamas
de fuego, una lluvia de luz letal que lo cubría todo y prendía todo cuanto
tocaba.
Luce casi podía oler la podredumbre y la muerte que atravesaba
la pantalla de la sombra. Era horrible ver todo aquello, pero lo más raro con
diferencia es que no se oía nada. Sus compañeros de alrededor tenían la cabeza
agachada, como intentando bloquear algún alarido, algún grito que resultaba
imperceptible para Luce. Mientras se veía morir a la gente, no había más que
silencio.
Cuando ya empezaba a dudar sobre si su estómago podría
resistir algo más, el foco de la imagen cambió y se alejó en cierto modo, lo
cual permitió a Luce verlo todo de lejos. No solo ardía una ciudad. Eran dos.
De pronto le vino a la memoria algo raro, como si fuera un recuerdo que siempre
hubiera tenido y en el que no hubiera pensado durante tiempo. Supo que lo que
estaban viendo era Sodoma y Gomorra, las dos ciudades de la Biblia, las dos
ciudades destruidas por Dios.
Luego, como si apagaran el interruptor de la luz, Steven y
Francesca chasquearon los dedos y la imagen desapareció. Los restos de la
sombra se desvanecieron formando una pequeña nube negra de ceniza que se
depositó finalmente en el suelo del aula. En torno a Luce, todos los alumnos
parecían intentar recuperar el aliento.
Ella no podía apartar la vista del sitio donde había estado la
sombra. ¿Cómo había logrado algo así? Ahora empezaba a consolidarse de nuevo,
los pedazos de oscuridad se iban uniendo otra vez y lentamente recuperaban la
habitual forma de la sombra. Terminada su misión, la Anunciadora deambuló
lentamente sobre las tablas de madera del suelo y luego se deslizó fuera del
aula, como la sombra proyectada por una puerta al cerrarse.
—Sin duda os preguntaréis por qué os hemos hecho pasar por
esto —dijo Steven dirigiéndose a la clase. Él y Francesca se miraron con
preocupación al observar el aula. Dawn gimoteaba inclinada sobre el pupitre.
—Como sabéis —prosiguió Francesca—, en esta clase preferimos
dedicar la mayor parte del tiempo a lo que vosotros, como nefilim, sois capaces
de hacer; al modo en que podéis cambiar las cosas para mejor,
independientemente de lo que entendáis vosotros como mejor. Preferimos mirar
hacia delante que hacia atrás.
—Pero lo que habéis visto hoy —apuntó Steven— ha sido más que
una simple lección de historia acompañada de unos efectos especiales
increíbles. No han sido tampoco unas cuantas imágenes conjuradas por nosotros.
En absoluto. Lo que habéis visto eran, de hecho, las ciudades de Sodoma y
Gomorra cuando el Gran Tirano las destruyó…
—¡Cuidado! —le interrumpió Francesca con un gesto admonitorio
con el dedo—. En esta aula no están permitidas las ofensas verbales.
—Tiene razón, como casi siempre. Incluso yo a veces caigo en
los rumores infundados. —Steven miró fijamente a sus alumnos—. Sin embargo,
como os decía, las Anunciadoras son más que meras sombras. Pueden contener
información muy valiosa, son sombras, en cierto modo… pero del pasado, de
acontecimientos antiguos y otros no tan remotos.
—Lo que habéis visto —terminó Francesca— solo ha sido una
demostración de una habilidad extremadamente valiosa que tal vez algunos de
vosotros podáis utilizar algún día.
—Por el momento no vais a intentarlo siquiera. —Steven se
restregó las manos con un pañuelo que se había sacado del bolsillo—. De hecho,
os prohibimos que lo intentéis, pues podríais perder el control y disolveros
con ellas. Pero quizá algún día podáis hacerlo.
Luce cruzó la mirada con Miles, que le correspondió con una
sonrisa divertida, como si oír aquellas palabras le hubieran tranquilizado un
poco. No parecía sentirse en absoluto abatido, no al menos del modo en que Luce
se sentía.
—Por otro lado —dijo Francesca—, puede que la mayoría os
sintáis agotados. —Luce miró a su alrededor y contempló las caras de sus
compañeros mientras Francesca hablaba. Su voz tenía el efecto del aloe sobre
las quemaduras de sol. La mitad de los alumnos tenían los ojos cerrados, como
si estuvieran sedados—. Es normal. La visión de las sombras requiere mucho
esfuerzo. Si retroceder un par de días exige ya mucha energía, ¿qué no costará
retroceder unos milenios? En fin, ya veis los efectos que provoca. En vista de
lo cual… —prosiguió mirando a Steven—, hoy podéis salir antes para descansar.
—Mañana recuperaremos, así que aseguraos de terminar la
lectura sobre el fenómeno de la desaparición —añadió Steven—. ¡Podéis
marcharos!
En torno a Luce, los alumnos se levantaron lentamente de los
pupitres, exhaustos y con aspecto aturdido. Cuando ella se puso de pie, solo
notó las rodillas un poco flojas, y le pareció que estaba menos debilitada que
los demás. Se arrebujó la chaqueta en los hombros y salió del aula detrás de Miles.
—¡Qué duro ha sido! —dijo él bajando los escalones de dos en
dos desde la terraza—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —dijo Luce—. ¿Y tú?
Miles se frotó la frente.
—Daba la impresión de estar ahí de verdad. Me alegro que hayan
terminado la clase antes. Creo que necesito una siesta.
—¡Oh, en serio! —añadió Dawn, que los seguía por el camino
serpenteante que llevaba a la residencia—. Es lo último que esperaba este miércoles
por la mañana. Estoy hecha polvo.
Tenía razón: la destrucción de Sodoma y Gomorra había sido
horripilante. Había resultado tan real que Luce aún notaba la piel caliente por
las llamaradas.
Tomaron un atajo para llegar al edificio de la residencia; bordearon
la cantina por la parte norte y se sumergieron en la sombra de las secuoyas.
Resultaba extraño ver el campus tan vacío, con todos los demás alumnos de la
Escuela de la Costa aún en clase en el edificio principal. Uno a uno, los
nefilim fueron saliendo del camino y se dirigieron directamente a la cama.
Excepto Luce, que no se sentía cansada en absoluto. En
realidad, se notaba extrañamente llena de energía. Deseó de nuevo que Daniel
estuviera allí. Tenía muchas ganas de hablarle de la demostración de Francesca
y Steven y también de saber por qué él no le había dicho antes que las sombras
albergaban más de lo que ella era capaz de ver.
Frente a Luce estaba la escalera que llevaba a su habitación.
Detrás de ella, el bosque de secuoyas.
Paseó frente al acceso a la residencia sin
ganas de entrar, sin ganas de dormir ni de fingir que no había visto todo
aquello. Sin duda, Francesca y Steven no pretendían asustar a sus alumnos;
seguramente, habían querido enseñarles algo que ellos no podían explicar sin
más. Pero, si las Anunciadoras eran portadoras de mensajes y reminiscencias del
pasado, ¿qué sentido tenía lo que les acababan de mostrar?
Se marchó al bosque.
El reloj marcaba las once de la mañana, pero bajo el dosel
penumbroso de árboles bien habría podido ser medianoche. Al adentrarse en el
sombrío bosque sintió que se le erizaba el vello en las piernas desnudas. No
quería dar muchas vueltas a lo sucedido; pensar no hacía más que aumentar las
posibilidades de acobardamiento. Estaba a punto de penetrar en un territorio
desconocido. En territorio prohibido.
Iba a invocar a una Anunciadora.
Antes ya había tenido contacto con ellas. La primera vez
pellizcó a una en clase para evitar que se le colara en el bolsillo. También
estuvo aquella vez en la biblioteca, cuando apartó una de Penn. Pobre Penn.
Luce no pudo evitar preguntarse qué mensaje podría haber albergado esa
Anunciadora. Si entonces hubiera sabido manipularlas tal y como Francesca y
Steven habían hecho en clase… ¿podría haber evitado todo lo ocurrido?
Cerró los ojos. Vio a Penn desplomada contra la pared con el
pecho cubierto de sangre. Su amiga herida. No. Rememorar esa noche le resultaba
demasiado doloroso y no era bueno para ella. Todo cuanto podía hacer ahora era
mirar adelante.
Tuvo que enfrentarse al temor gélido que la atenazaba
interiormente. Apenas a diez metros de ella había una forma deslizante, oscura
y familiar apostada junto a la sombra de una rama baja de secuoya.
Dio un paso hacia ella y la Anunciadora se replegó. Procurando
no hacer ningún gesto brusco, Luce se acercó cada vez más, deseando que la
sombra no se escabullera.
Ahí.
La sombra se agitó debajo de la rama, pero
no se movió.
Aunque el corazón le latía con fuerza, Luce intentó
tranquilizarse. Sí, el bosque estaba oscuro. Sí, nadie sabía dónde se
encontraba ella, y sí, de acuerdo, era muy posible que nadie la echara de menos
durante un buen rato si le ocurría algo… pero no había motivo alguno para ceder
al pánico, ¿no? Entonces, ¿por qué se sentía asustada? ¿Por qué tenía el mismo
miedo que cuando veía las sombras de pequeña, a sabiendas de que eran
inofensivas?
Era hora de actuar. Podía quedarse allí paralizada para
siempre, podía huir aterrada y regresar más tarde a su cuarto de mal humor, o
bien…
Extendió el brazo, que ya no le temblaba, y asió la sombra. La
arrastró y la apretó con fuerza contra el pecho, sorprendida de su peso y el
tacto frío y húmedo. Era como una toalla mojada. Los brazos le temblaban por el
esfuerzo. ¿Qué se suponía que tenía que hacer con ella?
Le vino a la memoria la imagen de aquellas ciudades
incendiadas y se preguntó si podría soportar la visión del mensaje. Dudó
también de si sería capaz de desentrañar sus secretos. ¿Cómo funcionaba todo
eso? Lo único que habían hecho Francesca y Steven había sido estirar.
Contuvo el aliento y deslizó los dedos por los bordes de la
sombra, la asió y le propinó un tirón suave. Para su asombro, la Anunciadora
era flexible y maleable como la plastilina y podía adoptar cualquier forma que
ella le diera con los dedos. Con una sonrisa, intentó manipularla para darle
una forma cuadrada, esto es, para convertirla en algo parecido a una pantalla,
tal como había visto hacer a sus profesores.
Al principio le resultó fácil, pero la sombra parecía endurecerse
cuanto más intentaba extenderla. Y cada vez que cambiaba la posición de las
manos para tirar de otro lado, el resto se replegaba formando una masa fría,
negra e irregular. Al cabo de poco se encontró casi sin aliento y tuvo que
limpiarse el sudor de la frente con el brazo. No estaba dispuesta a abandonar.
Pero entonces la sombra empezó a vibrar y Luce gritó arrojándola al suelo.
Al instante aquel pedazo de oscuridad se escabulló a toda
velocidad entre los árboles. Solo cuando hubo desaparecido, Luce se dio cuenta
de que lo que vibraba no había sido la sombra, sino el teléfono móvil que
llevaba en la mochila.
Se había acostumbrado a no llevar teléfono y hasta ese momento
se había olvidado de que antes de dejarla en el avión que la había llevado a
California el señor Cole le había dado un móvil viejo que él tenía. Estaba
prácticamente inservible, pero era un modo para que él pudiera contactar con
ella y ponerla al día de las historias que contaba a sus padres, que seguían
creyéndola en Espada & Cruz. De esa forma, cuando Luce hablara con ellos
podría seguir la farsa de forma coherente.
Nadie excepto el señor Cole tenía ese número. Y por motivos de
seguridad realmente molestos, Daniel no le había indicado ninguna manera de
ponerse en contacto con él. Además, ahora el teléfono había entorpecido su
primer avance auténtico con una sombra.
Abrió el aparato y leyó el mensaje que el
señor Cole le acababa de enviar:
Llama a tus padres. Creen que has
tenido sobresaliente en un examen de historia que te acabo de hacer. La semana
que viene vas a intentar entrar en el equipo de natación. No olvides fingir que
todo va bien.
Y un segundo mensaje, recibido un minuto
más tarde:
¿Va todo bien?
Molesta, Luce volvió a meter el móvil en la
mochila y avanzó pesadamente por la espesa capa de hojas de secuoya hasta el
lindero del bosque hacia su habitación. El mensaje le hizo preguntarse por los
demás alumnos de Espada & Cruz. ¿Arriane seguiría aún allí y, en tal caso,
a quién enviaría aviones de papel durante las clases? ¿Y Molly? ¿Habría
encontrado ya a alguien con quien meterse ahora que Luce ya no estaba? ¿O tal
vez las dos habían cambiado de colegio después de que Luce y Daniel se hubieran
marchado? ¿Se habría creído Randy la historia de que los padres de Luce habían
pedido un cambio? Luce resopló. Detestaba no poder contar la verdad a sus
padres, no poder decirles lo lejos y sola que se sentía.
Pero ¿llamarles desde un móvil? Cualquier mentira que les
contase —que si había tenido un sobresaliente en historia, o que iba a participar
en un equipo de natación inventado— no haría más que hacer que todavía añorarse
más su hogar.
El señor Cole tenía que estar loco para decirle que les
llamara y mintiera. Sin embargo, si contaba a sus padres la verdad, pensarían
que había perdido la cabeza. Y si no se ponía en contacto con ellos, pensarían
que le había ocurrido algo. Seguramente, se acercarían en coche hasta Espada
& Cruz, verían que ella no estaba ahí y, entonces, ¿qué?
Otra opción era enviarles un mensaje de correo electrónico.
Mentir por e-mail no resultaría tan duro. Le permitiría ganar unos días antes
de llamar por teléfono. Luce decidió enviarles un mensaje esa misma noche.
Cuando salió del bosque y llegó al camino, se quedó
sorprendida al ver que era de noche. Miró atrás, hacia la espesa arboleda
sumida en la penumbra. ¿Cuánto tiempo había estado allí con la sombra? Miró el
reloj. Las ocho y media. Se había quedado sin almuerzo, sin las clases de la
tarde y sin cena. El bosque era tan oscuro que no se había dado cuenta del
tiempo que había pasado, pero entonces todo le vino de golpe y se sintió
cansada, aterida y hambrienta.
Tras equivocarse tres veces dando vueltas por
aquella residencia laberíntica, Luce dio al fin con su puerta. Con la esperanza
de que Shelby estuviera dondequiera que iba cada noche, Luce metió la vieja
llave en la cerradura y dio la vuelta al pomo.
Las luces se hallaban apagadas, pero la chimenea estaba
encendida. Shelby estaba meditando sentada con las piernas cruzadas en el suelo
y los ojos cerrados. Cuando Luce entró, abrió un ojo y la miró irritada.
—Lo siento —susurró Luce dejándose caer en la silla del
escritorio cercano a la puerta—. Haz como si no estuviera.
Durante un rato, Shelby hizo exactamente lo que le pedía.
Cerró el ojo abierto, regresó al estado de meditación y la estancia quedó en
silencio. Luce encendió el ordenador que tenía en su escritorio y se quedó
mirando la pantalla mientras intentaba redactar mentalmente el mensaje más
inocuo posible para sus padres y, ya puestos, otro para Callie, que durante la
semana anterior le había enviado un aluvión de mensajes de correo electrónico
que seguían sin leer en la bandeja de entrada.
Con la máxima lentitud que le fue posible para que las teclas
no dieran a Shelby otro motivo para odiarla, Luce escribió:
Queridos mamá y papá:
Os echo mucho de menos. Solo os
quería escribir unas líneas. La vida en Espada & Cruz va bien.
Se le encogió el corazón mientras se esforzaba por contener
los dedos y no escribir: «Por lo que sé, esta semana no ha muerto nadie». En
cambio, se obligó a escribir:
Las clases me siguen yendo bien.
Puede que me presente para entrar en el equipo de natación.
Luce miró por la ventana y contempló el cielo despejado y
estrellado. Tenía que despedirse rápido.
De lo contrario, perdería el hilo.
Me pregunto cuándo va a parar de
llover… Aunque, bien mirado, es noviembre y esto es Georgia. Besos,
Luce
Copió el texto para escribir un mensaje a Callie, cambió unas
cuantas palabras, desplazó el ratón encima del botón de enviar, cerró los ojos,
hizo doble clic y dejó caer la cabeza, abatida. Se sentía muy mal: era una hija
falsa y una amiga mentirosa. ¿En qué estaría pensando? Eran los e-mails más
insulsos y alarmantes que había escrito nunca. Lo único que lograrían sería
preocupar a todo el mundo.
Entonces le rugió el estómago. Y lo volvió
a hacer, esta vez con más fuerza. Shelby carraspeó.
Luce se giró en la silla para mirar a la chica, que estaba en
la postura del perro cara abajo. Luce notó que las lágrimas le anegaban los
ojos.
—Tengo hambre, ¿vale? ¿Por qué no rellenas de una maldita vez
el formulario de reclamaciones y haces que me trasladen a otra habitación?
Shelby se levantó tranquilamente de su esterilla de yoga, bajó
los brazos en posición de plegaria y dijo:
—Iba a decirte que tengo en mi cajón una caja de macarrones
orgánicos con queso. ¡Por el amor de Dios, no hacía falta que te pusieras como
una magdalena!
Once minutos más tarde, Luce estaba sentada en la cama
abrigada con una manta y con un cuenco humeante de pasta con queso en la mano,
los ojos secos y una compañera de habitación que de repente había dejado de
odiarla.
—No lloraba porque tuviera hambre.
Luce quería explicarse, pero los macarrones con queso estaban
tan deliciosos y el ofrecimiento de Shelby había sido tan inesperado que casi
le entraron ganas de llorar otra vez. Sentía una imperiosa necesidad de
desahogarse y Shelby era la única que estaba allí. Aunque en realidad no se
había vuelto más cordial, era evidente que compartir la comida que tenía
escondida había sido un gran avance en alguien que hasta entonces apenas le
había dirigido la palabra.
—El caso es que tengo… bueno, tengo ciertos
problemas familiares. Es duro estar tan lejos.
—¡Oh, bua, qué pena! —dijo Shelby mientras masticaba los
macarrones de su cuenco—. A ver si lo adivino… tus padres siguen felizmente
casados.
—Eso no es justo —replicó Luce
incorporándose—. No te imaginas por lo que he pasado.
—¿Acaso tienes idea de lo que he pasado yo? —Shelby miró a
Luce con actitud desafiante—. No, estoy segura de que no. Aquí me tienes: una
hija única criada por una madre soltera. ¿Problemas con papá? Podría ser. ¿Que
convivir conmigo es algo terrible porque no soporto compartir? Casi seguro.
Pero lo que no puedo soportar es que una niñita mona y consentida con una
familia feliz y un novio de fábula acuda a mí para lamentarse sobre su
desdichada historia de amor a distancia. Luce se quedó sin aliento.
—No se trata de eso para nada.
—Ah, ¿no? Pues, venga, cuenta.
—Soy una falsa —dijo Luce—. Miento… miento
a la gente a la que quiero.
—¿Mientes a tu novio de fábula?
Shelby frunció el ceño de un modo que hizo
pensar a Luce que eso podría interesar a su compañera.
—No —musitó Luce—. Si ni siquiera hablo con
él…
Shelby se tumbó en la cama de Luce y
levantó los pies hasta posarlos en la parte baja de su litera. —¿Y por qué no?
—Es una historia larga y complicada.
—Bueno, cualquier chica con un poco de cabeza sabe que lo
único que se puede hacer cuando se rompe con un hombre es…
—No. No hemos roto —interrumpió Luce al
mismo tiempo que Shelby decía:
—… cambiar de peinado.
—¿Cambiar de peinado?
—Empezar de nuevo —dijo Shelby—. Yo me lo corté y teñí de
naranja… ¡Qué diablos! Una vez incluso llegué a afeitarme la cabeza después de
que un capullo me rompiera el corazón en mil pedazos.
Al otro lado de la habitación había un tocador con un pequeño
espejo oval en un marco de madera. Desde donde estaba, Luce contempló su
reflejo, dejó a un lado el cuenco con la pasta, se levantó y se acercó.
Se había cortado el pelo después de lo de Trevor, pero a fin
de cuentas lo había hecho porque gran parte lo tenía chamuscado. Al llegar a
Espada & Cruz, fue ella la que cortó el pelo a Arriane. Con todo, a Luce le
pareció entender lo que Shelby quería decir con «empezar de nuevo». Podía ser
otra persona, fingir no ser la que había pasado por todo aquello. Incluso cuando,
gracias a Dios, Luce no tenía que lamentar el final definitivo de su relación
con Daniel, pero sí, en cambio, otro tipo de pérdidas: Penn, su familia, la
vida que llevaba antes de que las cosas se complicaran tanto.
—Estás considerando la posibilidad, ¿verdad? Vamos, ahora me
obligarás a sacar el tinte de debajo del lavamanos.
Luce se pasó los dedos por el corto pelo negro. ¿Qué pensaría
Daniel? De todas formas, si él quería que fuera feliz allí hasta que estuvieran
juntos de nuevo, era preciso que ella dejara atrás la chica que había sido en
Espada & Cruz.
Se volvió hacia Shelby y dijo:
—Tráeme el tinte.
4
Quince días
E |
lla no era tan rubia.
Luce se mojó las manos en el lavamanos y se las pasó por los
rizos recién teñidos. Acababa de
poner punto final a toda una larga jornada de
clases, entre ellas una espinosa charla de dos horas sobre seguridad de
Francesca destinada a subrayar el motivo por el que las Anunciadoras no se
podían desafiar sin más (de hecho, parecía dirigirse directamente a Luce); dos controles
consecutivos en clase de biología «normal»; y de matemáticas en el edificio
principal y también lo que le habían parecido ocho horas seguidas de miradas
horrorizadas de sus compañeros de clase, tanto nefilim como no nefilim.
Aunque en la intimidad de su habitación la noche anterior
Shelby había reaccionado con amabilidad ante su nueva imagen, no era una
persona efusiva en sus halagos como Arriane, ni su apoyo era incondicional como
el de Penn. Al salir al mundo esa mañana, Luce se había dejado llevar por los
nervios y la inseguridad. Miles fue el primero en verla, y la saludó con un
pulgar en alto. Pero él era muy amable; aunque pensara que su aspecto era
horrible, nunca se lo daría a entender.
Dawn y Jasmine, como no podía ser de otro modo, se apresuraron
a dirigirse a ella después de la clase de humanidades, deseosas de tocarle el
pelo y preguntarle en quién se había inspirado.
—Muy a lo Gwen Stefani —dijo Jasmine.
—No, es más tipo Madonna, ¿verdad?
—respondió Dawn—. De cuando cantaba «Vogue».
Antes de que Luce pudiera decir algo, Dawn
hizo un gesto con la mano señalando a Luce y a ella. —Me imagino que ahora
hemos dejado de ser clavaditas.
—¿Clavaditas? —Luce negó con la cabeza.
Jasmine la miró con extrañeza.
—Vamos, ¿no me dirás que no te habías dado
cuenta? Vosotras dos… bueno… os parecíais mucho.
De hecho, casi podríais haber pasado por
hermanas.
Ahora, a solas frente al espejo del baño del edificio
principal de la escuela, Luce contempló su reflejo y pensó en Dawn y en su
mirada cándida. Ambas tenían un color de piel similar: eran pálidas, tenían los
labios rojos y el pelo oscuro. Pero Dawn era más menuda e iba vestida con
colores fuertes seis días a la semana. Era, además, mucho más alegre de lo que
Luce nunca podría llegar a ser. Dejando aparte unos pocos aspectos
superficiales, Luce y Dawn no podían ser más diferentes.
Entonces la puerta del baño se abrió enérgicamente y entró una
chica morena vestida con vaqueros y un suéter amarillo. Luce la conocía de la
clase de historia de Europa. Amy no sé qué más. La muchacha se apoyó en el
lavamanos junto a Luce y empezó a toquetearse las cejas.
—¿Por qué te has hecho eso en el pelo?
—preguntó mirando a Luce.
Luce pestañeó asombrada. Una cosa era hablar de ello con esa
especie de amigos que tenía en la Escuela de la Costa, y otra muy distinta
hacerlo con esa chica, con la que nunca había hablado.
Inmediatamente le vino a la cabeza la respuesta de Shelby,
«empezar de nuevo», pero ¿a quién quería engañar? La noche anterior el frasco
de tinte no había hecho más que lograr que exteriormente Luce fuera tan falsa
como se sentía por dentro. Ahora mismo, Callie y sus padres apenas la
reconocerían, y eso no era en absoluto lo que pretendía.
¿Y Daniel? ¿Qué le iba a parecer? Luce se sintió como una
impostora y se dijo que incluso un desconocido podría darse cuenta de ello.
—No lo sé. —Pasó junto a la chica antes de
cruzar la puerta—. No sé por qué lo hice.
Por mucho que se tiñera el pelo, no lograría acabar con los
recuerdos oscuros de las últimas semanas. Si realmente quería empezar de nuevo,
tenía que hacer algo. La cuestión era cómo. Por el momento había muy pocas
cosas que pudiera controlar. Todo su mundo se hallaba en manos del señor Cole y
de Daniel.
Y ambos estaban muy lejos.
Le daba pavor lo rápido y lo mucho que había llegado a
depender de Daniel, y resultaba aún más estremecedor no saber cuándo lo
volvería a ver. Comparados con los días dichosos que había esperado pasar con
él en California, esos eran los días en que más sola se había sentido nunca.
Atravesó apesadumbrada el campus, mientras reflexionaba que,
desde su llegada a la Escuela de la Costa, la única ocasión en que había
sentido una especie de libertad había sido… En la soledad de los bosques, con
la sombra.
Tras la demostración del día anterior, Luce había pensado que
Francesca y Steven les ofrecerían más de lo mismo y que tal vez los alumnos
tendrían ocasión de experimentar con las sombras por su cuenta. Incluso se
había llegado a figurar por un instante que podría hacer ante los nefilim lo que
había hecho en el bosque.
Pero nada de eso ocurrió. De hecho, la clase fue como dar un
paso atrás. Una sesión aburrida sobre procedimiento y seguridad con las
Anunciadoras, así como por qué los alumnos jamás debían intentar hacer por su
cuenta bajo ninguna circunstancia lo que habían visto el día anterior.
Se sentía tan frustrada que, en lugar de dirigirse a su
habitación, se apresuró por detrás de la cantina, descendió por el camino que
conducía al final del risco y tomó la escalera de madera del pabellón nefilim.
El despacho de Francesca se encontraba en el anexo de la segunda planta y les
había dicho a sus alumnos que no dudaran en pasarse cuando quisieran.
El edificio era otra cosa sin el calor de los estudiantes. El
ambiente era lóbrego, parecía casi abandonado. Cualquier ruido que Luce hacía
se proyectaba y reverberaba en las vigas de madera inclinadas. Vio una luz en
el rellano del piso superior y olió el agradable aroma de café recién hecho. No
sabía si contaría a Francesca lo que había logrado hacer en el bosque por miedo
a que la mujer lo encontrara insignificante para alguien con sus habilidades, o
porque se lo tomara como un desacato a las instrucciones que acababa de dar ese
mismo día a sus alumnos.
En realidad Luce solo quería tantear a su profesora, ver si
podía confiar en ella cuando, como en días como aquel, se sentía fuera de
lugar.
Llegó a lo alto de la escalera y se encontró frente a un
corredor largo y despejado. Abajo a la izquierda, al otro lado del pasamanos de
madera, vio el aula oscura y vacía de la segunda planta. A la derecha había una
hilera de puertas de madera con paneles de cristales de colores en la parte
superior.
Mientras avanzaba en silencio por el piso de madera cayó en la
cuenta de que no sabía cuál era el despacho de Francesca. Solo había una puerta
entornada, la tercera. Su hermosa vidriera filtraba luz. A Luce le pareció oír
una voz masculina. Se disponía a llamar con un golpe cuando el tono cortante de
una voz de mujer la dejó paralizada.
—Fue un error incluso intentarlo.
—Francesca hablaba prácticamente entre dientes.
—Aprovechamos una ocasión. No tuvimos
suerte.
Steven.
—¿Que no tuvimos suerte? —repitió Francesca con sorna—. Sería
mejor decir que fuimos unos imprudentes. Desde un punto de vista meramente
estadístico, las posibilidades de que una Anunciadora trajera malas noticias
eran demasiado grandes. Ya viste lo que provocó en los chicos. No estaban
preparados.
Se hizo el silencio. Luce se acercó un poco
más deslizándose por la alfombra persa del pasillo.
—Ella, sí.
—No voy a sacrificar los avances de toda
una clase solo porque una, una…
—No seas tan corta de miras, Francesca. Los dos sabemos muy
bien que tenemos un plan de estudios excelente. Nuestros alumnos destacan por
encima de cualquier otro programa para nefilim del mundo. Y es mérito tuyo.
Tienes todo el derecho a sentirte orgullosa. Pero ahora las cosas son distintas.
—Steven tiene razón, Francesca. —Era otra voz. Masculina. A
Luce le pareció familiar. Pero ¿de quién podía tratarse?—. Es posible que
incluso tengas que arrojar todo tu programa académico por la borda. La tregua
entre nuestros bandos es el único calendario que cuenta.
Francesca suspiró.
—¿Crees realmente…?
La voz desconocida respondió:
—Tal como es Daniel, llegará a tiempo.
Seguramente ya cuenta los minutos que faltan.
—Hay otra cosa —dijo Steven.
Hubo un silencio seguido del ruido de un cajón al abrirse y de
un grito ahogado. Luce habría dado cualquier cosa por estar al otro lado de la
pared y ver lo que los demás veían.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó la otra voz masculina—.
¿Acaso te dedicas a hacer de intermediario?
—¡Por supuesto que no! —exclamó Francesca con tono ofendido—.
Steven la encontró anoche en el bosque mientras hacía una ronda.
—Es auténtica, ¿verdad? —preguntó Steven.
Se oyó un resoplido.
—No puedo afirmarlo con certeza. Ha pasado demasiado tiempo
—dijo el desconocido—. Hace mucho tiempo que no veía una flecha estelar. Daniel
lo sabrá. Se la llevaré.
—¿Eso es todo? ¿Y qué propones que hagamos
entretanto? —preguntó Francesca.
—Mira, no es asunto mío. —A Luce le resultaba tremendamente
familiar esa voz —. Y, de hecho, no es mi estilo…
—Por favor —suplicó Francesca.
El despacho se quedó en silencio. El
corazón de Luce latía con fuerza.
—Vale. Yo que vosotros lo prepararía todo por aquí. Estrechad
el control sobre ellos y haced cuanto podáis para que estén preparados. Se
supone que el fin del mundo no será un momento precisamente agradable.
El fin del mundo. Eso era lo que Arriane había dicho que
ocurriría si Cam y su ejército vencían aquella noche en Espada & Cruz. Pero
no vencieron. A menos que hubiera habido otro combate… Pero, en tal caso… ¿para
qué tenían que estar preparados los nefilim?
El roce de las patas de una silla al
arrastrarse en el suelo hicieron retroceder a Luce de un salto.
Nadie debía descubrirla escuchando esa
conversación, hablasen de lo que quiera que hablasen.
Y se alegró de la infinidad de recovecos misteriosos de la
arquitectura de la Escuela de la Costa. Se escondió bajo el armazón decorativo
de madera que había entre dos estanterías y se apretó contra el hueco de la
pared.
Entonces se oyeron los pasos de alguien que
salía del despacho y luego la puerta se cerró con fuerza.
Luce contuvo el aliento y esperó a que la
persona bajara la escalera.
Primero le vio los pies. Calzaba unas botas de piel marrón de
media caña. A continuación, en cuanto tomó la curva por el pasamanos para bajar
a la segunda planta del pabellón, vio unos vaqueros oscuros lavados a la
piedra. Luego una camisa abotonada de rayas azules y blancas. Y, finalmente, su
característica melena de rastas negras y doradas.
Roland Sparks estaba en la Escuela de la
Costa.
Luce salió de su escondite. Podía sentirse intimidada ante
Francesca y Steven, que eran personas sumamente atractivas, poderosas y
maduras… además de ser sus profesores. Pero Roland había dejado de intimidarla,
y si lo hacía en todo caso no era mucho. Por otra parte, él había estado más
cerca de Daniel de lo que lo había estado ella en días.
Descendió por la escalera interior con el máximo sigilo
posible, y luego salió a toda velocidad por la puerta del pabellón que daba a
la terraza. Roland se dirigía tranquilamente hacia el océano en actitud
despreocupada.
—¡Roland! —gritó ella bajando
precipitadamente el último tramo de la escalera y echando a correr.
Él se encontraba de pie donde acababa el camino y el risco se
abría en rocas empinadas y escarpadas.
Permaneció muy quieto mirando las aguas. A Luce le sorprendió
sentir un cosquilleo en el estómago cuando él empezó a darse la vuelta muy
lentamente.
—Vaya, vaya —dijo él sonriendo—. Lucinda
Price ha descubierto el tinte.
—¡Oh! —Ella se tocó el pelo. ¡Qué estúpida
debía de parecerle!
—No, no —dijo él aproximándose y ahuecándole el pelo con los
dedos—. Te queda bien. Un cambio brusco para tiempos duros.
—¿Qué haces aquí?
—Matricularme. —Se encogió de hombros—. Acabo de recoger mi
calendario de clases y de entrevistarme con los profesores. Este lugar es
realmente encantador.
Llevaba una bolsa al hombro de la que sobresalía algo
alargado, estrecho y plateado. Al seguir la vista de Luce, se cambió la bolsa
de hombro y la cerró con un nudo.
—Roland —dijo ella con voz temblorosa—, ¿por qué te has ido de
Espada & Cruz? ¿Qué haces aquí?
—Simplemente necesitaba un cambio de aires
—replicó él de forma críptica.
Luce iba a preguntarle sobre los demás, sobre Arriane y Gabbe.
incluso sobre Molly. Quería saber si alguien se había percatado o le había
importado su partida. Pero al abrir la boca, le salió algo muy diferente.
—¿De qué hablabas con Francesca y Steven?
El rostro de Roland se endureció de pronto;
parecía más mayor y menos despreocupado.
—¿Qué has oído?
—Era sobre Daniel. He oído que decías que
él… No tienes que mentirme, Roland. ¿Cuánto falta para
que regrese? Yo no me veo capaz…
—Vayamos a dar un paseo, Luce.
Si en Espada & Cruz a Luce le hubiera resultado incómodo
que Roland Sparks posara un brazo en torno a sus hombros, en la Escuela de la
Costa aquel gesto le pareció reconfortante. Nunca habían llegado a ser amigos,
pero él formaba parte de su pasado, un vínculo al que no podía dejar de
recurrir.
Anduvieron por el borde del acantilado, bordeando la zona
ajardinada del desayuno y el lado oeste de la residencia; a continuación,
pasaron por un jardín de rosas que Luce no había visto antes. Anochecía y a la
derecha el agua parecía inundada de colores, reflejando las nubes de tonos
rosados, anaranjados y violeta que se deslizaban lentamente ante el sol.
Roland la llevó hasta un banco con vistas al océano,
prudentemente alejado de los edificios del campus. Al mirar hacia abajo, Luce
vio una escalera tosca labrada en la roca que comenzaba justo debajo de donde
ellos se encontraban sentados y que conducía hasta la playa.
—¿Qué cosas sabes que no me cuentas?
—preguntó Luce cuando el silencio empezó a incomodarla.
—Que el agua solo está a diez grados —dijo
Roland.
—No me refería al agua —replicó ella, mirándolo directamente a
los ojos—. ¿Te ha enviado para vigilarme?
Roland se rascó la cabeza.
—Mira, Daniel está fuera atendiendo sus asuntos. —Hizo un
gesto de revolotear hacia el cielo—. Entretanto… —A Luce le pareció que miraba
hacia el bosque de detrás de la residencia— tú tienes otros asuntos que
atender.
—Pero ¿qué dices? No tengo nada que hacer.
Solo estoy aquí porque…
—Tonterías. —Él se echó a reír—. Todos tenemos nuestros
secretos, Luce. El mío me ha traído a la Escuela de la Costa. El tuyo te ha
llevado hacia esos bosques.
Luce se disponía a protestar, pero él, con esa mirada
misteriosa suya, le hizo un gesto para que lo dejara.
—No pienso ponerte en un aprieto. De hecho, te estoy animando.
—Apartó la mirada de ella para posarla en el mar—. Y a propósito del agua, está
helada. ¿Te has bañado alguna vez? Sé que te gusta nadar.
Entonces Luce cayó en la cuenta de que, tras tres días en la
Escuela de la Costa con el océano siempre omnipresente, el nido de las olas
continuamente en los oídos, el aire salado impregnándolo todo, no había puesto
un pie en la playa. Y ese colegio no era como Espada & Cruz, donde había
una lista interminable de cosas prohibidas. No sabía por qué no se le había
ocurrido.
Negó con la cabeza.
—Lo único que se puede hacer en una playa tan fría es encender
una hoguera. —Roland la miró—. ¿Has hecho ya algún amigo?
Luce se encogió de hombros.
—Alguno.
—Tráelos esta noche en cuanto haya oscurecido. —Señaló una
estrecha franja de arena situada al pie de la escalera de piedra—. Justo ahí.
Ella miró a Roland de soslayo.
—¿Qué pretendes exactamente?
Roland sonrió malicioso.
—No te preocupes. Será algo inocente. Pero ya sabes cómo
funciona todo. Soy nuevo y me gustaría darme a conocer.
—Oye, tío, si vuelves a tropezar conmigo
voy a tener que romperte el tobillo.
—Y tú, Shelby, si no acapararas toda la luz de la linterna,
los demás podríamos ver dónde ponemos los pies.
Luce intentaba contener la risa mientras atravesaba el campus
sumido en la oscuridad detrás de Shelby y de un Miles cada vez más enojado.
Eran casi las once de la noche, y la Escuela de la Costa estaba totalmente a
oscuras y en un silencio solo interrumpido por el grito de las lechuzas. La
luna anaranjada y en cuarto creciente se encontraba muy baja en el cielo y
oculta por un velo de niebla. Entre los tres solo habían logrado hacerse con
una linterna (la de Shelby), de modo que solamente uno (Shelby) podía ver bien
el camino que llevaba hasta la orilla. Para los otros dos, los jardines, que a
la luz del día parecían exuberantes y bien cuidados, ahora eran una trampa
mortal con pinos erizo derribados, helechos de enormes raíces y los talones de
los pies de Shelby.
Cuando Roland le pidió traer a algunos amigos esa noche, Luce
se había sentido profundamente abatida. En la Escuela de la Costa no había
guardias en los pasillos, ni aterradoras cámaras de seguridad grabando cada
movimiento de los estudiantes, así que no la inquietaba ser descubierta. De
hecho, escabullirse de la residencia había resultado relativamente sencillo. El
gran desafío para ella consistía en llevar a alguien.
Dawn y Jasmine parecían ser las mejores candidatas para una
fiesta en la playa, pero cuando Luce subió a su habitación de la quinta planta,
el pasillo estaba a oscuras y ninguna contestó a su llamada. De regreso a su
habitación, se encontró a Shelby enredada en una especie de postura de yoga
tántrico que a Luce le dolía con solo mirarla. No quiso romper la gran
concentración de su compañera de habitación para invitarla a una especie de
fiesta desconocida, pero un golpe fuerte en la puerta obligó a Shelby a
abandonar de mala gana la postura.
Miles quería saber si a Luce le apetecía
tomar un helado.
Luce miró a Miles y a Shelby, y dijo
sonriendo:
—Tengo una idea mejor.
Diez minutos más tarde, pertrechados con una sudadera con
capucha, una gorra de los Dodges colocada al revés (Miles), calcetines de lana
con dedos para poder llevar chanclas (Shelby) y la inquietud creciente ante la
perspectiva de mezclar a Roland con la gente de la Escuela de la Costa (Luce),
se dirigían dificultosamente hacia un extremo del acantilado.
—A ver, repito, ¿quién es ese tipo? —preguntó Miles tras
señalar una hondonada en el camino pedregoso antes de que Luce saliera
despedida.
—Es un chico de mi otra escuela.
Luce pensó en una descripción mejor mientras los tres
iniciaban el descenso por la escalera de roca. Roland no era exactamente un
amigo. Y, aunque los alumnos de la Escuela de la Costa parecían bastante
abiertos, no sabía si debía decirles a qué bando de los ángeles caídos
pertenecía Roland.
—Era amigo de Daniel —dijo al final—. Seguramente será una
pequeña fiesta. No creo que conozca a nadie más que yo aquí.
Antes de ver nada percibieron el olor: el humo delator del
nogal de una gran hoguera. A continuación, al final de la empinada escalera,
tomaron la curva de la roca y, tras rebasarla, se detuvieron asombrados por el
chisporroteo de una enorme llamarada naranja.
En la playa parecía haber reunidas unas
cien personas.
El viento rugía como un animal salvaje, pero nada comparable
con el alboroto de los asistentes a la fiesta. A un lado, el más próximo a
donde se encontraba Luce, un grupo de hippies barbudos con camisetas raídas
había improvisado un círculo de tambores. Su cadencia proporcionaba a un grupo
de chicos el son al que bailar. Al otro lado de la fiesta estaba la hoguera
propiamente dicha; Luce se puso de puntillas y vio que en torno al fuego había
muchos compañeros suyos de la Escuela de la Costa desafiando el frío. Todos
sostenían una vara en el fuego, intentando encontrar el mejor lugar donde asar
sus perritos calientes y sus nubes dulces y colocar sus recipientes de hierro
forjado. Resultaba imposible saber cómo todos ellos habían tenido noticia de la
fiesta, pero era evidente que todo el mundo se lo estaba pasando muy bien.
Y en el centro de todo, Roland, que se había cambiado la
camisa abotonada y planchada y las caras botas de piel por una sudadera con
capucha y unos vaqueros raídos, como los que llevaba todo el mundo. Estaba de
pie sobre una roca, gesticulando exageradamente mientras explicaba una historia
que Luce no lograba oír bien. Dawn y Jasmine se encontraban entre quienes lo
escuchaban fascinados; el fuego iluminaba sus rostros realzando la belleza y
vivacidad de ambas.
—¿Y esto es lo que tú entiendes por una
pequeña fiesta? —preguntó Miles.
Luce clavó la vista en Roland y se preguntó qué estaría
contando. Algo en su pose le recordó a Luce la habitación de Cam en la primera
y única fiesta en la que había participado en Espada & Cruz. De pronto echó
de menos a Arriane y, naturalmente, también a Penn, que al llegar a esa fiesta
se había sentido nerviosa pero que al final fue la que mejor se lo había
pasado. Y, claro está, echó de menos a Daniel, que entonces apenas le dirigía
la palabra. ¡Qué distinto era todo ahora!
—Bueno, chicos, no sé vosotros —dijo Shelby, quitándose las
chanclas y metiéndose en la arena con sus calcetines—, pero yo voy a buscar una
bebida, un perrito caliente y quizá luego intente que me dé clases uno de los
chicos del círculo de tambores.
—Yo igual —respondió Miles—, menos la parte
del círculo de tambores, por si no ha quedado claro. —Luce. —Roland la saludó
desde la roca—. ¡Estás aquí!
Miles y Shelby se dirigieron hacia el puesto de perritos
calientes, y Luce, tras rebasar una duna de arena fría y húmeda, se encaminó
hacia Roland y los demás.
—Está claro que no bromeabas cuando has dicho que querías
darte a conocer a todo el mundo. Roland, esto es grande.
Roland asintió con gracia.
—Grande, ¿eh? Pero ¿bueno o malo?
Parecía una pregunta tendenciosa. A Luce le
hubiera gustado decir que ella eso no lo podía saber.
Recordó la conversación airada que había oído
en el despacho de su profesora y el tono crispado de esta. La línea entre lo
bueno y lo malo parecía increíblemente difusa. Roland y Steven eran ángeles
caídos que se habían pasado al otro bando. Demonios, ¿no? ¿Acaso ella podía
saber qué significaba eso? Pero estaba también Cam y… ¿qué quería decir Roland
con esa pregunta? Lo miró con los ojos entornados.
Tal vez en realidad solo quería saber si Luce
se lo estaba pasando bien.
Una multitud de invitados vestidos con colores muy vivos se
arremolinaron en torno a ella, y sin embargo Luce sentía muy cerca las
infinitas olas oscuras. La brisa del agua era fría, mientras que la hoguera le
abrasaba la piel. En ese instante muchas cosas que parecían contrarias se
revelaban ante ella de repente.
—¿Quién es toda esa gente, Roland?
—A ver… —Roland señaló a los hippies del círculo de tambores—.
Gente del lugar. —Luego indicó a la derecha un grupo grande de chicos que
intentaban impresionar a un grupo mucho más pequeño de chicas con unos pocos y
ambiciosos pasos de baile bastante mal ejecutados—. Esos son marines con base
en Fort Bragg. Tal como están disfrutando de la fiesta, espero que estén de
permiso todo el fin de semana. —Jasmine y Dawn se acercaron en silencio, y
Roland las rodeó con sus brazos—. Y a este par creo que ya las conoces.
—Luce, no nos habías dicho que eras muy
buena amiga del director social celestial —dijo Jasmine.
—Oh, en serio. —Dawn se inclinó para susurrar a Luce en voz
alta—: Solo mi diario sabe la de veces que he deseado asistir a una fiesta de
Roland Sparks, y este nunca lo revelará.
—Pero tal vez yo sí —bromeó Roland.
—¿Es que en esta fiesta no hay guarnición para los perritos?
—Shelby apareció detrás de Luce con Miles a su lado. Sostenía dos perritos
calientes en una mano y tendió la que le quedaba libre a Roland—. Shelby
Sterris. Y tú, ¿quién eres?
—Shelby Sterris —repitió Roland—. Soy Roland Sparks. ¿Has
vivido alguna vez en el Este de Los Ángeles? ¿No nos hemos visto antes?
—No.
—Tiene memoria fotográfica —explicó Miles mientras pasaba a
Luce un perrito caliente vegetariano; aunque no se trataba de su bocadillo
favorito, aquel no dejaba de ser un detalle muy amable—. Soy Miles. Por cierto,
una gran fiesta.
—Fabulosa —asintió Dawn moviéndose con
Roland al ritmo de los tambores.
—¿Y qué hay de Steven y Francesca? —preguntó Luce a Shelby
prácticamente a gritos—. ¿No nos oirán?
Una cosa era escabullirse sigilosamente de un control, y otra
colocar una bomba sonora justo debajo del mismo.
Jasmine volvió la mirada hacia el campus.
—Seguro que nos oyen, pero en la Escuela de la Costa nos dejan
bastante sueltos. Por lo menos, a los nefilim. Mientras permanezcamos en el
campus bajo su escudo protector, podemos hacer prácticamente lo que queramos.
—¿Y esto incluye un concurso de limbo? —Roland sonrió con
picardía y sacó de detrás de él una rama larga y gruesa—. Miles, ¿sostienes el
otro extremo?
Al cabo de unos segundos levantaron la rama, el ritmo de la
percusión cambió y fue como si todos los asistentes a la fiesta abandonaran
cuanto estuvieran haciendo en ese momento para formar una larga y animada cola
para el limbo.
—Luce —voceó Miles—, no tendrás intención
de quedarte ahí parada, ¿verdad?
Ella escrutó a la gente y se sintió rígida y como clavada a la
arena. Sin embargo, Dawn y Jasmine le dejaron un espacio para que se colara
entre las dos. Shelby, metida de lleno en el juego, posiblemente competitiva
por naturaleza, hacía estiramientos de espalda. Incluso los almidonados marines
iban a participar.
—¡Vale! —Luce se rió y se metió en la fila.
En cuanto empezó el juego, la fila se movió con rapidez;
durante tres rondas Luce consiguió doblarse con facilidad debajo de la rama. La
cuarta vez logró pasar con algo más de dificultad, pues tuvo que inclinar tanto
la barbilla hacia atrás que vio las estrellas, lo cual le mereció una ronda de
aplausos. Al poco, ella también se encontró animando a otros participantes,
aunque se sorprendió al ver que saltaba cuando Shelby logró pasar. Ocurría algo
sorprendente al incorporar el cuerpo después de superar el limbo: toda la
fiesta parecía nutrirse de ello. En cada ocasión, Luce experimentaba una
curiosa subida de adrenalina.
Normalmente, pasárselo bien no le resultaba tan fácil. Durante
mucho tiempo, las risas habían venido seguidas por la culpa, por la molesta
sensación de que se suponía que ella no podía pasárselo bien ya fuera por un
motivo u otro. Sin embargo, de algún modo, aquella noche se sintió más ligera.
Sin darse cuenta siquiera, había logrado incluso ignorar la oscuridad.
Cuando Luce se apresuró para colocarse en la fila y hacer su
quinto intento, la cola se había acortado de forma significativa. La mitad de
los asistentes ya habían sido eliminados y todo el mundo se arremolinaba en
torno a Miles y Roland, mirando a los que quedaban. Al final de la cola, Luce
se sintió un poco mareada, así que, cuando notó que alguien la asía con fuerza
por el brazo, estuvo a punto de perder el equilibrio.
Iba a gritar cuando unos dedos le taparon
la boca.
—Chist.
Daniel la sacó fuera de la cola y la apartó de la fiesta. Su
mano fuerte y cálida le recorrió el cuello y con los labios le acarició un lado
de la mejilla. Por un instante, el roce de su piel en la de ella, el intenso
brillo violeta de sus ojos y la necesidad, creciente durante días, de agarrarse
a él y no soltarlo hicieron que Luce se sintiera divinamente aturdida.
—¿Qué haces aquí? —susurró. Le habría gustado decir: «¡Gracias
a Dios que estás aquí!», o «¡Qué duro ha sido estar separados!», o simplemente
la verdad: «Te quiero». Pero en su cabeza también resonaban frases como: «Me
has abandonado», «Creía que esto no
era seguro», o «¿Qué es eso de la tregua?».
—Tenía que verte —dijo él.
Mientras la llevaba tras una enorme piedra volcánica, Daniel
dibujaba una sonrisa de complicidad en el rostro. Una sonrisa contagiosa que
encontró el modo de asomarse también a los labios de Luce. Una sonrisa que no
solo admitía que habían incumplido la regla de Daniel, sino que además estaban
encantados de hacerlo.
—Al acercarme para ver la fiesta me he dado cuenta de que todo
el mundo bailaba —dijo él—. Y me he sentido un poco celoso.
—¿Celoso? —preguntó Luce. Estaban a solas. Ella rodeó con sus
brazos sus anchos hombros y miró intensamente sus ojos de color violeta—. ¿Por
qué deberías sentirte celoso?
—Porque —respondió él acariciándole la espalda— tienes el
carné de baile repleto por toda la eternidad.
Daniel le tomó la mano derecha, pasó la izquierda en torno a
su hombro y dieron un par de pasos de baile sobre la arena. Todavía se oía la
música de la fiesta, pero desde aquel lado de la roca parecía un concierto
privado. Luce cerró los ojos y se apretó contra el pecho de él, hasta encontrar
el sitio en el que su cabeza encajaba en el hombro de Daniel como una pieza de
rompecabezas.
—No, esto así no va bien —dijo Daniel al cabo de un momento.
Le señaló los pies. Ella se dio cuenta de que él iba descalzo—. Quítate los
zapatos —le indicó—, y te enseñaré cómo bailan los ángeles.
Luce dejó a un lado sus zapatos planos negros y notó entre los
dedos la arena blanda y fresca. Cuando Daniel se la acercó más, Luce notó que
los dedos de los pies le quedaban sobre los de él y estuvo a punto de perder el
equilibrio; sin embargo, él la agarró con fuerza. Luce bajó la mirada y vio que
sus pies descansaban sobre los de Daniel. Y cuando levantó la mirada, tuvo la
visión que anhelaba día y noche:
Daniel desplegando por completo sus alas de
color blanco plateado.
Sus alas ocupaban todo su plano de visión y se levantaban en
todo su esplendor unos seis metros contra el cielo, centelleando en la noche…
tenían que ser las más gloriosas de todo el Cielo. En los pies, Luce notó que
Daniel acababa de elevarse un poco por encima del suelo. Las alas se agitaron
muy suavemente, como si latieran, y así ambos quedaron suspendidos a varios
centímetros del suelo.
—¿Estás lista? —preguntó él.
Ella no sabía para qué tenía que estar
lista, pero no le importó.
Entonces se movieron por el aire hacia atrás, con la
delicadeza de los patinadores de hielo. Daniel planeó sobre las aguas
sosteniéndola en sus brazos. Luce dio un grito ahogado al notar el roce de una
ola espumosa en los dedos de los pies. Daniel se rió y se alzaron un poco más
en el aire. Hizo que ella se inclinara un poco hacia atrás. Dieron vueltas en
círculo. Bailaban sobre el océano.
La luna parecía un foco que solo los iluminaba a ellos. Luce
se reía de pura alegría, tanto que Daniel empezó a reír también. Ella nunca se
había sentido más ligera.
—Gracias —susurró.
Él le respondió con un beso. Primero la besó con dulzura en la
frente, luego en la nariz y finalmente llegó a sus labios.
Ella le respondió besándolo apasionadamente, diríase que con
cierta desesperación, entregándose con todo su cuerpo. Así llegaba hasta él y
podía deleitarse en aquel amor que compartían desde hacía tanto tiempo. Por un
instante, el mundo se detuvo; luego Luce volvió en sí, sin aliento. Ni siquiera
se había dado cuenta de que habían regresado a la playa.
Él tenía la mano posada en la parte posterior de la cabeza de
Luce, que llevaba un gorro de nieve calado hasta las orejas en el que escondía
su pelo teñido. Él se lo quitó, y Luce notó una ráfaga de brisa oceánica en la
cabeza.
—¿Qué te has hecho en el pelo?
Aunque Daniel habló con suavidad, su tono sonó reprobatorio.
Tal vez fuera porque la canción terminó con el baile y el beso, y ahora solo
eran dos personas de pie en la playa.
Daniel tenía las alas arqueadas detrás de
los hombros, visibles aún pero fuera de alcance.
—¿A quién le importa mi pelo? —Todo lo que ella quería era
abrazarlo. ¿Y acaso no era eso todo cuanto le debía importar a él también?
Luce fue a coger de nuevo el gorro. Sintió su cabello rubio y
desnudo demasiado expuesto, como una bandera de alarma avisando a Daniel de que
tal vez estaba a punto de venirse abajo. En cuanto ella empezó a darse la
vuelta, él la abrazó.
—¡Eh! —dijo acercándosela—. Lo siento.
Ella suspiró, se acercó a él y se abandonó
a sus caricias. Levantó la cabeza para mirarle a los ojos.
—¿Ahora ya estamos seguros? —preguntó con la esperanza de que
Daniel sacara el tema de la tregua. ¿Podrían estar juntos por fin? Sin embargo,
la expresión desgarradora en sus ojos le respondió antes de que dijera nada.
—No debería estar aquí, pero me preocupas. —Él se separó un
poco de ella—. Y por lo que veo, tengo motivos para preocuparme. —Le acarició
un rizo de su pelo—. No entiendo por qué te has hecho esto, Luce. No eres tú.
Ella lo apartó. Siempre le había molestado
que la gente le dijera eso.
—Pues soy yo la que se lo ha teñido, Daniel. Así que
técnicamente soy yo. Tal vez no el yo que quieres que sea, pero…
—No eres justa. No quiero que seas distinta
de quien eres.
—¿Y quién soy, Daniel? Porque si conoces la respuesta te
agradeceré mucho que me ilumines. — Luce fue alzando la voz a medida que la
rabia pasaba a ocupar el lugar de la pasión que se le iba escurriendo entre los
dedos—. Me encuentro sola aquí sin saber por qué. Intentando entender qué pinto
con toda esta gente… y sin ser ni siquiera… —¿Sin ser ni siquiera qué?
¿Cómo podían haber pasado con tanta rapidez
de bailar en el aire a esto?
—No sé. Intento vivir el momento. Hacer amigos, ¿sabes? Ayer
me apunté a un club y estamos haciendo planes para ir de excursión en yate y
cosas por el estilo.
En realidad ella quería hablarle de las sombras. En concreto,
de lo que había hecho en el bosque. Pero Daniel había entornado los ojos, como
si ella hubiera hecho algo mal. —Tú no vas a ir en yate a ningún sitio.
—¡¿Qué?!
—Que te vas a quedar en este campus hasta que yo lo diga.
—Daniel resopló al darse cuenta de que ella se enfadaba—. Detesto tener que
ponerte normas, Luce, pero… me esfuerzo tanto para que estés a salvo… No
permitiré que te ocurra nada.
—Exacto —masculló Luce—. Nada. Ni bueno, ni malo, ni nada.
Parece que si tú no estás aquí yo no puedo hacer nada.
—Eso no es cierto. —Él le dirigió un gesto de enfado. Luce
jamás le había visto perder la paciencia con tanta rapidez. Daniel levantó la
vista al cielo y ella le siguió la mirada. Una sombra circulaba por encima de
sus cabezas, como un cohete de artificio negro que dejaba a su paso un rastro
letal y humeante. Daniel la identificó al instante.
—Tengo que marcharme —dijo.
—¡Es horrible! —Ella se volvió—. Apareces de la nada, nos
enfadamos y luego te marchas. Sin duda, eso sí que es amor de verdad.
Daniel la asió de los hombros y la zarandeó
hasta que ella lo miró.
—Es amor de verdad —le dijo con una desesperación que Luce no
supo si restaba o añadía dolor a su corazón—. Y tú lo sabes.
El color violeta de sus ojos refulgía no de rabia, sino de un
intenso deseo. Era una de esas miradas que dicen que quieres tanto a una
persona que la echas de menos incluso cuando la tienes delante.
Daniel dobló la cabeza para besarle las
mejillas, pero ella estaba a punto de echarse a llorar. Se sintió incómoda y se
giró. Le oyó gemir y luego siguió el batido de sus alas.
¡No!
Cuando volvió la cabeza, Daniel planeaba por el cielo,
suspendido entre el océano y la luna. Sus alas refulgían blancas bajo la luz de
la luna. Al cabo de un instante, era difícil diferenciarlo de cualquier otra
estrella del firmamento.
5
Catorce días
D |
urante la noche, una capa de niebla densa
invadió como un ejército sobre la ciudad de Fort Bragg y se apostó en ella. No
se dispersó con la salida del sol y su languidez impregnó todas las cosas y
personas. Así, el viernes en la escuela Luce
se sintió como arrastrada por una marea lenta. Los profesores estaban
dispersos, esquivos y lentos en sus clases, y los alumnos, profundamente
aletargados, esforzándose por mantenerse despiertos ante el zumbido prolongado
y melancólico del día.
Cuando las clases terminaron, la monotonía había calado
profundamente en Luce. No sabía qué hacía en esa escuela que no era la suya, en
ese estado provisional que no hacía más que poner de manifiesto la falta de una
vida real y sólida. Lo único que quería era irse a su litera y dormir y
olvidarse no solo del tiempo y de aquella larga semana que había pasado ya en
la Escuela de la Costa, sino también de la disputa con Daniel y de las
muchísimas preguntas e inquietudes que esta había provocado en su mente.
La noche anterior le había resultado imposible conciliar el
sueño. A altas horas de la mañana había vuelto a solas a su habitación y dio
vueltas y vueltas en la cama sin lograr dormirse por completo. Que Daniel le
gritara ya no la sorprendía, pero no por eso la dejaba indiferente. ¿Y esa
orden insultante y machista de que se quedara en el complejo de la escuela? Se
le ocurrió por un momento que tal vez Daniel le había hablado igual que siglos
atrás, pero Luce estaba segura de que, como Jane Eyre o Elizabeth Bennet,
ninguna de sus identidades anteriores se habría tomado bien esa prohibición.
Desde luego, en los tiempos actuales no.
Mientras caminaba entre la niebla hacia su dormitorio después
de las clases seguía sintiéndose enfadada y molesta. Tenía la vista nublada y
prácticamente andaba dormida cuando posó la mano en el pomo de la puerta. Al
entrar en la habitación a oscuras y vacía estuvo a punto de pasar por alto el
sobre que alguien había pasado por debajo de la puerta.
Era un sobre de color crema, fino y cuadrado; cuando le dio la
vuelta vio su nombre escrito en pequeñas letras mayúsculas. Lo abrió ansiosa,
esperando encontrar en ella las disculpas de él y consciente de que ella
también le debía una.
La carta en el interior estaba escrita a máquina en papel de
color crema y se hallaba doblada en tres partes.
Querida Luce:
Hay una cosa que quiero decirte desde
hace tiempo. Reúnete conmigo en la ciudad, cerca de Noyo Point, en torno a las
seis de la tarde. El autobús n.º 5 que circula junto a la autopista 1 tiene
parada a cuatrocientos metros al sur de la Escuela de la Costa. Utiliza este
billete de autobús. Te esperaré en North Cliff. Tengo muchas ganas de verte.
Te quiere,
Daniel
Luce sacudió el sobre y notó que dentro había
un pequeño trozo de papel. Sacó un billete de autobús azul y blanco con el
número cinco impreso delante y un esbozo del mapa de Fort Bragg dibujado
detrás. Eso era todo. No había nada más.
Le pareció alucinante. Ni una mención a su disputa en la
playa, ni ningún indicio de que Daniel supiera lo poco normal que era
desvanecerse prácticamente en el aire por la noche y esperar que al día
siguiente ella se desplazara sin más en cuanto él lo dijera. Ni una disculpa.
Resultaba extraño. Daniel podía aparecerse en cualquier sitio
y en cualquier hora y acostumbraba mostrarse ajeno por completo a las
realidades logísticas que los seres humanos normales tenían que afrontar.
Esa carta le parecía fría y brusca. Una parte de ella, la más
imprudente, se vio tentada a fingir que nunca la había recibido. Estaba harta
de discutir, cansada de que Daniel no le confiara más detalles. Pero, en
cambio, la parte enamorada de Luce se preguntaba si tal vez había sido
demasiado dura con él. Porque la relación que tenían merecía la pena. Intentó
recordar la mirada y el tono de voz de Daniel cuando le contaba la historia
sobre la vida que ella llevaba durante la fiebre del oro en California. Cómo él
la había visto por la ventana y se había vuelto a enamorar de ella, como en
miles de ocasiones anteriores.
Esa fue la imagen que Luce tenía en mente cuando minutos más
tarde salió de su habitación y se escabulló por el camino hacia la entrada
principal de la Escuela de la Costa y la parada de autobús donde Daniel le
había pedido que esperara. La imagen de sus ojos implorantes de color violeta
le encogía el corazón mientras permanecía de pie bajo el cielo gris y húmedo.
Vio coches deslucidos materializarse en la niebla, recorrer las curvas cerradas
de la autopista sin guardarraíles y desaparecer de nuevo.
Al volver la vista hacia el formidable campus de la Escuela de
la Costa que se encontraba a lo lejos, se acordó de lo que Jasmine había dicho
en la fiesta: «Mientras permanezcamos en el campus bajo su escudo protector,
podemos hacer prácticamente lo que queramos.» Luce estaba saliendo de la
protección de aquel escudo, pero ¿qué había de malo en eso? En realidad, ella
no era una alumna, y, en cierto modo, volver a ver a Daniel bien merecía el
riesgo de ser descubierta.
Pocos minutos después de las cinco y media,
el autobús número 5 se detuvo en la parada.
El vehículo era viejo, gris y destartalado, igual que el
conductor que abrió la puerta para que Luce subiera. Ocupó un asiento de la
parte delantera. El autobús olía a rancio. Se tuvo que agarrar al asiento
barato de piel artificial mientras el autobús se precipitaba veloz por las
curvas a ochenta kilómetros por hora, como si a pocos metros de la carretera el
acantilado no se desplomara en una vertical de kilómetro y medio sobre el
océano gris.
Cuando llegaron a la ciudad, llovía, una llovizna persistente
que no llegaba a aguacero. La mayoría de los establecimientos de la calle
principal ya habían cerrado, y la ciudad tenía un aspecto empapado y desolado.
No era precisamente el escenario que más le hubiera gustado para una feliz
reconciliación.
Al bajar del autobús, Luce se sacó el gorro de lana de la
mochila y se lo puso en la cabeza. Notó el frío de la lluvia en la nariz y en
las yemas de los dedos. Vio entonces un poste metálico inclinado de color verde
y siguió la dirección de la flecha, que señalaba hacia el cabo de Noyo Point.
El cabo era en realidad una extensa lengua de tierra sin el
verdor exuberante de los jardines del campus de la Escuela de la Costa; más
bien se trataba de una mezcla de zonas de hierba verde y trozos de arena gris y
húmeda. Los árboles clareaban, las hojas arrancadas por el embate del viento
oceánico. En la orilla, a unos noventa metros de la carretera, solo había un
banco colocado en un lugar fangoso. Seguramente aquel era el sitio que Daniel
había elegido para quedar. Sin embargo, desde su posición,
Luce se dio cuenta de que todavía no había
llegado. Miró el reloj. Ella había llegado con cinco minutos de retraso.
Daniel nunca llegaba tarde.
La lluvia parecía prenderse en las puntas de su pelo en lugar
de empaparlo como de costumbre. Ni siquiera la madre naturaleza sabía qué hacer
con esa Luce rubia oxigenada. No quería esperar a Daniel al aire libre. Había
una hilera de tiendas en la calle principal. Luce se quedó allí de pie en un
porche largo de madera que tenía un toldo de metal oxidado. En el rótulo de
cerrado, en letras azules deslucidas, se leía PESCADOS FRED’S.
Fort Bragg no era un lugar tan pintoresco como Mendocino, la
ciudad donde ella y Daniel se habían detenido y desde donde él la había llevado
volando por la línea de la costa. Era un lugar más industrial, una población
pesquera realmente anticuada, con embarcaderos de madera podrida dispuestos en
una ensenada curva donde la tierra descendía hasta llegar a las aguas. Mientras
Luce esperaba, atracó un barco cargado de pescadores. Observó a esos hombres
enjutos y de rostro duro que, ataviados con sus impermeables empapados, subían
la escalera de piedra de los muelles que quedaban más abajo.
Cuando tocaron tierra, echaron a andar en solitario o bien en
grupos en silencio, pasaron ante el banco desocupado y los árboles tristemente
inclinados, así como frente a los escaparates cerrados hasta llegar a un
aparcamiento de grava situado en el extremo sur de Noyo Point. Una vez allí,
subieron a unas camionetas viejas y destartaladas, pusieron en marcha los
motores y se marcharon, de modo que aquel mar de rostros adustos fue
decreciendo hasta que quedó un solo marinero que no parecía salido de ningún
velero. De hecho, parecía haber surgido de repente de la niebla. Luce
retrocedió sobresaltada contra la persiana metálica de la pescadería e intentó
recuperar el aliento.
Era Cam.
Avanzaba en dirección oeste por el camino de grava, justo delante
de ella, flanqueado por dos pescadores vestidos de oscuro que no parecían haber
advertido su presencia. Llevaba unos vaqueros negros ajustados y una chaqueta
de cuero negra. Su pelo oscuro brillaba con la lluvia y lo llevaba más corto
que en la última ocasión que lo había visto. A un lado de la nuca se le
adivinaba el tatuaje negro en forma de sol. Recortados contra el telón de fondo
de aquel cielo descolorido, sus ojos seguían siendo tan intensamente verdes
como siempre.
La última vez que lo había visto, Cam estaba de pie ante un
espeluznante ejército oscuro de demonios, en una actitud insensible, cruel y,
por decirlo llanamente, malévola. A Luce se le heló la sangre. Aunque tenía
lista toda una retahíla de insultos y acusaciones contra él, pensó que era
mejor esquivarlo sin más.
Demasiado tarde. Los ojos verdes de Cam se posaron en ella, y
se quedó paralizada. No porque hubiera echado mano de aquel encanto fingido al
que ella había estado a punto de sucumbir en Espada & Cruz, sino porque
parecía realmente alarmado de verla. Cambió de pronto de dirección y en un
instante, tras abrirse paso entre el escaso flujo de pescadores que avanzaban,
se colocó junto a ella.
—¿Qué haces aquí?
Cam parecía más que alarmado, diríase que casi aterrado. Tenía
los hombros alzados y no fijaba la vista más de un segundo en nada. No le
comentó nada sobre su pelo, como si no hubiera reparado en él. Luce tuvo la
certeza de que Cam no sabía que ella estaba en California. De hecho, su
reubicación había venido motivada precisamente para mantenerla a salvo de tipos
como él. Ella había dado al traste con todo eso.
—Yo solo… —Miró el camino de grava blanca situado detrás de
Cam, que atravesaba la zona de hierba que bordeaba el acantilado— quería dar un
paseo.
—No es cierto.
—Déjame en paz. —Luce intentó abrirse
paso—. No tengo nada que decirte.
—Lo cual está bien, pues se supone que no deberíamos hablar. Y
también se supone que no deberías estar fuera de la escuela.
De pronto, Luce se inquietó, pues
intuyó que Cam sabía algo que ella desconocía. —¿Y tú cómo sabes que voy a una
escuela de por aquí?
Cam suspiró.
—Lo sé todo, ¿vale?
—Entonces estás aquí para luchar contra
Daniel.
Cam empequeñeció sus ojos verdes.
—¿Por qué iba yo…? Un momento, ¿me estás
diciendo que has venido aquí para verlo?
—Vamos, no te hagas el sorprendido. Somos
pareja.
Parecía que Cam no había aceptado aún que
ella hubiera preferido a Daniel en lugar de a él.
Cam se rascó la frente con actitud
preocupada.
—¿Te ha hecho venir, Luce? —dijo
atropelladamente.
Ella se sintió avergonzada y cedió ante la
presión de su mirada.
—Recibí una carta.
—Déjame verla.
Luce se puso en guardia mientras examinaba la extraña
expresión de Cam. Parecía tan nervioso como ella.
—Te han tendido una trampa. En las
circunstancias actuales, Grigori jamás te haría llegar un mensaje.
—Yo ya no sé lo que haría por mí. —Luce se volvió deseando
desaparecer muy lejos de allí y que Cam no la hubiera visto. Sintió la
necesidad infantil de alardear ante Cam de que Daniel la había visitado la noche
anterior, pero no era momento de jactarse. No había muchos motivos de
vanagloria en los detalles de su disputa.
—Sé que él moriría si mueres, Luce. Si
quieres seguir con vida, es mejor que me enseñes la carta.
—¿Me matarías por un trozo de papel?
—No, pero seguramente es lo que intenta
quienquiera que te haya enviado esa nota.
—¿Qué?
Aunque la carta casi le ardía en el bolsillo, Luce se resistía
a dejarle verla. Cam no podía saber de qué hablaba. Pero cuanto más la miraba
él, más dudas empezaba a tener ella sobre la extraña nota: el billete de
autobús, las instrucciones… el tono extrañamente técnico y rígido, nada que ver
con el estilo de Daniel. Finalmente se la sacó del bolsillo con los dedos
temblorosos.
Cam la agarró e hizo una mueca de disgusto
al leerla. Masculló algo para sí y con los ojos recorrió el bosque situado al
otro lado de la carretera. Luce también miró a su alrededor, pero no supo
adivinar nada sospechoso entre los escasos pescadores que quedaban y que
cargaban sus aparejos en la parte trasera de unas camionetas oxidadas.
—Vamos —dijo él al fin asiéndola por el codo—. Ya va siendo
hora de acompañarte de vuelta a la escuela.
Ella se apartó con un movimiento brusco.
—No pienso ir a ningún sitio contigo. Te
odio. Además, ¿qué haces aquí?
Él la agarró.
—Voy de caza.
Luce lo miró con recelo intentando que él no se diera cuenta
de que la seguía intimidando. Cam parecía delgado, iba vestido como un punk y
estaba desarmado.
—Ah, ¿sí? —Ella ladeó la cabeza—. ¿Y qué
cazas?
Cam clavó la vista detrás de Luce, en dirección al bosque,
sombrío al atardecer, e hizo una señal con la cabeza.
—A ella.
Luce se volvió para ver de quién o de qué hablaba, pero antes
de que pudiera ver algo, él ya la había empujado con fuerza a un lado. Se oyó
un extraño silbido en el aire, y un objeto plateado pasó rozándole la cara.
—¡Al suelo! —gritó Cam apretando los hombros de Luce hacia
abajo. En el suelo del porche, sintió el peso de él encima mientras el polvo de
la madera se le iba metiendo en la nariz.
—¡Sal de encima de mí! —chilló.
Mientras se debatía con indignación fue presa del terror.
Quien fuera que estuviera ahí tenía que ser realmente maléfico. De lo
contrario, nunca se habría visto expuesta a que fuera Cam precisamente quien
tuviera que protegerla.
Al poco, Cam se lanzó a toda velocidad por el aparcamiento
desierto en dirección a la muchacha. Era una chica muy atractiva, de la edad de
Luce, que vestía una larga capa marrón. Sus rasgos eran delicados, llevaba la
cabellera rubia, casi blanca, recogida en una coleta, y tenía una mirada
extraña, ausente. Incluso de lejos, Luce se quedó paralizada de miedo.
Pero había algo más: la chica iba armada,
con un arco de plata que estaba cargando precipitadamente.
Cam se encontraba ya muy cerca y sus pies crujían contra la
grava del aparcamiento mientras corría hacia la chica, cuyo extraño arco de
plata brillaba incluso en la niebla, como si no fuera de este mundo.
Luce apartó con dificultad la vista de la muchacha del arco,
se puso de rodillas y escrutó el aparcamiento para ver si había alguien más
mirando aterrado como ella. Pero el lugar se hallaba vacío y extrañamente
silencioso.
Notó una sensación de opresión en los pulmones que apenas la
dejaba respirar. La muchacha se movía como una autómata. Y Cam estaba
desarmado. Ella tenía el arco tensado, y a Cam en su punto de mira.
Pero en décimas de segundo Cam se precipitó sobre ella y la
derribó haciéndola caer de espaldas, le arrancó con fuerza el arco de las manos
y le apretó el codo contra la cara hasta que ella dejó de forcejear. La
muchacha gritó con una voz aguda e inocente y retrocedió en el suelo levantando
la mano para pedir clemencia mientras Cam apuntaba con el arco hacia ella.
Cam le arrojó la flecha directamente al
corazón.
Al otro lado del aparcamiento, Luce se mordió el puño para no
gritar. Pese a que hubiera preferido encontrarse lejos de allí, se incorporó
trabajosamente y se acercó corriendo. Pero extrañamente la chica no yacía
desangrándose ni se debatía a gritos.
No estaba allí.
Ella y la flecha que Cam le había arrojado
habían desaparecido.
Cam escudriñaba el aparcamiento, haciéndose
con las flechas que ella había tirado, como si aquel fuera el cometido más
acuciante de su vida. Luce se agachó en el sitio donde había caído la chica.
Desconcertada y más aterrorizada de lo que había estado instantes antes,
resiguió con el dedo la grava. No había indicio alguno de que hubiera caído
allí una persona.
Cam regresó junto a Luce con tres flechas en una mano y el
arco de plata en la otra. Instintivamente, Luce tendió la mano para tocar una.
Nunca había visto nada igual y por algún extraño motivo se sentía fascinada. Se
le puso la carne de gallina y la cabeza empezó a darle vueltas. Cam le apartó
las flechas.
—Son mortales.
No lo parecían; si ni tan siquiera tenían punta. Tan solo eran
unas varillas de plata acabadas en un extremo romo. Sin embargo, una de ellas
había hecho desaparecer a la chica.
Luce parpadeó varias veces.
—¿Qué acaba de ocurrir, Cam? —El tono de su
voz era duro—. ¿Quién era?
—Una Proscrita —respondió Cam sin mirarla, con los ojos
clavados en el arco de plata que llevaba en la mano.
—¿Una qué?
—Son ángeles de la peor calaña. Estuvieron de parte de Satanás
durante la revuelta, pero no llegaron a pisar el mundo subterráneo.
—¿Por qué no?
—Ya conoces a ese tipo de gente. Son como las chicas que
quieren que las inviten a una fiesta a la que no tienen intención alguna de
asistir. —Hizo una mueca de disgusto—. Cuando terminó la batalla intentaron
echarse atrás y regresar rápidamente al Cielo, pero fue demasiado tarde. En las
nubes solo tienes una oportunidad. —Miró a Luce—. Al menos, la mayoría de
nosotros.
—De modo que si no están en el Cielo… —A ella le seguía
resultando difícil hablar con naturalidad de esas cosas—, ¿están en el
Infierno?
—Para nada. Aún recuerdo cuando volvieron con el rabo entre
las piernas. —Cam lanzó una risotada siniestra—. En general, aceptamos a todo
el mundo, pero incluso Satanás tiene sus límites. Los expulsó de forma
permanente y, como castigo a su ofensa, los dejó ciegos.
—Pero esa chica no estaba ciega —musitó Luce, recordando cómo
seguía con el arco a Cam. Si no le había dado era porque él se había movido más
rápido. Con todo, Luce sabía que a esa chica le faltaba algo.
—Sí, sí lo estaba. Simplemente, emplean otros sentidos para
percibir el mundo. Son capaces de ver de otro modo, lo cual tiene sus
limitaciones y también sus ventajas.
Cam no dejaba de escrutar la hilera de
árboles. A Luce se le heló la sangre al pensar que podía haber más Proscritos
agazapados en el bosque armados con arcos de plata y flechas. —Bueno, ¿qué le
ha ocurrido? ¿Dónde está ahora?
Cam la miró fijamente.
—Está muerta, Luce. Finito. Adiós.
¿Muerta? Luce contempló aturdida el lugar en el suelo donde
había ocurrido todo. Estaba tan vacío como el resto del aparcamiento.
—Pensaba que no podíais matar a los
ángeles.
—Solo con una buena arma.
Cam mostró a Luce las flechas una última
vez; después las envolvió en un trozo de tela que se había sacado del bolsillo
y se las metió en la chaqueta de cuero.
—Estas cosas son difíciles de conseguir.
Pero deja ya de temblar, no pienso matarte.
A continuación, se dio la vuelta y empezó a comprobar una por
una las puertas de los coches que quedaban en el aparcamiento; observó una
camioneta de color gris y amarillo que tenía la ventana del conductor bajada y
sonrió. Deslizó el brazo en su interior y desbloqueó la puerta.
—Ya puedes estar contenta de no tener que
regresar a la escuela a pie. Vamos, entra.
Cam abrió la puerta del copiloto y Luce se quedó boquiabierta.
Miró por la ventana abierta y vio que él estaba puenteando el vehículo.
—¿Te crees que me voy a meter en un coche
robado contigo después de ver cómo matas a alguien?
—De no haberla matado —replicó él mientras manipulaba debajo
del volante—, ella habría acabado contigo, ¿vale? ¿Quién crees que envió esa
nota? Te hicieron salir de la escuela para matarte. ¿Acaso eso no te hace
entrar en razón?
Luce se apoyó en la capota de la camioneta indecisa. Recordó
la conversación que había mantenido con Daniel, Arriane y Gabbe justo antes de
abandonar Espada & Cruz. Los tres le habían advertido de que la señorita
Sophia y otros de su secta podrían ir tras ella.
—Pero esa chica no parecía… ¿Los Proscritos
forman parte de los Ancianos?
Para entonces Cam ya había logrado poner en marcha el motor.
Se apeó rápidamente, rodeó el vehículo y metió a Luce en el asiento del
copiloto con brusquedad.
—¡Vamos! ¡En marcha! ¡Esto es como obligar
a un gato a moverse!
Cuando por fin logró tenerla sentada, le
pasó el cinturón de seguridad.
—Por desgracia, Luce, tienes más de un enemigo. Y por eso te
voy a devolver ahora mismo a un lugar seguro como lo es la escuela.
Aunque a ella no le parecía inteligente estar a solas en un
coche con Cam, tampoco tenía la certeza de que permanecer ahí fuera sola
resultara lo más prudente.
—Un momento —dijo mientras él giraba en dirección a la Escuela
de la Costa—. Si los Proscritos no forman parte del Cielo ni del Infierno, ¿a
qué bando pertenecen?
—Los Proscritos son una desagradable sombra gris. Por si no te
has dado cuenta, hay cosas aún peores que yo.
Luce cruzó las manos en el regazo, deseosa de regresar a su
habitación, donde se podía sentir a salvo, o por lo menos fingirlo. ¿Por qué
creer a Cam? A fin de cuentas, había caído en sus mentiras muchas veces antes.
—No hay nada peor que tú. Lo que quisiste… lo que intentaste
hacer en Espada & Cruz fue algo horrible. —Ella negó con la cabeza—. Solo
intentas volver a engañarme.
—No es cierto. —Su voz reflejaba menos enojo del que ella
esperaba. Cam parecía considerado, apenado incluso. Se encontraban ya en el
largo y serpenteante camino de acceso a la Escuela de la Costa.
—Nunca quise hacerte daño, Luce.
—¿Y por eso llamaste a la batalla a todas
esas sombras mientras yo estaba en el cementerio?
—El bien y el mal no están tan claramente definidos como te
imaginas. —Miró por la ventana hacia los edificios de la Escuela de la Costa,
que en aquel momento parecían oscuros y desiertos—. Tú eres sureña, ¿no? Bueno,
al menos en esta vida. Como buena sureña entenderás la libertad que se toman
los vencedores en el momento de reescribir la historia. Es una cuestión
semántica, Luce. Lo que tú consideras el mal es, en mi opinión, un mero
problema de connotación.
—Daniel no piensa así. —A Luce le hubiera gustado afirmar que
ella no pensaba así, pero aún no sabía lo suficiente. Seguía pareciéndole que
ella aceptaba como mero acto de fe muchas de las explicaciones de Daniel.
Cam aparcó la camioneta en una zona de césped que había detrás
de la residencia, se apeó, rodeó el vehículo y fue a abrir la puerta del
acompañante.
—Daniel y yo somos las dos caras de una misma moneda. —Le
tendió la mano para ayudarla a bajar, pero ella le ignoró—. Sin duda para ti
debe ser doloroso oír esto.
A ella le hubiera gustado decirle que eso era imposible, que
no era cierto, que no había ninguna semejanza entre Cam y Daniel, por mucho que
Cam se empeñara. Sin embargo, en la semana que llevaba en la Escuela de la
Costa, Luce había visto y oído cosas que contradecían lo que había creído en
otros tiempos. Pensó en Francesca y Steven. Procedían del mismo lugar: hubo un
tiempo, antes de la guerra y de la Caída, en que solo existía un bando. Cam no
era el único en afirmar que la separación entre ángeles y demonios no era tan
nítida.
En su ventana la luz estaba encendida. Luce se imaginó a
Shelby sentada en su alfombrilla de color naranja, con las piernas cruzadas en
la posición del loto y meditando. ¿Cómo entrar allí y hacer como si no acabara
de ver morir a un ángel? ¿Cómo fingir que cuanto había ocurrido esa semana no
la había dejado hecha un mar de dudas?
—Los acontecimientos de esta tarde quedarán entre tú y yo, ¿de
acuerdo? —dijo Cam—. Y, de ahora en adelante, haznos a todos un favor y no
vuelvas a salir del campus. Aquí no te meterás en problemas.
Ella pasó a su lado, fuera de la luz de los focos de la
camioneta robada, y se sumergió en la oscuridad que cubría los muros de la
residencia.
Cam volvió a la furgoneta y dio gas al motor haciendo un ruido
molesto. Antes de marcharse, bajó el cristal de la ventanilla y gritó a Luce:
—¡Ha sido un placer!
Ella se volvió.
—¿El qué?
Él sonrió y apretó el acelerador.
—Salvarte la vida.
6
Trece días
—Aquí
está —Una voz chillona atronó al otro lado de la puerta de Luce a primera hora
de la mañana siguiente. Alguien estaba golpeándola—. ¡Por fin está aquí!
Los golpes eran cada vez más insistentes. Luce no sabía qué
hora era, pero sí que era demasiado pronto para las risitas tontas que se oían
al otro lado de la puerta.
—Tus amigas —exclamó Shelby desde la parte
alta de la litera.
Luce salió de la cama refunfuñando. Levantó la vista hacia
Shelby, que estaba tumbada boca abajo en la litera, completamente vestida con
vaqueros y un chaleco rojo grueso, haciendo el crucigrama del sábado.
—¿Alguna vez duermes? —musitó Luce acercándose al armario para
coger la bata de cuadros de color violeta que su madre le había hecho cuando
cumplió trece años y que todavía le quedaba bien.
Apretó la cara junto a la mirilla y vio las caras deformadas y
sonrientes de Dawn y Jasmine. Iban vestidas con bufandas de colores y orejeras
peludas. Jasmine sostenía una bandeja con cuatro tazas de café, mientras Dawn,
que llevaba una gran bolsa de papel marrón en la mano, volvía a aporrear la
puerta.
—¿Piensas hacer que se marchen, o llamo al
servicio de seguridad del campus? —preguntó Shelby.
Luce, sin hacerle caso, abrió la puerta, y las dos chicas
entraron como una exhalación en la habitación hablando a toda prisa.
—¡Por fin! —dijo Jasmine riendo y entregando a Luce una taza
de café antes de dejarse caer en la cama deshecha—. Tenemos tantas cosas de que
hablar…
Aunque ni Dawn ni Jasmine la habían visitado antes en su
habitación, a Luce le gustó que se comportasen como si estuvieran en su casa.
Le recordaron a Penn, que había «tomado prestada» la copia de llave de la
habitación de Luce para poder entrar en ella cuando surgiera la necesidad.
Luce bajó la vista hacia su café y tragó saliva, a sabiendas
de que no podía ponerse sentimental ahora ante aquellas tres.
Dawn estaba en el baño hurgando en los
armarios junto al lavamanos.
—Como miembro del comité de planificación, creemos que
deberías participar en el discurso de bienvenida de hoy —dijo y, levantando la
vista hacia Luce con incredulidad, preguntó—: ¿Cómo es que no estás vestida
aún? El yate va a zarpar en menos de una hora.
Luce se frotó la frente.
—¿De qué estás hablando?
—¡Oh, vaya! —Dawn gruñó de forma exagerada—. ¿Amy Branshaw?
¿Mi compañera de laboratorio? ¿La del padre con un yate enorme? ¿Te suena algo
de lo que he dicho?
Entonces a Luce le vino todo a la cabeza. La excursión en yate
por la costa. Jasmine y Dawn habían presentado su fantasioso proyecto como una
propuesta educativa al comité de eventos de la Escuela de la Costa, esto es, a
Francesca, y, no se sabía como, habían conseguido su aprobación. Luce se había
mostrado dispuesta a colaborar, pero no había hecho nada. En ese momento
recordó la expresión de Daniel cuando se lo contó y cómo rechazó al instante la
idea de que Luce pudiera pasárselo bien sin él.
Dawn hurgaba en el armario de Luce. Al final sacó un vestido
de manga larga y de color berenjena, se lo lanzó a Luce y la empujó hacia el
baño.
—No olvides ponerte leggins debajo. En el
mar hace frío.
Entretanto, Luce desconectó el móvil del cargador. La noche
anterior, después de que Cam la llevara a la escuela, se había sentido tan
aterrorizada y sola que había roto la regla número uno del señor Cole y había
enviado un mensaje de texto a Callie. Si el señor Cole supiera cuánto
necesitaba escuchar una voz amiga… seguramente se enfadaría mucho con ella,
pero ya era demasiado tarde.
Abrió la carpeta de los mensajes de texto y se acordó de cómo
le habían temblado los dedos mientras escribía ese texto plagado de mentiras:
¡Por fin tengo móvil! Mala recepción.
Llamaré cuando pueda. Aquí todo va bien, pero te echo de menos. ¡Escribe
pronto!
Callie no había respondido.
¿Estaba enferma? ¿Ocupada? ¿Fuera de la
ciudad?
¿La ignoraba por haberla ignorado?
Luce se miró al espejo. Tenía mal aspecto y se sentía fatal.
Pero se había comprometido a ayudar a Dawn y a Jasmine, así que se puso el
vestido y se recogió el pelo rubio con un par de horquillas.
Cuando salió del baño, Shelby se estaba sirviendo el desayuno
que las chicas habían traído en la bolsa de papel. Realmente resultaba
apetitoso: pastas danesas de cereza y buñuelos de manzana; bollos y rollitos de
canela, y tres tipos de zumo distintos. Jasmine le pasó un enorme bollo de
salvado y un canuto de crema de queso.
—Alimento para el cerebro.
—¿Qué es todo esto?
Miles asomó la cabeza por la puerta levemente entornada. Luce
no le veía los ojos, que estaban ocultos bajo la gorra de béisbol que llevaba,
pero el pelo castaño se le salía por los lados y en la cara se le dibujaban
unos grandes hoyuelos al sonreír. Dawn lanzó unas cuantas risitas de inmediato
por el simple motivo de que Miles era mono y de que Dawn era así.
Pero Miles, sin embargo, no se dio por enterado. De hecho, en
un grupo de chicas propiamente dicho él se mostraba más relajado y tranquilo
que la propia Luce. Tal vez se debiera a que tenía muchas hermanas, o algo así.
No era como los otros chicos de la Escuela de la Costa, que mantenían una
reserva fingida. Miles era auténtico.
—Y tú, ¿es que no tienes amigos de tu mismo género? —preguntó
Shelby fingiendo estar más molesta de lo que se sentía en realidad. Ahora que
Luce conocía un poco mejor a su compañera de habitación, empezaba a considerar
casi encantador el humor negro de Shelby.
—Por supuesto. —Miles entró en la habitación tranquilamente—.
El problema es que mis amigos no acostumbran aparecer en mi cuarto con el
desayuno.
Cortó un enorme rollito de canela de la
bolsa y le pegó un gran bocado.
—Estás muy guapa, Luce —dijo con la boca
llena.
Luce se sonrojó, Dawn dejó de reírse, y
Shelby tosió contra su manga.
—¡Qué incómodo!
Luce pegó un respingo al oír el aviso de los altavoces del
pasillo. Los demás la miraron como si estuviera loca, pero ella seguía
acostumbrada a los anuncios de castigo que comunicaba la secretaría del
director en Espada & Cruz. En lugar de eso, la voz cristalina de Francesca
se coló en la habitación. «Buenos días, Escuela de la Costa. Para quienes
queráis acompañarnos en la excursión de hoy en yate, el autobús que nos llevará
al club náutico partirá dentro de diez minutos. Nos reuniremos en la entrada sur.
¡No olvidéis abrigaros!»
Miles cogió otra pasta para el camino. Shelby cogió un par de
botas impermeables de topos. Jasmine se apretó la cinta de sus orejeras de
color rosa y se encogió de hombros.
—¡Adiós a los preparativos! Tendremos que
improvisar el discurso de bienvenida.
—¡Siéntate con nosotras en el autobús! —le ordenó Dawn—. Lo
planificaremos todo camino de Noyo Point.
Noyo Point. Luce tuvo que esforzarse para tragarse un bocado
del bollo de salvado. La expresión de la Proscrita muerta cuando aún estaba
viva. El desagradable regreso a casa en coche con Cam… Esos recuerdos le ponían
la carne de gallina. De nada servía que Cam le hubiera refregado en la cara
haberle salvado la vida. Y, además, justo después de decirle que no abandonara
el campus de nuevo.
Era raro que le hubiera dicho eso.
Parecía casi como si él y Daniel estuvieran confabulados. Luce se quedó sentada
en el borde de la cama con gesto de incredulidad.
—¿Así que vamos todos?
Ella nunca había roto una promesa hecha a Daniel. Pero, en
realidad, jamás le había prometido que no iría en yate. Esa prohibición le
parecía tan severa y fuera de lugar que, por su bien, estaba decidida a no
hacerle caso. Por otra parte, si accedía a seguir las normas impuestas por
Daniel, tal vez no tendría que encontrarse en la desagradable situación de que
alguien fuera asesinado. Pero quizá eso no eran más que paranoias suyas.
Aquella nota la había hecho salir expresamente del campus. En cambio, una
salida en barco con la escuela era algo totalmente distinto. Los Proscritos no
iban a pilotar el yate.
—¡Pues claro que vamos todos! —Miles tomó a Luce por la mano,
la hizo levantarse y la condujo hasta la puerta—. ¿Por qué no íbamos a ir?
Era el momento de elegir. Podía quedarse a salvo en el campus
tal como Daniel (y Cam) le había dicho que hiciera, como si fuera una
prisionera. O podía cruzar el umbral y demostrarse a sí misma que su vida le
pertenecía.
Una hora y media más tarde, Luce y la mitad de
los alumnos de la Escuela de la Costa se encontraban frente a un yate de lujo
blanco y resplandeciente de unos cuarenta metros de eslora.
En la zona de la Escuela de la Costa el día era despejado,
pero abajo, en las aguas del club náutico situado junto a los muelles, aún
reinaba la fina capa de niebla del día anterior. Cuando Francesca bajó del
autobús, susurró: «Ya basta», y levantó las manos al aire.
Con un gesto muy natural, como si descorriera las cortinas de
una ventana, Francesca separó literalmente la niebla con los dedos, dejando a
la vista una gran superficie de cielo despejado justo sobre la reluciente
embarcación.
Lo hizo de un modo tan discreto que ninguno de los estudiantes
o profesores no nefilim habría podido afirmar otra cosa aparte de que era obra
de la naturaleza. Luce no daba crédito a lo que sus ojos habían visto, hasta
que Dawn empezó a aplaudir con discreción.
—Asombroso, como siempre.
Francesca sonrió levemente.
—Sí. Así está mejor, ¿verdad?
Luce cayó en la cuenta de todos los detalles que podrían ser
obra de un ángel. El trayecto en el autobús de alquiler había resultado mucho
más agradable que el que había hecho ella misma bajo la lluvia en un autobús
público el día anterior. Los escaparates de las tiendas parecían renovados,
como si toda la localidad hubiera recibido una mano de pintura.
Los alumnos se dispusieron en fila para subir al yate, que,
como todas las cosas caras, era despampanante. Su diseño elegante tenía la
forma curva de una concha de mar y sus tres pisos disponían cada uno de una
amplia cubierta de color blanco. Desde la cubierta de proa por la que entraron,
Luce vio por los enormes ventanales tres camarotes lujosamente equipados. Bajo
el cálido sol del club náutico, las preocupaciones de Luce sobre Cam y los
Proscritos parecían ridículas y se sorprendió al ver que se desvanecían.
Siguió a Miles al camarote del segundo piso del yate. La
estancia tenía las paredes de color marrón oscuro, muy sobrias, con unas
banquetas largas de color blanco y negro apostadas en las paredes curvas. Había
ya media docena de estudiantes desplomados en los asientos tapizados picando de
la abundante comida que había sobre las mesitas.
En la barra, Miles abrió una lata de cola,
la sirvió en dos vasos de plástico y le entregó uno a Luce.
—Y entonces el demonio le dice al ángel: «¿Demandarme? ¿Y
dónde crees que vas a encontrar un abogado?». —Le dio un codazo—. ¿Lo captas?
Se supone que los abogados…
Un chiste. Luce se había distraído y no se había dado cuenta
de que Miles le estaba contando un chiste. Se forzó a reaccionar con una gran
risotada, e incluso dio un golpecito en la barra. Miles la miró aliviado, tal
vez también con cierto recelo ante aquella reacción tan exagerada.
—Uau —dijo Luce incómoda tras abandonar su
risa fingida—. ¡Qué bueno!
A la izquierda de ambos, Lilith, la melliza alta y pelirroja a
la que Luce había conocido el primer día de clase, se quedó a medio morder el
tartar de atún.
—¿Qué asco de chiste es ese? —Miraba directamente a Luce con
el ceño fruncido, y sus labios brillantes denotaban disgusto—. ¿De veras te
parece divertido? ¿Acaso has estado alguna vez en el Infierno? Pues te aseguro
que no tiene ninguna gracia. De Miles era de esperar, pero yo creía que tú
tenías mejor gusto.
Luce se sorprendió.
—No pensaba que fuera cuestión de gusto —contestó—. En
cualquier caso, estoy por completo con Miles.
—Chist. —Las manos bien cuidadas de Francesca se posaron de
pronto en los hombros de Luce y de Lilith—. Sea cual sea la cuestión, recordad:
estáis en un barco con setenta y tres alumnos no nefilim. La palabra del día es
«discreción».
Esa seguía siendo para Luce una de las cosas más asombrosas de
la Escuela de la Costa: el tiempo que pasaban con los alumnos normales de la
escuela, fingiendo no hacer lo que en realidad hacían en el pabellón nefilim.
Luce aún quería hablar con Francesca de las Anunciadoras, explicarle lo que
había hecho días atrás en el bosque.
Francesca se marchó y Shelby apareció junto
a Luce y Miles.
—Decidme, ¿hasta qué punto tengo que ser discreta para hacer
que setenta y tres alumnos no nefilim metan la cabeza en el váter?
—¡Qué mala eres! —Luce se echó a reír y luego miró con
sorpresa la bandeja de aperitivos que Shelby les ofrecía—. ¡Pero mira quién
está compartiendo! ¡Y tú te jactas de ser hija única! Shelby retiró bruscamente
la bandeja después de que Luce tomara una aceituna.
—Sí, bueno, pero no te acostumbres.
Cuando el motor se puso en marcha, todos los alumnos
estallaron en vítores. A Luce le gustaban especialmente esos momentos en la
Escuela de la Costa, cuando no podía distinguir quién era nefilim y quién no.
Fuera había una fila de chicas enfrentándose al frío, riéndose mientras su pelo
ondeaba al viento. Unos compañeros de su clase de historia estaban organizando
una partida de póquer en un rincón del camarote principal. Luce supuso que
encontraría a Roland en esa mesa, pero curiosamente no lo vio por ningún lado.
Cerca del bar, Jasmine tomaba fotografías de todo, mientras
Dawn, agitando al aire un papel y un bolígrafo, le hacía señas a Luce para
recordarle que tenían que escribir el discurso. Luce se dispuso a ir hacia
ellas cuando por el rabillo del ojo vio a Steven al otro lado de la ventana.
Estaba solo, apoyado en la barandilla, envuelto en una larga
gabardina negra y tocado con un sombrero fedora que le cubría el pelo
entrecano. Todavía le inquietaba pensar que era un demonio, especialmente
porque al menos lo que sabía de él le gustaba. Por otra parte, su relación con
Francesca confundía a Luce aún más. Formaban una unidad especial. Recordó lo
que Cam había dicho la noche anterior acerca de que él y Daniel no eran tan
distintos. La comparación aún le iinquietaba cuando corrió la puerta corredera
de cristal tintado para abrirla y salió a cubierta.
Desde el barco, al oeste solo veía el azul
infinito del océano superpuesto al azul del cielo despejado. Las aguas estaban
tranquilas, pero una fuerte brisa recorría los costados de la embarcación. Al
acercarse a Steven, Luce tuvo que agarrarse a la barandilla, entrecerrar los
ojos por el brillo del sol y protegerse la vista con la mano. Francesca no se
veía por ningún lado.
—Hola, Luce. —Steven sonrió y se quitó el sombrero cuando ella
alcanzó la barandilla. Aunque era noviembre, tenía la piel bronceada—. ¿Cómo va
todo?
—Menuda pregunta —respondió ella.
—¿Te has agobiado mucho esta semana? ¿Nuestra demostración con
la Anunciadora te impresionó mucho? ¿Sabes?… —Bajó la voz—, eso no lo habíamos
enseñado nunca.
—¿Impresionarme? No, me encantó. —Se apresuró a responder
Luce—. Quiero decir… Fue difícil verlo, pero a la vez también fue fascinante.
De hecho, me gustaría hablar de ello con alguien…
Mientras Steven la miraba fijamente, Luce recordó la
conversación que había oído de sus dos profesores con Roland. Sabía que era
Steven, y no Francesca, el más dispuesto a incluir las Anunciadoras en el
programa de estudios.
—Me gustaría saberlo todo de ellas.
—¿Todo? —Steven ladeó la cabeza de modo que el sol le dio
completamente en la piel ya de por sí bronceada—. Eso requiere tiempo. Existen
trillones de Anunciadoras, una prácticamente por todos y cada uno de los
momentos de la historia. Es un campo infinito. La mayoría de nosotros ni
siquiera sabemos por dónde empezar.
—¿Y por eso no lo habíais enseñado antes?
—Es una cuestión controvertida —dijo
Steven—. Hay ángeles que no conceden ningún valor a las
Anunciadoras. O que creen que lo malo que con
frecuencia proclaman es superior a lo bueno. Consideran que quienes las
defendemos, como un servidor, somos un hatajo de ratas de la historia,
demasiado obsesionados con el pasado como para prestar atención a los pecados
del presente.
—Pero eso es como decir que el pasado
carece de valor.
Si eso fuera cierto, significaría que todas las vidas
anteriores de Luce no habían servido para nada y que su historia con Daniel
carecía también de importancia. Por lo tanto, lo único que ella debía tener en
cuenta era lo que sabía de Daniel en esta vida. ¿Y eso era suficiente?
No. No lo era.
Tenía que creer que había algo más que lo que sentía por
Daniel: una historia valiosa y secreta con algo más que unas cuantas noches de
besos felices y otras de disputas. A fin de cuentas, si el pasado carecía de
valor, eso era todo lo que tenían.
—Por la cara que pones —dijo Steven—, diría
que ya tengo a otra partidaria.
—Espero que no andes llenando la cabeza de Luce con alguna de
esas guarradas demoníacas tuyas. —Francesca estaba detrás de ellos con los
brazos en jarras y el ceño fruncido. Hasta que se echó a reír, Luce no supo si
bromeaba.
—Hablábamos de las sombras… Bueno, quiero decir, de las
Anunciadoras —explicó Luce—. Steven me decía que cree que hay trillones.
—Steven también cree que a él no le hace falta llamar al
fontanero cuando el baño tiene un escape. — Francesca sonrió con calidez, pero
en su voz había algo que incomodaba a Luce, como si hubiera hablado con
demasiado atrevimiento—. ¿Tienes ganas de ver más escenas cruentas como la que
vislumbramos en clase el otro día?
—No, no quería decir eso…
—Hay motivos por los que hay cosas que es mejor dejarlas en
manos de los expertos. —Francesca miraba a Steven—. Igual que los escapes de
agua en un baño… Me temo que las Anunciadoras, por tratarse de ventanas al
pasado, son precisamente una de esas cosas.
—Por supuesto, entendemos por qué tú en particular estás tan
interesada en ellas —añadió Steven, acaparando toda la atención de Luce.
Steven había dado en el blanco: sus vidas
anteriores.
—Pero tienes que comprender —prosiguió Francesca— que
vislumbrar sombras es tremendamente arriesgado sin el entrenamiento debido. Si
te interesa, hay universidades y programas académicos rigurosos de los que me
encantará hablarte en el momento oportuno. Pero por ahora, Luce, deberás
disculpar el error de haberlas presentado prematuramente en una clase de
instituto, así que tendrás que conformarte con cómo están las cosas.
Luce se sintió rara y escrutada; ambos
mantenían la vista clavada en ella.
Al inclinarse un poco sobre la barandilla, vio a sus amigos
debajo, en la cubierta principal del barco. Miles miraba por unos binoculares e
intentaba señalarle algo a Shelby, que, pertrechada tras sus enormes gafas
Ray-Ban, no le prestaba la menor atención. En la popa, Dawn y Jasmine estaban
sentadas en un saliente con Amy Branshaw, todas ellas inclinadas sobre una
carpeta y tomando notas a toda velocidad.
—Debería ir a ayudarlas con el discurso de bienvenida —dijo
Luce, apartándose de Francesca y Steven. Mientras bajaba por la escalera de
caracol sintió la mirada de ambos posada en su espalda. Una vez en la cubierta
principal, pasó por debajo de una hilera de velas enrolladas y se abrió camino
entre un grupo de estudiantes no nefilim que se encontraban de pie en un
círculo aburrido en torno al señor
Kramer, el delgado profesor de biología, que
les explicaba algo acerca del frágil ecosistema que tenían justo a sus pies.
—¡Aquí estás! —Jasmine introdujo a Luce en
el grupo—. Por fin el plan toma forma.
—¡Perfecto! ¿Qué puedo hacer para ayudaros?
—A las doce tocaremos la campana. —Dawn señaló una enorme
campana de latón que colgaba de una polea en una vara blanca cerca de la proa
del barco—. A continuación, daré la bienvenida a todo el mundo; luego Amy
hablará de cómo surgió la idea del viaje, y Jasmine hará un repaso de los
eventos sociales que van a celebrarse este semestre. Solo falta que alguien
hable del medio ambiente.
Las tres dirigieron la mirada a Luce.
—¿El barco es un híbrido o algo parecido?
—quiso saber Luce.
Amy se encogió de hombros y negó con la
cabeza.
Dawn tuvo una idea y se le iluminó la cara.
—Podrías decir algo así como que estar aquí nos hace a todos
más conscientes del medio ambiente, porque quien vive cerca de la naturaleza se
comporta de acuerdo con ella.
—¿Sabes escribir poemas? —preguntó
Jasmine—. Podrías hacer uno de risa.
A Luce, que se sentía culpable por no haber asumido ninguna
responsabilidad real, le pareció necesario mostrarse conforme con la idea.
—Poesía medioambiental —dijo pensando que lo único que se le
daba peor que la poesía y la biología marina era hablar en público—. De
acuerdo, lo haré.
—¡Perfecto! ¡Uf! —Dawn se pasó la mano por
la frente—. Bien, lo que yo he pensado es…
Se subió de un salto al saliente donde estaba sentada y empezó
a enumerar con los dedos una serie de cosas.
Luce sabía que debía prestar atención a las propuestas de Dawn
(«¿No sería fantástico ponernos en fila por orden de altura, de mayor a
menor?»), sobre todo considerando que en breve ella tendría que decir algo
inteligente, y que rimara, sobre el medio ambiente ante un centenar de
compañeros. Sin embargo, su pensamiento estaba aún muy ofuscado por la extraña
conversación que había mantenido con Francesca y Steven.
«Dejar a las Anunciadoras en manos de expertos.» Si Steven
estaba en lo cierto y realmente había una Anunciadora para todos y cada uno de
los momentos de la historia, afirmar aquello era como decir que había que dejar
todo el pasado en manos de los especialistas. Pero Luce no pretendía parecer
una entendida en Sodoma y Gomorra; lo único que le interesaba era su pasado, el
suyo y el de Daniel. Y si alguien tenía que ser experto en esas cuestiones,
Luce entendía que tenía que ser ella misma.
Sin embargo, tal como Steven había dicho: había un trillón de
sombras ahí fuera. Si ya resultaba prácticamente imposible localizar aquellas
que guardaban cierta relación con ella y Daniel, menos aún podía saber qué
hacer con ellas en caso de encontrarlas.
Levantó la mirada hacia la cubierta del segundo piso. Allí no
se veían más que las coronillas de Francesca y Steven. Con algo de imaginación,
Luce se podía figurar que estaban sumidos en una agria discusión sobre ella. Y
también sobre las Anunciadoras. Probablemente estuvieran acordando no volver a
hablarle de ellas nunca más.
Luce tenía la certeza de que, en las
cuestiones referidas a su pasado, debía actuar sola.
Pero… un momento…
El primer día de clase, en el ejercicio
para romper el hielo Shelby había dicho que…
Luce se puso de pie, ajena por completo al hecho de que se
encontraba en medio de una reunión. Mientras atravesaba la cubierta oyó a su
espalda un grito penetrante.
Tras girarse hacia el lugar de donde procedía el sonido, Luce
vio el destello de algo blanco cayendo por la proa.
Al cabo de un segundo, la mancha
desapareció.
Y luego se oyó el ruido de una salpicadura
en el agua.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dawn!
Jasmine y Amy gritaban, con el cuerpo
doblado por encima de la proa y la vista clavada en el agua.
—¡Voy a buscar el bote salvavidas! —gritó
Amy entrando en el camarote.
Luce subió de un salto al saliente junto a Jasmine. Lo que vio
le hizo tragar saliva. Dawn había caído por la borda y se debatía en el agua.
Al principio, se le veía el pelo negro y los brazos agitándose con
desesperación, pero cuando levantó la vista Luce vio el terror escrito en su
pálido rostro.
Un angustioso segundo más tarde, una ola enorme engulló el
cuerpo diminuto de Dawn. El barco todavía se movía, apartándose cada vez más de
ella. Las chicas temblaban, esperando que Dawn volviera a sacar la cabeza a la
superficie.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Steven, que apareció de pronto
junto a ellas. Francesca, entretanto, desataba un salvavidas de espuma situado
bajo la proa.
Los labios de Jasmine temblaban.
—Iba a tocar la campana para llamar la atención de todos y
pronunciar el discurso. Apenas se ha inclinado hacia fuera. No sé cómo ha
podido perder el equilibrio.
Luce volvió a mirar con angustia hacia la proa del barco. La
caída a aquellas aguas gélidas era de unos nueve metros más o menos, y ni
rastro de Dawn.
—¿Dónde está? —gritó Luce—. ¿Sabe nadar?
Sin aguardar la respuesta, arrebató el salvavidas de las manos
de Francesca, pasó una mano por él y se encaramó a la proa.
—¡Luce! ¡Para!
Pero ya era demasiado tarde, Luce se precipitó al agua
inspirando. Al hacerlo, pensó en Daniel y recordó su última zambullida en el
lago.
Primero sintió el frío en las costillas; notó una fuerte
tensión en los pulmones a causa de la diferencia térmica. Esperó a que su
descenso se detuviera y luego batió los pies para salir a la superficie. Las
olas le pasaban por encima de la cabeza, metiéndole sal por la boca y la nariz,
pero ella asía el salvavidas con fuerza. Aunque nadar con él le resultaba
molesto, sabía que cuando encontrase a Dawn, si lo conseguía, ambas
necesitarían mantenerse a flote hasta que apareciera el bote salvavidas.
De lejos oía ruidos procedentes del yate; la gente corría por
la cubierta gritando su nombre. Si quería ser de ayuda a Dawn, tenía que hacer
oídos sordos.
Entonces a Luce le pareció atisbar la forma oscura de la
cabeza de Dawn en aquellas aguas gélidas. Nadó a contracorriente hacia allí.
Notó algo en el pie, tal vez una mano, pero luego desapareció y Luce no supo si
había sido Dawn o no.
No podía sumergirse y sostener a la vez el salvavidas; tenía
la terrible sospecha de que Dawn estaba más abajo. Aunque sabía que no podía
soltar el salvavidas, si no lo hacía no podría salvar a su amiga.
Finalmente lo dejó a un lado, se llenó los
pulmones de aire y se zambulló dando grandes brazadas hasta que el calor de la
superficie desapareció y el agua se volvió tan fría que dolía. No veía nada,
así que se limitó a intentar agarrar cualquier cosa con las manos, con la
esperanza de alcanzar a Dawn antes de que fuera demasiado tarde.
Lo primero que vio Luce fue el pelo de Dawn, la fina mata de
ondas cortas y oscuras. Al tantear más abajo palpó la mejilla de su amiga,
luego el cuello y finalmente el hombro. Dawn se había hundido mucho en poco
tiempo. Luce le pasó los brazos por debajo de las axilas y luego la aupó con
todas sus fuerzas, batiendo vigorosamente las piernas hacia la superficie.
Estaban a bastante profundidad y la luz del
día brillaba a lo lejos.
Dawn resultaba más pesada de lo que era, parecía que llevara
un enorme lastre atado a ella que las arrastraba hacia las profundidades.
Por fin alcanzaron la superficie. Dawn escupió, arrojó agua
por la boca y tosió. Tenía los ojos enrojecidos y el pelo pegado a la frente.
Luce, rodeándola con un brazo por el pecho, avanzó suavemente hacia el
salvavidas.
—Luce… —susurró Dawn. Bajo aquel oleaje fuerte, Luce no podía
oírla, aunque logró leerle los labios—. ¿Qué ocurre?
—No lo sé. —Luce sacudió la cabeza
intentando mantenerse a flote.
—¡Acércate al bote salvavidas!
El grito venía de atrás. Sin embargo, nadar era imposible.
Apenas podían mantener la cabeza fuera del agua.
Entretanto, la tripulación bajó un bote salvavidas con Steven
a bordo. En cuanto la embarcación tocó las aguas del océano, empezó a remar con
fuerza hacia ellas. Luce cerró los ojos y dejó que con la siguiente ola la
invadiera una sensación de alivio. Solo tenía que resistir un poco más para que
las dos estuviesen a salvo.
—¡Agarradme de la mano! —gritó Steven a las
chicas.
Luce sentía las piernas como si llevara una
hora nadando. Empujó a Dawn para que saliera primero.
Steven se había quitado toda la ropa excepto los pantalones y
la camisa blanca, que ahora llevaba empapada y pegada al pecho. Cuando fue a
ayudar a Dawn, sus brazos musculosos estaban muy hinchados. Gruñó con el rostro
enrojecido por el esfuerzo, y la levantó. En cuanto Dawn quedó colgada en la
borda de forma que no podía volver a caerse, Steven se volvió y se apresuró a
coger a Luce de los brazos.
Ayudada por él, a ella le pareció que no pesaba, que
prácticamente se elevaba del agua. No fue hasta que su cuerpo se deslizó dentro
del bote cuando se dio cuenta de lo mojada y fría que estaba.
Excepto donde Steven había puesto los
dedos.
Ahí, las gotas de agua de la piel emanaban
vapor.
Tras incorporarse para sentarse, se apresuró a ayudar a Steven
a meter todo el cuerpo de Dawn dentro del bote. La muchacha estaba exhausta y
apenas podía sostenerse. Luce y Steven tuvieron que agarrarla cada uno por un
brazo para incorporarla. Cuando estaba prácticamente dentro, Luce notó como si
algo tirara de Dawn tratando de sumergirla de nuevo en el agua.
Dawn abrió sus oscuros ojos y gritó mientras resbalaba hacia
atrás, escurriéndose de las manos húmedas de Luce, a la que pilló desprevenida.
Luce cayó repentinamente de espaldas, contra el costado del bote.
—¡Aguanta!
Steven logró agarrar a tiempo a Dawn por la cintura. Se puso
de pie y la embarcación estuvo a punto de volcar. Mientras él se esforzaba en
sacar a la chica del agua, Luce observó un delicado resplandor dorado que
recorría la espalda del profesor. Eran sus alas.
Asomaron al instante, casi involutariamente, justo cuando
Steven más necesitaba todas sus fuerzas. Refulgían con el destello de las joyas
caras que Luce solo había visto en las joyerías. Aquellas alas no se parecían a
las de Daniel. Las de Daniel eran cálidas y agradables, magníficas y
atractivas. Las de Steven, en cambio, eran salvajes e intimidatorias,
irregulares y temibles.
Steven resopló; con los músculos de los brazos tensados solo
tuvo que batir una vez las alas para obtener el impulso vertical necesario para
sacar a Dawn del agua.
Aquel aleteo fue suficiente para pegar a Luce contra el otro
costado del bote. En cuanto Dawn estuvo a salvo, Steven volvió a posar los pies
en el bote y replegó de inmediato las alas. Solamente quedaron dos pequeños
desgarrones en la parte posterior de su elegante camisa, la única prueba de que
lo que Luce había visto era real. Tenía el rostro desencajado y las manos le
temblaban de forma incontrolable.
Los tres se desplomaron en el bote. Dawn no se había percatado
de nada, y Luce se preguntó si alguno de los del yate se había dado cuenta de
algo. Steven contempló a Luce como si lo acabara de pillar desnudo. A ella le
habría gustado decirle que ver sus alas había sido asombroso. Hasta entonces no
sabía que incluso el lado oscuro de los ángeles caídos podía resultar
sobrecogedor.
Se acercó a Dawn, en parte esperando ver sangre en algún lugar
de su piel. De hecho, parecía como si algo la hubiera agarrado con sus
mandíbulas. Pero la chica no tenía ni un rasguño.
—¿Estás bien? —susurró Luce al final.
Dawn sacudió la cabeza, arrojando gotas de
agua del pelo a su alrededor.
—Yo sé nadar, Luce. Te aseguro que soy una
buena nadadora. Algo me… Algo… —¿Qué crees que era? —preguntó Luce aterrada—.
¿Un tiburón o…? Dawn se estremeció.
—Eran manos.
—¿Manos?
—¡Luce! —espetó Steven.
Ella se volvió hacia él: no parecía en absoluto la persona con
la que había estado hablando minutos atrás en la cubierta. Se apreciaba una
aspereza en su mirada que hasta ese momento nunca le había visto.
—Eso que has hecho hoy ha sido… —Se interrumpió. Su rostro
empapado tenía un aspecto feroz. Luce contuvo el aliento, expectante.
«Imprudente.» «Estúpido.» «Peligroso.»—. Muy valiente —dijo al fin relajando
las mejillas y la frente, con lo que adoptó su expresión habitual.
Luce suspiró aliviada. Apenas tenía voz para darle las
gracias. No podía apartar la vista de las piernas temblorosas de Dawn, ni de
aquellas marcas rojas, finas y crecientes que le trepaban por los tobillos,
como si fueran marcas de dedos.
—Seguro que estáis muy asustadas —añadió Steven con tono
tranquilo—. Pero no hay motivo para que cunda la histeria en toda la escuela.
Dejad que hable yo con Francesca. Hasta que yo os lo diga no contéis ni una
palabra a nadie. ¿Dawn?
La muchacha asintió aterrada.
—¿Luce?
Ella hizo una mueca. No estaba segura de poder guardar un
secreto así. Dawn había estado a punto de morir.
—Luce.
Steven la asió por el hombro, se quitó las gafas de montura
cuadrada y clavó sus ojos de color marrón oscuro en los de color avellana de
Luce. Mientras el bote salvavidas era aupado en el cabestrante hasta la
cubierta principal donde aguardaba el resto del alumnado, él le susurró al
oído.
—Ni una palabra a nadie, por seguridad.
7
Doce días
—No entiendo por qué te comportas de un modo
tan raro —dijo Shelby a Luce la mañana siguiente
—. ¿Cuánto llevas aquí? ¿Seis días? Y ya eres la heroína de
la Escuela de la Costa. Tal vez al
final consigas mejorar tu reputación.
El cielo de esa mañana de domingo estaba salpicado de cúmulos
de nubes. Luce y Shelby paseaban por la diminuta playa de la Escuela de la
Costa mientras compartían una naranja y un termo de té chai. El fuerte viento
traía el aroma terroso de las viejas secuoyas de los bosques. La marea estaba
agitada y alta y arrojaba al paso de las chicas marañas de algas negras,
medusas y madera podrida a la deriva.
—No fue nada —musitó Luce.
En realidad, no era verdad. Lanzarse a esas aguas heladas para
salvar a Dawn sí que había sido algo. Pero Steven —la severidad de su tono de
voz, la fuerza con que la había asido del brazo— había asustado tanto a Luce
que ni siquiera osaba hablar del rescate de Dawn.
Contempló la espuma salada que dejaba la estela de una ola al
retirarse. Procuraba no mirar las aguas profundas y oscuras más allá para no
tener que pensar en las manos que habitaban en sus profundidades gélidas. «Por
seguridad.» Steven seguro que se había referido a la de todos, esto es, a la
seguridad de todo el alumnado. Sin embargo, también podía haber hecho alusión
solo a Luce.
—Dawn está bien —dijo ella—. Eso es lo
importante.
—Hum, sí, claro, pero eso es gracias a ti,
la vigilante de la playa.
—No empieces a llamarme vigilante de la
playa.
—¿Prefieres verte a ti misma como la salvadora Liendre, que
todo lo sabe y de nada entiende? — Shelby usaba un estilo de burla
deliberadamente inexpresivo—. Francesca dice que las dos últimas noches un tipo
misterioso ha estado rondando por los jardines de la escuela. Deberías darle su
merecido…
—¿¿¿Cómo dices??? —Luce estuvo a punto de
escupir su té—. ¿Y quién es?
—Repito: un tipo misterioso. No se sabe. —Shelby se sentó
sobre la superficie de una piedra caliza desgastada y empezó a arrojar piedras
al océano haciéndolas botar con habilidad—. Será algún imbécil.
Oí sin querer a Francesca hablando de ello en
el barco con Kramer ayer, después de todo el alboroto.
Luce se sentó junto a Shelby y empezó a
hurgar en la arena en busca de piedras.
Alguien merodeaba en torno a la Escuela de
la Costa. ¿Y si se trataba de Daniel?
Sería muy propio de él. Era lo bastante testarudo como para
mantener su promesa de no verla, y a la vez incapaz de permanecer alejado.
Pensar en Daniel hizo que deseara aún más estar con él. Se sintió prácticamente
al borde del llanto. Eso era de locos. Se dijo que aquel tipo misterioso no
podía ser Daniel. Tal vez fuera Cam. O cualquier otra persona. O bien podía
tratarse de un Proscrito. —¿Francesca parecía preocupada? —preguntó a Shelby.
—¿Tú no lo estarías?
—Un momento, ¿por eso anoche no te
escapaste?
Aquella había sido la primera noche que
Shelby no había despertado a Luce al entrar por la ventana. —No.
El brazo con que Shelby arrojaba las piedras estaba bien
tonificado gracias al yoga que practicaba. La piedra siguiente botó seis veces
describiendo un arco amplio que casi dio la vuelta hacia ellas, como un
bumerán.
—Por cierto, ¿adónde vas cada noche?
Shelby se metió las manos en los bolsillos de su chaleco rojo
de esquí, con la vista clavada en las olas grises con tal intensidad que
parecía que hubiera atisbado algo en ellas, o simplemente que ignoraba la
pregunta. Luce le siguió la mirada, aliviada de no ver en las aguas nada más
que olas grises y blancas hasta perderse en el horizonte.
—Shelby.
—¿Qué? No voy a ningún sitio.
Luce iba a levantarse enfadada porque Shelby no le contaba
nada y empezó a sacudirse la arena húmeda de la parte posterior de las piernas
cuando su compañera tiró de ella para que volviera a sentarse sobre la piedra.
—Está bien, iba a ver a mi patético novio. —Shelby suspiró con
fuerza y arrojó sin más una piedra al agua que a punto estuvo de dar a una
gaviota que caía en picado para atrapar un pez—. Eso era antes de que se
convirtiera en mi patético ex novio.
—¡Oh, Shelby! Lo siento. —Luce se mordió el
labio—. No sabía que tuvieras novio.
—Tuve que pararle los pies. Se puso muy pesado con eso de que
tuviera una compañera de habitación nueva. No dejaba de insistir para que le
dejara venir a nuestro cuarto por la noche. Quería conocerte. No sé qué tipo de
chica se piensa que soy. Mira, no te ofendas, pero para mí tres son multitud.
—¿Quién es? —preguntó Luce—. ¿Va a esta
escuela?
—Es Phillip Aves. Un alumno de último curso
de la escuela principal.
Luce no creía conocerlo.
—Ese chico pálido, de pelo casi blanco —dijo Shelby—. La
versión albina de David Bowie. — Torció los labios—. Por desgracia, realmente
llama la atención.
—¿Por qué no me dijiste que habíais roto?
—Prefiero descargarme canciones de Vampire Weekend y luego
hacer que las canto cuando no estás aquí. Es mejor para mis chacras. Por otra
parte… —Dirigió entonces un dedo acusador hacia Luce—, hoy eres tú la que está
taciturna y rara. ¿Daniel no te trata bien o qué?
Luce se reclinó sobre los codos.
—Para eso tendríamos que vernos, lo cual,
al parecer, no nos está permitido.
Al cerrar los ojos, el sonido de las olas la transportó de
vuelta a la primera noche en que había besado a Daniel. En esa vida. El húmedo
abrazo de sus cuerpos en el entarimado podrido de Savannah. La presión ansiosa
de sus manos al atraerla hacia sí. En ese momento todo les había parecido
posible. Abrió los ojos. ¡Qué lejos estaba de todo aquello!
—Así que ese patético novio tuyo…
—No. —Shelby la hizo callar con un gesto—. No quiero hablar
sobre él más de lo que me imagino que tú quieres hablar de Daniel. Cambiemos de
tema.
Era justo. Con todo, no era totalmente cierto que Luce no
quisiera hablar de Daniel. Pero sabía que, si empezaba a hablar de él,
posiblemente no podría callar. De hecho, su cabeza ya parecía un disco rallado
que no paraba de dar vueltas en torno a las… cuatro experiencias físicas que
había tenido con él en esta vida. (Contando solo a partir de cuando Daniel dejó
de fingir que ella no existía.) Aquello sin duda aburriría sobremanera a
Shelby, que probablemente había tenido montones de novios y vivencias. En el
caso de Luce, en cambio, las experiencias eran prácticamente nulas.
Solo recordaba un beso que había dado a un chico que luego
había ardido y unos pocos momentos muy apasionados con Daniel. Era todo. No
podía decirse que Luce fuera una experta en el amor.
De nuevo se lamentó lo injusta que era su
situación: mientras que Daniel tenía recuerdos fabulosos de los dos a los que
aferrarse cuando la situación se ponía difícil, ella no tenía nada. Hasta que
levantó la vista hacia su compañera de habitación.
—Oye, Shelby…
Shelby se había levantado la capucha roja y
hundía un palo en la arena mojada.
—Ya te he dicho que no quiero hablar de él.
—Lo sé. Me preguntaba… ¿Te acuerdas de
cuando dijiste que sabías vislumbrar tus vidas pasadas? Era lo que había ido a
preguntar a Shelby cuando Dawn cayó por la borda.
—Yo nunca he dicho eso.
El palo se hundió más profundamente en la arena. Shelby tenía
el rostro ruborizado y la espesa cabellera rubia se le soltaba de la cola.
—Sí, sí lo dijiste. —Luce negó con la cabeza—. Lo escribiste
en mi hoja el día del ejercicio para romper el hielo. Me la arrebataste de las
manos y dijiste que sabías hablar más de dieciocho lenguas y también vislumbrar
vidas pasadas, y entonces me preguntaste cuál prefería que rellenases… —Me
acuerdo de lo que dije, pero me malinterpretaste.
—Vale —dijo Luce lentamente—. Entonces…
—Que haya vislumbrado una vida pasada en una ocasión no
significa que sepa hacerlo y no significa tampoco que fuera la mía.
—¿Así que no era la tuya…?
—¡Oh, no, por supuesto que no! La
reencarnación es cosa de gente rara.
Con el gesto torcido, Luce metió las manos en la arena mojada,
deseando hundirse en ella en ese instante.
—¡Eh, que era una broma! —Shelby dio un codazo amigable a
Luce—. Especialmente pensada para una chica que ha tenido que pasar por la
adolescencia miles de veces. —Hizo una mueca—. Yo con una vez he tenido
bastante, gracias.
Así que Luce era esa chica, la que había tenido que pasar por
la adolescencia miles de veces. Nunca lo había visto de ese modo. Resultaba casi
divertido: visto desde fuera, atravesar un número infinito de pubertades
parecía lo peor de su suerte. Pero era mucho más complicado. A Luce le hubiera
gustado decir que tendría gustosa los granos y cambios hormonales mil veces si
tenía la ocasión de ver sus vidas anteriores y de comprender más cosas sobre sí
misma, pero entonces levantó la vista hacia Shelby. —Y si no era tu vida, ¿de
quién era la vida que vislumbraste?
—¡Maldita sea!, ¿por qué eres tan
entrometida?
Luce notó cómo le subía la presión de la
sangre.
—¡Shelby, caramba, ayúdame un poco!
—Está bien —accedió Shelby al fin haciendo un gesto con las
manos para que se tranquilizara—. Fue una noche en una fiesta en Corona. El
ambiente se descontroló bastante, con sesiones de espiritismo medio desnudos y
toda esa mierda… Pero, bueno, esa no es la historia. Recuerdo que salí a dar un
paseo para tomar un poco el aire, pero como llovía era difícil saber adónde me
dirigía. Doblé la esquina de un callejón y me encontré con un tipo con aspecto
andrajoso llorando inclinado sobre una esfera de oscuridad. Yo nunca había
visto nada parecido. Tenía forma de globo brillante y parecía flotar encima de
sus manos.
—¿Y qué era?
—En ese momento no lo sabía, pero ahora sé
que era una Anunciadora.
Luce se quedó pasmada.
—¿Y viste lo que él vislumbraba de una vida
pasada? ¿Qué era?
Shelby miró a Luce directamente a los ojos
y tragó saliva.
—Fue bastante desagradable, Luce.
—Lo siento —dijo Luce—. Solo preguntaba
porque…
Admitir lo que iba a admitir cambiaba mucho las cosas. No
cabía duda de que Francesca se opondría por completo a la idea. Pero Luce
necesitaba respuestas y también ayuda, sobre todo la ayuda de Shelby.
—Necesito vislumbrar algunas de mis vidas pasadas —añadió
Luce—, o por lo menos intentarlo. Últimamente me han ocurrido cosas que se
supone que tengo que aceptar porque no me queda más remedio, pero creo que
sería mucho más positivo si supiera al menos de dónde vengo o dónde he estado.
¿Lo entiendes?
Shelby asintió.
—Necesito saber qué tuve en el pasado con Daniel para sentirme
más segura de lo que tengo ahora con él. —Luce cogió aire—. Ese tipo, el del
callejón… ¿viste lo que hacía con la Anunciadora?
Shelby se encogió de hombros.
—Se limitó a darle forma. Entonces yo no sabía lo que era y no
sé cómo dio con ella. Por eso la demostración de Francesca y Steven me asustó
tanto. Comprendí lo que había ocurrido esa noche y desde entonces intento
olvidarlo. No tenía ni idea de que lo que había visto era una Anunciadora.
—Si yo fuera capaz de dar con una, ¿crees
que sabrías manipularla?
—No te prometo nada —dijo Shelby—. Pero
podría intentarlo. ¿Sabes localizarlas?
—No exactamente, pero no debe ser muy difícil teniendo en
cuenta que llevan toda la vida acosándome.
Shelby posó su mano en la de Luce.
—Luce, quiero ayudarte, pero me da miedo.
¿Y si ves algo que… que no deberías ver?
—Cuando rompiste con tu patético novio…
—Creo que ya te he dicho que no…
—Escúchame un momento: ¿no te habría
gustado saber cuanto antes lo que te llevó a romper con él?
Quiero decir, en caso de que te hubieras
comprometido con él o algo por el estilo y entonces…
—¡Basta! —Shelby levantó una mano para que Luce dejara de
hablar—. Ya lo he captado. Vamos, busquemos una sombra.
Shelby siguió a Luce por la playa y subieron
la escalera empinada de piedra, que estaba salpicada de verbenas maltrechas de
color rojo y amarillo que habían logrado crecer en aquel suelo húmedo y
arenoso. Atravesaron luego la cuidada zona de césped procurando no molestar a
un grupo de alumnos no nefilim que jugaban a Ultimate Frisbee. Pasaron por
delante de la ventana de su habitación en el tercer piso de la residencia y
giraron por la parte trasera del edificio. Cuando llegaron al linde del bosque
de secuoyas, Luce señaló un punto entre los árboles.
—Ahí es donde encontré una la última vez.
Shelby penetró en el bosque delante de Luce y, apartando las
largas hojas de arce que, como garras, pendían entre las secuoyas, se detuvo
bajo un helecho gigante.
Entre las secuoyas reinaba la más completa oscuridad y Luce se
alegró de que Shelby la acompañara. Se acordó del otro día, de lo rápido que
había pasado el tiempo mientras acosaba sin éxito a la sombra, y se sintió
abrumada.
—Si encontramos y atrapamos una Anunciadora y logramos
vislumbrar algo —elucubró—, ¿qué posibilidades crees que tenemos de que pueda
revelarnos algo sobre mí y sobre Daniel? ¿Y si solo damos con otra escena
horripilante de la Biblia como la que vimos en clase?
Shelby negó con la cabeza.
—Sobre Daniel no lo sé. Pero si logramos invocar a una
Anunciadora y luego vislumbrarla, tendrá relación contigo. Al parecer, son
específicas del que las invoca… aunque uno no siempre esté interesado en lo que
tienen que decirle. Es como recibir spam
entre mensajes electrónicos importantes: el mensaje siempre va dirigido a ti.
—¿Cómo es posible que sean específicas del que las invoca?
¿Acaso eso significa que Francesca y Steven estuvieron presentes en la
destrucción de Sodoma y Gomorra?
—Bueno, así es. Llevan aquí desde siempre. Se dice que sus
currículums son impresionantes. — Shelby dirigió una mirada extraña en Luce—. A
ver si dejas de poner los ojos en blanco y piensas un poco. ¿Cómo si no habrían
conseguido su trabajo en la Escuela de la Costa? Esta es una escuela realmente
buena.
Una forma oscura y resbaladiza se deslizó hacia ellas: la
envoltura pesada de una Anunciadora se estiraba perezosamente entre las sombras
alargadas de una rama de secuoya.
—Ahí —indicó Luce sin pérdida de tiempo.
Se encaramó a continuación a una rama baja que se extendía
detrás de Shelby. Tuvo que aguantarse con un solo pie e inclinarse por completo
hacia la izquierda, pudiendo solo así rozar la Anunciadora con las yemas de los
dedos.
—No llego.
Shelby entonces cogió una piña y la arrojó
al centro de la sombra.
—¡Para! —susurró Luce—. La vas a fastidiar.
—Lo único que fastidia es que seas tan
timorata. Extiende la mano.
Luce hizo lo que le decía con un mohín.
Observó entonces cómo la piña rebotaba en el lado expuesto de
la sombra; a continuación, oyó el sonido suave y sibilante que normalmente la
aterrorizaba. Un lado de la sombra se desprendió de la rama, deslizándose muy
suavemente. Luego se soltó y fue a parar al brazo extendido y tembloroso de
Luce, que agarró los bordes con los dedos.
Luce bajó de un salto de la rama sobre la que estaba y se
acercó a Shelby con la ofrenda fría y viscosa en las manos.
—Trae —dijo Shelby—. Yo cogeré una mitad y
tú la otra, igual que en clase. ¡Puaj! Es viscosa. Está bien, ahora suelta. No se
irá a ninguna parte, deja simplemente que se enfríe y tome forma.
Pasó un largo rato hasta que la sombra hizo algo. Luce tuvo la
sensación de estar jugando con el viejo tablero de la güija de cuando era
pequeña. Notó una energía inexplicable en la punta de los dedos. Antes de
apreciar alguna diferencia de forma en la Anunciadora, percibió un movimiento
leve y continuo.
Entonces se produjo un zumbido: la sombra se contrajo y se
replegó de nuevo en su oscuridad. Al poco había adoptado el tamaño y la forma de
una caja grande y se mantenía suspendida justo encima de las yemas de sus
dedos.
—¿Has visto eso? —preguntó asombrada Shelby, cuya voz apenas
se oía por encima del zumbido de la sombra—. Mira el centro.
Igual que había ocurrido en clase, fue como si un velo oscuro
se retirara de la Anunciadora y dejara ver un estallido asombroso de color.
Luce se protegió los ojos mientras contemplaba cómo la luz brillante se
acomodaba en la pantalla formada por la sombra y mostraba una imagen nebulosa y
desenfocada. Luego, al fin, empezaron a apreciarse formas diferenciadas en
colores apagados.
Se veía una sala de estar. La parte
posterior de una butaca reclinable de cuadros de color azul con el reposapiés
levantado y un borde deshilachado. Había una televisión vieja panelada en
madera que emitía una reposición de Mork
and Mindy sin volumen. Enroscado en una alfombra de patchwork redonda había
un jack russell terrier rechoncho.
Luce vio oscilar la puerta de lo que parecía ser la cocina.
Entró una mujer mucho mayor que la abuela de Luce cuando murió; sujetaba una
bandeja con fruta cortada. Llevaba un vestido rosa y blanco, zapatillas de
tenis y unas gafas gruesas que le colgaban en un cordón por el cuello.
—¿Quién es esa gente? —se preguntó Luce en
voz alta.
Cuando la anciana dejó la bandeja sobre la mesita, una mano
manchada asomó en la butaca y cogió un trozo de plátano.
Luce se inclinó para ver mejor, y el centro de la imagen
cambió. Era como si la imagen estuviera en 3D. Luce todavía no había advertido
la presencia del anciano de la butaca reclinable. Era una persona frágil, con
escasos mechones de pelo blanco y manchas de edad en la frente. Movía la boca,
pero Luce no lograba oír nada. Una serie de fotografías enmarcadas ocupaba toda
la repisa de la chimenea.
El zumbido en los oídos de Luce se intensificó, tanto que le
obligó a contraer el rostro. Mientras ella se limitaba a observar esas
fotografías con asombro, la Anunciadora centró la imagen en ellas. Luce sintió
una especie de latigazo, y tuvo un primer plano de una de las fotografías
enmarcadas.
Era un marco fino chapado en oro que se encontraba cerca de un
plato de cristal de color; la fotografía pequeña del interior tenía los bordes
finamente festoneados en torno a una imagen en blanco y negro algo amarillenta.
En ella se veían dos caras: la suya y la de Daniel.
Luce, conteniendo el aliento, escrutó su propia imagen.
Parecía apenas un poco más joven que ahora. Melena oscura y larga hasta los
hombros peinada con unas ondas anticuadas. Camisa blanca con cuello redondo
estilo Peter Pan. Falda amplia acampanada hasta las pantorrillas. Manos con
guantes blancos cogidas a las de Daniel, que la miraba sonriente.
La Anunciadora empezó a vibrar y temblar, y la imagen de su
interior comenzó a parpadear hasta desaparecer.
—Oh, no… —exclamó Luce dispuesta a meterse dentro. Todo cuanto
logró fue tocar con los hombros el borde de la Anunciadora. Una sensación
gélida y amarga la empujó hacia atrás, dejándole en la piel una sensación húmeda.
Notó una mano en la muñeca.
—Nada de locuras —la advirtió Shelby.
Era demasiado tarde.
La pantalla se ensombreció, y la Anunciadora se desplomó en el
suelo del bosque, resquebrajándose en pedazos como un cristal roto. Luce
reprimió un gimoteo. Suspiró con fuerza. Era como si una parte de ella hubiera
muerto.
Se puso a cuatro patas, apretó la frente contra el suelo y
rodó sobre un costado. El frío y la oscuridad eran más intensos que al
principio. El reloj de pulsera señalaba que eran más de las dos de la tarde,
aunque habían entrado en el bosque por la mañana. Luce volvió la vista hacia el
oeste, al lindero del bosque, apreciando así la diferencia de la luz en la
residencia. Las Anunciadoras engullían el tiempo. Shelby se tumbó a su lado.
—¿Estás bien?
—Estoy tan confusa. Esa gente… —Luce se apretó las manos en la
frente—. No tengo ni idea de quiénes son.
Shelby se aclaró la garganta y la miró
incómoda.
—¿No te parece que… que tal vez los
conocías? Hace tiempo. Tal vez eran tus… Luce esperó a que terminara.
—¿Mis qué?
—¿De verdad que no se te ha ocurrido que tal vez esa gente
fueran tus padres en otra vida? ¿Que ese es su aspecto actual?
Luce abrió la boca con asombro.
—No. Un momento. ¿Quieres decir… que he tenido padres
distintos en cada una de mis vidas pasadas? Yo creía que Harry y Doreen… habían
estado siempre conmigo.
De pronto se acordó de que Daniel le había dicho que su madre
en una vida pasada hervía mal la col. En ese momento no le había dado mayor
importancia, pero de pronto cobró sentido. Doreen era una cocinera
extraordinaria. Todo el mundo al este de Georgia lo sabía.
Lo que significaba que Shelby tenía razón. Era probable que
Luce tuviera toda una serie de familias que ella no recordaba en absoluto.
—¡Qué tonta soy! —exclamó.
¿Por qué no había prestado más atención a la apariencia de
aquel hombre y aquella mujer? ¿Por qué no se había sentido ni remotamente
relacionada con ellos? Le pareció como si acabara de darse cuenta de que era
adoptada. ¿Cuántas veces había sido entregada a padres diferentes?
—Esto es… es…
—Una confusión absoluta —terminó Shelby—. Lo sé. Si lo miras
desde el punto de vista positivo, si pudieras echar un vistazo a todas tus
familias pasadas y vieras los problemas que tuviste con los cientos de madres
antes de esta, posiblemente te ahorrarías mucho dinero en terapia.
Luce hundió la cara en las manos.
—Si es que necesitas terapia. —Shelby suspiró—. Lo siento,
¿quién está hablando de nuevo sobre sí misma? —Levantó la mano derecha y luego
la bajó lentamente—. Bueno, ya sabes que Shasta no está muy lejos de aquí.
—¿Qué es Shasta?
—El monte Shasta, de California. Está a
unas pocas horas en esa dirección. —Shelby dirigió su pulgar en dirección
norte.
—Pero las Anunciadoras solo muestran el pasado. ¿De qué
serviría ir ahora allí? Seguramente están…
Shelby negó con la cabeza.
—El pasado es una palabra de significado amplio. Las
Anunciadoras muestran tanto el pasado remoto como los hechos ocurridos apenas
unos segundos atrás, así como todo cuanto queda entre medio. Vi un portátil en
la mesa del rincón, así que es posible… bueno, ya sabes.
—Pero si no sabemos dónde viven…
—Puede que tú no. Pero yo he enfocado la vista en una carta y
he visto la dirección. La he memorizado. 1291 Shasta Shire Circle. Apartamento
34. —Shelby se encogió de hombros—. Si quisieras visitarlos, podríamos ir y
venir en coche en un día.
—Está bien —rezongó Luce. Tenía muchas ganas de hacer esa
visita, pero no le parecía posible—. ¿Y en qué coche?
Shelby profirió una risotada falsamente
siniestra.
—Solo había una cosa que no era patética en mi patético ex
novio. —Metió la mano en el bolsillo de su sudadera y sacó un llavero largo—:
Su fabuloso Mercedes, que justamente está aparcado aquí, en el aparcamiento
para estudiantes. Y estás de suerte, porque me olvidé de devolverle la copia de
la llave.
Se marcharon antes de que alguien pudiera
detenerlas.
Luce encontró un mapa en la guantera y dibujó con el dedo una
línea hasta Shasta. Dio algunas indicaciones a Shelby, que conducía como alma
que lleva el diablo, aunque el Mercedes granate no parecía protestar.
Se preguntó cómo Shelby era capaz de mantener tan bien la
calma. Si ella hubiera roto con Daniel y hubiera «tomado prestado» su coche por
la tarde, no habría podido dejar de recordar las excursiones que habían hecho,
las peleas que habían tenido mientras iban al cine, o lo que habían hecho en el
asiento de atrás con todas las ventanas subidas. Sin duda, Shelby pensaba en su
antiguo novio. A Luce le hubiera gustado preguntar, pero su amiga ya había
dejado muy claro que aquel tema estaba prohibido.
—¿Te vas a cambiar el peinado? —preguntó Luce al final,
recordando lo que Shelby había dicho sobre cómo sobreponerse a las rupturas—.
Si lo haces yo te podría ayudar.
Shelby hizo un mohín.
—Ese bicharraco ni siquiera se merece eso.
—Tras una larga pausa añadió—: Pero gracias.
El viaje les llevó buena parte de la tarde, y Shelby se la
pasó desahogándose, peleándose con la radio, buscando en el dial las cosas más
raras. El aire se tornó más fresco; los árboles se volvieron menos espesos y la
altura del paisaje fue subiendo. Luce se concentró en tranquilizarse mientras
imaginaba cien encuentros distintos con aquellos padres. Intentó no pensar en
lo que Daniel diría si supiera adónde se dirigía.
—Aquí está —indicó Shelby cuando una enorme montaña coronada
de nieve apareció justo delante de la carretera—. La ciudad está a sus pies.
Deberíamos llegar antes de la puesta de sol.
Luce no sabía cómo agradecer a Shelby que la hubiera
acompañado hasta allí tan rápidamente. Fuera lo que fuese lo que había tras el
cambio de actitud de Shelby, Luce se sentía enormemente agradecida: no habría
sido capaz de hacerlo sola.
La ciudad de Shasta era estrambótica y pintoresca, llena de
personas mayores paseando tranquilamente por sus amplias avenidas. Shelby bajó
los cristales del coche y dejó que entrara la fresca brisa del anochecer.
Aquello alivió el estómago de Luce, donde se formaba un nudo ante la
perspectiva de tener que hablar con las personas que había visto en la
Anunciadora.
—¿Qué se supone que he de decirles? «¡Sorpresa! Soy vuestra
hija que regresa de la muerte.» —Luce ensayó en voz alta mientras aguardaban
ante un semáforo.
—A menos que quieras aterrorizar por completo a una entrañable
pareja de ancianos, tendremos que elaborar un plan —dijo Shelby—. ¿Por qué no
finges ser una vendedora, así te podrás acercar a la puerta y tantearlos un
poco?
Luce se miró los vaqueros, las zapatillas de tenis gastadas y
su mochila de color morado. Su aspecto no era el de una comercial eficiente.
—¿Y qué se supone que vendo?
Shelby reanudó la marcha.
—Lavados de coche, o chorradas por el estilo. Puedes decirles
que llevas unos vales en el bolso. Yo hice eso un verano yendo de casa en casa.
Estuvieron a punto de dispararme. —Se estremeció y luego miró el rostro pálido
de Luce—. ¡Vamos, mujer! Mamá y papá no van a dispararte. ¡Oh, mira, ya hemos
llegado!
—Shelby, ¿podemos quedarnos un momento
sentadas en silencio? Creo que necesito respirar.
—Lo siento. —Shelby entró en un gran aparcamiento que daba a
un pequeño complejo de adosados de una sola planta—. Te dejaré respirar.
A pesar de su nerviosismo, Luce tuvo que admitir que se
trataba de un lugar agradable y bonito. Se trataba de una hilera de bungalows
dispuestos en semicírculo en torno a un estanque. Había un edificio de entrada
principal con varias sillas de ruedas en el exterior junto a las puertas. En un
gran letrero se leía
BIENVENIDOS A LA RESIDENCIA PARA JUBILADOS DEL
CONDADO DE SHASTA.
Se notaba la garganta tan seca que le dolía tragar saliva. No
sabía si sería capaz de pronunciar dos palabras ante esas personas. Quizá, se
dijo, era de esas cosas a las que no hay que dar muchas vueltas. Tal vez solo
tenía que acercarse, llamar a la puerta y luego improvisar lo siguiente.
—Apartamento 34. —Shelby forzó la vista hacia un edificio
cuadrado de paredes enyesadas con tejado de tejas rojas—. Parece que está por
aquí. Si quieres yo podría…
—¿Esperar en el coche a que regrese?
Fabuloso. Muchas gracias. ¡No estaré mucho rato!
Antes de que Luce perdiera por completo los nervios, abrió la
puerta del coche y salió a toda prisa hacia la acera sinuosa que llevaba al
edificio. El aire era cálido y estaba impregnado de un intenso perfume a rosas.
Por todas partes había entrañables ancianos: en varios equipos en la cancha de
tejo cercana a la entrada; dando un paseo vespertino por un jardín
primorosamente cuidado de flores junto a la piscina. Bajo aquella luz
crepuscular, Luce forzó la vista para localizar a la pareja entre los grupos,
pero nadie le pareció familiar. Tuvo que dirigirse directamente a su casa.
Desde la acera que llevaba al bungalow, Luce vio luz
vislumbrado en la ventana. Se acercó hasta poder ver mejor.
Era asombroso: la misma estancia que había vislumbrado antes
en la Anunciadora. Incluso el pequeño perro blanco y gordo dormido en la alfombra.
Oyó cómo se fregaban los platos en la cocina y vio los finos tobillos, con
calcetines marrones, de quien años atrás había sido su padre.
No le parecía que fuera su padre, igual que tampoco la mujer
tenía el aspecto de ser su madre. No es que tuvieran nada de malo. Parecían muy
agradables. Unos perfectos y agradables… desconocidos. Si llamaba a la puerta y
se inventaba una historia sobre lavados de coche, ¿le resultarían menos
desconocidos?
No, decidió. Pero, además, aunque ella no reconociera a sus
padres, si ellos realmente lo eran la reconocerían a ella.
Se sintió estúpida por no haber pensado antes en ello. Con
solo mirarla una vez sabrían si era su hija. Sus padres eran mayores que la
mayoría de la gente que había visto en la calle. El impacto podría ser
demasiado para ellos. De hecho, ya resultaba chocante para Luce, no digamos
para la pareja, que le llevaba unos setenta años.
Para entonces, Luce apretaba la cara contra la ventana de la
sala de estar, oculta detrás de un cactus con espinas. Tenía los dedos sucios
por haberlos posado en el alféizar de la ventana. Si su hija había muerto
cuando tenía dieciséis años, seguramente llevaban cincuenta años llorándola. A
esas alturas ya lo habrían superado. ¿O no? Lo último que necesitaban es que
Luce se les apareciera inopinadamente detrás de un cactus.
Shelby se decepcionaría. La propia Luce también se sentía
decepcionada. Fue doloroso percatarse de que eso sería todo lo cerca que podría
estar de ellos. Agarrada del alféizar de la ventana de la casa de sus antiguos
padres, Luce sintió que las lágrimas le rodaban por las mejillas. Ni siquiera
sabía cómo se llamaban.
8
Once días
Para: thegaprices@aol.com
De: lucindap44@gmail.com
Fecha: Lunes, 15 de noviembre, 9.45
Asunto: Resistiendo
Queridos mamá y papá:
Siento no haberos escrito antes. En
la escuela hay mucho que hacer, pero he tenido muy buenas experiencias. De
momento, mi asignatura favorita es la de humanidades. Ahora hago un trabajo
para subir nota que me está llevando mucho tiempo. Os echo de menos y espero
veros pronto. Gracias por ser unos padres tan fabulosos. Creo que no os lo he
dicho suficientes veces. Os quiere,
Luce
Luce hizo clic en «Enviar» en el portátil y
rápidamente cambió a la presentación en línea que Francesca estaba dando en
clase. Todavía no se había acostumbrado a estar en una escuela en la que
disponían de ordenadores y conexión inalámbrica a internet en medio de la
clase. En Espada & Cruz había siete ordenadores para los alumnos y todos se
encontraban en la biblioteca. Aun en el caso de disponer de la contraseña
encriptada de acceso a la web, la mayoría de los sitios estaban bloqueados,
excepto unos pocos de carácter académico.
El e-mail a sus padres lo había escrito movida por un
sentimiento de culpa. La noche anterior había tenido la extraña sensación de
que el mero hecho de acercarse en coche a la comunidad de jubilados del monte
Shasta había sido una deslealtad respecto a sus padres verdaderos, los que la
habían criado en esta vida. Claro que, en cierto modo, esos otros padres
también eran reales. Sin embargo, la idea seguía siendo demasiado reciente y
nueva como para que Luce pudiera asumirla.
Shelby al final no se había enfadado ni una décima parte de lo
que podría haberlo hecho por acompañarla en coche todo ese camino para nada. En
vez de eso, salió disparada con el Mercedes y condujo hasta una hamburguesería
de la cadena In-N-Out, donde compró un par de bocadillos de queso asados a la
parrilla con salsa especial.
—No le des más vueltas —dijo Shelby limpiándose los labios con
una servilleta—. ¿Tú sabes cuántos ataques de ansiedad me ha provocado mi
maldita familia? Créeme, soy la última persona en el mundo que te criticaría por
ello.
En ese instante Luce recorrió la clase con la vista, vio a
Shelby y se sintió enormemente agradecida hacia aquella chica que, una semana
antes, la había aterrado. Shelby llevaba la espesa cabellera rubia hacia atrás
cogida con una diadema de paño y tomaba apuntes de las explicaciones de
Francesca con diligencia.
Todas las pantallas que Luce alcanzaba a ver con su visión
periférica mostraban la presentación en PowerPoint de color azul y dorado que
Francesca hacía avanzar a velocidad de tortuga. Incluso la de Dawn. La chica
ese día tenía un aspecto especialmente alegre, con su vestido de punto de color
rosa chillón y una cola alta. ¿Se había recuperado ya por completo de lo
ocurrido en el yate? ¿O acaso disimulaba el terror que sin duda había sentido y
que tal vez sentía todavía?
Luce volvió la vista hacia la pantalla de Roland e hizo una
mueca de disgusto. No le sorprendía que se hubiera mantenido prácticamente
invisible desde su llegada a la Escuela de la Costa, pero ahora que por fin
había aparecido en clase le desagradaba ver a su antiguo compañero de
reformatorio acatar las normas.
Por lo menos Roland no parecía especialmente interesado en la
clase que llevaba por título «Oportunidades laborales para nefilim: tu
habilidad especial te puede dar alas». De hecho, la expresión de la cara del
chico era más de decepción que de otra cosa. Tenía los labios fruncidos y no
dejaba de negar con la cabeza. Igualmente resultaba extraño que cada vez que
Francesca establecía contacto visual con los alumnos pasara por alto a Roland.
Luce desplegó la ventana de chat de la clase para ver si
Roland estaba conectado. Aquella herramienta estaba pensada para que los
estudiantes intercambiaran preguntas, pero las preguntas que Luce tenía para
Roland no se referían al tema tratado en clase. Él sabía algo más de lo que
había dejado entrever el otro día que seguro que tenía que ver con Daniel.
También quería preguntarle dónde se había metido el sábado y si había oído
hablar de la caída por la borda de Dawn.
Pero Roland no estaba conectado. La única persona de la clase
que estaba conectada al chat era Miles. Un cuadro de texto con su nombre
escrito en él asomó en su pantalla:
«¡Hola, holaaa!».
Miles se sentaba a su lado. Incluso le oía reírse por lo bajo.
Resultaba entrañable que disfrutara tanto con sus propios chistes. Era
exactamente la relación divertida y burlona que a ella le hubiera gustado tener
con Daniel. Si no fuera porque él se pasaba el rato rumiando, y porque no
estaba allí.
Pero no estaba.
Contestó:
«¿Qué tal el tiempo por ahí?»
«Ahora empieza a salir el sol —escribió él, todavía con una
sonrisa—. Eh, oye, ¿qué hiciste anoche? Pasé por tu habitación para ver si
querías cenar conmigo.»
Luce levantó la vista del ordenador y la volvió hacia Miles.
La expresión de sus ojos de color azul intenso parecía tan sincera que de
pronto sintió la urgencia de contarle todo lo que le había ocurrido. Él había
estado fabuloso el otro día escuchándola acerca de su experiencia en Espada
& Cruz. Pero esa pregunta no se podía responder vía chat. Aunque le habría
gustado mucho explicárselo, tampoco sabía si debía hablar de ello. Incluso
incluir a Shelby en su plan secreto era un modo de buscarse problemas con
Steven y Francesca.
La expresión de Miles pasó de su sonrisa despreocupada habitual
a un cierto bochorno. Cuando se dio cuenta, Luce se sintió mal, a la vez que se
sorprendía ligeramente por la reacción de él.
Francesca apagó el proyector. Al doblar los brazos sobre el
pecho, las mangas de seda rosa de su camisa asomaron bajo su torera de cuero.
Por primera vez Luce se dio cuenta de lo alejado que estaba Steven, sentado en
la repisa de la ventana situada en el rincón oeste del aula. Apenas había dicho
nada en todo el día.
—Vamos a ver ahora si habéis atendido —dijo
Francesca sonriendo abiertamente a sus alumnos—.
¿Por qué no os ponéis por parejas y fingís que
os entrevistáis el uno al otro?
Al oír que sus compañeros se levantaban de las sillas, Luce
rezongó interiormente. De hecho, no había prestado la menor atención a nada de
lo que Francesca había explicado y no tenía ni idea de en qué consistía el
ejercicio.
Por otro lado, ella participaba de forma provisional en el
plan de estudios de los nefilim. ¿Acaso era demasiado pedir a sus profesores
que se acordaran de vez en cuando de que no era igual que el resto de sus
compañeros?
Con un golpecito en la pantalla de su ordenador, Miles llamó
la atención a Luce sobre el mensaje que le había escrito: «¿Quieres venir
conmigo?». En ese instante apareció Shelby.
—Propongo hacer de la CIA o de Médicos Sin Fronteras —dijo
Shelby haciendo un gesto a Miles para que le cediera el pupitre junto a Luce,
pero él no se movió de su sitio.
—No pienso solicitar ni de broma una plaza
para ser higienista dental.
Luce miró alternativamente a Shelby y a Miles. Los dos
parecían sentirse dueños de ella, y ella no se había dado cuenta hasta
entonces. En realidad, Luce quería hacer de pareja de Miles, porque no había
estado con él desde el sábado. En cierto modo, lo había echado de menos como
amigo. Del tipo de «vamos-a-tomar-un-café» y no del plan
«paseemos-por-la-playa-al-atardecer-y-tú-me-sonríes-conesosojos-azules-tuyos-tan-increíbles».
Desde que salía con Daniel, no pensaba en otros chicos, y para nada era de las que
se sonrojaban en medio de la clase recordándose a sí mismas que no pensaban en
otros chicos.
—¿Va todo bien por aquí?
Steven posó su mano bronceada en el pupitre
de Luce y la invitó a hablar con una mirada.
Luce, sin embargo, seguía sintiéndose tan cohibida y nerviosa
ante él por lo que les había dicho a ella y a Dawn en el bote salvavidas que ni
siquiera había sacado el tema con Dawn.
—Todo va muy bien —respondió Shelby, que cogió a Luce del
brazo y se la llevó hacia la terraza, donde algunos estudiantes estaban ya
distribuidos en parejas y ensayando sus entrevistas—. Luce y yo íbamos a hablar
de nuestros currículums.
Francesca se asomó por detrás de Steven.
—Miles —dijo—, Jasmine aún no tiene
pareja. Si pudieras acercar un pupitre a su lado… Dos mesas más abajo, Jasmine
decía:
—Dawn y yo no nos poníamos de acuerdo sobre quién hacía de
actriz indie y quién era… —su voz cayó unos cuantos tonos— el director de
casting, y me ha dejado por Roland.
Miles parecía decepcionado.
—Director de casting —farfulló—. Por fin he
encontrado mi vocación.
Luce le vio dirigirse hacia su nueva
pareja.
Aclarada la situación, Francesca se llevó a Steven de vuelta a
la parte delantera del aula. Aunque Steven iba detrás de Francesca, Luce notó
que aún la miraba.
Volvió la vista con disimulo a su teléfono. Callie todavía no
le había contestado. No era nada propio de ella, y Luce se culpó a sí misma.
Tal vez fuera mejor para ambas que Luce guardase las distancias. Sería solo por
poco tiempo.
Siguió a Shelby afuera y se sentaron en el banco de madera que
había donde la terraza se curvaba. Aunque el sol lucía con intensidad bajo el
cielo despejado, el único sitio de la terraza que no estaba repleto de
estudiantes era bajo la sombra de una secuoya muy alta. Luce apartó del banco
con la mano una capa de hojas aciculares de color verde pálido, y se subió un
poco más la cremallera del suéter.
—Realmente estuviste fantástica anoche
—dijo en voz baja—. Yo me quedé… aterrada.
—Lo sé. —Shelby se echó a reír—. Parecías…
—Puso cara de zombi temblequeante.
—Venga, dame un respiro. Fue duro. La única oportunidad que
tenía de saber algo de mi pasado, y va y me quedo totalmente paralizada.
—Vosotros los del sur y vuestro sentimiento de culpa. —Shelby
se encogió de hombros tranquilamente—. Date un respiro. Estoy segura de que
encontrarás muchos más familiares en el lugar de donde venían esos dos vejetes.
Incluso puede que algunos no estén tan a las puertas de la muerte. —Antes de
que el rostro de Luce se desmoronara, Shelby añadió—: Lo que digo es que, si
alguna vez tienes ganas de seguir la pista a algún otro pariente, solo tienes
que decírmelo. Es raro, pero me caes bien, Luce.
—Shelby —susurró Luce de pronto apretando
los dientes—, no te muevas.
Al otro lado de la terraza, la Anunciadora más grande y atroz
que Luce había visto en su vida cobró forma bajo la sombra alargada de la
enorme secuoya.
Lentamente, siguiendo la mirada de Luce, Shelby bajó la vista
al suelo. La Anunciadora utilizaba la sombra del árbol para camuflarse. Había
partes de ella que no dejaban de moverse.
—Parece nauseabunda, irascible o… no sé qué —comentó Shelby
torciendo el gesto—. ¿No te parece que tiene algo malo?
Luce tenía la mirada posada en la escalera que llevaba hasta
la planta baja del pabellón. Debajo de ellas había un montón de soportes de
madera sin pintar que apuntalaban la terraza. Si Luce conseguía hacerse con la
sombra, Shelby se podría reunir con ella debajo de la terraza sin que nadie se
diera cuenta de nada. Ayudaría a Luce a vislumbrar el mensaje, y luego las dos
volverían arriba para unirse de nuevo a la clase.
—No puedes estar pensando lo que creo que
estás pensando… —dijo Shelby—. ¿A que no?
—Vigila un momento —contestó Luce—. Estate
preparada para cuando te llame.
Luce bajó unos escalones hasta que la cabeza le quedó justo a
la altura de la terraza, donde los demás estudiantes seguían ocupados con sus
entrevistas.
Shelby estaba de espaldas a Luce. Si
alguien notaba que Luce se había marchado, ella haría una señal.
En la esquina, Luce oyó cómo Dawn charlaba
improvisando con Roland:
—¿Sabe? Me quedé de piedra cuando fui
nominada para el Globo de Oro…
Luce volvió a mirar la mancha oscura que yacía en el césped,
sin poder evitar preguntarse antes si los demás la habrían visto. Pero ahora no
tenía tiempo que perder preocupándose por ello.
La Anunciadora se hallaba a unos tres metros, cerca de la
terraza, a pesar de lo cual Luce quedaba resguardada de las miradas de los
demás alumnos. Dirigirse directamente hacia ella habría resultado demasiado
obvio. La intentaría obligar a levantarse del suelo y dirigirse hacia ella sin
utilizar las manos, si bien no tenía ni idea de cómo hacerlo.
En ese momento notó la presencia de alguien apoyado al otro
lado de la secuoya, oculto de la vista de los estudiantes de la terraza.
Cam fumaba un cigarrillo, tarareando para sí como si nada,
teniendo en cuenta que estaba totalmente ensangrentado. Tenía el pelo
apelmazado en la frente y los brazos llenos de rasguños y moretones. Su
camiseta estaba mojada y manchada de sudor, y los vaqueros salpicados. Tenía un
aspecto desagradablemente sucio, como si acabara de salir de una pelea, si no
fuera porque allí no había rastro de nada. Solo estaba Cam.
Él le guiñó un ojo.
—¿Qué haces aquí? —susurró ella—. ¿Qué has
hecho?
La cabeza le daba vueltas a causa del hedor
desagradable que emanaba de su ropa ensangrentada.
—Salvarte la vida de nuevo. ¿Cuántas llevamos? —Tiró la ceniza
del cigarrillo—. Hoy eran secuaces de la señorita Sophia y la verdad es que no
puedo decir que no me lo haya pasado bien. Eran unos monstruos sangrientos.
También van a por ti, ya sabes. Se ha corrido la voz de que andas por la zona y
que te gusta pasear por el bosque sombrío sin compañía —apuntó.
—¿Y los has matado sin más?
Luce estaba horrorizada. Levantó la vista hacia la terraza
para comprobar si Shelby, o alguien, podía verlos.
—En efecto, a un par de ellos, justo ahora, con estas manos.
—Cam le mostró las palmas recubiertas de una masa roja y pegajosa que ella no
deseaba ver—. La verdad es que el bosque es bonito, Luce, pero también está
repleto de seres que te quieren ver muerta. Así que hazme un favor…
—No. No estoy dispuesta a hacerte ningún
favor. Todo lo que tenga que ver contigo me da asco.
—Está bien. —Cam le dirigió una mirada de fastidio—. Entonces
hazlo por Grigori, y no te muevas del campus.
Lanzó el cigarrillo al césped, echó atrás
los hombros y desplegó las alas.
—No puedo estar siempre vigilándote, Luce.
Y Dios sabe que Grigori tampoco.
Las alas de Cam eran altas y estrechas y le sobresalían por
detrás de los hombros, brillantes, doradas y salpicadas con franjas negras. Le
habría gustado que le repugnasen, pero no era el caso. Igual que las de Steven,
las alas de Cam tenían una forma irregular, áspera, y también parecían haber
sobrevivido a toda una vida de luchas. Las franjas negras daban una calidad
oscura y sensual a las alas de Cam. Había algo atractivo en ellas.
Pero no. Ella detestaba todo lo que tuviera
que ver con Cam. Y así sería siempre.
Cam sacudió las alas, y alzó los pies del suelo. Su aleteo
extraordinariamente ruidoso provocó un remolino de aire que levantó las hojas
del suelo.
—Gracias —dijo Luce sin más antes de que él se deslizara por
debajo de la terraza y desapareciera entre las sombras del bosque.
¿Acaso Cam era el encargado de su protección? ¿Dónde estaba
Daniel? ¿La Escuela de la Costa no era segura?
Al paso de Cam, la Anunciadora que había llevado a Luce a
bajar la escalera se separó en espiral de su sombra como un pequeño remolino
negro.
Se fue aproximando cada vez más.
Finalmente quedó suspendida en el aire
justo por encima de la cabeza de Luce.
—Shelby —susurró esta—, ¡baja!
Shelby volvió la mirada hacia Luce y hacia la Anunciadora que
oscilaba en forma de ciclón sobre ella.
—¿Cómo has tardado tanto? —preguntó bajando apresuradamente
por la escalera justo a tiempo para ver cómo aquella enorme Anunciadora se
desplomaba… en brazos de Luce.
Luce gritó, pero por suerte Shelby le puso
una mano en la boca.
—Gracias —dijo Luce con la voz amortiguada
por sus dedos.
Las chicas seguían acurrucadas a tres escalones de la terraza,
a la vista de cualquiera que se encaminara hacia el lado sombreado. Luce no
podía estirar las rodillas por el peso de la sombra. Era la más pesada que
había tocado nunca, y la que tenía el tacto más frío. No era tan negra como las
demás, sino que tenía un tono desagradablemente grisáceo. Algunas partes de
ella todavía se agitaban y se encendían como relámpagos de una tormenta lejana.
—No me da buena espina —dijo Shelby.
—Vamos —susurró Luce—. Yo la he invocado.
Te toca vislumbrarla.
—¿Que me toca? ¿Quién ha hablado aquí de
turnos? Eres tú la que me ha arrastrado hasta aquí.
Shelby sacudió las manos como si lo último que quisiera hacer
en la tierra fuera tocar el monstruo que Luce sostenía en brazos.
—Sé que dije que te ayudaría a seguir la pista de tu familia,
pero me parece que el familiar que hay ahí no es de los que queramos conocer.
—Shelby, por favor —suplicó Luce gimiendo por el peso, el frío
y la repugnancia que le producía la sombra—. No soy nefilim. Si no me ayudas,
no podré hacerlo.
—¿Se puede saber qué os habéis propuesto?
Se oyó una voz a sus espaldas desde lo alto de la escalera.
Steven tenía las manos apoyadas en el pasamanos y la mirada clavada en las
chicas. De pie en lo alto, parecía más corpulento que en clase, como si hubiera
doblado su tamaño. Sus ojos de intenso color castaño tenían una expresión de
enojo, pero Luce notó el calor que irradiaban y se asustó. Incluso la
Anunciadora que tenía en los brazos tembló y retrocedió.
Se asustaron tanto que gritaron.
El ruido hizo que la sombra saliera despedida de los brazos de
Luce tan rápido que no pudo detenerla, y dejó tras de sí un rastro gélido y
nauseabundo.
A lo lejos sonó una campana. Luce vio cómo todos los demás
iban hacia la cantina para almorzar. Miles asomó la cabeza por la barandilla y
vio a Luce, pero tras observar la expresión airada de Steven, se marchó
sorprendido.
—Luce —dijo Steven con más educación de la que ella esperaba—,
¿te importaría venir a hablar conmigo después de la clase?
Cuando levantó las manos de la barandilla,
dejó ver que la madera de debajo estaba chamuscada.
Steven abrió la puerta antes de que Luce
llamara. Llevaba la camisa gris un poco arrugada y tenía la corbata negra de
piqué suelta en el cuello. Con todo, había recuperado su apariencia serena, lo
cual suponía todo un esfuerzo para un demonio, como había podido constatar
Luce. Steven se limpió las gafas con un pañuelo con monograma y la hizo pasar.
—Pasa, por favor.
El despacho no era grande, pero sí lo bastante amplio para
albergar un escritorio grande de color negro y tres estanterías altas negras,
abarrotadas con cientos de libros manidos. En cualquier caso, resultaba cómodo
e incluso acogedor, ni remotamente parecido a lo que Luce había imaginado que
podía ser el despacho de un demonio. En el centro había una alfombra persa. El
amplio ventanal estaba orientado al este, en dirección a las secuoyas. A esa
hora, a la caída de la tarde, el bosque tenía un tono etéreo, casi de color
azul lavanda.
Steven tomó asiento en una silla granate e invitó con un gesto
a Luce a sentarse en otra. Ella contempló las obras de arte enmarcadas que
llenaban hasta el último centímetro de pared desocupada. La mayoría eran
retratos en distintos grados de detalle. Luce reconoció algunos bocetos del
propio Steven y varios retratos favorecedores de Francesca.
Luce tomó aire y se preguntó cómo empezar.
—Siento haber invocado a esa Anunciadora.
Yo…
—Luce, ¿le has contado a alguien lo
ocurrido con Dawn en el agua?
—No. Me dijiste que no lo hiciera.
—¿Se lo has contado a Shelby? ¿A Miles?
—No se lo he contado a nadie.
Él reflexionó un instante.
—¿Por qué llamaste «sombras» a las
Anunciadoras el otro día en el barco?
—Se me escapó. Cuando era pequeña, siempre formaban parte de la
sombra. Se separaban de ellas y se me acercaban. Era el modo en que las llamaba
antes de saber qué eran. —Luce se encogió de hombros —. De hecho, es una
estupidez.
—No es una estupidez.
Steven se puso de pie y se acercó a la estantería más alejada,
de la que sacó un libro grueso con la cubierta roja polvorienta y lo colocó
sobre la mesa: La República. Platón.
Steven lo abrió por la página exacta que buscaba y giró el libro hacia Luce.
En él se veía una ilustración de un grupo de hombres dentro de
una caverna, encadenados entre ellos y de cara a la pared. Por detrás había una
hoguera ardiendo. Los hombres señalaban las sombras que proyectaban contra la
pared otro grupo de hombres que andaban a sus espaldas. Bajo la imagen, se
leía: «La alegoría de la caverna».
—¿Qué es esto? —preguntó Luce.
Su conocimiento sobre Platón empezaba y
terminaba en que era amigo de Sócrates.
—Es la prueba de que el nombre que das a las Anunciadoras es
muy apropiado. —Steven señaló la ilustración—. Imagina que estos hombres se pasan
la vida viendo solo las sombras de la pared. Ellos interpretarán el mundo y lo
que en él ocurre a partir de ellas, sin ver siquiera qué es lo que arroja esas
sombras. No comprenderán que lo que ven son, de hecho, sombras.
Luce contempló al segundo grupo de hombres,
que estaba justo detrás del dedo de Steven.
—¿Así que no pueden darse la vuelta ni ver
jamás a la gente y las cosas que crean las sombras?
—Exacto. Y como no pueden ver lo que realmente arroja las
sombras, suponen que lo que ven, las sombras de la pared, es la realidad. No
tienen ni idea de que solo son meras representaciones y distorsiones de algo
más real. —Hizo una pausa—. ¿Entiendes por qué te digo todo esto?
Luce negó con la cabeza.
—¿Quieres que deje de manipular a las
Anunciadoras?
Steven cerró el libro de golpe y se fue hacia el otro lado de
la estancia. A Luce le pareció como si en cierto modo le hubiera decepcionado.
—No quiero que dejes de manipular a las Anunciadoras, aunque
tengo que pedirte que lo hagas. Debes entender a qué te enfrentas la próxima
vez que invoques a una. Las Anunciadoras son sombras de sucesos pasados. Pueden
ser útiles, pero también pueden contener distorsiones engañosas y, en
ocasiones, pueden resultar peligrosas. Hay que aprender muchas cosas. Una
técnica limpia y segura para invocarlas; y una vez afinado tu talento, es
posible filtrar el ruido de la Anunciadora y su mensaje se puede oír claramente
a través…
—¿Quieres decir ese zumbido? ¿Hay algún
modo de oír a través de él?
—No importa. Todavía no. —Steven se volvió y hundió las manos
en los bolsillos—. ¿Qué pretendíais Shelby y tú hoy?
Luce se ruborizó y se sintió incómoda. Aquella reunión no se
estaba desarrollando como había esperado. Pensaba que la castigaría haciéndole
recoger la basura.
—Intentábamos averiguar más cosas de mi familia —logró
contestar al fin. Por suerte, Steven no parecía tener ni idea de que antes
había visto a Cam—. Bueno, en realidad debería decir de «mis familias».
—¿Eso es todo?
—¿Estoy metida en un lío?
—¿No hacíais nada más?
—¿Qué otra cosa podía hacer?
Se le pasó por la cabeza que tal vez Steven pensaba que había
intentado contactar con Daniel, enviarle un mensaje o alguna otra cosa; como si
ella supiera cómo.
—Invoca a una ahora —dijo Steven abriendo la ventana. Había
anochecido, y a Luce el estómago le decía que la mayoría de los alumnos
estarían cenando en ese momento.
—No… no sé si sabré.
Los ojos de Steven habían adoptado una
expresión más cálida.
—Invocar a las Anunciadoras es como pedir una especie de
deseo, pero no es que deseemos nada material, son más bien las ansias de
entender mejor el mundo, nuestra función en él, y lo que va a ser de nosotros
en el futuro.
Luce pensó de inmediato en Daniel y en lo que ella quería para
su relación, y no le pareció que tuviera un papel decisivo en su futuro, y
quería tenerlo. ¿Acaso no era ese el motivo por el que había logrado invocar a
las Anunciadoras incluso sin darse cuenta?
Nerviosa, se acomodó en su asiento y cerró los ojos. Se
imaginó una sombra desprendiéndose de la alargada oscuridad que se extendía por
los troncos de los árboles en el exterior, una sombra que se separaba y alzaba,
ocupando el espacio de la ventana abierta. Y luego, la vio flotando hacia ella.
Primero percibió un suave olor a moho, como el de las
aceitunas negras, y al notar la caricia de la oscuridad en la mejilla abrió los
ojos. La temperatura de la estancia había descendido unos grados. Steven se
restregaba las manos en el despacho, que súbitamente se había vuelto húmedo y
ventoso.
—Así es, ya está —murmuró.
La Anunciadora se hallaba suspendida en la habitación, fina y
transparente, no más grande que una bufanda de seda. Se deslizó hacia Luce y
luego rodeó con un zarcillo difuminado un pisapapeles de vidrio soplado que
había en el escritorio. Luce, asombrada, profirió un grito ahogado. Steven se
le acercó con una sonrisa y guió la sombra hasta colocarla en vertical y
convertirla en una pantalla negras.
Entonces Luce se la puso en las manos y empezó a tirar de ella
cuidadosamente, como si intentara estirar una masa de hojaldre sin romperla,
tal como había visto hacer a su madre por lo menos un centenar de veces. La
oscuridad se arremolinó hasta adoptar una tonalidad gris apagada; a
continuación, apareció una imagen borrosa en blanco y negro.
Un dormitorio oscuro con una cama. Luce
—esto es, una Luce anterior— estaba tumbada sobre un costado mirando por la
ventana abierta. Tendría unos dieciséis años. La puerta que había detrás de la
cama se abría y una cara iluminada por la luz del pasillo se asomaba. Era su
madre.
¡La madre a la que Luce había ido a visitar con Shelby! Era
más joven, mucho, tal vez cincuenta años atrás, y llevaba las gafas en la punta
de la nariz. Sonreía, como si le gustara ver dormida a su hija y cerraba la
puerta.
Instantes después, unos dedos se agarraban a la parte baja de
la ventana. Luce abrió los ojos con sorpresa mientras la Luce del pasado se
incorporaba en la cama. Fuera, los dedos se tensaban para mostrar a
continuación un par de manos, seguidas de dos brazos iluminados por la luz azul
de la luna.
Finalmente asomó el rostro brillante de Daniel
entrando por la ventana.
A Luce el corazón le latía con fuerza. Le hubiera gustado
poder meterse en la Anunciadora, igual que lo había querido hacer el día
anterior con Shelby. Pero entonces Steven chasqueó los dedos y la imagen se
desvaneció, igual que una persiana al ser levantada, luego se quebró y se
desintegró.
La sombra quedó rota en pequeños fragmentos sobre la mesa.
Luce fue a coger uno, pero se le deshizo en las manos.
Steven estaba sentado en su escritorio escrutándola fijamente,
como queriendo adivinar qué le había provocado la visión. De pronto a Luce le
pareció que lo que acababa de mostrar la Anunciadora era muy privado y no
estaba segura de querer que Steven supiera lo mucho que aquello la había
conmocionado. A fin de cuentas, técnicamente él pertenecía al bando contrario.
En los últimos días ella había podido ver cada vez más el demonio que albergaba
en su interior. No solo su carácter feroz, que iba en aumento hasta
literalmente hacerle echar humo, sino también sus alas doradas, imponentes y
oscuras. Steven era atractivo y encantador, como Cam, y, tal como Luce se
recordó, era un demonio, igual que Cam.
—¿Por qué me ayudas con esto?
—Porque no quiero que te hagas daño
—susurró Steven.
—¿Esto ocurrió de verdad?
Steven apartó la mirada.
—Es la representación de algo, y quién sabe lo distorsionada
que puede estar. Es la sombra de un acontecimiento pasado, no la realidad.
Aunque siempre hay algo de cierto en una Anunciadora, nunca es la simple
verdad. Por eso son tan problemáticas y resultan tan peligrosas para quienes
carecen de la formación adecuada.
Él miró su reloj. En el piso de abajo se oyó una puerta que se
abría y se cerraba en el rellano. Steven se puso tenso cuando oyó las pisadas
de unos tacones en la escalera.
Era Francesca.
Luce intentó interpretar la expresión de Steven. Él le entregó
La República y ella se metió el libro
en la mochila. Justo antes de que el rostro bello de Francesca asomara por la
puerta, Steven dijo a Luce:
—La próxima vez que Shelby y tú optéis por no terminar
vuestros deberes, os pediré que escribáis un trabajo de investigación de cinco
páginas con citas. Esta vez os habéis librado, pero quedáis advertidas.
—Comprendo.
Luce se topó con la mirada de Francesca en
la puerta.
La mujer le sonrió, pero Luce no supo adivinar si se trataba
de una sonrisa de despedida, o bien de un modo amable de advertirla de que a
ella no se le podía tomar el pelo. Luce se puso en pie temblando un poco, se
echó la mochila al hombro, se encaminó hacia la puerta y dijo a Steven:
—Gracias.
Cuando Luce regresó a su dormitorio, Shelby
había encendido la chimenea. La fondue
china estaba enchufada junto a la lamparilla de noche en forma de Buda, y toda
la habitación olía a tomate.
—Nos hemos quedado sin macarrones con queso, pero te he
preparado sopa. —Shelby le sirvió un cuenco muy caliente, le echó un poco de
pimienta fresca negra encima y se lo pasó a Luce, que se desplomó sobre su
cama—. ¿Ha sido muy terrible?
Luce contempló el vapor que se elevaba del cuenco mientras
pensaba cómo podía expresarlo. Raro, confuso, un poco terrorífico y… revelador.
Pero, no, no había sido terrible.
—Ha estado bien. —Steven parecía confiar en ella, por lo menos
hasta el punto de permitirle continuar invocando a las Anunciadoras. Y los
demás alumnos parecían confiar en él, incluso admirarlo. Nadie se mostraba
aparentemente preocupado por sus filiaciones. Sin embargo, en el caso de Luce,
él resultaba críptico y difícil de comprender.
Luce ya había confiado otras veces en la gente equivocada. «En
el mejor de los casos, confiar en las personas es una actividad inútil; en el
peor, es una buena forma de que te maten.» Eso era lo que la señorita Sophia le
había dicho sobre la confianza la noche en que la había intentado matar.
Daniel le había aconsejado dejarse guiar por su instinto. No
obstante, a Luce le parecía que sus sentimientos eran poco fiables. Se preguntó
si cuando le había dicho eso él ya conocía la Escuela de la Costa, si aquel
consejo había sido un modo de prepararla para aquella separación tan
prolongada, cuando ella cada vez tendría menor certidumbre sobre su vida. Su
familia. Su pasado. Su futuro. Levantó la vista por encima del cuenco y miró a
Shelby.
—Gracias por la sopa.
—No permitas que Steven te desbarate los planes —espetó
Shelby—. Deberíamos continuar trabajando con las Anunciadoras. Estoy tan harta
de todos esos ángeles y demonios y sus afirmaciones de poder: «¡Oh! Nosotros lo
sabemos todo mejor que tú, porque somos ángeles completos y tú, en cambio, no
eres más que el hijo bastardo de un ángel que echó una canita al aire».
Luce se echó a reír, pero recordó la minisesión sobre Platón
de Steven y se dijo que el hecho de haberle dejado esa noche La República era todo lo contrario a una
afirmación de poder. Pero por supuesto ahora no era el momento de explicarle
eso a Shelby, no cuando andaba ya metida en su diatriba habitual contra la
Escuela de la Costa en la cama de Luce.
—Quiero decir que… Bueno, ya sé que tú tienes una historia con
Daniel —prosiguió Shelby—, pero, de verdad, ¿qué ha hecho de bueno por mí un
ángel en mi vida?
Luce se encogió de hombros a modo de
disculpa.
—Ya te lo diré yo: nada. Nada aparte de dejar embarazada a mi
madre y luego abandonarnos a las dos antes de que yo naciera. Sin duda, una
auténtica obra celestial. —Shelby resopló—. Lo sorprendente es que mi madre no
deja de decirme que debería sentirme agradecida. ¿Por qué? ¿Por esos poderes
diluidos y la enorme inteligencia que he heredado de mi padre? No, gracias.
—Abatida, propinó una patada a la litera superior—. Daría cualquier cosa por
ser normal.
—¿De verdad?
Luce se había pasado toda la semana sintiéndose
inferior a sus compañeros de clase nefilim.
Consciente de que lo que tienen los demás
siempre parece mejor, le resultaba increíble lo que acababa de oír. ¿Qué
ventaja podía ver Shelby en carecer de sus poderes de nefilim?
—Espera… —dijo Luce—. Ese patético ex novio
tuyo… ¿Acaso él…?
—Estábamos meditando juntos y, no sé, de algún modo, durante
el mantra, no me di cuenta y levité. No fue gran cosa, no sé, quizás un par de
centímetros del suelo. Pero Phil no quería parar con el tema. No dejaba de
importunarme sobre todas las cosas que era capaz de hacer, ni de preguntarme
cosas muy raras. —¿Como qué?
—No sé —dijo Shelby—. Cosas sobre ti, por ejemplo. Quería
saber si me habías enseñado a levitar. Si tú también sabías.
—¿Por qué yo?
—Seguramente sería alguna de sus fantasías perversas sobre las
compañeras de habitación. Deberías haber visto la cara que se le puso ese día.
Me convertí en una especie de mono de feria. No me quedó más opción que cortar
por lo sano.
—Eso es horrible. —Luce apretó la mano de Shelby—. Pero parece
que el problema sea más suyo que tuyo. Sé que los otros chicos de la Escuela de
la Costa miran a los nefilim con curiosidad, pero he estado en muchos
institutos y empiezo a pensar que esa es la expresión natural de la mayoría de
los chicos. Por otra parte, no hay nadie que sea «normal». Seguro que Phil
tenía alguna rareza.
—De hecho, le pasaba algo extraño en los ojos. Los tenía de
color azul, pero de un tono apagado, prácticamente desleído. Tenía que llevar
unas lentes de contacto especiales para que la gente no se lo quedara mirando.
—Shelby sacudió la cabeza a un lado—. Y luego estaba también… lo del tercer
pezón.
Se echó a reír a carcajadas. Tenía el rostro enrojecido cuando
Luce se le unió y prácticamente estaba llorando de risa cuando un leve toqueteo
en el cristal de la ventana las hizo callar de golpe.
—Será mejor que no sea él.
Al instante Shelby adoptó un tono de voz grave, saltó de la
cama, abrió la ventana y, con las prisas, hizo caer una maceta de yuca.
—Es para ti —dijo casi atontada.
Luce se acercó al instante a la ventana tras notar la
presencia de él. Apoyó las palmas de las manos en el alféizar y se asomó a la
brisa fresca de la noche. Se encontró cara a cara, labio a labio, con Daniel.
Por un brevísimo instante, a Luce le dio la impresión de que
él miraba detrás de ella, al interior de la habitación, a Shelby, pero entonces
la besó, le cogió la cabeza por detrás con delicadeza entre las manos y la
atrajo hacia sí dejándola sin aliento. Ella sintió la calidez de toda una
semana recorriéndole el cuerpo, así como las disculpas silenciosas por las
palabras que se habían pronunciado la otra noche en la playa.
—Hola —susurró él.
—Hola.
Daniel llevaba vaqueros y una camiseta blanca. Luce le miró el
remolino del cabello. Sus enormes alas de color blanco perla se agitaban
suavemente desafiando la noche oscura y cautivándola. Parecían batir contra el
cielo casi al compás del corazón de Luce. Las quiso tocar, sumergirse en ellas
como en la noche de la playa. Resultaba asombroso ver a Daniel suspendido en el
aire frente a su ventana del tercer piso.
Él la cogió de la mano y tiró de ella para hacerla pasar por
encima del alféizar de la ventana hasta sus brazos. Pero luego la dejó sobre
una cornisa amplia y plana que había debajo de la ventana y que ella no había
visto antes.
Cuando se sentía feliz siempre le entraban
ganas de llorar.
—Aunque se supone que no deberías estar
aquí, estoy muy contenta de que lo estés.
—Demuéstramelo —dijo él con una sonrisa atrayéndola de nuevo
hacia su pecho hasta que la cabeza le quedó justo encima de los hombros de
Luce. Le rodeó la cintura con un brazo. Sus alas irradiaban calor. Al mirar por
encima de su hombro, ella no veía nada más que blanco: el mundo era blanco,
todo tenía una textura suave y brillaba con la luz de la luna. Y entonces las
enormes alas de Daniel empezaron a agitarse.
Luce sintió un nudo en el estómago y notó que se elevaba, que
en realidad salía despedida hacia el cielo. La cornisa a sus pies se fue
volviendo cada vez más pequeña, y las estrellas en el firmamento brillaban con
más fuerza, y el viento le arañaba el cuerpo, enredándole el pelo en la cara.
Ascendieron hacia las alturas, se sumergieron en la noche,
hasta que la escuela no fue más que un punto negro a lo lejos. Hasta que el
océano se convirtió solo en una manta plateada sobre la tierra. Hasta que
atravesaron una capa liviana de nubes.
No sentía ni frío ni miedo. Se sentía libre de cualquier cosa
que la atrajera hacia la tierra. Lejos del peligro y del dolor que alguna vez
la habían atenazado. Y también muy enamorada. La boca de Daniel le dibujaba una
línea de besos por el cuello. Él la abrazó con fuerza por la cintura y la hizo
girar hacia él. Luce tenía los pies encima de los de él, igual que cuando
habían bailado sobre el océano junto a la hoguera. Ya no había viento; el aire
a su alrededor estaba en calma y tranquilo. Los únicos sonidos que había eran
el batir de las alas de Daniel mientras se alzaban en el cielo y los latidos de
su corazón.
—Momentos como este —dijo él— hacen que merezca la pena todo
lo que hemos tenido que sufrir.
Y luego la besó como nunca lo había hecho antes. Con un beso largo
y prolongado que parecía reclamar para siempre sus labios. Recorrió con las
manos la silueta de su cuerpo, primero con delicadeza y luego de forma
enérgica, deteniéndose en sus curvas. Ella se fundió en él, y él recorrió con
los dedos la parte posterior de sus muslos, sus caderas y sus hombros. Daniel
pasó a controlar todas y cada una de las partes de su cuerpo.
Ella le acarició los músculos por debajo de su camiseta de
algodón, y también sus brazos y su cuello fornidos, la cavidad en la parte baja
de su espalda. Le besó el mentón, los labios. Ahí, en las nubes, con los ojos
de Daniel más brillantes que nunca… ese era el sitio al que Luce pertenecía.
—¿No podríamos quedarnos aquí para siempre? —preguntó ella—.
Nunca tengo bastante de esto ni de ti.
—Eso espero. —Daniel sonrió, pero al poco tiempo, demasiado
pronto, movió las alas y las aplanó. Luce sabía que lo que venía a continuacion
era un descenso lento.
Besó a Daniel por última vez y soltó los brazos de su cuello
para prepararse para el vuelo, pero, sin darse cuenta, perdió asidero.
Y cayó.
Todo ocurrió como a cámara lenta. Luce saliendo despedida de
espaldas, sacudiendo los brazos con fuerza y desesperación, y luego la ráfaga
de frío y viento mientras caía y el aliento la abandonaba. Lo último que vio
fueron los ojos de Daniel, que tenía el espanto escrito en la cara.
A continuación todo se aceleró y ella empezó a descender a
tanta velocidad que no podía respirar. El mundo se convirtió en un vacío negro
circulante. Luce se sentía mareada y asustada, le ardían los ojos a causa del
aire y su visión se debilitaba cada vez más. Estaba a punto de perder el
conocimiento.
Aquello era el fin.
Nunca sabría quién era en realidad, nunca sabría si todo
aquello había merecido la pena. Jamás descubriría si merecía el amor de Daniel
ni si él merecía el de ella. Todo había terminado. Era el fin.
El viento atronaba furioso en sus oído.
Cerró los ojos y esperó el final.
Entonces él la cogió.
Notó que unos brazos fuertes la agarraban y la paraban
suavemente. Ya no caía: alguien la sostenía en brazos. Daniel. Tenía los ojos
cerrados, pero sabía que era él.
Empezó a sollozar, aliviada de que Daniel la hubiera atrapado
y la hubiera salvado. Nunca, por muchas vidas que hubiera vivido, lo había
amado tanto como en ese momento.
—¿Estás bien? —susurró Daniel con voz suave
y los labios muy cerca de los de ella.
—Sí. —Luce oía el batir de sus alas—. Me
has cogido.
—Yo siempre te cogeré cuando caigas.
Lentamente descendieron de regreso al mundo que habían dejado
atrás. Hacia la Escuela de la Costa y el océano que rompía contra los
acantilados. Al aproximarse a la residencia, él la apretó con fuerza y la dejó
delicadamente sobre la cornisa, iluminada con la luz de las alas.
Luce posó los pies en ella y levantó la mirada hacia Daniel.
Lo quería. Era lo único de lo que estaba segura.
—Ya está —dijo él con mirada seria. Su sonrisa se endureció y
el brillo de los ojos pareció palidecer—. Espero que esto haya satisfecho tus
ansias de conocer mundo al menos por un tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—Que no paras de salir del campus. —La voz de Daniel carecía
de la calidez de instantes atrás—. Tienes que dejar de hacerlo si no estoy
cerca para vigilar.
—¡Oh, vamos! Solo fue una excursión estúpida. Todo el mundo
estaba allí: Francesca, Steven… —Se interrumpió al recordar cómo había
reaccionado Steven frente a lo que le había ocurrido a Dawn. No se atrevió a
mencionar la salida con Shelby, ni el encontronazo con Cam bajo la terraza.
—Me estás poniendo las cosas muy difíciles
—dijo Daniel.
—Yo tampoco estoy pasando por un momento
fácil.
—Te dije que había unas normas. Te dije que no debías
abandonar el campus. Pero no me escuchas. ¿Cuántas veces me has desobedecido?
—¿Desobedecido? —Ella se echó a reír, pero por dentro se
sentía mareada—. ¿Quién eres tú, mi novio o mi amo?
—¿Sabes lo que ocurre cuando sales de aquí? ¿Sabes el peligro
al que te expones solo porque te aburres?
—Mira, no hay secretos —dijo ella—. Cam
sabe que estoy aquí.
—¡Por supuesto que Cam sabe que estás aquí! —exclamó Daniel
exasperado—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que ahora mismo él no es una
amenaza? No intentará influir en ti.
—¿Por qué no?
—Porque es prudente. Y tú también deberías serlo y no
escabullirte como lo haces. Hay peligros que no puedes ni imaginar.
Ella quiso abrir la boca para decir algo,
pero no supo qué. Si contaba a Daniel que había hablado con
Cam ese mismo día y que él había matado a
varios miembros del séquito de la señorita Sophia, no haría más que confirmar
lo que él le decía. Luce estalló de rabia contra Daniel, contra sus misteriosas
normas, contra el modo que tenía de tratarla como a una niña. Habría dado
cualquier cosa por estar con él, pero ahora tenía la mirada endurecida, sus
ojos parecían dos chapas metálicas, planas y grises, y el tiempo que habían
pasado en el cielo le parecía un sueño lejano.
—¿Sabes el calvario que sufro para que estés
a salvo?
—¿Y cómo esperas que lo entienda si no me
cuentas nada?
Las bellas facciones de Daniel compusieron
una expresión de intenso temor.
—¿Es por culpa de ella? —preguntó señalando con el pulgar el
dormitorio—. ¿Qué ideas siniestras te ha metido en la cabeza?
—Soy perfectamente capaz de pensar por mí misma, gracias.
—Luce entornó los ojos—. Pero ¿cómo es que conoces a Shelby?
Daniel desoyó la pregunta. A Luce le costaba creer el modo en
que le hablaba, como si fuera una mascota consentida. Todo el calor que la
había embargado instantes atrás cuando Daniel la había besado y abrazado no
bastaba para borrar la frialdad con que le hablaba.
—Tal vez Shelby esté en lo cierto —dijo
ella.
Llevaba mucho tiempo sin ver a Daniel, pero el Daniel al que
ella quería ver, al que ella quería más que a nada en el mundo, el que la había
seguido durante miles de años porque no podía vivir sin ella… aquel quizá
seguía en las nubes, pero desde luego no era ese que le daba órdenes.
Posiblemente, a pesar de tantas vidas, no lo conocía de verdad.
—Tal vez los ángeles y los humanos no
deberían… Pero no pudo terminar la frase.
—Luce.
Él le rodeó la muñeca con los dedos, pero ella se los apartó.
Daniel tenía los ojos abiertos y oscuros, y sus mejillas estaban blancas de
frío. El corazón le decía que lo abrazara y se lo acercara para sentir su
cuerpo contra el suyo, pero en su fuero interno sabía que ese tipo de luchas no
se saldaban con un beso.
Pasó ante él, se dirigió a la parte más estrecha de la cornisa
y abrió la ventana, sorprendida de encontrar la habitación a oscuras. Entró en
ella y cuando se volvió hacia Daniel se dio cuenta de que las alas le
temblaban. Parecía como si estuviera a punto de llorar. Quiso abrazarlo,
consolarlo y quererlo.
Pero no podía.
Cerró los postigos y se quedó de pie y sola
en la oscuridad de su dormitorio.
9
Diez días
C |
uando Luce despertó la mañana del martes,
Shelby ya se había marchado. La cama estaba hecha, con el edredón de patchwork
doblado a los pies, y el chaleco grueso rojo y su bolsa de mano habían sido
retirados del perchero junto a la puerta.
Luce, todavía en pijama, metió una taza con agua en el
microondas para hacerse un té y luego se sentó para consultar el correo
electrónico.
Para: Lucindap44@gmail.com
De: callieallieoxenfree@gmail.com
Fecha: Lunes, 16 de noviembre, 1.34
am
Asunto: Procurando no ofenderme
Querida Luce:
Recibí tu mensaje. Lo primero es lo
primero: también te echo de menos. Sin embargo, se me ha ocurrido una cosa
totalmente fuera de lugar: se llama tú-y-yo-nos-ponemos-al-día. ¡La loca de
Callie y sus ideas descabelladas! Sé que andas liada. Sé que estás sometida a
un control estricto y que te resulta difícil escabullirte. Lo que no sé es ni
un solo detalle de tu vida. ¿Con quién almuerzas? ¿Qué asignatura es la que más
te gusta? ¿Qué pasó con aquel chico? ¿Lo ves? Ni siquiera sé su nombre. Es algo
que detesto.
Me alegra que tengas teléfono, pero
no me escribas para decirme que vas a llamarme. Hazlo y punto. Llevo mucho
tiempo sin escuchar tu voz. Pero no estoy enfadada contigo. De momento.
Besos y abrazos,
Callie
Luce cerró el mensaje. Resultaba prácticamente
imposible hacer enfadar a Callie. En realidad, nunca lo había hecho. Que su
amiga no sospechara que Luce mentía era una prueba más de lo distanciadas que
estaban. Luce se sentía muy avergonzada, y notaba el peso de la vergüenza en
los hombros. Pasó al siguiente mensaje:
Para: Lucindap44@gmail.com
De: thegaprices@aol.com
Fecha: Lunes, 16 de noviembre, 8.30
pm Asunto: Nosotros también te queremos, cariño
Luce, pequeña:
Tus e-mails siempre nos alegran el
día.
¿Qué tal va el equipo de natación?
¿Ya te secas bien el cabello ahora que empieza a hacer frío fuera? Sí, lo sé,
soy una pesada pero te echo de menos.
¿Crees que en Espada & Cruz te
darán permiso para abandonar el campus la semana que viene por el Día de Acción
de Gracias? ¿Te parece que papá llame al director? Aunque no queremos hacernos
muchas ilusiones, tu padre salió a comprar un pavo ecológico de la marca
Tofurky, por si acaso. Tengo el congelador repleto de pasteles. ¿Todavía te
gusta el de boniato?
Te queremos y pensamos en ti todo el
día.
Mamá
La mano de Luce quedó suspendida sobre el
ratón. Era martes por la mañana. El Día de Acción de Gracias se celebraría en
una semana y media. Y aquella era la primera vez que se acordaba de sus
vacaciones favoritas. Sin embargo, con la misma rapidez con que le vino el
recuerdo a la cabeza, intentó olvidarlo. Estaba segura de que el señor Cole no
le permitiría volver a su casa para el Día de Acción de Gracias.
Cuando iba a hacer clic en «Responder», reparó en un recuadro
de color naranja que parpadeaba en la parte inferior de la pantalla. Miles
estaba conectado e intentaba comunicarse con ella por chat.
Miles (8.08): ¡Buenos días, señorita
Luce!
Miles (8.09): Me MUERO de hambre. ¿Tú
te despiertas tan hambrienta como yo?
Miles (8.15): ¿Quieres desayunar? Me
pasaré por tu habitación de camino. ¿5 minutos?
Luce miró el reloj. Las 8.21.
Un golpe retumbó en su puerta. Ella aún estaba en pijama.
Todavía no se había peinado. Entornó la puerta.
El sol de la mañana caía sobre el suelo de madera del pasillo.
Al verlo, Luce se acordó de cuando bajaba a desayunar por la escalera de
madera, siempre iluminada por el sol, de la casa de sus padres y el modo en que
todo el mundo parece más brillante visto desde un pasillo con luz.
Ese día Miles no llevaba su gorra de los Dodgers, de modo que
aquella era una de las raras ocasiones en que Luce le pudo ver claramente los
ojos. Eran de un intenso color azul, como el del cielo en verano a primera hora
de la mañana. Llevaba el pelo mojado y las gotas le caían sobre los hombros de
la camiseta blanca. Luce tragó saliva, incapaz de impedir que su mente se lo
imaginara en la ducha. Él le sonrió, dejándole ver su hoyuelo y una sonrisa
inmaculada. Ese día tenía un aspecto muy californiano, y a Luce le sorprendió
lo bien que le sentaba.
—¡Ey! —Luce, todavía en pijama, se apretó todo lo que pudo
contra la puerta—. Acabo de leer tus mensajes. Me gustaría desayunar contigo,
pero todavía no estoy vestida.
—Puedo esperar.
Miles se apoyó en la pared del pasillo. Su estómago rugió.
Cruzó los brazos sobre la cintura para amortiguar el sonido.
—Me daré prisa.
Se echó a reír y cerró la puerta. Se quedó de pie frente al
armario intentando no pensar en Acción de Gracias, en sus padres, en Callie o
en el motivo por el cual tanta gente importante de pronto se le escurría entre
los dedos.
Sacó de un tirón un jersey gris y largo del tocador y se lo
puso rápidamente junto con unos vaqueros negros. Se cepilló los dientes, se
puso unos pendientes de aro grandes de plata y un chorrito de crema para las
manos, cogió el bolso y se contempló un momento en el espejo.
No tenía el aspecto de una chica metida en una especie de
guerra de poderes en una relación, ni el de una chica que no podía volver a
casa para Acción de Gracias. En ese momento, no parecía más que una chica con
ganas de abrir la puerta y encontrarse con un chico que la hiciera sentir
normal y feliz y, en realidad, en cierto modo, maravillosa.
Un chico que no era su novio.
Suspiró y abrió la puerta a Miles. El
rostro de él se iluminó.
Al salir al aire libre, Luce se dio cuenta de que el tiempo
había cambiado. El aire matutino, aunque bañado por el sol, era tan fresco como
la noche anterior en la cornisa del tejado con Daniel. Y entonces le pareció
glacial.
Miles le tendió su enorme chaqueta de color
caqui, pero ella la rechazó con un ademán.
—Lo único que necesito para entrar en calor
es un café.
Se sentaron a la misma mesa de la semana anterior. Al
instante, un par de alumnos que trabajaban como camareros se apresuraron hacia
ellos. Ambos parecían tener amistad con Miles, y su actitud era despreocupada y
bromista. Luce jamás disfrutaba de un trato como aquel cuando se sentaba con
Shelby. Mientras los chicos acribillaban a preguntas a Miles —que cómo había
ido la partida nocturna de Fantasy Football, que si había visto el vídeo en
YouTube del tipo que le gastaba una broma a su novia, que si tenía algún plan
para después de clase—, Luce escrutó sin éxito la terraza en busca de su
compañera de habitación.
Miles respondió a todas las preguntas de los chicos, pero no
se mostró interesado en prolongar mucho más la conversación. En cambio, señaló
a Luce.
—Esta es Luce. Quiere una taza grande del
café más caliente que tengáis y…
—Huevos revueltos —dijo Luce, doblando el pequeño menú que la
cafetería de la Escuela de la Costa imprimía a diario.
—Lo mismo para mí. Gracias. —Miles devolvió los menús y centró
toda su atención en Luce—. Parece que últimamente no nos vemos mucho fuera de
clase. ¿Qué tal va todo?
La pregunta de Miles la cogió desprevenida, tal vez porque
desde esa mañana albergaba un gran sentimiento de culpa. Le gustó no oír la
apostilla de «¿Dónde te escondías?» o «¿Acaso me estás esquivando?». Solo una
pregunta: «¿Qué tal va todo?».
Ella lo miró contenta, pero al responder se olvidó de sonreír
y prácticamente lo hizo con una mueca dolorosa.
—Todo va muy bien.
—Hum, oh-oh.
«Una pelea horrible con Daniel.» «Mentiras a mis padres.»
«Perder a mi mejor amiga.» A una parte de ella le habría gustado contárselo
todo a Miles, pero sabía que no debía hacerlo. No podía. Eso llevaría su
amistad a un punto que ella no sabía si era el deseable. Nunca había tenido a
un hombre como amigo con el que compartirlo todo y confiar tanto como en una
amiga. ¿Las cosas no se podrían… complicar?
—Miles —dijo al fin—, ¿qué hace la gente
aquí por Acción de Gracias?
—No sé. Me temo que nunca he estado aquí para saberlo, aunque me
hubiera gustado. El Día de Acción de Gracias en mi casa es algo odiosamente
ostentoso. Somos cien personas por lo menos. Y se sirven como diez platos. Y,
además, hay que ir de etiqueta.
—¿Bromeas?
Negó con la cabeza.
—Ojalá. Hablo en serio. Incluso tenemos que
contratar aparcacoches.
Hizo una pausa antes de proseguir:
—Oye, pero ¿por qué me lo preguntas?
¿Necesitas un lugar adonde ir?
—Bueno…
—Estás invitada. —Él se echó a reír al ver su expresión de
asombro—. Te lo ruego. Mi hermano, mi única cuerda de salvamento, está en la
universidad y no irá a casa este año. Te enseñaré la zona de Santa Bárbara.
Podemos librarnos del pavo y conseguir los mejores tacos del mundo en Super
Rica. —Arqueó una ceja—. Tenerte conmigo hará que todo sea mucho menos temible.
Puede que incluso sea divertido.
Mientras Luce reflexionaba sobre su
propuesta, notó una mano en la espalda. A esas alturas conocía
ya el tacto tranquilizador, casi terapéutico,
de Francesca.
—Esta noche he hablado con Daniel —dijo
Francesca.
Luce intentó mostrarse impasible cuando la profesora se
inclinó hacia ella. ¿Acaso Daniel había ido a verla después de que Luce lo
dejara plantado? La idea le hizo sentirse celosa, pero en realidad no sabía por
qué.
—Está preocupado por ti. —Francesca se interrumpió, como si
escrutara el rostro de Luce—. Le dije que vas muy bien, considerando que te
encuentras en un entorno nuevo. Y también que estoy a tu disposición para
cualquier cosa que necesites. Por favor, deberías acudir a mí si tienes alguna
duda.
Su mirada se volvió más adusta, más dura. «Acude a mí en lugar
de ir a Steven», era lo que parecía decir sin palabras.
Francesca se marchó con la misma rapidez con que había
aparecido, con el forro de seda de su abrigo blanco de lana agitándose contra
sus medias negras.
—Así que… Acción de Gracias —dijo al fin
Miles frotándose las manos.
—Vale, vale. —Luce se tomó el café que le
quedaba—. Me lo pensaré.
Shelby no apareció por el pabellón nefilim para las clases de
la mañana, que consistieron en una sesión acerca de cómo invocar a antepasados
angelicales, que era algo parecido a enviar un mensaje celestial de voz. A la
hora del almuerzo, Luce empezó a inquietarse. Sin embargo, cuando iba a clase
de matemáticas vislumbró el chaleco grueso rojo y se dirigió corriendo hacia
ella.
—¡Eh! —dijo tirando de la espesa cola rubia
de su compañera de habitación—. ¿Dónde estabas?
Shelby se volvió lentamente. La expresión de su rostro
devolvió a Luce a su primer día en la Escuela de la Costa. Shelby tenía los
orificios de la nariz a punto de estallar y sus cejas estaban totalmente
encorvadas.
—¿Estás bien? —preguntó Luce.
—Sí.
Shelby se giró y empezó a manipular la consigna que le quedaba
más a mano, pulsó una combinación y la abrió. En el interior había un casco de
fútbol americano y aproximadamente toda una caja de botellas de Gatorade. En el
dorso de la puerta había un póster de las animadoras de los Lakers.
—¿Esta es tu consigna? —preguntó Luce.
No conocía ningún nefilim que usara consigna, pero Shelby
hurgó en aquella y arrojó descuidadamente por encima del hombro unos calcetines
sudados y sucios.
Shelby cerró la puerta de golpe y pasó a la
combinación de la siguiente consigna.
—¿Es que ahora te dedicas a juzgar lo que
hago?
—No. —Luce negó con la cabeza—. Shelby, ¿qué te ocurre? Has
desaparecido toda la mañana, no has ido a clase…
—Pero ahora estoy aquí, ¿no? —suspiró Shelby—. Francesca y
Steven son mucho menos estrictos a la hora de conceder un día por asuntos
personales que los humanoides de por aquí. —¿Para qué necesitas un día asuntos
personales? Anoche estabas bien hasta que… Hasta que apareció Daniel.
Justo en el momento en que apareció Daniel por la ventana,
Shelby había palidecido y se había ido directamente a la cama sin decir nada y…
Mientras Shelby la miraba como si de pronto
su coeficiente intelectual hubiera descendido a la mitad,
Luce se percató del ambiente que reinaba en el
resto del pasillo. Había chicas junto a las paredes grises donde terminaba la
hilera de consignas de color teja: Dawn, Jasmine y Lillith; las pijas de
chaqueta de punto como Amy Branshaw de las clases de la tarde de Luce; unas
chicas de aspecto punk y con piercings, que se parecían un poco a Arriane,
aunque no eran tan divertidas como ella, y otras a las que Luce no había visto
antes; todas se apretaban los libros contra el pecho, hacían globos de chicle y
dirigían la mirada al suelo alfombrado, al techo de vigas de madera y a las
demás. Miraban en cualquier dirección excepto a Luce y a Shelby. Sin embargo,
era evidente que todas ellas estaban pendientes de su conversación.
Comenzó a dilucidar el porqué con una sensación molesta en el
estómago. Aquel era el mayor enfrentamiento entre un nefilim y un no nefilim
que Luce había visto hasta el momento en la Escuela de la Costa. Todas las
chicas del pasillo habían caído en la cuenta antes que ella.
Shelby y Luce estaban a punto de pelearse
por un chico.
—¡Oh! —Luce tragó saliva—. Tú y Daniel…
—Sí. Estamos juntos. Desde hace tiempo.
—Shelby no levantó la mirada hacia ella.
—Muy bien.
Luce se centró en respirar. Podía hacer frente a esa
situación. Pero las murmuraciones que recorrían el muro de chicas le erizaron
la piel y se puso a temblar.
—Lamento que esa idea te desagrade tanto
—dijo Shelby con aire burlón.
—No, no es eso. —Pero Luce sentía desagrado hacia sí misma—.
Siempre pensé que yo era la única…
Shelby se puso las manos en jarra.
—¿Pensabas que cada vez que desaparecías durante diecisiete
años Daniel no hacía nada? ¡Despierta de una vez, Luce! Daniel tiene un tiempo
previo a ti. O un intermedio. O lo que sea. —Se interrumpió y dirigió una
mirada de soslayo a Luce—. ¿De verdad eres tan egocéntrica?
Luce se había quedado sin habla.
Shelby gruñó y se volvió hacia las chicas
del pasillo.
—Este campo de fuerza plagado de estrógenos ha de disiparse
—espetó sacudiendo los dedos hacia las chicas—. Vamos, moveos todas. ¡Ya!
Mientras las chicas se marchaban a toda prisa, Luce apretó la
cabeza contra la consigna metálica y fría y deseó poder meterse y ocultarse
dentro.
Shelby apoyó la espalda contra la pared que
había junto a la cara de Luce.
—¿Sabes? —dijo con un tono de voz más suave—. Daniel es un
novio de mierda. Y un mentiroso. Te miente.
Luce se incorporó con las mejillas enrojecidas para pegar a
Shelby. Por muy enfadada que estuviera ella con Daniel en ese instante, nadie
iba a hablar mal de él.
—Ay. —Shelby se zafó—. ¡Por Dios, cálmate!
Se deslizó por la pared hasta dejarse caer
en el suelo.
—Mira, no debería haber hablado de esto. Fue una noche
estúpida de hace mucho tiempo, y era evidente que el tío se sentía muy mal sin
ti. Yo entonces no os conocía a ninguno de los dos y toda la leyenda sobre
vosotros dos me parecía… tremendamente aburrida. Lo cual, por si te interesa,
explica el enorme resentimiento que te he tenido.
Dio una palmadita en el suelo a su lado y
Luce se deslizó por la pared para sentarse. Shelby esbozó
una sonrisa tímida.
—Te lo juro, Luce. Nunca pensé que te conocería. Y desde
luego, nunca creí que serías tan… guay.
—¿Guay? ¿Me tienes por guay? —preguntó Luce sonriendo para sus
adentros—. Tenías razón cuando decías que solo estoy pendiente de mí misma.
—Hum, justo lo que pensaba. Eres del tipo de personas con las
que es imposible estar enfadada, ¿no? —suspiró Shelby—. Está bien. Siento haber
ido tras tu novio y, ya sabes, haberte odiado antes de conocerte. No volveré a
hacerlo.
Era raro que lo que habría podido separar al instante a dos
amigas las acercara aún más. Shelby no tenía ninguna culpa. Y si Luce sentía el
menor enfado al respecto, lo tenía que tratar con… Daniel. Shelby había hablado
de «una noche estúpida». Pero ¿qué había ocurrido en realidad?
Al atardecer Luce descendió por la escalera
que llevaba a la playa. Hacía cada vez más frío conforme se aproximaba al agua.
Los últimos rayos del sol se colaban por entre la fina capa de nubes y teñían
el océano de color naranja, rosa y azul pastel. El mar en calma se extendía
ante ella como un camino hacia el Cielo.
Solo supo lo que hacía allí cuando alcanzó el amplio círculo
de arena aún ennegrecida por la hoguera de Roland. Al poco se encontró agachada
detrás de la gran piedra de lava desde donde Daniel se la había llevado. Donde
los dos habían bailado y habían malgastado sus preciosos y escasos momentos
juntos peleándose por algo tan estúpido como el color de su pelo.
Callie había tenido un novio en Dover con el que había
terminado por culpa de una tostadora. Uno de ellos había atascado el aparato
tras querer meter en él un bollo enorme, y el otro se enfadó de forma bárbara.
Luce no recordaba todos los detalles, pero sí que se había preguntado: «¿Quién
puede separarse por culpa de un electrodoméstico?».
Pero Callie le dijo que en realidad no habían terminado por
eso: la tostadora solo había sido un símbolo de todo cuanto iba mal entre
ellos.
Luce detestaba pelearse con Daniel. La disputa de la playa,
sobre pelo teñido, le recordaba la historia de Callie. Le parecía como un
adelanto de una discusión de mayor envergadura y más desagradable.
Al arroparse para resguardarse del viento, Luce cayó en la
cuenta de que había bajado hasta allí para averiguar en qué se habían
equivocado esa noche. Se había pasado el rato buscando como una idiota indicios
en el agua, alguna prueba grabada en la áspera roca volcánica. Había rebuscado
por todas partes menos en ella misma. Porque lo que Luce albergaba en su
interior era precisamente el enorme enigma de su pasado. Quizá las respuestas
estuvieran en algún lugar dentro de las Anunciadoras, pero por el momento
quedaban lejos de su alcance.
No quería culpar a Daniel, la ingenua había sido ella al
suponer que su relación siempre había sido exclusiva. Sin embargo, él tampoco
le había dado a entender nunca lo contrario. En cierto modo, había permitido
que se topara con esa sorpresa tan desagradable. Eso le resultaba muy molesto.
Era un punto más en la larga lista de cosas que Luce creía que merecía saber y
que Daniel no consideraba oportuno contarle.
Entonces notó algo parecido a la lluvia, una especie de
llovizna en las mejillas y en las yemas de los dedos de tacto caliente en vez
de frío. Tenía una consistencia ligera como el polvo y no era húmedo.
Volvió el rostro al cielo y quedó deslumbrada
por una intensa luz de color violeta. Como no quería protegerse la vista,
continuó mirando incluso cuando la luz aumentó y resultó dolorosa. Las
partículas oscilaron lentamente en dirección a las aguas, al borde justo de la
costa, formando un dibujo y delimitando una silueta que ella reconocería en
cualquier sitio.
Estaba más atractivo si cabía. Se aproximaba a la orilla con
los pies desnudos suspendidos a unos pocos centímetros del agua. Sus amplias
alas blancas parecían ribeteadas por una luz de color violeta y se agitaban de
un modo casi imperceptible bajo el fuerte viento. Resultaba injusto el modo en
que mirarlo la hacía sentir: pasmada, eufórica y un poco asustada. Apenas podía
pensar en nada. Todos los enojos o enfados se desvanecían, dando paso a una
atracción irreprimible hacia él.
—No dejas de aparecerte —susurró ella.
La voz de Daniel recorrió las aguas.
—Te dije que quería hablar contigo.
Luce notó que fruncía la boca.
—¿Sobre Shelby?
—Sobre el peligro al que te expones.
Daniel hablaba sin rodeos. Pensaba que la mención de Shelby le
haría reaccionar, pero se limitó a ladear la cabeza. Llegó a la orilla húmeda
de la playa, donde el agua se volvía espuma y se alejaba, y permaneció flotando
sobre la arena ante ella.
—¿A qué te refieres con Shelby?
—¿En serio vas a fingir que no lo sabes?
—Un momento.
Daniel fue a posar los pies en el suelo y dobló las rodillas
en cuanto rozó la arena con los talones desnudos. Al enderezarse de nuevo, sus
alas retrocedieron, apartándose de su cara y levantando una ráfaga de aire. Por
primera vez Luce se figuró que debían de ser muy pesadas.
Aunque a Daniel no le llevó más de un par de segundos
alcanzarla, nunca sería lo bastante rápido para rodear a Luce por la espalda
con sus brazos y atraerla hacia sí.
—No volvamos a empezar —dijo él.
Luce cerró los ojos y dejó que la aupara. La boca de Daniel
encontró la suya, y ella levantó la cara hacia el cielo dejando que su roce la
inundara. No había oscuridad ni frío, solo la fabulosa sensación de estar bañada
en su luz de color violeta. Incluso el fragor de las aguas del océano se vio
anulado por un murmullo suave, la energía que recorría el cuerpo de Daniel.
Se asió al cuello de él con fuerza y le acarició los firmes
músculos de los hombros y trazó el contorno blando y espeso de sus alas. Eran
potentes, blancas y relucientes, y siempre le parecían mucho mayores de como
las recordaba. Eran como dos velas enormes a cada costado, y cada centímetro de
ellas era perfecto y suave. Ejercían cierta tensión al tacto, una tensión
semejante a la de un lienzo bien extendido, aunque en este caso, la sensación
era mucho más sedosa y deliciosamente suave y aterciopelada. Las alas parecían
reaccionar a sus caricias, e incluso se extendían hacia delante para rozarla y
acercarla más, hasta que Luce quedó sumergida en ellas, acurrucada cada vez más
en su interior y, sin embargo, sin llegar a sentirse satisfecha por completo.
Daniel se estremeció.
—¿Estás bien? —susurró ella, pues él a
veces se inquietaba cuando las cosas entre ellos empezaban
a subir de temperatura—. ¿Te duele?
Pero aquella noche la mirada de él era
ansiosa.
—Es fabuloso. No hay nada igual.
Y él entonces le deslizó los dedos hasta la cintura, y los
metió por debajo del jersey. Por lo común, las más suave de las caricias de
Daniel hacía que Luce perdiera la cabeza. Pero en esa ocasión su modo de
tocarla era más enérgico. Casi violento. Luce no sabía qué le había pasado,
pero le gustaba.
Daniel le recorrió la boca con los labios y luego prosiguió
hacia arriba, por el puente de la nariz hasta llegar cariñosamente a sus
párpados. Cuando se separaron, ella abrió los ojos y lo miró.
—¡Qué bonita eres! —susurró él.
Aunque aquellas palabras eran exactamente las que a la mayoría
de las chicas les hubieran gustado oír, en cuanto Daniel las hubo pronunciado,
a Luce le pareció como si le hubieran arrebatado el cuerpo y se lo hubieran
sustituido por el de otra persona.
Por el de Shelby.
Y no solo el cuerpo de Shelby. A fin de cuentas, ¿qué
posibilidades había de que solo hubiera sido ella? ¿Había habido otros ojos,
narices y mejillas que hubieran sido besados por Daniel? ¿Y otros cuerpos que
se hubieran arrimado a él en una playa? ¿Y otros labios a los que se hubiera
aferrado?
¿Otros corazones palpitantes? ¿Habría
intercambiado otros susurros de halagos?
—¿Qué te ocurre? —preguntó él.
Luce se sentía mal. Aunque podían llegar a empañar las
ventanas con sus besos, en cuanto utilizaban la boca para otras cosas como
hablar, todo se complicaba.
Ella apartó la cara.
—Me has mentido.
Contrariamente a lo que ella esperaba y deseaba, Daniel no se
burló ni se enfadó. Se sentó en la arena, apoyó las manos en las rodillas y se
quedó mirando las olas espumosas.
—¿En qué exactamente?
En cuanto las palabras salieron de su boca,
Luce lamentó el curso que tomaba la conversación.
—Podría hacer lo mismo que tú y no decirte
nada nunca más.
—No puedo contarte lo que sea que quieras
saber si no me dices qué es lo que te molesta.
Ella pensó en Shelby, pero cuando se imaginó en el papel de
celosa para que entonces él la tratara como a una niña, se sintió ridícula. En
lugar de ello dijo:
—Tengo la impresión de que somos dos desconocidos. Es como si
yo a ti no te conociera más que a cualquier otra persona.
—Oh.
El tono de voz de Daniel era tranquilo, y suy rostro
conservaba una expresión enojosamente impasible, hasta el punto de que Luce
llegó a desear poder sacudirle. No había nada que lo sacara de sus casillas.
—Daniel, me tienes secuestrada aquí. No sé nada. No conozco a
nadie. Estoy sola. Cada vez que te veo levantas nuevos muros y no me dejas ir
nunca más allá. Nunca. Me has arrastrado hasta aquí…
Aunque pensaba en California, era mucho más que eso. Su
pasado, por limitada que fuera la idea que tenía de él, se desplegó en su mente
como si fuera el rollo de una película que, al caer, rodara por el suelo.
Daniel la había arrastrado mucho más allá
de California. La había arrastrado a lo largo de siglos de luchas como esta.
Por muertes agónicas que provocaban dolor a todo su entorno: como esos
agradables ancianos que había visto la semana anterior. Daniel había arruinado
la vida de aquella pareja, matando a su hija. Y todo por ser una especie de
ángel célebre que había visto algo que le apetecía y quería conseguir.
No. Él no solo la había arrastrado hasta California. La había
arrastrado a una eternidad maldita. Una carga que debería haber soportado él
solo.
—Por culpa de tu maldición sufro yo, y
todas las personas que me quieren.
Daniel se estremeció como si acabara de
encajar un golpe.
—Quieres volver a casa —dijo.
Ella dio una patada en la arena.
—Quiero volver atrás. Quiero que retires lo que fuera que
hiciste y que me metió en este atolladero. Lo único que quiero es vivir una
vida normal, y romper con gente normal por problemas normales, como una
tostadora, y no por misterios sobrenaturales del universo que tú ni siquiera me
confías.
—Espera.
Daniel había palidecido por completo. Tenía los hombros
rígidos y le temblaban las manos. Incluso las alas, que instantes atrás
parecían poderosas, presentaban ahora un aspecto frágil. A Luce le hubiera
gustado extender la mano y tocarlas, como si, de algún modo, ellas pudieran
hacerle ver si el dolor que ella veía en los ojos de Daniel era genuino, pero
se contuvo.
—¿Estamos rompiendo? —preguntó él en voz
baja.
—¿Estamos juntos, Daniel?
Él se puso de pie y le tomó la cabeza con las palmas de las
manos. Antes de que ella pudiera separarse de él, notó que el calor le
abandonaba las mejillas. Cerró los ojos e intentó resistirse al magnetismo de
su contacto, pero era muy potente, más que cualquier otra cosa.
Aquello disipó su enfado, y dejó su identidad hecha añicos.
¿Quién era ella sin él? ¿Por qué la atracción hacia Daniel superaba cualquier
cosa que la distanciase de él? La sensatez, la prudencia, el instinto de
supervivencia: nada de eso podía competir con él. Seguramente, parte del
castigo de Daniel consistía en que ella permaneciera atada a él para siempre,
como la marioneta a su titiritero. Luce sabía que no debía desearlo con toda el
alma, pero no podía evitarlo. Era verlo, sentir sus caricias… y el resto del
mundo pasaba a un segundo plano.
Tan solo deseaba que quererlo no fuera tan
duro.
—¿De qué iba eso de la tostadora? —le
susurró Daniel al oído.
—Supongo que no sé lo que quiero.
—Yo sí. —Con actitud resuelta, la
miraba intensamente—. Yo te quiero a ti. —Lo sé, pero…
—Nada cambiará nunca esto, oigas lo que
oigas, ocurra lo que ocurra.
—Pero yo necesito algo más que ser querida.
Necesito que estemos juntos de verdad.
—Eso será pronto, te lo prometo. Todo esto
es provisional.
—Eso ya me lo has dicho. —Luce observó que la luna se había
alzado sobre sus cabezas. Era de color naranja intenso y estaba en fase
menguante—. ¿De qué querías hablarme?
Daniel le colocó un mechón rubio detrás de
la oreja y se lo quedó mirando un buen rato.
—De la escuela —dijo, con una vacilación
que hizo pensar a Luce que no estaba siendo sincero—.
Le pedí a Francesca que estuviera pendiente de
ti, pero lo quería comprobar con mis propios ojos. ¿Aprendes alguna cosa? ¿Lo
pasas bien?
De pronto Luce sintió muchas ganas de alardear ante él de su
trabajo con las Anunciadoras, de su conversación con Steven y de las ocasiones
en que había vislumbrado a sus padres. Pero el rostro de Daniel parecía más
ansioso y abierto de lo que lo había estado en toda la velada. Parecía
esforzarse por evitar una disputa, así que Luce decidió hacer lo mismo.
Cerró los ojos y le dijo lo que él quería oír. Que la escuela
estaba bien. Y que ella estaba bien. Los labios de Daniel se posaron de nuevo
en los de ella, fervientes, y Luce sintió que un cosquilleo le recorría todo el
cuerpo.
—Tengo que marcharme —dijo él al fin poniéndose de pie—. Ni
siquiera debería estar aquí, pero no puedo mantenerme lejos de ti. Me preocupo
por ti sin cesar. Te quiero, Luce. Por mucho que duela.
Ella cerró los ojos contra el embate de sus
alas y la arena que levantó al emprender el vuelo.
10
Nueve días
U |
na serie repetida de chasquidos y golpes
metálicos interrumpían el canto de las águilas pescadoras. Un prolongado y
sonoro sonido de metal contra metal, y el ruido de una fina hoja de plata al
rebotar en la cazoleta del oponente.
Francesca y Steven luchaban.
Bueno, no; en realidad practicaban esgrima. Estaban haciendo
una demostración para sus alumnos antes de que se enfrentaran en combate.
—Saber cómo blandir una espada, tanto si se trata de un
florete de poco peso como estos de hoy como de algo tan peligroso como un sable
corto, es una habilidad muy valiosa —dijo Steven con voz grave rasgando el aire
con la punta de su arma efectuando movimientos breves, como si estuviera
utilizando un látigo—. Los ejércitos del Cielo y del Infierno pocas veces se
enzarzan en combates, pero cuando lo hacen… —Sin mirar, desplomó bruscamente su
arma a un lado en dirección a Francesca, y ella, también sin mirar, alzó la espada
y detuvo el golpe—. Siguen ajenos a la artillería moderna. Las dagas, los arcos
y las flechas, las enormes espadas ardientes… esas son nuestras armas eternas.
El combate que tuvo lugar a continuación solo era de
exhibición, una mera lección. Francesca y Steven ni siquiera llevaban las
máscaras.
Era ya la última hora de la mañana del miércoles, y Luce
estaba sentada entre Jasmine y Miles en el amplio banco de la terraza. Toda la
clase, incluidos los profesores, se habían cambiado de ropa e iban ataviados con
la vestimenta blanca habitual de los practicantes de esgrima. La mitad de la
clase sostenían en la mano unas máscaras negras con rejilla. Luce había llegado
al armario de material para coger una justo después de que alguien se llevara
la última, pero eso no le había preocupado en absoluto. Confiaba en poder
zafarse de la vergüenza de demostrar frente a toda la clase su ineptitud: por
el modo en que los demás manejaban las armas en la terraza era evidente que lo
habían hecho antes.
—La idea es ofrecer al adversario el menor blanco posible
—explicó Francesca al corro de estudiantes que tenía alrededor—. Así que hay
que desplazar el peso sobre un pie y avanzar con el pie de la espada. Y, luego,
balancearse atrás y adelante hasta penetrar en la línea de tiro y retroceder.
De pronto ella y Steven se lanzaron a una carga de embestidas
y paradas, provocando un repiqueteo intenso al repeler de forma ágil los
embates de cada uno. Francesca descargó un golpe oblicuo a la izquierda y
entonces él atacó hacia delante; ella se balanceó hacia atrás, de modo que alzó
rápidamente la espada y la giró y la posó en la muñeca de él.
—Touché!
—exclamó ella riéndose.
Steven se volvió hacia la clase.
—Touché
en francés significa «tocado». En esgrima los puntos se cuentan por toques.
—De haber luchado de verdad —siguió Francesca—, me temo que
ahora la mano de Steven yacería en el suelo ensangrentada. Lo siento, cariño.
—Está bien —dijo él—. Está bien.
Entonces arremetió contra ella de lado y
fue casi como si se separara del suelo. En el estrépito que siguió, Luce perdió
de vista la espada de Steven mientras atravesaba el aire una y otra vez, hasta
casi cortar a Francesca, la cual lo esquivó de forma lateral a tiempo y
apareció detrás de él.
Pero él la esperaba y le apartó el arma antes de desplomar la
punta de su espada contra el empeine de la mujer.
—Me temo, querida, que te has levantado con
mal pie.
—Eso ya se verá.
Francesca levantó una mano y se arregló el
pelo. Los dos se miraban con furia.
Cada ronda de combate violento provocaba la alarma en Luce.
Ella estaba acostumbrada a sentirse inquieta, pero curiosamente el resto de la
clase también estaban nerviosos. Era una inquietud mezclada con excitación.
Nadie podía mantener la calma contemplando a Francesca y Steven.
Hasta ese día, Luce se había preguntado a menudo por qué los
nefilim no formaban parte de los equipos destacados de la Escuela de la Costa.
Jasmine, de hecho, había respondido con una mueca de disgusto cuando Luce le
había propuesto presentarse junto con Dawn a las pruebas para entrar en el
equipo de natación. Hasta que esa mañana había oído decir a Lilith en el
vestuario que todos los deportes, excepto la esgrima, eran «tremendamente
aburridos», Luce había creído que los nefilim simplemente no eran dados a los
deportes. Pero no era así. Simplemente, escogían con esmero a qué juego querían
jugar.
Luce se estremeció al imaginarse a Lilith —que conocía la
traducción al francés de todos los vocablos referidos a la esgrima y que Luce
ni siquiera sabía en inglés— lanzándose al ataque con su porte esbelto y su
carácter malintencionado. Si el resto de la clase fuese apenas una décima parte
de hábiles que Francesca y Steven, al final de la clase Luce sin duda quedaría
reducida a un montón de extremidades cercenadas.
Sus profesores eran claramente unos expertos, y rechazaban y
lanzaban embestidas con agilidad. La luz del sol se reflejaba en sus espadas y
en su vestimenta acolchada de color blanco. Las ondas espesas y rubias del
cabello de Francesca caían en cascada formando un halo precioso sobre sus
hombros al girar hacia Steven. Sus pies dibujaban unos pasos tan bellos y
elegantes en el suelo que el combate parecía una danza.
Ambos tenían una expresión obstinada en la cara, y reflejaban
una determinación brutal de vencer. Tras los primeros toques, quedaron
empatados. Seguramente estaban cansados. Llevaban combatiendo más de diez
minutos sin apuntarse ningún tanto. Empezaron a luchar con tanta fiereza que
los filos de las armas dejaron de verse; solo quedó un encono magnífico, un
suave zumbido en el aire y el chasquido incesante de las espadas al chocar
entre ellas.
Con cada choque de espadas empezaron a saltar chispas.
¿Chispas de amor o de odio? En algunos momentos, casi parecían ambas cosas.
Y aquello inquietó a Luce. Se suponía que el amor y el odio
debían ocupar espacios claramente opuestos en el espectro. La distinción
resultaba tan clara como… bueno, como la que en otros tiempos le había parecido
que existía entre ángeles y demonios. Pero eso ya no era así. Observó a sus
profesores con reverencia y temor, mientras en su mente se abría paso el
recuerdo de la disputa de la noche anterior con Daniel. Los sentimientos de
amor y de odio —que, aunque sin ser exactamente odio, sí era una sensación de
enfado creciente— se mezclaban en su interior.
Entonces se oyó una ovación de sus compañeros de clase. A Luce
le parecía que apenas había apartado la vista, y sin embargo no lo había visto.
La punta de la espada de Francesca había tocado el pecho de Steven. Cerca del
corazón. Ella apretaba su fina arma contra él hasta casi arquearla. Los dos
permanecieron en silencio durante un instante mirándose fijamente. Luce no
sabía si eso también formaba parte de la demostración.
—Justo al corazón —dijo Steven.
—Como si tuvieras corazón —musitó
Francesca.
Por un momento los dos parecieron ajenos al
hecho de que la terraza estaba llena de alumnos.
—Una victoria más para Francesca —declaró
Jasmine. Volvió la cabeza hacia Luce y bajó la voz—:
Pertenece a una larga saga de ganadores.
¿Steven? No tanto.
Aquel comentario parecía estar cargado de connotaciones, pero
Jasmine se acomodó con un leve salto en el banco, se puso la máscara y se
ajustó la cola, preparada para el combate.
Mientras los demás estudiantes alborotaban a su alrededor,
Luce intentó imaginarse algo parecido entre ella y Daniel: con ella sacando
ventaja y teniéndolo a merced de su espada, igual que Francesca tenía a Steven.
En realidad, resultaba prácticamente imposible de imaginar. Y eso la
preocupaba, no porque quisiera dominar a Daniel, sino porque no quería estar
siempre sometida. La noche anterior se había sentido a merced de él. El
recuerdo de aquel beso la inquietaba, la sonrojaba y la abrumaba, pero no del
modo en que tendría que hacerlo.
Ella quería a Daniel, pero…
Debería poder pronunciar esa frase sin necesidad de esa
conjunción horrible; sin embargo, le resultaba imposible. Lo que en ese momento
tenían no era lo que quería. Y si las normas del juego iban a ser siempre así,
entonces ella no sabía si quería jugar. ¿Qué clase de pareja era ella para
Daniel? ¿Qué clase de pareja era él para ella? Si alguna vez se había sentido
atraído por otras chicas… seguramente se lo había planteado también. ¿Habría
alguien que pudiera proporcionar condiciones de igualdad a cada uno?
Cuando Daniel la besaba, Luce sabía en lo más profundo de su
ser que él era su pasado. Bajo su abrazo, luchaba con desesperación para que él
se convirtiera en su presente. Pero en cuanto sus labios se separaban, la
certeza de que él fuera su futuro se desvanecía. Necesitaba tener la libertad
para tomar esa decisión. Ni siquiera sabía qué había más allá.
—Miles —exclamó Steven, que había asumido de nuevo por
completo su papel de profesor, y envainaba la espada en un estuche estrecho de
cuero negro a la vez que señalaba con la cabeza la esquina orientada al
noroeste de la terraza—. Tú te enfrentarás a Roland allí.
Miles, sentado a la izquierda de Luce, se
inclinó hacia ella y susurró:
—Tú y Roland os conocéis de hace tiempo, ¿cuál es su talón de
Aquiles? No pienso perder contra el nuevo.
—Hum. Pues no lo sé, la verdad.
Luce se quedó en blanco. Volvió la mirada hacia Roland, que ya
tenía el rostro tapado por la máscara, y se dio cuenta de las pocas cosas que
sabía de él: el catálogo de productos del mercado negro; que tocaba la armónica
y también que había hecho reír mucho a Daniel en su primer día en Espada &
Cruz. De hecho, nunca pudo averiguar de qué habían hablado… Ni tampoco qué
hacía Roland en la Escuela de la Costa. En lo tocante al señor Sparks, Luce
estaba totalmente perdida.
Miles le dio un golpecito en la rodilla.
—Luce, estaba bromeando. Es prácticamente
imposible que ese tipo no me dé una patada en el culo. —Se puso en pie entre
risas—. Deséame suerte.
Francesca se había encaminado hacia el otro lado de la
terraza, cerca de la entrada al pabellón, y tomaba sorbos de una botella de
agua.
—Kristy y Millicent, a esa esquina —indicó a dos nefilim
peinadas con coleta y con zapatillas de deporte negras iguales—. Shelby y Dawn,
venid a mediros aquí. —Luego hizo un gesto hacia el rincón de la terraza en el
que se encontraba Luce—. Los demás vais a mirar.
Luce se sintió aliviada de que no hubieran mencionado su
nombre. Cuanto más presenciaba el método de enseñanza de Francesca y Steven,
menos lo comprendía. Una demostración amedrantadora sustituía cualquier
formación verdadera. No se trataba de mirar y aprender, sino de mirar y lucirse
directamente.
Cuando los seis primeros alumnos ocuparon sus posiciones en la
terraza, Luce sintió una gran necesidad de aprender todo el arte de la esgrima
de una vez.
—En garde! —gritó
Shelby al tiempo que arremetía con un golpe de fondo para luego quedarse
agachada con las piernas flexionadas y la punta de la espada a pocos
centímetros de Dawn, cuya espada seguía envainada.
Los dedos de Dawn zigzagueaban por su cabello corto y negro
mientras se lo recogía con horquillas en forma de mariposa.
—No puedes gritar en
garde mientras me preparo para un combate, Shelby. —Su voz era incluso más
aguda cuando se enfadaba—. ¿Acaso te criaste entre lobos? —resopló con el
último pasador de plástico aún entre los dientes—. Vale —dijo entonces sacando
la espada—. Ya estoy lista.
Shelby, que había guardado su posición de fondo baja durante
toda la sesión de peluquería de Dawn, se incorporó entonces y se miró las uñas.
—Un momento, ¿me da tiempo a hacerme la manicura? —dijo
provocando a Dawn lo suficiente para que adoptase una postura de ofendida y
blandiera la espada.
—¡Qué grosera! —espetó Dawn. Pero, para sorpresa de Luce, su
arte en esgrima mejoró al instante:
rasgó el aire con la espada muy hábilmente y
asestó un golpe en un costado a Shelby. Dawn era una luchadora fabulosa.
Jasmine, junto a Luce, se partía de risa.
—Un combate infernal.
Una sonrisa asomó también al rostro de Luce; jamás había
conocido a nadie tan inquebrantablemente optimista como Dawn. Al principio,
Luce había sospechado cierta falsedad, una fachada. En el Sur, de donde era
ella, aquella actitud de felicidad constante no se consideraba auténtica. Sin
embargo, Luce se había quedado impresionada ante lo rápido que Dawn se había
recuperado de aquel día en el yate. El optimismo de Dawn parecía no tener
límites. A esas alturas, a Luce le costaba estar junto a la chica y no reír. Y
resultaba especialmente difícil cuando Dawn concentraba su animosidad infantil
en propinar una paliza a alguien tan diametralmente opuesto a ella como Shelby.
La situación entre Luce y Shelby seguía siendo un poco
extraña. Ella lo sabía, Shelby lo sabía, e incluso la lamparilla de noche en
forma de Buda de su habitación parecía saberlo. La verdad es que Luce en cierto
modo disfrutaba viendo cómo Shelby luchaba por su vida mientras Dawn la atacaba
alegremente.
Shelby era una luchadora firme y paciente. Mientras la técnica
de Dawn resultaba llamativa y vistosa, con las extremidades girando en un
auténtico baile por la terraza, Shelby era muy prudente en las embestidas, y
parecía casi como si las racionara. Mantenía las rodillas dobladas y no se
rendía ante nada.
En cambio, había dicho a Luce que había dejado a Daniel
después de pasar juntos una noche. Se había apresurado a explicar que había
sido porque los sentimientos de Daniel hacia Luce interferían con cualquier
otra cosa. Pero Luce no se lo creía. Había algo raro en la confesión de Shelby:
algo que no cuadraba con la reacción de Daniel cuando Luce sacó a colación el
tema la noche anterior. Él había actuado como si no hubiera nada que decir.
Un golpe sordo llamó la atención de Luce.
Al otro lado de la terraza Miles había caído de espaldas al
suelo y Roland estaba literalmente sobre él. De hecho, volaba.
Las enormes alas que se habían desplegado de sus hombros eran
como una capa gigantesca y estaban cubiertas de plumas, como si fueran las de
un águila, pero mostraban un bello jaspeado dorado entretejido en las plumas de
vuelo oscuras. Seguramente en su atuendo de esgrima tenía las rasgaduras finas
que Daniel llevaba en su camiseta. Luce nunca había visto las alas de Roland y,
como los demás nefilim, no podía apartar la vista de ellas. Shelby le había
contado que solo unos pocos nefilim tienen alas, y ninguno de ellos iba a la
Escuela de la Costa. Ver el porte de Roland al luchar, aunque se tratara de un
combate de prácticas de esgrima, provocó una oleada de excitación en el grupo.
Las alas eran tan llamativas que Luce necesitó un momento para
observar que la punta de la espada de Roland se alzaba justo encima del
esternón de Miles y que lo mantenía pegado al suelo. El traje de esgrima de
Roland, de un color blanco intenso, y sus alas doradas realzaban su silueta
severa frente a los árboles oscuros y espesos que rodeaban la terraza. Con la
máscara negra, Roland aún resultaba más intimidatorio, más amenazador, que si
se le hubiera podido ver el rostro. Luce deseó que su expresión fuera de
diversión, porque tenía a Miles en una posición realmente vulnerable. Se puso
de pie para ir hacia él, y le sorprendió notar que le temblaban las rodillas.
—¡Oh, Dios mío, Miles! —exclamó Dawn desde el otro lado de la
terraza. Dejó de lado su propio combate, de modo que Shelby le entró con un
toque con coupé, tocó el pecho
desprotegido de Dawn y ganó el punto de la victoria.
—No es el modo más deportivo de ganar —dijo Shelby enfundando
la espada—, pero a veces es el único posible.
Luce se apresuró por delante de ellas y del resto de los
nefilim que no estaban enzarzados en duelos, y se encaminó hacia Roland y
Miles. Los dos resollaban. Roland ya había vuelto a posar los pies en el suelo
y tenía las alas retraídas en la piel. Miles parecía estar bien; Luce era la
única que no podía dejar de temblar.
—Me has ganado. —Miles rió nervioso, apartando a un lado la
punta de la espada—. No he visto venir tu arma secreta.
—Lo siento, tío —dijo Roland con sinceridad—. No pretendía
desplegar las alas en tu contra, pero me ocurre a veces cuando me dejo llevar.
—Bueno, ha sido un buen combate, hasta entonces, al menos.
—Miles levantó la mano derecha para que le ayudara a levantarse—. ¿Se dice eso
de «un buen combate» en esgrima?
—No, nadie lo dice. —Roland se levantó la máscara con una mano
y, esbozando una sonrisa, dejó caer la espada de la otra. Agarró la mano de
Miles y la alzó con un solo gesto rápido—. Ha sido un buen combate.
Luce suspiró aliviada. Roland, por supuesto, no haría daño a
Miles. Roland era extravagante y poco convencional, pero no era peligroso,
aunque hubiera estado del bando de Cam la última noche en el cementerio de
Espada & Cruz. Pero si no había motivo para temerle, ¿por qué se había
puesto tan nerviosa? ¿Por qué no lograba detener los latidos de su corazón?
Entonces supo por qué. Era por Miles. Porque era el amigo más
cercano que tenía en la Escuela de la Costa. De hecho, últimamente cada vez que
estaba con Miles pensaba en Daniel y en el montón de cosas que resultaban ser
un impedimento entre ellos. A veces deseaba en secreto que Daniel fuera un poco
como Miles: alguien alegre y sin complicaciones, una persona atenta y
genuinamente cariñosa, menos acosada por problemas como ser víctima de una
maldición desde los albores del tiempo.
Un destello blanco pasó por delante de Luce
y se desplomó en brazos de Miles.
Era Dawn, que se abalanzó sobre el chico con los ojos cerrados
y una sonrisa enorme dibujada en la boca.
—¡Estás vivo!
—¿Vivo? —Miles la dejó de nuevo en el suelo—. Si me he quedado
sin aliento… ¡Menos mal que nunca has venido a verme jugar al fútbol americano!
Detrás de Dawn, observando cómo esta acariciaba a Miles por
donde la espada había rozado su chaqueta blanca, Luce se sintió incómoda. No,
no era que ella quisiera acariciar a Miles, ¿vale? Ella solo quería… bueno, no
sabía lo que quería.
—¿La quieres? —Roland asomó a su lado y le entregó la máscara
que había utilizado—. Eres la siguiente, ¿no?
—¿Quién, yo? No, no. —Ella negó con la
cabeza—. La campana está a punto de sonar.
Roland negó a su vez.
—Buen intento. Basta con que te lo creas y
nadie sabrá que nunca antes has practicado esgrima. —Lo dudo mucho. —Luce tocó
la máscara de malla fina—. Roland, tengo que preguntarte algo… —No. No
pretendía hacer daño a Miles. ¿Por qué todo el mundo se ha asustado tanto?
—Eso ya lo sé. —Intentó sonreír—. Es sobre
Daniel.
—Luce, ya conoces las normas.
—¿Qué normas?
—Puedo conseguir muchas cosas, pero no
puedo conseguirte a Daniel. Solo tienes que esperar.
—Espera un momento, Roland. Ya sé que él no puede estar aquí
ahora mismo. Pero ¿qué normas son esas? ¿A qué te refieres?
Él señaló detrás de Luce. Francesca le hacía señas para que se
acercara. Todos los demás nefilim habían tomado asiento en el banco, excepto
unos cuantos que parecían prepararse para el siguiente combate. Jasmine y una
chica coreana de nombre Sylvia; dos chicos altos y delgados cuyos nombres Luce
nunca lograba recordar, y Lilith, de pie y sola, que examinaba la punta roma de
goma de su espada con escrupulosidad.
—¿Luce? —dijo Francesca con voz grave,
señalando el espacio libre ante Lilith—. A tu sitio.
—La prueba de fuego. —Roland silbó dándole
una palmadita en la espalda—. Sin miedo.
A pesar de que solo había otros cinco
alumnos en el centro de la terraza, a Luce le parecieron cien.
Francesca estaba de pie con los brazos cruzados de forma
relajada sobre el pecho. Tenía una expresión calmada, pero para Luce su
serenidad era forzada. Tal vez quería que Luce perdiera en el combate más
brutal e incómodo posible. ¿Por qué si no la enfrentaba a Lilith, que era unos
treinta y cinco centímetros más alta que Luce, y cuyo pelo rojo y enmarañado le
salía por detrás de la máscara como si fuera la melena de un león?
—Nunca he practicado —adujo Luce con poca
convicción.
—No te preocupes, Luce. No pretendemos que seáis duchos en
este deporte —le contestó Francesca —. Intentamos medir vuestra capacidad
relativa. Basta con que recuerdes lo que Steven y yo os hemos mostrado al
inicio de la sesión y todo irá bien.
Lilith se rió, y dibujó una gran C en el
aire con la punta del florete.
—La marca del Cero, perdedora —dijo.
—¿Ahora te dedicas a alardear del número de
amigos que tienes? —replicó Luce.
Recordó lo que Roland le había dicho sobre no demostrar miedo.
Se colocó la máscara y tomó el florete que Francesca le tendía. Ni siquiera
sabía cómo se agarraba. Asió con torpeza la empuñadura y se preguntó si emplear
la mano derecha o la izquierda. Ella escribía con la derecha, pero jugaba a los
bolos y bateaba con la izquierda.
Lilith la miraba como si quisiera verla muerta, y Luce sabía
que no se podía permitir el tiempo de hacer un swing para probarla con ambas
manos. ¿En esgrima había swings?
Francesca se colocó detrás de ella sin decir nada. Sus hombros
acariciaron la espalda de Luce y prácticamente envolvió con su cuerpo diminuto
a la chica; luego le cogió la mano izquierda y la espada entre su mano.
—Yo también soy zurda —explicó.
Luce fue a decir algo, sin saber si debía
protestar o no.
—Como tú.
Francesca se inclinó sobre ella para verle la cara y dedicarle
una mirada de complicidad. Al recolocarle la empuñadura, una sensación cálida y
tremendamente relajante fluyó a través de los dedos de Francesca hacia Luce.
Fuerza, tal vez coraje… Luce no supo cómo funcionaba eso, pero se sintió
agradecida por ello.
—Es mejor un agarre ligero —dijo Francesca, llevándole los
dedos hacia la empuñadura de detrás de la cazoleta—. Empleas demasiada fuerza,
la dirección del filo se vuelve menos hábil y los movimientos defensivos, más
limitados. Si el agarre es demasiado flojo, entonces el arma se te puede caer.
Con un gesto tranquilo y elegante, Francesca colocó los dedos
de Luce en torno a la empuñadura detrás de la cazoleta. Con una mano en la
espada y la otra en el hombro de Luce, Francesca se apartó ligeramente a un
lado bloqueando el movimiento.
—Paso adelante.
Luce fue hacia delante apuntando con la
espada hacia Lilith.
La pelirroja se pasó la lengua por los
dientes y dirigió una mirada celosa a Luce.
—Pase.
Francesca retiró a Luce como si fuera una pieza de ajedrez.
Dio un paso atrás, le dio la vuelta para verle la cara y le susurró:
—El resto, simplemente, está de más.
Luce tragó saliva. «¿De más?»
—En garde! —gritó
Lilith. Tenía las largas piernas dobladas y sostenía el florete directamente
apuntado a Luce con la mano derecha.
Luce se retiró con dos pasos rápidos; cuando se sintió a una
distancia bastante segura, arremetió hacia delante con el arma extendida.
Lilith se agachó con destreza hacia la derecha de la espada de
Luce, giró sobre sus talones y atacó desde abajo con la suya, que fue a chocar
contra el hierro de Luce. Las dos espadas se deslizaron entre sí hasta que
llegaron al punto medio y se detuvieron. Luce tuvo que emplear toda su fuerza
para detener el florete de Lilith ejerciendo presión con el suyo. Le temblaban
los brazos, pero le sorprendió comprobar que era capaz de repeler a Lilith
desde su posición. Finalmente, su contrincante se apartó y retrocedió. Luce la
vio agacharse y girar varias veces, y empezó a intuirla.
Lilith jadeaba mucho por el esfuerzo, pero también como
táctica de despiste. Así, emitía un gran ruido mientras hacía un amago en una
dirección, y luego con la punta del florete cambiaba vertiginosamente dibujando
un arco alto para sobrepasar la defensa de Luce.
Luce decidió hacer lo mismo. Cuando viró hacia atrás la punta
de su florete para conseguir su primer tanto, justo por debajo del corazón de
Lilith, esta soltó un rugido ensordecedor.
Luce se estremeció y retrocedió. Ni siquiera
creía haberla tocado con fuerza.
—¿Estás bien? —gritó a punto de quitarse la
máscara.
—No está herida. —En vez de Lilith respondió Francesca con un
sonrisa en los labios—. Está enfadada porque la estás ganando.
Luce no tenía tiempo de preguntarse qué podía significar el
que Francesca de pronto pareciera pasárselo tan bien, ya que Lilith volvía a
atacar apuntándola con la espada. Luce levantó la suya para chocar con la de
Lilith y luego giró tres veces la muñeca antes de soltarse.
Luce tenía el pulso acelerado pero se sentía bien. Notaba que
le recorría el cuerpo una energía que no había sentido en mucho tiempo. En
realidad, aquello se le daba bien, casi tanto como a Lilith, que parecía nacida
para empalar a la gente con objetos punzantes. A un solo punto, Luce, que jamás
había sostenido una espada, se percató de que tenía opciones de ganar.
Oía que los demás alumnos lanzaban vítores, y que algunos
incluso gritaban su nombre. Reconoció la voz de Miles y le pareció oír a
Shelby, lo cual realmente la animó. Sin embargo, el ruido de sus voces se
mezclaba con algo más que emitía un sonido estático a un volumen demasiado
alto. Lilith luchaba con más encono todavía, pero de pronto a Luce le empezó a
resultar difícil concentrarse. Retrocedió, parpadeó y volvió la vista al cielo.
El sol permanecía oculto por los enormes árboles, pero eso no era todo. Una
armada creciente de sombras avanzaban desde las ramas, como manchas de tinta
extendiéndose justo por encima de la cabeza de Luce.
No. Ahora no. No con todo el mundo mirando. Y no cuando le
podía costar el combate. Sin embargo, nadie más había reparado en ellas, y eso
parecía imposible. Hacían tanto ruido que Luce no podía hacer otra cosa más que
taparse los oídos e intentar no oírlas. Se llevó las manos a los oídos con un
gesto que hizo que la punta de la espada se dirigiera hacia el cielo y
confundiera a Lilith.
—¡No dejes que te asuste, Luce! ¡Es como un veneno! —gritaba
Dawn con voz cantarina desde el banco.
—¡Usa el prise de fer,
la toma de hierro! —gritaba Shelby—. ¡Lilith lo odia! Perdón: Lilith lo odia
todo, ¡pero sobre todo la toma de hierro!
Y así, había muchas más voces que gente en la terraza. Luce
hizo una mueca de asombro y se esforzó por no oír nada. Sin embargo, una voz se
impuso por encima de la algarabía, aunque se manifestó como un susurro en su
oído, justo detrás de su cabeza. Era la voz de Steven:
—Criba el ruido, Luce. Localiza el mensaje.
Ella giró rápidamente la cabeza a su alrededor, pero él se
hallaba al otro lado de la terraza, mirando los árboles. ¿Se refería a los
nefilim? ¿A todo el ruido y alboroto que estaban haciendo? Les miró los
rostros, pero ni siquiera hablaban. Entonces, ¿quién era? Por un instante,
cruzó la mirada con Steven y él levantó la barbilla hacia el cielo, como si
señalara las sombras.
En los árboles que tenía sobre la cabeza,
las Anunciadoras hablaban.
Y ella podía oírlas. ¿Llevaban mucho tiempo
hablando?
Latín, ruso, japonés. Inglés con acento sureño. Francés
chapurreado. Susurros, cantos, malas indicaciones, versos rimados. Y un
prolongado grito de auxilio que helaba la sangre. Sacudió la cabeza a la vez
que mantenía a raya la espada de Lilith, y las voces en lo alto se detuvieron
con ella. Miró a Steven y luego a Francesca. Aunque no lo demostraran, ella
sabía que lo escuchaban. Y también sabía que ellos sabían que ella también
escuchaba.
El mensaje escondido tras el ruido.
Toda la vida había oído ese mismo ruido cuando las sombras se
aproximaban: era un zumbido desagradable, si bien ahora era distinto. Clash.
La espada de Lilith chocó contra la de Luce. La chica
resoplaba como un toro enfadado. Luce se oyó a sí misma respirar tras la
máscara, jadeaba mientras intentaba resistir la espada de Lilith. Entonces fue
capaz de escuchar entre las voces. De pronto se pudo concentrar en ellas. Para
alcanzar el equilibrio, lo único que tenía que hacer era diferenciar el ruido
estático de lo verdaderamente importante, pero ¿cómo?
«Il faut faire le coup
double. Après ça, c’est facile à gagner», le susurró una de las
Anunciadoras en francés.
Luce apenas había hecho dos cursos de francés en el instituto,
pero esas palabras llegaron a algún rincón de su cerebro. No solo su mente comprendió
el mensaje, sino que en cierto modo su cuerpo también lo entendió. Caló en su
interior hasta el tuétano, y recordó: en otro tiempo había estado en un lugar
como aquel, en un combate a espada como ese, en un punto muerto igual.
La Anunciadora le recomendaba hacer un tocado doble, un
movimiento de esgrima complicado en el que se combinan, uno detrás de otro, dos
ataques individuales.
Su espada se deslizó por la de su contrincante, y ambas se
separaron. Un instante antes de que lo hiciera Lilith, Luce arremetió hacia
delante con un único gesto limpio e intuitivo, orientando la punta de la espada
hacia la derecha, seguido de otro hacia la izquierda, y luego precipitándose
hacia un lado de las costillas de Lilith. Los nefilim jaleaban, pero Luce no se
detuvo. Se separó y luego arremetió de nuevo, hundiendo la punta de su espada
en la guata a la altura del vientre de Lilith.
Ese era el tercer punto.
Lilith arrojó la espada al suelo de la terraza, se quitó la
máscara con enojo y, antes de encaminarse a toda prisa al vestidor, dirigió a
Luce una mirada aterradora. El resto de la clase se puso en pie, y Luce
advirtió que sus compañeros la rodeaban. Dawn y Jasmine la abrazaban y le daban
unos apretones suaves y delicados. Shelby se acercó para darle un palmetazo con
la mano, y Luce observó que Miles aguardaba pacientemente detrás de ella.
Cuando le llegó el turno, él la sorprendió levantándola del suelo y dedicándole
un largo y estrecho abrazo.
Ella le devolvió el abrazo sin poder
olvidar lo rara que se había sentido al dirigirse hacia él tras el combate y
encontrarse con que Dawn se le había adelantado. En ese momento, simplemente se
sintió feliz de tenerlo, feliz por su auténtico apoyo.
—Quiero que me des clases de esgrima —dijo
él riendo.
Todavía en sus brazos, Luce elevó la mirada al cielo, a las
sombras que pendían de las largas ramas. Sus voces ahora eran más suaves, menos
nítidas, pero aun así más claras que en otras ocasiones; era como si ella por
fin hubiera conseguido sintonizar una radio con ruido estático que llevaba
escuchando durante años, si bien no sabía decir si aquello era motivo de
alegría o de temor.
11
Ocho días
—Espera
un momento. —La voz de Callie retumbó al otro lado de la línea—. Deja que me
pellizque para comprobar que no estoy…
—No, no estás soñando —contestó Luce desde el teléfono que le
habían prestado. Pese a que la recepción era mala desde su posición en el
lindero del bosque, el sarcasmo de Callie se percibía de forma nítida y clara—.
Soy yo, de verdad. Siento ser tan mala amiga.
Era jueves, después de cenar, y Luce se encontraba apoyada
contra un robusto tronco de secuoya. A su izquierda había una colina ondulada,
más allá el acantilado y, tras este, el océano. Encima de las aguas el cielo
todavía brillaba con luz de color ámbar. Se dijo que posiblemente todos sus
amigos estaban en el pabellón haciendo s’mores
[1],
y contándose cuentos de demonios junto a la chimenea. Era una actividad de Dawn
y Jasmine que formaba parte de las Noches Nefilim que Luce se suponía que
ayudaba organizar, aunque en realidad lo único que había hecho había sido
encargar una cuantas bolsas de nubes y algo de chocolate negro en la cantina.
Luego se había escapado al lindero oscuro del bosque a fin de
evitar a toda la gente de la Escuela de la Costa y retomar un par de asuntos
importantes.
Sus padres. Callie. Las Anunciadoras.
Había esperado hasta la noche para llamar a casa. Los jueves
en chez Price era el día que su madre
salía a jugar al mahjong a casa de los vecinos y su padre acudía al teatro
municipal para asistir a una transmisión simultánea de la función de la ópera
de Atlanta. Luce se veía capaz de hacer frente a sus voces grabadas en el
contestador hacía más de diez años y dejar grabado en él que seguía insistiendo
sin cesar al señor Cole que le permitiera salir del campus para Acción de
Gracias y que los quería mucho.
Callie no le pondría las cosas tan fáciles.
—Creía que solo llamabas los miércoles —decía esta. Luce se
había olvidado de la estricta normativa sobre llamadas telefónicas de Espada
& Cruz—. Primero dejé de hacer planes los miércoles para esperar tus
llamadas —prosiguió su amiga—. Pero al cabo de un tiempo dejé de hacerlo. Por
cierto, ¿cómo has conseguido el móvil?
—¿Eso es todo? —preguntó Luce—. ¿Que cómo he conseguido un
móvil? ¿No estás enfadada conmigo?
Callie suspiró.
—¿Sabes? Consideré la posibilidad de enfadarme. Llegué incluso
a imaginar en mi mente toda la pelea. Pero las dos salíamos perdiendo. —Se
interrumpió—. Y lo cierto es que te echo de menos, Luce.
Así que me dije: «¿Para qué perder el tiempo
enfadándome?».
—Gracias —musitó Luce a punto de llorar de
alegría—. Dime, ¿qué has estado haciendo?
—Hum… Soy yo la que dirige la conversación. Será mi castigo
por haberme dejado de lado. Y lo que quiero saber es: ¿qué ocurre con ese chico?
¿Creo que su nombre empezaba por C?
—Cam —gimió Luce. ¿Cam era el último chico del que había
hablado con Callie?—. Resultó que no era… el tipo de persona que imaginaba.
—Calló un instante—. Ahora me estoy viendo con otro y las cosas van bastante…
—Recordó el rostro brillante de Daniel y lo rápido que se ensombreció durante
su último encuentro, fuera en la ventana.
Luego pensó en Miles, en el cálido y formal Miles, tan
agradable y poco dado a los dramas, el que la había invitado a su casa para el
Día de Acción de Gracias; el que pedía pepinillos en las hamburguesas de la
cantina aunque no le gustaban solo para poder sacarlos y dárselos a Luce; el
chico que levantaba la cabeza cuando se reía, de modo que ella podía ver el
brillo de sus ojos ocultos tras la gorra de los Dodgers.
—Las cosas van bien —dijo al fin—. Salimos
juntos a menudo.
—Oh, vaya, ya veo, vas de un chico de reformatorio a otro. Es
un sueño hecho realidad, ¿verdad? Pero esto suena más serio; te lo noto en la
voz. ¿Vais a estar juntos por Acción de Gracias? ¿Piensas traértelo a casa para
enfrentarlo a la cólera de Harry? ¡Ja, ja!
—Hum. Sí, tal vez —farfulló Luce sin saber
si en realidad hablaba de Daniel o de Miles.
—Mis padres insisten en hacer la semana que viene una especie
de gran reunión familiar en Detroit —dijo Callie— que estoy boicoteando. Me
hubiera gustado hacerte una visita, pero me imagino que estarás encerrada en
Villa Reformatorio. —Guardó silencio un instante, y Luce se la imaginó
acurrucada en la cama de su habitación en Dover. Le pareció como si hubiera
pasado toda una vida desde que ella iban juntas a la escuela. Habían cambiado
tantas cosas—. Si vienes a casa, y además con tu chico del reformatorio, no
habrá nada que me detenga.
—De acuerdo, Callie, pero…
Un grito agudo interrumpió a Luce.
—¿Quedamos de verdad? Imagínatelo: en una semana nos
acurrucaremos en tu sofá y nos pondremos al día. Yo haré mis famosas palomitas
de azúcar para que nos ayuden a soportar el aburrido pase de diapositivas de tu
padre. Y ese caniche loco tuyo se pondrá como una fiera…
De hecho, Luce nunca había estado en la casa de ladrillo rojo
de Callie en Filadelfia y Callie nunca había visitado la casa de Luce en
Georgia. Lo único que habían visto eran fotografías. La visita de Callie era
una perspectiva perfecta, justo lo que Luce necesitaba en ese momento. Pero
también parecía completamente imposible.
—Ahora mismo consultaré los vuelos.
—Callie…
—Te envío un e-mail, ¿vale? —Callie colgó
antes de que Luce pudiera responder siquiera.
Aquello no era bueno. Luce cerró el móvil. No debería
molestarse por que Callie se hubiera autoinvitado a Acción de Gracias. En
realidad, debería pensar que era maravilloso que su amiga todavía tuviera ganas
de verla. Sin embargo, Luce no se sentía más que impotente, añorada de su casa
y culpable por perpetuar aquel estúpido ciclo de mentiras.
¿Podría volver a ser una persona normal y feliz algún día?
¿Qué hacía falta en esta tierra, o fuera de ella, para que Luce se pudiera
sentir tan satisfecha de su vida como Miles parecía estarlo de la suya? Su
mente no dejaba de dar vueltas en torno a Daniel. Y tenía la respuesta: el
único modo de poder sentirse despreocupada de nuevo sería no haber conocido
nunca a Daniel, no haber conocido el amor verdadero.
Entonces algo se agitó entre las copas de los árboles y la
asaltó un viento gélido. Aunque no se había concentrado en una Anunciadora en
concreto, se dio cuenta de que, tal como Steven le había contado, su deseo de
obtener respuestas había invocado a una.
No. No era una sola.
Se estremeció al levantar la cabeza y descubrir en el enramado
cientos de sombras furtivas, tenebrosas y malolientes.
Se deslizaban juntas por las elevadas ramas de la secuoya que
tenía sobre la cabeza. Era como si alguien en las nubes hubiera vertido un
enorme frasco de tinta negra por el cielo y esta hubiera ido a caer encima de
aquella bóveda arbolada, empapando una rama tras otra hasta convertir el bosque
en una capa sólida de oscuridad. Al principio casi resultaba imposible
distinguir dónde terminaba una sombra y empezaba la siguiente, qué sombra era
auténtica y cuál era una Anunciadora.
Pero al poco empezaron a cambiar de forma y a definirse con
más claridad; al principio con timidez, como si se movieran inocentemente bajo
la luz débil del día, pero luego con mayor intensidad. Se soltaron de las ramas
que habían ocupado y fueron extendiendo sus zarcillos de oscuridad cada vez más
hacia abajo, aproximándose a la cabeza de Luce. ¿Le hacían señas para que se
acercase o estaban amenazándola? Se armó de valor, pero no lograba recobrar el
aliento. Había demasiadas. Quiso tomar una bocanada de aire, intentando no
dejarse llevar por el pánico a sabiendas de que era demasiado tarde.
Echó a correr.
Tomó dirección sur, de regreso a la residencia. Pero aquel
remolino negro y abisal se limitó a seguirla, susurrando en las ramas bajas de
las secuoyas mientras se aproximaba. Luce notó los pinchazos gélidos de su
tacto en los hombros. Gritó al sentirse manoseada, apartándolas con las manos
desnudas.
Cambió de rumbo, tomó la dirección opuesta y se encaminó hacia
el pabellón nefilim, al norte. Allí encontraría a Miles, a Shelby o incluso a
Francesca. Pero las Anunciadoras no la dejaban marchar. De inmediato se
deslizaron para adelantarla y se irguieron ante ella, absorbiendo la luz e
impidiéndole el paso al pabellón. Su zumbido amortiguó el murmullo distante de
la hoguera de los nefilim, haciendo que los amigos de Luce parecieran
irremediablemente alejados.
Luce se obligó a detenerse e inspirar profundamente. Sabía
mucho más de las Anunciadoras que antes, razón por la cual debería tenerles
menos miedo. ¿Qué problema había? Tal vez sabía que estaba acercándose a algún
recuerdo o información que podía cambiar el rumbo de su vida. Y su relación con
Daniel. Lo cierto es que no solo le aterraban las Anunciadoras, sino que tenía
pánico a lo que pudiera ver en ellas.
O lo que pudiera oír.
El día anterior por fin había surtido efecto el consejo de
Steven de aplacar el ruido de las Anunciadoras, y Luce ya podía escuchar sus
vidas anteriores. Era capaz de dejar de lado el ruido estático y centrarse en
lo que deseaba saber. En lo que necesitaba saber. Seguramente, Steven había
querido darle esa ayuda, y seguramente sabía que ella escucharía y aprendería
algo de las Anunciadoras.
Luce se volvió y regresó a la soledad oscura de los árboles
cuando el zumbido de las Anunciadoras se calmó y disminuyó.
La oscuridad de debajo de las ramas la envolvió en un abrazo
frío y de olor putrefacto a causa de las hojas en descomposición. Bajo la luz
crepuscular, las Anunciadoras se deslizaron hacia delante y se acomodaron a la
luminosidad mortecina que la rodeaba, camuflándose de nuevo entre las sombras
naturales. Algunas se movían rápidas y rígidas, como soldados; otras, en
cambio, tenían una elegancia ágil. Luce se preguntó si su apariencia era
indicativa de los mensajes que contenían.
Con todo, había muchas cosas de las Anunciadoras que las
hacían impenetrables. Sintonizarlas no era intuitivo, no era como manipular el
dial de una radio antigua. Lo que había oído el día anterior, esa voz entre la
algarabía, le había llegado por accidente.
Tal vez el pasado le había parecido insondable en otros
tiempos, pero ella ahora notaba que presionaba por aflorar contra esas
superficies oscuras, esperando salir a la luz. Luce cerró los ojos, ahuecó las
manos y las juntó. Allí, en la oscuridad, con el corazón latiéndole agitado,
deseó que salieran. Invocó a esas cosas frías y oscuras y les pidió que le devolvieran
su pasado a fin de iluminar su historia y la de Daniel. Las invocó para
resolver el misterio de quién era él y por qué la había escogido a ella.
Aunque la verdad le rompiera el corazón.
En el bosque se oyó una risa femenina. Era una risa tan clara
que parecía rodear a Luce y resonar en las ramas de los árboles. Intentó ver de
dónde procedía, pero había tantas sombras reunidas que Luce no sabía cómo
localizar la fuente. Y entonces se le heló la sangre.
La risa era suya.
En realidad, había sido suya cuando era niña. Antes de Daniel,
antes de Espada & Cruz, antes de Trevor… Antes de una vida llena de
secretos y mentiras y de tantas preguntas sin respuesta. Antes de que viera a
un ángel. Era una risa inocente, demasiado despreocupada para pertenecerle
ahora.
Una ráfaga de viento se agitó en las ramas que tenía sobre la
cabeza y un buen número de hojas de secuoya se desprendieron y se precipitaron
al suelo. Parecían gotas de lluvia mientras se unían con sus miles de
antecesoras en el suelo blando del bosque. Entre ellas cayó también una hoja
grande.
Gruesa pero ligera como una pluma, totalmente intacta,
descendía lentamente, ajena a la fuerza de la gravedad. Era negra en vez de
marrón. Y, en lugar de caer al suelo, fue a posarse en la palma extendida de
Luce.
No era una hoja. Se trataba de una Anunciadora. Cuando Luce se
inclinó para observarla con mayor atención, oyó de nuevo la risa. En algún
lugar dentro de ella, otra Luce se reía.
Suavemente, Luce estiró los extremos de la Anunciadora, que
era más flexible de lo que se esperaba, si bien al tacto era fría como el hielo
y pegajosa. Cuando alcanzó un tamaño de poco menos de un metro, Luce la soltó y
se alegró de ver que se mantenía a la altura de su vista. Hizo un gran esfuerzo
para concentrarse: en atender y desentenderse de cuanto la rodeaba.
Al principio no notó nada, pero luego…
Otra risa creciente se oyó en el interior de la sombra. A
continuación, el velo de oscuridad se rasgó y mostró una imagen en el interior.
En esta ocasión, Daniel fue el primero en
aparecer.
Aunque fuera a través de una Anunciadora, verlo era una
delicia. Llevaba el pelo un poco más largo que ahora. Estaba bronceado: tenía
los hombros y la nariz de un intenso color marrón dorado. Llevaba un bañador
azul marino ceñido que le quedaba muy bien, del tipo que había visto en las
fotografías de familia de los años setenta.
Detrás de Daniel se veía el lindero de un bosque tropical
espeso y denso, exuberante y repleto de bayas y flores blancas que Luce no
había visto antes. Se encontraba al borde de un acantilado pequeño pero no
menos impresionante que daba a un estanque de agua espumosa. Sin embargo,
Daniel no dejaba de mirar hacia arriba, al cielo.
La risa de nuevo. Y luego la voz de Luce,
entrecortada por unas risitas.
—¡Rápido! ¡Tírate de una vez!
Luce se inclinó hacia delante para acercarse más a la ventana
de la Anunciadora y vio a su antiguo yo flotando en el agua con un biquini
amarillo anudado detrás del cuello. Su larga cabellera flotaba en torno a su
cara en la superficie del agua, como un halo de intenso color negro. Daniel la
miraba, pero no dejaba de dirigir la vista hacia lo alto. Tenía los músculos
del pecho tensos. Luce se sintió mal al presentir por qué.
El cielo se estaba llenando de Anunciadoras que, como una
bandada de cuervos negros, formaban una nube tan espesa que taparon el sol. La
antigua Luce no se daba cuenta de nada en el agua, no veía nada. Pero cuando la
Luce del bosque vio en la imagen de una Anunciadora todas aquellas Anunciadoras
revoloteando y arremolinándose en el aire húmedo de aquel bosque tropical, se
sintió súbitamente mareada.
—¡Me estás haciendo esperar mucho! —gritaba la Luce del pasado
a Daniel—. Dentro de poco me voy a congelar.
Daniel apartó la vista del cielo y miró abajo con expresión
consternada. Le temblaban los labios y tenía el rostro pálido como un fantasma.
—No te congelarás —le dijo.
¿Lo que Daniel se estaba secando eran lágrimas? Él cerró los
ojos y se estremeció. Luego, tras arquear las manos por encima de la cabeza, se
dio impulso desde la roca y se zambulló.
Salió a la superficie al cabo de un momento, y Luce nadó hacia
él. Lo abrazó por el cuello con una expresión alegre y feliz. En el bosque,
Luce miraba la escena con una mezcla de horror y complacencia. Deseó que su
antiguo yo hubiera disfrutado al máximo de Daniel, que hubiera sentido la
cercanía inocente y extasiada de estar con la persona amada.
Pero ella sabía, igual que Daniel, igual que el enjambre de
Anunciadoras, lo que iba a ocurrir en cuanto Luce posara sus labios en los de
él. Daniel tenía razón: no se congelaría. Moriría carbonizada en una horrible
llamarada.
Y a Daniel no le quedaría más remedio que
llorarla.
Pero no sería el único. Esa chica había tenido una vida, amigos,
una familia que la quería y que quedaría destrozada si la perdían.
De pronto Luce sintió mucha rabia. Se sintió furiosa por la
maldición a la que ella y Daniel estaban condenados. Ella era inocente, no
tenía ningún poder: no entendía nada de lo que iba a ocurrir. Y seguía sin
comprender por qué ocurría, por qué siempre tenía que morir tan rápidamente
después de encontrar a Daniel.
Y por qué no había muerto aún en esta vida.
La Luce del agua seguía viva. Luce no iba a
permitir, no podía permitir que muriera.
Asió con fuerza a la Anunciadora, apretando con los puños sus
extremos. La retorció y la dobló deformando la imagen de los nadadores como si
se tratara de un espejo en un parque de atracciones. Dentro de la pantalla, las
sombras descendían. Los nadadores se estaban quedando sin tiempo.
Luce gritó enfadada y asestó un puñetazo a la Anunciadora:
primero una vez, luego otra, arrojó una lluvia de golpes contra la escena que
se desarrollaba ante ella. Golpeó una y otra vez, con la respiración
entrecortada y gritando mientras intentaba parar lo que iba a ocurrir.
Entonces ocurrió: su puño derecho atravesó la imagen y el
brazo se le hundió hasta el codo. Al instante, notó el cambio brusco de
temperatura. El calor de una puesta de sol veraniega le recorría la palma de la
mano. La gravedad cambió. Luce no podía decir si iba hacia arriba o hacia
abajo. Notó que se le encogía el estómago y temió salir despedida.
Podía atravesar la imagen. Podía salvar a su antiguo yo.
Extendió con prudencia hacia delante el brazo izquierdo, que también
desapareció dentro de la Anunciadora: era como atravesar una gelatina brillante
y pegajosa que se arrugaba y se extendía como si la dejara pasar.
—Es lo que quiere que haga —dijo en voz alta—. Lo puedo hacer.
Puedo salvarla. Puedo salvar mi vida.
Se inclinó un poco hacia atrás y luego
arrojó su cuerpo dentro de la Anunciadora.
Hacía sol, tanto que tuvo que cerrar los ojos; el calor era
tan tropical que de inmediato sintió el sudor en la piel. Y la invadió una
sensación muy desagradable con el centro de gravedad cayendo en picado, como si
estuviera zambulléndose desde lo alto.
En un instante ella se dejaría caer…
Pero entonces algo la asió del tobillo izquierdo y luego del
derecho. Algo tiraba a Luce hacia atrás con mucha fuerza.
—¡No! —gritó Luce, porque en ese instante vislumbró a lo lejos
un estallido amarillo en el agua. Demasiado intenso para tratarse del biquini.
¿Acaso la Luce del pasado ya estaba siendo consumida por las llamas?
Luego todo se desvaneció.
Luce se encontró de pronto de vuelta en la zona fría y sombría
de secuoyas que había detrás de la residencia de la Escuela de la Costa. Notaba
la piel fría y pegajosa, había perdido por completo el sentido del equilibrio y
se desplomó de bruces sobre la suciedad y las hojas de secuoya que había en el
suelo del bosque. Se dio la vuelta y vio dos siluetas ante ella, aunque su
visión daba tantas vueltas que ni siquiera podía distinguir quiénes eran.
—Pensé que estarías aquí.
Shelby. Luce sacudió la cabeza y parpadeó un par de veces. No
solo estaba Shelby. También estaba Miles. Los dos parecían agotados. Luce
estaba agotada. Miró el reloj sin sorprenderse por el tiempo que se había
pasado contemplando a la Anunciadora. Eran más de la una de la madrugada. ¿Qué
andaban haciendo Miles y Shelby a esas horas por ahí?
—Pe-pe-pero ¿qué pretendías hacer…? —balbuceó Miles señalando
el lugar donde había estado la Anunciadora.
Luce miró por encima del hombro. La sombra había estallado en
cientos de hojas negras aciculadas que iban cayendo al suelo, lo bastante
quebradizas como para convertirse en ceniza al tocar el suelo.
—Creo que voy a vomitar —musitó volviéndose a un árbol
cercano. Tuvo unas cuantas arcadas, pero no salió nada. Cerró los ojos
sintiéndose culpable. Había sido demasiado débil y había llegado demasiado
tarde para salvarse a sí misma.
Una mano fría se le acercó y le apartó los mechones rubios de
la cara. Luce vio los desgastados pantalones negros de yoga de Shelby y las
chanclas y se sintió invadida por una sensación de gratitud.
—Gracias —dijo. Al cabo de un buen rato, se pasó la mano por
la boca y se incorporó algo tambaleante—. ¿Estáis enfadados conmigo?
—¿Enfadados? Estoy orgullosa de ti. Lo has hecho solita. ¿Para
qué necesitas más a alguien como yo? —Shelby se encogió de hombros sin dejar de
mirar a Luce.
—Shelby…
—No. Te diré para qué me necesitas —espetó
Shelby—. Para mantenerte a salvo de desastres como
en el que has estado a punto de meterte. Te
guste o no, me atrevo a añadir: ¿qué pretendías hacer? ¿Sabes qué le ocurre a
la gente que entra en las Anunciadoras?
Luce negó con la cabeza.
—¡Pues yo tampoco, pero seguro que no es
nada bueno!
—Solo tienes que saber lo que te traes entre manos —intervino
Miles de pronto a sus espaldas. Tenía el rostro extrañamente pálido. Sin duda,
Luce lo había asustado mucho.
—Oh, de acuerdo. ¿Así que se supone que tú sí sabes lo que te
traes entre manos? —le desafió Shelby.
—No —musitó él—. Pero un verano mis padres me apuntaron a un
taller de un ángel mayor que sí sabía cómo hacerlo, ¿vale? —Se volvió hacia
Luce—. Y lo que tú estabas haciendo no se acercaba siquiera. Me has asustado
mucho, Luce.
—Lo siento. —Luce estaba sorprendida. Shelby y Miles se
comportaban como si los hubiera traicionado por ir ahí sola—. Creía que
estaríais detrás del pabellón, junto a la hoguera del campamento.
—Pensábamos que irías —replicó Shelby—. Hemos estado un rato
por ahí, pero entonces Jasmine ha empezado a gritar que Dawn había
desaparecido, y los profesores se comportaban de un modo muy raro, sobre todo
cuando han visto que tú tampoco estabas, así que la fiesta se ha acabado.
Entonces le he dicho a Miles que tenía una vaga idea de lo que podrías andar
haciendo y he salido a buscarte, y va y de repente se convierte en una especie
de señor Lapa…
—Un momento —interrumpió Luce—. ¿Dawn ha
desaparecido?
—Lo más probable es que no —sugirió Miles—.
Ya sabes lo veleidosas que son Jasmine y ella.
—Pero esa era su fiesta —dijo Luce—. Nunca
se perdería su propia fiesta.
—Eso es lo que Jasmine no dejaba de repetir —explicó Miles—.
Anoche no fue a su habitación y esta mañana tampoco estaba en la cantina, así
que al final Francesca y Steven nos han ordenado irnos a nuestras habitaciones,
pero…
—Me apuesto veinte pavos a que está besuqueándose con algún
bola de sebo no nefilim en los bosques de por aquí. —Shelby lanzó una mirada de
picardía.
—No.
Luce tenía un mal presagio. Dawn estaba muy emocionada por la
hoguera del campamento. Había encargado camisetas por internet porque no había
habido modo de convencerla de que ningún nefilim se prestaría a llevarlas. No
podía haber desaparecido, al menos no por voluntad propia. —¿Cuánto tiempo
lleva desaparecida?
Cuando los tres salieron del bosque, Luce se
sentía todavía más alterada. No era solo por Dawn, también era por lo que había
visto en la Anunciadora. Contemplar cómo la muerte se acercaba a un antiguo yo
era una agonía, y era la primera vez que lo había atestiguado. Daniel, por otra
parte, había tenido que presenciarlo cientos de veces. Ahora comprendía por qué
había actuado con tanta frialdad la primera vez que se encontraron: para
ahorrar a ambos el trauma de volver a pasar por la experiencia de una muerte
horrible. La realidad de la situación de Daniel empezó a abrumarla y se sintió
desesperada por verlo.
Al cruzar el jardín que llevaba a la residencia, Luce tuvo que
protegerse los ojos de unas potentes luces que barrían el campus. Un
helicóptero zumbaba a lo lejos, mientras su foco de localización recorría la
costa, escudriñando la playa de un lado a otro. Una amplia línea de hombres con
uniformes oscuros recorría el camino desde el pabellón nefilim hasta la
cantina, escrutando lentamente el suelo.
Miles dijo:
—Es la formación habitual de las partidas de búsqueda. Forman
una línea y no dejan ni un centímetro del suelo sin mirar.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Luce en voz baja.
—Ha desaparecido de verdad. —Shelby
parpadeó—. No tengo un buen karma.
Luce echó a correr hacia el pabellón nefilim. Miles y Shelby
la siguieron. El camino, tan bonito a la luz del día, lleno de flores, ahora
aparecía cubierto de sombras. Ante ellos, la hoguera del campamento se había
apagado y solo quedaban unas pocas ascuas, pero en el pabellón y en la terraza
todas las luces estaban encendidas. El enorme edificio en forma de A refulgía,
formidable en la noche oscura.
Luce vio las caras asustadas de muchos nefilim que estaban
sentados en los bancos alrededor de la terraza. Jasmine lloraba con su gorra de
lana hundida en la cabeza. Sostenía la mano rígida de Lilith para encontrar
apoyo mientras dos policías con libretas le hacían una serie de preguntas. Luce
se sintió muy próxima a la chica. Sabía lo horrible que podía ser ese trámite.
Los policías iban de un lado a otro de la terraza repartiendo
fotocopias en blanco y negro de una fotografía reciente y ampliada de Dawn que
alguien había encontrado en internet. Al mirar la imagen de baja resolución,
Luce se sorprendió de lo mucho que Dawn se parecía a ella, por lo menos antes
de teñirse el cabello, y se acordó de la charla que habían mantenido la mañana
después de teñírselo, cuando Dawn había dicho que ya no eran clavaditas.
Luce ahogó un grito. La cabeza empezó a dolerle en cuanto cayó
en la cuenta de muchas cosas en las que no había reparado hasta ese instante.
El momento horroroso en el bote de salvamento. La dura
advertencia de Steven sobre mantenerlo en secreto. La paranoia de Daniel acerca
de unos «peligros» que nunca le había explicado. El Proscrito que la había
sacado del campus, la amenaza del bosque que Cam había liquidado. Su gran
parecido con Dawn en aquella borrosa fotografía en blanco y negro.
Quien fuera que se había llevado a Dawn se
había equivocado. En realidad, buscaba a Luce.
12
Siete días
E |
l viernes por la mañana, Luce se restregó los ojos antes de
abrirlos y posó la vista en el reloj. Las
7.30. Apenas había podido conciliar el
sueño: estaba hecha un lío, se sentía tremendamente preocupada por Dawn y
seguía enfadada por la vida anterior que había presenciado un día antes a
través de la Anunciadora. Había resultado espeluznante ver los momentos previos
a su muerte. Se preguntó si todos habrían sido como aquel. En su mente no
dejaba de dar vueltas a la misma pregunta una y otra vez.
Si no fuera por Daniel…
… ¿habría tenido la oportunidad de vivir una vida normal,
entablar una relación con otra persona, casarse, tener hijos y envejecer como
el resto del mundo? Si Daniel no se hubiera enamorado de ella hace tanto
tiempo, ¿estaría Dawn ahora desaparecida?
Pero todas esas preguntas al final iban a parar a la cuestión
principal: ¿sería distinto el amor si lo sintiera por otra persona? Se suponía
que el amor era algo natural, ¿no? Entonces, ¿por qué se sentía tan
atormentada?
La cabeza de Shelby asomó desde la litera superior y su espesa
cola rubia cayó detrás de ella como si fuera una soga.
—¿Estás alucinando tanto como yo con todo
esto?
Luce dio una palmadita en su cama para que Shelby bajara y se
sentara a su lado. Vestida aún con su grueso pijama de franela, Shelby se
deslizó hasta la cama de Luce con dos tabletas grandes de chocolate negro.
Luce iba a decir que no podía comer nada, pero en cuanto el
olor del chocolate le llegó a la nariz, quitó el papel brillante de la
envoltura y dirigió una pequeña sonrisa a Shelby.
—Es lo que necesitamos —afirmó Shelby—. ¿Te acuerdas de lo que
dije anoche acerca de Dawn besuqueándose con algún bola de sebo? Me siento
fatal por eso.
Luce negó con la cabeza.
—Shelby, no lo sabías. No deberías sentirte
mal por eso.
Ella, en cambio, sí tenía motivos para sentirse mal por lo que
le había ocurrido a Dawn. Luce ya llevaba mucho tiempo considerándose
responsable de las muertes de personas cercanas a ella: primero Trevor, después
Todd y luego la pobre Penn. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar que tal
vez debería añadir a Dawn a su lista. Se secó una lágrima antes de que Shelby
la viera. Empezaba a plantearse que tal vez sería mucho mejor guardar
cuarentena y permanecer apartada de cualquier persona a la que quisiera para no
ponerla en peligro.
Un golpecito en la puerta les hizo dar un respingo tanto a
Luce como a Shelby. La puerta se abrió lentamente. Era Miles.
—Han encontrado a Dawn.
—¿Qué? —preguntaron Luce y Shelby
incorporándose a la vez.
Miles acercó la silla del escritorio de Luce a la cama y se
quedó sentado mirando a las chicas. Se quitó la gorra y se frotó la frente.
Estaba bañado de sudor, como si hubiera atravesado corriendo todo el campus
para contárselo.
—No he podido pegar ojo en toda la noche —dijo mientras daba
vueltas a la gorra entre las manos —. Me he levantado temprano y he salido a
dar una vuelta. Me he encontrado a Steven y él me ha dado la buena noticia. Los
que se la llevaron la devolvieron al salir el sol. Está asustada, pero sana y
salva. —Es un milagro —murmuró Shelby.
Luce era más escéptica.
—No lo entiendo. ¿La han devuelto? ¿Sana y
salva? ¿Desde cuándo ocurren esas cosas?
¿Y cuánto tiempo había necesitado quienquiera que fuese para
darse cuenta de que se habían llevado a la chica equivocada?
—No fue tan sencillo —admitió Miles—.
Steven intervino. Él la salvó.
—¿De quién? —prácticamente gritó Luce.
Miles se encogió de hombros y se balanceó
sobre las patas traseras de la silla.
—¡Ni idea! Estoy seguro de que Steven lo sabe,
pero no soy lo que se dice su mejor confidente.
Aquello hizo gritar de alegría a Shelby. El hecho de que Dawn
hubiera sido hallada sana y salva parecía tranquilizar a todo el mundo menos a
Luce, que tenía el cuerpo entumecido. No podía dejar de pensar: «Debería haber
sido yo».
Salió de la cama y cogió una camiseta y unos vaqueros de su
armario. Tenía que encontrar a Dawn. Ella era la única persona que podía
contestar a sus preguntas. Y, aunque Dawn nunca lo entendería, Luce sabía que
le debía una disculpa.
—Steven dice que la gente que se la llevó no volverá jamás
—añadió Miles observando a Luce con preocupación.
—¿Y tú te lo crees? —le preguntó Luce en
tono burlón.
—¿Por qué no debería hacerlo? —se oyó
preguntar a una voz desde la puerta abierta.
Francesca estaba apoyada en el umbral, vestida con una
gabardina de color caqui. Irradiaba tranquilidad, pero no parecía realmente
contenta de verlos.
—Dawn ya está a salvo en casa.
—Quiero verla —dijo Luce, sintiéndose ridícula al verse de pie
con la camiseta raída y los pantalones de deporte con los que había dormido.
Francesca frunció la boca.
—La familia de Dawn ha venido a recogerla hace una hora.
Regresará a la Escuela de la Costa cuando sea el momento oportuno.
—¿Por qué os comportáis como si no hubiera ocurrido nada?
—Luce levantó los brazos—. Como si Dawn no hubiera sido secuestrada…
—No la secuestraron —le corrigió Francesca—. La tomaron
prestada y resultó ser un error. Steven se encargó de todo.
—Hum, ¿se supone que esto nos hará
sentirnos mejor? ¿Pensar que la tomaron prestada? ¿Para qué?
Luce escrutó el rostro de Francesca y no apreció en él más que
tranquilidad. Pero entonces algo cambió en los ojos azules de la mujer: se
entornaron para luego abrirse, y Luce comprendióla súplica silenciosa de
Francesca: que no manifestara sus sospechas en presencia de Miles o de Shelby.
Aunque no sabía muy bien por qué, Luce confiaba en Francesca.
—Steven y yo pensamos que estaréis todos bastante
conmocionados —prosiguió Francesca, incluyendo en su mirada a Miles y a
Shelby—. Hemos suspendido las clases de hoy y estaremos en nuestros despachos
si queréis pasaros a charlar.
Sonrió de ese modo angelical y deslumbrante tan característico
suyo. Giró sobre sus talones y se marchó taconeando por el pasillo.
Shelby se levantó y cerró la puerta tras
Francesca.
—¿Os podéis creer que haya hablado de «tomar prestado»,
haciendo referencia a un ser humano? ¿Acaso Dawn es un libro de la biblioteca?
—Dobló las manos en puños—. Tenemos que hacer algo para distraernos. Mirad, me
alegro de que Dawn esté a salvo, y creo que confío en Steven, pero, aun así,
sigo completamente horrorizada.
—Tienes razón —dijo Luce mirando hacia Miles—. Vamos a
distraernos un poco. Podríamos salir a pasear.
—Es demasiado peligroso. —Los ojos de
Shelby iban de un lado a otro.
—Ver una película…
—Demasiado tranquilo. Eso no apaciguará mi
mente.
—Eddie dijo algo sobre un partido de fútbol
a la hora del almuerzo —apuntó Miles.
Shelby se puso la mano en la frente.
—¿Es que tengo que recordaros que yo he
acabado con los chicos de la Escuela de la Costa?
—¿Y un juego de mesa…?
Finalmente, la mirada de Shelby se iluminó.
—¿Y qué tal el juego de la vida? Por ejemplo… ¿de tus vidas
anteriores? Podríamos dedicarnos a seguir de nuevo la pista a tus familiares.
Yo podría ayudarte…
Luce se mordió el labio. Haber penetrado en aquella
Anunciadora el día anterior la había conmocionado profundamente. Seguía
sintiéndose físicamente desorientada y emocionalmente agotada, por no hablar de
cómo se sentía respecto a Daniel.
—No lo sé —dijo.
—¿Te refieres a seguir haciendo más
de lo que hacías ayer? —preguntó Miles. Shelby volvió la cabeza y se quedó
mirando a Miles.
—¿Todavía estás aquí?
Miles recogió una almohada que había caído al suelo y se la
tiró. Ella se la devolvió con un golpe, aparentemente impresionada por sus
propios reflejos.
—Vale, de acuerdo. Miles se queda. Las mascotas siempre son de
utilidad. Quizá necesitemos a un cabeza de turco, ¿verdad, Luce?
Luce cerró los ojos. En efecto, se moría de ganas de conocer
más cosas sobre su pasado, pero ¿y si resultaba tan difícil de asimilar como lo
había sido el día anterior? Aunque contara con Miles y con Shelby, tenía miedo
de volver a intentarlo.
Pero entonces se acordó del día en que Francesca y Steven
habían mostrado a la clase la Anunciadora de Sodoma y Gomorra. Después de la
exhibición, mientras que los demás alumnos se tambaleaban, Luce no dejaba de
pensar que lo importante no era si habían vislumbrado o no aquella escena tan
cruenta. El hecho es que había ocurrido. Igual que su pasado.
Por el bien de sus antiguos yoes, Luce no
podía dejarlo ahora.
—Hagámoslo —dijo a sus amigos.
Miles dio a las chicas unos minutos para que
se vistieran antes de encontrarse en el pasillo. Pero Shelby se negó a ir al
bosque donde Luce había invocado a las Anunciadoras.
—No me miréis así. Acaban de atrapar a Dawn, y el bosque es
oscuro y tenebroso. No quiero ser la próxima, ¿vale?
Entonces Miles insistió en que sería bueno que Luce intentara
practicar el arte de invocar a las Anunciadoras en algún lugar nuevo como su
habitación.
—Basta con que silbes, y las Anunciadoras vendrán —aseguró—.
Somételas. Ya sabes que eso es lo que quieren.
—No quiero que empiecen a acechar por aquí —dijo Shelby
volviéndose hacia Luce—. No te ofendas, pero una necesita intimidad.
Luce no se sintió ofendida. Las Anunciadoras no dejarían de
acosarla, independientemente de cuándo las invocara. Igual que Shelby, no
quería que las sombras aparecieran sin más en su dormitorio.
—La cuestión con las Anunciadoras es demostrar control. Es
como adiestrar a un cachorro. Lo único que hay que enseñarles es quién es el
amo.
Luce volvió la cabeza hacia Miles.
—¿Desde cuándo sabes tantas cosas sobre
Anunciadoras?
Miles se sonrojó.
—Puede que no sea muy aplicado en clase,
pero sé hacer un par de cosas.
—Ah, ¿sí? ¿Qué cosas? ¿Se puede poner aquí
e invocarlas? —preguntó Shelby.
Luce se puso de pie en el centro de la habitación sobre la
alfombra de yoga con los colores del arco iris de Shelby y pensó en lo que
Steven le había enseñado.
—Abramos una ventana —propuso.
Shelby se levantó para abrir la ventana y
dejó que entrara una ráfaga fresca de brisa marina.
—Buena idea. Resulta más acogedor.
—Y también más frío —dijo Miles
levantándose la capucha de la sudadera.
A continuación los dos se sentaron en la cama mirando a Luce,
como si fuera una artista en un escenario.
Cerró los ojos, procurando no sentirse en el punto de mira,
pero en lugar de centrarse en las sombras, en lugar de invocarlas mentalmente,
no dejaba de pensar en Dawn y en lo aterrada que tenía que haber estado la
noche anterior y en cómo se sentiría ahora estando de vuelta con su familia. Se
había recuperado muy pronto de aquel horrible accidente en el yate, pero eso
era mucho más serio. Y era culpa de Luce. En realidad, de Luce y también de
Daniel por llevarla hasta allí.
Daniel no dejaba de decir que la llevaba a un lugar más
seguro, y ella no podía por menos de preguntarse si en realidad lo que había
logrado era convertir la Escuela de la Costa en un lugar más peligroso.
Un grito ahogado de Miles le hizo abrir los ojos. Miró justo
encima de la ventana, donde una gran Anunciadora oscura como el carbón se
apretaba contra el techo. A primera vista parecía una sombra normal arrojada
por la lámpara de suelo que Shelby ponía en la esquina cuando practicaba vinyasa. Pero entonces empezó a
extenderse por el techo hasta que pareció como si la habitación estuviera
revestida de una pintura letal, dejando una estela fría y maloliente sobre la
cabeza de Luce. Estaba fuera de su alcance.
Esa Anunciadora, a la que ella ni siquiera había invocado y
que podía contener cualquier cosa, la estaba provocando.
Inspiró con nerviosismo y recordó lo que Miles le había dicho
sobre el control. Se concentró tan intensamente que le empezó a doler la
cabeza. Tenía el rostro rojo y los ojos tan apretados que temió tener que
abandonar. Pero entonces…
La Anunciadora se dobló y se deslizó a los pies de Luce como
si fuera un grueso rollo de tela caído. Con los ojos entornados, vio una sombra
de color marrón, más pequeña y redonda, que se levantaba sobre la más grande y
oscura siguiendo sus movimientos, casi igual que un gorrión volando en línea
con un halcón. ¿Qué significaba esa nueva sombra?
—Es increíble —murmuró Miles.
Luce quiso interpretar las palabras de Miles como un cumplido.
Eso que la había aterrorizado toda la vida, eso que la había hecho sentirse tan
mal; eso que tanto miedo le había dado, ahora se sometía ante ella. Era algo
que ciertamente resultaba increíble. Jamás se le habría ocurrido verlo así
hasta que descubrió el asombro en el rostro de Miles, y por primera vez se
sintió fabulosa.
Controló la respiración y se tomó un tiempo para levantarla
del suelo y ponérsela en las manos. En cuanto la gran Anunciadora gris estuvo a
su alcance, la sombra pequeña se echó al suelo como una curva dorada de luz
procedente de la ventana, camuflándose con las tablas de madera.
Luce tomó los extremos de la Anunciadora y contuvo el aliento
al tiempo que rezaba para que el mensaje que albergaba fuera más inocente que
el del día anterior. Tiró de la sombra y le sorprendió que presentara más
resistencia que las otras que había manipulado. A pesar de su apariencia
delicada e insustancial, en sus manos resultaba rígida. Cuando logró formar con
ella una pantalla de aproximadamente un metro, le dolían los brazos.
—Es lo máximo que puedo hacer —dijo a Miles y a Shelby, que
se pusieron de pie y se acercaron.
El velo gris del interior de la Anunciadora se levantó o, por
lo menos, a Luce se lo pareció; sin embargo, observó que en el interior había
otro velo grisáceo. Forzó la vista para ver que la textura gris se enturbiaba y
se movía; entonces se dio cuenta de que no estaba vislumbrando la sombra: aquel
velo grisáceo era una nube espesa de humo de tabaco. Shelby tosió.
Aunque la humareda no se disipó por completo, los ojos de Luce
se acostumbraron a ella; al poco se fue materializando una amplia mesa en forma
de media luna con un tablero de fieltro rojo. Encima se veían varias cartas de
una baraja dispuestas en filas ordenadas. A un lado había un grupo de personas
extrañas sentadas: algunas parecían ansiosas y nerviosas, como un hombre calvo
que no dejaba de aflojarse la corbata de topos y silbaba para sí; otras
parecían agotadas, como la mujer repeinada que echaba la ceniza de su
cigarrillo en un vaso medio lleno de algo. El pastoso rímel se le desprendía de
las pestañas y le dejaba un veteado de polvo negro debajo de los ojos.
Al otro lado de la mesa, un par de manos revoloteaban sobre
una baraja de cartas, lanzando con pericia una carta a cada persona de la mesa.
Luce se acercó a Miles para ver mejor. La distrajeron las brillantes luces de
neón de los miles de máquinas tragaperras que había más allá de las mesas. Pero
eso fue antes de que viera a la persona que repartía las cartas.
Creía que estaba acostumbrada a ver versiones de sí misma en
las Anunciadoras. Una imagen joven, llena de esperanza, inocente incluso. Pero
esta vez era distinto. La mujer que repartía cartas en aquel casino sórdido
llevaba camisa blanca, pantalones negros ajustados y un chaleco también negro
abierto por la zona del pecho. Tenía unas uñas largas y rojas, decoradas con
unas lentejuelas brillantes que no dejaba de emplear para apartarse el pelo
negro de la cara. Su atención se elevaba apenas por encima de la cabeza de los
jugadores, de forma que no miraba nunca a nadie directamente a los ojos. Le
triplicaba la edad a Luce, pero compartía algo con ella.
—¿Esa eres tú? —susurró Miles esforzándose
por no parecer horrorizado.
—¡No! —respondió Shelby con rotundidad—. Esta tipeja es vieja.
Y Luce solo vive hasta los diecisiete. —Dirigió una mirada nerviosa hacia
Luce—. Quiero decir, en el pasado, hasta ahora ha sido así. Sin embargo, esta
vez seguro que vivirás hasta la edad adulta, e incluso puede que logres ser
mayor que esa mujer. Lo que quiero decir…
—Ya basta, Shelby —la interrumpió Luce.
Miles negó con la cabeza.
—Tengo que ponerme al día en muchas cosas.
—Muy bien, pues si no soy yo, al menos sí
tenemos que estar… No sé, relacionadas de algún modo.
Luce observó cómo esa mujer canjeaba las fichas del calvo de
la corbata. Tenía unas manos parecidas a las de Luce. También la forma de la
boca era bastante semejante.
—¿Os parece que podría ser mi madre? ¿O mi
hermana?
Shelby tomaba notas a toda velocidad en la
cubierta de un manual de yoga.
—Solo hay un modo de descubrirlo. —Enseñó rápidamente la
anotación a Luce—. «Las Vegas. Hotel y Casino Mirage. Turno de noche. Mesa
cerca del espectáculo del tigre de Bengala. Vera con uñas postizas marca Lee».
Volvió a mirar a la mujer que repartía las cartas. Shelby era
muy buena advirtiendo los detalles en los que Luce nunca reparaba. El nombre de
la identificación de empleada decía VERA en letras blancas y algo inclinadas.
Pero entonces la imagen empezó a temblar y a desvanecerse. Al poco rato se
disgregó en trozos diminutos de sombra que cayeron al suelo y se retorcieron
como la ceniza de un papel ardiendo.
—Un momento… ¿acaso esto no es el pasado?
—quiso saber Luce.
—No lo creo —dijo Shelby—. Por lo menos, no es algo muy remoto
en el tiempo. Había un anuncio del nuevo espectáculo del Cirque du Soleil al
fondo. Así que ¿qué te parece?
¿Ir hasta Las Vegas para encontrar a esa mujer? Sin duda,
resultaría más fácil acercarse a una hermana de mediana edad que a unos padres
bien entrados en los ochenta, pero aun así… ¿Y si se marchaban hasta Las Vegas
y Luce se volvía a bloquear?
Shelby le dio un codazo suave.
—Realmente me tienes que caer muy bien para que esté de
acuerdo en acompañarte a Las Vegas. Mi madre trabajó de camarera allí durante
unos años cuando yo era pequeña. Te lo prometo: es el Infierno en la tierra.
—¿Cómo vamos a ir hasta allí? —preguntó Luce sin querer
pedirle a Shelby si podrían volver a tomar prestado el coche de su patético ex
novio—. Por cierto, ¿a cuánto queda Las Vegas de aquí?
—Demasiado para ir en coche —intervino Miles—. Pero a mí me
viene muy bien, porque siempre he tenido ganas de practicar la transposición.
—¿Quieres decir pasar al otro lado?
—Eso mismo.
Miles se puso de rodillas y recogió con las manos los
fragmentos de la sombra. Aunque parecían hechos añicos, no dejó de amasarlos
con los dedos hasta que obtuvo una bola grande y descuidada. —Como os he dicho,
esta noche no podía pegar ojo. Así que, de algún modo, me colé en el despacho
de Steven a través de la vidriera del montante que hay encima de la puerta.
—Sí, claro —le espetó Shelby—. Pero si suspendiste en
levitación. No eres lo bastante bueno para elevarte y atravesar esa ventana.
—Y tú no tienes fuerza para arrastrar la estantería de libros
hasta ahí —replicó Miles—. Pero yo sí, y tengo esto que lo demuestra. —Sonrió y
sostuvo un libro grueso y negro titulado Manual
sobre Anunciadoras: invocarlas, vislumbrarlas y viajar en diez mil sencillos
pasos—. Tengo también un enorme moretón provocado por la salida mal
planificada a través de la parte superior de la puerta, pero en cualquier caso…
—Se volvió hacia Luce, que a duras penas podía contenerse para no arrebatarle
el libro de las manos—. Pensé que con tu talento para vislumbrar y mi
conocimiento superior… Shelby resopló.
—¿Y qué habrás podido leer tú? ¿Un 0,3 por
cien del libro?
—Un 0,3 por cien muy útil —dijo Miles—. Creo que tal vez
podremos hacerlo sin perdernos para siempre.
Shelby ladeó la cabeza con suspicacia, pero no dijo nada más.
Miles no dejaba de manipular a la Anunciadora con las manos y empezó a
extenderla. Al cabo de uno o dos minutos, se había convertido en una masa de
color gris que casi tenía el tamaño de una puerta. Los extremos estaban algo
tambaleantes y era casi traslúcida, pero en cuanto él se la separó un poco del
cuerpo pareció adquirir una forma más sólida, como un molde de yeso después de
secarse. Miles acercó la mano al lado izquierdo de aquel rectángulo oscuro,
palpando la superficie en busca de algo.
—¡Qué raro! —murmuró mientras seguía toqueteando a la
Anunciadora—. El libro dice que, si logras expandir lo suficiente la extensión
de la Anunciadora, la tensión de la superficie se reduce a un ratio que permite
la penetración. —Suspiró—. Se supone que debería haber…
—Un libro fantástico, Miles. —Shelby hizo
una mueca—. Ahora ya eres un auténtico experto.
—¿Qué buscas? —quiso saber Luce, acercándose a Miles. De
pronto, al observar cómo las manos de él se desplazaban por la superficie lo
vio.
Un cerrojo.
Luce parpadeó sorprendida y la imagen se desvaneció, pero ella
sabía dónde se encontraba. Se acercó a Miles y apoyó la mano contra el lado
izquierdo de la Anunciadora. El tacto le hizo proferir un grito ahogado.
Era como uno de esos cerrojos de metal pesado con pasador y
manija que se utilizaban para cerrar las puertas del jardín. Estaba helado y
tenía un tacto áspero a causa del óxido invisible.
—Y ahora, ¿qué? —dijo Shelby.
Miró a sus dos amigos boquiabiertos, se encogió de hombros,
manipuló la manija y finalmente corrió el pasador invisible.
En cuanto se soltó, la puerta de la sombra se abrió de golpe y
estuvo a punto de echar a los tres al suelo.
—Lo hemos conseguido —susurró Shelby.
Ante ellos se abría un pasillo largo y profundo de color rojo
y negro. Su interior era pegajoso y olía a moho y a cócteles aguados hechos con
licores baratos. Luce y Shelby se miraron con inquietud. ¿Dónde estaba la mesa
de blackjack? ¿Y la mujer a la que habían visto antes? Un fulgor rojo se
encendía y se apagaba desde el interior, y Luce entonces oyó el sonido de las
máquinas tragaperras, y el ruido de las monedas al caer en las bandejas de
premio.
—¡Qué guay! —dijo Miles a Luce cogiéndola de la mano—. He
leído sobre esta parte. Se llama fase de transición. No tenemos más que seguir
andando.
Luce tendió la mano hacia Shelby y la asió con fuerza mientras
Miles entraba en el interior de aquella oscuridad pegajosa y tiraba de ellas
para que entraran.
Solo anduvieron un par de metros, en realidad lo justo para
llegar a la puerta de la habitación de Luce y Shelby. En cuanto la puerta gris
y nebulosa de la Anunciadora se cerró detrás de ellos produciendo un
inquietante sonido, su habitación en la Escuela de la Costa desapareció. Lo que
a lo lejos había sido un profundo y brillante color rojo aterciopelado de
pronto pasó a ser un blanco intenso. La luz blanca avanzó rápidamente hacia
ellos, los envolvió y les llenó los oídos de sonido. Los tres se tuvieron que
proteger los ojos. Miles iba al frente y arrastraba a Luce y a Shelby detrás de
él. De no ser así, Luce se podría haber quedado paralizada. Cogida a sus
amigos, se notaba las palmas de las manos sudadas. Oía un único acorde musical,
alto e intenso.
Luce se frotó los ojos, pero la cortina nebulosa de la
Anunciadora le oscurecía la visión. Miles extendió el brazo hacia delante y
describió un suave gesto circular hasta que la cortina empezó a desconcharse,
como si se tratara de trozos de pintura antigua cayendo del techo. Por cada una
de las laminillas que caía penetraban en aquel ambiente frío y húmedo ráfagas
del aire del desierto que calentaban la piel de Luce. Cuando la Anunciadora se
deshizo en pedazos a sus pies, la vista que tenían ante sí de pronto adquirió
sentido: se encontraban frente a la Strip de Las Vegas. Aunque Luce solo la
había visto en fotografías, la punta de la Torre Eiffel del hotel Paris Las
Vegas se erguía ahora a lo lejos a la altura de su vista.
Eso significaba que se encontraban muy arriba. Luce se atrevió
a mirar abajo: estaban de pie en el exterior, en el tejado de algún sitio, con
el borde situado a apenas un par de metros de sus pies. Y más allá: el bullicio
del tráfico de Las Vegas, las copas de una hilera de palmeras y una piscina
cuidadosamente iluminada. Todo ello situado a al menos treinta pisos del suelo.
Shelby se soltó de la mano de Luce y empezó a recorrer con
cuidado los límites del tejado marrón de cemento. Tres alas de longitud idéntica
y forma rectangular se extendían desde un punto central. Luce giró sobre sí
misma y abarcó trescientos sesenta grados de luces de neón intensas y, más allá
de la Strip, a lo lejos, una cordillera de montañas desérticas, iluminadas de
forma desagradable por la polución lumínica de la ciudad.
—¡Maldita sea, Miles! —exclamó Shelby saltando por encima de
las claraboyas para escudriñar otras partes del tejado—. Esta translocalizacón
ha sido fabulosa. Ahora mismo me siento casi, casi atraída hacia ti.
Miles se metió las manos en los bolsillos.
—Hummm… Gracias.
—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó
Luce.
La diferencia entre su voltereta dentro de la Anunciadora y
aquella experiencia era como la noche y el día. Había sido mucho más
civilizado. No había hecho vomitar a nadie. Además, había funcionado, o al
menos eso le parecía.
—¿Qué ha ocurrido con la vista de antes?
—He tenido que alejarme un poco de la
escena —dijo Miles—. Pensé que resultaría bastante raro
que los tres apareciéramos de una nube en
medio de un casino.
—Sí, pero no demasiado —admitió Shelby forcejeando con una
puerta cerrada—. ¿Alguna idea brillante para salir de aquí?
Luce hizo una mueca. La Anunciadora temblaba fragmentada a sus
pies. No podía imaginar que tuviera fuerza suficiente para ayudarles ahora. No
había modo de salir de aquel tejado, ni tampoco de regresar a la Escuela de la
Costa.
—¡Tanto da! ¡Soy un genio! —exclamó Shelby
desde el otro lado del tejado.
Se encontraba encorvada sobre una de las claraboyas
manipulando una cerradura. La abrió con un gruñido y luego levantó una hoja de
cristal con bisagra. Introdujo la cabeza e hizo un gesto para que Luce y Miles
la siguieran.
Luce escrutó con cuidado la claraboya abierta y vio un enorme
y lujoso cuarto de baño. Había cuatro compartimentos bastante espaciosos a un
lado, y una hilera de lavamanos de mármol levantados ante un espejo dorado en
el otro. Delante de un tocador había una lujosa butaca de color malva con una
mujer sentada mirándose en el espejo. Luce solo le veía la parte alta del
peinado, que llevaba recogido hacia arriba y ahuecado, pero su reflejo mostraba
un rostro muy maquillado, un flequillo espeso y manicura francesa en unas manos
que aplicaban de nuevo una capa adicional e innecesaria de pintalabios rojo.
—En cuanto Cleopatra se marche a través del tubo de su
pintalabios, bajamos sin más —susurró Shelby.
Debajo de ellos, Cleopatra se levantó del tocador, juntó los
labios, se quitó una mancha roja de los dientes y se encaminó hacia la puerta.
—A ver si lo he entendido bien —dijo
Miles—, ¿queréis que me meta en el baño de señoras?
Luce miró de nuevo el tejado desolado. En
realidad, solo había un modo de entrar.
—Si alguien te ve solo tienes que fingir
que te has equivocado.
—O que vosotros dos os estabais dando el lote en una de las
cabinas —añadió Shelby—. ¿Qué pasa? Esto es Las Vegas.
—No le demos más vueltas. Vamos.
Miles se sonrojó al descolgarse por la ventana. Extendió
lentamente los brazos hasta que los pies le quedaron justo encima del elevado
recubrimiento de mármol del tocador.
—Ayuda a Luce a bajar —exclamó Shelby.
Miles cerró la puerta del baño y luego levantó los brazos para
coger a Luce. Ella intentó imitar la técnica suave que él había empleado, pero
sus brazos estaban flojos cuando se descolgó por la claraboya. Aunque no podía
ver gran cosa bajo los pies, notó la fuerza de las manos de Miles en torno a su
cintura antes de lo que había esperado.
—Puedes soltarte —le dijo él. Cuando lo hizo, la bajó con
elegancia hasta el suelo. Extendió los dedos por los costados de ella sobre la
camiseta fina que los separaba del contacto con la piel. Seguía con los brazos
en torno a ella cuando Luce posó los pies en las baldosas del suelo. Iba a
darle las gracias, pero cuando le miró a los ojos se sintió muy cohibida.
Se apartó de él demasiado rápido, farfullando una disculpa por
haberlo pisado. Ambos se apoyaron contra el tocador, tratando con nerviosismo
de no mirarse a los ojos y manteniendo la mirada clavada en la pared.
Eso no debería haber ocurrido. Miles solo
era un amigo.
—¡Hooola! ¿Alguien piensa ayudarme?
Las piernas enfundadas en medias de Shelby se agitaban en la
claraboya pataleando con impaciencia. Miles se colocó debajo de la ventana y la
asió con brusquedad del cinturón para luego bajarla suavemente tomándola por la
cintura. Luce se dio cuenta de que dejaba a Shelby con más rapidez que a ella.
Shelby se apresuró por el suelo de baldosas
doradas y abrió la puerta.
—¡Eh, vosotros, vamos! ¿A qué esperáis?
Al otro lado de la puerta, unas camareras muy bien maquilladas
y vestidas de negro iban y venían sobre tacones altos de lentejuelas, con
bandejas de cocteleras que apoyaban en el antebrazo. Unos Hombres embutidos en
trajes oscuros y caros se arremolinaban en torno a las mesas de blackjack,
donde jaleaban como adolescentes cada vez que se arrojaba una mano. Allí no se
oía el soniquete incesante de ninguna máquina tragaperras. Reinaba un peculiar
aire de silencio y exclusividad, y resultaba tremendamente excitante. Pero no
tenía nada que ver con la escena que habían presenciado en la Anunciadora.
Una camarera se les acercó.
—¿Os puedo ayudar en algo? —Bajó su bandeja
de acero para escrutarlos.
—¡Oh, vaya! Pues caviar —dijo Shelby sirviéndose tres blinis y
pasando uno a cada uno—. ¿Estáis pensando lo mismo que yo?
Luce asintió.
—Solo íbamos abajo.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en
el deslumbrante vestíbulo del casino, Miles tuvo que empujar a Luce para que
saliera, a sabiendas de que al fin habían llegado al lugar adecuado.
Las camareras eran mayores en aquel lugar, parecían más
cansadas y enseñaban mucha menos carne. No parecían deslizarse por la alfombra
naranja manchada, sino que andaban pesadamente por ella. Y la clientela era más
semejante a la que atestaba las mesas en la visión: autómatas con sobrepeso, de
clase media, mediana edad, tristes, que se vaciaban las carteras. Ahora no
tenían más que encontrar a Vera.
Shelby los condujo por el laberinto repleto de máquinas
tragaperras, los hizo pasar junto a grupos de gente arremolinada en las mesas
de la ruleta que gritaban a la bola diminuta mientras esta giraba; mesas
cuadradas con gente que soplaba a los dados, los lanzaba y finalmente celebraba
el resultado; pasaron una serie de mesas de póquer y otros juegos raros como el
pai gow hasta que finalmente llegaron a unas mesas en las que se jugaba al
blackjack.
La mayoría de los repartidores de cartas eran hombres: altos,
encorvados, con el pelo lustroso; hombres con bigote gris y gafas; uno de ellos
llevaba mascarilla. Shelby no se detuvo para mirar a ninguno, e hizo bien: en
el rincón más alejado del casino se encantaba Vera.
Llevaba el pelo negro recogido en lo alto en un moño
asimétrico. Su cara parecía fina y hundida. Luce no sintió la misma emoción que
cuando había visto a su otra familia de otra vida en Shasta. De todos modos,
ella aún no sabía quién era Vera para ella excepto una mujer cansada de mediana
edad que sostenía una baraja de cartas ante una mujer pelirroja y medio dormida
para que la cortara. La mujer partió la baraja por el centro de forma
descuidada, y a continuación las manos de Vera empezaron a volar.
Las otras mesas del casino se hallaban abarrotadas, pero la
pelirroja y su diminuto marido eran las dos únicas personas que estaban con
Vera. Con todo, ella desplegaba todas sus habilidades y daba las cartas con
tanta soltura que parecía que ese trabajo no requiriera esfuerzo alguno. Luce
advirtió entonces en Vera una elegancia y unas aptitudes para el espectáculo
que no había notado antes.
—Bueno —dijo Miles junto a Luce mientras
cambiaba el peso de un pie al otro—, ¿vamos a…?
De pronto las manos de Shelby se posaron sobre los hombros de
Luce, y prácticamente la hundieron en uno de los asientos de piel que había
junto a la mesa.
Aunque se moría por mirarla, al principio Luce evitó el
contacto visual. Le inquietaba que la mujer la reconociera antes de que ella
tuviera alguna oportunidad. Sin embargo, Vera escrutó a cada uno de ellos con
el mínimo interés y Luce se acordó entonces de lo diferente que ella parecía
ahora con el pelo teñido. Tiró de sus mechones nerviosamente sin saber qué
hacer a continuación.
Miles plantó un billete de veinte dólares ante Luce y esta se
acordó del juego al que se suponía que tenía que jugar. Deslizó el dinero por
la mesa.
Vera arqueó una ceja perfilada.
—¿Tienes carné?
Luce negó con la cabeza.
—¿Nos dejaría mirar?
Al otro lado de la mesa, la señora pelirroja se había
traspuesto y apoyó la cabeza en el hombro rígido de Shelby. Vera abrió los ojos
con sorpresa al ver la escena y devolvió el dinero a Luce a la vez que señalaba
el letrero de neón que anunciaba el Cirque du Soleil.
—Niños, ahí está el circo.
Luce suspiró. Iban a tener que esperar a que Vera terminara su
trabajo. Y para entonces posiblemente se mostraría aún menos dispuesta a hablar
con ellos. Luce, abatida, se dispuso a devolverle el dinero a Miles. Vera apartó
los dedos en el preciso instante en que Luce iba a coger el billete, de modo
que las yemas de sus dedos se tocaron. Las dos volvieron rápidamente la cabeza.
Aquel sobresalto extraño cegó a Luce por un momento. Contuvo el aliento y clavó
su mirada en los grandes ojos color avellana de Vera. Y lo vio todo:
Una casa de madera de dos pisos en
una nevada ciudad de Canadá. Telarañas de hielo en las ventanas, el viento
agitando los cristales. Una niña de diez años viendo la televisión en la sala
de estar y meciendo un bebé en el regazo. Es Vera. Una niña pálida y bonita
vestida con vaqueros al ácido y botas Doc Martens, un grueso jersey de cuello
alto de color azul marino que le llega hasta la barbilla, y una manta barata de
lana arrugada entre ella y el respaldo del sofá. Sobre la mesilla, un cuenco de
palomitas convertidas ya en un puñado de granos fríos y sin explotar. Un gato
gordo de piel anaranjada rondando por la repisa de la chimenea bufando al
radiador. Y Luce. Luce es su hermana, la niña pequeña a la que sostiene en
brazos.
Luce sintió que se balanceaba en su asiento
del casino, muy dolida al recordar todo aquello. Rápidamente, la impresión se
desvaneció y fue sustituida por otra.
Luce de pequeña, siguiendo a Vera
arriba y abajo de la escalera con unos escalones amplios y gastados por sus
pasos fuertes; el pecho a punto de estallar de risa al oír el timbre de la
puerta. Llega un chico guapo con el pelo corto, viene a recoger a Vera para una
cita y ella se para y se compone la ropa y se vuelve de espaldas y se marcha…
Un instante después, y Luce es ya una
adolescente, con una melena negra alborotada de mechones rizados que le llegan
hasta el hombro. Tumbada sobre el cubrecama de tela tejana de Vera; el tejido
áspero de algún modo le resulta cómodo.
Luce hojea el diario secreto de Vera.
«Me quiere», ha escrito Vera una y otra vez mientras su caligrafía se vuelve
cada vez más grotesca. Y luego las páginas arrancadas, el rostro enfadado de su
hermana, la señal visible de haber llorado…
Y aún otra escena distinta con una Luce algo
mayor, de tal vez diecisiete años, que se preparaba para lo que iba a ocurrir.
La nieve cae con fuerza del cielo
como si fuera una suave interferencia blanca. Vera y unos cuantos amigos
patinan sobre el hielo que cubre un estanque detrás de su casa; se deslizan
dibujando círculos rápidos, felices y entre carcajadas. En el borde helado del
estanque, Luce está agachada y siente que el frío le cala la fina ropa mientras
se ata los patines deprisa, como siempre, para alcanzar a su hermana. Junto a
ella, una presencia cálida que no necesita mirar para identificar: Daniel está
en silencio, taciturno, y lleva ya los patines bien atados. Siente las ganas de
besarlo, pero no ve ninguna sombra. La noche y todo alrededor están plagados de
estrellas que, llenas de posibilidades, refulgen con una nitidez infinita.
Luce buscó la presencia de sombras y luego se
dio cuenta de que era normal que no estuvieran, pues ese era un recuerdo de
Vera. Por otra parte, la nieve impedía distinguirlo todo bien. De todos modos,
Daniel seguramente lo sabía, igual que lo había sabido al zambullirse en el
lago. Sin duda lo había presentido en todas y cada una de las ocasiones.
¿Alguna vez le había importado lo que les pasaba a personas como Vera después
de que Luce muriera?
A continuación, se oyó un estallido
procedente de la orilla del lago donde Luce se hallaba, semejante al de un
paracaídas al soltarse. Y luego: una llamarada intensa de fuego de color rojo
en medio de una ventisca. Una gran columna de llamas anaranjadas refulgentes
alzándose contra el cielo en el borde del estanque. Donde había estado Luce.
Los demás patinadores se apresuraron hacia allí por el lago. Pero el hielo se
estaba fundiendo muy rápidamente, de forma catastrófica, de modo que los
patines se hundían en las frías aguas de debajo. El grito de Vera retumbó esa
noche azul y su mirada agónica fue todo cuanto Luce pudo ver.
En el casino, Vera apartó la mano como si se
hubiera quemado. Los labios le temblaron un poco antes de decir: «Eres tú».
Luego negó con la cabeza: «Pero eso es imposible».
—Vera —susurró Luce tendiendo de nuevo la mano hacia su
hermana. Le hubiera gustado abrazarla, llevarse todo el dolor que Vera había
sentido y hacérselo suyo.
—No. —Vera negó con la cabeza y retrocedió
con un gesto admonitorio hacia Luce—. No, no, no.
Reculó hasta que dio con el repartidor de cartas de la mesa de
detrás, tropezó con él y volcó una enorme pila de fichas de póquer que tenía
sobre la mesa. Los discos de colores se deslizaron por el suelo provocando
exclamaciones entre los jugadores, que saltaron de sus asientos para
recogerlos.
—¡Maldita sea, Vera! —atronó un hombre
rechoncho por encima del barullo.
Mientras él se dirigía balanceándose hacia la mesa con su
traje barato de poliéster gris y zapatos negros, Luce cruzó una mirada de
preocupación con Miles y Shelby. Los tres menores de edad no querían tener nada
que ver con el jefe de sala. Sin embargo, él seguía regañando a Vera, dibujando
una mueca de disgusto con los labios.
—¿Cuántas veces…?
Vera había recuperado el equilibrio, pero, aterrada, no
apartaba la vista de Luce, como si fuera el demonio en lugar de su hermana en
otra vida. Los ojos perfilados de Vera estaban blancos de terror mientras
farfullaba:
—Ella, ella, ella n-n-no puede estar aquí.
—Por Dios —musitó el jefe de sala viendo a Luce y a sus
amigos. Luego habló por el walkie-talkie —. Seguridad, tengo aquí a un par de
gamberros menores de edad.
Luce se escurrió entre Miles y Shelby, la
cual, con los dientes apretados dijo:
—Miles, ¿y si hicieras una de esas translocaciones tuyas?
Antes de que Miles pudiera contestar, tres hombres de muñecas
y cuellos enormes aparecieron ante ellos con porte amenazador. El jefe de sala
sacudió las manos.
—A la cárcel. Así veremos en qué otros
problemas han estado metidos.
—¡Yo tengo una idea mejor! —dijo una voz femenina con tono
desafiante por detrás del muro de guardias de seguridad.
Todas las cabezas se volvieron para
localizar la voz, pero solo la cara de Luce se iluminó:
—¡Es Arriane!
La diminuta muchacha dirigió una sonrisa a Luce mientras se
abría paso con ligereza entre la multitud. Con unos zapatos de plataforma de
unos doce centímetros de alto, el pelo alborotado y los ojos prácticamente
ocultos por la raya de un perfilador negro, Arriane se acoplaba a la perfección
con la extraña clientela del casino. Nadie parecía saber muy bien qué pensar de
ella, y menos aún Shelby y Miles.
El jefe de sala se volvió para encararse
con Arriane, que apestaba a betún y jarabe contra la tos.
—¿Vamos a tener que llevarla también a
usted al calabozo, señorita?
—¡Oh, bueno, parece divertido! —Arriane abrió los ojos—. Pero,
por desgracia, esta noche estoy totalmente ocupada. Tengo entradas de primera
fila para ver al Blue Man Group y luego también, cómo no, está la cena con Cher
después del espectáculo. Y sé que hay algo más que tengo que hacer… —Se dio una
palmadita en la frente y luego miró a Luce—. ¡Ah, sí! ¡Sacar a estos tres de
aquí! Si nos disculpan… —Lanzó un beso al enojado jefe de sala, hizo un gesto
de disculpa hacia Vera y luego chasqueó los dedos.
Entonces todas las luces se apagaron.
13
Seis días
M |
ientras se apresuraba con ellos por el
laberinto formado por aquel casino a oscuras, Arriane se movía como si tuviera
visión nocturna.
—Vosotros tres, tranquilizaos —dijo con voz
cantarina—. Os sacaré de aquí en un instante.
Llevaba a Luce bien asida por la muñeca, y ella, su vez,
agarraba a Miles; Miles tenía cogida por la mano a Shelby, la cual se lamentaba
de la indignidad de tener que huir por piernas.
Arriane los guiaba sin equivocarse y, aunque Luce no veía lo
que hacía, se oía a personas refunfuñar y quejarse cuando Arriane los apartaba
con un empellón. «¡Lo siento!», exclamaba. «Perdón» y «Disculpe».
Los llevó por pasillos oscuros llenos de turistas nerviosos
que utilizaban sus móviles como linternas. Subieron escaleras sin luz, llenas
de polvo por el desuso y repletas de cajas de cartón vacías. Finalmente, abrió
de una patada la salida de emergencia, los condujo por ella y llegaron a un
callejón oscuro y estrecho.
La callejuela se encontraba entre el Mirage y otro hotel
gigantesco. De una hilera de contenedores de basuras emanaba el hedor
putrefacto de la comida en descomposición. Un reguero de agua de alcantarilla
de color verde ácido dibujaba una especie de riachuelo repugnante que dividía
el callejón en dos. Delante de ellos, en medio de la iluminada y animada Strip
con sus luces de neón, un reloj negro anticuado dio las doce.
—¡Ah! —Arriane inspiró profundamente—. El comienzo de otro
glorioso día en la Ciudad del Pecado. Me gustaría iniciarlo directamente con un
gran desayuno. ¿Quién tiene hambre?
—Hummm… bueno —farfulló Shelby mirando a Luce, luego a Arriane
y finalmente al casino en general—. ¿Qué es…? ¿Cómo…?
La mirada de Miles estaba clavada en la cicatriz brillante y
marmórea que recorría un lado del cuello de Arriane. Luce ya estaba
acostumbrada a ella, pero era evidente que sus amigos no sabían qué pensar.
Arriane señaló con el dedo a Miles.
—Este parece capaz de zamparse tantos gofres como pesa.
¡Vamos, conozco una cafetería repugnante!
Mientras recorrían el callejón para salir a la calle, Miles se
volvió hacia Luce y articuló con los labios:
—¡Es impresionante!
Luce asintió. Era todo cuanto podía hacer para mantenerse al
ritmo de Arriane mientras esta cruzaba a toda carrera la Strip. Vera. No se la
podía quitar de la cabeza. Todos los recuerdos que había vislumbrado en un
instante habían sido dolorosos y asombrosos, por lo que se hacía una ligera
idea de lo que habían representado para Vera. Sin embargo, para Luce también
habían resultado profundamente satisfactorios. En mucha mayor medida que en
cualquier otra de sus visiones a través de las Anunciadoras, esta vez había
podido sentir una de sus vidas anteriores. Curiosamente había visto también
algo en lo que nunca antes había reparado: sus antiguos yoes tenían una vida.
Llevaban vidas completas e importantes antes de que Daniel apareciera.
Arriane los condujo hasta una cafetería de la cadena IHOP
situada en un edificio marrón, bajo y estucado tan antiguo que podría ser
anterior a cualquier otra cosa que hubiera en la Strip. El establecimiento
parecía más claustrofóbico y triste que cualquier otro IHOP.
Shelby fue la primera en entrar, empujó las puertas de
cristal, que hicieron sonar las campanillas baratas que colgaban en lo alto
pendidas con cinta adhesiva. Tomó un puñado de pastillitas de menta que había
en un cesto junto a la caja y luego se hizo con un compartimiento situado en el
rincón posterior de la sala. Arriane se deslizó junto a ella mientras que Luce
y Miles ocuparon el otro asiento de cuero desgastado de color naranja.
Con un silbido y un rápido gesto circular, Arriane pidió una
ronda de café a una camarera rechoncha y guapa, que llevaba el lápiz en el
pelo.
Los demás se concentraron en leer el menú, que era grueso y
estaba encuadernado en espiral. Volver las páginas era una batalla contra los
restos de sirope de arce que lo pegaban todo y también un buen modo de evitar
hablar sobre el problema del que se acababan de librar por los pelos.
Finalmente Luce tuvo que preguntar:
—¿Qué haces aquí, Arriane?
—Pedir algo que tenga un nombre raro. El Rooty Tooty, creo,
como aquí no tienen los bocadillos Moons Over My Hammy… Siempre me cuesta
decidirme.
Luce hizo una mueca. Arriane no tenía ninguna necesidad de
actuar de un modo tan evasivo. Era obvio que su acción de rescate no había sido
una coincidencia.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Vivimos tiempos muy extraños, Luce. Pensé que era mejor
pasarlos en una ciudad igualmente extraña.
—Sí, pero pronto terminarán, ¿no? Según el
calendario de la tregua…
Arriane dejó su taza de café en la mesa y
apoyó la barbilla en la palma de la mano.
—Bueno, aleluya. Parece que, después de
todo, aprendes algo en esa escuela.
—Sí y no —respondió Luce—. Hace poco oí a Roland decir que
Daniel estaba contando los minutos, y que tenía que ver con la tregua, pero no
sabía exactamente de cuántos minutos estábamos hablando.
A su lado Miles pareció ponerse en tensión al oír mencionar el
nombre de Daniel. Cuando la camarera se acercó para tomar nota él fue el
primero en pedir con voz muy alta y prácticamente arrojándole el menú.
—Bistec y huevos, poco hechos.
—¡Oh! ¡Qué varonil! —exclamó Arriane dirigiendo una mirada
aprobatoria a Miles mientras escogía lo que quería a pito pito colorito—. Un
Rooty Tooty Fresh ’N Fruity —anunció con expresión circunspecta, articulando
cada sílaba como si fuera la mismísima reina de Inglaterra.
—Para mí, bollos rellenos de salchicha —dijo Shelby—. Bueno,
no, mejor una tortilla de clara de huevo sin queso. Pero ¡qué caray! No, no,
mejor bollos rellenos con frankfurt. La camarera se volvió hacia Luce.
—¿Y tú, bonita?
—Un desayuno normal. —Luce sonrió disculpándose por sus
amigos—. Los huevos revueltos sin carne.
La camarera asintió, y se encaminó
tranquilamente hacia la cocina.
—Muy bien. ¿Y qué más oíste decir?
—preguntó Arriane.
—Hummm. —Luce empezó a juguetear con el frasco de sirope que
había junto a la sal y la pimienta —. Hubo una conversación sobre… ya sabes, el
fin del mundo.
Shelby, con una risita burlona, se puso
tres tubos pequeños de crema de leche en el café.
—¡El fin del mundo! ¿De verdad os creéis esa chorrada?
Decidme, ¿cuántos milenios llevamos esperándolo? ¡Y los humanos se creen
pacientes y apenas llevan dos mil años! ¡Ja! Como si fuera a cambiar alguna
cosa.
Arriane tenía cara de estar a punto de poner a Shelby en su
sitio, pero entonces dejó el café en la mesa.
—¡Qué maleducada por no haberme presentado
a tus amigos, Luce!
—Hummm. Ya sabemos quién eres —dijo Shelby.
—Sí. Había todo un capítulo dedicado a ti en mi libro de
historia de los ángeles de octavo —añadió Miles.
Arriane dio unas palmaditas.
—¡Y pensar que me dijeron que ese libro
había sido prohibido!
—¿En serio? ¿Apareces en un libro de texto?
—Se rió Luce.
—¿De qué te sorprendes? ¿No te parezco
histórica? —Arriane se volvió hacia Shelby y Miles—.
Bueno, habladme de vosotros. Necesito saber con
quién anda mi chica.
—Con una nefilim incrédula no practicante.
—Shelby levantó la mano.
Miles tenía la mirada clavada en su comida.
—El inútil ta-ta-taranieto en octavo grado
de un ángel.
—No es cierto. —Luce dio una palmadita en el hombro de Miles—.
Arriane, deberías haber visto cómo nos ha ayudado esta noche a pasar a través
de la sombra. Ha estado fabuloso. Por eso estamos aquí, porque leyó ese libro y
además él podía…
—Sí, eso me preguntaba yo —repuso Arriane con tono
sarcástico—. Pero lo que más me preocupa es esta chica. —Hizo un gesto en
dirección a Shelby. El rostro de Arriane adoptó una expresión más grave de la
que Luce estaba acostumbrada a ver en ella. Incluso sus frenéticos ojos de
color azul claro parecieron aquietarse—. No son estos buenos tiempos para ser
una no practicante de lo que sea. Todo está cambiando constantemente, pero al
final se pasarán cuentas. Y no tendrás más remedio que optar por uno u otro
bando. —Arriane miró fijamente a Shelby de forma deliberada—. Todos tenemos que
saber dónde estamos.
Antes de que alguien pudiera responder, la camarera reapareció
con una gran bandeja de plástico de color marrón con comida.
—Bueno, ¿qué os parece un servicio tan rápido? —preguntó—. A
ver, ¿quién de vosotros quería las salchichas…?
—¡Yo! —Shelby sorprendió a la camarera con
su rapidez para alcanzar el plato.
—¿Alguien querrá ketchup?
Negaron con la cabeza.
—¿Extra de mantequilla?
Luce señaló la bola helada de mantequilla
de sus tortitas:
—Estamos servidos. Gracias.
—Si necesitamos algo —respondió Arriane con la mirada clavada
en la cara feliz que había dibujada con nata en su plato—, pegaremos un grito.
—Oh, seguro que lo haréis. —La camarera soltó una risita
tímida mientras se colocaba la bandeja debajo del brazo—. Gritaréis como si el
mundo se fuera a acabar, que lo hará.
En cuanto se marchó, Arriane fue la única que se puso a comer.
Cogió un arándano que había en la nariz de la tortita, se lo echó a la boca y
se relamió los dedos con placer. Luego miró la mesa en su conjunto.
—¡Al ataque! —dijo—. Un bistec o unos huevos fríos no valen
nada. —Suspiró—. Vamos, chicos, habéis leído libros de historia. Ya sabéis lo
que se dice… —Yo no —replicó Luce—. Yo no sé nada.
Arriane chupó reflexivamente su tenedor.
—Es cierto. En tal caso, permíteme que te presente mi versión,
que, de hecho, es mucho más divertida que la que ofrecen los libros de
historia, porque no voy a censurar las grandes peleas, las palabras malsonantes
ni las escenas de sexo. Mi versión tiene de todo excepto que no está en 3D, aunque
esto último, en mi opinión, está sobrevalorado. ¿Habéis visto esa película de…?
—Entonces advirtió la perplejidad de sus caras—. ¡Oh, bueno, no importa! De
acuerdo, empezó hace milenios atrás. A ver, ¿es preciso que te ponga al día
sobre Satanás?
—Fue el primero en enfrentarse a Dios. —La voz de Miles era
monótona, como si repitiera una lección de tercero mientras pinchaba un trozo
de bistec con su tenedor.
—Pero antes habían estado superunidos —añadió Shelby mientras
rebañaba el sirope con un bollo—. Quiero decir que Dios llamaba a Satanás su
«lucero de la mañana». Por lo tanto, no es que Satanás no fuera apreciado o
querido.
—Pero prefirió reinar en el Infierno que servir al Cielo
—intervino Luce. Ella no había leído las historias de los nefilim, pero sí El Paraíso perdido, o, por lo menos,
CliffNotes.
—¡Es muy bonito! —Arriane sonrió inclinándose hacia Luce—.
¿Sabes? En otro tiempo Gabbe era muy buena amiga de las hijas de Milton. Le
gusta atribuirse el mérito de esa frase, y yo siempre le digo que si no le
basta con el número de admiradores que tiene. Pero bueno. —Arriane pasó a
atacar con el tenedor los huevos de Luce—. Caramba, ¡qué ricos! ¿Nos podríais
traer un poco de salsa picante? — gritó en dirección a la cocina—. Muy bien,
¿dónde nos habíamos quedado?
—En Satanás —dijo Shelby con la boca llena
de tortita.
—Exacto. En fin, se pueden decir muchas cosas del Diablo
Grande, pero en cierto modo él… — Arriane sacudió la cabeza— fue quien
introdujo la idea del libre albedrío entre los ángeles. Quiero decir que
realmente nos dio a los demás algo en que pensar. ¿Hacia qué bando te inclinas?
Puestos a escoger, un buen número de ángeles cayeron.
—¿Cuántos? —preguntó Miles.
—¿Ángeles caídos? Los suficientes como para provocar un
empate. —Arriane adoptó una actitud reflexiva por un instante, luego hizo una
mueca y gritó a la camarera—: ¡Salsa picante! ¿Acaso no hay en este maldito
local?
—¿Y los ángeles que cayeron pero que no se
aliaron con…?
Luce se interrumpió al pensar en Daniel. Se dio cuenta de que
hablaba entre susurros, pero le parecía que aquella era una conversación
realmente importante como para tratarla en una cafetería, aunque fuera el
establecimiento más vacío de la noche.
Arriane también bajó el tono de voz.
—Bueno, hay muchos ángeles que cayeron pero que técnicamente
siguen estando aliados con Dios. Pero están también los que se aliaron con
Satanás. A estos los llamamos demonios, aunque en realidad no son más que
ángeles caídos que realmente tomaron una mala decisión.
»Yo no digo que haya sido fácil para nadie. Desde la Caída,
los ángeles y los demonios han ido empatados, codo a codo, a la par. —Untó la
mantequilla en la nariz de la tortita—. Pero todo eso puede estar a punto de
cambiar.
Luce bajó la mirada hacia los huevos,
incapaz de comer.
—Antes has dado a entender que mi postura tenía algo que ver
con todo esto, ¿verdad? —Shelby parecía menos vacilante de lo normal.
—No la tuya exactamente. —Arriane negó con la cabeza—. Sé que
parece que todos estamos pendientes de un hilo. Pero al final un ángel poderoso
tomará partido por un bando. Cuando esto ocurra, la balanza se inclinará hacia
un lado. Y entonces importará mucho en qué bando te encuentras.
Las palabras de Arriane recordaron a Luce que cuando estuvo
encerrada en el callejón que conducía a la pequeña capilla con la señorita
Sophia esta no dejaba de decir que el destino del universo tenía algo que ver
con ella y Daniel. Aquellas palabras de un ser maligno como la señorita Sophia
en ese momento le habían parecido totalmente descabelladas. Aunque Luce no
estaba muy segura sobre qué hablaba exactamente, sabía que tenía que ver con el
regreso de Daniel.
—Es Daniel —musitó ella—. El ángel capaz de
inclinar la balanza es Daniel.
Aquello explicaba su continuo pesar, que acarreaba como si
fuera una maleta de dos toneladas. Explicaba por qué llevaba apartado de ella
tanto tiempo. Lo único que no aclaraba era por qué parecía que la mente de
Arriane albergase algunas reservas sobre el bando por el que se inclinaría la
balanza. El bando que ganaría la guerra.
Arriane se dispuso a contestar, pero
en lugar de hacerlo volvió a atacar el plato de Luce. —¡Eh, camarera! ¿Me harás
el favor de traer la salsa picante de una vez? —gritó.
Una sombra se desplomó sobre su mesa.
—Yo te daré algo realmente picante.
Luce se volvió y se estremeció ante lo que vio: un chico muy
alto vestido con una gabardina marrón y larga desabrochada tras la que se veía
el destello de algo plateado metido en el cinturón. Llevaba la cabeza rapada,
tenía la nariz fina y recta, y lucía unos dientes perfectos.
Y sus ojos eran blancos. Unos ojos completamente
vacíos de color. Sin iris, sin pupilas. Nada.
Su expresión extraña y vacua le recordó a la Proscrita.
Entonces Luce no había podido ver bien a la chica y observar qué le pasaba en
los ojos, pero ahora se podía hacer una idea bastante aproximada de ello.
Shelby miró al chico, tragó saliva con
fuerza y se concentró en su desayuno.
—Yo no he sido —farfulló.
—Ya no hace falta —dijo Arriane al chico—. Te la podrás poner
en el primer bocadillo que te serviré.
Luce observó con los ojos como platos cómo la figura diminuta
de Arriane se ponía de pie y se restregaba las manos en los vaqueros.
—Ahora mismo vuelvo, chicos. ¡Oh, Luce!
Recuérdame que te riña cuando regrese.
Antes de que Luce pudiera preguntar qué tenía que ver ese
chico con ella, Arriane lo había cogido por la oreja, se la había retorcido con
fuerza y le había golpeado la cabeza contra el mostrador de cristal junto a la
barra.
El ruido rompió la tranquilidad nocturna del restaurante. El
chico gritaba como un niño mientras Arriane le retorcía la oreja en la otra
dirección y se le subía encima. Aullando de dolor, empezó a doblar su cuerpo
enclenque hasta que se desembarazó con fuerza de Arriane y la arrojó contra una
vitrina de cristal.
Ella rodó en todo lo largo y se detuvo al final dando contra
un enorme pastel de merengue de limón; luego se incorporó apoyándose en la
barra. Dio una voltereta hacia atrás en dirección hacia él y lo atrapó con una
llave de cabeza con las piernas. A continuación, empezó a golpear la cabeza del
chico con sus puños pequeños.
—¡Arriane! —gritó la camarera—. ¡No me toquéis los pasteles!
¡Intento ser tolerante, pero tengo que ganarme la vida!
—¡Vale, está bien! —gritó Arriane—. Ya
continuaremos en la cocina.
Soltó al chico, bajó al suelo y le dio un puntapié con su
zapato de plataforma. Él tropezó torpemente contra la puerta que llevaba a la
cocina del restaurante.
—Vosotros tres, venid —les dijo a los de la
mesa—. A lo mejor incluso aprendéis algo.
Miles y Shelby arrojaron sus servilletas de un modo que a Luce
le recordó a los alumnos de Dover cuando arrojaban todas las cosas y salían
corriendo al pasillo al grito de «¡Pelea! ¡Pelea!» en cada ocasión que se
producía el mínimo indicio de pelea.
Luce los siguió un poco más vacilante. Si Arriane insinuaba
que ese tipo había aparecido por culpa de Luce, eso le planteaba muchas otras
preguntas espeluznantes. ¿Y la gente que se había llevado a Dawn? ¿Y aquella
Proscrita que arrojaba flechas a la que había matado Cam en Noyo Point?
En el interior de la cocina se oyó un golpe fuerte, y tres
hombres ataviados con delantales sucios se apresuraron a salir de ella presas
del miedo. Cuando Luce pasó junto a ellos por la puerta batiente, Arriane tenía
inmovilizado al muchacho con un pie en la cabeza mientras Miles y Shelby le
ataban con el cordel de cocina. Él tenía los ojos vacíos dirigidos hacia Luce,
pero parecía mirar a través de ella.
Lo amordazaron con un trapo de cocina, por lo que, cuando
Arriane se mofó preguntándole «¿Querrás refrescarte un poco? ¿Qué tal en la
sala de refrigeración de la carne?», no pudo más que gruñir. Había dejado de
oponer resistencia.
Arriane lo agarró por el cuello, lo arrastró por el suelo, lo
llevó a la sala refrigerada, le propinó un par de patadas por si acaso y luego
cerró la puerta tranquilamente. Se restregó las manos como queriendo
desempolvarlas y se volvió hacia Luce con expresión de enojo.
—¿Quién me persigue, Arriane? —Luce tenía
la voz temblorosa.
—Mucha gente, pequeña.
—¿Ese era … —Luce recordó su encuentro con
Cam— un Proscrito?
Arriane carraspeó. Shelby tosió.
—Daniel me dijo que no podía estar conmigo porque llamaba
demasiado la atención. Me dijo que estaría a salvo en la Escuela de la Costa,
pero ellos también fueron allí…
—Solo porque te interceptaron saliendo del campus. Tú también
llamas la atención, Luce. Y cuando sales al mundo colándote en casinos y cosas
parecidas nosotros lo notamos, y también los malos. Por eso, principalmente, es
por lo que estás en la escuela.
—¿Qué? —Era Shelby—. ¿La escondéis con nosotros? ¿Y qué hay de
nuestra seguridad? ¿Qué pasaría si los Proscritos aparecieran en el campus?
Miles no decía nada, solo miraba alarmado
alternativamente a Luce y a Arriane.
—¿No entiendes que los nefilim te camuflan? —preguntó
Arriane—. ¿Acaso Daniel no te habló de su… coloración protectora?
La mente de Luce retrocedió hasta la noche
en que Daniel la había dejado en la Escuela de la Costa.
—Tal vez dijo algo sobre un escudo, pero… —Aquella noche le
habían pasado tantas cosas por la cabeza… Había tenido bastante intentando
asimilar que Daniel la abandonaba. Ahora sintió una nauseabunda sensación de
culpa—. No lo entendí. Él no entró en detalles, se limitó a decir que tenía que
permanecer en el campus. Yo pensé que estaba siendo demasiado protector.
—Por lo general, Daniel sabe lo que se hace. —Arriane se
encogió de hombros y sacó la lengua a un lado de la boca en actitud reflexiva—.
Bueno, a veces. De vez en cuando.
—¿Estás diciendo que quien sea que la persigue no la puede ver
si está con un grupo de nefilim? — Esta vez era Miles, que parecía haber
recuperado el habla.
—En realidad, los Proscritos no ven nada en absoluto —explicó
Arriane—. Se volvieron ciegos durante la Revuelta. Ahora iba a hablar sobre esa
parte de la historia. ¡Es muy buena! Lo de la extracción de los ojos y todo ese
rollo edípico. —Suspiró—. ¡Oh, vaya! Sí, los Proscritos. Ellos ven la llama del
alma, lo cual resulta más difícil de ver si te hallas en un grupo de nefilim.
Los ojos de Miles se agrandaron. Shelby se
mordía las uñas con nerviosismo.
—Así que por eso confundieron a Dawn
conmigo.
—Y por eso te ha encontrado el chico del refrigerador esta
noche —aclaró Arriane—. ¡Y qué caramba! También es así como te he podido
encontrar yo. Aquí eres como una vela en una cueva oscura. —Cogió un frasco de
nata montada de la encimera y se echó un chorro directamente en la boca—. Me
gusta tomar reconstituyente vegetariano tras una pelea. —Bostezó, y eso hizo
que Luce consultara la hora en el reloj digital verde que había en la encimera.
Eran las 2.30 de la mañana.
—Bueno, por mucho que me guste dar sopapos y cargarme a gente,
habéis superado de largo vuestro toque de queda. —Arriane silbó y una espesa
mancha de Anunciadora se desprendió de las sombras de debajo de las mesas de
preparación.
—Esto no lo hago nunca, ¿vale? Si me lo piden, nunca lo hago.
Viajar por las Anunciadoras es muy peligroso. ¿Lo has oído, héroe? —dijo
pegándole un coscorrón a Miles en la frente. A continuación, abrió los dedos.
La sombra adoptó de golpe la forma perfecta de una puerta en medio de la
cocina—.
Pero voy contrarreloj y este es el modo más
rápido de llevaros a casa y poneros a salvo.
—Entendido —dijo Miles como si estuviera
tomando apuntes.
Arriane lo miró y negó con la cabeza.
—Ni se te ocurra. Os voy a devolver a la escuela y allí os
quedaréis… —Miró fijamente a cada uno de ellos—. O tendréis que responder ante
mí.
—¿Vas a venir con nosotros? —preguntó
Shelby mostrando al fin un poco de respeto hacia Arriane.
—Eso parece. —Arriane hizo un guiño a Luce—. Estás hecha una
petarda, y alguien tiene que vigilaros.
La transposición con Arriane resultó más
tranquila que el viaje de ida a Las Vegas. Fue como entrar en un sitio fresco
después de haber estado al sol: la luz era un poco más apagada al pasar por la
puerta, por lo que fue preciso parpadear un poco y acostumbrar la vista.
Luce se sintió casi decepcionada al verse de nuevo en su
habitación después de las luces y la excitación de Las Vegas. Pero entonces
pensó en Dawn y en Vera. Miró los objetos conocidos que indicaban que ya
estaban de vuelta: dos camas de litera deshechas, las plantas en la repisa, las
alfombrillas de yoga de Shelby apiladas en la esquina, la copia de Steven de La República con el punto de lectura en
el escritorio de Luce… Y algo que no contaba con ver.
Daniel, vestido completamente de negro,
atendiendo el fuego de la chimenea.
—¡Ah! —gritó Shelby arrojándose en brazos
de Miles—. ¡Menudo susto! ¡Y en mi propio refugio!
¡Eso no está bien, Daniel!
Dirigió una mirada de enojo a Luce,
como si ella tuviera algo que ver con aquella aparición. Daniel no hizo caso de
Shelby y se limitó a decir tranquilamente a Luce:
—¡Bienvenida!
Luce no sabía si correr hacia él o echarse
a llorar.
—Daniel…
—¿Daniel? —Arriane profirió un grito ahogado. Tenía los ojos
como platos, como si hubiera visto un fantasma.
Daniel se quedó helado. Era evidente que él
tampoco contaba con encontrarse a Arriane.
—Solo la necesitaré un instante. Luego me
iré. —Su voz sonaba culpable, incluso asustada.
—Vale —dijo Arriane asiendo a Miles y a Shelby por el
pescuezo—. Ya nos íbamos. —Ninguno de nosotros te ha visto aquí. —Hizo pasar a
los dos delante de ella—. Nos vemos luego, Luce.
Shelby parecía tener una prisa tremenda por salir del
dormitorio. Miles tenía una mirada tempestuosa y no apartó la vista de Luce
hasta que Arriane prácticamente lo arrojó al pasillo y cerró la puerta detrás
de ellos con un gran golpe.
Daniel se acercó entonces a Luce. Ella cerró los ojos y dejó
que su proximidad la reconfortara. Aspiró su olor y se sintió feliz de estar en
casa. No en la Escuela de la Costa, sino en el lugar en que Daniel la hacía
sentirse como en su hogar, aunque fuera el más extraño de los lugares y su
relación fuera un auténtico embrollo.
Como parecía ser ahora.
No la besó, ni siquiera la había abrazado. A Luce le
sorprendió desear que lo hiciera aun después de lo que había visto. La falta de
caricias por parte de él le provocó un dolor agudo en el corazón. Cuando abrió
los ojos, Daniel se hallaba a pocos centímetros de ella, escrutando cada
centímetro de su ser con sus ojos color violeta.
—Me has asustado.
Luce nunca le había oído decir eso,
acostumbrada como estaba a ser ella la asustada.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza. Daniel la tomó de la mano y la
condujo sin decir nada a la ventana, lejos del calor del fuego y de regreso al
frío de la noche, en la cornisa de la ventana por donde en otra ocasión había
acudido a ella.
La luna se mostraba oblonga y baja en el
cielo. Los búhos dormían en las secuoyas. Desde allí arriba Luce podía ver las
olas batiendo suavemente la orilla; al otro lado del campus, brillaba una única
luz en lo alto del pabellón nefilim, pero no podía decir si era el despacho de
Francesca o de Steven.
Daniel y ella se sentaron en la cornisa con las piernas
colgando. Se apoyaron en la leve inclinación del tejado que había detrás de
ellos y miraron las estrellas que brillaban apagadas en el cielo, como si
estuvieran cubiertas por una capa finísima de nubes. Al poco tiempo Luce se
echó a llorar.
Porque él estaba loco por ella o ella por él. Porque su cuerpo
había pasado por tantas cosas, entrando y saliendo de Anunciadoras, atravesando
estados, y yendo de un pasado reciente al presente. Porque su corazón y su
cabeza estaban confundidos y estar cerca de Daniel complicaba aún más las
cosas. Porque Miles y Shelby parecían odiarlo. Por el horror patente en el
rostro de Vera al reconocer a Luce. Por todas las lágrimas que su hermana había
vertido por ella, y por el daño que Luce le había vuelto a hacer al aparecer en
su mesa de blackjack. Por todas sus otras familias desconsoladas, hundidas en
la tristeza porque sus hijas habían tenido la mala suerte de ser la
reencarnación de una estúpida chica enamorada. Porque pensar en esas familias
hacía que Luce echara tremendamente de menos a sus padres en Thunderbolt.
Porque era la auténtica responsable del secuestro de Dawn. Porque tenía
diecisiete años y todavía estaba viva contra todo pronóstico. Porque sabía lo suficiente
para temer lo que el futuro pudiera depararle. Porque entretanto eran las 3.30
de la mañana y llevaba días sin dormir y no sabía qué más podía hacer.
Entonces él la abrazó, inundándole el cuerpo con su calor,
atrayéndola hacia él y meciéndola en sus brazos. Ella sollozaba e hipaba, y
deseó tener un pañuelo para limpiarse la nariz. Se preguntó cómo era posible
sentirse tan mal por tantas cosas a la vez.
—Chissst —susurró Daniel—. Chissst.
El día anterior Luce se había sentido muy mal al ver a Daniel
queriéndola hasta el olvido en aquella Anunciadora. La violencia insoslayable
que parecía formar parte de su relación le había parecido infranqueable. Pero
ahora, y sobre todo después de haber hablado con Arriane, Luce presentía que
algo grande estaba a punto de ocurrir, algo que tal vez alteraría el mundo
entero y que amenazaba a Luce y a Daniel. Los rodeaba, en el éter, y afectaba
al modo en que ella se veía a sí misma y también a Daniel.
La mirada de impotencia que había visto en los ojos de Daniel
poco antes de morir… ahora le parecía que formaba parte del pasado. Le hizo
pensar en la forma en que la había mirado después de su primer beso en esta
vida, en la playa cercana a Espada & Cruz. El sabor de sus labios en los
suyos, el roce de su respiración en el cuello, sus manos fuertes en torno a
ella: todo había sido maravilloso… excepto el terror que se leía en sus ojos.
Pero hacía tiempo que Daniel no la miraba de esa forma. Su
mirada ahora era implacable, como si ella irremediablemente fuera a permanecer
con él. Las cosas eran distintas en esta vida. Todo el mundo lo decía, y Luce
también lo notaba: era una revelación cada vez más creciente en su interior. Se
había visto morir y había sobrevivido. Daniel no tendría que sobrellevar él
solo su castigo nunca más. Era algo que podían hacer juntos.
—Quiero decirte algo —confesó ella con la cara hundida en la
camisa de él mientras se secaba los ojos con la manga—. Quiero hablar antes de
que empieces tú.
Notó su barbilla acariciándole la coronilla
cuando él asintió.
—Sé que tienes que ser muy cuidadoso con lo que me cuentas. Ya
sé que otras veces he muerto. Pero no me voy a ir a ningún sitio esta vez,
Daniel. Lo presiento. O, por lo menos, no lo haré sin oponer resistencia.
—Intentó esbozar una sonrisa—. Creo que sería bueno para los dos que dejaras de
tratarme como si fuera una pieza delicada de cristal. Así que te pido como
amiga, novia, y como el amor de tu vida que soy, que me tengas más en cuenta.
De lo contrario, me siento sola, nerviosa y…
Él le cogió la barbilla con el dedo y le hizo levantar la
cabeza. La miraba con curiosidad. Luce supuso que la interrumpiría, pero no lo
hizo.
—No me fui de la Escuela de la Costa para enojarte
—prosiguió—. Me fui porque no comprendía la importancia de permanecer aquí. Y
al hacerlo puse en peligro a mis amigos.
Daniel sostuvo su cara frente a la suya. El
color violeta de sus ojos prácticamente refulgía.
—Te he fallado muchas veces antes —susurró él—. Y puede que en
esta vida me haya pasado de prudente. Debería haber sabido que pondrías a
prueba cualquier límite que se te impusiera. No serías la chica que quiero si
no lo hicieras. —Luce supuso que le sonreiría, pero no lo hizo—. En esta
ocasión hay tanto en juego y he estado tan centrado en… —¿Los Proscritos?
—Son los que se llevaron a tu amiga —explicó Daniel—. Apenas
saben distinguir la derecha de la izquierda, y mucho menos de qué parte están.
—Luce pensó en la chica a la que Cam había disparado con la flecha de plata, y
en el muchacho atractivo de mirada vacía de la cafetería.
—Están ciegos.
Daniel bajó la mirada hacia sus manos y se
restregó los dedos. Parecía sentirse mal.
—Sí, están ciegos, pero son brutales. —Levantó una mano y
recorrió con el dedo uno de los rizos rubios de ella—. Fuiste lista al teñirte
el pelo. Te mantuvo a salvo cuando yo no podía llegar a tiempo.
—¿Lista? —Luce estaba horrorizada—. Dawn hubiera podido morir
solo porque a mí se me ocurrió manipular un frasco de lejía barata. ¿Cómo
puedes considerar inteligente algo así? Si… si mañana me tiñera el pelo de
negro, ¿tú crees que de pronto los Proscritos podrían encontrarme?
Daniel negó con la cabeza con brusquedad.
—No deberían haber entrado en el campus. Jamás deberían haber
puesto sus manos en ninguno de vosotros. Trabajo día y noche para mantenerlos
alejados de ti y de toda la escuela. Alguien los ayuda y no sé quién.
—Cam.
¿Qué otra cosa podía hacer él allí?
Pero Daniel negó con la cabeza.
—Sea quien sea lo lamentará.
Luce se cruzó de brazos. Todavía se notaba
la cara enrojecida por el llanto.
—Me figuro que esto significa que no voy a poder ir a casa por
Acción de Gracias. —Cerró los ojos intentando no imaginarse la cara de decepción
de sus padres—. No, mejor no me lo digas. —Por favor. —Daniel estaba serio—. No
será por mucho tiempo.
Ella asintió.
—Lo que dura la tregua.
—¿Qué? —Él la agarró por los hombros—.
¿Cómo sabes…?
—Lo sé. —Luce deseaba que él no se diera cuenta de que había
empezado a temblar y que el temblor aumentaba conforme intentaba actuar con más
seguridad de la que sentía—. Y sé que pronto llegará un momento en que tú
inclinarás la balanza entre el Cielo y el Infierno.
—¿Quién te ha dicho eso?
Daniel arqueó los hombros hacia atrás, en
un intento de evitar que se le abrieran las alas.
—Lo he deducido. Cuando no estás aquí
ocurren muchas cosas.
Por un instante la mirada de Daniel dejó entrever algunos
celos. Al principio, a Luce le pareció casi reconfortante ser capaz de provocar
algo así en él, pero no quería que se sintiera celoso, y menos aún cuando se
traía entre manos tantas cosas importantes.
—Lo siento —dijo ella—. Lo último que ahora necesitas es que
te distraiga. Parece que eso que haces… es realmente serio.
Ella lo dejó ahí, esperando que con ello Daniel se sintiera
más cómodo y le contara más cosas. Tal vez aquella era la conversación más franca,
honesta y madura que habían mantenido jamás.
Pero muy pronto un nubarrón que no creía
siquiera que la pudiera amenazar cruzó el rostro de Daniel.
—Quítate todo eso de la cabeza. No tienes
ni idea de lo que crees que sabes.
Luce fue presa de la decepción. Él seguía
tratándola como a una niña. Un paso adelante, y diez atrás.
Recogió las piernas y se puso de pie en la
cornisa.
—Hay una cosa que sí sé, Daniel —dijo bajando la mirada hacia
él—. Que, si de mí dependiera, no habría dudas. Que, si el universo me esperara
para inclinar la balanza, optaría por el bando del bien.
Daniel tenía sus ojos de color violeta
clavados en el bosque oscuro.
—Optarías por el bando del bien —repitió. Su voz parecía
entumecida a la vez que desesperadamente triste. Más triste de lo que ella le
había oído jamás.
Luce tuvo que contener el impulso de agacharse y pedir
disculpas. En lugar de ello, se dio la vuelta y dejó a Daniel. ¿Acaso no era
obvio que él tenía que optar por el bien? ¿No es eso lo que haría cualquiera?
14
Cinco días
A |
lguien los había delatado.
El domingo por la mañana, mientras el resto del campus aún
permanecía extrañamente
silencioso, Shelby, Miles y Luce se
encontraron sentados en fila a un lado del despacho de Francesca, a la espera
de ser interrogados.
El despacho de la profesora era más grande que el de Steven.
También era más luminoso, tenía el techo alto e inclinado y tres enormes
ventanas que daban al bosque en dirección al norte, cada una de ellas adornada
con unas cortinas gruesas de terciopelo de color lavanda descorridas para
mostrar un cielo asombrosamente azul. La única obra de arte de la estancia era
una gran fotografía enmarcada de una galaxia que colgaba sobre un magnífico
escritorio con revestimiento de mármol. Las sillas de estilo barroco en las que
estaban sentados eran bonitas pero incómodas. Luce no conseguía dejar de
moverse.
—Una nota anónima, ¡y un huevo! —musitó Shelby haciendo
referencia al seco e-mail que había recibido cada uno de ellos de parte de
Francesca esa mañana—. Esa desgraciada cotorra inmadura de
Lilith.
Luce no creía que Lilith ni ningún otro alumno hubiera podido
saber que habían abandonado el campus. Alguien más había puesto sobre aviso a
sus profesores.
—¿Por qué tardan tanto?
Miles señaló con la cabeza en dirección al despacho de Steven,
que estaba al otro lado de la pared y en el que se oían las voces de sus
profesores discutiendo en voz baja.
—Es como si estuvieran decidiendo el castigo antes de escuchar
nuestra versión de los hechos. —Él se mordió el labio inferior—. Por cierto,
¿cuál es nuestra versión de los hechos?
Pero Luce no lo escuchaba.
—Realmente no creo que pueda ser tan difícil —murmuró ella,
más para sí que para los demás—. Basta con adoptar una postura y actuar en
consecuencia.
—¿Cómo? —preguntaron Miles y Shelby a la
vez.
—Lo siento —contestó Luce—. Es solo… ¿Os acordáis de lo que
Arriane explicó anoche sobre inclinar la balanza hacia un lado? Pues se lo
comenté a Daniel, y él se puso muy raro. En serio, ¿acaso no es obvio que hay
una respuesta correcta y otra equivocada?
—Para mí, sí —dijo Miles—. Hay una opción
buena y otra mala.
—¿Cómo podéis decir algo así? —preguntó Shelby—. Es
precisamente ese modo de pensar el que nos ha metido en este embrollo. ¡La fe
ciega! ¡La aceptación sin más de una dicotomía prácticamente obsoleta! —El
rostro se le enrojeció y levantó tanto la voz que posiblemente Francesca y
Steven podían oírla—. Estoy tan cansada de ángeles y demonios que toman
partido. Todo ese bla, bla, bla de si esos son malos o son lo demás, como si
supieran qué es lo mejor para el universo entero.
—¿Insinúas que Daniel tomará partido por el
mal? —se mofó Miles—. ¿Que traerá el fin del mundo?
—Me importa un carajo lo que Daniel haga —repuso Shelby—. Y,
la verdad, me resulta difícil creer que todo dependa de él.
Pero tenía que ser así. A Luce no se le
ocurría ninguna otra explicación.
—Mira, tal vez las líneas no sean tan claras como nos han
contado —prosiguió Shelby—. Quiero decir, ¿quién dice que Lucifer sea tan malo…?
—Tal vez… ¿todo el mundo? —apuntó Miles
buscando una mirada de apoyo de Luce.
—¡Error! —refutó Shelby—. Un grupo de ángeles muy persuasivos
que intentan conservar su status quo.
Solo porque hace mucho tiempo ellos vencieron en una batalla, se creen que
tienen la razón.
Luce miró cómo las cejas de Shelby se arqueaban cuando se
desplomaba contra el respaldo rígido de la silla. Esas palabras hicieron pensar
a Luce en algo que había oído en otra parte…
—Los vencedores reescriben la historia —murmuró. Eso era lo
que Cam le había dicho aquel día en Noyo Point. ¿No era eso lo que Shelby
quería decir? ¿Que los perdedores entonces adquieren mala fama? Sus puntos de
vista eran parecidos. Lo único es que Cam, como no podía ser de otro modo, era
legítimamente malévolo, y Shelby, en cambio, solo hablaba.
—Exacto. —Shelby asintió mirando a Luce—.
Un momento. ¿Qué…?
En ese instante, Francesca y Steven entraron por la puerta.
Francesca se acomodó en el asiento negro giratorio de su escritorio. Steven se
puso en pie detrás de ella, con las manos ligeramente posadas en el respaldo
del asiento. Con sus vaqueros y su camisa blanca limpia y almidonada, Steven
parecía tan despreocupado como Francesca parecía severa con su vestido
entallado negro de cuello cuadrado y rígido.
Aquello hizo reflexionar a Luce sobre la charla de Shelby
acerca de las líneas difusas y las connotaciones de palabras como «ángel» y
«demonio». Evidentemente, era superficial hacer juicios de valor atendiendo
únicamente a la vestimenta de Steven y Francesca, pero de nuevo no se trataba
solo de eso. En muchos sentidos, resultaba fácil olvidar cuál de ellos era qué.
—¿Quién quiere ser el primero? —preguntó Francesca mientras
posaba sus cuidadas manos sobre la base de mármol—. Sabemos todo lo que ha
ocurrido, así que no hace falta entrar en detalles. Ahora tenéis la ocasión de
contarnos el motivo.
Luce tomó aire. Aunque no esperaba que Francesca les cediera
la palabra tan rápidamente, no quería que Miles o Shelby intentaran encubrirla.
—Fue culpa mía —dijo—. Yo quería… —Miró la
cara ojerosa de Steven y bajó la cabeza—.
Vislumbré algo en las Anunciadoras, algo sobre
mi pasado y quise saber más.
—Por lo tanto, ¿te expusiste a un viaje peligroso, el acceso
prohibido a una Anunciadora, poniendo además en peligro a dos compañeros que
realmente deberían haber sido más juiciosos, justo al día siguiente de que otra
compañera de clase hubiera sido secuestrada? —preguntó Francesca.
—Eso no es justo —replicó Luce—. Tú misma
quitaste importancia a lo que le había ocurrido a
Dawn. Creímos que solo íbamos a ver algo,
pero…
—Pero ¿qué? —intervino Steven—. ¿Os disteis
cuenta de lo estúpido que es pensar así?
Luce se agarró al reposabrazos de la silla intentando contener
las lágrimas. Francesca estaba enfadada con los tres, mientras que el enojo de
Steven parecía recaer exclusivamente en Luce, lo cual no era justo.
—Vale, sí. Salimos de la escuela y nos fuimos a Las Vegas
—admitió al fin—. Pero si nos pusimos en peligro fue solo porque vosotros me
teníais a oscuras. Vosotros sabíais que había alguien que me perseguía y es
posible que incluso sepáis por qué. Yo no habría abandonado el campus si me lo
hubierais dicho.
Steven miraba a Luce con los ojos como
brasas.
—Si de verdad insinúas que nosotros tenemos que ser así de
explícitos contigo, Luce, entonces me siento muy decepcionado. —Posó una mano
sobre el hombro de Francesca—. Tal vez tenías razón acerca de ella, querida.
—Un momento —dijo Luce.
Pero Francesca la detuvo con un gesto de la
mano.
—¿Tenemos que ser explícitos también sobre el hecho de que la
oportunidad que se te ha dado en la Escuela de la Costa para un crecimiento
educativo y personal es en tu caso una experiencia única en mil vidas? —Se le
sonrojaron las mejillas—. Nos has puesto en una situación muy incómoda. La
escuela principal —señaló entonces la parte sur del campus— tiene sus castigos
y sus programas de servicio a la comunidad para los estudiantes que se pasan de
la raya. Pero Steven y yo no tenemos definido ningún sistema de castigo. Hasta
ahora hemos tenido la fortuna de contar con unos alumnos que no han ido más
allá de nuestros límites, que son realmente laxos.
—Eso ha sido hasta ahora —dijo Steven con la vista clavada en
Luce—. Pero Francesca y yo estamos de acuerdo en que es preciso hacer un cambio
y fijar un castigo severo. Luce se inclinó hacia delante en su asiento.
—Pero Shelby y Miles no…
—Exacto —asintió Francesca—. Por ello, cuando acabemos, Shelby
y Miles se presentarán ante el señor Kramer en la escuela principal para
prestar servicios a la comunidad. La recogida de alimentos para la Fiesta Anual
de la Cosecha empieza hoy, así que seguro que encontraréis una tarea adecuada
para vosotros.
—¡Qué mier…! —espetó Shelby mirando a Francesca—. Quiero decir
que la Fiesta de la Cosecha es mi diversión favorita.
—¿Y Luce? —quiso saber Miles.
Steven tenía los brazos cruzados y a través de la montura de
concha de color carey de sus gafas atravesaba a Luce con sus ojos endemoniados
de color avellana.
—Luce, estás castigada.
¿Castigada? ¿Eso era todo?
—Clase. Comida. Habitación —recitó Francesca—. Hasta nueva
orden, y a menos que te encuentres bajo una vigilancia estricta, es lo único
que te está permitido. Y nada de sumergirse en más Anunciadoras. ¿Lo has
comprendido?
Luce asintió.
Steven añadió:
—No nos pongáis a prueba de nuevo. Incluso
nosotros podemos llegar a perder la paciencia.
La combinación clase-comida-habitación no daba
muchas opciones a Luce en una mañana de domingo. El pabellón estaba oscuro, y
la cantina no se abría hasta las once para el almuerzo. Después de que Miles y
Shelby se marcharan de mala gana al campo de adiestramiento para el servicio a
la comunidad del señor Kramer, Luce no tuvo más opción que regresar a su
habitación. Bajó el estor de la ventana que a Shelby le gustaba dejar levantado
y se desplomó en la silla de su escritorio.
Podría haber sido peor. En comparación con las historias de
celdas estrechas hechas con bloques de cemento destinadas a la reclusión
individual de Espada & Cruz, a Luce le parecía que había salido bien
parada. Nadie le había colocado ninguna pulsera de localización. De hecho,
Steven y Francesca le habían impuesto las mismas restricciones que Daniel. La
diferencia era que sus profesores realmente podían vigilarla día y noche, y
Daniel no debía estar allí para nada.
Enfadada, encendió el ordenador, suponiendo que tendría
cancelado su acceso a internet. Sin embargo, se pudo conectar y encontró tres
mensajes de sus padres y uno de Callie. Al menos estando castigada podría
comunicarse más con sus amigos y su familia.
Para: Lucinda44@gmail.com
De: thegaprices@aol.com
Fecha: Viernes, 20 de noviembre, 8.22
Asunto: El perro-pavo
¡Mira la fotografía! Con motivo de la
fiesta vecinal para celebrar el otoño vestimos a Andrew de pavo. Como puedes
ver por las marcas de mordiscos en las plumas, le encantaron. ¿Qué te parece?
¿Quieres que se lo volvamos a poner cuando vengas para Acción de Gracias?
Para: Lucinda44@gmail.com
De: thegaprices@aol.com
Fecha: Viernes, 20 de noviembre, 9.06
Asunto: Léelo
Tu padre acaba de leer mi e-mail y
cree que tal vez te haya hecho sentirte mal. No queremos que te sientas culpable,
cariño. Si te dejan venir a casa para Acción de Gracias, estaremos muy
contentos. Si no, lo cambiaremos para otro día. Te queremos.
Para: Lucinda44@gmail.com
De: thegaprices@aol.com
Fecha: Viernes, 20 de noviembre,
12.12
Asunto: Sin asunto
¿Nos dirás algo? Besos,
Mamá
Luce sostuvo la cabeza entre las manos. Se
había equivocado. Ni todos los castigos del mundo le facilitarían la tarea de
responder a sus padres. ¡Por Dios! ¡Si habían llegado incluso a disfrazar al
perro de pavo! Le rompía el corazón la idea de decepcionarlos. Así que dejó el
asunto para más tarde y abrió el e-mail de Callie.
Para: Lucinda44@gmail.com
De: callieallieoxenfree@gmail.com
Fecha: Viernes, 20 de noviembre, 16.14 Asunto: ¡AQUÍ ESTÁ!
Creo que la reserva de avión que envío
a continuación habla por sí sola. Dime tu dirección y tomaré un taxi en cuanto
llegue el jueves por la mañana. ¡Es la primera vez que voy a Georgia! ¡Y con mi
gran amiga, a la que hace tanto tiempo que no veo! ¡Va a ser fabuloso! ¡Nos
vemos en SEIS DÍAS!
En menos de una semana, el Día de Acción de
Gracias, la mejor amiga de Luce aparecería en casa de sus padres, que la
estarían esperando a ella, mientras que Luce seguiría exactamente allí,
castigada en su habitación. Sintió una tristeza enorme. Habría dado cualquier
cosa por estar con ellos y pasar unos días con sus seres queridos, que le
darían un respiro después de las extenuantes y confusas semanas que había
pasado confinada entre esas paredes de madera.
Abrió un nuevo e-mail y escribió un mensaje
apresurado:
Para: cole321@swordandcross.edu
De: lucinda44@gmail.com
Fecha: Domingo, 22 de noviembre,
09.33
Asunto: (Sin asunto)
Hola, señor Cole.
No se preocupe, no le voy a suplicar
que me deje ir a casa por Acción de Gracias. Sé que es un esfuerzo inútil y no
merece la pena. Sin embargo, no tengo valor para decírselo a mis padres.
¿Podría comunicárselo usted mismo? Dígales que lo siento mucho.
Aquí todo va bien. Echo de menos mi
hogar.
Luce
Un golpe fuerte en la puerta hizo que Luce
diera un respingo e hiciera clic en «Enviar» sin comprobar primero si tenía
errores tipográficos o incómodos sentimentalismos.
—¡Luce! —Shelby la llamaba desde el otro lado de la puerta—.
¡Abre! Tengo las manos ocupadas con esa porquería de la fiesta del otoño. ¡Ten
piedad!
Los golpes secos continuaban al otro lado de la puerta, cada
vez más fuertes, acompañados de algún gruñido ocasional y algún que otro
quejido.
Al abrir la puerta, Luce se encontró a Shelby resoplando,
doblada por el peso de una enorme caja de cartón. Llevaba varias bolsas de
plástico entre los dedos. Las rodillas le temblaban al entrar trabajosamente en
el cuarto.
—¿Te ayudo?
Luce cogió una ligera cornucopia de mimbre
que Shelby llevaba en la cabeza a modo de sombrero.
—Me han puesto en la sección de decoración —masculló Shelby
dejando la caja en el suelo—. Habría dado lo que fuera por estar en limpieza,
como Miles. ¿Sabes lo que ocurrió la última vez que alguien me obligó a usar
una pistola de pegamento?
Luce se sentía responsable de los castigos de Shelby y de
Miles. Se imaginó a Miles recorriendo la playa con una de esas varas para
recoger la suciedad que había visto utilizar en Thunderbolt a los convictos en
los márgenes de la carretera.
—Ni siquiera sé lo que es la Fiesta de la
Cosecha.
—Es algo asquerosamente pretencioso, eso es lo que es —dijo
Shelby revolviendo en la caja y arrojando al suelo bolsas de plástico con
plumas, tubos de purpurina y un paquete de cartulinas—. Fundamentalmente, es un
gran banquete al que acuden todos los donantes de la Escuela de la Costa a fin
de recaudar dinero para el centro. Todo el mundo vuelve a casa sintiéndose muy
caritativo después de haberse sacado de encima unas pocas latas viejas de
guisantes y haberlas donado a un banco de alimentos de Fort Bragg. Ya lo verás
mañana por la noche.
—Lo dudo —dijo Luce—. ¿Recuerdas que estoy
castigada?
—No te preocupes, te harán ir. Algunos de los mayores donantes
son abogados de causas nobles, así que Francesca y Steven han de hacer el
papel, lo cual significa que todos los nefilim tenemos que estar presentes con
la mejor de nuestras sonrisas.
Luce torció el gesto tras comprobar su imagen no nefilim en el
espejo. Un motivo más para quedarse donde estaba.
Shelby maldijo en voz baja.
—Me he olvidado el estúpido centro de mesa
con forma de pavo en el despacho del señor Kramer —
se quejó poniéndose de pie, antes de dar una
patada a la caja de elementos decorativos—. Tengo que volver.
Cuando Shelby se abrió paso para dirigirse a la puerta, Luce
perdió el equilibrio, se tambaleó y tropezó con la caja dando con el pie en
algo frío y húmedo al caer.
Fue a parar de bruces al suelo. Lo único que amortiguó su
caída fue la bolsa de plástico de las plumas, que estalló y arrojó todo el
plumerío de colores debajo de ella. Luce miró atrás para ver el estropicio que
había causado y esperando ver a Shelby con las cejas arqueadas y un gesto de
exasperación. Pero su compañera estaba inmóvil y señalaba con una mano el
centro de la habitación, donde había suspendida una Anunciadora de color
marrón.
—¿No te parece un poco arriesgado invocar a una Anunciadora
una hora después de haber sido castigada por invocar a una Anunciadora?
—preguntó Shelby—. Realmente pasas de todo, ¿verdad? En cierto modo, me parece
admirable.
—Yo no la he invocado —insistió Luce poniéndose de pie y
quitándose las plumas de la ropa—. Me he tropezado y estaba ahí, esperando o
algo.
Se acercó para examinar de cerca aquella lámina nebulosa de
color pardo. Era lisa como una hoja de papel y no muy grande para ser una
Anunciadora; sin embargo, el modo en que estaba suspendida en el aire frente a
su cara, casi desafiándola a que la rechazara, inquietó a Luce.
No parecía necesitar que le diera forma. Apenas se movía en el
aire y tenía la apariencia de haber estado flotando todo el día.
—Un momento —murmuró Luce—. Esta vino con
la otra el otro día. ¿Te acuerdas?
Era la extraña sombra marrón que había acompañado a la sombra
oscura que los había llevado hasta Las Vegas. Habían entrado las dos por la
ventana el viernes por la tarde; y luego esta había desaparecido. Luce se había
olvidado de ella hasta ese mismo momento.
—Bueno —dijo Shelby apoyándose en la
escalera de su litera—. ¿Vas a vislumbrarla o qué?
La Anunciadora tenía el color de una habitación con humo, un
desagradable tono marrón, y su tacto era parecido al de la neblina. Luce acercó
la mano hacia ella y pasó los dedos por sus bordes húmedos. Notó que aquel
aliento nebuloso le acariciaba el pelo. El aire en torno a la Anunciadora era
húmedo, incluso un poco salobre. Un grito lejano de gaviota retumbó en el
interior.
No debía vislumbrarla. No pensaba hacerlo.
Pero la Anunciadora pasó de ser como una tela de color marrón
y brumosa a convertirse en algo claro y discernible con independencia de Luce.
El mensaje de la sombra estaba tomando cuerpo.
Era la vista aérea de una isla. Al principio se encontraban en
lo alto, así que Luce no podía ver más que un pequeño bulto de roca negra
empinada rodeada de finos pinos. Lentamente, la Anunciadora fue enfocando más
de cerca, como si fuera un pájaro que descendiera para posarse en las copas de
los árboles, y así la imagen se centró en una pequeña playa desierta.
El agua estaba turbia a causa de la arena plateada y
arcillosa. Unas cuantas rocas hacían frente a las suaves embestidas de la
marea. De pie, oculto entre las rocas más altas…
Daniel contemplaba el mar, con una rama de
árbol cubierta de sangre en la mano.
Luce dio un grito ahogado al acercarse y ver lo que Daniel
miraba. No era el mar, sino la silueta ensangrentada de un hombre. Un cadáver
que yacía rígido sobre la arena. Cada vez que las olas alcanzaban el cuerpo, se
apartaban manchadas de un intenso color rojo oscuro. Luce no podía ver la
herida que había matado al hombre. Alguien más, vestido con una gabardina
oscura y larga, estaba inclinado sobre el cuerpo y lo ataba con una cuerda
gruesa trenzada.
Con el corazón latiéndole a toda prisa, Luce volvió a mirar a
Daniel. Su expresión era tranquila, pero le temblaban los hombros.
—Date prisa. Estás perdiendo el tiempo. La
marea está bajando.
Tenía una voz tan fría que Luce se
estremeció.
Un segundo más tarde, la escena de la Anunciadora desapareció.
Luce contuvo el aliento hasta que la sombra se desplomó en el suelo formando un
montón de cenizas. Al otro lado de la habitación, el estor que Luce había
bajado antes se abrió con una sacudida. Luce y Shelby se miraron inquietas y
vieron cómo una ráfaga de viento atrapaba a la Anunciadora, la levantaba y se
la llevaba por la ventana.
Luce asió con fuerza a Shelby de la muñeca.
—Tú que te fijas en todo, ¿quién era el que estaba con Daniel?
¿El que estaba agachado sobre ese… —se estremeció— hombre?
—Por Dios, Luce, no lo sé. Me distraje con el cadáver, por no
hablar de la rama ensangrentada que tenía agarrada tu novio. —El intento de
Shelby por parecer sarcástica quedó amortiguado por el terror que denotaba su
voz—. Así que… ¿él lo mató? —preguntó a Luce—. ¿Daniel mató a esa persona,
quienquiera que fuera?
—No lo sé. —Luce hizo una mueca de disgusto—. No lo digas de
ese modo. Tal vez tiene una explicación lógica…
—¿Qué piensas de lo que ha dicho al final? —preguntó Shelby—.
He visto que movía los labios, pero no he podido entenderlo. Es algo que odio
en las Anunciadoras.
«Date prisa. Estás perdiendo el tiempo. La
marea está bajando.»
¿Shelby no lo había oído? ¿No se había dado cuenta de lo
insensible y despiadado que Daniel había parecido?
Entonces Luce cayó en la cuenta de que no hacía mucho que ella
tampoco podía escuchar a las Anunciadoras. Antes, los ruidos que las
acompañaban eran solo eso, ruidos: crujidos y zumbidos espesos y húmedos por
las copas de los árboles. Había sido Steven el que le había explicado cómo
escuchar las voces que contenían. En cierto modo, Luce deseó que no lo hubiera
hecho.
Tenía que haber más en ese mensaje.
—Tengo que vislumbrarlo de nuevo —dijo Luce acercándose a la
ventana abierta, pero Shelby la retuvo.
—¡Ah, no! ¡No lo harás! A estas alturas, la Anunciadora podría
estar en cualquier sitio y tú estás castigada en tu cuarto, ¿recuerdas? —Shelby
obligó a Luce a sentarse de nuevo en la silla de su escritorio —. Te vas a quedar
aquí quieta mientras yo bajo al despacho de Kramer para recuperar mi pavo. Y
luego las dos vamos a olvidarnos de que esto ha ocurrido. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Perfecto. Volveré en cinco minutos, así
que no te me escapes.
Pero en cuanto se hubo cerrado la puerta, Luce ya había salido
por la ventana y se había encaramado a la parte plana de la cornisa en la que
ella y Daniel habían estado sentados la noche anterior. Era imposible borrar de
su mente lo que acababa de ver, aunque eso la metiera en más problemas y
tuviera que ver algo que no le gustara.
La última hora de la mañana se había vuelto
ventosa, y Luce tuvo que inclinarse y sostenerse en los postigos de madera
inclinados para guardar el equilibrio. Tenía las manos frías y sentía el
corazón entumecido. Cerró los ojos. Cada vez que intentaba invocar a una
Anunciadora, se acordaba de la poca formación que tenía para hacerlo. Siempre
había tenido suerte, si bien era dudoso considerarse afortunada tras ver cómo
tu novio se queda mirando a alguien a quien acaba de matar.
Una caricia húmeda le recorrió los brazos. ¿Sería la sombra
marrón, esa cosa horrible que le había mostrado algo más horrible aún? Abrió
los ojos.
En efecto, lo era. Se le había encaramado a los hombros como
si fuera una serpiente. Se la quitó de encima y la sostuvo ante ella,
intentando darle la forma de una pelota. La Anunciadora le rehuía el tacto, y
retrocedía en el aire, fuera de su alcance, manteniéndose más allá del extremo
del tejado.
Bajó la vista a los dos pisos que la separaban del suelo. Una
hilera de alumnos abandonaban el edificio de la residencia para dirigirse a la
cantina para el desayuno: una corriente abigarrada de gente que atravesaba el
césped de intenso color verde. Luce se tambaleó. El vértigo la venció y se dejó
caer hacia delante.
Pero entonces la sombra se apresuró como un jugador de fútbol
y la derribó de espaldas de nuevo contra el tejado inclinado. Luce se quedó
clavada contra las tablas de madera jadeando mientras la Anunciadora se volvía
a abrir.
El velo de humo se desvaneció y se mostró iluminado. Luce
regresó con Daniel y la rama ensangrentada. Volvió a los graznidos de las
gaviotas que volaban en círculo en lo alto y al hedor a espuma putrefacta de la
costa, a la visión de las olas gélidas rompiendo contra la playa. Y de nuevo
también a los dos personajes del suelo. El cadáver estaba atado. El vivo estaba
de pie frente a Daniel.
Era Cam.
No. Eso tenía que ser un error. Ellos se odiaban. Iban de una
pelea a otra. Luce podía aceptar que Daniel ejecutara actos siniestros para
protegerla de la gente que le iba a la zaga. Pero ¿qué cosa tan terrible podía
llevarle a echar mano de Cam? ¿A colaborar con Cam, que tanto disfrutaba
matando?
Estaban enzarzados en una discusión acalorada, pero Luce no
podía entender las palabras. No oía nada por culpa del reloj de la cantina, que
acababa de dar las once. Aguzó el oído y esperó a que las campanadas cesaran.
—Déjame llevarla a la Escuela de la Costa
—oyó que suplicaba Daniel.
Aquello tenía que haber ocurrido justo antes de que llegara a
California. Pero ¿por qué Daniel tenía que pedir permiso a Cam? A menos que…
—De acuerdo —decía Cam impertérrito—. Llévala a la escuela y
después búscame. ¡No la fastidies! Estaré vigilando.
—¿Y luego? —Daniel parecía inquieto.
Cam escrutó a Daniel.
—Tú y yo tenemos trabajo.
—¡Oh, no! —gritó Luce golpeando la sombra
con enfado.
Pero en el momento en que vio que había roto con las manos la
superficie fría y resbaladiza lo lamentó. Se rompió en fragmentos que se
acumularon formando un montón de cenizas a su lado. Ahora no podría ver nada
más. Intentó recopilar los fragmentos tal como había visto hacerlo a Miles,
pero se agitaban sin reaccionar.
Tomó un puñado de aquellos restos y
sollozó.
Steven había dicho que en ocasiones las
Anunciadoras distorsionaban la realidad, como las sombras arrojadas contra la
pared de la caverna, pero que siempre contenían algo de verdad. Luce percibía
la verdad en esos fragmentos fríos y húmedos, incluso cuando los estrujó
firmemente como intentando liberar todo su dolor.
Daniel y Cam no eran enemigos. Eran
aliados.
15
Cuatro días
—¿Más pavo ecológico? —Connor Madson, un muchacho
rubio de la clase de biología de Luce y también uno de los camareros de la
Escuela de la Costa, estaba frente a ella con una bandeja
de plata en el curso de la Fiesta de la
Cosecha del lunes por la noche.
—No, gracias. —Luce señaló el montón tibio
de lonchas de carne que tenía aún en el plato.
—Quizá más tarde.
Connor, como el resto del personal becado del servicio en la
Escuela de la Costa, iba vestido con esmoquin y un gorro ridículo de peregrino
con motivo de la Fiesta de la Cosecha. Se deslizaban por la zona ajardinada de
la cantina, que estaba irreconocible y había dejado de ser aquel lugar informal
pero vistoso donde tomar unas tortitas antes de ir a clase para transformarse
en un salón de banquetes de categoría al aire libre.
Shelby no dejaba de refunfuñar yendo de mesa en mesa
recolocando las tarjetas y volviendo a encender las velas. Tanto ella como el
resto del comité de decoración habían hecho un trabajo muy bonito: habían
esparcido hojas de seda de color rojo y naranja sobre los largos manteles
blancos de las mesas; dentro de las cornucopias pintadas de dorado habían
colocado los panecillos recién horneados, y unas estufas de exterior se
encargaban de mitigar la fresca brisa del océano. Incluso los centros de mesa
con forma de pavo y pintados por número tenían estilo.
Todo el alumnado, el personal docente y una cincuentena de
donantes habían asistido a la fiesta vestidos con sus mejores galas. Dawn y sus
padres se habían acercado en coche hasta allí para pasar la velada. Aunque Luce
todavía no había tenido ocasión de hablar con la chica, parecía recuperada,
feliz incluso, y había saludado alegremente con la mano a Luce desde su sitio
junto a Jasmine.
La mayoría de los aproximadamente veinte nefilim se sentaban
juntos en dos mesas circulares adyacentes, excepto Roland, que se encontraba
sentado en un rincón alejado con una acompañante misteriosa. Cuando esta se
levantó, alzó su sombrero de ala ancha con forma de capullo de rosa y dirigió
un saludo furtivo a Luce.
Era Arriane.
Luce sonrió a regañadientes, pero un segundo después sintió
ganas de llorar. Al verlos a los dos juntos riéndose, Luce se acordó de la
escena siniestra y nauseabunda que había vislumbrado en la Anunciadora el día
anterior. Al igual que Cam y Daniel, se suponía que Arriane y Roland
pertenecían a bandos opuestos, pero todo el mundo sabía que eran un equipo.
De todos modos, eso era distinto.
La Fiesta de la Cosecha estaba pensada para que fuera un día
divertido antes de Acción de Gracias y de que terminaran las clases. Luego todo
el mundo celebraría el verdadero Día de Acción de Gracias con sus familias,
pero para Luce, en cambio, ese sería el único que iba a tener. El señor Cole
todavía no le había respondido. Después del castigo del día anterior y de la
revelación que había tenido en el tejado, realmente le resultaba difícil
sentirse agradecida por algo.
—Casi no comes —dijo Francesca sirviendo
una gran cucharada de puré de patatas en el plato de Luce. Se había
acostumbrado al brillo estremecedor que se posaba en todas las cosas cuando
Francesca hablaba. Francesca tenía un carisma sobrenatural por el simple hecho
de ser un ángel.
Miró a Luce como si no se hubieran visto en el despacho el día
anterior, como si Luce no estuviera castigada en su habitación.
A Luce se le había dado un puesto de honor al lado de
Francesca en la gran mesa principal del cuerpo docente. Los donantes se
acercaban de uno en uno a saludar a los profesores. Los otros tres alumnos de
la mesa principal —Lilith, Beaker Brady y una chica coreana con un peinado al
estilo paje a la que no conocía— habían logrado los asientos tras un concurso
de ensayos. Luce, en cambio, solo había tenido que importunar a sus profesores
lo bastante como para que temieran perderla de vista.
La cena tocaba a su fin cuando Steven se inclinó hacia delante
en su asiento. Igual que Francesca, no demostraba ni un atisbo del enojo del
día anterior.
—Asegúrate de que Luce se presente al
doctor Buchanan.
Francesca se metió el último pedazo de
bollo con mantequilla en la boca.
—El doctor Buchanan es uno de los principales donantes de la
escuela —le explicó a Luce—. ¿Has oído hablar de su programa de Demonios en el
Extranjero?
Luce se encogió de hombros mientras los
camareros aparecían de nuevo para retirar los platos.
—Él y su ex esposa tenían linaje de ángeles, pero después del
divorcio él cambió algunas de sus alianzas. De todos modos —Francesca miró a
Steven—, es una persona que merece la pena conocer.
¡Oh! ¡Hola, señora Fisher! ¡Qué
bien que haya venido! —Sí, hola.
Una mujer bien entrada en años con un afectado acento
británico, un abrigo grande de visón y más diamantes en torno al cuello que
todos los que Luce había visto en su vida, tendió la mano enguantada de blanco
hacia Steven, que se puso de pie para saludarla. Francesca también se levantó y
se acercó para saludar a la mujer con un beso en cada mejilla.
—¿Dónde está Miles? —preguntó la señora.
Luce se levantó de golpe.
—¡Oh! ¡Usted tiene que ser la abuela de
Miles!
—¡Oh, no, por Dios, no! —exclamó la mujer retrocediendo—. No
tengo hijos. Nunca me casé, ay, pobrecita de mí. Soy la señora Ginger Fisher,
de la rama familiar de Carolina del Norte. Miles es mi sobrino mayor. ¿Y tú
eres…?
—Lucinda Price.
—Lucida Price, sí.—La señora Fisher miró a Luce entornando los
ojos—. He leído un par de historias sobre ti. Pero ahora no me acuerdo
exactamente de qué es lo que hacías…
Antes de que Luce pudiera responder, las
manos de Steven se posaron en sus hombros.
—Luce es una de las alumnas que menos tiempo hace que se ha
incorporado —dijo él con voz contundente—. Sin duda, a usted le alegrará saber
que Miles se ha esforzado mucho para que ella se sienta cómoda aquí.
La señora Fisher posó entonces la mirada algo más allá de
donde estaban y escrutó la zona ajardinada repleta de gente. Los invitados
habían terminado de comer, y Shelby encendía las antorchas de bambú que estaban
colocadas en el suelo. Cuando se iluminó la antorcha más próxima a la mesa
principal, la luz iluminó a Miles, que estaba inclinado en la mesa del lado
retirando unos platos.
—¿Acaso mi sobrino mayor está… atendiendo
las mesas? —La señora Fisher se llevó una mano enguantada a la frente.
—En realidad —dijo Shelby entrometiéndose en la conversación
con el encendedor de antorchas en la mano— se encarga de retirar la bas…
—Shelby —la interrumpió Francesca—, me parece que la antorcha
que hay cerca de las mesas de los nefilim se acaba de apagar. ¿Podrías
encargarte de ella ahora mismo?
—¿Sabe? —dijo Luce a la señora Fisher—. Iré a buscar a Miles y
le haré venir. Sin duda, los dos tienen muchas cosas que contarse.
Miles se había cambiado la gorra de los Dodgers y la sudadera
por unos pantalones de color marrón y una camisa naranja abotonada. Aunque era
una opción atrevida, le quedaba bien.
—¡Eh!
Él la saludó con la mano que no sostenía la pila de platos
sucios. A Miles no parecía importarle encargarse de las mesas. Sonreía de oreja
a oreja, estaba en su elemento, hablando con todos los asistentes al banquete
mientras les retiraba los platos.
Cuando Luce se acercó, dejó los platos a un
lado y la abrazó dándole un apretón más fuerte al final.
—¿Estás bien? —preguntó ladeando la cabeza y provocando que el
pelo castaño le cayera sobre los ojos. No parecía acostumbrado al modo en que
se le movía el cabello sin la gorra, así que se lo apartó rápidamente—. No
tienes buen aspecto. Bueno, no. Estás preciosa. No quería decir eso. Ese
vestido me gusta mucho. Y llevas un peinado muy bonito. Pero también pareces un
poco… —Torció el gesto algo inseguro— abatida.
—Pues resulta molesto —contestó Luce dando una patada en el
césped con la punta de su zapato de tacón negro—. Porque justo ahora es cuando
mejor me siento en toda la noche.
—¿De veras? —El rostro de Miles se iluminó el rato que se tomó
aquello como un cumplido. Luego puso cara larga—. Sé que estar castigada tiene
que fastidiarte. Si me permites opinar, me parece que Francesca y Steven se han
extralimitado teniéndote bajo su control toda la noche… —Lo sé.
—No mires ahora, pero estoy seguro de que nos vigilan. ¡Oh,
perfecto! —gimió—. ¿Esa es mi tía Ginger?
—Acabo de tener el placer de conocerla
—contestó Luce riendo—. Quiere verte.
—Ya lo imagino. Por favor, no creas que toda mi familia es
como ella. Cuando conozcas al resto del clan el Día de Acción de Gracias…
El Día de Acción de Gracias con Miles. Luce
lo había olvidado por completo.
—¡Oh! —Miles se percató de la expresión de su cara—. ¿No
pensarás que Francesca y Steven te obligarán a quedarte aquí por Acción de
Gracias?
Luce se encogió de hombros.
—Me imagino que eso es lo que significa
«hasta nueva orden».
—Así que esto es lo que te pone triste. —Posó una mano sobre
el hombro desnudo de Luce. Ella había lamentado ir sin mangas hasta ese
momento, cuando sintió los dedos de él en su piel. No era como el tacto de
Daniel, que siempre resultaba electrizante y mágico, pero en cualquier caso
resultaba reconfortante.
Miles se acercó y bajó su cara hasta la de
ella.
—¿Qué ocurre?
Luce levantó la vista y contempló sus ojos azules. Él aún
tenía la mano sobre su hombro. Sintió cómo separaba los labios para contarle la
verdad o, en todo caso, lo que ella creía que era la verdad, y se dispuso a
desahogarse.
Que Daniel no era el que ella creía que era. Lo cual, a su
vez, tal vez quería decir que ella tampoco era la que creía ser. Que todo lo
que había sentido por Daniel en Espada & Cruz seguía vivo —de hecho, la
mareaba pensar en ello—, pero que ahora las cosas eran muy diferentes. Y que todo
el mundo no dejaba de repetir que en esa vida todo era distinto, que era el
momento de romper el círculo, pero que nadie era capaz de explicarle qué
significaba eso. Decirle que tal vez todo aquello no terminara con Luce y
Daniel juntos. Que tal vez se suponía que ella tenía que liberarse y hacer algo
por su cuenta.
—Es difícil expresarlo con palabras —dijo
al fin.
—Lo sé —repuso Miles—. Yo también he pasado una mala
temporada. De hecho, hay algo que hace bastante tiempo que quería decirte…
—Luce. —Francesca apareció de pronto, interponiéndose
prácticamente entre los dos—. Es hora de irse. Te acompañaré a tu habitación.
Adiós a hacer algo por cuenta propia.
—Miles, a tu tía Ginger y a Steven les
gustaría verte.
Miles dedicó una última sonrisa comprensiva a Luce y luego
atravesó el jardín para acercarse trabajosamente hacia su tía.
Las mesas se estaban despejando, pero Luce vio a Arriane y a
Roland riéndose a carcajadas cerca de la barra. Había un grupo de chicas
nefilim en torno a Dawn. Shelby estaba junto a un chico alto de cabello muy
rubio y piel muy pálida, casi blanca.
Era el novio patético. Seguro. Estaba inclinado hacia Shelby,
claramente interesado por ella, pero era evidente que la chica seguía molesta.
Lo estaba tanto que ni siquiera se dio cuenta de que Luce y Francesca pasaban a
su lado, a diferencia de su ex novio, que clavó la mirada en Luce. El color
pálido, no del todo azul, de sus ojos resultaba inquietante.
Entonces alguien gritó que el fin de fiesta se trasladaba a la
playa. Shelby llamó la atención de su patético novio dándole la espalda y
diciéndole que era mejor que no la siguiera.
—¿Te gustaría poder ir con ellos? —preguntó Francesca mientras
se alejaban del barullo de la zona ajardinada.
El alboroto y el aire remitieron conforme avanzaban por el
camino de grava de vuelta a la zona de la residencia y pasaban junto a hileras
de buganvilias de color rosa intenso. Luce se preguntó si Francesca era quizá
la responsable de esa tranquilidad sobrecogedora.
—No.
A Luce le gustaban mucho las fiestas, pero si tuviera que
decir lo que le «gustaría», desde luego no sería ir a una fiesta en la playa. A
ella lo que le gustaría… bueno, no estaba muy segura. Alguna cosa que tuviera
que ver con Daniel, sí, pero ¿qué? Tal vez que él le contara lo que ocurría. O
que en lugar de protegerla ocultando información le contara la verdad. Por
supuesto, seguía queriendo a Daniel. Él la conocía mejor que nadie. Su corazón
latía deprisa cada vez que lo veía. Lo echaba mucho de menos. La cuestión era
en qué medida ella lo conocía a él.
Francesca fijó la vista en el césped que bordeaba el camino
que llevaba a la residencia. Con mucha sutileza, levantó los brazos a ambos
lados con un gesto parecido al de las bailarinas en la barra.
—Ni azucenas, ni rosas —murmuró en voz baja mientras las
puntas de los dedos le empezaban a temblar—. ¿Qué era entonces?
En ese momento se produjo un crujido suave, como cuando se
arrancan de cuajo las raíces de una planta; de pronto, de forma milagrosa,
apareció un arriate de flores blancas a ambos lados del camino. No eran unas
flores cualesquiera. Eran densas, lozanas y de casi treinta centímetros de
altura.
Se trataba de peonias salvajes, unas plantas poco comunes y
muy delicadas, con capullos grandes como pelotas. Eran las flores que Daniel
había llevado a Luce cuando estuvo en el hospital, y tal vez en ocasiones
anteriores. Colocadas en el margen del camino de la Escuela de la Costa,
brillaban en la noche como estrellas.
—¿A qué viene esto? —preguntó Luce.
—Es para ti —dijo Francesca.
—¿Por qué?
Francesca le acarició la mejilla.
—En ocasiones las cosas bonitas llegan a nuestra vida como
salidas de la nada. No siempre las podemos entender, pero tenemos que confiar
en ellas. Sé que quieres cuestionarlo todo, pero a veces es bueno limitarse a hacer
un acto de fe.
Hablaba de Daniel.
—Mírame a mí con Steven. Sé que puede resultar bastante
confuso. ¿Lo quiero? Sí. Pero cuando llegue la batalla final, voy a tener que
matarlo. Esa es nuestra realidad. Ambos sabemos exactamente dónde estamos.
—Pero ¿no confías en él?
—Sé que él será fiel a su naturaleza de demonio. Tienes que
confiar en que quienes te rodean serán fieles a su naturaleza, aunque parezca
que están traicionando lo que son.
—¿Y si eso no fuera tan fácil?
—Eres fuerte, Luce, y eres independiente. Me di cuenta por
cómo reaccionaste ayer en mi despacho. Me hizo sentirme muy… contenta.
Luce no se sentía fuerte, sino como una completa idiota.
Daniel era un ángel, así que su auténtica naturaleza tenía que ser bondadosa.
¿Y se suponía que ella tenía que aceptar eso con los ojos cerrados? ¿Y su
propia naturaleza? No todo era blanco o negro. ¿Acaso Luce era el motivo por el
que las cosas entre ellos resultaban tan complicadas? Mucho después de haber
entrado en su habitación y haber cerrado la puerta, seguía sin poder quitarse
de la cabeza las palabras de Francesca.
Al cabo de aproximadamente una hora, un
golpecito en la ventana hizo que Luce diera un respingo mientras contemplaba el
fuego que se extinguía en la chimenea. Antes incluso de lograr ponerse de pie,
oyó otro golpeteo en el cristal, aunque esta vez parecía más vacilante. Luce se
incorporó y fue hacia la ventana. ¿Qué hacía Daniel de nuevo por ahí? Después
de tantos aspavientos sobre lo inseguro que era verse, ¿por qué no dejaba de aparecerse?
Ni siquiera sabía qué quería de ella, a menos que fuera
atormentarla como le había visto hacer a las otras versiones de ella en las
Anunciadoras. Aunque en palabras de él fuera quererla. Esa noche lo único que
Luce quería de él era que la dejara tranquila.
Abrió los postigos de madera, levantó el
cristal e hizo caer otra de los miles de plantas de Shelby.
Apoyó las manos en el alféizar y
luego sacó la cabeza a la noche, dispuesta a reprender a Daniel. Pero en la
cornisa bajo la luz de la luna no estaba Daniel.
Era Miles.
Se había cambiado y ya no llevaba su ropa elegante, pero no se
había puesto la gorra de los Dodgers. La mayor parte de su cuerpo estaba sumida
en la sombra, pero el contorno de sus amplias espaldas se adivinaba claramente
recortado contra el azul intenso de la noche. Su sonrisa tímida fue respondida
por otra de ella. Miles sostenía una cornucopia dorada llena de lirios naranjas
que se había llevado de uno de los centros de mesa de la Fiesta de la Cosecha.
—Miles —dijo Luce.
Su nombre le sonó extraño al pronunciarlo. Tenía un deje de
sorpresa agradable cuando instantes atrás su intención era ser algo
desagradable. El corazón le empezó a latir deprisa, y no dejaba de sonreír.
—¿Qué locura es esta que me hace andar de
la cornisa de mi ventana a la de la tuya?
Luce negó con la cabeza, sorprendida ella también. Jamás había
estado en la habitación de Miles, que estaba en el ala para chicos de la
residencia. De hecho, no sabía ni dónde se encontraba.
—¿Lo ves? —prosiguió él con una sonrisa aún más amplia—. Si no
nos hubieran castigado, nunca lo habríamos sabido. Esto de aquí fuera es muy
bonito, Luce. Deberías venir. No te dan miedo las alturas, ¿verdad?
Luce quería acercarse a la cornisa con Miles. Pero no quería
que eso le recordara las ocasiones en que había estado allí con Daniel. Ambos
eran tan distintos… Miles era una persona formal, dulce, sensible. Daniel… era
el amor de su vida. Ojalá todo fuera tan simple y fácil de definir. Compararlos
era injusto, a la vez que imposible.
—¿Cómo es que no estás en la playa con todo
el mundo? —preguntó ella.
—No todo el mundo está en la playa. —Miles sonrió—. Tú estás
aquí. —Agitó la cornucopia de flores en el aire—. Las he cogido de la cena para
ti. Shelby tiene muchas plantas en su lado de habitación. Pensé que tú podrías
poner estas en tu mesa.
Miles sacudió el cuerno de mimbre por la ventana en dirección
hacia ella. Estaba repleto de flores brillantes de color naranja. Sus estambres
de color negro temblaban a merced del viento. No eran perfectas, algunas
incluso estaban mustias, pero eran mucho más tiernas que las peonias gigantes
que Francesca había hecho florecer. «En ocasiones, las cosas bonitas llegan a
nuestra vida como salidas de la nada.»
Tal vez ese era el detalle más bello que alguien había tenido
con ella en la Escuela de la Costa, aparte de cuando Miles se había escabullido
dentro del despacho de Steven para robar el libro y ayudar a Luce a pasar al
interior de la sombra. O cuando Miles la invitó a tomar el desayuno el mismo
día que la había conocido. O lo rápido que había sido Miles al incluirla en sus
planes para Acción de Gracias. O la falta absoluta de resentimiento en la
expresión de Miles cuando le asignaron al servicio de limpieza después de que
ella lo hubiera metido en un lío por escaparse. O cómo Miles…
Se dio cuenta de que podía seguir con la enumeración toda la
noche. Tomó las flores, las metió en su habitación y las colocó sobre su
escritorio.
Cuando regresó, Miles le tendía la mano para ayudarla a salir
por la ventana. Podía inventarse una excusa, una chorrada como la de no querer
romper las normas de Francesca, o limitarse simplemente a cogerle la mano
cálida y fuerte y dejarse llevar y por un segundo olvidarse de Daniel.
Fuera, el cielo era una explosión de estrellas que brillaban
en la noche oscura igual que los diamantes de la señora Fisher, pero más bellas
incluso. Desde donde se encontraba, la cubierta de ramas de secuoyas al este de
la escuela parecía espesa, oscura y aprensiva; al oeste se oía el batido
incesante de las olas y se veía el fulgor lejano de la hoguera ardiendo en la
playa ventosa. En otras ocasiones Luce ya había advertido estas cosas desde la
cornisa. El océano. El bosque. El cielo. Pero en esas otras ocasiones en que
había estado ahí fuera, Daniel había acaparado toda su atención. La había casi
encegado, hasta el punto de que jamás había podido asimilar la totalidad de la
escena.
Resultaba de veras sobrecogedor.
—Seguramente te preguntas por qué he venido aquí. —Cuando
Miles habló, Luce se dio cuenta de que ambos habían guardado silencio un rato—.
Antes había empezado a decírtelo, pero… no lo he hecho… No estoy seguro…
—Me alegra que hayas venido. La verdad es que estaba
comenzando a ser aburrido eso de mirar el fuego. —Ella le dedicó una media
sonrisa.
Miles se metió las manos en los pantalones.
—Mira, ya sé que tú y Daniel… Luce gruñó sin querer.
—Tienes razón. No debería haber sacado el
tema.
—No, no me quejaba de eso.
—Bueno, solo es que… Sabes que me gustas,
¿verdad?
—Hum.
Por supuesto que ella le gustaba a Miles.
Eran buenos amigos.
Luce se mordió el labio. Se estaba haciendo la tonta y eso
nunca era buena señal de nada. Ella le gustaba a Miles de verdad. Y a ella él
también le gustaba. Solo había que verlo: sus ojos del color del océano, y esa
pequeña risita que se oía cada vez que sonreía. Además, era con diferencia la
persona más agradable que Luce había conocido jamás.
Pero estaba Daniel, y antes que él Daniel también estaba, y
Daniel una y otra vez… y eso era tremendamente complicado.
—La estoy fastidiando… —Miles hizo un gesto de incomodidad—.
Lo único que quería era desearte buenas noches.
Luce alzó la vista hacia él y vio que la miraba. Miles se sacó
las manos de los bolsillos, tomó las de ella y se las estrechó en su pecho. Se
inclinó lentamente con parsimonia, para que Luce tuviera oportunidad de sentir
la espectacular noche que los envolvía.
Sabía que Miles iba a besarla. Sabía que ella no debía
permitírselo. Por Daniel, claro, pero también por cuanto había ocurrido cuando
besó a Trevor. Su primer beso. El único beso que le había dado alguien que no
fuera Daniel. ¿Y si el hecho de estar con Daniel había sido el motivo de la
muerte de Trevor? ¿Y si en el instante en que ella besaba a Miles él…? No se
atrevía siquiera a pensarlo.
—Miles —dijo ella rechazándolo—, no deberías hacer eso.
Besarme es… —tragó saliva— peligroso.
Él se rió suavemente. Claro que iba a
continuar; no sabía nada sobre Trevor.
—Bueno, creo que me arriesgaré.
Ella intentó echarse atrás, pero Miles
tenía el don de hacerla sentirse bien por todo. Incluso por eso.
Cuando su boca se posó sobre la de ella, Luce
contuvo el aliento esperando lo peor.
Pero no ocurrió nada.
Los labios de Miles eran suaves como plumas, y la besaron con
una delicadeza que hizo que ella lo sintiera como un buen amigo pero también
con una pasión que le dejaba entrever que en su interior albergaba mucha más si
ella quería.
Pero aunque no hubo llamaradas, ni piel chamuscada, ni muerte
o destrucción —¿y por qué no?—, se suponía que ese beso no estaba bien. Durante
mucho tiempo los labios de Luce no habían querido otra cosa más que los labios
de Daniel. A menudo había soñado con su beso, su sonrisa, sus fabulosos ojos de
color violeta, y el abrazo de sus cuerpos. No se suponía que pudiera haber
nadie más.
¿Y si estaba equivocada respecto a Daniel? ¿Y si podía ser más
feliz, o simplemente feliz, con otro chico?
Miles se apartó con una expresión de felicidad
y tristeza a la vez.
—En fin, buenas noches.
Se giró casi como si fuera a salir disparado de regreso a su
habitación, pero se volvió y cogió a Luce de la mano.
—Si alguna vez te parece que las cosas no funcionan con…
—Levantó la vista al cielo—. Yo estoy aquí. Solo quiero que lo sepas.
Luce asintió, debatiéndose ya en una enorme oleada de
confusión. Miles le apretó la mano y se fue en dirección opuesta, saltando por
el tejado inclinado de madera de vuelta a su habitación.
Cuando se quedó sola, se palpó los labios, en los que hacía
unos instantes se habían posado los de Miles. Se preguntó si la próxima vez que
viera a Daniel sería capaz de contárselo. Le empezó a doler la cabeza a causa
de los muchos altibajos del día, y deseó meterse en la cama a descansar. Cuando
se deslizó de nuevo por la ventana de su habitación se volvió una última vez
para admirar la vista y recordar lo que había ocurrido esa noche y que tantas
cosas había cambiado.
Sin embargo, en lugar de las estrellas, los árboles y las olas
rompientes, los ojos de Luce se posaron en algo que había detrás de una de las
muchas chimeneas del tejado. Algo blanco y ondeante. Unas alas iridiscentes.
Era Daniel. Estaba agachado, medio oculto, a menos de medio
metro del lugar donde ella y Miles se habían besado. Tenía la espalda vuelta
hacia ella y estaba cabizbajo.
—¡Daniel! —exclamó ella.
Cuando volvió el rostro hacia ella, su expresión era de gran
dolor, como si Luce le hubiera roto el corazón. Dobló las rodillas, desplegó
las alas y echó a volar en la noche.
Un instante después, no era más que otra
estrella en el firmamento negro y centelleante.
16
Tres días
E |
n el desayuno de la mañana siguiente, Luce
apenas pudo probar bocado.
Era el último día de clase antes de que la Escuela de la
Costa despidiera a sus alumnos para las
vacaciones de Acción de Gracias, y Luce se
sentía sola. La soledad estando rodeada de personas era la peor que existía,
pero no podía evitarlo. A su alrededor todos los alumnos hablaban contentos de
su regreso a casa y de la visita a la familia; del chico o chica a quien no
habían visto desde las vacaciones de verano; de las fiestas que sus mejores
amigos celebrarían durante el fin de semana.
La única fiesta a la que Luce asistiría el fin de semana sería
la de la autocompasión, que celebraría en la soledad de su cuarto.
Como no podía ser de otro modo, eran pocos los alumnos de la
escuela principal que se quedaban durante las vacaciones: Connor Madson, que
había llegado a la Escuela de la Costa procedente de un orfanato de Minnesota;
Brenna Lee, cuyos padres estaban en China. Francesca y Steven —¡sorpresa!—
también se quedaban, y el jueves por la noche iban a dar una cena en la cantina
para los alumnos que no se marchaban.
Luce se aferraba a una única esperanza: que la amenaza de
Arriane de tenerla vigilada incluyera las vacaciones de Acción de Gracias. A
fin de cuentas, apenas la había visto desde que devolvió a los tres a la
Escuela de la Costa, salvo muy brevemente durante la Fiesta de la Cosecha.
Todos los demás se disponían a partir en uno o dos días.
Miles, para asistir a la fiesta con más de cien personas de su familia. Dawn y
Jasmine, para el encuentro de sus dos familias en la mansión de Jasmine en
Sausalito. Incluso Shelby, que no había dicho nada a Luce sobre su regreso a
Bakersfield, había estado hablando por teléfono entre gruñidos con su madre el
día anterior. «Sí, lo sé. Estaré allí.»
Era el peor momento para quedarse sola. Su propia confusión
iba en aumento cada día que pasaba, hasta el punto de que ya no sabía qué
sentía por Daniel ni por nadie más. No podía dejar de recriminarse lo estúpida
que había sido la noche anterior al permitir que Miles llegara tan lejos.
Durante toda la noche no había dejado de llegar a la misma
conclusión: aunque estaba enfadada con Daniel, lo que había ocurrido con Miles
no era culpa de nadie más que de ella misma. Ella era la que había sido infiel.
Le hacía sentirse físicamente muy mal pensar que Daniel había
estado sentado ahí mirando sin decir nada mientras ella y Miles se besaban;
imaginar cómo se había sentido al salir volando desde el tejado. Posiblemente,
igual que se sintió ella cuando supo acerca de lo que fuera que había ocurrido
entre Daniel y Shelby, aunque, claro, tenía que ser peor porque aquel había
sido un engaño sin mala intención. Una cosa más que añadir a la lista de
pruebas que demostraban que ella y Daniel no parecían comunicarse.
Una risa suave la devolvió a su desayuno
sin tocar.
Francesca se deslizaba entre las mesas ataviada con una larga
capa de topos blancos y negros. Cada vez que Luce la miraba, la profesora lucía
esa sonrisa dulzona en la cara y se encontraba enfrascada en conversaciones
profundas con uno u otro estudiante; a pesar de todo, Luce seguía sintiéndose
bajo un control férreo. Parecía como si Francesca fuera capaz de penetrar en su
mente y supiera exactamente qué le había hecho perder el apetito. Igual que
aquellas peonias blancas salvajes, que habían desaparecido sin dejar rastro
durante la noche, la confianza de Francesca en la fortaleza de Luce podía
desaparecer.
—¿Por qué estás triste? —Shelby le dio un buen bocado al
donut—. Créeme, no te perdiste gran cosa anoche.
Luce no le respondió. La hoguera en la playa era lo último que
tenía en la cabeza. Acababa de ver a Miles acercándose pesadamente a desayunar,
con un retraso notable respecto a la hora habitual. Llevaba su gorra de los
Dodgers bien calada sobre los ojos y sus hombros parecían algo caídos. Sin
quererlo, Luce se llevó los dedos a los labios.
Shelby estaba haciéndole señas de forma
ostentosa, con los brazos sobre la cabeza.
—¿Qué le pasa? ¿Está ciego? ¡Eh, la Tierra
llamando a Miles!
Cuando por fin logró captar su atención, Miles dirigió un
saludo torpe a su mesa y prácticamente estuvo a punto de tropezar con el bufé
de comida para llevar. Volvió a saludarlas y luego desapareció tras la cantina.
—¿Soy yo, o es que Miles últimamente actúa
como un idiota?
Torció el gesto e imitó el traspié ridículo
de Miles.
Pero Luce se moría de ganas de salir
corriendo tras él y…
¿Y qué? ¿Decirle que no se sintiera violento? ¿Que ese beso
también había sido un error suyo? ¿Que enamorarse de alguien tan complejo como
ella solo podía acabar mal? ¿Que a ella él le gustaba, pero que su amor era
imposible? ¿Que incluso aunque ella y Daniel ahora mismo estaban enfadados nada
en realidad podía amenazar su verdadero amor?
—En fin, lo que decía —prosiguió Shelby volviendo a servir
café a Luce con la cafetera de bronce que había en la mesa—. Hogueras,
hedonismo, bla, bla, bla. Ese tipo de cosas pueden resultar aburridas. —Shelby
torció los labios hasta dibujar una media sonrisa—. Especialmente, ya sabes,
cuando tú no estás.
Luce se sintió un poco más aliviada. De vez en cuando, Shelby
dejaba pasar diminutos rayos de luz. Pero a continuación su compañera de
habitación se encogió de hombros, como queriendo decir: «Que no se te suba a la
cabeza».
—Nadie más sabe apreciar mi imitación de
Lilith, eso es todo.
Shelby enderezó la espalda, sacó pecho e hizo temblar el lado
derecho de su labio superior con una mueca de desaprobación.
La imitación que hacía Shelby de Lilith siempre arrancaba las
risas de Luce, pero ese día lo único que logró fue una sonrisa apagada.
—Hum —dijo Shelby—. Tampoco creo que te importase mucho
haberte perdido la fiesta. Vi a Daniel sobrevolando la playa anoche. Sin duda
teníais muchas cosas que contaros.
¿Shelby había visto a Daniel? ¿Por qué no
lo había dicho antes? ¿Alguien más lo había visto?
—Ni siquiera hablamos.
—Eso no me lo creo. Normalmente acude a ti
con un montón de órdenes que darte…
—Shelby. Miles me besó —le interrumpió Luce. Tenía los ojos
cerrados. Por algún extraño motivo, de este modo le resultaba más fácil
confesarlo—. Fue ayer por la noche. Y Daniel lo vio todo. Alzó el vuelo antes
de que pudiera…
—Ya me lo imagino. —Shelby dejó oír un
silbido grave—. Esto es muy fuerte.
A Luce le ardía la cara de vergüenza. No
podía quitarse de la cabeza la imagen de Daniel levantando
el vuelo. La había marcado de una
forma tan intensa… —A ver, ¿y ahora tú y Daniel habéis terminado?
—No. Nunca. —Luce no podía oír esas
palabras sin estremecerse—. No lo sé.
No había contado a Shelby el resto de lo que había visto en la
Anunciadora, que Daniel y Cam estaban colaborando. Al parecer, eran compañeros
secretos. Por otra parte, Shelby no sabía quién era Cam y aquella historia era
muy complicada. Luce, además, no se veía capaz de soportar a Shelby, con sus
opiniones deliberadamente controvertidas sobre los ángeles y los demonios, intentando
defender la idea de que una asociación entre Daniel y Cam no era algo bueno.
—Sabes que Daniel estará muy fastidiado ahora mismo. ¿O acaso
lo más grande que tiene Daniel no es la devoción inmortal que compartís?
Luce se puso tensa en su silla de hierro
colado.
—No pretendía ser sarcástica, Luce. No sé si es posible que
Daniel haya estado con otra gente. Todo resulta bastante impreciso. Como dije
antes, la cuestión es que a él nunca se le pasó por la cabeza cuestionar si tú
eras la única que importaba.
—¿Y con eso pretendes que me sienta mejor?
—No pretendo que te sientas mejor, solo intento presentar un
hecho. A pesar del molesto distanciamiento de Daniel, que es mucho, el chico
guarda una actitud claramente devota. La pregunta es: ¿y tú? Por lo que Daniel
sabe, tú podrías abandonarlo en cuanto aparezca otra persona. Y Miles ha
aparecido y es evidente que es un chico magnífico. Un poco sentimental para mi
gusto, pero…
—Yo nunca dejaría a Daniel —repuso Luce en
voz alta con un deseo ferviente de creérselo.
Pensó en el horror que a él se le había dibujado en la cara la
noche en que discutieron en la playa. A ella le había sorprendido que
preguntara rápidamente si iban a cortar, como si sospechara que existía la
posibilidad. Como si ella no se hubiera creído toda aquella historia demencial
sobre su amor infinito que él le había contado bajo los melocotoneros en Espada
& Cruz. Ella se la había creído en un acto de fe, se la había tragado con
todas sus fisuras, esos fragmentos rotos carentes de significado que había
sentido la urgencia de creer. Ahora a diario uno de ellos le carcomía por
dentro. Notó cómo una de sus mayores dudas brotaba de su garganta.
—La mayor parte del tiempo, ni siquiera sé
por qué le gusto.
—Vamos —rezongó Shelby—. No seas como esas chicas que dicen:
«Es demasiado bueno para mí, bua, bua, bua». Si lo haces tendré que echarte de
una patada y lanzarte a la mesa de Jasmine y Dawn. Y esa es su especialidad, no
la mía.
—No me refería a eso. —Luce se inclinó y bajó la voz—. Quiero
decir, en otros tiempos, cuando Daniel estaba, bueno… ahí arriba y me escogió a
mí. A mí precisamente, entre todas las demás personas de la Tierra…
—Bueno, lo más probable es que hubiera muchísimas menos
opciones de escoger en esos tiempos. ¡Au! —Luce le había propinado un golpe—.
¡Solo pretendía calmar un poco los ánimos!
—Shelby, me prefirió a mí antes que desempeñar un papel
importante en el Cielo y ocupar una posición elevada. Eso es algo bastante
serio, ¿no te parece? —Shelby asintió—. Tuvo que haber algo más aparte de
considerarme una chica mona.
—¿Y no sabes lo que era?
—Se lo he preguntado, pero nunca me ha
contado lo que ocurrió. Cuando saqué el tema, Daniel más bien hizo como si no
se acordara. Y eso es una locura, porque significa que los dos actuamos sin
más, por pura rutina, siguiendo un cuento de hadas de miles de años que ninguno
de nosotros recuerda siquiera. Shelby se rascó el mentón.
—¿Y qué otras cosas no te ha contado
Daniel?
—Es lo que me he propuesto averiguar.
A su alrededor, en el jardín de la cantina, el tiempo seguía
avanzando: la mayoría de los alumnos se dirigían a clase y los camareros
becados se apresuraban a llevarse las bandejas. En la mesa más cercana al
océano, Steven tomaba café a solas. Tenía las gafas plegadas sobre la mesa.
Entonces intercambió una mirada con Luce y la sostuvo durante un buen rato,
tanto que, incluso cuando ella se levantó para ir a clase, su expresión
vigilante se le quedó grabada, lo cual probablemente, era su intención.
Tras el documental más largo y tedioso que
había visto en su vida acerca de la división celular, Luce salió de la clase de
biología, bajó la escalera del edificio principal de la escuela y salió al
exterior, sorprendiéndose al ver la zona de aparcamiento completamente
abarrotada: padres, hermanos mayores y un buen número de chóferes formaban una
larga cola de vehículos de un tipo que Luce no había visto más que en el carril
de transporte compartido que daba acceso a su escuela de secundaria en Georgia.
Los alumnos se apresuraban a salir de clase, zigzaguear entre
los coches y arrastrar las maletas a su paso. Dawn y Jasmine se abrazaron para
despedirse antes de que Jasmine entrara en un coche lujoso y los hermanos de
Dawn le hicieran sitio a esta en la parte trasera de un todoterreno. En
realidad, solo se separaban por unas pocas horas.
Luce volvió a entrar cabizbaja en el edificio y se deslizó por
la puerta trasera, que raramente se utilizaba, para atravesar los jardines y
dirigirse a su habitación. En ese momento no se veía capaz de enfrentarse a
ninguna despedida.
Mientras andaba bajo el cielo grisáceo, Luce se seguía
sintiendo culpable, aunque la conversación que había mantenido con Shelby le
había dejado una mayor sensación de control. Sabía que lo había fastidiado
todo, pero el hecho de haber besado a otra persona también le hacía sentir que
por fin ella tenía algo que decir en su relación con Daniel. Posiblemente
ahora, para variar, obtendría una reacción por parte de él. Ella se podría
disculpar. Él se podría disculpar. Tal vez podrían hacer que ese mal trago
tuviera también su parte positiva o lo que fuera. Lograr al fin quitarse de
encima toda esa mierda y empezar a hablar con sinceridad.
En ese instante, sonó el teléfono. Un
mensaje del señor Cole:
Asunto resuelto.
El señor Cole, por lo tanto, ya había
comunicado la noticia de que Luce no iba a volver a casa. Sin embargo, había
sido muy hábil, y en su mensaje no decía si sus padres aún le dirigían la
palabra. Llevaba días sin tener noticias de ellos.
Aquella era una situación sin vencedores ni vencidos: si le
escribían, ella se sentiría culpable por no responderles. Si no le escribían,
ella se sentiría responsable de ser el motivo por el que no pudieran contactar
con ella. Aún no había pensado qué podía hacer con Callie.
Subió ruidosamente la escalera de la residencia vacía. Cada
paso que daba resonaba en aquel edificio grande y tenebroso. No había nadie a
la vista.
Cuando llegó a su cuarto, esperaba encontrarse con que Shelby
también se hubiera marchado ya, o por lo menos con su maleta lista esperando
junto a la puerta.
Pero aunque Shelby no estaba en el cuarto, su ropa seguía
desparramada por su lado de la habitación. El chaleco rojo seguía en el
colgador y su equipo de yoga aún estaba amontonado en un rincón. Quizá no se
iba hasta la mañana siguiente.
Antes de que Luce hubiera cerrado la puerta tras de sí,
alguien dio un golpecito al otro lado, y ella asomó la cabeza al pasillo.
Era Miles.
Luce notó que se le humedecían las palmas de las manos y que
el corazón se le aceleraba. Se preguntó qué aspecto tenía su pelo y si se había
acordado de hacer la cama esa mañana, y cuánto tiempo llevaría él andando
detrás de ella. Se preguntó también si la habría visto esquivar la caravana de
las despedidas de Acción de Gracias o habría observado la expresión de dolor en
su rostro al leer el mensaje de texto.
—Hola —dijo él suavemente.
—Hola.
Miles llevaba un jersey grueso de color marrón sobre una
camisa blanca. Vestía los vaqueros con el agujero en la rodilla, esos que
hacían que Dawn saltara siempre para seguirlo para que luego ella y Jasmine
pudieran derretirse por él.
Miles esbozó una sonrisa nerviosa.
—¿Quieres hacer algo?
Tenía los pulgares debajo de las correas de su mochila azul
marino y su voz resonó en las paredes de madera. A Luce se le ocurrió de pronto
que tal vez ella y Miles eran las dos únicas personas en todo el edificio, y
aquella idea le resultó emocionante e inquietante a la vez.
—Estoy castigada para la eternidad,
¿recuerdas?
—Por esto te traigo un poco de diversión.
Al principio a Luce le pareció que Miles se refería a sí
mismo, pero entonces se bajó la mochila del hombro y abrió el compartimento
principal. Era la cueva del tesoro de los juegos de mesa: Boggle, cuatro en
raya, parchís, el juego de High School
Musical. Tenía incluso un Scrabble de viaje. Era algo agradable, y para
nada violento. Luce pensó que se echaría a llorar.
—Creía que te ibas a casa hoy —le dijo—.
Todo el mundo se marcha.
Miles se encogió de hombros.
—Mis padres dijeron que no pasaba nada si me quedaba. Volveré
a casa en un par de semanas y, además, tenemos opiniones distintas sobre las
vacaciones perfectas. Las suyas consisten en cualquier cosa que merezca una
reseña en la sección de Tendencias del New
York Times. Luce se rió.
—¿Y la tuya?
Miles rebuscó un poco más en la mochila, y sacó un par de
envases de zumo de manzana, una caja de palomitas para microondas y un DVD de
la película de Woody Allen Hannah y sus
hermanas.
—Es sencilla, pero es lo que hay. —Sonrió—. Te pedí que
pasaras el Día de Acción de Gracias conmigo, Luce. Que hayamos cambiado de
sitio no significa que tengamos que cambiar de planes.
Ella esbozó una sonrisa y abrió la puerta
para que Miles pudiera entrar. Sus hombros se rozaron cuando pasó, y se miraron
a los ojos por un instante. Le pareció que Miles se balanceaba un poco sobre
los talones, como si fuera a inclinarse y besarla. Ella tensó el cuerpo,
expectante.
Pero Miles se limitó a sonreír, dejó caer la mochila al suelo
y empezó a sacar las cosas para Acción de Gracias.
—¿Tienes hambre? —preguntó agitando un
paquete de palomitas.
Luce hizo una mueca.
—Soy un desastre haciendo palomitas.
No pudo evitar recordar la ocasión en que ella y Callie
estuvieron a punto de incendiar su habitación en la residencia de Dover. El
recuerdo hizo que echara de menos a su mejor amiga.
Miles abrió la puerta del microondas y
levantó un dedo.
—Soy capaz de pulsar cualquier botón con este dedo y cocino
prácticamente cualquier cosa con el microondas. Tienes suerte de que sea tan
bueno en ello.
Le resultaba raro haberse sentido mal antes por haber besado a
Miles. Se dio cuenta de que él era lo único capaz de hacerla sentir mejor. De
no haber ido a su habitación, ella se encontraría ahora sumida en una espiral
de culpabilidad sin fin. Aunque no se podía imaginar besándolo de nuevo —y no
porque no quisiera, sino porque sabía que no era lo correcto, que no le podía hacer
algo así a Daniel—, la presencia de Miles la hacía sentir extraordinariamente
reconfortada.
Jugaron al Boggle hasta que Luce entendió las reglas, al
Scrabble hasta que se dieron cuenta de que al juego le faltaban la mitad de las
fichas, y al parchís hasta que el sol bajó en la ventana y fue preciso encender
la luz para ver el tablero. Entonces Miles se levantó, encendió la chimenea y
puso Hannah y sus hermanas en el
reproductor de DVD del ordenador de Luce. El único lugar donde sentarse y ver
la película era la cama.
De pronto, Luce se sintió nerviosa. Hasta entonces se habían
comportado como dos amigos jugando a juegos de mesa por la tarde. Pero ahora
habían salido las estrellas, la residencia estaba vacía, el fuego
chisporroteaba en la chimenea y… ¿en qué lugar los dejaba eso?
Se sentaron uno al lado del otro en la cama de Luce; ella no
dejaba de pensar dónde tenía las manos, si parecería forzado que las mantuviera
replegadas en el regazo o si rozarían las yemas de los dedos de Miles al
colocarlas a los lados. Observó por el rabillo del ojo cómo el pecho de él se
alzaba con la respiración. Le oyó rascarse la nuca. Se había quitado la gorra
de béisbol y Luce percibía el champú de olor a limón de su delicado pelo
castaño.
Hannah y sus hermanas
era una de las pocas películas de Woody Allen que no había visto aún, pero no
lograba concentrarse. Ya antes de que aparecieran las letras de crédito había
cruzado y descruzado las piernas tres veces.
Entonces la puerta se abrió de repente. Shelby entró en la
habitación como en una exhalación, echó un vistazo al monitor del ordenador de
Luce y exclamó:
—¡La mejor película de Acción de Gracias del mundo! ¿Puedo
verla…? —Entonces reparó en que Luce y Miles estaban sentados en la cama en
penumbra—. ¡Oh!
Luce se levantó de un salto de la cama.
—¡Por supuesto que puedes! ¡No sabía cuándo
te marchabas a casa…!
—Nunca. —Shelby se arrojó en la litera superior, provocando un
pequeño seísmo sobre las cabezas de Luce y Miles en la litera inferior—. Mamá y
yo nos hemos peleado. No preguntéis, es terriblemente aburrido. Por otra parte,
prefiero estar con vosotros.
—Pero, Shelby… —Luce no podía imaginarse una pelea capaz de
impedirle regresar a casa para Acción de Gracias.
—Disfrutemos en silencio de la genialidad
de Woody —ordenó Shelby.
Miles y Luce intercambiaron una mirada de
complicidad.
—¡Eso mismo! —exclamó Miles a Shelby, a la
vez que dirigía una sonrisa a Luce.
La verdad es que aquello hizo que Luce se sintiera aliviada.
Cuando se volvió a acomodar en su asiento, rozó los dedos de Miles, y él se los
apretó. Solo fue un instante, pero bastó para que Luce supiera que, por lo
menos durante el fin de semana de Acción de Gracias, las cosas irían bien.
17
Dos días
L |
uce se despertó con el ruido de una percha
agitándose en la barra de su armario. Antes de ver quién podía ser la persona
responsable de aquel alboroto, fue bombardeada por un montón de ropa. Se
incorporó en la cama, apartando una montaña de vaqueros, camisetas y jerséis.
Se quitó un calcetín de rombos de la cabeza.
—¿Arriane?
—¿Cuál te gusta más, el rojo o el negro? —Arriane sostenía dos
vestidos de Luce contra su cuerpo menudo, balanceándose como si los llevara
puestos.
Los brazos de Arriane no lucían la horrible pulsera de
localización que había tenido que llevar en Espada & Cruz. Luce no se había
dado cuenta hasta entonces, y se estremeció al recordar el cruel voltaje que se
hacía pasar a Arriane cuando traspasaba los límites. Cada día que Luce pasaba
en California, sus recuerdos de Espada & Cruz se volvían más difusos, hasta
que de pronto cosas como esa la devolvían de golpe a la agitación de su
estancia allí.
—Elizabeth Taylor dice que solo un tipo de
mujer puede llevar el color rojo —prosiguió Arriane—.
Tiene que ver con el escote y el color de la
piel. Por suerte, tú tienes ambas cosas.
Sacó el vestido rojo de la percha y lo
arrojó al montón.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Luce.
Arriane se llevó las manos diminutas a las
caderas.
—Pues ayudarte a hacer la maleta, boba. Te
vas a casa.
—¿Que me voy a casa? ¿A qué casa? ¿Qué
quieres decir? —balbuceó Luce.
Arriane se echó a reír y se acercó para
cogerla de la mano y sacarla de la cama.
—A Georgia, tesoro. —Le dio una palmadita en la mejilla—. Con
los buenos de Harry y Doreen. Y parece ser que una amiga tuya va también en
avión.
Callie. ¿Vería de verdad a Callie? ¿Y a sus padres? Luce se
tambaleó donde estaba sin saber de pronto qué decir.
—¿No quieres pasar Acción de Gracias con tu
familia?
Luce intentó recuperar el aliento.
—¿Y qué hay de…?
—No te preocupes —dijo Arriane tirándole de la nariz—. Fue
idea del señor Cole. Tendremos que seguir con la farsa de que sigues muy cerca
de casa de tus padres. Y este parecía el modo más simple y divertido de
hacerlo.
—Pero en su mensaje de texto de ayer decía
que…
—No quería darte falsas esperanzas hasta haber ultimado todos
los detalles, incluyendo —dijo con un saludo cortés— al acompañante perfecto. A
uno de ellos, por lo menos. Roland estará aquí en cualquier momento.
Se oyó un golpe en la puerta.
—¡Es tan bueno! —Arriane señaló el vestido
rojo que seguía en la mano de Luce—. ¡Ponte este, muñeca!
Luce se puso el vestido a toda prisa y luego se metió en el
cuarto de baño para cepillarse los dientes y peinarse. Arriane acababa de
aparecer con una de esas situaciones en las que no se puede hacer otra cosa más
que dejarse llevar. No había que dar vueltas a nada. Solo actuar.
Salió del baño esperando encontrarse con Roland y Arriane
haciendo algo propio de ellos, como uno subido a su maleta y el otro intentando
correr la cremallera para cerrarla.
Pero quien había llamado a la puerta no era
Roland.
Eran Steven y Francesca.
¡Mierda!
Luce tenía ya en la punta de la lengua la expresión «Os lo
puedo explicar todo». El problema era que no se le ocurría nada que decir que
la excusara de esa situación. Miró a Arriane en busca de ayuda, pero esta
seguía metiendo las zapatillas de deporte de Luce en la maleta. ¿Acaso no se
había dado cuenta de la magnitud del problema en el que estaban a punto de
meterse?
Francesca dio un paso adelante y Luce se preparó para hacerle
frente. Pero entonces las mangas anchas y acampanadas del jersey de cuello alto
de color carmesí de Francesca envolvieron a Luce en un abrazo inesperado.
—Hemos venido a desearte buen viaje.
—Claro que te echaremos de menos mañana en lo que
cariñosamente llamamos «la cena de los desplazados» —dijo Steven tomando la
mano a Francesa y apartándola de Luce—. Pero siempre es mejor para los alumnos
que estén con su familia.
—No entiendo nada —respondió Luce—. ¿Vosotros lo sabíais?
Creía que estaba castigada hasta nueva orden.
—Esta mañana hemos hablado con el señor
Cole —dijo Francesca.
—Y no te castigamos para reprenderte, Luce —explicó Steven—.
Era el único modo de asegurarnos de que estuvieras a salvo bajo nuestra tutela.
Sin embargo, con Arriane estarás en buenas manos.
Francesca, que nunca permanecía más tiempo
del debido en un sitio, se llevó a Steven hacia la puerta.
—Hemos oído decir que tus padres tienen muchas ganas de verte.
Al parecer, tu madre tiene un congelador repleto de tartas. —Hizo un guiño a
Luce y luego tanto ella como Steven se despidieron con un saludo y se
marcharon.
El corazón de Luce estaba henchido de
felicidad ante la perspectiva de ir a casa y ver a su familia.
Sin embargo, se sentía triste por Miles y Shelby. Sin duda les
sabría mal que ella se fuera a Thunderbolt y los abandonara allí. Ni siquiera
sabía dónde estaba Shelby. No podía irse sin…
Roland asomó la cabeza por la puerta abierta de la habitación
de Luce. Tenía un aspecto profesional, con su traje oscuro de raya diplomática
y su camisa blanca. Se había cortado un poco las rastas negras y doradas, eran
más de punta, lo que hacía que sus ojos oscuros y profundos resaltaran todavía
más.
—¿Hay moros en la costa? —preguntó mientras dirigía a Luce su
habitual sonrisa diabólica—. Se nos ha colgado un parásito. —Hizo un gesto con
la cabeza hacia alguien que estaba detrás de él, que al instante asomó con una
bolsa de viaje en la mano. Era Miles.
Dirigió a Luce una sonrisa maravillosamente natural y se sentó
al borde de la cama. Luce se imaginó presentándoselo a sus padres: se quitaría
la gorra de la cabeza, les daría la mano a ambos, felicitaría a mamá por su
labor casi terminada…
—Roland, ¿qué parte de la expresión «misión
secreta» no has entendido? —preguntó Arriane.
—Es culpa mía —admitió Miles—. Vi a Roland dirigiéndose hacia
aquí… le obligué a que me lo contara todo. Por eso ha llegado tarde.
—En cuanto el tío oyó las palabras «Luce» y «Georgia» —Roland
dirigió el pulgar hacia Miles—, hizo la maleta en un nanosegundo.
—Habíamos hecho una especie de pacto para Acción de Gracias
—dijo Miles clavando la mirada en Luce—. No podía permitir que ella lo
incumpliera.
—No. —Luce reprimió una sonrisa—. No podía.
—Hum… —Arriane levantó una ceja—. Me pregunto qué dirá
Francesca de esto. Tal vez deberíamos preguntar primero a tus padres, Miles…
—Vamos, Arriane. —Roland sacudió la mano con un gesto de
desdén—. ¿Desde cuándo consultamos a las autoridades? Yo me encargo del
muchacho. No se meterá en ningún problema.
—¿Meterse en ningún problema? ¿Dónde? —Shelby se abrió paso en
su habitación con la esterilla de yoga balanceándose de una cuerda que le
cruzaba la espalda—. ¿Adónde vamos?
—A casa de Luce, en Georgia, para Acción de
Gracias —dijo Miles.
En el pasillo, detrás de Shelby, se alzó
una cabeza de pelo muy rubio. Era el ex novio de Shelby.
Tenía la piel pálida, fantasmal. Shelby tenía
razón: le pasaba algo raro en los ojos. Eran muy pálidos.
—Por última vez, Phil. Ya te lo he dicho:
¡adiós! —Shelby le cerró rápidamente la puerta en la cara. —¿Quién era ese?
—Mi asqueroso ex novio.
—Parece un chico interesante —dijo Roland
mirando la puerta, distraído.
—¿Interesante? —rezongó Shelby—. Una orden
de alejamiento sí sería interesante.
Miró la maleta de Luce, luego la bolsa de viaje de Miles y a
continuación empezó a arrojar al azar sus pertenencias en un baúl negro
pequeño.
Arriane puso las manos en alto.
—¿Es que no puedes hacer nada sin llevar séquito? —preguntó a
Luce. Luego se volvió hacia Roland —. ¿Me imagino que asumirás también la
responsabilidad por ella?
—¡Es el espíritu de las vacaciones! —exclamó Roland entre
risas—. Vamos a ir a casa de los Price para Acción de Gracias —le dijo a
Shelby, cuya cara se iluminó al instante—. Cuantos más seamos, más divertido.
A Luce le costaba creerse lo bien que cuadraba todo. Un Día de
Acción de Gracias con su familia, Callie, Arriane y Roland, Shelby y Miles. No
podía ser mejor.
Solo le preocupaba una cosa. Y mucho.
—¿Y qué hay de Daniel?
En realidad, lo que quería preguntar era: «¿Está informado
sobre esta salida?» y «¿Qué historia se traen de verdad él y Cam?». Y: «¿Sigue
enfadado conmigo por ese beso?». Y: «¿Está mal que Miles también venga?». Y:
«¿Qué posibilidades hay de que Daniel aparezca en casa de mis padres mañana a
pesar de que dice que no puede verme?».
Arriane carraspeó.
—Sí, ¿qué hay de Daniel? —repitió
despacio—. El tiempo lo dirá.
—¿Tenemos billetes de avión o algo?
—preguntó Shelby—. Porque si vamos a viajar en avión tengo
que llevarme mi kit de serenidad, los aceites
esenciales y mi esterilla eléctrica. No quisiera encontrarme sin ellos a
treinta y cinco mil pies de altura.
Roland chasqueó los dedos.
A sus pies, la sombra que arrojaba la puerta abierta se
levantó del suelo de madera y se levantó como una trampilla que llevara a un
sótano. Una ráfaga de frío se alzó del suelo seguida de un estallido lóbrego de
oscuridad. Olía a heno mojado mientras se iba convirtiendo en una esfera
pequeña y compacta. Entonces, tras una indicación de cabeza de Roland, se
agrandó y se convirtió en una gran puerta negra. Se parecía a las puertas
oscilantes de las cocinas de los restaurantes con un cristal redondo de vidrio
en lo alto. La diferencia es que esta estaba hecha de neblina oscura de Anunciadora,
y lo que se veía a través de ella era un remolino de oscuridad lúgubre e
inhóspita.
—Es igual a una que vi en el libro —dijo Miles, claramente
impresionado—. Yo lo único que logré hacer fue una especie de ventana
trapezoidal muy rara. —Dirigió una sonrisa a Luce—. De todos modos, logramos
que funcionara.
—Tú, muchacho, no te separes de mí
—dijo Roland—, y verás lo que es viajar con estilo. Arriane hizo una mueca.
—¡Mira que es fanfarrón!
Luce volvió la cabeza hacia Arriane.
—Pero creí que habías dicho…
—Lo sé. —Arriane levantó una mano—. Sé que repetí todo ese
rollo de lo peligroso que es viajar con Anunciadoras. Y no quiero ser uno de
esos ángeles odiosos que dicen «Haz lo que digo, no lo que hago». Pero todos,
Francesca, Steven, el señor Cole, todo el mundo… estuvimos de acuerdo con ello.
¿Todo el mundo? Luce no podía imaginárselos a todos juntos sin
echar de menos una parte deslumbrante. ¿Qué pintaba Daniel en eso?
—Por otra parte —Arriane sonrió con orgullo—, estamos en presencia
de un maestro. Roland es uno de los mejores transportadores por Anunciadora. —Y
añadió, susurrando en un aparte hacia Roland—:
No dejes que esto se te suba a la cabeza.
Roland abrió la puerta de la Anunciadora, que crujió y chirrió
sobre sus goznes de sombra y se abrió mostrando un pozo frío y grande de vacío.
—Hum. ¿Qué es lo que hace que viajar por
las Anunciadoras sea tan peligroso? —quiso saber Miles.
En la habitación Arriane señaló la sombra que había debajo de
la lámpara del escritorio, detrás de la estera de yoga de Shelby. Todas las
sombras temblaban.
—Un ojo no experto no sabe distinguir en qué Anunciadora es
posible transponerse. Y créenos cuando os decimos que siempre hay acechadores
indeseables a la espera de que alguien las abra por accidente.
Luce se acordó de la desagradable sombra marrón con que había
tropezado. Aquella acechadora indeseable le había brindado la desagradable
visión de Cam y Daniel en la playa.
—Si escoges una Anunciadora equivocada, fácilmente te puedes
perder —explicó Roland— y no tener ni idea de adónde, o en qué tiempo, vas a
transportarte. Si no os separáis de nosotros, no tenéis de qué preocuparos.
Nerviosa, Luce señaló el vientre de la Anunciadora. No
recordaba que las otras sombras en las que se habían metido tuvieran una
apariencia tan siniestra y oscura. O quizá era solo que entonces ella no
conocía las consecuencias de sus actos.
—Espero que no aparezcamos en medio de la cocina de mi casa,
porque si no mi madre tendrá un susto de muerte…
—Por favor… —Arriane chasqueó con la lengua haciendo que Luce,
luego Miles y finalmente Shelby se colocaran frente a la Anunciadora—, ten un
poco de fe.
Fue como abrirse paso en una niebla fría y
húmeda, pegajosa y desagradable. Se deslizaba y enroscaba por la piel de Luce y
se le adhería a los pulmones cuando respiraba. En el túnel retumbaba el eco de
un ruido blanco incesante, similar al de una cascada. En las dos ocasiones
anteriores en que había viajado en Anunciadora, Luce se había sentido torpe y
con prisas, catapultada en la oscuridad para salir en algún sitio iluminado. En
esta ocasión fue distinto. Perdió la noción del espacio y el tiempo, e incluso
de quién era y adónde se dirigía.
Luego sintió una mano fuerte que tiraba de
ella.
Cuando Roland la soltó, el estrépito de la cascada pasó a ser
un goteo, y un tufillo a cloro le inundó la nariz. Vio un trampolín. Un
trampolín que conocía, situado bajo un enorme techo arqueado flanqueado por
vidrieras de colores rotas. El sol había pasado ya por esas ventanas elevadas,
pero su luz seguía arrojando delicados prismas de colores a la superficie de
una piscina olímpica. En las paredes, las velas chisporroteaban en hornacinas
de piedra vertiendo una luz muy tenue. Habría reconocido aquel gimnasioiglesia
en cualquier parte.
—¡Dios mío! —susurró Luce atónita—. Hemos
vuelto a Espada & Cruz.
Arriane escrutó la sala rápidamente sin
dejar entrever ninguna emoción.
—En lo que respecta a tus padres cuando vengan a recogernos
mañana por la mañana, has pasado todo el tiempo aquí. ¿Lo captas?
Arriane actuaba como si volver a Espada & Cruz para pasar
una noche no fuera muy distinto a acomodarse en un motel anodino. Sin embargo,
aquel regreso brusco a esa parte de su vida a Luce le sentó como un bofetón en
la cara. Aquello no le gustaba. Espada & Cruz era un sitio miserable, pero
en él le habían ocurrido cosas. Allí era donde se había enamorado y había visto
morir a una amiga muy cercana. Y, más que en cualquier otro lugar, era un lugar
donde ella había cambiado.
Cerró los ojos y soltó una risa amarga. Comparado con el
presente, en esos tiempos ella no sabía nada. Sin embargo, entonces se sentía
más segura de sí misma y de sus emociones de lo que se podía imaginar que
volvería a sentir.
—¿Qué diablos es este sitio? —preguntó
Shelby.
—Mi última escuela —dijo Luce mirando a
Miles.
Él parecía intranquilo y se arrimó a Shelby contra la pared.
Luce se acordó: eran buena gente, y aunque ella nunca les había hablado mucho
de su estancia allí, sin duda la fábrica de rumores de los nefilim fácilmente
podía haber proporcionado a sus mentes detalles suficientemente vívidos como
para esbozar la perspectiva de una noche de terror en Espada & Cruz.
—Ejem… —dijo Arriane mirando a Shelby y Miles—. Y si los
padres de Luce preguntan, vosotros también venís a esta escuela.
—Explícame cómo se supone que esto es una escuela —dijo
Shelby—. ¿Qué hacéis, nadar y rezar a la vez? Roza un grado de eficacia
estrafalaria nunca visto en la costa Oeste. Creo que echo de menos mi casa.
—Pues si esto no te gusta —respondió Luce—,
deberías ver el resto del campus.
Shelby torció el gesto. Luce no la podía culpar por ello.
Comparado con la Escuela de la Costa, aquel lugar era una especie de Purgatorio
truculento. Por lo menos, a diferencia del resto de los alumnos que había allí,
ellos se marcharían tras pasar la noche.
—Parecéis agotados —dijo Arriane—. Eso está bien, porque le
prometí a Cole que seríamos muy discretos.
Roland había permanecido apoyado en el trampolín, frotándose
las sienes y con los fragmentos de Anunciadora agitándose a sus pies. Entonces
se incorporó y empezó a dar órdenes.
—Miles, tú dormirás conmigo en mi antigua habitación. Luce,
tu habitación sigue vacía.
Prepararemos una cama para Shelby. Vamos a
dejar nuestro equipaje. Nos encontraremos en mi cuarto.
Usaré mis antiguos contactos en el mercado
negro para encargar una pizza.
La mención de una pizza bastó para sacar de su postración a
Miles y a Shelby; a Luce, en cambio, le llevó más tiempo adaptarse. No le
extrañaba que su habitación siguiera vacía. De hecho, contó que llevaba algo
menos de tres semanas fuera de ese sitio. Con todo, parecía que hubiera pasado
mucho más tiempo, como si cada día hubiera sido un mes y a Luce le resultaba
imposible imaginar Espada & Cruz sin ninguna de esas personas, ángeles o
demonios, que habían formado parte de su vida allí.
—No te preocupes. —Arriane estaba junto a Luce—. Este sitio es
como la puerta oscilante del rechazo. La gente entra y sale todo el tiempo por
ella, ya sea por cuestiones de libertad condicional, padres locos, lo que sea.
Randy tiene la noche libre. Nadie más se interesará por nada. Si alguien se te
queda mirando, lo único que tienes que hacer es devolverle la mirada. O me lo
envías a mí. —Dobló la mano en un puño—. ¿Estás lista para salir ahí fuera?
—preguntó señalando a los demás, que seguían a Roland por la puerta.
—Ahora mismo voy —dijo Luce—. Antes hay
algo que necesito hacer.
Situada en el rincón más alejado en la zona
este del cementerio, junto a la sepultura de su padre, la tumba de Penn era
sencilla pero cuidada.
La última vez que Luce había visto el cementerio estaba
cubierto por una espesa capa de polvo. Daniel le había dicho que eran las
secuelas de las guerras entre ángeles. Luce no sabía si el viento se había
llevado ese polvo o si el polvo de los ángeles desaparecía con el tiempo, pero
el hecho es que el cementerio parecía haber recuperado su aire descuidado
habitual. Asediado como siempre por un ejército en continuo avance de robles
estrangulados por kudzu trepadoras. Yermo y agotado como siempre bajo un cielo
sin color. Pero había una cosa que faltaba, algo que Luce no podía tocar y que
sin embargo la hacía sentirse sola.
Una capa rala de mortecinas hierbas verdes había crecido en
torno a la tumba de Penn de forma que ahora no desentonaba mucho entre las
sepulturas centenarias que la rodeaban. Había un ramo de azucenas recién
cortadas frente a una lápida sencilla de color gris que Luce se inclinó para
leer:
PENNYWEATHER VAN SYCKLE-LOCKWOOD AMIGA QUERIDA
1991-2009
Luce tomó aire con dificultad y las lágrimas
asomaron a sus ojos. Había abandonado Espada & Cruz antes de poder enterrar
a Penn, pero Daniel se había ocupado de ello. Por primera vez tras varios días,
su corazón palpitó por él con añoranza. Porque había sabido mejor que ella el
aspecto que debía tener la lápida de Penn. Luce se arrodilló sobre la hierba,
llorando amargamente y acariciando inútilmente la hierba.
—Estoy aquí, Penn —susurró—. Siento haber tenido que
abandonarte. Siento sobre todo haberte metido en todo esto. Merecías algo
mejor, una amiga mejor.
Deseó que su amiga estuviera allí y poder hablar con ella.
Sabía que la muerte de Penn era culpa suya, y eso casi le resquebrajaba el
corazón.
—Ya no sé lo que me hago y tengo miedo.
Hubiera querido decir que extrañaba a Penn a todas horas, pero
lo que realmente echaba de menos era la idea de una amiga a la que podría haber
conocido mejor si la muerte no se la hubiera llevado tan pronto. Nada de eso
era bueno.
—¡Hola, Luce!
Tuvo que secarse las lágrimas antes de poder ver al señor Cole
de pie al otro lado de la tumba de Penn. Ella se había acostumbrado tanto a la
elegancia de los profesores de la Escuela de la Costa que el señor Cole le
pareció anodino, con su traje arrugado de color marrón claro, su bigote y su
cabello negro con la raya perfecta justo encima de la oreja izquierda.
Luce se puso de pie trabajosamente
mientras se restregaba la nariz con la muñeca. —Hola, señor Cole.
Él sonrió con amabilidad.
—Me cuentan que las cosas por allí te van
bien. Todo el mundo dice que lo estás haciendo muy bien.
—Oh, no… —balbuceó—. No sé.
—Pues yo sí que lo sé. Y también sé que tus padres están muy
contentos de verte. Es fantástico cuando se pueden conseguir estas cosas.
—Gracias —contestó ella, esperando que él
entendiera lo muy agradecida que se sentía.
—Hay una pregunta que no puedo dejar de
hacerte.
Luce supuso que le preguntaría algo profundo y siniestro sobre
Daniel y Cam, el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la confianza y el
engaño… Pero él se limitó a preguntar: —¿Qué te has hecho en el pelo?
Luce tenía la cabeza metida en el lavamanos del
cuarto de baño de chicas que había al final del pasillo de la cantina de Espada
& Cruz. Shelby sostenía dos porciones de pizza de queso en un plato de
papel para Luce. Arriane tenía en sus manos un frasco de tinte negro barato
para el pelo, lo mejor que Roland había podido conseguir en tan poco tiempo,
pero bastante parecido al color natural de Luce.
Ni Arriane ni Shelby habían cuestionado la decisión repentina
de cambiar de imagen, lo cual Luce agradecía enormemente. Pero ahora se daba
cuenta de que en realidad se habían limitado a esperar a que ella estuviera en
una posición vulnerable para iniciar el interrogatorio mientras se teñía.
—Supongo que a Daniel le gustará —dijo
Arriane con un tono de voz discreto pero inquisitivo—.
Porque esto lo haces por él, ¿verdad?
—Arriane… —le advirtió Luce, que esa noche
no estaba dispuesta a caer en la trampa.
Pero Shelby sí lo estaba.
—¿Sabes qué es lo que siempre me ha gustado de Miles? Que le
gustas por ser quien eres y no por lo que te haces en el pelo.
—Ya veo que las dos estáis claramente a favor del uno o el
otro. ¿Qué tal si os ponéis cada una la camiseta del Equipo Daniel y el Equipo
Miles?
—Deberíamos encargarlas —dijo Shelby.
—La mía la tengo en la lavandería —repuso
Arriane.
Luce intentó no escucharlas y se concentró en el agua caliente
y en la extraña confluencia de cosas que le pasaban por la cabeza, se le
colaban en el cuero cabelludo y finalmente se iban por el desagüe: los dedos
rechonchos de Shelby la habían ayudado con el primer cambio de color cuando
Luce pensó que era el único modo de empezar de nuevo. La primera prueba de
amistad de Arriane hacia Luce fue ordenarle que le cortara el pelo negro para
parecerse a ella. Y ahora eran sus manos las que masajeaban la cabeza de Luce,
justamente en el cuarto de baño donde Penn le había limpiado el pastel de carne
que Molly le había arrojado a la cabeza el primer día de su estancia en Espada
& Cruz.
Era agridulce, y bonito, y Luce no sabía explicar qué
significaba aquello. Lo único que sabía es que no quería esconderse más, ni de
sí misma, ni de sus padres, ni de Daniel, ni siquiera de aquellos que le
querían mal.
Recién llegada a California, había buscado una transformación
facilona, pero ahora se daba cuenta de que el único modo válido de cambiar era
ganándose el cambio. Aunque teñirse el pelo de negro no era la respuesta, y era
consciente de que todavía no había llegado a ese punto, desde luego sí suponía
un paso en la dirección correcta.
Arriane y Shelby dejaron de discutir sobre qué chico era el
alma gemela de Luce. Las dos la miraron en silencio y asintieron. Lo notó
incluso antes de ver su reflejo en el espejo: la pesada carga de la melancolía
que había soportado, y en la que hasta entonces no había reparado, la había
abandonado.
Volvía a ser ella misma. Estaba lista para
regresar a casa.
18
Acción de Gracias
C |
uando Luce entró por la puerta de la casa de
sus padres en Thunderbolt, lo encontró todo exactamente igual.
El perchero del vestíbulo seguía dando la impresión de estar a
punto de desplomarse por el exceso de chaquetas. El olor a toallitas para la
secadora y al limpiador Pfledge hacía que la casa pareciera todavía más limpia
de lo que estaba. El sofá de flores de la sala de estar estaba descolorido a
causa del sol de la mañana que se colaba por los estores. Un montón de revistas
de decoración sureña manchadas de té cubrían la mesita, con las páginas
favoritas marcadas con puntos de lectura hechos con tíquets de la compra, para
cuando se hiciera realidad el sueño de sus padres de pagar la hipoteca y
disponer por fin de un poco de dinero extra para la remodelación.
Andrew, el caniche diminuto de su madre, se acercó trotando
hacia los invitados para olerlos y dar el mordisco acostumbrado en la parte
posterior del tobillo de Luce.
El padre de Luce dejó su bolsa de viaje en el vestíbulo y le
pasó el brazo por el hombro. Ella observó su imagen reflejada en el estrecho
espejo de la entrada: padre e hija.
Las gafas sin montura de él le resbalaron por la nariz al
besarle la coronilla, cuyo pelo volvía a ser negro.
—Bienvenida a casa, Luce —dijo—. Te hemos
echado mucho de menos por aquí.
Luce cerró los ojos.
—Yo también os he echado mucho de menos. —Era la primera vez
en semanas que no mentía a sus padres.
Su casa tenía un ambiente acogedor y estaba repleta de los
aromas embriagadores típicos de Acción de Gracias. Luce tomó aire y al instante
se imaginó todos y cada uno de los platos envueltos en papel de alumnio que se
mantenían calientes en el horno. Pavo frito relleno de setas, la especialidad
de su padre; salsa de arándanos y manzana, vol-au-vents
y una cantidad de tartas de pastel de calabaza y nueces pacanas —la
especialidad de su madre— suficiente para alimentar a todo el estado.
Seguramente llevaba cocinando toda la semana.
La madre de Luce la cogió por las muñecas. Sus ojos de color
avellana estaban ligeramente vidriosos.
—¿Cómo estás, Luce? —le preguntó—. ¿Estás
bien?
Era todo un alivio estar en casa. Luce notó que sus ojos
también se le humedecían los ojos. Luego asintió y se abalanzó sobre ella para
darle un abrazo.
Su madre llevaba el pelo negro cortado a la altura de la
barbilla; estaba muy bien peinado y marcado con laca, como si el día anterior
hubiera ido a la peluquería, lo que, conociéndola, era lo más probable que
hubiera hecho. Tenía un aspecto más joven y atractivo del que Luce recordaba.
Comparada con los padres ancianos que había querido visitar en el monte Shasta,
e incluso comparada con Vera, la madre de Luce parecía feliz y vivaracha, y no
estaba marcada por el dolor.
Esto se debía a que no había tenido que pasar por lo que
habían pasado los demás: la pérdida de una hija. Perder a Luce. Sus padres
habían organizado su vida en torno a ella. Si ella muriera, quedarían
destrozados.
No podía morir como en vidas anteriores. No podía arruinar la
vida de sus padres en esta ocasión, ahora que conocía más cosas sobre su
pasado. Estaba dispuesta a hacer todo lo posible para que ellos fueran felices.
Su madre recogió los abrigos y los gorros
de los demás chicos en el vestíbulo.
—Espero que tus amigos hayan venido con
hambre.
Shelby señaló con el pulgar a Miles.
—Vaya con cuidado con esos deseos.
A los padres de Luce no les molestaba acoger en su mesa de
Acción de Gracias a unos cuantos invitados de última hora.
Cuando, justo antes del mediodía, el Chrysler New Yorker de su
padre había rebasado las altas puertas de hierro de Espada & Cruz, Luce ya lo
estaba esperando. No había podido dormir en toda la noche. Entre la extrañeza
que le provocaba regresar a Espada & Cruz y su nerviosismo por juntar a un
grupo tan variopinto de personas por Acción de Gracias al día siguiente, su
mente no podía descansar.
Por fortuna, la mañana pasó sin ningún incidente; tras dar a
su padre el abrazo más largo y afectuoso que le había dado a nadie, le dijo que
tenía algunos amigos que no sabían dónde pasar las vacaciones.
Al cabo de cinco minutos, ya estaban todos
metidos en el coche.
Ahora se encontraban en el hogar de la infancia de Luce,
contemplando fotografías enmarcadas de ella a distintas edades, mirando a
través de las mismas ventanas por las que ella había mirado durante más de una
década mientras tomaba cuencos de cereales. Parecía un poco surrealista.
Mientras Arriane iba a la cocina para ayudar a su madre a montar la nata, Miles
abrumaba a preguntas a su padre sobre el enorme telescopio que tenía en su
despacho. Luce se sintió muy orgullosa de sus padres por hacer que todo el
mundo se sintiera bienvenido.
El sonido de una bocina en la calle le hizo
dar un respingo.
Se sentó en el borde del sofá hundido y levantó una tablilla
del estor. En la calle, un taxi de color rojo y blanco se detenía frente a la
casa, echando bocanadas de humo en el frío aire otoñal. Aunque tenía las
ventanas tintadas, el pasajero solo podía ser una persona. Callie.
Una de las botas de piel rojas hasta la rodilla de Callie
asomó por la puerta trasera y se apoyó en la acera de asfalto. Un segundo más
tarde, apareció el rostro en forma de corazón de su mejor amiga. La piel de
porcelana de Callie estaba algo sonrojada, llevaba el pelo caoba un poco más
corto, cortado en un ángulo elegante a la altura de la barbilla. Los ojos de
color azul pálido le brillaban. Por algún motivo, no dejaba de mirar al
interior del taxi.
—¿Qué miras? —preguntó Shelby levantando otra tablilla para
poder mirar. Roland se deslizó al otro lado de Luce y también miró fuera.
Justo a tiempo para poder ver salir
del taxi a Daniel… Seguido de Cam, en el asiento delantero.
Los dos chicos llevaban unos abrigos largos y oscuros,
parecidos a los que vestían en la escena de la orilla que ella había
vislumbrado. Tenían el pelo brillante bajo la luz del sol. Y por un instante,
solo por un instante, Luce se acordó de por qué al principio en Espada &
Cruz los dos le habían llamado tanto la atención. Eran bellos. No se podía
decir de otro modo. Eran fabulosos y extraordinarios, de un modo casi
antinatural.
Pero ¿qué hacían allí?
—Justo a tiempo —murmuró Roland.
Al otro lado de Luce, Shelby preguntó:
—¿Quién los ha invitado?
—Eso mismo estaba pensando yo —dijo Luce sin poder evitar
sentir cierto desvanecimiento al ver a Daniel a pesar de lo complicadas que
estuvieran las cosas entre ellos.
—Luce —Roland se rió al ver la cara de ella mirando a Daniel—,
¿no te parece que deberías abrir la puerta?
Sonó el timbre.
—¿Es Callie? —exclamó la madre de Luce
desde la cocina por encima del ruido de la batidora.
—¡Ya voy! —gritó Luce con el pecho encogido.
Por supuesto que quería ver a Callie. Pero superior a su
alegría por ver a su mejor amiga era su anhelo por ver a Daniel. Por tocarlo,
abrazarlo y olerlo. Por presentárselo a sus padres.
Ellos se darían cuenta, ¿verdad? Ellos verían que Luce había
encontrado a la persona que le había cambiado la vida para siempre.
Abrió la puerta.
—¡Feliz Día de Acción de Gracias! —exclamó una voz con un
fuerte acento sureño. Luce parpadeó varias veces hasta que su cerebro logró
relacionar esa voz con la imagen que se le ofrecía ante sus ojos.
Gabbe, el ángel más bello y de modales más correctos de Espada
& Cruz, se encontraba de pie en el porche de su casa con un vestido de
punto de color rosa. Su pelo rubio era un frenesí fabuloso de trenzas,
recogidas en pequeños remolinos en lo alto de la cabeza. Su piel tenía un
brillo suave y delicado, no muy distinto al de Francesca. En una mano sostenía
un ramo de gladiolos, y en la otra, una fiambrera de plástico blanco.
A su lado, con el pelo teñido de rubio pero con las puntas
marrones, estaba el demonio Molly Zane. Sus vaqueros negros desgastados
combinaban con un jersey negro deshilachado, como si todavía siguiera las
normas de vestimenta de Espada & Cruz. Molly había multiplicado sus
piercings faciales desde la última vez que Luce la había visto. Balanceándose
sobre el antebrazo, llevaba una pequeña cazuela negra de hierro forjado. Tenía
la mirada clavada en Luce.
Luce vio cómo los demás enfilaban el largo acceso a la casa.
Daniel llevaba al hombro la maleta de Callie, pero Cam era el que estaba
inclinado y sonreía con una mano posada en el antebrazo derecho de la chica
mientras charlaba con ella. Callie no sabía si mostrarse nerviosa o totalmente
encantada.
—Pasábamos por aquí… —Gabbe sonrió abiertamente tendiéndole
las flores a Luce—. Yo he hecho un helado de vainilla, y Molly ha traído un
aperitivo.
—Langostinos picantes Diablo. —Molly levantó la tapa de la
cazuela y Luce olió el caldo picante de ajo—. Receta de la familia.
Molly cerró la tapa, pasó junto a Luce para
entrar en el vestíbulo y allí se tropezó con Shelby.
—¡Se dice perdón! —dijeron con brusquedad
las dos al unísono mirándose con suspicacia.
—¡Qué bien! —Gabbe se inclinó para dar un
abrazo a Luce—. Molly acaba de hacer una amiga.
Roland acompañó a Gabbe a la cocina, y entonces Luce pudo ver
bien a Callie. Cuando sus miradas se cruzaron, no pudieron evitarlo: las dos
chicas sonrieron de oreja a oreja y corrieron a abrazarse.
El impacto del cuerpo de Callie dejó casi sin aliento a Luce,
pero no le importó. Se abrazaron con fuerza y hundieron la cara en sus
cabellos; la dos se reían como solo es posible entre amigas tras una larga
separación.
Luce se separó a su pesar y se volvió hacia los dos chicos que
se se encontraban un poco rezagados. Cam tenía el aspecto de siempre:
controlado, a gusto, elegante y guapo.
Daniel, en cambio, parecía incómodo, y tenía buenos motivos
para estarlo. No se habían hablado desde que la había visto besando a Miles, y
ahora se encontraban ante la mejor amiga de Luce y ante Cam, el ex enemigo… o
lo que fuera, de Daniel.
Sin embargo…
Daniel estaba en su casa. A muy pocos metros de la casa de sus
padres. ¿Perderían la cabeza si supieran quién era él en realidad? ¿Cómo podía
presentarles a un chico que era responsable de miles de muertes y hacia el que
ella se sentía atraída prácticamente siempre como un imán? ¿Alguien imposible,
escurridizo, misterioso y a veces incluso miserable cuyo amor ella no
comprendía? ¿Alguien que colaboraba con el diablo, ¡maldita sea!, y a quien —si
creía que presentarse allí sin ser invitado y con ese demonio era una buena
idea— tal vez no la conocía tan bien?
—¿Qué hacéis aquí?
Habló en un tono de voz seco, porque no podía hablar con
Daniel sin hablar también con Cam y no podía hablar con Cam sin desear
arrojarle algo pesado a la cabeza.
Cam habló primero.
—¡Feliz Día de Acción de Gracias para ti también! Nos dijeron
que el mejor sitio para pasar este día era tu casa.
—Hemos conocido a tu amiga en el aeropuerto —añadió Daniel con
el tono insípido que usaba cuando él y Luce estaban en público.
Era un modo de hablar muy formal y de inmediato ella ansió
estar a solas con él para ser ellos de verdad. Así, ella le agarraría por la
solapa de aquel estúpido abrigo y le sacudiría hasta que se lo contara todo.
Aquello había ido demasiado lejos.
—Nos pusimos a hablar y compartimos el taxi
—prosiguió Cam haciéndole un guiño a Callie.
Callie sonrió a Luce.
—Yo me imaginaba cómo sería una reunión
íntima en casa de los Price, pero esto es mucho mejor.
Así podré hacerme una mejor idea de todo.
Luce notó que su amiga le escrutaba la cara intentando saber
qué pensar de esos dos chicos. Sin duda ese Día de Acción de Gracias se estaba
volviendo incómodo a toda velocidad. No era así como se suponía que tenían que
ir las cosas.
—¡Es la hora del pavo! —gritó su madre desde la puerta. Su
sonrisa se truncó en una mueca de confusión al ver la gente que había fuera—.
Luce, ¿qué ocurre?
Llevaba su viejo delantal de rayas verdes y
blancas anudado en torno a la cintura.
—Mamá —dijo Luce haciendo un gesto con la
mano—, esta es Callie, y Cam y…
Le hubiera gustado extender la mano para tocar a Daniel, o
hacer algo, cualquier cosa que indicara a su madre que él era alguien especial,
alguien único. Y también para hacerle saber a él también que todavía lo quería,
que todo cuanto había entre ellos iba a salir bien. Pero lo único que hizo fue
quedarse parada.
—Este es Daniel.
—Está bien. —Su madre miró a los recién llegados con
suspicacia—. Bueno, pues, hum, ¡bienvenidos! Luce, cariño, ¿puedo hablar
contigo un momento?
Luce se acercó a su madre hasta la puerta después de levantar
un dedo a Callie para indicarle que regresaría en un instante. Siguió a su
madre por el vestíbulo, por el pasillo a oscuras decorado con fotografías
enmarcadas de la infancia de Luce, y hasta el acogedor dormitorio de sus
padres, que estaba iluminado con una lámpara. Su madre se sentó sobre la cama
blanca y cruzó los brazos.
—¿No tienes que contarme nada?
—Lo siento mamá —dijo Luce desplomándose en
la cama.
—Mira, no quiero excluir a nadie de una comida de Acción de
Gracias, pero ¿no te parece que hay un momento en que hay que poner un límite?
¿No te bastaba con un coche lleno de gente?
—Tienes razón, mamá —dijo Luce—. Yo no he invitado a toda esa
gente. Estoy tan sorprendida como tú de que hayan aparecido todos.
—Es que tenemos tan poco tiempo para estar contigo… Nos
encanta conocer a tus amigos —dijo la madre de Luce acariciándole el pelo—,
pero nos hacía más ilusión pasar un rato contigo.
—Sé que es una gran imposición, mamá. —Luce volvió la mejilla
hacia la palma abierta de su madre —. Daniel es especial. No sabía que iba a
venir, pero como está aquí, necesito pasar un poco de tiempo con él, igual que
contigo y con papá. ¿Te parece bien?
—¿Daniel? —repitió su madre—. ¿Ese rubio
tan guapo? ¿Vosotros estáis…?
—Sí. Estamos enamorados.
Por algún extraño motivo, Luce temblaba. A pesar de las dudas
que tenía sobre su relación, decir en voz alta a su madre que quería a Daniel
lo hacía más verdadero, le recordaba que, pese a todo, ella lo quería de
verdad.
—Entiendo. —Su madre asintió sonriendo sin que sus rizos color
castaño peinados con laca se movieran—. Bueno, tampoco podemos echar a patadas
a todo el mundo menos a él, ¿no?
—Gracias, mamá.
—Dale las gracias también a tu padre. Y, cariño, la próxima
vez avísanos con un poco más de tiempo. De haber sabido que traías a casa a un
chico especial, habría bajado del desván el álbum de fotografías de cuando eras
un bebé.
Le hizo un guiño y estampó un beso en la
mejilla de Luce.
De regreso a la sala de estar, Luce se dirigió
primero a Daniel.
—Me alegro de que al final hayas podido
estar con tu familia —dijo él.
—Espero que no estés enfadada con Daniel por haberme traído
—intervino Cam. Luce quiso ver cierta altanería en la voz, pero no la
encontró—. Estoy seguro de que a los dos os gustaría que yo no estuviera, pero
—miró a Daniel— un pacto es un pacto.
—Desde luego —respondió Luce en tono frío.
La cara de Daniel no delataba nada hasta
que se ensombreció. Miles acababa de entrar del comedor.
—Hum… Oye, tu padre está a punto de hacer un brindis. —Miles
tenía los ojos clavados en Luce de un modo que ella pensó que posiblemente lo
hacía para no cruzar la mirada con Daniel—. Tu madre me ha pedido que te
pregunte dónde quieres sentarte.
—Oh, en cualquier sitio. ¿Tal vez al lado
de Callie?
Luce sintió cierto pánico cuando pensó en todos los invitados
y en la urgencia de mantenerlos a la máxima distancia posible entre ellos. Y a
Molly, lejos de todos.
—Debería haber hecho tarjetas para la mesa.
Roland y Arriane se habían apresurado a colocar la mesa de
jugar a las cartas junto a la de comer de tal modo que ahora el banquete
llegaba incluso a la sala de estar. Alguien había puesto un mantel de color
dorado y blanco, y sus padres incluso habían sacado la vajilla de cuando se
casaron. Las velas estaban encendidas, y las jarras, llenas de agua. Al poco,
Shelby y Miles sacaron unos cuencos humeantes de judías verdes y puré mientras
Luce se sentaba entre Callie y Arriane.
La cena de Acción de Gracias, pensada en principio como una
comida íntima, había pasado a ser para doce comensales: cuatro humanos, dos
nefilim, seis ángeles caídos (tres de cada bando, del Bien y del Mal) y un
perro disfrazado de pavo con su cuenco con sobras debajo de la mesa.
Miles fue a sentarse delante de Luce, pero Daniel lo fulminó
con una mirada amenazadora. Él entonces retrocedió y, cuando Daniel iba a tomar
asiento, Shelby le quitó el sitio. Con una sonrisa y cierta actitud triunfante,
Miles se sentó a la izquierda de Shelby y delante de Callie mientras que
Daniel, con una actitud algo molesta, se acomodó a la derecha, frente a
Arriane.
Alguien daba patadas a Luce por debajo de la mesa, intentando
llamar su atención, pero ella no apartaba la vista del plato.
En cuanto todo el mundo estuvo sentado, el padre de Luce se
puso de pie en la cabecera de la mesa mirando a la madre al otro lado, e hizo
chocar el tenedor contra la copa de vino tinto.
—Tengo fama de dirigir uno o dos discursos interminables en
estas fechas. —Se rió—. Pero nunca hemos recibido a tanta gente joven y
hambrienta en casa, así que iré al grano. Quiero dar las gracias a mi querida
esposa Doreen, a mi adorada hija Luce y a todos vosotros por acompañarnos.
—Fijó la vista en Luce y dibujó una mueca especial que hacía cuando se sentía
especialmente orgulloso—. Es maravilloso ver cómo progresas, que te has
convertido en una jovencita muy guapa con muchos y fantásticos amigos.
Esperamos que todos vuelvan de nuevo. Salud
para todos. Por la amistad.
Luce se esforzó por sonreír, esquivando las
miradas furtivas que se dirigían todos sus «amigos».
—Tiene toda la razón. —Daniel rompió el silencio incómodo que
siguió y alzó la copa—. ¿Qué tiene de bueno la vida sin amigos en quienes
confiar?
Miles apenas lo miró, y hundió la cuchara
de servir en el puré de patatas.
—Dicho por el mismísimo señor Confianza.
Los Price estaban demasiado ocupados haciendo pasar las
bandejas a los extremos opuestos de la mesa como para darse cuenta de la mirada
severa que Daniel dirigió a Miles.
Molly empezó a servir en el plato de Miles una buena ración de
su aperitivo de langostinos picantes, que nadie había probado aún.
—Di «basta» cuando tengas suficiente.
—Uau, Molly, guarda un poco de ese picante para mí. —Cam
alargó el brazo para coger la cazuela de langostinos—. Dime, Miles, Roland me
contó que hiciste un buen alarde de habilidad en esgrima hace unos días.
Supongo que eso volvió locas a las chicas. —Se inclinó hacia delante—. Luce, tú
estabas allí, ¿no?
Miles se quedó a medio gesto en el aire con
el tenedor. Sus grandes ojos azules parecían confusos acerca de las intenciones
de Cam, como si este esperara oír decir a Luce que sí, que las chicas, incluida
ella, se volvieron realmente locas.
—Roland también dijo que Miles perdió —comentó Daniel
plácidamente, y pinchó un poco del relleno.
Al otro extremo de la mesa, Gabbe mitigó la
tensión con un ronroneo intenso de satisfacción.
—Dios mío, señora Price, estas coles de
Bruselas son un bocado celestial. ¿No te parece, Roland?
—Hummm —asintió Roland—. Realmente me
transportan a tiempos más sencillos.
Entonces la madre de Luce empezó a recitar la receta mientras
su padre se extendía acerca de la producción local. Luce, por su parte, intentó
disfrutar de aquel extraño tiempo con su familia, y Callie se inclinó para
decirle que todo el mundo parecía fabuloso, sobre todo Arriane y Miles. Sin
embargo, había muchas cosas que había que atender. Luce sentía como si tuviera
que desactivar una bomba en cualquier momento.
Unos minutos más tarde, tras pasar por segunda vez el relleno
entre los comensales, la madre de Luce dijo:
—¿Sabes? Tu padre y yo nos conocimos cuando
teníamos tu edad.
Luce había oído esa historia unas
trescientas cincuenta veces.
—Él era quarterback
del Athens High. —Su madre hizo un guiño a Miles—. En esa época los tipos
atléticos también volvían locas a las chicas.
—Sí. En efecto, había doce Trojans y dos que estábamos en el
primer equipo. —El padre de Luce se echó a reír, y ella esperó a que dijera la
frase de siempre—. Solo tuve que demostrarle a Doreen que fuera del campo no
era un tipo tan duro.
—Me parece fabuloso que ustedes tengan un matrimonio tan
sólido —dijo Miles mientras cogía otro de los famosos bollos de levadura de la
madre de Luce—. Luce tiene suerte de tener unos padres tan sinceros y francos
con ella y con los demás.
La madre sonrió encantada.
Pero antes de que pudiera decir nada,
Daniel intervino:
—El amor es mucho más que eso, Miles. Señor Price, ¿no le
parece que una relación de verdad es algo más que simple diversión y juegos?
¿Que exige algo de esfuerzo?
—Claro, claro. —El padre de Luce se limpió los labios con la
servilleta—. ¿Por qué si no se habla del compromiso del matrimonio? Si duda, el
amor tiene altibajos. Así es la vida.
—Bien dicho, señor Price —dijo Roland con un apasionamiento
que no cuadraba con su cara tersa de adolescente—. Yo también he vivido mis
altibajos.
—Oh, vamos —intervino Callie para sorpresa de Luce. La pobre
creía que todos eran lo que aparentaban—. Hacéis que todo parezca muy grave.
—Callie tiene razón —dijo la madre de
Luce—. Sois jóvenes y alegres, deberíais pasarlo bien.
Pasarlo bien. ¿Así que ese ahora era el objetivo? ¿Acaso
alguna vez pasarlo bien había sido posible para Luce? Se quedó mirando a Miles,
que sonreía.
—Yo me lo paso bien —dijo articulando cada
sílaba para que Luce le leyera los labios.
Aquello cambiaba las cosas por completo para Luce, que no
dejaba de mirar una y otra vez alrededor en la mesa y se daba cuenta de que,
pese a todo, ella también se lo estaba pasando bien. Roland fingía sacarle la
lengua a Molly enseñándole un langostino en su lugar y ella se reía, quizá por
primera vez en la vida. Cam intentaba halagar a Callie, ofreciéndose incluso a
untarle la mantequilla en el bollo, algo que ella declinó con una mueca de
sorpresa y una negación tímida de cabeza. Shelby comía como si estuviera
entrenándose para una competición. Y alguien le seguía acariciando los pies por
debajo de la mesa. Ella cruzó la mirada con los ojos de color violeta de
Daniel. Él le guiñó un ojo y ella sintió un cosquilleo en el estómago.
Aquella reunión tenía algo de extraordinario. Era el Día de
Acción de Gracias más animado desde que la abuela de Luce murió y los Price
dejaron de ir a la zona pantanosa de Louisiana para pasar las vacaciones. Ahora
esa era su familia: toda esa gente, ángeles, demonios, o lo que quiera que
fuesen. Para bien o para mal, en tiempos complicados con sus altibajos, e
incluso para momentos de diversión. Como su padre acababa de decir: así era la
vida.
Para ser una chica con cierta experiencia en la muerte, la
vida —y punto— era la cosa por la que Luce de pronto se sintió más
completamente agradecida.
—Bueno. Ya estoy harta —anunció Shelby al cabo de unos
minutos—, de tanta comida, claro. ¿Los demás estáis llenos? Vamos a recoger
todo esto. —Soltó un silbido y dibujó un lazo en el aire con un dedo—. Ya tengo
ganas de volver a ese reformatorio al que vamos todos, hum…
—Ayudaré a quitar la mesa. —Gabbe de puso de pie de inmediato
y empezó a apilar platos, mientras arrastraba a la malhumorada Molly a la
cocina con ella.
La madre de Luce seguía dirigiéndoles miradas furtivas a
todos, intentando ver el encuentro desde la perspectiva de su hija. Lo cual era
imposible. Había captado la idea de Daniel con rapidez y no dejaba de mirar a
los dos de un lado a otro. Luce quería una oportunidad para demostrar a su
madre que lo que ella y Daniel compartían era algo sólido y maravilloso,
distinto a cualquier otra cosa en el mundo, pero tenían demasiada gente
alrededor. Lo que debería haber parecido fácil resultaba difícil.
Andrew dejó de mordisquear las plumas de fieltro que tenía en
torno a la nuca y empezó a emitir gañidos en dirección a la puerta. El padre de
Luce se puso de pie y fue a buscar la correa del perro. Fue un alivio.
—Hay alguien a quien le apetece dar su
paseo después de la cena —anunció.
La madre de Luce también se puso de pie, y Luce la siguió
hasta la puerta y la ayudó a ponerse la gabardina. Luego pasó la bufanda a su
padre.
—Gracias por haber estado tan estupendos
esta noche. Lavaremos los platos mientras estáis fuera.
Su madre sonrió.
—Tú nos haces sentir muy orgullosos, Luce.
Por cualquier cosa. Recuérdalo.
—Me gusta ese Miles —dijo su padre mientras
colocaba la correa al collar de Andrew.
—Y Daniel es… bueno, extraordinario
—comentó la madre a su padre con un tono de voz especial.
Luce se sonrojó y miró de nuevo hacia la mesa. Volvió entonces
la mirada hacia sus padres como suplicando: «Ahora no me abochornéis».
—¡Muy bien! ¡Que tengáis un largo y bonito
paseo!
Luce sostuvo la puerta abierta y los vio salir en la noche con
el perro inquieto y prácticamente ahogado por la correa. El aire frío que se
colaba a través de la puerta resultaba refrescante. La casa estaba caldeada con
tanta gente. Justo antes de que sus padres desaparecieran por la calle, a Luce
le pareció vislumbrar un destello en el exterior.
Algo parecido a un ala.
—¿Habéis visto eso? —dijo sin saber a quién
se lo decía.
—¿Qué? —preguntó su padre volviéndose. Parecía tan satisfecho
y feliz que a Luce casi se le partió el corazón.
—Nada.
Luce esbozó una sonrisa forzada mientras
cerraba la puerta. Sintió que tenía alguien a su espalda. Era Daniel. La
calidez que la hacía tambalear en cualquier sitio.
—¿Qué has visto?
Su voz era glacial, aunque no de rabia, sino de miedo. Ella
volvió su mirada hacia él, fue a cogerlo de las manos, pero él se volvió en
otra dirección.
—¡Cam! —exclamó—. ¡Saca el arco!
Al otro lado de la habitación, Cam levantó
la cabeza.
—¡¿Ya?!
Un zumbido en el exterior de la casa lo hizo callar. Se apartó
de la ventana y rebuscó en su abrigo. Luce vio entonces el destello plateado y
se acordó: las flechas que había recogido de la Proscrita.
—Avisa a los demás —dijo Daniel antes de volver la cara hacia
Luce. Separó entonces los labios y su mirada desesperada hizo pensar a Luce que
tal vez tenía intenciones de besarla. Sin embargo, lo único que dijo fue—:
¿Tenéis un sótano de refugio para las tormentas?
—Dime lo que ocurre —pidió Luce.
Oyó el agua en la cocina, donde Arriane y Gabbe cantaban Heart and Soul a varias voces con Callie
mientras limpiaban los platos. Vio la expresión asustada de Molly y Roland
mientras despejaban la mesa. Y, de pronto, Luce se dio cuenta de que aquella
cena de Acción de Gracias no había sido más que una pantomima. Una tapadera. El
problema es que no sabía de qué.
Miles asomó junto a Luce.
—¿Qué ocurre?
—Nada que te concierna —respondió Cam. No lo dijo con
brusquedad sino constatando un hecho—. Molly. Roland.
Molly apartó el montón de platos.
—¿Qué quieres que hagamos?
Daniel fue el que respondió, dirigiéndose a
Molly como si de pronto pertenecieran al mismo bando. —Avisa a los demás. Y
buscad escudos. Irán armados.
—¿Quiénes? —preguntó Luce—. ¿Los
Proscritos?
Los ojos de Daniel se posaron en ella y
mostró un gesto apesadumbrado.
—Se suponía que no nos encontrarían esta noche. Sabíamos que
era posible, pero de verdad no quería que esto ocurriera aquí. Lo siento.
—Daniel —le interrumpió Cam—, ahora lo que
importa es defenderse.
Un golpeteo fuerte sacudió la casa. Cam y Daniel se dirigieron
por instinto hacia la puerta delantera, pero Luce negó con la cabeza.
—Es la puerta de atrás —susurró—. En la
cocina.
Se quedaron quietos un instante, atendiendo al crujido de la
puerta trasera al abrirse. Entonces se oyó un grito largo y penetrante.
—¡Callie!
Luce se echó a correr por la sala de estar,
estremecida al imaginarse la escena en que se encontraba
su mejor amiga. Si Luce hubiera sabido que los
Proscritos iban a aparecer, no habría permitido que Callie viniera. Ella jamás
habría regresado a casa. Si ocurría algo malo, Luce nunca se lo perdonaría.
Al pasar por la puerta de la cocina, Luce vio a Callie
escudada por el cuerpo diminuto de Gabbe. Estaba a salvo, por lo menos por
ahora. Luce suspiró aliviada, y casi cayó contra la muralla de músculos que
detrás de ella habían erigido Daniel, Cam, Miles y Roland.
Arriane estaba de pie en el umbral encalado, sosteniendo en lo
alto una enorme tabla de cortar. Parecía dispuesta a golpear a alguien que Luce
aún no podía distinguir.
—Buenas noches.
Era una voz masculina, engolada y formal.
Cuando Arriane bajó la tabla, apareció en la entrada un chico
alto y enjuto ataviado con una gabardina marrón. Estaba muy pálido, tenía el
rostro muy fino y una nariz prominente. Sus facciones le resultaron familiares.
El pelo muy rubio y muy corto, los ojos blancos e inexpresivos… Era un
Proscrito.
Pero Luce lo había visto en algún otro
sitio antes.
—¡¿Phil?! —exclamó Shelby—. ¿Qué diablos
haces aquí? ¿Y qué les pasa a tus ojos? ¿Están…? Daniel se volvió hacia Shelby.
—¿Conoces a este Proscrito?
—¿Un Proscrito? —A Shelby se le rompió la
voz—. No es un… es mi patético… Él…
—Él te ha utilizado —dijo Roland, como si supiera algo que los
demás no sabían—. Debí darme cuenta. Debí haberlo reconocido como tal.
—Pero no lo hiciste —replicó el Proscrito
con un tono de voz extrañamente tranquilo.
Palpó en el interior de su gabardina y sacó un arco de plata
de un bolsillo interior. Luego sacó de otro bolsillo una flecha de plata y la
colocó rápidamente. Apuntó a Roland y recorrió a todo el grupo apuntándolos a
todos.
—Por favor, disculpad la intromisión. He
venido a llevarme a Lucinda.
Daniel se acercó al Proscrito.
—Tú no te llevarás a nadie ni nada —dijo—, excepto una muerte
rápida si no te marchas ahora mismo.
—Lo siento, pero no puedo hacer lo que me pides —repuso el
muchacho con sus brazos musculados sosteniendo aún el arco tenso—. Llevamos
mucho tiempo preparando esta noche de bendita restitución. No nos iremos con
las manos vacías.
—¿Cómo has podido, Phil? —gimoteó Shelby, volviéndose hacia
Luce—. No lo sabía… De verdad, Luce. No lo sabía. Pensé que era solo un
desgraciado.
Los labios del muchacho dibujaron una sonrisa. Sus horribles e
insondables ojos parecían salidos de una pesadilla.
—O me la entregáis sin oponer resistencia,
o ninguno de vosotros sobrevivirá.
Cam soltó una risotada prolongada y profunda que sacudió la
cocina e hizo que el muchacho de la puerta esbozara una mueca de incomodidad.
—¿Tú y qué ejército? —dijo Cam—. ¿Sabes? Creo que eres el
primer Proscrito que conozco con sentido de humor. —Echó una mirada a la
estrecha cocina—. ¿Por qué no salimos fuera tú y yo y solucionamos este asunto?
—Encantado —respondió el muchacho con una
sonrisa en sus labios pálidos.
Cam giró los hombros hacia atrás, como si deshiciera un nudo y
del punto justo donde sus omóplatos se unían, por su suéter de cachemira,
emergió un enorme par de alas doradas. Estas se desplegaron a su espalda y
pasaron a ocupar una gran parte de la cocina. Las alas de Cam eran tan
brillantes que resultaban casi cegadoras al moverse.
—¡Qué diablos…! —susurró Callie
parpadeando.
—Sí, es algo así —dijo Arriane mientras Cam arqueaba las alas
hacia atrás y se abría paso junto al Proscrito, atravesaba el umbral y salía al
patio trasero—. Luce ya te lo explicará. ¡Seguro!
Las alas de Roland al desplegarse hicieron el ruido de una
bandada de pájaros al emprender el vuelo. La luz de la cocina resaltó su
veteado oscuro de color dorado y negro al salir por la puerta detrás de Cam.
Molly y Arriane iban justo detrás de él y se daban codazos para abrirse paso.
Arriane impuso sus brillantes alas iridiscentes frente a las alas de color
bronce turbio de Molly. Al salir al exterior desprendieron algo parecido a
pequeñas chispas eléctricas. La siguiente fue Gabbe, cuyas sedosas alas blancas
se desplegaron con la misma gracia que las de una mariposa pero con una
velocidad tal que provocó una ráfaga de aire de olor floral en la cocina.
Daniel cogió las manos de Luce entre las suyas. Cerró los
ojos, tomó aire y abrió sus enormes alas blancas. De haber estado completamente
abiertas, habrían ocupado toda la cocina, pero las mantuvo replegadas cerca de
su cuerpo. Refulgían y brillaban y, de hecho, casi resultaban demasiado bellas.
Luce tendió las manos hacia ellas y las tocó. Por fuera eran cálidas y
satinadas, pero por dentro rebosaban energía. Notó cómo esta circulaba por
Daniel y pasaba a ella. Se sintió muy cercana a él, y lo entendió
perfectamente. Como si fueran uno.
«No te preocupes. Todo va a ir bien.
Siempre te cuidaré.» Sin embargo, lo que dijo en voz alta fue:
—Quédate a salvo. No te muevas de aquí.
—No —suplicó ella—. ¡Daniel!
—Volveré en un instante.
A continuación, arqueó las alas hacia atrás
y salió a toda prisa por la puerta.
Ya solos en el interior, los seres no angelicales se
agruparon. Miles se apoyó contra la puerta trasera y se puso a mirar por la
ventana. Shelby tenía la cabeza metida entre las manos. El rostro de Callie
estaba blanco como la nevera.
Luce cogió la mano de Callie.
—Creo que tengo que explicarte algunas
cosas.
—¿Quién era ese chico del arco y la flecha? —susurró Callie
estremecida pero asiendo con fuerza la mano de Luce—. ¿Y tú quién eres?
—¿Yo? Bueno, yo solo soy… yo. —Luce se encogió de hombros y
notó un escalofrío recorriéndole el cuerpo—. No lo sé.
—Luce —dijo Shelby esforzándose por no echarse a llorar—, me
siento como una idiota. Te juro que no tenía ni idea. Todo lo que le dije a él…
solo me estaba desahogando. No paraba de preguntar acerca de ti y sabía
escuchar, así que yo… bueno, no tenía ni idea de quién era en realidad. Yo
jamás, jamás…
—Te creo —la interrumpió Luce. Se acercó a la ventana junto a
Miles y miró hacia la pequeña terraza de madera que su padre había construido
hacía unos años—. ¿Qué crees que pretende?
En el patio, las hojas de roble caídas
habían sido apiladas con el rastrillo en unos montones pulidos.
El aire olía a hoguera. En algún lugar a lo
lejos, sonaba una sirena. Al pie de los tres escalones de la terraza, Daniel,
Cam, Arriane, Roland y Gabbe permanecían juntos mirando la valla.
Pero Luce se dio cuenta de que no se trataba de la valla.
Estaban frente a un grupo nutrido y oscuro de Proscritos, que permanecían en
guardia apuntando con sus arcos de plata a la hilera de ángeles. El Proscrito
no había acudido solo. Había reunido a un ejército.
Luce tuvo que sujetarse a la encimera. Excepto Cam, los
ángeles estaban desarmados. Y ella ya había visto lo que esas flechas podían
hacer.
—¡Luce, detente! —exclamó Miles detrás de ella. Pero para
entonces, Luce ya salía a toda prisa por la puerta.
Incluso en la oscuridad, observó que todos los Proscritos
tenían una apariencia inexpresiva similar. Había igual número de chicos que de
chicas y todos eran pálidos e iban vestidos con las mismas gabardinas marrones;
en el caso de los chicos, llevaban el pelo muy rubio y muy corto y las chicas
lucían unas colas apretadas, casi blancas. Las alas de los Proscritos se
desplegaban en forma de arco. Tenían muy, muy mala pinta… llevaban la ropa
hecha jirones e iban muy sucios, prácticamente cubiertos de mugre. Nada que ver
con las alas gloriosas de Daniel o de Cam, ni con ninguno de los ángeles o
demonios que Luce conocía. De pie uno junto al otro, mirando a través de sus
extraños ojos vacíos, con las cabezas inclinadas en distintas direcciones, los
Proscritos eran un ejército de pesadilla. Lo malo es que de aquel sueño
horrible Luce no se podía despertar.
Cuando Daniel se dio cuenta de que ella estaba junto a los
demás en la terraza, se volvió y la tomó con sus manos. Su cara perfecta tenía
una expresión enormemente asustada.
—Te he dicho que te quedaras dentro.
—No —susurró ella—. No pienso permanecer
encerrada ahí dentro mientras todos vosotros lucháis.
No puedo ver a la gente a mi alrededor
luchando por ningún motivo.
—¿Por ningún motivo? Mira, dejemos esta discusión
para otro momento, Luce.
Daniel no dejaba de escrutar con la mirada el frente siniestro
de Proscritos alineados cerca de la valla.
Luce apretó los puños en sus costados.
—Daniel…
—Tu vida es demasiado valiosa como para
desperdiciarla por un arrebato. Ve adentro ya.
Un grito sonoro atronó en el centro del patio. La primera
línea de diez Proscritos levantó sus armas contra los ángeles y arrojó las
flechas. Luce levantó la cabeza a tiempo para ver a algo, o a alguien,
precipitándose desde el tejado.
Era Molly.
La muchacha, convertida en una masa oscura, descendió desde lo
alto blandiendo dos rastrillos de jardín y haciéndolos girar como bastones en
sus manos.
Aunque los Proscritos la oían, no la podían ver. No obstante,
los rastrillos de Molly giraron y eliminaron las flechas del aire como si
quitaran malas hierbas del campo. Molly aterrizó con sus botas negras de
combate mientras las flechas de plata de punta roma se desplomaban en el suelo
bajo la apariencia inofensiva de ramitas. Luce, sin embargo, sabía que eran
peligrosas.
—¡A partir de ahora, no habrá compasión!
—aulló un Proscrito, Phil, desde el otro lado del patio.
—¡Llévatela dentro y coge las flechas estelares! —gritó Cam a
Daniel encaramándose a la barandilla de la terraza y sacando su arco de plata.
A continuación, arrojó y soltó en una rápida sucesión tres reflejos de luz. Los
Proscritos retrocedieron cuando tres miembros de sus filas desaparecieron en
nubes de polvo.
Arriane y Roland se precipitaron a toda
velocidad en el patio barriendo las flechas con las alas.
Un segundo frente de Proscritos avanzaba, dispuesto a lanzar
una nueva ráfaga de flechas. Cuando estaban a punto de disparar, Gabbe se subió
a la barandilla de la terraza.
—Hum. Veamos. —Apuntó con mirada feroz la punta del ala
derecha hacia el suelo de debajo de los Proscritos.
El césped tembló y a continuación se abrió una zanja nítida de
tierra, tan larga como todo el patio trasero y de varios centímetros de
anchura.
Aquello se llevó por lo menos a veinte
Proscritos dentro del abismo oscuro.
Profirieron unos gritos ahogados y solitarios mientras se
precipitaban hacia las profundidades. A saber hacia dónde. Los Proscritos que
había detrás resbalaron y se detuvieron justo ante al temible abismo que Gabbe
había abierto de la nada. Movieron las cabezas a izquierda y derecha para
averiguar lo que acababa de ocurrir. Otros se tambalearon en el borde y
acabaron desplomándose en el interior. Sus gritos fueron cada vez más débiles,
hasta que dejaron de oírse. Al cabo de unos instantes, la tierra crujió de
nuevo, como si tuviera un gozne oxidado, y se volvió a cerrar.
Gabbe replegó su ala plumosa al costado con
una gran elegancia. Se limpió la frente.
—Bueno, esto debería ayudar.
Pero entonces otra lluvia brillante de flechas de plata se
precipitó desde el cielo. Una de ellas cayó con un ruido sordo en el escalón
superior de la terraza, a los pies de Luce. Daniel arrancó la flecha del
escalón de madera, dobló el brazo y la arrojó bruscamente, como si se tratara
de un dardo letal, directamente en la frente de un Proscrito que avanzaba.
Se produjo un destello, como el de un flash. El chico de los
ojos en blanco ni siquiera tuvo tiempo de gritar por el impacto: simplemente se
desvaneció en el aire.
Daniel escrutó el cuerpo de Luce y luego la
palpó, como si no creyera que continuaba con vida. Callie tragó saliva a su
lado.
—¿Ese chico…? ¿De verdad que ese chico…?
—Sí —contestó Luce.
—No lo hagas, Luce —dijo Daniel—. No me hagas arrastrarte
dentro. Tengo que luchar. Tienes que huir de aquí. ¡Ya!
Pero Luce ya había visto demasiadas cosas para estar de
acuerdo. Regresó a casa para alcanzar a Callie, pero en la puerta abierta de la
cocina tuvo una visión brutal de los Proscritos.
Había tres. Estaban dentro de su casa. Y
tenían los arcos dispuestos para disparar.
—¡No! —gritó Daniel apresurándose para
proteger a Luce.
Shelby salió tambaleándose de la cocina a
la terraza y cerró la puerta de golpe a su espalda.
Al otro lado de la puerta se oyeron tres
golpes claros de flecha.
—¡Eh! ¡Ella no tiene la culpa de nada! —gritó Cam desde el
patio, señalando a Shelby con la cabeza un instante antes de lanzar una flecha
a la cabeza de una Proscrita.
—De acuerdo, cambio de planes —masculló Daniel—. Buscad un
lugar donde refugiaros cerca de aquí. Esto va por todos. —Se dirigió a Callie y
a Shelby y, por primera vez en toda la noche, a Miles.
Tomó a Luce por los brazos—. Mantente alejada
de las flechas estelares —le suplicó—. Prométemelo.
La besó rápidamente y luego los dirigió
hacia la pared posterior de la terraza.
El fulgor de tantas alas de ángel era tan brillante e intenso
que Luce, Callie, Shelby y Miles tuvieron que protegerse los ojos. Se inclinaron
y anduvieron agachados por la terraza mientras las sombras de la barandilla
oscilaban ante ellos y Luce los conducía hacia la parte lateral del jardín.
Para ponerse a salvo. Tenía que haber algún sitio en algún lugar.
De entre las sombras surgieron más Proscritos. Aparecieron en
las ramas altas de los árboles a lo lejos, se acercaron a paso tranquilo por
entre los arriates elevados de alrededor y el viejo columpio carcomido que Luce
había usado de niña. Sus arcos de plata brillaban bajo la luz de la luna.
Cam era el único del otro bando que iba armado con un arco. No
se detenía a contar los Proscritos a los que eliminaba. Se limitaba a disparar
al corazón con precisión mortal una flecha detrás de otra. Pero por cada uno
que eliminaba aparecía otro.
Cuando se quedó sin flechas, arrancó la mesa de picnic del
lugar que había ocupado durante décadas y la sostuvo ante él con un brazo a
modo de escudo. Descarga tras descarga, las flechas rebotaban en la mesa y
caían al suelo a sus pies. Él no hacía más que inclinarse, recoger una y
lanzar; inclinarse, recoger y lanzar.
Los demás tenían que ser más creativos.
Roland sacudió sus alas doradas con tanto vigor que el aire de
alrededor devolvía las flechas de vuelta en la dirección de la que habían
venido, llevándose a varios Proscritos ciegos juntos de una vez. Molly cargaba
contra el frente una y otra vez, con los rastrillos girando como espadas de
samurái.
Arriane arrancó el viejo neumático que había hecho de columpio
de Luce del árbol y lo arrojó como si fuera un lazo, desviando las flechas
hacia la valla mientras Gabbe corría recogiéndolas. Ella saltaba y giraba como
un derviche, eliminando a los Proscritos que se acercaban demasiado
dirigiéndoles una sonrisa suave mientras las flechas les mordían la piel.
Daniel se había apropiado de las herraduras oxidadas de los
Price que había bajo el porche y las arrojaba contra los Proscritos; a veces
llegaba a dejar sin sentido a tres a la vez con una sola herradura que les
rebotaba en la cabeza. Luego se abalanzaba sobre ellos, les quitaba las flechas
estelares de los arcos y se las hundía en el corazón con las manos.
Desde el extremo de la terraza de madera, Luce vio el
cobertizo de su padre e hizo que sus tres compañeros la siguieran. Saltaron
sobre la barandilla para pasar a la zona ajardinada de debajo e, inclinados, se
apresuraron hacia allí.
Estaban casi en la entrada cuando Luce oyó un rápido zumbido,
seguido del aullido de dolor de Callie.
—¡Callie! —exclamó volviéndose.
Pero su amiga seguía allí. Se restregaba el hombro por la zona
en que la flecha la había tocado, pero por lo demás estaba ilesa.
—¡Escuece mucho!
Luce se inclinó para tocarla.
—¿Cómo…?
Callie negó con la cabeza.
—¡Al suelo! —gritó Shelby.
Luce se arrodilló, hizo agachar a los demás
y todos se metieron en el cobertizo. Entre las sombras oscuras que proyectaban
las herramientas del padre de Luce, el cortacésped y el anticuado equipo de
deporte, Shelby gateó hacia Luce, los ojos brillantes y los labios temblorosos.
—No puedo creer lo que está pasando —susurró asiendo del brazo
a Luce—. No te imaginas cómo lo siento. Es culpa mía.
—No es culpa tuya —dijo Luce de inmediato.
Shelby no sabía quién era Phil, ni lo que quería de ella en
realidad, ni cómo iban a terminar las cosas esa noche. Luce sabía lo que era
acarrear la culpa por algo que no se entendía, y no se lo deseaba a nadie,
menos aún a Shelby.
—¿Dónde está? —preguntó Shelby—. Podría
matar a ese desgraciado.
—No. —Luce retuvo a Shelby—. No vas a
salir. Podrían matarte.
—No entiendo nada —dijo Callie—. ¿Por qué
alguien querría hacerte daño?
En ese momento Miles se encaminó a la
entrada del cobertizo y fue iluminado por la luz de luna.
Llevaba sobre la cabeza uno de los kayaks del
padre de Luce.
—Nadie hará daño a Luce —dijo mientras
salía fuera con ello.
Iba directo a la batalla.
—¡Miles! —gritó Luce—. ¡Vuelve…!
Se levantó para ir tras él y luego se detuvo, sorprendida al
verle arrojar el kayak contra uno de los Proscritos.
Era Phil.
Este se quedó pasmado con sus ojos inexpresivos, gritó y cayó
al suelo en cuanto el kayak le dio. Atrapado e inmovilizado, sus alas sucias se
debatían en el suelo.
Por un instante, Miles pareció sentirse orgulloso de sí mismo,
y también Luce un poco. Pero entonces una Proscrita menuda dio un paso al
frente, ladeó la cabeza como si fuera un perro atendiendo a un silbato
silencioso, levantó el arco de plata y apuntó directamente al pecho de Miles.
—Sin compasión —dijo en un tono monótono.
Miles estaba indefenso ante aquella chica extraña que parecía
carecer de cualquier sentimiento de piedad, ni siquiera por la persona más
agradable e inocente del mundo.
—¡Basta! —gritó Luce con el corazón
desbocado mientras salía del cobertizo.
Notó que la batalla se arremolinaba en torno a ella, pero lo
único que veía era una flecha dispuesta a penetrar en el pecho de Miles.
Dirigida para matar a otro de sus amigos.
La cabeza de la Proscrita se dobló sobre la nuca. Sus ojos
vacíos se volvieron hacia Luce y entonces se abrieron levemente, como si, tal
como Arriane había dicho, realmente fuera capaz de ver la llama ardiente del
alma de Luce.
—No dispares. —Luce levantó los brazos en
un gesto de rendición—. Es a mí a quien queréis.
19
El fin de la tregua
L |
a Proscrita bajó el arma. Cuando la flecha se
destensó del arco, la cuerda emitió un crujido, como el de una puerta de desván
al abrirse. Su rostro tenía la calma de un estanque en un día sin viento. Era
tan alta como Luce, su piel era clara y húmeda, tenía los labios pálidos y,
pese a no lucir una sonrisa, tenía hoyuelos.
—Si quieres que el chico viva —dijo con voz
monótona—, yo te obedeceré.
Alrededor, todos habían dejado de luchar. El vaivén del
neumático prosiguió hasta que acabó deteniéndose al dar contra el rincón de la
valla. Las alas de Roland detuvieron sus sacudidas y empezaron a mecerse
suavemente hasta devolverlo al suelo. Todo el mundo permaneció quieto, pero el
aire quedó cargado de un silencio eléctrico.
Luce sintió el peso de muchas miradas sobre ella: Callie,
Miles y Shelby. Daniel, Arriane y Gabbe. Cam, Roland y Molly. Los ojos ciegos
de los Proscritos. Pero no se podía apartar de esa chica con esos ojos blancos
inexpresivos.
—No lo matarás… ¿porque yo te lo digo? —Luce estaba tan
sorprendida que se echó a reír—. Creía que me queríais matar.
—¿Matarte? —La voz mecánica de la chica adquirió una cadencia
aguda, como de sorpresa—. Para nada. Moriríamos por ti. Queremos que vengas con
nosotros. Eres nuestra última esperanza. Nuestra llave de entrada.
—¿Entrada? —Miles expresó la sorpresa que
Luce era incapaz de demostrar en ese instante—.
¿Adónde?
—Al Cielo, claro. —La muchacha miró a Luce
con sus ojos inertes—. Tú eres el precio.
—No.
Luce negó con la cabeza, pero las palabras de la chica le
martilleaban el cerebro retumbando de un modo que hacía casi insoportable la
sensación de vacío que sentía.
«La entrada al Cielo. El precio.»
Luce no entendía nada. Los Proscritos se la llevarían, ¿y qué
harían con ella? ¿Utilizarla como una especie de moneda de cambio? Esa chica ni
siquiera podía verla para saber quién era. Si algo había aprendido Luce en la
Escuela de la Costa era que los mitos no se podían perpetuar. Eran demasiado
antiguos, demasiado retorcidos. Todo el mundo sabía que había una historia, una
en la que Luce había participado mucho tiempo atrás, pero nadie parecía saber
por qué.
—No la escuches, Luce. Es un monstruo.
A Daniel le temblaban las alas. Era como si creyera que podía
sentirse tentada a ir. Entonces Luce empezó a sentir una comezón en los
hombros, un picor intenso que le dejó el resto del cuerpo entumecido.
—¿Lucinda? —gritó la Proscrita.
—Está bien, un momento —dijo Luce a la chica, y se volvió
hacia Daniel—. Quiero saber una cosa: ¿qué es la tregua? Y no me digas que
nada, ni me vengas con que no me lo puedes explicar. Quiero la verdad, me la
debes.
—Tienes razón —convino Daniel para
sorpresa de Luce. No dejaba de dirigir miradas a la Proscrita, como si esta
fuera a llevarse a Luce en cualquier instante—. Cam y yo la preparamos.
Acordamos dejar a un lado nuestras diferencias durante dieciocho días. Todos
los ángeles y los demonios. Nos aliamos para cazar a otros enemigos, como ella
—señaló a la Proscrita.
—Pero ¿por qué?
—Por ti. Porque necesitabas tiempo. Aunque nuestros fines sean
distintos, por ahora Cam y yo, y todos los de nuestra especie, somos aliados.
Compartimos una prioridad.
Lo que Luce había visto en la Anunciadora, aquella repugnante
escena de Daniel y Cam colaborando. ¿Se suponía que eso estaba bien porque
habían acordado una tregua? ¿Para darle tiempo a ella?
—No es que te sintieras muy comprometido
con la tregua. —Cam escupió en dirección a Daniel—.
¿De qué sirve una tregua si no se cumple?
—Tú tampoco la cumpliste —dijo Luce a Cam—.
Estuviste en el bosque de la Escuela de la Costa.
—¡Te estaba protegiendo! —replicó Cam—.
¡Nada de salir de paseo a la luz de la luna!
Luce se volvió hacia Arriane.
—Sea lo que sea, la tregua, dime: ¿cuando termine significará…
que Cam de repente volverá a ser el enemigo? ¿Y Roland también? Esto no tiene
ningún sentido.
—Lucinda, basta con que lo digas —intervino
la Proscrita— para que yo te aleje de todo esto.
—¿Y adónde me llevarás? ¿Adónde? —preguntó Luce. Había algo
atractivo en la idea de marcharse, lejos de todos los problemas, luchas y
confusiones.
—No hagas nada que luego puedas lamentar, Luce —le advirtió
Cam. Era raro que él sonara como la voz de la prudencia, mientras que Daniel
parecía prácticamente paralizado.
Luce miró a su alrededor por primera vez tras salir del
cobertizo. La batalla había terminado. La misma capa de polvo que en su momento
había cubierto el cementerio de Espada & Cruz cubría ahora la hierba del
patio trasero. Mientras el grupo de ángeles parecía completamente intacto y
completo, los Proscritos habían perdido una buena parte de su ejército. Había
unos diez que guardaban las distancias, vigilantes, con los arcos de plata
bajados.
La Proscrita seguía esperando una respuesta de Luce. Sus ojos
brillaban en la noche y retrocedía conforme los ángeles se le acercaban. Cuando
Cam se aproximó, la chica alzó lentamente el arco otra vez y lo apuntó hacia su
corazón.
Luce vio que se tensaba.
—Tú no deseas marcharte con los Proscritos
—dijo a Luce—. No esta noche.
—Tú no le digas lo que quiere o deja de querer —intervino
Shelby—. Yo no digo que tenga que irse con esos tipos albinos tan raros, ni
nada. Lo único que quiero es que todo el mundo deje de tratarla como a una niña
y le permita hacer lo que le parezca. ¡Ya basta, caramba!
Su voz atronó en el patio, provocando un respingo en la
Proscrita, que retrocedió al instante. Se volvió para dirigir su flecha hacia
Shelby.
Luce contuvo el aliento. La flecha de plata temblaba en las
manos de la Proscrita. Tensó la cuerda. Luce contuvo el aliento. Pero antes de
que pudiera disparar, sus ojos vidriosos se abrieron, el arco se le cayó de las
manos, y su cuerpo desapareció en un tenue estallido de luz grisácea.
Aproximadamente medio metro por detrás de donde la chica había
estado, Molly bajó un arco de plata. Era evidente que la había disparado por la
espalda.
—¿Qué pasa? —espetó Molly mientras el grupo se volvía con gran
estupor para mirarla—. Esa nefilim me cae bien. Me recuerda a alguien que
conozco.
Movió un brazo para señalar a Shelby, que
dijo:
—Gracias. En serio. Esto ha estado muy
bien.
Molly se encogió de hombros, ajena a la presencia oscura y
gigante que se elevaba detrás de ella. Era el Proscrito al que Miles había
arrojado al suelo con el kayak. Phil.
Asiendo la embarcación como si de un bate de béisbol se
tratara, la blandió hacia delante y golpeó a Molly, que cayó al suelo con un
gemido. Tras echar el kayak a un lado, el Proscrito rebuscó en su gabardina la
última flecha brillante.
Sus ojos inertes eran la única parte de su rostro que carecía
de expresión. El resto de él —sus gruñidos, su ceño, incluso sus pómulos— tenía
una apariencia tremendamente furiosa. La piel blanca de su cabeza parecía
tensada sobre el cráneo huesudo. Sus manos se asemejaban a garras. La ira y la
desesperación habían hecho de ese chico un joven pálido y extraño, pero también
atractivo, un auténtico monstruo.
Levantó su arco de plata y apuntó a Luce.
—Llevaba semanas esperando pacientemente mi oportunidad. A mí
no me importa ser un poco más enérgico que mi hermana —rezongó—. Vas a venir
con nosotros.
Unos arcos de plata se levantaron a ambos lados de Luce. Cam
volvió a sacar el suyo de su abrigo, y Daniel había recogido del suelo el arco
que la Proscrita había dejado caer. Phil parecía contar con ello.
En su rostro se esbozó una sonrisa siniestra.
—¿Voy a tener que matar a tu amante para conseguir que te unas
a mí? —preguntó apuntando a Daniel —. ¿O es preciso que los mate a todos?
Luce tenía la vista clavada en aquel extremo raro y aplanado
de la flecha de plata, que estaba a menos de tres metros del pecho de Daniel.
No había ninguna posibilidad de que Phil errara el tiro. Ella ya había visto
cómo la flecha acababa con la vida de una docena de ángeles con un destello
nimio de luz. Pero también había visto que una flecha rebotaba en la piel de
Callie, como si no fuera más que la vara mocha que aparentaba ser.
De pronto cayó en la cuenta de que las
flechas de plata mataban a ángeles, pero no a humanos.
Se puso delante de Daniel.
—No permitiré que le hagáis daño. Vuestras
flechas no me pueden herir.
Daniel dejó escapar un sonido extraño, entre la risa y el
sollozo. Ella se volvió hacia él con asombro. Parecía asustado, pero sobre todo
parecía culpable.
Luce recordó la conversación que habían tenido bajo el
melocotonero en Espada & Cruz, cuando él le había hablado por primera vez
de sus reencarnaciones. Se acordó de cuando se sentó con él en la playa de
Mendocino y él le habló de su lugar en el Cielo antes de conocerla. ¡Qué
difícil había sido lograr que él se abriera en esos días! Con todo, ella
presentía que aún había algo más. Tenía que haber algo más.
El chasquido del arco hizo que volviera a dirigir su atención
hacia el Proscrito, que en ese momento echaba hacia atrás la flecha de plata.
Esta vez apuntaba a Miles.
—Basta de charlas —dijo—. Voy a cargarme a
tus amigos uno a uno hasta que te rindas.
Luce vio en su mente un destello de luz, un remolino de color
y una vorágine de secuencias de sus diferentes vidas: su madre, su padre y
Andrew. Los padres a los que había visto en el monte Shasta.
Vera, patinando en el estanque helado. La
chica que nadaba en la cascada con un biquini amarillo. Y otras ciudades, casas
y momentos que todavía era incapaz de reconocer. El rostro de Daniel desde mil
ángulos distintos, bajo mil luces diferentes. Un estallido detrás de otro.
Luego parpadeó y se encontró de nuevo en el patio. Los
Proscritos se acercaban, agrupándose y susurrando a Phil. Él no dejaba de
indicarles que retrocedieran, inquieto, intentando centrarse en Luce.
Todo el mundo estaba tenso.
Vio que Miles la miraba fijamente, y creyó que estaría
aterrado, pero no lo estaba. Tenía la mirada clavada en ella con una intensidad
tal que parecía remover lo más profundo de su ser. Luce se sintió aturdida y se
le nubló la vista. A continuación tuvo la extraña sensación de estar quedándose
sin algo, como si alguien le arrebatara el armazón de la piel.
Y entonces oyó su propia voz:
—No disparéis. Me rindo.
Lo extraño es que las palabras retumbaban y parecían
acorporales, si bien es verdad que Luce no las había pronunciado. Siguió el
recorrido del sonido con la vista y su cuerpo se tensó ante lo que vio.
Detrás del Proscrito, llamándole la
atención con un golpe suave en el hombro, había otra Luce.
No era una visión de un vida pasada. Esa chica era ella misma,
con sus vaqueros negros ajustados y la camisa de cuadros con el botón que
faltaba. Con su pelo negro cortado y recién teñido. Sus ojos almendrados y burlones
dirigidos al Proscrito. La llama de su alma claramente visible para él y
también para los otros ángeles. Aquella imagen era un reflejo de ella. Aquello
era… Una intervención de Miles.
Su don. Había dividido la imagen de Luce en otra, tal como le
había dicho que sabía hacer en su primer día en la Escuela de la Costa. «Según
parece, es fácil hacerlo con las personas a las que… a las que quieres», le
había comentado.
Él la quería.
Sin embargo, en ese instante ella no podía permitirse
detenerse a pensar en ello. Mientras los ojos de los demás se volvían atraídos
hacia su propia imagen reflejada, la Luce real dio dos pasos atrás y se ocultó
en el cobertizo.
—¿Qué ocurre? —le espetó Cam a Daniel.
—¡No lo sé! —susurró Daniel con la voz
rota.
Solo Shelby parecía comprender.
—Lo ha conseguido —musitó para sí misma.
El Proscrito hizo oscilar su arco para apuntar a esa nueva
Luce, como si no se creyera del todo aquella victoria.
—Vamos —se oyó decir Luce en el centro del patio—. Ya no puedo
estar más con ellos después de tantos secretos y tantas mentiras.
Una parte de ella sentía realmente que no
podía seguir así, que había algo que tenía que cambiar.
—¿Vendrás conmigo y te unirás a mis hermanos y hermanas?
—preguntó el Proscrito con voz esperanzada. Sus ojos le dieron asco. Él le
tendía su mano blanca y fantasmal.
—Lo haré —pronunció la voz de Luce.
—¡Luce, no! —Daniel se quedó sin aire—. No
puedes.
Los Proscritos que quedaban alzaron los arcos contra Daniel,
Cam y los demás por si pensaban intervenir.
La imagen reflejada de Luce dio un paso al
frente. Puso su mano en la de Phil.
—Sí, claro que puedo.
Aquel Proscrito monstruoso la tomó en sus brazos blancos y
fuertes. Se oyó un gran aleteo de alas sucias. Una desagradable nube de polvo
se alzó del suelo. Dentro del cobertizo, Luce contenía el aliento.
Oyó a Daniel dar un grito ahogado al ver cómo el reflejo de
Luce y el Proscrito planeaban arriba y abajo por encima del patio trasero. Los
demás miraban incrédulos. Todos menos Shelby y Miles. —¿Qué diablos ha
ocurrido? —preguntó Arriane—. ¿De verdad ella…?
—¡No! —gritaba Daniel—. ¡No!
A Luce se le encogió el corazón al verlo tirarse del pelo, dar
vueltas en círculo y desplegar sus alas por completo.
Al instante, el ejército de Proscritos que quedaba abrieron
sus alas marrones y deslucidas y levantaron el vuelo. Tenían unas alas tan
finas que tenían que batir muy rápidamente para mantenerse suspendidos en el
aire. Rodearon a Phil, intentando formar un escudo en torno a él para que
pudiera llevarse a Luce a donde fuera que pensara llevarla.
Pero Cam fue más rápido. Los Proscritos se encontraban a unos
seis metros en el aire cuando Luce oyó una última flecha que salía despedida
del arco.
Pero la flecha de Cam no iba dirigida a
Phil, sino a Luce.
Y dio en el blanco.
Luce se quedó petrificada cuando vio cómo su imagen reflejada
desaparecía en un gran estallido de luz blanca.
En el cielo, las alas destrozadas de Phil se agitaron abiertas
y vacías. Un aullido horrible le salió de la boca. Se dispuso a abalanzarse
sobre Cam seguido por su ejército de Proscritos, pero se detuvo a mitad de
camino, como si se hubiera dado cuenta de que no había motivo para regresar.
—Entonces, todo empieza de nuevo —gritó a Cam y al resto—.
Podría haber terminado de forma pacífica. Pero esta noche habéis conseguido
tener una nueva secta de enemigos inmortales. La próxima vez no negociaremos.
Luego los Proscritos desaparecieron en la noche.
De vuelta en el patio, Daniel arremetió
contra Cam y lo arrojó al suelo.
—¿Qué te ocurre? —gritó con los puños
dirigidos contra la cara de Cam—. ¿Cómo has podido? Cam se esforzaba por
detenerlo. Los dos rodaron por el césped agarrados.
—Era el mejor final para ella, Daniel.
Daniel, con los ojos brillantes, sacudía a Cam con violencia,
lo golpeaba y le hundía la cabeza en el barro.
—¡Te mataré!
—¡Sabes que tengo razón! —gritó Cam sin
defenderse.
Daniel se detuvo cerrando los ojos.
—Ahora mismo no sé nada.
Su voz estaba rota. Hasta entonces había asido a Cam por la
solapa, pero entonces se desplomó en el suelo y hundió su cara en la hierba.
Luce deseó acercarse, abalanzarse
hacia él y decirle que todo iría bien. Pero no iría.
Lo que había visto esa noche era demasiado. Estaba horrorizada
de haberse visto a sí misma, mejor dicho, a la imagen reflejada por Miles,
muriendo a causa de una flecha estelar.
Miles le había salvado la vida, no podía
quitárselo de la cabeza.
Y los demás pensaban que Cam le había
puesto punto final.
La cabeza le daba vueltas mientras surgía de la sombra del
cobertizo a fin de decir a todos que no se preocupasen, que ella seguía con
vida. Pero entonces percibió la presencia de algo más.
Había una Anunciadora agitándose en la entrada. Luce salió
rápidamente del cobertizo y se acercó a ella.
Lentamente, fue separándose de una sombra arrojada por la
luna. La Anunciadora se deslizó hacia ella unos metros por la hierba,
recogiendo una capa sucia de polvo que la batalla había dejado. Cuando llegó
hasta Luce, se estremeció y después se le encaramó por el cuerpo hasta quedar
suspendida como una mancha negra sobre su cabeza.
Ella cerró los ojos y se encontró levantando la mano para
cogerla. La oscuridad se le quedó prendida entre los dedos y emitió un
chisporroteo gélido.
—¿Qué es eso? —Daniel volvió la cabeza al
oír el ruido y se levantó del suelo.
—¡Luce!
Ella se quedó quieta mientras los demás hacían gestos de
sorpresa al verla de pie ante al cobertizo. No quería vislumbrar a una
Anunciadora, ya había visto suficientes cosas por esa noche. No sabía ni
siquiera por qué estaba haciendo esto.
Hasta que lo hizo. No buscaba una visión, buscaba una vía de
escape. Algo que estuviera lo suficientemente alejado como para transponerse.
Llevaba demasiado tiempo sin tener ni un solo instante para pensar a solas.
Necesitaba una pausa de todo.
—Es hora de marcharse —dijo para sí misma.
La puerta en forma de sombra que se había mostrado ante ella
no era perfecta: tenía los bordes recortados y apestaba a aguas residuales.
Luce, sin embargo, abrió su superficie.
—¡No sabes lo que haces, Luce! —La voz de Roland le alcanzó en
el umbral de la puerta—. ¡Podría llevarte a cualquier sitio!
Daniel corría hacia ella.
—¿Qué estás haciendo?
Ella percibió en su voz el profundo alivio que sentía por
saberla viva, y el tremendo pánico al ver que era capaz de manipular una
Anunciadora. Su preocupación no hizo más que espolearla.
Le hubiera gustado mirar atrás para disculparse con Callie,
agradecer a Miles lo que había hecho, decir a Gabbe y a Arriane que no se
preocupasen tanto por ella como sabía que harían, dejar unas palabras para sus
padres. Y decir a Daniel que no la siguiera, que necesitaba hacer eso ella
sola. Pero su posibilidad de escapar se estaba cerrando. Así que dio un paso al
frente y dijo a Roland:
—Me temo que voy a tener que aprenderlo
sobre la marcha.
Por el rabillo del ojo vio a Daniel corriendo hacia ella, como
si no se hubiera creído que ella lo iba a hacer.
Sintió que las palabras «Te quiero» le recorrían la garganta.
Así era. Para siempre. Pero, si ella y Daniel tenían un para siempre, su amor
podía esperar a que ella averiguara unas cuantas cosas importantes sobre sí
misma. Sobre sus vidas anteriores y la vida que les aguardaba. Esa noche solo
era para decir adiós, coger aire e introducirse en esa sombra lúgubre.
En la oscuridad.
En su pasado.
Epílogo
El pandemonio
—¿Qué ha pasado?
—¿Adónde ha ido?
—¿Quién le ha enseñado a hacer eso?
Las voces nerviosas en el patio sonaban apagadas y distantes
para Daniel. Sabía que los otros ángeles caídos discutían y buscaban a
Anunciadoras entre las sombras del patio.
Daniel se había convertido en una isla,
cerrado para todo excepto para su propio dolor.
Le había fallado. Había fallado.
¿Cómo era posible? Llevaba semanas empleándose a fondo con el
único objetivo de mantenerla a salvo hasta el momento en que ya no pudiera
ofrecerle protección. Ahora ese momento había llegado y se había ido… igual que
Luce.
A ella le podía pasar cualquier cosa. Y podía estar en
cualquier sitio. Jamás se había sentido tan hundido y apenado.
—¿Por qué no encontramos a la Anunciadora
en la que ha entrado, la recomponemos y la seguimos?
Era el muchacho nefilim, Miles, que estaba de rodillas,
peinando la hierba con los dedos como un imbécil.
—No es así como funcionan —le espetó
Daniel—. Cuando viajas en el tiempo te llevas a la
Anunciadora contigo. Por eso no
debe hacerse nunca a menos que… Cam se volvió hacia Miles con una mirada suplicante.
—Por favor, dime que Luce sabe más que tú
sobre viajes en Anunciadora.
—Cállate —dijo Shelby de pie junto a Miles con una actitud
protectora—. Si él no hubiera enviado el reflejo de Luce, Phil se la habría
llevado.
Shelby tenía una actitud cautelosa y temerosa; se sentía fuera
de lugar entre esos ángeles caídos. Años atrás se había enamorado perdidamente
de Daniel, aunque por supuesto sin ser correspondida. Pero hasta esa noche él
siempre la había tenido en buen concepto. Ahora ella era una molestia.
—Dijiste que Luce estaría mejor muerta que con los Proscritos
—dijo Shelby, defendiendo aún a Miles.
—Unos Proscritos a los que precisamente tú
invitaste.
Arriane se metió en la conversación
dirigiéndose a Shelby, cuyo rostro se sonrojó.
—¿Por qué supones que una nefilim sería capaz de detectar a un
Proscrito? —preguntó Molly desafiando a Arriane—. Tú estuviste en esa escuela.
Deberías haber percibido alguna cosa.
—¡Callaos, todos!
Daniel no podía pensar con calma. El patio estaba repleto de
ángeles, pero la ausencia de Luce lo hacía parecer tremendamente vacío.
Apenas podía soportar ver a nadie. A Shelby, por caer sin más
en la trampa de un Proscrito. A Miles, por creer que tenía alguna opción en el
futuro de Luce. A Cam, por lo que había intentado hacer…
¡Oh, ese momento en el que Daniel pensó
haberla perdido por una flecha estelar de Cam! Las alas se
le habían vuelto demasiado pesadas para
levantarlas. Más frías que la muerte. En ese instante había abandonado toda
esperanza.
Pero solo había sido una ilusión óptica. Un reflejo
desconcertante, nada especial en circunstancias ordinarias, pero que en esa
noche había sido lo último que Daniel esperaba. Le había provocado una
impresión tremenda. Había estado a punto de matarlo. Hasta la alegría de su
resurrección.
Todavía había esperanza.
Si la encontraba.
Se había quedado perplejo al ver a Luce abriendo a la
Anunciadora. Asombrado, impresionado y dolorosamente atraído hacia ella, pero
sobre todo perplejo. ¿Cuántas veces lo había hecho sin que él lo supiera?
—¿Qué piensas? —preguntó Cam acercándose a
su lado.
Notó la atracción de las alas, esa antigua fuerza magnética,
pero estaba demasiado agotado para apartarse.
—Voy a ir tras ella —dijo.
—Buen plan. —Cam adoptó un aire despectivo—. Simple: «Ir tras
ella». En cualquier lugar en el tiempo y el espacio a lo largo de miles de
años. ¿Para qué emplear una estrategia?
Su sarcasmo hizo que Daniel quisiera
sacudirle de nuevo.
—No te pido ni ayuda ni consejo, Cam.
En el patio solamente quedaban dos flechas estelares: la que
había cogido de la Proscrita a la que Molly había matado, y la que Cam había
encontrado en la playa al inicio de la tregua. Se habría producido una bonita
simetría si Cam y Daniel hubiesen actuado como enemigos en ese momento: dos
chicos, dos flechas estelares, dos enemigos inmortales.
Pero no, aún no. Tenían que eliminar a
muchos otros antes de volver a dedicarse de nuevo a ellos.
—Lo que Cam quiere decir… —Roland se interpuso entre ellos
hablando a Daniel con voz grave— es que tal vez esto requiera cierto trabajo en
equipo. He visto cómo estos chicos entran en las Anunciadoras. No sabe lo que
hace, Daniel. Se va a meter en problemas muy pronto.
—Lo sé.
—No es señal de flaqueza permitir que os
ayudemos —añadió Roland.
—¡Yo puedo ayudaros! —exclamó Shelby, que había estado
cuchicheando con Miles—. Creo que sé dónde se encuentra.
—¿Tú? —preguntó Daniel—. Ya has ayudado
suficiente. Los dos habéis ayudado suficiente.
—Daniel…
—Conozco a Luce mejor que nadie en el mundo. —Daniel se apartó
de todos y se sumergió en el espacio oscuro y vacío del patio donde ella había
desaparecido—. Mucho mejor de lo que ninguno de vosotros la conocerá jamás. No
necesito vuestra ayuda.
—Yo conozco su pasado —dijo Shelby poniéndose ante él para que
la mirara—. Tú no sabes lo que ha soportado estas semanas. Yo soy la que ha
estado con ella mientras vislumbraba sus vidas anteriores. La que vio su cara
cuando se encontró a la hermana que había perdido cuando la besaste y luego … —
Shelby calló—. Sé que todos vosotros me odiáis ahora mismo, pero juro por… por
lo que sea en que vosotros creáis que a partir de este momento podéis confiar
en mí. Y en Miles también. Queremos ayudar. Vamos a ayudar. Por favor. —Tendió
una mano a Daniel—. Confía en nosotros.
Daniel se apartó de ella. Confiar era algo
que siempre le había incomodado. Lo que tenía con Luce
era inquebrantable. Nunca había habido
necesidad de confianza. Era simplemente cuestión de amor.
Pero en toda la eternidad, Daniel jamás
había sido capaz de depositar su fe en nadie ni en nada más.
Y no estaba dispuesto a empezar a hacerlo
ahora.
En la calle, un perro aulló. Y volvió a
aullar más fuerte. Más cerca.
Eran los padres de Luce, que regresaban de
su paseo.
En aquel patio oscuro, Daniel cruzó una mirada con Gabbe. Ella
estaba junto a Callie, probablemente consolándola. Ya tenía las alas
replegadas.
—Márchate.
Gabbe articuló la frase sin pronunciarla en voz alta en aquel
patio trasero desolado y cubierto de polvo. Lo que quería decir era: «Ve a
buscarla». Ella se ocuparía de los padres de Luce. Cuidaría de que Callie
regresara a casa. Se encargaría de todo para que Daniel pudiera ir tras lo que
importaba. «Te buscaremos y te ayudaremos en cuanto podamos.»
La luna se asomó entre la cortina de nubes. La sombra de
Daniel se alargó en la hierba que tenía a sus pies. Vio cómo ésta se agrandaba
un poco y empezó a formar a la Anunciadora que contenía. Cuando esa oscuridad
fría y húmeda le acarició, Daniel se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que
no se había transpuesto. Su estilo no consistía en mirar atrás.
Pero los gestos seguían en él, ocultos bajo sus alas, su alma
o su corazón. Se movió con rapidez, separando a la Anunciadora de su propia
sombra y pellizcándola con rapidez para retirarla del suelo.
Luego, como si de una pieza de arcilla se
tratase, la arrojó al aire directamente ante él.
Formó un portal nítido y definido.
Él había participado en todas y cada una de las vidas
anteriores de Luce. No había motivo para que no fuera capaz de encontrarla.
Abrió la puerta. No había tiempo que
perder. Su corazón la llevaría hasta ella.
Tenía el presentimiento de que algo malo estaba a punto de
ocurrir, pero también la esperanza de que algo increíble aguardaba en la
lejanía.
Tenía que ser así.
Su amor apasionado por ella lo inundó hasta que se sintió tan
lleno que no supo si cabría por la entrada. Recogió las alas contra el cuerpo y
se precipitó en el interior de la Anunciadora.
Detrás de él, en el patio, hubo una
conmoción lejana. Susurros, carreras y gritos. No le importaba. En realidad, no
le importaba ninguno de ellos.
Solo ella.
Gritó mientras se abría al pasado.
—Daniel.
Unas voces. Detrás de él, acechándole, acercándose. Pronunciando
su nombre mientras él se adentraba cada vez más profundamente en el pasado.
¿La encontraría?
Sin duda.
¿La salvaría?
Siempre.
Agradecimientos
Ante todo, mi agradecimiento más profundo a
mis lectores por su apoyo efusivo y generoso. Gracias a vosotros, posiblemente
podré escribir siempre.
A Wendy Loggia, cuya confianza en esta serie ha sido un regalo
inmenso para mí y porque sabe exactamente qué hay que hacer para que se
aproxime a lo que siempre ha querido ser. A Beverly Horowitz, por la charla más
animada que jamás he tenido, y también por el postre que me metiste en el
bolso. A Krista Vitola, cuyos correos electrónicos llenos de buenas noticias me
han alegrado muchos días. A Angela Carlino y al equipo de diseño, gracias por
una sobrecubierta que levanta pasiones. A mi compañera de viaje Noreen
Marchisi, a Roshan Nozari y al resto del fabuloso equipo de marketing de Random
House: sois unos magos. A Michael Stears y Ted Malawer, unos genios
infatigables. Vuestra agudeza y animosidad hacen que trabajar con vosotros
resulte un placer más que una obligación.
A mis amigos, que me ayudan a no perder la cabeza y a
inspirarme. A mi familia en Texas, Arkansas, Baltimore y Florida, por tanto
entusiasmo y amor. Y a Jason, por cada día que pasa a mi lado.
Notas
[1]Postre típico de los campamentos de verano en
Estados Unidos y Canadá consistente en un bocadillo de galletas Graham, con
relleno de nubes dulces y chocolate fundidos (N. de la T.)
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